El avión rojo de combate
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Manfred Von Richtofen



Contratapa:

Un joven e inexperto aristócrata prusiano de veintitrés años, estaba
llamado a convertirse en un mito popular moderno: el sanguinario Barón
Rojo. Richthofen y su "Circo Volador" dominarían los aires a bordo de
los más letales aviones de combate, Albatros y Fokker que fueron
pintados de atrevidos colores para provocar al adversario.

El Barón Rojo logró derribar ochenta aviones enemigos y se convirtió en
un héroe admirado y en un respetado rival, el as de ases de la Gran
Guerra. Pero detrás del mito se esconde un muchacho alegre y sencillo,
apasionado de la caza y de espíritu audaz, el propio autor de este
libro. Herido en la cabeza en julio de 1917, el Barón Rojo escribió
durante sus días de reposo las crónicas que dan forma a este libro. "El
avión rojo de combate" son las aventuras del más temido y respetado
aviador a la caza del enemigo. Es el testimonio de un joven aviador que
vivió peligrosamente entre el plomo y la gasolina en un nuevo e insólito
escenario bélico: el aire.



2




ÍNDICE
//////

Nota del editor
Mi familia
Mi época de cadete
Mi ingreso en el Ejército
Mis primeros días como oficial
Estalla la guerra
Cruzamos la frontera
Hacia Francia
Oigo silbar las primeras balas
De patrulla con Loen
Aburrimiento en Verdún
¡Por fin en el aire!
Piloto observador con Mackensen
En Rusia con Holck
Rusia-Ostende
Una gota de sangre por la patria
Mi primer combate aéreo
En la batalla de Champaña
De cómo conocí a Boelcke
El primer vuelo en solitario
De mis días de entrenamiento en Döberitz
Mis primeros tiempos como piloto
Holck †
Un vuelo en la tormenta
Pilotando por primera vez un Fokker
Raid de bombardeo sobre Rusia
¡Por fin!
Mi primer inglés
La batalla del Somme
Boelcke †
El octavo
El comandante Hawker
Pour le Mérite
"Le petit rouge"
De cómo luchan franceses e ingleses en el aire
Me derriban
Piezas de aeroplano
Mi primer doblete
Un día bien aprovechado
Moritz
Los ingleses bombardean nuestro aeródromo
Schäfer salva el pellejo
El escuadrón "anti-Richthofen"
Nuestro "viejo" viene a visitarnos
De vuelta a casa
Mi hermano
Lothar, un "tirador" y no un "cazador"
A la caza del bisonte
Aviadores de infantería, artillería y exploración
Nuestros aeroplanos
A modo de epílogo
Apéndice. "Les petits rouges"
Autor
Notas




Nota del editor
///////////////

Yo sé que mi destino está ya escrito
allá, entre las nubes, en lo alto.

W. B. Yeats


Cuando estalló la guerra en julio de 1914, los aviones apenas tenían
diez años de existencia y los ejércitos no sabían muy bien cómo usarlos.
En un primer momento los consideraron adecuados para tareas de
exploración y reconocimiento, observar y fotografiar las posiciones
enemigas. Luego la propia guerra hizo avanzar a pasos agigantados la
primitiva tecnología de aquellos aparatos y les otorgó nuevas y letales
funciones.

Entre el inicio del siglo XX y el fin de la primera guerra mundial
transcurrieron unos años decisivos para su desarrollo. La producción
industrial, la investigación y la ingeniería inversa hicieron avanzar
mecánicas, combustibles, fuselajes, estructuras alares... Una de las
innovaciones más relevantes fue el sistema de sincronización de hélice y
ametralladora ideado por el constructor holandés Anthony Fokker para el
avión de caza Fokker Eindecker. Los primeros aviones de combate
monoplaza, los "cazas", una terminología que se iba a generalizar una
vez acabada la guerra, irrumpieron en los cielos hacia 1915. Su función:
perseguir y destruir al aviador enemigo.

El combate aéreo, también llamado "pelea de perros", era un terreno
inexplorado en el que los pilotos fueron inventando tácticas sobre la
marcha. Las hazañas de aquellos valientes muchachos que volaban en
frágiles aeroplanos y disparaban sus ametralladoras, contra un rival
valeroso aún inflaman hoy nuestra imaginación, pero a pesar de la
fascinación que ejercen, lo cierto es que aquellas luchas tenían poco de
romántico o de caballeroso: se trataba esencialmente de sorprender al
enemigo por la espalda y coserlo a balazos.

En junio de 1915 un periódico francés apodó "as de la aviación" al
piloto Adolphe Pégoud tras haber conseguido derribar cinco aviones
alemanes. El término "as", en referencia a la primera carta de la baraja
francesa, se generalizó para definir al mejor combatiente aéreo.

Fueron ases del aire pilotos legendarios como Eddie Rickenbacker Oswald
Boelcke, Albert Ball, Werner Voss, Georges Guynemer, Mick Mannock, René
Fonck... Pero por encima de todos estuvo Manfred von Richthofen, el
Barón Rojo.

Richthofen, un joven e inexperto capitán de caballería de veintitrés
años, estaba llamado a convertirse en el as de la aviación de la Gran
Guerra y en un mito popular moderno. En su figura se concentran los
elementos clave que forjarían una leyenda, juventud, audacia, sentido
del honor y una ruptura total con el pasado representada por su avión
rojo de combate. Suban ahora a la cabina de "le petit rouge", sientan el
viento helado contra el rostro, oigan el atronador rugir de su motor de
explosión interna y aspiren el penetrante olor a gasolina a tres mil
metros de altura.

El Barón Rojo vuela de nuevo.





Mi familia
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A decir verdad, la familia Richthofen no había destacado mucho en las
guerras anteriores; los Richthofen fueron siempre gente muy apegada a su
terruño. Apenas han existido Richthofen que abandonasen las tierras de
sus antepasados, y si algunos lo hicieron fue para ocupar, en su
mayoría, cargos del Estado. Mi abuelo, al igual que todos sus
ascendientes, vivía en sus tierras situadas entre Breslavia y Striegau.
En la generación de mi abuelo únicamente hubo un primo suyo que fue el
primer general Richthofen.

En la familia de mi madre, de nombre Von Schickfuss und Neudorf, ocurrió
lo mismo que en la de los Richthofen: pocos militares y muchos
terratenientes. El hermano de mi bisabuelo Schickfuss cayó muerto en
1806. Durante la revolución del año 1848 fue incendiado y reducido a
cenizas un castillo de los más bonitos que uno de los Schickfuss poseía.
Y por lo demás, los Schickfuss no llegaron más que a capitanes de
caballería en la reserva.

En la familia Schickfuss, así como en la Falckenhausen —el apellido de
soltera de mi abuela era Falckenhausen— no se cultivaban nada más que
dos aficiones: la caza y la equitación. Los Falckenhausen eran
aficionados a los caballos y los Schickfuss a la caza. Mi tío Alexander
Schickfuss, hermano de mi madre, ha cazado mucho y bien en África,
Ceilán, Noruega y Hungría.

Mi padre ha sido en realidad el primero de nuestra familia que decidió
hacer carrera militar. Ingresó muy joven en el Cuerpo de Cadetes, de
donde salió para entrar en el Regimiento de Ulanos1número 12. Fue
siempre uno de los militares más íntegros y diligentes que se puedan
imaginar, pero tuvo que pedir el retiro consecuencia de haberse quedado
sordo. La sordera la contrajo al salvar a uno de sus hombres que a punto
estuvo de ahogarse. Tras rescatarlo, mi padre siguió con el estricto
cumplimiento de su servicio, empapado, tal como estaba, sin preocuparse
del daño que pudieran causarle la humedad y el frío.

En mi generación existen naturalmente muchos más militares. En tiempo de
guerra no hay ningún joven Richthofen fuerte y sano que no se encuentre
bajo su bandera. Por la misma razón perdí al principio de esta guerra a
seis primos más o menos lejanos, todos ellos del arma de Caballería. Me
pusieron de nombre Manfred en recuerdo de mi tío abuelo, quien desempeñó
en tiempo de paz el cargo de asistente de su majestad y fue comandante
de la Gardedukorps [2], y durante la guerra coronel de un regimiento de
Caballería.

Ahora algo sobre mi juventud. Cuando yo vine al mundo, el 2 de mayo de
1892, mi padre estaba incorporado al Regimiento de Coraceros número 1 de
guarnición en Breslavia. Vivíamos en Kleinburg. Allí recibí clases
particulares hasta los nueve años. Luego fui a la escuela de Swidnica y
más tarde ingresé de cadete en Wahlstatt, pero mis compañeros de
Swidnica me siguieron considerando uno de los suyos. Preparado en el
Cuerpo de Cadetes para ingresar en el arma de Caballería, fui destinado
al Regimiento de Ulanos número 1.

Todo lo que he vivido y experimentado desde entonces está escrito en
este libro.

Mi hermano Lothar es el otro Richthofen aviador; ha sido condecorado con
la Orden Pour le Mérite [3]. Mi hermano menor es aún cadete y espera con
impaciencia poder dedicarse también a pilotar aviones. Mi hermana, como
todas las mujeres de mi familia, se ocupa de cuidar a los heridos.


Mi época de cadete
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(1903-1909 en Wahlstatt, 1909-1911 en Lichterfelde)

Cuando terminé el primer año de secundaria ingresé en el Cuerpo de
Cadetes. Yo no tenía demasiado interés en ello, pero era el deseo de mi
padre, así que no me lo consultaron.

La estricta disciplina y el orden se me hicieron muy duros debido a mi
corta edad. Nunca tuve mucha paciencia para los estudios, nunca fui un
estudiante brillante; jamás me apliqué más que lo justo para no repetir
curso. Mi sistema fue siempre no trabajar más de lo estrictamente
necesario, y me hubiera parecido una ambición descarada aspirar a algo
más que al aprobado. Naturalmente, una consecuencia directa fue que mis
profesores nunca me tuvieron gran aprecio.

En cambio, siempre me gustó mucho todo lo relacionado con el deporte, la
gimnasia, los partidos de fútbol, etcétera. Creo que nunca hubo
ejercicio, por difícil que fuese, que yo no pudiera hacer en el
trapecio. Pronto me gané algunos premios otorgados por mi comandante.

Todo lo arriesgado me cautivaba. En una ocasión, acompañado de mi amigo
Frankenberg, subí hasta la torre de la iglesia de Wahlstatt, trepé por
el pararrayos y até un pañuelo en su punta. Todavía recuerdo
perfectamente lo difícil que me resultó andar por las escurridizas tejas
de pizarra. Diez años después, con ocasión de una visita a mi hermano
pequeño, volví a ver aquel pañuelo atado todavía a la punta del
pararrayos.

Mi amigo Frankenberg fue una de las primeras víctimas de la guerra.

En Lichterfelde lo pasé mucho mejor. No me sentía tan apartado del mundo
y empecé a vivir una vida más intensa.

Mis mejores recuerdos de Lichterfelde son los grandes juegos deportivos
en los que participé con y contra el príncipe Federico Carlos. El
príncipe consiguió ganarme los primeros premios en carreras pedestres y
en fútbol. No me había entrenado yo tan perfectamente como lo había
hecho él.


Mi ingreso en el Ejército
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(Pascua de 1911)

Estaba realmente impaciente por entrar en el Ejército. Obtuve el primer
puesto en el examen de alférez y después me sumé al Regimiento de Ulanos
número 1, llamado "del emperador Alejandro III". Escogí personalmente
ese regimiento por estar acuartelado en mi querida Silesia y también por
tener algunos parientes y amigos que así me lo aconsejaron.

El servicio en mi regimiento me gustó muchísimo. No hay duda de que lo
mejor para un joven soldado es servir en la Caballería.

Del tiempo que estuve en la escuela militar tengo bien poco que decir.
Me recordaba demasiado a mi época en el Cuerpo de Cadetes y en
consecuencia el recuerdo no es demasiado agradable.

Me pasó una cosa graciosa estando allí. Uno de mis profesores de la
escuela se compró una buena yegua, algo rechoncha, a decir verdad. La
única pega es que era un poco vieja; se suponía que tenía quince años.
Tenía las patas gordas, pero por lo demás saltaba de forma admirable. La
monté muy a menudo. Se llamaba Biffy.

Un año más tarde, ya en el regimiento, el capitán Von Tr—, un gran
aficionado al deporte, me contó que se había comprado un caballo
fortachón que saltaba muy bien. Todos estábamos entusiasmados por ver a
aquel "saltador fortachón" que respondía al extraño nombre de Biffy. Yo
ya no recordaba a la vieja yegua de mi profesor de la escuela militar.

Cierto día pude ver por fin al portentoso animal, y cuál no sería mi
asombro al reconocer en él a la vieja Biffy descansando ahora en las
cuadras del capitán como si fuera una yegua de ocho años. En el tiempo
transcurrido había cambiado varias veces de dueño y también aumentado
mucho de precio. Mi profesor de la escuela militar la había comprado por
mil quinientos marcos; Von Tr—, un año después, por tres mil quinientos
y varios años más joven.

Biffy ya no volvió a ganar ningún concurso hípico a pesar de su renovada
juventud, pero encontró aún otro dueño más. Hasta que la mataron al
principio de la guerra.


Mis primeros días como oficial
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Otoño de 1912)

Finalmente me dieron. Creo que la satisfacción más grande de mi vida la
experimenté la primera vez que me llamaron "mi teniente".

Mi padre me compró una yegua muy bonita llamada Santuzza. Era un animal
prodigioso, duro como el acero, muy noble, y que se dejaba guiar como un
cordero. Poco a poco fui descubriendo en ella grandes dotes de
saltadora, y en seguida me decidí a entrenar a mi valiente compañera.
Era un portento y montada por mí llegó a saltar hasta un metro setenta.

Durante su entrenamiento encontré gran ayuda y aprendí mucho con los
consejos de mi camarada Von Wedel, que con su caballo Fandango había
ganados varios premios. Empezamos a entrenamos juntos para participar en
un concurso de salto y en una carrera campo a través en Breslavia.

Fandango estaba pletórico y Santuzza se esforzaba y cumplía, tanto que
yo guardaba esperanzas de poder ganar algo con ella. El día antes de
partir hacia la carrera no pude renunciar al deseo de volverla a hacer
saltar una última vez por los obstáculos de nuestro circuito de
entrenamiento. Dimos un resbalón y nos caímos; Santuzza se magulló la
espalda y yo me rompí la clavícula.

Tenía esperanzas de que mi querida Santuzza llegara a ser también una
buena corredora, pero me sorprendió mucho el día en que batió al
purasangre de Von Wedel.

En otra ocasión tuve la suerte de montar un precioso caballo alazán en
unas olimpiadas en Breslavia. En la carrera campo a través mi caballo lo
estaba haciendo realmente bien, tanto que yo guardaba esperanzas de
ganar. En esto nos acercábamos al último obstáculo, desde lejos se veía
que era algo extraordinario y alrededor había una multitud expectante.
Entonces me dije: "Valor, Manfred, que la cosa pinta mal", y me lancé a
toda marcha hacia el terraplén sobre el que habían colocado la última
valla. El público me gritaba y me hacía señas para que no entrase en el
obstáculo con tanta velocidad, pero yo ya ni oía ni veía nada. Mi alazán
se lanzó desbocado hacia la valla y sorprendentemente pasó al otro
lado... que daba justamente al río Weistritz.

Antes de que pudiera darme cuenta, caballo y jinete estábamos nadando en
sus aguas. Naturalmente, yo salí por orejas; Félix, que así se llamaba
el caballo, acabó por un lado y Manfred por otro. Cuando terminó la
carrera nos volvieron a pesar y, sorpresa, no sólo no había perdido las
dos libras habituales, sino que, por el contrario, pesaba diez libras
más que al principio. Gracias a Dios nadie cayó en la cuenta de que
estaba empapado.

También tuve un caballo llamado Blume. El pobre animal tenía que hacer
de todo: carreras de velocidad, pruebas de resistencia, concursos de
salto, servir en el regimiento... En fin, no había ejercicio que no
hubiera aprendido mi buen Blume. Con el logré mis mejores resultados y
el último fue ganar el Gran Premio del Káiser de 1913. Fui el único en
acabar esta carrera campo a través sin una sola falta, pero lo que me
sucedió entonces fue algo que difícilmente se vuelva a repetir: iba
galopando por una pradera y de repente me caí de cabeza al suelo. El
caballo había pisado una madriguera y en la caída yo me rompí la
clavícula de nuevo, pero a pesar de todo seguí adelante setenta
kilómetros más, sin cometer ninguna falta y terminando la carrera dentro
del tiempo reglamentario.


Estalla la guerra
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En los periódicos no se leía otra cosa que noticias novelescas sobre la
guerra. Desde hacía meses nos habíamos acostumbrado a no escuchar más
que rumores. Habíamos hecho tantas veces el petate que ya nos aburría el
asunto y nadie creía demasiado en la guerra; y los que menos creíamos
éramos quienes estábamos más cerca de la frontera, "el ojo del
ejército", nombre con el que nos había bautizado hacía tiempo mi
comandante refiriéndose a las patrullas de caballería.

En vísperas de la gran movilización nos encontrábamos con un
destacamento de nuestro escuadrón a diez kilómetros de la frontera,
sentados en el salón de oficiales, comiendo ostras, bebiendo champán y
jugando a las cartas. Lo pasábamos bien. Nadie pensaba en la guerra.

La madre de Wedel nos había sorprendido algunos días atrás; había venido
desde Pomerania para ver a su hijo una última vez antes de que diesen
comienzo las ofensivas. Al vemos tan contentos se convenció de que no
nos preocupaba la guerra y creyó oportuno invitamos a desayunar como es
debido.

Estábamos de lo más animados cuando de repente se abrió la puerta y
apareció el conde Kospoth, gobernador de Olesnica. En su cara una mueca
de estupefacción. Todos saludamos efusivamente a nuestro viejo amigo.
Nos explicó el motivo de su viaje: quería enterarse de primera mano de
lo que había de cierto en los rumores de guerra mundial, y que mejor
lugar para ello que en la frontera. Pensó, lógicamente que era en la
frontera donde antes se confirmarían aquellos rumores. Por eso se quedó
asombrado al contemplar nuestra simpática escena.

Por el conde nos enteramos de que todos los puentes de Silesia estaban
vigilados y de que ya se pensaba en fortificar ciertas posiciones.
Enseguida le convencimos de que una guerra era imposible, y continuamos
con la fiesta. Al día siguiente entrábamos en campaña.


Cruzamos la frontera
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La palabra guerra nos era familiar a los soldados de caballería de
guarnición en la frontera. Cada cual sabía lo que tenía que hacer y lo
que no, pero ninguno tenía una idea clara de lo que podría estar a punto
de suceder.

Cualquier soldado en activo era ya feliz por tener ante sí la
oportunidad de poner de relieve su valor y llevar a la práctica todo lo
aprendido.

Para nosotros, los jóvenes tenientes de caballería, estaba reservada la
misión más interesante: explorar, introducirse en la retaguardia del
enemigo y destruir sus instalaciones más importantes; tareas para las
que se requiere ser todo un hombre.

Con mis valiosas instrucciones en el bolsillo y consciente de la
importancia de mi misión por tenerla estudiada desde hacía ya un año,
una noche, a eso de las doce, monté a caballo al frente de mi patrulla y
me encaminé por primera vez hacia el enemigo.

La frontera la marcaba un río y era allí justamente donde yo esperaba
recibir mi bautismo de fuego, pero me quedé muy sorprendido al comprobar
que lograba pasar el puente sin ningún contratiempo. A la mañana
siguiente, y sin mayor novedad, pudimos divisar la torre de la iglesia
de la aldea de Kielce, conocida de anteriores exploraciones a caballo al
otro lado de la frontera.

Todo esto sucedió sin haber podido encontrar la más ligera huella del
enemigo, y aún mejor, sin que el enemigo nos descubriese a nosotros. La
pregunta entonces era qué hacer para que no nos descubriesen los
aldeanos.

Mi primera idea fue coger y encerrar al sacerdote del pueblo, así que lo
sacamos de su casa por sorpresa y para su total desconcierto. Como
primera medida lo encerré en el campanario de la torre de la iglesia y
luego echamos abajo la escalera, dejándolo aislado allí arriba. Le
amenacé con quitarle la vida si los habitantes del pueblo mostraban el
más mínimo comportamiento hostil hacia nosotros. Un centinela apostado
en la torre vigilaba los alrededores.

Cada día tenía que enviar a uno de mis hombres de vuelta a la guarnición
con un informe, de tal manera que poco a poco la patrulla se fue
disolviendo, hasta el punto de que creí verme en el apuro de tener que
ir yo mismo a llevar el último.

Todo estuvo muy tranquilo hasta la noche del quinto día, cuando, andando
yo por las cercanías de la torre de la iglesia, donde descansaban los
caballos, vino corriendo el centinela y me gritó: " ¡Los cosacos están
aquí!".

Lloviznaba, no había ni una sola estrella, la noche era negra como la
boca de un lobo; no podíamos ver a un palmo de nuestras narices.

Sacamos los caballos por un boquete que en previsión habíamos abierto en
la tapia del patio de la iglesia y por el que se salía al campo.
Avanzando unos cincuenta metros se podía sentir uno en total seguridad
arropado por la oscuridad reinante. Luego yo mismo me fui con el
centinela, carabina en mano, hacia el lugar donde se suponía debían
estar los cosacos.

Me arrastré por la tapia del cementerio y llegué a la calle. Mi
impresión cambió radicalmente al ver las afueras del pueblo llenas de
enemigos. Yo observaba por encima de la tapia, detrás de la cual tenían
sus caballos los cosacos; la mayoría de ellos llevaban linternas sordas
y las manejaban escandalosa e imprudentemente. Calculé que serían unos
veinte o treinta hombres. Uno de ellos desmontó del caballo y se fue
hacia el sacerdote, el mismo al que yo había liberado el día antes.
"¡Traición! ¡Por supuesto!", pensé de inmediato. Era necesario doblar
las precauciones. No podía arriesgarme a entrar en combate, pues no
disponía más que de dos carabinas. En una palabra: estábamos jugando al
ratón y al gato. Después de unas horas de descanso nuestros visitantes
se largaron. A la mañana siguiente decidí levantar el campamento.

Siete días después estaba de vuelta en mi guarnición y todo el mundo me
miraba como si fuese un fantasma, y no era porque llevara la barba sin
afeitar, sino porque se había corrido la voz de que a Wedel y a mí nos
habían matado en Kalisz. Se sabía lo ocurrido, el lugar, la hora y demás
circunstancias con tal exactitud, que el rumor se había extendido ya por
toda Silesia. Hasta mi madre había recibido ya las condolencias. Sólo
faltaba mi esquela en los periódicos.

****

Por entonces ocurrió también un divertido suceso. A un oficial
veterinario le encargaron ir con diez ulanos a requisar los caballos de
una granja. La granja estaba situada a unos tres kilómetros. Regresó de
su misión muy alterado y él mismo informó de lo siguiente:

"Pasábamos a caballo por un campo de rastrojos cuando de repente, y a
cierta distancia, creí divisar a la infantería enemiga. Rápidamente
desenvainé el sable y grité a mis ulanos: “¡Lanza en ristre! ¡Al ataque!
¡Marchen! ¡Marchen! ¡Hurra!”. Esto le hizo gracia a mi gente y empezaron
a galopar como locos por los rastrojos. La infantería enemiga resultó
ser una manada de corzos que yo confundí debido a mi miopía". Aquel
caballero tuvo que soportar durante mucho tiempo las bromas sobre su
simpática arremetida.


Hacia Francia
/////////////

Desde el pueblo donde estábamos de guarnición partimos en un tren.
¿Adónde? No teníamos ni la más remota idea de si al este, al oeste, al
norte o al sur.Conjeturas se hicieron muchas y por lo general
equivocadas; pero aquella vez, sin embargo, estábamos en lo cierto:
íbamos al oeste.

Pusieron a nuestra disposición un compartimento de segunda ríase para
cada cuatro. Había que abastecerse de alimentos para un largo viaje. La
bebida, por supuesto, no faltaba. Pero ya el primer día nos convencimos
de que un compartimento de segunda clase era demasiado estrecho para
cuatro hombres jóvenes y fuertes. Así que optamos por distribuimos de
manera que pudiésemos ir más cómodos. Yo me adapté la mitad de un vagón
de equipajes para poder viajar y dormir a gusto, y realmente le saqué
buen provecho. Tenía aire fresco, bastante luz y mucho espacio para mí
solo. En una estación me agencié una buena cantidad de paja y monté
encima mi tienda de campaña. Dormí tan bien en mi improvisado coche-cama
como hubiera podido hacerlo en mi cuarto de Ostrovo, en casa de mi
familia. Viajábamos día y noche. Atravesamos primero toda Silesia, luego
Sajonia; siempre hacia el oeste. Parecía que nos dirigíamos a Metz, pero
ni el mismo maquinista del convoy sabía adónde íbamos en realidad. En
todas las estaciones, incluso en las que no parábamos, había una
multitud de gente que nos vitoreaba y nos lanzaba flores. En el pueblo
alemán podía observarse un increíble entusiasmo por la guerra. Los
ulanos muy especialmente, inspiraban gran admiración. Un tren que paró
en la estación antes que el nuestro pudo haber difundido la noticia de
que ya habíamos tenido contacto con el enemigo ¡pero sólo llevábamos
ocho días de guerra! Mi regimiento también había sido mencionado en el
primer parte del Ejército. El Regimiento de Ulanos número 1 y el
Regimiento de Infantería número 155 habían conquistado Kalisz. Éramos
pues unos héroes admirados y como tal nos hacían sentir. Wedel se había
encontrado el sable de un gendarme cosaco y se lo enseñaba a las chicas
del lugar, que se quedaban asombradas.

Aquello era todo un golpe de efecto. Nosotros, naturalmente, les
asegurábamos que estaba manchado de sangre y hacíamos del inofensivo
juguete un trofeo de cuento de hadas. Estábamos realmente alegres, hasta
que por fin llegamos a Büsendorf, en las cercanías de Diedenhofen, y dio
por finalizado nuestro viaje en tren. Justo antes de llegar a Büsendorf
nos detuvimos dentro de un largo túnel. He de confesar que si ya es
inquietante pararse en mitad de un túnel en tiempo de paz, mucho más lo
es en época de guerra. Por si esto fuera poco, un gracioso se permitió
la broma de pegar un tiro al aire. No pasó mucho tiempo hasta que se
inició un estruendoso tiroteo dentro del túnel. La causa nunca la
supimos, pero fue un verdadero milagro que nadie saliese herido.

En Büsendorf nos bajamos del tren. Hacía tanto calor que temíamos que
reventasen los caballos. Durante los siguientes días marchamos siempre
hacia el norte, en dirección a Luxemburgo. Entretanto me enteré de que
mi hermano había recorrido el mismo camino con una división de
caballería ocho días antes. Una vez más había encontrado su pista, pero
verle no lo conseguí hasta un año más tarde.

Ya en Luxemburgo, nadie sabía qué actitud iba a tomar hacia nosotros el
pequeño Estado. Todavía recuerdo que al ver a lo lejos a un gendarme
luxemburgués le acosé con mi patrulla y le quise hacer prisionero. Él me
aseguró que si no le soltaba de inmediato se quejaría ante el emperador
de Alemania; me pareció justo y puse en libertad al héroe. En esto
pasamos por las ciudades de Luxemburgo y de Esch mientras nos
acercábamos peligrosamente a las primeras ciudades fortificadas de
Bélgica. El avance de nuestra infantería, así como el de toda nuestra
división, se hizo como si se tratase de un ejercicio de maniobras en
tiempo de paz.

Estábamos terriblemente emocionados y avanzar de aquella manera
funcionaba como un oportuno sedante para nuestro peligroso entusiasmo.
De lo contrario hubiéramos cometido cualquier locura. Por todas las
carreteras, de derecha a izquierda, por delante y por detrás de
nosotros, marchaban tropas de diferentes cuerpos de ejército. Todo
parecía un confuso desorden, pero de pronto el desorden pasó a ser un
despliegue perfectamente concebido y ejecutado.

De lo que nuestros aviadores hacían por entonces no tenía yo ni la más
remota idea. Cada vez que veía un aeroplano me confundía. No podía
distinguir los aviones alemanes de los enemigos, no tenía ni idea de que
los alemanes llevaran cruces pintadas y los del enemigo círculos. Así
que abríamos fuego contra todos por igual. Los viejos aviadores aún
relatan la penosa situación de verse tiroteados a un mismo tiempo por
amigos y enemigos.

Marchamos y marchamos hasta que un buen día, las patrullas, bastante
adelantadas, llegamos a Arlon. Un escalofrío me recorrió la espalda al
atravesar por segunda vez la frontera el sordo estampido de las
descargas de los francotiradores había llegado a mis oídos.

****

En cierta ocasión me ordenaron establecer contacto con nuestra división
de caballería. Aquel día no hice menos de ciento diez kilómetros a
caballo con mi patrulla. Una brillante actuación la de nuestros
animales, ni uno sólo flaqueó. En Arlon subí a la torre de la iglesia
según la táctica aprendida en tiempo de paz. Naturalmente, no pude ver
al enemigo porque aún estaba muy lejos.

En aquel entonces uno era bastante ingenuo. Había dejado a mis hombres
en los alrededores y me adentré en el pueblo yo solo, en bicicleta,
pedaleando en dirección a la iglesia. Cuando bajé de la torre me
encontré rodeado por una pandilla de tipos que gruñían y murmuraban.
Como era de esperar, mi bicicleta había desaparecido y yo tuve que
regresar a pie, caminando por lo menos durante media hora para poder
reunirme con mi patrulla. Pero aquello fue divertido. Me hubiera gustado
que acabase en bronca. Estaba muy tranquilo pistola en mano.

Con posterioridad pude saber que aquellas gentes se habían alzado días
antes contra nuestra caballería y habían atacado también nuestro
hospital militar. Así que hubo que arrimar a la pared a algunos de
aquellos caballeros. Por la tarde llegué al punto de destino y me enteré
de que tres días antes habían matado en la región de Arlon a mi único
primo Richthofen. El resto del día lo pasé con mi división; hicimos una
descubierta nocturna y después regresé, bien entrada ya la noche, a mi
regimiento.

Con todo esto vimos y experimentamos más que otros. Habíamos tenido
contacto con el enemigo y habíamos olido el rastro de la guerra. Éramos
la envidia de los compañeros de otras armas. Fue muy divertido;
probablemente mi momento favorito de todo el conflicto. Ojalá pudiese
volver a revivir el inicio de la guerra.


Oigo silbar las primeras balas
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(21-22 de agosto de 1914)

Tenía orden de averiguar el tamaño de la fuerza enemiga establecida en
el bosque de Virton. Salí montando con quince ulanos sabiendo que me las
iba a ver por primera vez con el enemigo. La misión no era fácil porque
un bosque así podía esconder demasiados peligros.

Subí a una loma; a unos cien pasos de mí se hallaba un frondoso bosque
de miles de hectáreas. Era una bonita mañana de agosto. El bosque, tan
tranquilo y silencioso, aplacaba cualquier pensamiento bélico. Nos
fuimos aproximando a la entrada del bosque. Con los prismáticos no se
observaba nada sospechoso, así que seguimos avanzando, conscientes del
peligro. La vanguardia desapareció en la espesura. Yo iba detrás y a mi
lado estaba uno de mis mejores ulanos. A la entrada vimos una garita de
guardabosques. Pasamos por delante de ella. De pronto sonó un disparo
desde la ventana y casi de inmediato otro. Por el estampido supe que no
habían sido hechos con un fusil, sino con una escopeta. Al mismo tiempo
observé cierto revuelo en mi patrulla y enseguida comprendí que aquello
era una emboscada de francotiradores. Echar pie a tierra y rodear la
casa fue cuestión de segundos. Apostados en lo oscuro pude distinguir a
cuatro o cinco tipos de mirada hostil; la escopeta, naturalmente, había
desaparecido. En aquel momento sentí una rabia inmensa. Nunca antes en
mi vida había matado a un hombre y debo decir que me vi en un
desagradable dilema. En realidad debí haber matado a aquel francotirador
como a un perro. Con sus disparos había metido una carga de perdigones
en la barriga de un caballo y herido en la mano a uno de mis ulanos. En
mi pésimo francés grité a aquellos hombres y les amenacé con fusilarlos
a todos si no señalaban de inmediato al autor de los disparos.

Comprendieron que la cosa iba en serio y que yo no dudaría ni un
instante en convertir mis palabras en hechos. Lo que ocurrió en realidad
no lo sé, pero el caso es que de repente los francotiradores
desaparecieron por una puerta trasera, como si se los hubiera tragado la
tierra; disparé pero no les di. Por suerte, había hecho rodear la casa y
estaba seguro de que era imposible que pudieran escapar con vida.
Enseguida hice registrar el lugar minuciosamente, pero no pude encontrar
a nadie dentro. Mi única explicación ante aquello fue que los centinelas
apostados detrás de la casa no habían vigilado con la debida atención.
El caso es que la casucha estaba vacía. En su interior encontramos
la escopeta apoyada contra la ventana. Tuve que vengarme de otra forma.

En cinco minutos la casa entera estaba ardiendo.

Después de este intermezzo [4] proseguimos nuestro camino. Por unas pisadas
recientes de caballos pude reconocer que, justo antes que nosotros, había
pasado por allí una numerosa fuerza enemiga. Hice un alto con mi patrulla,
les arengué con un par de palabras y sentí que podía confiar totalmente en
cada uno de mis hombres. Sabía que ellos iban a actuar con dignidad y valor
en los siguientes minutos. Como era natural, nadie pensaba en otra cosa que
en el combate. Si en la sangre de los germanos ha existido siempre el
impulso de lanzarse al ataque para arrollar al adversario, seguro que en
aquella ocasión fue aún más vivo por tratarse de la caballería enemiga. Ya
me veía a la cabeza de mi puñado de hombres derrotando a un escuadrón y
estaba loco de impaciencia. Los ojos de mis ulanos relucían. Y así avanzamos
al trote siguiendo el rastro de las huellas. Después de cabalgar durante una
hora a buen paso a través de un increíble desfiladero, el bosque empezó a
clarearse; nos íbamos aproximando a la salida. Estaba convencido de que me
encontraría con el enemigo de frente. ¡Atentos pues! ¡Y sobre todo, valor y a
la carga! Para eso nos sobraban los ánimos. A la derecha del estrecho
sendero había una enorme pared de roca escarpada de varios metros de
altura; a mi izquierda, un arroyuelo; y justo después una pradera de unos
cincuenta metros de anchura rodeada de alambre de espino. De pronto las
huellas que seguíamos desaparecieron sobre un puente hacia los zarzales. Mi
vanguardia hizo un alto: la salida del bosque estaba bloqueada por una
barricada.

Inmediatamente quedó claro que habíamos caído en una trampa. Observé
algún movimiento entre los arbustos de detrás de la pradera y pude
distinguir la caballería enemiga pie a tierra. Calculé unos cien hombres. Allí
nos era imposible intentar nada: de frente teníamos cerrado el camino por la
barricada, a la derecha estaba la pared de roca y a la izquierda las
alambradas que rodeaban la pradera. Tampoco había tiempo para desmontar
y abrir fuego con las carabinas. Así que no quedaba otra salida que volver
grupas. Yo hubiera podido exigir cualquier cosa a mis valientes ulanos menos
hacerles huir ante el enemigo. Sabía que no les iba a hacer ninguna gracia.

Sólo un segundo después sonó el primer tiro, al que siguió una nutrida
descarga que provenía del bosque. La distancia era de cincuenta a cien
metros. Mis hombres estaban instruidos para que en el caso de que yo alzase
el brazo, vinieran todos rápidamente a reunirse conmigo. Estaba convencido:
la única salida era la retirada. Entonces hice señas a mi gente con la mano...
pero se conoce que lo entendieron mal: la patrulla que había dejado atrás
me creyó en peligro y vino al galope para sacarme de allí. Todo esto ocurría
en un estrechísimo sendero del bosque, así que es fácil imaginar el lio que se
armó. Con el ruido de los disparos, multiplicado diez veces por la estrechez
del desfiladero, se les desbocaron los caballos a mis dos jinetes de
vanguardia y corrieron de golpe a saltar la barricada. No he vuelto a saber
de ellos; seguramente estén prisioneros.

Yo mismo me di media vuelta y clavé las espuelas en los ijares de mi buena
Antítesis por primera vez en su vida. A mis ulanos, que venían a todo meter
en sentido contrario, casi no logro convencerles de que no siguieran
avanzando. ¡Media vuelta y a correr! A mi lado iba montado mi joven
ordenanza. De pronto su caballo cayó al suelo de un balazo. Yo pude
apartarme a tiempo, pero los que me seguían se arrollaron los unos a los
otros. En resumen: aquello fue un desastre. El chaval estaba tirado bajo su
caballo, al parecer ileso, pero aprisionado bajo el peso del animal. El
enemigo nos había sorprendido y bien; había estado observándonos desde el
principio y había maquinado una vez más la emboscada contra nosotros.
¡Muy propio de los franceses!

Fue toda una alegría ver aparecer ante mis ojos a mi joven ayudante días
después. El pobre venía medio descalzo porque había perdido una de sus
botas bajo el caballo. Me contó cómo había logrado escapar: por lo menos
dos escuadrones de coraceros franceses habían salido del bosque para
saquear a los muchos caballos y valerosos ulanos caídos. Él se puso en pie
de inmediato y, como estaba ileso, fue gateando por la pared rocosa unos
cincuenta metros hasta que se desplomó, completamente exhausto, entre
unos matorrales. Pasadas más de dos horas, después de que el enemigo se
marchara para unirse a su retaguardia, fue capaz de continuar con su huida.
Así consiguió reunirse conmigo dos días después. Del paradero de los otros
camaradas pudo decirme bien poco.


De patrulla con Loen
////////////////////

La batalla de Virton había comenzado. Mi compañero Loen y yo teníamos que
descubrir una vez más dónde había quedado el enemigo. Estuvimos
siguiéndole el rastro todo el día, al fin le alcanzamos y pudimos redactar un
informe bastante decente.

La noche era ahora la gran cuestión. ¿Queríamos cabalgar toda la noche para
volver con nuestras tropas, o preferíamos ahorrar energías y descansar
hasta el día siguiente? Eso es precisamente lo bonito de la patrulla de
caballería, que tiene la más amplia libertad de acción. Así que decidimos
pasar la noche cerca del enemigo y volvernos a la mañana siguiente. Según
nuestras observaciones estratégicas, ellos estaban replegándose y nosotros
les íbamos apretando; conque podíamos echarnos dormir con relativa
tranquilidad.

No muy lejos de donde estaba el enemigo había un maravilloso monasterio
con grandes establos. Nuestros hombres, Loen y yo fuimos allí a recogernos.
No obstante, al anochecer el enemigo se encontraba tan cerca de nosotros
que de haber querido hubiera podido romper las ventanas a tiros.

Los monjes eran muy amables. Nos dieron de comer y de beber tanto como
quisimos, y estuvimos realmente a gusto. Los caballos fueron desensillados y
pudieron descansar por fin de los ochenta kilos de peso que habían
soportado a sus espaldas durante tres días y tres noches. En otras palabras
que nos acomodamos como si estuviésemos de maniobras y aquel
monasterio fuera la casa de un amigo. Tres días más tarde, dicho sea de
paso, tuvimos que colgar de una farola a algunos de nuestros anfitriones: no
habían sido capaces de resistirse al deseo de tomar parte en la guerra. Pero
a decir verdad, aquella noche fueron realmente amables. Luego no
desvestimos, nos metimos en camisón en la cama, pusimos un centinela y
dejamos que Dios velara nuestro sueño.

A media noche la puerta se abrió de repente y oímos la voz del centinela que
nos gritaba: "¡Mi teniente: vienen los franceses!". Yo estaba demasiado
dormido para poder responderle. A Loen le pasaba tres cuartos de lo mismo
y sólo acertó a hacerle una pregunta tonta: " ¿Cuántos vienen?". El
centinela, desconcertado, respondió: "Hemos matado a dos pero no
sabemos cuántos son en total, ¡ahí afuera está oscurísimo!". Entonces le oí
decir a Loen todavía medio dormido: "Vale. Si vienen más, me despiertas".
Medio minuto después estábamos roncando.

A la mañana siguiente el sol estaba bien alto cuando despertamos de nuestro
sueño reparador. Después de un abundante desayuno proseguimos nuestro
camino.

Efectivamente, los franceses habían pasado por delante de nuestro "castillo"
durante la noche y nuestros centinelas habían abierto fuego contra ellos,
pero como reinaba la más densa oscuridad, no se pudo entablar combate de
mayor importancia.

Pronto atravesamos un hermosísimo valle. Cabalgábamos sobre el campo
donde había librado batalla nuestra división y nos quedamos asombrados al
descubrir que, en lugar de a nuestra gente, no veíamos más que sanitarios,
enfermeros y de vez en cuando algunos soldados franceses. Éstos mostraban
la misma cara de bobo que nosotros; a nadie se le pasó por la cabeza abrir
fuego. Nos escabullimos de allí lo más rápido que pudimos. Resulta que, en
lugar de avanzar como debíamos, nos habíamos desviado hacia un lado. Por
fortuna el enemigo se había movido hacia el lado opuesto. De lo contrario, yo
estaría hora mismo prisionero Dios sabe dónde.

Atravesamos la aldea de Robelmont. Allí habíamos visto tomar posiciones por
última vez a nuestra infantería. Nos encontramos con un aldeano y le
pregunté por el paradero de nuestros soldados. Se le veía muy contento y
me aseguró que los alemanes ya "sont partis" [5].

Al volver una esquina fuimos testigos de una simpática escena: ante
nosotros había un hervidero de calzones rojos6, cinco decenas como poco,
muy ocupados en hacer añicos sus fusiles contra un guardacantón. Cerca de
ellos estaban seis granaderos alemanes custodiándoles. Los ayudamos a
trasladar a los prisioneros franceses y supimos por ellos que las fuerzas
alemanas se habían replegado durante la noche.

Por la tarde llegué a mi regimiento muy satisfecho con todo lo que había
ocurrido en aquellas últimas veinticuatro horas.


Aburrimiento en Verdún
//////////////////////

Para un espíritu tan inquieto como el mío, el servicio en Verdún podría
describirse como aburrido. Al principio estuve en las trincheras en un
lugar donde no ocurría nada. Luego me nombraron oficial de órdenes y
pensé que viviría grandes experiencias, pero en eso sí que me pillé los
dedos. Me apartaron de los combates para degradarme a mero oficinista en
la retaguardia. Bueno, no exactamente en la retaguardia, pero lo más
lejos que me dejaban aventurarme eran mil quinientos metros detrás de la
línea de frente. Allí viví durante semanas en un refugio subterráneo a
prueba de bombas, con calefacción y todo. De vez en cuando acompañaba a
los que iban al frente. Era un buen ejercicio físico: había que subir y
bajar montes en zigzag, y cruzar zanjas y cenagales hasta llegar por fin
a la primera línea. Pero con aquellas breves visitas a los combatientes
me acabé sintiendo un estúpido con todos los huesos sanos.

Por aquel entonces se comenzó a trabajar bajo tierra. Todavía no nos
quedaba claro lo que realmente significaba construir una galería o hacer
un trabajo de zapa. Conocíamos estos términos de la escuela militar,
donde aprendimos el arte de fortificar, pero aquellos eran asuntos
propios de gastadores y zapadores en los que ningún otro mortal se
interesaría por gusto. Pero allí, en el frente, a la altura de Combres,
todo el mundo cavaba laboriosamente; todos pico y pala en ristre,
afanados en ahondar lo más posible en la tierra. Nos hacía mucha gracia
tener a los franceses en ciertos lugares a sólo cinco pasos de nosotros.
Los oíamos hablar, los veíamos fumar y de vez en cuando hasta nos
tiraban alguna bolita de papel. Charlábamos con ellos, y no obstante,
buscábamos todos los medios posibles para molestamos mutuamente; hasta
con granadas de mano.

Quinientos metros delante y quinientos detrás de las trincheras estaba
el denso bosque de Côte Lorraine, devastado, por las innumerables balas
de fusil y por las granadas de mano que pasaban zumbando por el aire sin
descanso. Era imposible pensar que allí pudiese vivir ningún ser humano.
Sin embargo, las tropas del frente, acostumbradas ya a ello, no
experimentaban el malestar que sentíamos los de retaguardia al visitar
la primera línea de fuego.

Después de estos paseos a primerísima hora de la mañana comenzaba para
mí la parte más aburrida del día: estar pendiente del teléfono. Los días
que tenía libres los dedicaba a mi actividad favorita, la caza. El
bosque de La Chaussée me brindó excelentes oportunidades. Durante mis
paseos a caballo descubrí algunas huellas de jabalíes y traté de dar con
ellos durante la noche. Preciosas noches de nieve y luna llena vinieron
en mi ayuda. Mi ordenanza me ayudó a construir unos puestos de
observación en los árboles, donde me subía cada noche. Pasé noches
enteras en las ramas y al amanecer bajaba hecho un témpano, pero mereció
la pena.

Lo mejor fue sin duda una hembra de jabalí que todas las noches cruzaba
el lago a nado, entraba a un sembrado de patatas siempre por el mismo
sitio, y regresaba después otra vez nadando. Como es natural, me cautivó
la idea de conocer a aquel animal más de cerca. Así que la esperé a la
orilla del lago. Como si nos hubiésemos citado, mi buena amiga apareció
a media noche en busca de su cena. Le disparé cuando nadaba en la laguna
y por poco se me hunde de no haberla atrapado mientras era arrastrada
por la corriente.

En otra ocasión iba yo a caballo por una estrecha vereda acompañado de
mi ayudante, cuando de repente vi cruzar varios jabalíes a lo lejos. Me
apeé rápido del caballo, agarré la carabina del muchacho y avancé a paso
ligero irnos cientos de metros. De pronto vi aparecer un jabalí enorme.
Jamás había visto uno tan grande y me quedé realmente sorprendido de su
colosal tamaño. Ahora cuelga como trofeo en mi habitación. Es un bonito
recuerdo.

****

Así aguanté varios meses hasta que cierto día hubo algo de movimiento en
nuestra madriguera. Se planeaba una pequeña ofensiva en el frente. Me
alegré como nunca. ¡Por fin iba a poder el oficial de órdenes reunirse
con sus ordenados!

¡Pero menudo chasco! Me dieron un destino completamente diferente y
aquello ya pasó de castaño oscuro. Elevé una petición a mi comandante y
las malas lenguas aseguraban que decía así: "Excelencia, yo no he venido
a la guerra para recoger queso y huevos, sino con un propósito bien
distinto".

Al principio, creí que no me harían caso, pero mi petición finalmente
obtuvo respuesta y a últimos de mayo de 1915 ingresé en el cuerpo de
aviación. De este modo fueron colmados todos mis deseos.


¡Por fin en el aire!
////////////////////

Por la mañana temprano, a las siete en punto, iba a volar por primera
vez en mi vida. Naturalmente, estaba muy entusiasmando, y aun así, no
tenía ni idea de lo que me esperaba. Preguntaba a todo el mundo y cada
cual me respondía entre bromas una cosa distinta. Por la noche me acosté
más temprano que de costumbre para levantarme descansado y fresco a la
mañana siguiente, cuando llegaría por fin el gran momento.

Nos llevaron al aeródromo y me senté por primera vez en un aeroplano. El
aire producido por la hélice me molestó a más no poder; me era imposible
hacerme entender por el piloto; todo se me volaba; saqué un trozo de
papel y desapareció; el casco se me escurría, la bufanda se me soltaba,
la chaqueta no estaba bien abrochada... En una palabra: un desastre. Aún
no me había recuperado de aquello cuando el piloto aceleró y el aparato
salió corriendo a todo meter, más y más rápido. Me agarré
desesperadamente, de pronto el temblor desapareció y el avión estaba ya
en el aire. La tierra pasaba velozmente bajo nosotros.

Me habían dicho adonde tenía que volar, es decir, adonde tenía que
dirigir a mi piloto. Primero volamos un trecho de frente, luego mi
piloto viró y volvió a virar, unas veces a la derecha, otras a la
izquierda, y para entonces yo ya había perdido toda orientación y hasta
desconocía la situación del aeródromo. ¡Ni idea de dónde me encontraba!
Entonces empecé a fijarme en la región que sobrevolábamos: las personas
eran diminutas, las casas como de muñecas; todo tan pequeñito y tan
frágil. A lo lejos se veía Colonia; su catedral como un juguete. Era una
sensación sublime flotar sobre todas las cosas ¿Quién podría hacerme
daño ahora? ¡Nadie! Ya no me importaba lo más mínimo dónde estuviese,
pero me sentí realmente triste cuando mi piloto dijo que teníamos que
aterrizar.

De haber sido por mí, hubiera vuelto a volar enseguida. No experimenté
ni siquiera las molestias que se pueden sentir en un columpio. En
comparación, los famosos columpios7 que hay en América son —dicho sea de
paso— un asco. En ellos se siente uno muy inseguro, pero en un avión se
tiene una impresión de total seguridad. Uno se sienta en la cabina con
la misma tranquilidad que en un sillón. El vértigo es imposible. No ha
existido nadie que se haya mareado por ir en aeroplano. Ahora bien,
atravesar el espacio a esas velocidades al principio te provoca un
maldito ataque de nervios, sobre todo cuando el aparato empieza a picar,
se para el motor y sobreviene un indescriptible silencio. Cuando esto
ocurrió me agarré como pude con todas mis fuerzas y pensé: "¡Ahora sí
que nos matamos!". Pero sucedió todo con tal normalidad, hasta el
aterrizaje mismo, y fue todo tan sencillo, que la sensación de angustia
desapareció por completo. Estaba entusiasmado y de buena gana me hubiera
pasado el resto del día volando. Contaba las horas hasta la siguiente
salida.


Piloto observador con Mackensen
///////////////////////////////

El 10 de junio de 1915 llegué a Grossenhain para ser trasladado al
frente. Como era natural, quería estar allí cuanto antes, temía llegar
tan tarde que la guerra ya hubiese acabado. Convertirse en piloto exigía
tres meses de aprendizaje, y para entonces la paz podía estar firmada
desde hacía tiempo. Pero para observador tenía yo mucho adelantado
gracias a las exploraciones que había hecho anteriormente en la
Caballería. Así debieron pensarlo mis superiores, porque pasados catorce
días me enviaron, para mí alegría, al único punto donde la guerra
todavía era algo movida: a Rusia.

Mackensen iba por aquel entonces de triunfo y en triunfo. El frente se
había roto por Gorlice y yo llegué justamente cuando conquistamos
Rawa-Ruska. Pasé un día en el parque de vuelo del ejército y luego me
incorporé a la famosa Unidad de Aviadores número 698, donde me sentí
como un novato y completamente despistado. Mi piloto era un "máquina",
el teniente Zeumer9; ahora está medio lisiado. Del resto de camaradas de
aquella época yo soy el único superviviente.

Comenzó entonces la que fue sin duda mi época favorita en donde viví
unos tiempos estupendos, muy semejantes a los que pasé en la Caballería.
Todos los días, por la mañana y por la tarde, hacíamos vuelos de
reconocimiento. A la vuelta solía regresar con información de primer
orden.


En Rusia con Holck
//////////////////
(Verano de 1915)

Durante los meses de junio, julio y agosto de 1915 estuve con Mackensen
en el escuadrón que cooperó en la avanzada de Gorlice hasta
Brest-Litovsk. Yo había llegado allí como observador novato y no
entendía ni jota. Como soldado de caballería mi trabajo había consistido
en explorar, por lo que mi nuevo servicio como observador me cuadraba
tan bien que era todo un placer efectuar casi a diario aquellos
larguísimos vuelos de reconocimiento.

Para un observador es de gran importancia encontrar un piloto hábil y
decidido. Un buen día me dijeron que el conde Holck10 venía de camino.
Inmediatamente pensé: "Manfred, ese es el tipo que necesitas".

Holck no apareció, como era de esperar, ni en un Mercedes 28/60 ni en un
coche-cama de primera clase, sino que llegó a pie. Después de varios
días viajando en tren había llegado por fin a la región de Jaroslau.
Allí se apeó porque le parecía que el viaje no iba a terminar nunca. A
su asistente le dijo que permaneciese con los equipajes en el convoy
mientras él continuaba por su cuenta. Salió andando y después de una
hora de caminata volvió la cabeza, pero el tren no le seguía. Y así,
anda que te anda, fue avanzando sin que le alcanzase ninguno; hasta que,
por fin, después cincuenta kilómetros, llegó a Rawa-Ruska, su destino.
Veinticuatro horas más tarde el chico apareció con el equipaje.
Cincuenta kilómetros a pie no eran nada para aquel caballero. Estaba tan
en forma que podría haber encarado otros tantos sin problema.

El conde Holck no sólo era un deportista en tierra firme, sino que, al
parecer, le había tomado igual gusto al deporte aéreo. Era un aviador
excepcional y, sobre todo, implacable con el enemigo.

Hicimos magníficos vuelos de exploración sobre Rusia, sabe Dios hasta
dónde. Nunca me sentí inseguro volando con un piloto tan joven; más aún,
era él quien me alentaba en los momentos críticos. Cuando él se volvía y
veía su rostro lleno de valor y decisión, yo recuperaba el ánimo
enseguida.

****

Mi último vuelo con él casi acaba mal. En realidad volábamos sin ninguna
orden en concreto, y eso es precisamente lo más bonito: verse libre y
dueño absoluto de sí mismo mientras uno surca el firmamento.

Tuvimos que cambiar nuestro aeródromo habitual y no sabíamos exactamente
en qué base íbamos a aterrizar. Con objeto de no ponernos en peligro
innecesariamente, seguimos volando en dirección Brest-Litovsk. Los rusos
en plena retirada, llamas por todas partes... era un cuadro
terriblemente hermoso. Queríamos fijar la situación de las columnas
enemigas y de repente nos vimos sobrevolando la ciudad de Wisznice, que
ardía por los cuatro costados. Una gigantesca nube de humo que se
elevaba casi dos mil metros nos impedía seguir volando de frente, pues
con objeto de tener mejor visión nos manteníamos sólo a mil quinientos
metros de altitud.

Holck reflexionó por un instante. Le pregunté qué era lo que pensaba
hacer y le sugerí que diésemos un rodeo, lo cual sólo nos supondría un
retraso de cinco minutos. Pero Holck no se lo planteó ni por asomo. Muy
al contrario: para él, cuanto mayor el riesgo, mayor el atractivo. ¡Pues
adelante! ¡A pasar por en medio! A mí también me animaba ir en compañía
de un piloto tan valiente. Pero pronto comprendimos que nuestra
imprudencia podía salimos cara, pues apenas había desaparecido la cola
del avión en la humareda cuando comencé a notar un sospechoso balanceo.
No podía ver nada, el humo me mordía los ojos, el aire se había vuelto
abrasador y bajo mis pies sólo lograba ver un mar de fuego. De pronto el
aparato perdió estabilidad y cayó dando vueltas y vueltas, pero logré de
agarrarme con todas mis fuerzas, de lo contrario hubiese salido
despedido del avión. Lo primero que hice fue echar un vistazo a la cara
de Holck. Recobré el valor de inmediato, su aspecto era de férrea
seguridad. Y lo único que pensé fue esto: es estúpido hacerse el héroe
arriesgando la vida por nada.

Más tarde le pregunté a Holck qué se le pasó por la cabeza en aquel
momento, y me respondió que jamás en su vida había experimentado algo
tan desagradable.

Fuimos cayendo hasta quedar a quinientos metros sobre la ciudad en
llamas. Fuera por la pericia de mi piloto o por la gran Providencia, o
ambas cosas a la vez, el caso es que pronto nos vimos fuera de la nube
de humo y nuestro buen Albatros11 se rehízo y siguió avanzando como si
nada hubiese ocurrido. Habíamos tenido suficiente con todo aquello, y en
lugar de ir hacia la nueva base decidimos volver rápidamente a nuestras
líneas; estábamos en plena zona rusa y sólo a quinientos metros de
altitud. Cinco minutos después oí la voz de Holck que me gritaba de
espaldas: "¡El motor se está parando!".

Debo añadir que Holck no tenía una idea muy clara de lo que era un motor
y que yo mismo entendía bien poco de mecánica. Sólo sabía una cosa: que
como el motor no siguiera funcionando tendríamos que aterrizar entre los
rusos. En una palabra: salíamos de un problema para metemos en otro.

Los rusos proseguían rápidos su marcha, pude verlo claramente por la
bajísima altitud a la que los sobrevolábamos. Por otro lado, tampoco era
necesario ver nada: los rusos nos disparaban sus ametralladoras a la
desesperada. Aquello sonaba como si estuvieran asando castañas.

El motor no tardó mucho en pararse completamente. Nos habían dado.
Fuimos descendiendo cada vez más hasta planear rasando un bosque y
aterrizar finalmente en una posición de artillería abandonada que había
informado yo la tarde antes como ocupada por el enemigo.

Le comuniqué a Holck mis sospechas. Saltamos del aparato e intentamos
llegar al pequeño bosque para ponemos a salvo. Yo tenía una pistola y
seis balas; Holck, nada.

Al llegar al lindero del bosque nos detuvimos y entonces pude ver con
mis prismáticos cómo un soldado corría hacia el avión. Para mi espanto,
observé que llevaba gorra en lugar depickelhaube12, lo que me pareció
señal evidente de que se trataba de un ruso. Cuando el soldado estuvo
más cerca, Holck dio un grito de alegría: era un granadero de la Guardia
Prusiana [13].

Nuestras tropas de élite habían recuperado aquella posición durante la
madrugada y habían conseguido llegar hasta las baterías enemigas.

****

Recuerdo que Holck perdió en aquella ocasión a su mascota [14], su
perrillo. El peludo animalito lo acompañaba en todos los vuelos, iba
siempre echado muy tranquilo al fondo de la cabina. En el bosque aún nos
acompañaba. Poco después, mientras hablábamos con el granadero,
comenzaron a pasar las tropas; pasó luego la plana mayor de la Guardia y
el príncipe Eitel Federico con sus ordenanzas y sus oficiales. El
príncipe ordenó que nos diesen caballos, con lo cual los dos aviadores
de Caballería volvieron a montar en unos oportunos "motores de avena".
Desgraciadamente, el perrillo debió de extraviarse mientras proseguíamos
la marcha. Es posible que se fuera tras las tropas.

A última hora de la tarde llegábamos por fin a nuestro aeródromo
montados un carro de campesinos. El aeroplano quedó inservible.


Rusia-Ostende
/////////////
(Del biplaza de reconocimiento al avión grande de combate)

Después de que nuestras operaciones en Rusia llegaran gradualmente a su
fin, fui trasladado a Ostende para volar en un avión grande de combate.
Allí me encontré con mi buen amigo Zeumer. Pero además de esta agradable
sorpresa, me sedujo el pomposo nombre de "gran aeroplano de combate"15

El 21 de agosto de 1915 llegué a Ostende. En Bruselas vino a recogerme a
la estación mi amigo Zeumer. Empecé a llevar una vida muy agradable,
aunque de belicosa tenía poco. Vivía el inevitable tiempo de aprendizaje
para poder llegar a ser piloto de combate. Volábamos mucho, rara vez
tuvimos combates aéreos, y éstos siempre sin consecuencias. Pero por lo
demás la vida era deliciosa. Vivíamos en un hotel en la playa de
Ostende. Todas las tardes nos bañábamos en el mar. Por desgracia todos
los huéspedes éramos soldados. Nos sentábamos en las terrazas envueltos
en nuestros coloridos albornoces y bebíamos café mientras caía la tarde.

****

Un día estábamos sentados como de costumbre tomando nuestro café en la
playa. De pronto escuchamos las sirenas, señal de que una escuadra
inglesa estaba a la vista. Naturalmente, ni nos levantamos ni dejamos el
café por una simple alarma. De pronto alguien gritó: " ¡Allí están!"; y
efectivamente, pudimos ver en el horizonte, aunque no muy claro algunas
chimeneas humeantes y más tarde unos barcos Rápidamente cogimos los
prismáticos y observamos. Vimos un número considerable de buques. Lo que
se proponían no estaba claro, pero poco tardaron en sacamos de dudas.

Nos subimos a una azotea, desde allí podíamos verlo todo mejor. De
repente oímos un silbido, inmediatamente después una gran explosión, y
un obús impactaba en la playa justo donde momentos antes habíamos estado
bañándonos. Nunca he bajado más rápido que entonces a uno de esos
refugios para valientes. La escuadra inglesa nos hizo todavía tres o
cuatro disparos más y luego apuntó contra su objetivo principal, el
puerto de Ostende y la estación de tren. No hicieron blanco, por
supuesto, pero consiguieron poner a los belgas muy nerviosos. Un
proyectil pasó zumbando y cayó en mitad del Hotel Palace, frente a la
playa. Ese fue el único daño. Por fortuna era patrimonio inglés lo que
ellos mismos destruían.

****

Al atardecer volábamos otra vez como de costumbre. En una de aquellas
salidas fuimos muy lejos, mar adentro, en nuestro gran bombardero. El
avión tenía dos motores y estábamos probando un nuevo timón que nos
resolvería el problema de mantener el vuelo en caso de quedamos con un
solo propulsor. Cuando ya estábamos bien lejos de la costa, vi debajo de
nosotros, pero no sobre el agua, sino —me parecía a mí— bajo ella, un
barco navegando. Es muy curioso: con mar tranquila se puede ver desde
arriba hasta el fondo del agua; no cuando hay cuarenta kilómetros de
profundidad, claro está, pero si tan sólo son unos cientos de metros se
ve todo muy bien.

No me había equivocado, el barco navegaba bajo el agua, no sobre ella; y
sin embargo yo lo veía como si flotase por encima. Llamé la atención de
Zeumer y descendimos un poco para observar desde más cerca. Yo no era
hombre de mar como para decir a la primera de qué se trataba aquello,
aunque tampoco tan mentecato como para no comprender que teníamos debajo
un submarino. Pero ¿de qué bandera? Ésta es una difícil pregunta que en
mi opinión sólo puede responder un marino, y no siempre. El color era
casi imposible de distinguir, la insignia en absoluto; y quitando esto,
pocas cosas más tiene un submarino para reconocerlo. Nuestro avión tenía
dos bombas y yo una seria duda: ¿debía o no debía tirarlas? El submarino
no nos había visto y seguía bajo el agua. Podíamos seguir sobrevolándolo
tranquilamente, esperar el momento en que emergiera para hacer provisión
de aire y poner entonces los dos huevos. Ese es el instante crítico para
las naves submarinas.

Cuando llevábamos un buen rato rondando a los chicos de abajo, noté de
pronto que de uno de nuestros radiadores se escapaba el agua. Aquello no
me hizo ninguna gracia y se lo dije a mi colega. Él estiró el pescuezo y
mirando al horizonte salió arreando para casa. Estábamos a unos veinte
de kilómetros de la costa y no había más remedio que dar media vuelta.
Al poco rato el motor averiado dejó de funcionar y yo me hice a la idea
de tomar un baño bien frío. ¡Pero mira por dónde! El armatoste se las
apañó con la combinación del otro motor y el nuevo timón. De este modo
pudimos regresar a la costa y aterrizar sin más en nuestro aeródromo.

¡Lo que es la suerte! Si ese día no llegamos aprobar el nuevo timón nos
hubiéramos ahogado sin remedio.


Una gota de sangre por la patria
////////////////////////////////
(Ostende)

En realidad nunca he resultado herido. Quizá siempre he podido esconder
la cabeza y meter la barriga en los momentos de mayor peligro. Muchas
veces me ha sorprendido que no me hubiesen cazado. En una ocasión me
pasó una bala por entre el forro de las botas, en otra un proyectil
atravesó mi bufanda, y recuerdo que otra vez una bala cruzó por entre la
manga de mi chaqueta de piel; pero lo cierto es que no me tocaron.

Un día salimos en nuestro gran aeroplano a alegrarles la vida a los
ingleses con unas cuantas bombas, localizamos el blanco y dejamos caer
la primera. Como es natural, resulta muy interesante ver los efectos de
la bomba; al menos siempre deseas ver la explosión. Mi gran aeroplano,
que se prestaba muy bien para llevar bombas, tenía sin embargo la tonta
peculiaridad de no dejar ver bien las explosiones, ya que el avión se
alejaba inmediatamente tras descargar sobre el objetivo y sus enormes
alas impedían ver el lugar donde había caído el proyectil. Eso siempre
me fastidió, me privaba de la diversión de ver dónde y cómo explotaba la
cosa. Cuando suena abajo la explosión y ves la parda nubecilla cerca del
objetivo que te proponías alcanzar, es una tremenda alegría. Así que le
hice señas a Zeumer para que virase un poco con el fin de poder ver
dónde habíamos puesto el huevo; y me olvidé de que aquella barcaza
nuestra tenía dos hélices que giraban a derecha y a izquierda de mi
puesto de observador. Extendí el brazo para señalarle dónde había caído
la bomba y... ¡zas! Recibí un golpe en los dedos.

Al principio me desconcerté un poco, luego pude comprobar que me había
lastimado bien el dedo meñique. Zeumer no se enteró de nada.

Se me quitaron las ganas de tirar bombas. Me deshice de las que quedaban
y procuré que volviéramos enseguida a casita.

Mi amor por el gran aeroplano de combate, que de por sí era escaso, se
resintió mucho tras aquel incidente.

Ocho días tuve la mano en cabestrillo y me prohibieron volar mientras
tanto. La lesión me dejó un pequeño defecto físico sin importancia, pero
al menos así puedo decir con orgullo: "Yo también tengo heridas de
guerra".


Mi primer combate aéreo
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(1 de septiembre de 1915)

Zeumer y yo estábamos ansiosos por tener una lucha en el aire. Por
descontado, seguíamos volando en nuestro gran aeroplano de combate. Sólo
el pomposo nombre del chisme nos infundía tanto coraje que descartábamos
la posibilidad de que se nos pudiera escapar el adversario.

Todos los días volábamos entre cinco y seis horas, y no veíamos ni un
sólo avión inglés. Una mañana de tantas salimos de caza sin demasiadas
esperanzas. De pronto vi un Farman16 efectuando tranquilamente un vuelo
de exploración. Mi corazón dio un vuelco cuando Zeumer se fue hacia él.
Tenía mucha curiosidad por ver qué iba a ocurrir. Yo nunca antes había
visto una "pelea de perros"17 y sólo tenía una idea confusa de aquello;
quizá también como tú, apreciado lector.

Antes de poder darme cuenta, ya nos habíamos cruzado a toda velocidad
con el inglés. No había pegado yo ni cuatro tiros cuando de repente el
inglés se puso detrás de nosotros abriendo fuego graneado. Debo decir
que entonces no sentí el peligro, pues en aquel momento no podía
imaginar ni remotamente cómo sería el resultado final de una pelea así.
Nos enroscamos dando vueltas un par de veces, acosándonos el uno al
otro, hasta que al final el inglés, para sorpresa nuestra, viró
rápidamente y huyó. Mi piloto y yo no salíamos de nuestro asombro.

Al poner los pies en casa los dos estábamos de muy mal humor. Él me
reprochaba a mí haber fallado el tiro, yo le reprochaba a él no haberme
colocado bien para poder hacer blanco.

En resumen: nuestra perfecta relación aérea, que tan bien había
funcionado hasta el momento, vivió de repente una crisis.

Observamos nuestro cacharro y descubrimos que había recibido un número
muy decente de disparos.

Ese mismo día emprendimos un segundo vuelo de caza, pero fue, una vez
más, infructuoso. Me sentía realmente triste, pensaba que estar en una
sección de bombarderos iba a ser otra cosa. Creía que si yo disparaba,
mi rival tenía que caer, pero pronto pude convencerme de que un
aeroplano de este tipo tiene una resistencia enorme. Llegué a tener la
plena convicción de que yo podía disparar todo cuanto quisiera, que
nunca llegaría a derribar ninguno.

En valor no nos habíamos quedado cortos. Zeumer pilotaba como pocos y yo
era un tirador bastante aceptable. Así que nos quedamos perplejos. No
fue sólo a mí a quién le pasó aquello, a muchos otros les sucede hoy lo
mismo. El asunto es que esto de volar es bastante raro.


En la batalla de Champaña
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Los buenos tiempos en Ostende no duraron mucho. Pronto estalló la
batalla de Champaña y hacia allí nos dirigimos con nuestro cacharro. No
tardamos mucho en damos cuenta de que nuestro gran aeroplano era un
trasto y que nunca daría resultado como avión de combate.

Una vez volé con Osteroth en un aparato algo más pequeño que aquel
armatoste. A unos cinco kilómetros del frente nos encontramos con un
Farman biplaza. El enemigo no debió divisarnos y dejó que nos
acercásemos a él tranquilamente; entonces pude ver de cerca, por primera
vez en el aire, a un adversario. Osteroth voló alrededor de él con tanta
habilidad que pude apuntarle bien, pero tras lanzarle unas ráfagas se me
encasquilló la ametralladora y él francés empezó a responder a nuestro
fuego. Cuando ya había agotado yo todo un cargador de cien balas, no
pude creer lo que veían mis ojos: el aparato enemigo caía de repente
describiendo extrañas espirales. Lo seguí con la mirada y le di a
Osteroth unos golpecitos en el casco para llamar su atención. Caía,
caía, y al final fue a estrellarse en el cráter formado por una bomba; y
ahí se quedó, clavado de cabeza con la cola hacia arriba. Por el mapa me
di cuenta de que había caído cinco kilómetros detrás del frente enemigo.
O sea, que lo habíamos derribado en su territorio. Por entonces no
contaban los aparatos derribados al otro lado del frente. De lo
contrario hoy podría sumar uno más a mi lista. Pero yo estaba muy
orgulloso de mi éxito. Después de todo, lo importante es que el tío
caiga, no si cuenta o no para tu lista de victorias.


De cómo conocí a Boelcke
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Zeumer pasó por entonces a pilotar un Fokker Eindecke18 y pude ver cómo
se marchaba a surcar los aires en solitario. La batalla de Champaña se
complicaba. Los aviadores franceses se hicieron notar. Nosotros teníamos
que incorporamos a otra unidad de bombarderos y cogimos un tren el 1 de
octubre de 1915. En el vagón restaurante tenía sentado en la mesa de al
lado a un joven teniente de tantos. Nada había en él que llamase la
atención, excepto una cosa: que él era Boelcke19, el único de todos
nosotros que había derribado al enemigo, y no sólo una vez, sino cuatro.
Incluso fue mencionado por su nombre en el parte militar. Me impresionó
por su gran destreza. Yo, sin embargo, a pesar de haber hecho todo lo
posible, no había conseguido derribar a nadie; o si lo había hecho, no
contaba como triunfo Tenía mucho interés en saber cómo el teniente
Boelcke conseguía hacerlos caer, así que se lo pregunté directamente:
"Dígame, ¿cómo lo consigue?, ¿cómo logra derribarlos?". Él se echó reír
a pesar de que mi pregunta iba muy en serio.

Luego respondió: "Bueno, es bien sencillo: me acerco todo lo posible a
mi objetivo, le apunto bien y entonces cae". Negué con la cabeza y le
comenté desanimado que yo también hacía lo mismo con la única salvedad
de que los míos no caían. La diferencia sin embargo, era que él pilotaba
un Fokker y yo no.

Hice lo posible para entablar amistad y conocer a fondo a aquel hombre
sencillo e inteligente que tanto respeto me infundía. Jugábamos a las
cartas a menudo, dábamos paseos y yo le acosaba a preguntas. Así maduró
en mí una firme decisión: aprender a pilotar un Fokker, con el que
seguro obtendría mejores resultados.

Mi principal objetivo a partir de entonces fue aprender a "llevar la
palanca" yo mismo. Hasta el momento había sido poco más que un
observador. Pronto me surgió la oportunidad de aprender subido a un
viejo trasto en Champaña. Me apliqué con entusiasmo y después de
veinticinco vuelos de entrenamiento estaba listo para volar solo.


El primer vuelo en solitario
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(10 de octubre de 1915)

Hay pocos momentos en la vida que te provoquen una emoción tan extraña
como el momento del primer vuelo en solitario.

Zeumer, mi instructor, me dijo una tarde: "Bueno, ahora vas a volar tú
solo". He de confesar que de buena gana le hubiera dicho que me moría de
miedo, pero tal palabra nunca debe salir de la boca de un defensor de la
patria. Así que me la tuve que tragar como pude y me metí de una vez en
la cabina del avión.

Zeumer me explicó una vez más la función de cada palanca, pero yo no
prestaba atención: estaba plenamente convencido de que se me iba a
olvidar la mitad de lo que me estaba diciendo.

Arranqué el aparato, di gas, la máquina alcanzó velocidad y de pronto ya
volaba solo. No podía creerlo. En realidad no era miedo lo que sentía,
sino una temeraria excitación. Ya todo me daba igual y pasase lo que
pasase no me hubiera asustado de nada. Con una alocada confianza torcí
hacia la izquierda describiendo una gigantesca curva, corté gas al pasar
por encima de un árbol —el punto de referencia que antes me había
indicado Zeumer—, y esperé acontecimientos. Ahora venía lo más difícil,
el aterrizaje. Recordaba perfectamente la maniobra. Actué de forma
mecánica, pero el aparato reaccionó de un modo muy distinto a cuando
Zeumer lo pilotaba. Perdí estabilidad, hice los movimientos al
contrario, la máquina se encabritó... y dejó de ser un avión-escuela.
Luego contempla avergonzado los daños. Por fortuna pudieron ser
reparados bien pronto, pero tuve que aguantar un chaparrón de bromas.

Dos días después me volví a subir con rabia y pasión a mi aeroplano y
entonces la cosa fue a las mil maravillas.

Después de catorce días estuve en condiciones de pasar mi primer examen.
El examinador era un tal Herr von T—. Ejecuté varios virajes en forma de
ocho, hice los aterrizajes que me exigieron y al terminar el examen bajé
de mi avión muy orgulloso. Luego supe, para mi asombro, que me habían
suspendido. No me quedó otro remedio que repetir el examen más adelante.


De mis días de entrenamiento en Döberitz
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Para repetir mi examen tenía que ir a Berlín. Aproveché la ocasión para
subirme en calidad de observador en un avión gigante20 que iba en vuelo
de pruebas hasta la capital alemana y me dejaría en Döberitz (15 de
noviembre de 1915). Al principio me impresionaron estos colosos. Lo
gracioso fue que, precisamente al volar en uno de ellos, me convencí de
que para mis aspiraciones como piloto de combate sólo me servirían los
pequeños aviones de caza. Estos armatostes son muy poco ágiles en la
lucha, y la agilidad es precisamente lo más importante en este negocio.

La diferencia entre un avión de caza y uno de esos gigantescos
aeroplanos es que este último es muchísimo más grande y largo, más
adecuado para transportar carga y lanzar bombas que para el combate
aéreo.

Mis exámenes los hice en Döberitz junto con un buen amigo mío, el
teniente Von Lyncker. Ambos teníamos la misma pasión por la aviación e
idéntico punto de vista sobre nuestro futuro trabajo. Nuestra aspiración
era pilotar un Fokker y formar parte de una escuadrilla de caza en el
frente occidental. Un año más tarde lograríamos colaborar juntos, aunque
fuera por poco tiempo: mi amigo recibió en su tercer vuelo la bala
mortal.

Pasamos muchas horas felices en Döberitz. Acordamos por ejemplo, hacer
"aterrizajes libres". Con aquello supe compaginar el deber con el
placer. Como pista de aterrizaje no oficial busqué una buena pradera que
conocía en el distrito de Buchow, donde me habían invitado a cazar
jabalíes. El asunto se conjugaba mal con el servicio porque en las
noches claras de luna llena yo quería tanto volar como dedicarme a mi
pasión por la caza. Por eso escogí una zona de aterrizaje libre desde
donde pudiera ir fácilmente al coto de caza.

Solía llevar conmigo a otro piloto como observador que me dejaba por la
zona y luego regresaba con el avión al campamento. Durante toda la noche
yo me dedicaba a la caza del jabalí y a la mañana siguiente él venía a
recogerme.

Si algún día él no hubiese aparecido me habría visto en un serio apuro,
ya que hubiera tenido que recorrer a pie más de diez kilómetros. Así que
necesitaba a un hombre decidido que viniera a buscarme hiciese el tiempo
que hiciese. No fue fácil, pero me las arreglé para encontrar un
espíritu audaz.

Una mañana, después de haber pasado toda la noche esperando cazar algo,
se desencadenó una gran ventisca. No se podía ver a más de cincuenta
metros. Eran las ocho en punto, la hora justa en que mi piloto debía
venir a recogerme, y yo estaba convencido de que no lo haría. Pero de
pronto oí un zumbido entre el silencio blanco de la nieve y cinco
minutos después el hermoso pájaro se encontraba ante mí, aunque
ligeramente lastimado.


Mis primeros tiempos como piloto
////////////////////////////////

El día de navidad del año 1915 aprobé por fin el último examen. Después
volé hasta Schwerin y allí visité la fábrica de Fokker. En el puesto de
observador vino mi mecánico y juntos volamos de Berlín a Breslavia, de
Breslavia a Swidnica, de Swidnica a Lubin, y desde allí de vuelta a
Berlín; aterrizando en todos estos sitios para visitar a familiares y
amigos. Orientarme en el avión no me resultó difícil gracias a mi
experiencia anterior como observador.

En marzo de 1916 me uní al Ala de Bombarderos número 2, en el frente de
Verdún, y aprendí a luchar en el aire como un aviador; mejor dicho,
aprendí a dominar el aparato durante el combate. Volaba con un biplaza.

****

En el parte militar del 26 de abril de 1916 se me mencionó por primera
vez. Aunque no se me nombró personalmente, sí se citó una hazaña mía.
Tuve la idea de instalar sobre las alas de mi aeroplano una
ametralladora, inspirado por las que llevan los Nieuport [21]. Estaba
muy orgulloso, aunque sólo fuera por el hecho de haberla montado yo
mismo. Sin embargo hubo quien se rió de mi artilugio debido a su
rudimentario aspecto. Me importaron un bledo sus opiniones y pronto pude
demostrar lo práctica que resultaba mi idea.

Me encontré con un Nieuport que parecía ir pilotado también por un
novato como yo; sus maniobras eran terriblemente estúpidas. Volé hacia
él y huyó; se le debió de encasquillar el arma. Tuve la sensación de que
al final no nos enfrentaríamos, pero luego pensé: "¿Y qué pasaría si le
disparo ahora?". Me aproximé hasta tenerlo muy, muy cerca, apreté el
gatillo de la ametralladora, disparé unas cuantas ráfagas bien
dirigidas, y el Nieuport giró sobre sí mismo y empezó descender
bocarriba.

Al principio mi observador y yo creímos que aquello era otra de las
muchas piruetas que les gusta hacer a los franceses, pero la pirueta no
acababa y el aparato bajaba y bajaba. Franz, mi observador, me dio una
palmada en el hombro y me dijo: "¡Enhorabuena, este cae!". Y
efectivamente, cayó en un bosque detrás del fuerte Douaumont y
desapareció entre los árboles. Estaba claro que lo había derribado, pero
del otro lado, ¡donde no contaba!

Volé a casa e informé muy conciso: "Un combate, un Nieuport derribado".
Al día siguiente pude leer mi "heroicidad" en el parte militar. No dejé
de sentirme orgulloso, pero aquel Nieuport no figura entre los cincuenta
y dos aviones que he derribado[22].

INFORME DEL EJÉRCITO DEL 26 DE ABRIL DE 1916

Dos aeroplanos enemigos han sido derribados en combate aéreo sobre la
región de Fleury, uno al sur y otro al oeste del fuerte Douaumont.


Holck †
///////
(10 de abril de 1916)

Cuando todavía era un aviador novato, volé en un caza por encima del
fuerte Douaumont, que aguantaba el fuego intenso de los franceses.
Observé cómo un Fokker alemán atacaba a tres aparatos Caudron [23]. Por
desgracia para él, soplaba un viento fortísimo del oeste; las
condiciones le eran desfavorables.

Durante el combate fue arrastrado por las corrientes hasta la ciudad de
Verdún. Se lo hice notar a mi observador y él también opinó que el
piloto del Fokker era sin duda un tipo valiente. Nos preguntamos si no
sería Boelcke y decidimos averiguarlo más tarde. Pero de pronto vi
horrorizado que el cazador se había convertido en presa. El alemán
descendió cada vez más, acosado por los aviones franceses, que
entretanto habían aumentado en número hasta diez por lo menos. Yo no
pude acudir en su ayuda. Estaba demasiado lejos de los combatientes y mi
pesada máquina no pudo superar el viento en contra. El Fokker se
defendía a la desesperada. Los enemigos le habían hecho descender hasta
sólo seiscientos metros. Entonces uno de sus perseguidores atacó de
nuevo, pero el Fokker se esfumó en una densa nube. Yo respiré aliviado,
pensé que aquello sería su salvación.

Cuando regresamos al aeródromo conté lo que habíamos presenciado y
entonces supe que el piloto del Fokker era mi amigo Holck, mi viejo
camarada en el frente del este, que desde hacía poco tiempo era piloto
de caza en Verdún.

Un balazo en la cabeza había hecho caer al conde Holck. Su muerte me
afectó profundamente [24]. No sólo era mi amigo sino también un ejemplo
de coraje y valor, y un caballero de los que ya no quedan.


Un vuelo en la tormenta
///////////////////////

Nuestra actividad en Verdún durante el verano de 1916 se complicó debido
a las frecuentes tormentas. No hay nada más desagradable para un aviador
que verse forzado a atravesar una tormenta. Durante la batalla del
Somme, sorprendidos por una, varios ingleses aterrizaron sus aviones
detrás de las líneas alemanas. Ellos mismos se hicieron prisioneros.

Nunca antes había probado a volar en mitad de una tormenta y no quería
dejar pasar la oportunidad por nada del mundo. El ambiente de aquel día
anunciaba que una estaba próxima. Desde mi aeródromo de Mont había
volado hasta Metz para solucionar unos asuntos. Durante mi vuelo de
regreso pasó lo siguiente:

Estaba en el aeródromo de Metz y quería volver al mío. Cuando saqué mi
aparato del hangar se hicieron sentir los primeros signos de la
tormenta; el viento rizaba la arena y un muro de nubes negras como la
pez se aproximaba hacia nosotros desde el norte. Viejos y experimentados
pilotos me aconsejaron insistentemente que no volara, pero yo había dado
mi palabra de volver a Mont y me hubiera parecido de cobardes no
presentarme allí a causa de una estúpida tempestad. Así que arranqué...
¡y a la aventura!

En ese mismo instante empezó a llover. Tuve que tirar mis gafas porque
no veía nada en absoluto. Lo peor del caso era que tenía que pasar por
encima de los montes del Mosela, en cuyos valles precisamente zumbaba
con más furia el vendaval. Me dije a mí mismo: "Ánimo, que de ésta
sales", y me fui acercando más y más a la negra nube que cerraba el
horizonte. Volaba todo lo más bajo posible. Parecía que fuese brincando
por encima de árboles y casas. Dónde me encontraba, hacía ya rato que no
lo sabía. La tormenta sacudía mi avión como si fuera un trozo de papel y
lo arrastraba hacia ella.

El alma se me cayó a los pies. Aterrizar era imposible en la montaña,
así que tenía que mantenerme firme hasta el final.

A mi alrededor todo era negro, abajo los árboles cimbreados por la
tormenta. De repente apareció ante a mí la cima boscosa de un cerro.
Tuve que ir hacia allí sin más remedio. Mi buen Albatros logró elevarse
y pasar por encima. Sólo podía volar en línea recta y cada obstáculo que
se me presentaba tenía que superarlo. Era un auténtico concurso de salto
pasar sobre los árboles, las casas y especialmente las chimeneas y las
torres de las iglesias, pues no podía volar a más de cinco metros de
altura si quería ver algo entre la negrísima nube. Los relámpagos
fulgían a mi alrededor. Entonces no sabía que los rayos no pueden caer
sobre un aeroplano y creía que iba directo hacia la muerte; el vendaval
me arrojaría tarde o temprano sobre algún pueblo o algún bosque. Si el
motor hubiese dejado de funcionar, habría sido el fin.

Inmediatamente vi en el horizonte un punto claro en el cielo. Allí ya no
había tormenta, si conseguía llegar estaba salvado. Reuniendo todas las
fuerzas que puede tener un hombre joven e imprudente, me dirigí hacia
allí. De repente fue como si hubiese sido arrancado de la tormenta.
Estaba fuera de la negra nube y aunque volaba en medio de una lluvia
torrencial, sabía que estaba a salvo.

Aún llovía a cántaros cuando conseguí aterrizar en mi campamento. Allí
todos me esperaban. Desde Metz les habían informado de mi salida con
fuerte tempestad y de que había desaparecido en mitad de un nubarrón.

Jamás vuelvo a volar durante una tormenta salvo que el deber me lo
exija. Pero todo lo hermoso queda grabado en la memoria. Ahora, cuando
miro hacia atrás, me doy cuenta de lo bonito que fue también aquello. A
pesar del gran peligro que corrí durante mi vuelo, viví instantes
gloriosos que no me hubiera gustado perderme.


Pilotando por primera vez un Fokker
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Desde el inicio de mi carrera de aviador no tuve otra aspiración que la
de llegar a pilotar un avión de caza. Tras insistentes súplicas a mi
comandante por fin me dieron permiso para subirme a un Fokker. Su motor,
que gira sobre sí mismo25[ era algo totalmente nuevo para mí. También se
me hizo extraño verme solo en un avión tan pequeño.

El Fokker [26] lo llevábamos a medias entre un viejo amigo que murió
hace ya tiempo y yo mismo. Por las mañanas volaba yo, por las tardes lo
hacía él. Cada cual temía que el otro acabara cargándose el chisme. Al
segundo día ya volábamos contra el enemigo. Cuando yo salí por la mañana
no me encontré con ningún aparato francés. Por la tarde era su turno; no
regresó, ningún mensaje, nada.

A última hora de la tarde la infantería informó de una pelea de perros
entre un Nieuport francés y un Fokker.

Al parecer el avión alemán había acabado aterrizando en las líneas
enemigas del Mort-Homme. Sólo podía ser Reimann, puesto que todos los
demás pilotos habían regresado ya al campamento. Compadecíamos a nuestro
valiente compañero cuando, a media noche, avisaron por teléfono de que
un oficial alemán de aviación había aparecido inesperadamente en una
trinchera de las avanzadas de infantería en el Mort-Homme. Y resultó ser
Reimann. Le habían destrozado el motor a tiros y se vio forzado a
aterrizar. No pudo llegar a las líneas alemanas y tuvo que tomar tierra
entre las nuestras y las del enemigo. Rápidamente le prendió fuego al
aparato y fue a esconderse unos cientos de metros más allá, en un hoyo
de granada. Durante la noche consiguió escurrirse a rastras hasta
nuestras trincheras. Y así fue como termino nuestra primera "sociedad
limitada marca Fokker".

****

Un par de semanas después nos entregaron otro Fokker nuevo. Esta vez me
sentí en la obligación moral de hacerlo pasar a mejor vida yo mismo. Era
posiblemente el tercer vuelo que hacía en aquel ligero y veloz aparato.
Al despegar, el motor falló y me vi forzado a aterrizar como pude sobre
un campo de avena. En un abrir y cerrar de ojos el precioso y flamante
aeroplano se había convertido en un amasijo irreconocible. Fue un
verdadero milagro que yo saliera ileso.


Raid de bombardeo sobre Rusia
/////////////////////////////

En junio nos subieron a un tren sin previo aviso. Nadie sabía adónde
íbamos, pero nos hacíamos una idea; así que no nos cogió por sorpresa
cuando nuestro comandante anunció que nos dirigíamos a Rusia.
Atravesamos toda Alemania en nuestro tren-vivienda formado por
coches-cama y vagones restaurante. Y por fin llegamos a Kowell. Una vez
allí, permanecimos alojados en nuestro convoy. Vivir en los vagones de
un tren ofrece innumerables ventajas, siempre está uno dispuesto a
viajar más lejos y siempre está cómodamente acuartelado en el mismo
sitio.

Pero durante un verano caluroso en Rusia, un coche-cama es la cosa más
horrible que se pueda uno imaginar. Así que les propuse a mis buenos
amigos Gerstenberg y Scheele que nos mudásemos a un bosque de las
cercanías, en donde levantamos nuestras tiendas de campaña y vivíamos
como gitanos. Eran buenos tiempos aquellos.

****

En Rusia nuestro escuadrón lanzó una ingente cantidad de bombas.
Principalmente nos encargábamos de amargarle la vida a los rusos dejando
caer nuestros huevos sobre sus bonitas instalaciones ferroviarias. Un
día todo nuestro escuadrón al completo salió para intentar destruir una
importante estación de tren. El nido se llamaba Manevichi y estaba a
unos treinta kilómetros del frente, no muy lejos. Los rusos estaban
planeando un ataque y la estación estaba atestada de trenes, unos
pegados a otros ocupando todas las líneas. La escena se podía contemplar
muy bien desde arriba. Sobre cada vía de apartadero había un tren de
mercancías. Era un magnífico objetivo para un raid.

Uno puede llegar a entusiasmarse con cualquier cosa y durante un tiempo
yo estuve entusiasmado con estos raids de bombardeo. Me producía una
malsana diversión poder aplastar a aquellos tíos de allá abajo. A menudo
participaba en dos expediciones en un solo día.

Establecimos así nuestro objetivo en Manevichi. Todo el escuadrón se
dirigía hacia Rusia; las máquinas estaban listas para arrancar y cada
piloto comprobaba una última vez su motor, pues resulta embarazoso tener
que aterrizar de emergencia por una salida en falso, especialmente en
Rusia. El ruso es implacable con el aviador, si consigue atrapar uno lo
mata irremisiblemente. Ese es el único peligro en Rusia, porque aviones
enemigos casi no existen. Si por casualidad aparece alguno, siempre va
escaso de suerte y enseguida lo derriban. La artillería antiaérea es
algunas veces muy efectiva, pero existen pocas baterías. Comparado con
occidente, volar allí es un recreo.

Los aeroplanos se sacaban del hangar y se llevaban rodando hasta la zona
desde donde despegábamos. Se cargaban de bombas hasta los dientes.
Algunas veces volé con ciento cincuenta kilos de bombas en un aeroplano
"tipo C"27 llevando además a un observador bastante pesado al que no se
le notaba la "tasa de carne" y, por si acaso, dos ametralladoras. Nunca
tuve oportunidad de probarlas en Rusia. Es una lástima que no tenga
ningún ruso en mi colección, sus escarapelas resultarían muy decorativas
clavadas en la pared de mi cuarto [28].

Un vuelo con un avión tan excesivamente cargado durante el ardiente
mediodía ruso no es ninguna tontería. El aparato sufre un desagradable
balanceo. Naturalmente, no es posible caerse, para eso llevamos un motor
de ciento cincuenta caballos; pero de todos modos, no deja de resultar
incómodo ir cargado con tantos explosivos y tanta gasolina. Luego se
alcanza una capa atmosférica más tranquila y es entonces cuando se
empieza a disfrutar de un raid de bombardeo. Es maravilloso poder tener
un objetivo fijo y volar de frente hacia un punto concreto. Después de
haber lanzado las bombas uno tiene la sensación de haber hecho algo de
provecho, mientras que muchas veces, después de un vuelo de caza en el
que no ha caído ningún enemigo, terminas por decirte a ti mismo: "¡Ya
podías haberte esmerado!". Siempre que he lanzado bombas he terminado la
mar de contento. Mi observador había conseguido que yo volase con
precisión sobre el objetivo, me colocara justo perpendicular a él y, con
la ayuda de la mira telescópica, dejara caer los huevos sobre el nido en
el momento preciso.

El vuelo de Manevichi fue maravilloso. Lo he recordado muchas, muchas
veces. Pasamos por encima de frondosos y gigantescos bosques por donde
corrían alces y linces. Los pueblos, sin embargo, parecían desamparados;
en toda la zona el único de cierta importancia era el mismo Manevichi.
Alrededor del pueblo había innumerables tiendas de campaña y en la misma
estación incontables barracones. No se veía a la Cruz Roja por ninguna
parte. Antes que nosotros había pasado por allí otro escuadrón. Sus
efectos aún se podían apreciar en algunas casas y barracones todavía
humeantes.

No se habían portado nada mal. La salida de la estación parecía haber
quedado bloqueada por una bomba certera, una locomotora todavía echaba
humo, el maquinista y el fogonero debían haber corrido a un refugio
subterráneo o algo parecido. De repente vi salir del lado opuesto de la
estación otra locomotora.

Era toda una tentación en movimiento.

Empezamos a volar sobre aquella cosa y dejamos caer una bomba a unos
cien metros delante de ella. Obtuvimos el resultado esperado, la
locomotora se detuvo. Dimos la vuelta y fuimos lanzando bomba tras bomba
sobre la estación, bien dirigidas ayudándonos con la mirilla. Y nos
tomamos nuestro tiempo, nadie nos molestaba. En las cercanías había un
aeródromo enemigo pero sus pilotos no se veían por ninguna parte.
Sonaban las descargas de los cañones antiaéreos, aunque sólo muy de vez
en cuando y en una dirección completamente distinta a la que volábamos.
Todavía nos reservamos una bomba para poder utilizarla de regreso a
casa. En esto que vimos desde arriba cómo un aviador enemigo corría
hacia su aeroplano. ¿Tendría intención de atacamos? Yo no lo creí así,
más bien parecía que buscaba ponerse a salvo, ya que durante un raid
sobre un aeródromo lo más práctico para salvar: la vida es coger y
refugiarse en el aire.

Dimos algunos rodeos para descubrir algún campamento de tropas enemigas.
Suele ser muy interesante molestar con las ametralladoras a esos
caballeros de allá abajo. Estas tribus semisalvajes de Asia sienten
todavía más miedo que los civilizados ingleses y resulta especialmente
divertido disparar sobre la caballería enemiga, les genera un pánico
terrible, salen de pronto a toda mecha en todas direcciones. No me
agradaría ser el jefe de un escuadrón de cosacos que se desperdiga así
por unos simples aviadores y sus ametralladoras.

Poco a poco fuimos divisando de nuevo las líneas alemanas. Ya era hora
de quitarnos de encima la última bomba. Decidimos dejarla caer sobre un
globo cautivo, "el globo" de observación de los rusos.

Podíamos bajar cómodamente a unos pocos cientos de metros de él y dejar
caer la bomba encima. Al vernos, los rusos empezaron a tirar de las
cuerdas para bajarlo a tierra, pero en cuanto cayó la bomba, el globo
dejó de bajar. Deduje que, más que haber dado yo en el blanco, los
cosacos habían huido abandonando a su caudillo en la barquilla del
globo.

Por último llegamos al frente alemán después de sobrevolar nuestras
trincheras y cuando aterrizamos pudimos comprobar extrañados que nos
habían disparado desde tierra. Por lo menos una de nuestras alas había
recibido un disparo certero.

****

En otra ocasión, y por la misma zona, salimos al encuentro de unos rusos
que planeaban un ataque cruzando el río Stokhod. Llegamos al lugar
señalado cargados de bombas y con un montón de munición para las
ametralladoras, cuando descubrimos sorprendidos que la caballería
enemiga ya había empezado a cruzar el río por el único puente existente
Así que la cosa estaba clara: reventar ese estrecho puente era reventar
los planes del enemigo. Además, las tropas ya marchaban en masa por él.
Descendimos todo lo posible y pudimos ver que la caballería enemiga
pasaba apresurada por el viaducto. La primera bomba cayó no muy lejos, y
la segunda y la tercera las siguieron de inmediato. Abajo se formó un
caos espantoso No alcanzamos el puente, pero la marcha se interrumpió
por completo y todo el que tenía piernas echó a correr a donde pudo. El
resultado fue bueno, pues con sólo tres bombas habíamos conseguido armar
aquel barullo y nuestro escuadrón al completo nos seguía. Todavía
pudimos hacer algo más: mi observador empezó a disparar frenéticamente
su ametralladora contra aquellos tíos, y nos lo pasamos en grande. No sé
qué logramos realmente con todo aquello, los rusos tampoco lo
comunicaron, pero me he hecho la ilusión de que yo solo conseguí
rechazar aquel ataque. Si es cierto o no, ya me enteraré por las
crónicas rusas cuando acabe la guerra.


¡Por fin!
/////////

El sol de agosto era casi insoportable en el arenoso aeródromo de
Kowell. Un día mientras estábamos de charla, un camarada comentó: "Hoy
viene a visitamos el gran Boelcke; o mejor dicho, viene a visitar a su
hermano que está en la ciudad". Por la tarde apareció el gran hombre y
contó cosas muy interesantes de su viaje a Turquía, de donde había
regresado para informar al Cuartel General del Káiser. También nos dijo
que se iba al Somme para continuar allí su trabajo y que tenía que
organizar una escuadrilla de caza al completo. Para ello quería
seleccionar de entre el cuerpo de aviadores a la gente más adecuada. Yo
no me atreví a decirle que me llevara con él. No es que estuviera
cansado de luchar en Rusia —de hecho, allí hacíamos siempre vuelos
interesantes—, pero la idea de combatir en el frente occidental me
seducía. Sencillamente, no existe nada mejor para un joven oficial que
volar en un caza.

A la mañana siguiente Boelcke debía partir de nuevo. Era aún muy
temprano cuando alguien llamó a mi puerta... y allí estaba el gran
hombre de la Pour le Mérite [29]. No sabía muy bien lo que quería de mí
y, aunque ya nos conocíamos, ni se me ocurrió la idea de que me hubiera
escogido como alumno suyo. ¡Faltó poco para que le abrazara cuando me
preguntó si quería ir con él al Somme!

Tres días más tarde iba yo sentado en un tren atravesando toda Alemania
para acudir a mi nuevo campo de operaciones. Por fin mi mayor deseo se
había hecho realidad y empecé a vivir los mejores días de mi vida.
Entonces jamás hubiera imaginado que fueran a ser tan felices como lo
han sido hasta ahora. En el momento de mi partida un buen amigo me
gritó: "¡Y no vuelvas sin la cruz Pour le Mérite!".


Mi primer inglés
////////////////
(17 de septiembre de 1916)

Estábamos todos en el campo de tiro disparando cada cual con su
ametralladora hacia donde mejor le parecía. El día anterior nos habían
entregado nuestros nuevos aparatos30[ y a la mañana siguiente Boelcke
quiso que volásemos con él. Todos éramos novatos, ninguno de nosotros
tenía triunfos que apuntarse, y por eso mismo lo que Boelcke nos decía
era para nosotros el Evangelio. Durante los últimos días, según él mismo
nos contó, había logrado derribar por lo menos un avión inglés antes del
desayuno, y a veces hasta dos.

El día siguiente, 17 de septiembre, amaneció con un sol espléndido. Era
de esperar que hubiese un intenso movimiento de aviadores ingleses.
Antes de despegar, Boelcke nos dio instrucciones precisas. Y la
escuadrilla al mando del respetado hombre en quien confiábamos
ciegamente levantaba por primera vez el vuelo [31].

Acabábamos de llegar al frente cuando vimos las baterías antiaéreas
disparando a lo lejos y reconocimos una escuadrilla enemiga que volaba
en dirección Cambrai. Boelcke fue, naturalmente, el primero en darse
cuenta, pues tenía la vista más entrenada que nosotros. Pronto pudimos
fijar la posición del enemigo. Todos y cada uno tratábamos de permanecer
lo más cerca posible de Boelcke. Estaba claro que íbamos a sufrir
nuestro primer examen ante los ojos del prestigioso comandante.

Nos acercábamos poco a poco a la escuadrilla enemiga. Ya no les era
posible escapar, estábamos entre ellos y sus líneas; si querían volver a
casa tenían que pasar por donde nosotros volábamos. Contamos los aviones
enemigos: eran siete; nosotros sólo cinco. Ellos volaban en grandes
bombarderos de dos plazas Sólo faltaban segundos para que diese comienzo
el baile. Boelcke lanzó una maldición y se pegó al primer avión inglés,
aunque no disparó todavía. Yo le seguí y cerca venían mis colegas. El
inglés que volaba más cerca de mí iba en un aeroplano grande pintado de
color oscuro. No lo pensé dos veces y me lo llevé a la mirilla.

Le disparé, me disparó, y ninguno atinamos. Comenzó una lucha en la que
mi único objetivo era intentar situarme detrás de mi adversario, puesto
que yo sólo podía disparar de frente. Él no tenía ese problema, su
ametralladora giratoria disparaba en todas direcciones.

El tirador no parecía un principiante, sabía que si yo lograba colocarme
detrás de su cola habría llegado su fin, pero por entonces no tenía yo
la seguridad en que el enemigo "tenía que caer" que sí tengo ahora. Muy
al contrario, tenía serias dudas al respecto. Sólo cuando ya has
derribado tres o cuatro aviones alcanza uno la firme convicción de que
"ese tiene que caer".

A todo esto, mi buen inglés se volvía y se revolvía cruzándose a menudo
en mi camino. Entretanto yo ni pensaba en los otros ingleses de la
escuadrilla que podían acudir en auxilio de su apurado colega. Sólo
tenía una idea en mi cabeza: "¡Éste tiene que caer!, ¡tiene que caer
haga lo que haga!". Y por fin llegó el momento propicio: mi adversario
debió perderme de vista, porque siguió volando de frente. En una
fracción de segundo ya estaba yo colocado detrás de él con mi potente
máquina. Le disparé unas cuantas ráfagas con mis dos ametralladoras.
Volaba tan cerca de mi enemigo que por un momento temí arrollarle. De
pronto casi grito de alegría al ver que su hélice había dejado de girar.
¡Hurra! ¡Le di! Le había destrozado el motor a tiros y mi rival tenía
que aterrizar forzosamente en nuestras líneas, porque era evidente que
jamás iba a llegar a las suyas. Entonces pude observar por el extraño
balanceo del aparato que algo raro le ocurría al piloto; tampoco podía
ver al tirador, la ametralladora había quedado abandonada en el aire. Le
había dado y su cuerpo tuvo que desplomarse en el suelo de la cabina.

El inglés aterrizó como pudo al lado del aeródromo de otra de nuestras
escuadrillas. Yo estaba tan emocionado que no pude resistirme a
aterrizar también y al hacerlo casi pongo mi avión boca abajo. Nuestros
dos aviones quedaron a corta distancia. Salí corriendo hacia el aparato
enemigo al tiempo que veía acudir a un gran número de soldados. Una vez
allí, me encontré con que mi suposición era cierta: el motor estaba
destrozado y los ocupantes gravemente heridos. El tirador murió allí
mismo y el piloto de camino a un hospital cercano. En honor a la memoria
de estos enemigos caídos hice colocar una lápida sobre su tumba.

Cuando llegué a casa, Boelcke estaba sentado a la mesa desayunando con
mis compañeros y me preguntó extrañado dónde había estado tanto rato.

Muy orgulloso pude decir por primera vez "¡Un inglés derribado!".
Enseguida todos dieron gritos de alegría, pues no había sido yo el único
en despacharme a un inglés. Además de Boelcke, que como de costumbre se
desayunaba con una victoria, todos nosotros, los novatos, habíamos
vencido por primera vez en una pelea de perros.

Debo señalar que, desde entonces, ningún avión inglés se aventuró por
Cambrai mientras rondó por allí la escuadrilla de Boelcke.


La batalla del Somme
////////////////////

En toda mi vida no he conocido mejores campos de caza que en los días de
la batalla del Somme. Por la mañana, nada más levantamos, llegaba el
primer inglés y el último no se iba hasta después de ponerse el sol.
Aquello era "el paraíso de los pilotos de caza", como dijo Boelcke una
vez. Por aquel entonces, Boelcke, en sólo dos meses, había doblado de
veinte a cuarenta su número de enemigos derribados. Nosotros los novatos
no teníamos la experiencia del maestro y nos dábamos por satisfechos con
no salir escaldados. ¡Era tan excitante! No había vuelo sin combate; a
menudo eran grandes batallas aéreas de cuarenta o sesenta ingleses
contra bastantes menos alemanes. Ellos ponían la cantidad y nosotros la
calidad.

Sin embargo, el inglés es un tipo listo al que siempre hay que
considerar. De vez en cuando se acercaba hasta nuestro campamento
volando muy bajo y le hacía una visita a Boelcke y le obsequiaba con una
bomba. Nos desafiaba abiertamente a la lucha y nunca rechazaba la que
nosotros le brindábamos. Apenas me habré encontrado con un inglés que me
haya negado una pelea, mientras que el francés prefiere evitar cualquier
reyerta.

Fueron buenos tiempos aquellos en la escuadrilla de Boelcke. El espíritu
de nuestro comandante nos alentaba a todos sus alumnos. Confiábamos
ciegamente en él, la posibilidad de quedarse en la estacada no existía,
la idea era inconcebible para nosotros; por eso siempre nos
enfrentábamos al enemigo alegres y confiados.

El día en que cayó Boelcke la escuadrilla ya tenía cuarenta derribos en
su haber. Ahora suma más de un centenar. El espíritu de Boelcke sigue
vivo entre sus valientes sucesores.


Boelcke †
/////////
(28 de octubre de 1916)

Aquel día volábamos contra el enemigo guiados por el gran hombre.
Siempre sentíamos una especial seguridad cuando él estaba con nosotros;
por eso jamás podrá haber otro Boelcke. Hacía un tiempo tormentoso.
Había negros nubarrones. Ningún otro piloto voló aquel día salvo
nosotros, los pilotos de caza.

Desde lejos vimos en el horizonte a unos ingleses insolentes a los que
al parecer también les divertía el mal tiempo. Nosotros éramos seis,
ellos eran dos. Si hubieran sido veinte tampoco nos hubiese extrañado
que Boelcke diera la señal de ataque.

Iniciamos el combate como de costumbre. Boelcke tenía enfrente a uno y
yo al otro. De pronto tuve que abandonar porque se me cruzó un
compañero. Miré a mi alrededor y a unos doscientos metros vi a Boelcke
acosando a su víctima. Él derribó al inglés y yo pude verlo. Era lo
habitual.

Boelcke volaba muy cerca de un gran amigo suyo. Era una Pelea
interesante, los dos disparaban sobre el mismo avión y el inglés no
podía tardar en caer. De repente observé que sus aviones hacían un
extraño movimiento. Sólo pensé una cosa: colisión. No había visto nunca
un choque en el aire y me imaginaba algo muy diferente. En realidad no
hubo colisión, sino que se rozaron. Sin embargo, a la enorme velocidad a
la que vuela un avión, el más leve roce es un choque violentísimo.

Boelcke abandonó inmediatamente a su presa y comenzó a descender
describiendo grandes círculos. No me parecía que aquello fuese una
caída, pero mientras lo veía planear por debajo de mí pude observar que
una de sus alas estaba rota. De lo que ocurrió después sólo sé que
perdió el ala entera entre las nubes. El aeroplano de Boelcke era ya
ingobernable y caía y caía, acompañado siempre por su buen amigo.

Cuando llegamos al campamento la noticia ya era oficial; "Nuestro
Boelcke ha muerto". ¡No lo podíamos creer! El más afectado fue su gran
amigo Böhme32, el involuntario causante del fatal accidente.

Es curioso que todo el que conocía a Boelcke se considerase íntimo amigo
suyo. Yo he conocido a unos cuarenta de esos amigos íntimos, y todos y
cada uno de ellos imaginaban ser el único. Hombres cuyos nombres Boelcke
nunca supo casi se creían sus familiares. Es un fenómeno muy curioso que
nunca he observado respecto a ninguna otra persona. Boelcke jamás tuvo
un enemigo personal y fue igualmente amable con todos nosotros, sin
distinciones. El único que quizá estuvo más próximo a él fue el mismo
infeliz que por desgracia causó la tragedia.

Nada sucede sin la voluntad de Dios. Este el consuelo que tan a menudo
debemos repetirnos los hombres en la guerra.


El octavo
/////////

Ocho aviones derribados constituían en tiempo de Boelcke una cifra
bastante decente. Todo el que escuche algo sobre el colosal número de
los que hoy se derriban pensará que esto se ha vuelto mucho más fácil.
Yo lo único que puedo asegurar es que cada día se me va haciendo más
difícil. Ahora hay más oportunidades de disparar, naturalmente, pero las
probabilidades de que te disparen también son mayores. El armamento del
enemigo es cada vez mejor y su número cada vez más grande. Cuando
Immelmann [33] derribó al primero tuvo la suerte de cruzarse con un
rival que ni siquiera llevaba ametralladora. Pajaritos de esos ya sólo
se ven por Johanistal [34].

El 9 de noviembre de 1916 salí de caza con mi joven colega de dieciocho
años Hans Imelmann35. Los dos fuimos compañeros en la escuadrilla de
Boelcke; nos conocíamos de antes y estábamos en buena sintonía. En esta
profesión el compañerismo es lo principal.

Partimos pues. Yo acumulaba siete enemigos derribados, Imelmann cinco;
en aquellos tiempos, un buen puñado. Apenas habíamos llegado al frente
cuando vimos un escuadrón de bombarderos. Aparecieron volando con un
descaro enorme. Venían en número gigantesco, como acostumbraban durante
la batalla del Somme. Creo que serían unos cuarenta o cincuenta
aparatos, no puedo precisarlo. Habían elegido un blanco para sus bombas
muy cerca de nuestro aeródromo, pero poco antes de que lo sobrevolasen
logré alcanzar al último de sus aviones. Mis primeros disparos dejaron
fuera de combate al artillero y posiblemente también le hicieran
cosquillas al piloto; el caso es que éste decidió aterrizar de
inmediato. Yo seguí cargando y entonces el avión empezó a caer más y más
rápido, hasta que se estrelló en las cercanías de nuestro aeródromo de
Lagnicourt.

Inmelmann peleaba al mismo tiempo con otro inglés y también dio cuenta
de su rival por la misma zona donde cayó el mío. Rápidamente volvimos al
campamento para ir en busca de los dos ingleses que nos habíamos llevado
al agua. Una vez allí, fuimos en coche hasta cerca de donde habían caído
los aviones y luego recorrimos a pie un trecho por mitad del campo.
Hacía mucho calor, así que me lo desabroché todo, hasta el cuello de la
camisa. Me había quitado la chaqueta, la gorra ya la había dejado en el
coche y había cogido mi recio bastón de nudos; las botas de barro hasta
la rodilla. Ofrecía un aspecto salvaje y de ese mismo modo llegué hasta
nuestras víctimas. A su alrededor, como era natural, se aglomeraba ya
una multitud de curiosos.

Algo apartado había un grupo de oficiales. Me dirigí hacia ellos, les
salude y a la primera de cambio les pregunté qué les había parecido el
combate, pues siempre es interesante conocerlo por boca de los que están
abajo. Entonces supe que aunque los otros ingleses habían dejado caer
algunas bombas, el avión que yo había derribado las llevaba todas
encima. El oficial con quien había hablado me cogió del brazo, se volvió
hacia donde estaban los otros y, preguntándome rápidamente mi nombre, me
presentó ante ellos. No fue muy agradable porque, como he comentado, mi
indumentaria era desastrosa y los caballeros que tenía delante iban
todos impecablemente uniformados.

Fui presentado a una personalidad que me causó cierto desconcierto:
vestía pantalón de general, del cuello le colgaba una alta
condecoración, pero tenía un rostro relativamente joven; sus charreteras
eran indefinibles. En fin, que empezaba a presentir que no se trataba de
un general al uso. Durante la conversación me fui abrochando todo lo
abrochable y adopté un aire más castrense. Quienquiera que fuese aquel
oficial, yo no lo sabía. Me despedí y me fui a casa. Por la tarde sonó
el teléfono y supe por fin con quién había hablado aquella mañana: era
el gran duque de Sajonia-Coburgo-Gotha; se me ordenaba presentarme ante
él. Se había sabido que aquellos ingleses tenían intención de lanzar
bombas sobre donde él estaba, y yo había ayudado a mantener a raya a los
atacantes. Por aquello recibí la medalla al valor de
Sajonia-Coburgo-Gotha.


El comandante Hawker
////////////////////

El día que más orgulloso me sentí fue el día en que me dijeron que el
aviador inglés al que había derribado el 23 de noviembre de 1916 era
nada menos que el comandante Hawker36, "el Immelmann inglés", como lo
llamábamos. Por el modo en que se desarrolló aquel combate pude imaginar
que me las veía con uno de los grandes.

Aquel día volaba alegremente a la caza del enemigo cuando de pronto vi
tres ingleses que al parecer tenían en mente las mismas intenciones que
yo. Me di cuenta de que me habían echado el ojo, y como yo también tenía
ganas de pelea, me decidí por uno de ellos. Yo volaba a menor altitud
que el inglés, por lo que tenía que esperar a que el tío bajase hasta mi
cota. No pasó mucho tiempo hasta que empezó a descender queriendo
sorprenderme por detrás. No había pegado ni cinco tiros el amigo cuando
tuvo que soltar el gatillo porque ya me había desviado yo a la izquierda
con un viraje cerrado.

El inglés intentaba colocarse detrás de mí y yo intentaba colocarme
detrás de él, y empezamos así a girar como locos en círculos, con los
motores a toda marcha, a tres mil metros y pico del suelo. Primero
veinte vueltas a la izquierda, después treinta a la derecha; cada cual
tratando de pegarse a la cola del otro. Enseguida me di cuenta de que no
me enfrentaba a ningún principiante, pues por su imaginación no se cruzó
ni por un instante la idea de abandonar el combate. A pesar de que el
inglés volaba en un aparato muy ágil, el mío sin embargo ascendía con
más facilidad, y al final conseguí colocarme detrás de él.

Después haber bajado hasta los dos mil metros y sin haber conseguido
nada todavía, mi rival debió comprender que había llegado el momento de
retirarse, puesto que el viento me era favorable y nos arrastraba a los
dos cada vez más hacia posiciones alemanas, hasta el punto de hallarnos
ya sobre Bapaume, o sea, a un kilómetro del frente alemán. El muy
insolente tuvo aún la desfachatez de saludarme agitando el brazo cuando
todavía estábamos a mil metros de altitud, como si dijera: "Well, well,
how do you do?" [37]

Los círculos que describíamos uno alrededor del otro eran tan pequeños
que no tendrían más de ochenta o cien metros. Tuve tiempo de ver bien a
mi rival. Lo observaba justo desde arriba y podía ver cada uno de sus
movimientos en la cabina. De no haber llevado la cabeza cubierta hubiese
podido ver la cara que ponía.

Poco a poco, el valiente sportman comprendió que llevaba las de perder y
que tenía que decidirse entre aterrizar en las líneas alemanas o
retirarse a las suyas. Como era natural, optó por lo último después de
intentar escabullirse haciendo loopings y demás acrobacias. Entretanto,
mis primeras "peladillas" le rozaban las orejas; hasta entonces ninguno
de los dos había disparado en serio. A cien metros de altitud, mi
adversario intentó volar en zigzag para dificultarme el blanco. Entonces
se presentó mi oportunidad. Lo fui acosando hasta los cincuenta metros,
disparándole sin cesar. El inglés iba a caer sin remedio. Para lograrlo
casi tuve que gastar un cargador entero.

Mi enemigo se estrelló al borde de nuestras líneas con un tiro en la
cabeza. Su ametralladora se clavó en la tierra y hoy decora la entrada
de mi casa.


Pour le Mérite
//////////////

Había caído el decimosexto. Ya estaba a la cabeza de todos los pilotos
de caza alemanes. Había logrado mi objetivo.

Algo así le había dicho un año antes, medio en serio medio en broma, a
mi amigo Lyncker. Un día, mientras aprendíamos a volar, me preguntó:
"¿Cuál es tu objetivo, tu meta como aviador?". Entonces le respondí
bromeando: "Pues no sé; volar a la cabeza de todos los pilotos de
combate alemanes no debe estar mal". Que esto llegase a ser una
realidad, nadie, ni yo mismo, hubiera podido creerlo; sólo Boelcke. Al
parecer, en una en una ocasión le preguntaron quién de nosotros tenía
verdaderas aptitudes para llegar a ser un buen piloto de caza —aunque
esto, por supuesto, no me lo dijo personalmente, sino que después otros
me lo contaron—, y él respondió señalándome a mí: "¡Ese es el hombre!".

Tanto Boelcke como Immelmann recibieron la Orden Pour le Mérite al
derribar el octavo. Yo ya tenía el doble. ¿Qué harían conmigo? Sentía
mucha curiosidad. Se murmuraba que iba a ser puesto al mando de una
escuadrilla de caza. En esto que llegó un día un telegrama: "Teniente v.
R. nombrado jefe Escuadrilla de Caza no 11". A decir verdad, al
principio no me hizo ninguna gracia. Había funcionado muy bien con mis
camaradas de la Jasta Boelcke [38] y ahora tendría que empezarlo todo de
nuevo, con otras gentes y en otros lugares; todo muy aburrido. Además,
hubiera preferido la Pour le Mérite.

Pasaron dos días. Los miembros de la escuadrilla estábamos reunidos
celebrando mi partida inmediata, cuando llegó un telegrama del Cuartel
General donde se me informaba de que su majestad tenía la gentileza de
concederme la condecoración Pour le Mérite. Estallé de alegría; aquello
lo arreglaba todo.

Nunca imaginé que fuera a ser tan apasionante, como en realidad lo es,
liderar una escuadrilla de aviones de caza. Tampoco pude soñar que algún
día llegase a existir una Jasta Richthofen39.


"Le petit rouge" [40]
////////////////

No sé por qué razón se me ocurrió un buen día la idea de pintar mi
aeroplano de color rojo vivo. El resultado fue que mi pájaro escarlata
llamaba la atención de todo el mundo; un detalle que, al parecer,
tampoco se le escapó al enemigo.

Durante un combate que tuvo lugar en otro punto del frente tuve la
suerte de derribar un Vickers [41] biplaza que sacaba fotos de nuestras
posiciones de artillería, tan tranquilamente. A mi enemigo no le dio
tiempo a defenderse y tuvo que darse prisa en llegar a tierra, su avión
empezaba a mostrar signos sospechosos de acabar ardiendo. A esto lo
llamamos nosotros "estar apestado". Como más tarde pude comprobar, el
inglés tuvo el tiempo justo para aterrizar antes de que su avión
empezara a arder en llamas.

Por compasión con mi adversario decidí no abatirlo y sólo obligarlo a
aterrizar, sobre todo porque tenía la impresión de que el enemigo estaba
herido y porque no había podido dispararme ni un solo tiro.

A unos quinientos metros de altitud una avería en el motor me obligó a
ir planeando hacia tierra con cuidado y en línea recta, sin hacer ni
siquiera un pequeño viraje, hasta que conseguí aterrizar. Lo que pasó
fue muy gracioso: mi enemigo aterrizó sin problemas su aparato
incendiado, mientras que yo, el vencedor del combate, acabé volcando
cerca de él contra las alambradas de nuestras trincheras.

A continuación recibí una deportiva y cortés bienvenida por parte de los
dos englishmen [42], quienes se sorprendieron de mi accidente, pues,
como ya he dicho, ni me habían disparado ni imaginaban el motivo de mi
forzoso aterrizaje. Eran los primeros ingleses que había conseguido
derribar con vida y me divertía poder estar ahí conversando con ellos.
Les pregunté entre otras cosas si habían visto anteriormente mi avión.
"Oh, yes —me respondió uno de ellos—; a éste lo conocemos muy bien, lo
llamamos “le petit rouge”".

Y ahora viene —en mi opinión— una canallada bien británica: me pregunta
el inglés que por qué había sido yo tan imprudente en mi aterrizaje. La
razón era que no pude evitarlo. Y el muy miserable va y me dice que de
no habérsele "encasquillado el arma" habría probado a dispararme en los
últimos trescientos metros.

Yo le pedí disculpas por haberle derribado, él las aceptó y así fue como
le devolví su deslealtad.

Desde entonces se me quitaron las ganas de hablar con ningún otro
adversario, por razones obvias.


De cómo luchan franceses e ingleses en el aire
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(Febrero de 1917)

Hemos estado intentando hacerle la competencia a la Jasta Boelcke. Todas
las noches comparábamos nuestros botines, pero esos chicos son
endiabladamente buenos. Nunca conseguimos superarles. Como mucho puede
uno igualarlos. Cuenta con cien aviones derribados de ventaja, y hay que
reconocer que eso es mucha ventaja. Naturalmente, depende del enemigo al
que uno se enfrenta, si a los burlones franceses o con los gallardos
ingleses. Yo prefiero a los ingleses. El francés escurre el bulto, el
inglés raramente; a veces su audacia sólo puede describirse como
estupidez, aunque probablemente ellos lo llamen bravura.

Pero así debe ser el piloto de caza. El factor decisivo no reside en las
acrobacias, sino en tener decisión y agallas. Uno puede ser
extraordinario haciendo loopings y otras cabriolas, y sin embargo no
servir para derribar aviones. A mi entender, el espíritu ofensivo lo es
todo y ese espíritu es natural en los alemanes. Por esta razón siempre
ejerceremos el dominio en el aire.

Los franceses están ahí, acechando unas veces y preparando emboscadas
otras tantas, algo difícil de hacer allá arriba. Hoy sólo se dejan
sorprender los principiantes. Las emboscadas son imposibles mientras no
se inventen aeroplanos invisibles. Aunque, de vez en cuando, aún les
hierve a los franceses la sangre gálica. Entonces se deciden al ataque
directo, pero su espíritu es comparable a la gaseosa: pierde fuerza al
instante. Les falta aguante, tenacidad.

Al inglés, por el contrario, se le nota algo su sangre germana. Al
sportman le gusta mucho volar, aunque se pierde demasiado en lo
deportivo. Le encanta hacer loopings, caer en picado, volar cabeza abajo
y hacer otras martingalas similares por encima de nuestras trincheras.
Todo esto está muy bien para el público de un concurso de acrobacias,
pero la gente de nuestras trincheras no es tan impresionable. Ellos
exigen algo más: que lluevan continuamente aviadores ingleses.


Me derriban
///////////
(Mediados de marzo de 1917)

Derribado no es en realidad el término más correcto para describir lo
que me pasó a mí. En general, entiendo por derribado sólo aquel que cae
a plomo a tierra, pero yo me las compuse y logré descender sano y salvo.

Iba con mi escuadrilla cuando divisé a lo lejos otra unidad enemiga Se
acercaban a nuestras posiciones de artillería en la región de Lens. Yo
aún tenía que volar un trecho hasta llegar allí. Ese es realmente el
momento más emocionante, cuando se ha divisado al enemigo y se dirige
uno hacia él para iniciar la lucha. Creo que siempre palidezco durante
esos tensos minutos, pero lamentablemente nunca llevo un espejo encima
para comprobarlo. Es un estímulo delicioso, sientes el extraño
cosquilleo y todas esas cosas que me gustan. Divisas al enemigo a lo
lejos, constatas que es una escuadrilla hostil, cuentas los aparatos que
la forman, evalúas los factores a favor y en contra... Una de las cosas
que hay que tener muy presente es si el viento nos arrastra hacia el
frente o nos aparta de él. Por ejemplo, una vez le pegué a un inglés el
tiro de gracia bastante más allá de las líneas enemigas, y su aparato se
desplomó, sin embargo, al lado de uno de nuestros globos de observación,
de tan lejos como lo había arrastrado el viento.

En fin, aquel día nosotros éramos cinco, ellos tres veces más. Los
ingleses venían volando como una nube de avispas. Dispersar un enjambre
de máquinas tan bien organizado no es cosa fácil; hacerlo uno solo,
imposible; y entre varios, dificilísimo; especialmente cuando la
diferencia en número es tan desfavorable como en aquel caso. Y sin
embargo, se siente uno tan superior al enemigo que no duda ni un
instante de que todo saldrá bien. El espíritu de ataque, la ofensiva, es
lo principal en toda lucha, incluida la aérea. Así debió entenderlo
también nuestro enemigo, y lo pude comprobar enseguida.

Apenas nos vio, viró hacia nosotros y se lanzó al ataque. ¡Oído al
parche! En aquel instante supimos que el baile daba comienzo Nos
juntamos los cinco y dejamos que aquellos caballeros se nos acercaran.
Yo vigilaba para ver si alguno de ellos se separaba del grupo y,
efectivamente, hubo uno tan estúpido que así lo hizo " ¡Te has jugado la
vida, chaval!", le grité, y me fui hacia él. Ya me faltaba poco para
alcanzarle cuando el tío empezó a disparar: estaba nervioso. " ¡Venga,
dispara! ¡A ver si me das!", pensé. Una de sus balas trazadoras [43] me
pasó tan cerquísima que me sentí como debajo de una lluvia de chispas.
No es agradable, pero los ingleses tiran casi exclusivamente de esta
odiosa munición y tienes que acostúmbrate a ello.

Pero el ser humano es sin duda un animal de costumbres, y en aquel
instante creo que me reía. Aunque pronto iba a recibir un buen
escarmiento. Estaba ya muy cerca de él, a unos cien metros. Quité el
seguro a las ametralladoras, le apunté más o menos y pegué unos cuantos
tiros a modo de prueba; funcionaban perfectamente. Nuestro encuentro no
podía retrasarse mucho más, en mi mente ya veía a caer a mi adversario.
La excitación de antes había desaparecido y ahora sólo pensaba con calma
y objetividad en las probabilidades que tenía de derribarle o de ser
derribado.

En general, el combate en si es lo menos emocionante en la mayoría de
los casos, y el que se exalte con ello está cometiendo un error y nunca
conseguirá derribar a nadie. Es cuestión de acostumbrarse. Sea como sea,
estoy seguro de que ese día yo no cometí ningún error. Estaba a tan sólo
cincuenta metros de mi rival, unos buenos tiros y el éxito estaba
asegurado.

Eso iba yo pensando mientras empezaba a disparar, cuando de pronto oí un
fuerte estampido y acto seguido otra gran explosión proveniente del
motor. La cosa estaba clara: me habían dado. O mejor dicho, le habían
dado a mi aeroplano; yo estaba ileso. Enseguida empezó a apestar a
gasolina y noté que mi motor se paraba. El inglés lo supo y comenzó a
disparar con más ahínco. Me vi obligado a abandonar en el acto.

Iba cayendo a plomo. Desconecté el motor instintivamente en el momento
justo. Cuando el depósito de combustible está perforado y la gasolina se
derrama sobre tus piernas, existe un gran peligro de acabar envuelto en
llamas. Delante llevas un motor de más de ciento cincuenta caballos
funcionando al rojo vivo. Una gota de gasolina y el aparato arde como la
yesca. Mientras caía iba dejando una estela blanca en el aire. Sabía lo
que significaba por haberla visto antes en mis enemigos: era la señal
que anunciaba la explosión. Aún estaba a tres mil metros de altitud y me
quedaba un buen trecho para llegar al suelo. Gracias a Dios, el motor se
paró por completo. La velocidad a la que caía el avión no supe
calcularla, aunque tenía que ser muy grande porque no podía asomar la
cabeza sin ser repelido hacia atrás por la fuerza del aire.

Pronto me separé de mi adversario, y mientras caía a tierra aún tuve
tiempo de mirar a mis cuatro hombres, que seguían luchando. Se oía el
continuo chasquido de nuestras ametralladoras y las del enemigo. De
pronto vi brillar una luz como la de un cohete. ¿Una señal del enemigo?
No podía ser era demasiado grande, y crecía. Era un avión en llamas,
pero ¿de quién? A todas luces parecía uno de los nuestros... pero
gracias a Dios resultó ser el de un rival. ¿Quién lo había derribado?
Enseguida vi caer un segundo aeroplano casi a plomo, como yo, girando y
girando; pero de pronto pudo recuperar la estabilidad y comenzó a volar
en mi dirección. Era también un Albatros y debía de haberle sucedido
igual que a mí.

Estaba ya a unos cien metros de altura y tenía que preocuparme de dónde
iba a aterrizar. En aquellas condiciones, de no encontrar un buen lugar
para hacerlo, podría acabar partido en dos, ¡conque precaución! Entonces
descubrí una pradera, no muy grande, pero lo suficiente como para poder
aterrizar si ponía cuidado; además, estaba muy bien situada junto a la
carretera de Hénin-Liétard. Decidí intentarlo allí. Todo salió a pedir
de boca. Mi primer pensamiento fue dónde se había quedado el otro avión
que caía a la par mía, cuando de repente vi que aterrizaba unos
kilómetros más allá. Tuve tiempo de examinar los daños. Varios
proyectiles habían alcanzado mi avión, pero lo que me obligó a
abandonarla pelea fue la bala que atravesó los dos depósitos de
combustible; no había ni gota de gasolina dentro. También el motor
estaba dañado por los disparos. Una lástima, funcionaba muy bien.

Me quedé sentado con las piernas colgando por fuera de la cabina y
probablemente con cara de bobo. En un momento me vi rodeado por cantidad
de soldados. De pronto apareció un oficial. Venía sofocadísimo, muy
alterado; sin duda, algo serio había ocurrido. Se abalanzó hacia mí y
jadeando me preguntó: " ¡¿No le ha pasado a usted nada?! ¡Lo he visto
todo y estoy asustadísimo! ¡Santo Dios, ha sido horrible!". Le aseguré
que no tenía nada, salté del avión y me presenté. Él estaba tan nervioso
que ni escuchó mi nombre, pero se ofreció a llevarme en su coche hasta
Hénin- Liétard, donde estaba acuartelado. Era oficial de Ingenieros.

Íbamos ya en el coche y mi anfitrión aún no estaba tranquilo. De repente
me preguntó asustado: " ¡Dios mío! ¿Y dónde está el que conduce?". Al
principio no entendí lo que quería decir y le miré extrañado. Después
comprendí que me había tomado por el observador de un biplaza y que me
preguntaba por mi piloto. "Vuelo solo", le contesté secamente.

Eso de "el que conduce" está muy mal visto entre aviadores. Un aviador
no conduce, vuela. Obviamente, a ojos de aquel buen caballero fue una
decepción descubrir que yo sólo era el que "conducía" el aparato. La
conversación se tornó desde aquel momento aún más parca. Hasta que
llegamos a su campamento.

Yo todavía llevaba puesta mi sucia y grasienta chaqueta de piel y
alrededor del cuello una gruesa bufanda. Durante el trayecto, el de
ingenieros me había estado mareando con su interminable lista de
preguntas. En general el caballero se hallaba en un estado de agitación
muy superior al mío. Cuando llegamos me obligó a echarme en un sofá, o
al menos lo intentó, argumentando que debía de estar sobrecogido por el
combate. Le aseguré que ya había luchado otras veces en el aire, pero no
le entraba en la cabeza. Se conoce que mi apariencia no debe ser muy
belicosa.

Después de aquella cháchara vino a hacerme la pregunta de marras: " ¿Y
qué, ha tenido usted ya oportunidad de derribar algún avión?". Como dije
antes, mi nombre ni lo había oído siquiera. "Pues sí —le conteste—, de
vez en cuando". " ¿De veras? Entonces supongo que ya habrá derribado al
menos un par de ellos". "Un par no: veinticuatro". Él sonrió, volvió a
repetir la pregunta, y me aclaró que él entendía por derribado sólo
aquel a quien se ha hecho caer a tierra para que allí se quede. Le
aseguré que yo era de la misma opinión. Entonces fue cuando me tomó por
un fanfarrón de marca mayor. Me dejó allí sentado y me dijo que
almorzarían en un hora y que si quería, podía acompañarlos. Acepté su
invitación y me eché a dormir un rato.

Luego fuimos al salón de oficiales. Allí me quité la pelliza. Por suerte
llevaba puesta mi cruz Pour le Mérite a pesar de no vestir mi guerrera,
sino sólo un chaleco. Pedí disculpas por no ir mejor uniformado, y en
esto que mi buen anfitrión se fijó en la condecoración. Se quedó mudo de
asombro y me aseguró que no sabía quién era. Le dije mi nombre otra vez.
Ahora empezaba a enterarse de algo y me confesó que le sonaba mi nombre.
Me ofrecieron ostras y champán, y pasé un rato estupendo hasta que mi
camarada Schäfer44 vino a recogerme en mi coche. Por él supe que Lambert
había hecho otra vez honor a su apodo. Entre nosotros lo llamábamos el
Parabalas, porque en todos los combates acababa con el avión
acribillado. En una ocasión pudimos contarle hasta setenta y cuatro
balazos sin que él resultase herido. Pero esta vez un proyectil le había
pasado de refilón por el pecho y ahora estaba en la cama de un hospital.
Por desgracia, este excelente oficial, que tenía todo lo que se necesita
para ser un Boelcke, murió por la patria como un héroe semanas más
tarde.

Al anochecer supe por mi propio anfitrión en Hénin-Liétard que mis
victorias habían aumentado a veinticinco.


Piezas de aeroplano
///////////////////
(Finales de marzo de 1917)

Todo joven alemán conoce bien el nombre de "Línea Siegfried"45. Durante
los días en que nos retiramos a aquellas posiciones hubo una intensa
actividad en el aire. Aunque el enemigo ya había ido ocupando el
territorio que nosotros íbamos abandonando, el espacio aéreo no se lo
cedimos tan pronto a los ingleses, y de ello se encargaba la Jasta
Boelcke. Sólo con mucha cautela se atrevían los ingleses a abandonar su
guerra de posiciones en el aire.

Por entonces fue cuando nuestro querido príncipe Federico Carlos dio su
vida por la patria.

Durante un vuelo de caza, el teniente Voss 46 de la Jasta Boelcke
derrotó a un rival inglés obligándolo a aterrizar en terreno,
llamémosle, neutral, en tierra de nadie: nosotros ya lo habíamos
abandonado pero los ingleses no lo habían ocupado todavía. Por allí sólo
rondaban algunas pocas patrullas de ambos bandos.

El aparato británico aterrizo entre los dos frentes. El bueno del inglés
creyó que aquella zona ya estaba ocupada por los suyos y que por lo
tanto tenía derecho sobre ella. Pero Voss no pensó lo mismo y decidió
aterrizar al lado de su víctima. Rápidamente desmontó las ametralladoras
del avión de su rival y algunas otras piezas aprovechables y las cargó
en su aeroplano. Encendió entonces una cerilla y prendió fuego al
aparato enemigo. En pocos segundos ardía como una hoguera.

Un minuto después, desde su victorioso aeroplano, Voss saludaba
sonriente a los ingleses, que acudían de todas partes.


Mi primer doblete
/////////////////

El 2 de abril de 1917 fue otro día movido para mi escuadrilla. Desde
donde yo estaba se podía oír bastante bien el continuo cañoneo de la
artillería antiaérea, particularmente violento aquel día [47]

Todavía estaba en la cama cuando de pronto entró mi ayudante gritando: "
¡Mi teniente! ¡Los ingleses ya están aquí!". Medio dormido saqué la
cabeza por la ventana y, efectivamente, allí estaban mis queridos amigos
revoloteando por encima de nuestro campamento. Salté de la cama y me
vestí en un periquete. Mi pájaro escarlata estaba listo para el trabajo
matutino; mis mecánicos sabían de antemano que yo no iba a desperdiciar
una oportunidad tan buena. Todo estaba a punto. Me puse mi pelliza y
despegué.

Había salido el último. Mis muchachos se encontraban mucho más cerca del
enemigo. Temía que se me fuera a escapar mi presa y tuviese que
conformarme con presenciar desde lo lejos cómo los demás luchaban. En
eso pensaba yo cuando de pronto uno de aquellos descarados sujetos
arremetió contra mí; dejé que se me pegara y dio comienzo un divertido
baile entre los dos. Mi adversario lo mismo volaba cabeza abajo que
empezaba a hacer esto o lo otro. Iba en un avión de dos plazas Logré
situarme por encima de él y enseguida supe que no lograría escapar de
mí. Durante un fugaz respiro me di cuenta de que estábamos solos frente
a frente. Quien mejor disparase, más calma tuviese y mejor afrontase el
peligro, ganaría el combate.

No pasó mucho tiempo hasta que, sin haber disparado realmente en serio,
le obligué a descender a unos dos kilómetros del frente. Entonces pensé:
"Este quiere aterrizar"; pero me equivoqué de medio a medio: de pronto,
cuando estuvo a pocos metros del suelo, siguió volando recto y buscó
escapar.

Aquello ya fue demasiado. Entonces volví a atacar, pero volábamos tan
bajo que temí tocar las casas del pueblo que tenía a mis pies. El inglés
peleó hasta el último segundo. Ya casi al final noté que un disparo
había hecho blanco en mi avión, aunque no por eso iba yo a dejarlo en
paz; él tenía que caer, y cayó, por supuesto, a toda velocidad contra un
grupo de casas.

No se podía pedir más. El tipo le echó coraje y se defendió hasta el
último instante; pero, a mi modo de ver, fue una estupidez más por su
parte. En situaciones como estas debes trazar una línea divisoria entre
valor y necedad. Caer, iba a caer de todos modos, pero pagó con la vida
su insensatez.

****

Regresé al campamento muy satisfecho con el funcionamiento de mi pájaro
rojo48 durante aquel trabajo mañanero. Mis camaradas aún estaban en el
aire y se quedaron impresionados cuando, durante el desayuno, les conté
la peripecia con el que sumaba mi número treinta y dos.

Un teniente muy joven había derribado además a su primer enemigo, y
todos estábamos contentos y preparándonos ya para nuevos combates.
Mientras me aseaba vino a visitarme mi buen amigo el teniente Voss.
Estuvimos charlando un rato, el día anterior él había derribado su
número veintitrés. Voss me seguía de cerca y era por entonces mi más
fiero contrincante.

Me dijo que iba a regresar a su campamento en su avión y quise
acompañarlo durante un rato. Dimos un pequeño rodeo sobrevolando el
frente. El tiempo se había puesto bastante feo, así que no esperábamos
tener buena caza.

Las nubes se cerraban densas bajo nosotros. Voss desconocía la región y
empezó a inquietarse. Llegando a Arrás me crucé con mi hermano Lothar,
que servía en mi escuadrilla. Se había separado de sus compañeros y al
vernos se unió también a nosotros. Me había reconocido perfectamente por
el color de mi avión.

De pronto vimos venir de frente una escuadrilla enemiga. Un único
pensamiento cruzó mi mente: "¡El número treinta y tres!". Sin embargo,
aunque los ingleses eran nueve y volaban por su territorio, prefirieron
esquivar el encuentro (al final tendré que pintar mi avión de otro
color). A pesar de todo, aún pudimos darles alcance. Y es que en este
negocio lo principal es tener aviones rápidos.

Yo era quien más cerca estaba del enemigo. Empecé a acosar al más
rezagado de ellos viendo entusiasmado cómo se prestaba para el combate,
y mucho más cuando observé que sus colegas lo dejaban en la estacada.
Ahora él y yo estábamos frente a frente. Parecía la misma clase de
adversario que el de por la mañana. No me lo puso fácil; sabía lo que se
hacía y tenía, sobre todo, una gran puntería (esto lo comprobé más
tarde, muy a mi pesar). Un viento a favor vino en mi ayuda
arrastrándonos a los dos hacia las líneas alemanas. Entonces mi rival
empezó a comprender que la cosa no era tan fácil como él la había
imaginado, y se dejó caer en picado sobre una espesa nube y desapareció
en ella.

Casi fue su salvación. Me dejé caer detrás de él, yendo a salir por
debajo de la nube —no puede uno andarse con miramientos—; y lo que es la
suerte: me encontré como por arte de magia justo detrás de mi
adversario. Yo disparé y él disparó, aunque si ningún resultado. Pero al
final le di. Me di cuenta por la estela de humo blanco que iba dejando
su avión. Su motor se paró por completo y ya no le quedaba otra que
aterrizar.

Pero aquel tipo era obstinado. Le costaba reconocer que había perdido la
partida y, aunque dejó de disparar porque sabía que si seguía haciéndolo
yo podría matarle fácilmente por la diferencia de altura, se defendió de
todos modos. Igual que su compatriota de por la mañana. Hasta que pudo
aterrizar.

Di un rodeo y luego volé sobre él, apenas a diez metros de altura, para
enterarme de si lo había matado o seguía vivo.

¿Y qué dirían ustedes que hizo entonces aquel tío? Pues agarró su
ametralladora y me recibió con una ducha de plomo, agujereándome todo el
avión.

Más tarde, Voss me dijo que si a él le hubiese ocurrido algo parecido
habría matado a tiros al inglés aun estando ya en tierra. Y en realidad
así tenía que haberlo hecho yo, porque mi rival todavía no se había
rendido. Fue, por cierto, uno de los pocos afortunados que han logrado
escapar de mí con vida. Luego volé feliz a casa y celebré mi victoria
número treinta y tres.


Un día bien aprovechado
///////////////////////

Estábamos en el aeródromo, hacía un tiempo magnífico. Había venido a
visitarme un caballero que jamás había visto un combate aéreo ni nada
que se le pareciese y que, según me dijo, le interesaba muchísimo llegar
a presenciar una pelea de perros.

Nos montamos en nuestros aparatos riéndonos de lo lindo mientras Schäfer
decía: " ¡Vamos a ver si le podemos dar ese gusto!". Le prestamos al
caballero unos prismáticos y arrancamos los motores.

El día empezó bien. Estábamos apenas a dos mil metros de altura cuando
una primera escuadrilla inglesa de cinco aviones vino a cruzarse con
nosotros. Atacamos como una carga de caballería y la escuadrilla enemiga
cayó destruida a tierra. Entre los nuestros no hubo ni siquiera heridos.
Los adversarios, dos incendiados y tres derribados, se estrellaron del
lado de las líneas alemanas.

Al aterrizar nos encontramos al buen hombre con los prismáticos en la
mano y preso del más profundo desconcierto. Se había imaginado todo
aquello de una forma muy distinta, mucho más dramática. Nos dijo que la
cosa se había visto de lo más inofensiva hasta que algunos aviones
cayeron ardiendo como cohetes. Yo me he ido acostumbrando a ver caer al
enemigo, pero he de confesar que es algo que impacta; tanto que a veces
aún sueño con el instante en que vi a mi primer inglés precipitarse al
vacío. Sin embargo, si hoy volviera a presenciar aquello, creo que no me
parecería tan terrible como me pareció entonces.

Conforme avanzó la mañana nos sentamos a disfrutar de un abundante
desayuno. Teníamos un hambre canina. Entretanto, nuestros aeroplanos
eran puestos a punto y se les reponía munición. Después volvimos a
salir. Al atardecer pudimos redactar con orgullo el siguiente informe:
"Trece aparatos enemigos destruidos por seis aviones alemanes".

La Jasta Boelcke sólo pudo redactar un informe similar en una ocasión y
entonces sólo fueron ocho los aviones derribados. Ahora uno solo de
nosotros se había llevado a cuatro enemigos por delante. Fue el teniente
Wolff 49, que aunque delgaducho y de aspecto débil, por su apariencia
nadie podría creer que fuese tan valiente campeón. Mi hermano había
derribado dos; Schäfer, dos; Festner 50, dos; y yo, tres.

Por la noche nos metimos en nuestros camastros, henchidos de orgullo,
pero también terriblemente cansados.

Al día siguiente leímos con gran regocijo nuestra hazaña en el parte
militar. Pues bien: durante esa jornada derribamos ocho más.

****

Un día ocurrió una cosa muy graciosa: pudimos hablar con un inglés al
que derribamos e hicimos prisionero. Naturalmente, el inglés preguntó
por el aeroplano rojo. Incluso a las tropas de las trincheras no les
resulta desconocido; lo llaman "le diable rouge"51. En la escuadrilla
del inglés circulaba la historia de que el avión rojo iba pilotado por
una muchacha, una especie de Juana de Arco. Cuando le dije al amigo que
la supuesta chica- piloto estaba justo delante de él, se quedó de una
pieza. Al parecer no había tenido intención de gastarme ninguna broma.
En realidad estaba convencido de que sólo una muchacha podía volar en
aquel extravagante avión pintado de rojo.


Moritz
//////

El animal más bonito del mundo es mi perro Moritz, un dogo alemán. Se lo
compré a un belga por cinco marcos en Ostende. Su madre era un animal
precioso, y aunque su padre no era de la misma casta, era, a fin de
cuentas, un perro de raza; estoy convencido. Pude escoger entre varios
cuando lo compré y escogí al más bonito. Zeumer se compró otro y le puso
por nombre Max. Max tuvo un repentino final bajo las ruedas de un coche,
pero Moritz goza de una salud inmejorable. Duerme conmigo en mi cama y
está muy bien educado. Desde Ostende me ha seguido paso a paso por todos
los lugares que he recorrido y le he cogido mucho cariño. De un mes para
otro, Moritz ha ido creciendo más y más, y ha pasado de ser un perrillo
faldero a convertirse en un animal grandísimo.

Una vez hasta lo llevé conmigo en mi aeroplano, él fue mi primer
"observador". Durante el vuelo se portó muy sensatamente y miraba
embelesado el mundo desde arriba. Mis mecánicos fueron los únicos que
gruñeron después por haber tenido que limpiar alguna cosa desagradable
del interior del avión. Pero a Moritz se le veía muy contento.

Ya tiene más de un año y sigue siendo tan juguetón como un cachorro de
meses. Juega incluso al billar... destrozando bolas y paños, claro está.
Tiene también gran pasión por la caza, para contento de mis mecánicos, a
los que les suele traer con frecuencia alguna liebre que otra.

Sólo tiene una mala costumbre: le encanta perseguir aviones mientras
despegan. Lo natural es que perro que se dedique a semejante deporte,
muera destrozado por una hélice. En cierta ocasión el muy majadero salió
corriendo directo hacia un avión que arrancaba. La hélice lo alcanzó y
ésta quedó inservible. Moritz aullaba terriblemente, pero así se cumplió
una tradición que hasta entonces yo había dejado pasar. Siempre fui
reacio a eso de cortarle las orejas al perro; bueno, pues de una de
ellas ya se había encargado la hélice.

La belleza nunca fue algo extraordinario en mi Moritz, pero ahora, con
una oreja cortada y la otra gacha, tampoco está tan mal. Si no tuviera
el rabo enroscado, aún podría pasar por un genuino dogo alemán.

Moritz se ha dado perfecta cuenta de que estamos en guerra mundial y de
quiénes son nuestros enemigos. Cuando en el verano de 1916 vio a los
primeros rusos —nuestro tren había parado y bajé con Moritz a dar un
paseo— empezó a ladrarles y a correr tras ellos. Tampoco quiere mucho a
los franceses, a pesar de ser belga. En una ocasión, mientras nos
instalábamos en Francia, ordené que limpiaran y arreglaran nuestro nuevo
alojamiento. Cuando volví por la noche los franceses encargados de la
limpieza no habían hecho nada; los llamé muy enfadado. Apenas se
aceraron a la puerta, Moritz les saludó de un modo muy poco cariñoso.
Entonces supe por qué no habían arreglado le château52.


Los ingleses bombardean nuestro aeródromo
/////////////////////////////////////////

Las noches de luna llena son ideales para volar. Nuestros queridos
ingleses estuvieron especialmente atareados durante las noches de luna
llena del mes de abril; preparaban la ofensiva de Arrás. Debieron
descubrir que teníamos un amplio y bonito aeródromo en Douai y que nos
habíamos instalado allí en plan casero.

Una noche estábamos en el salón de oficiales y el teléfono empezó a
sonar: "¡Vienen los ingleses!", nos comunicaron. Naturalmente, se formó
un gran jaleo. Teníamos donde refugiarnos, nuestro eficiente Simon ya lo
había previsto (Simon es el jefe de construcciones de campaña); así que
bajamos todos de golpe al refugio y empezamos a oír, al principio muy
apagado y después más potente, el ruido de los aviones enemigos. Los
reflectores de la artillería antiaérea comenzaron lucir y a barrer el
cielo. El primer aparato estaba aún demasiado lejos como para
dispararle. Todo aquello nos divertía muchísimo. Nuestro único temor era
que al final los ingleses no encontrasen el aeródromo; no resulta
sencillo durante la noche, especialmente cuando un campamento no está
situado en las proximidades de ninguna carretera, río o línea de
ferrocarril, puntos de referencia básicos para orientarse a oscuras.

En fin, aquel inglés debía de volar muy alto. Primero dio un rodeo por
la zona, y cuando ya todos pensábamos que habría elegido otro objetivo,
comprendimos de repente que en realidad había parado el motor y empezaba
a descender " ¡Ahora sí que va en serio!", exclamó Wolff.

Nosotros llevábamos encima dos carabinas y empezamos a dispararle. No
podíamos verlo, pero al menos pegar tiros nos calmaba los nervios. En
esto que uno de nuestros focos lo alcanzó de lleno y entonces todos en
el campamento nos quedamos boquiabiertos: era un aparato viejísimo;
reconocimos el modelo perfectamente53. Estaba apenas a un kilómetro de
distancia. Volaba directo hacia nosotros, cada vez más bajo, hasta que
no estuvo a más de cien metros del suelo. Entonces el inglés arrancó
otra vez el motor y vino flechado hacia nosotros. " ¡Gracias a Dios que
ha elegido el otro lado del campamento!", exclamó Wolff; y no había
terminado de decir esto cuando cayó la primera bomba, a la que siguió
todo un reguero.

Eran bonitos los fuegos artificiales que el tío aquel nos regalaba, pero
sólo un gallina podría asustarse con aquello. En mi opinión, lanzar
bombas durante la noche sólo tiene efecto en la moral de la tropa, y
para uno que se caga de miedo somos muchos los que nos quedamos tan
tranquilos.

Nos lo pasamos muy bien con aquella visita y opinamos que los ingleses
deberían repetirla más a menudo. Nuestro amigo de cola enrejada había
soltado las bombas desde unos cincuenta metros de altura, una auténtica
desfachatez. A cincuenta metros me apuesto yo a que no fallo un tiro ni
contra un jabalí, incluso en una noche de luna llena. ¿Por qué iba a
fallar entonces contra un inglés? Hubiese sido toda una novedad derribar
a un adversario desde abajo. Desde arriba ya había tenido el honor
muchas veces, pero nunca lo había intentado desde el suelo.

Cuando el inglés se marchó volvimos al cuartel y planeamos cómo recibir
a aquellos caraduras la próxima noche que se presentasen. Al día
siguiente nuestros muchachos trabajaron con gran diligencia. Estuvieron
ocupados clavando unos postes en las inmediaciones del cuartel y del
barracón de oficiales. Aquellos postes iban a servir para instalar unas
ametralladoras procedentes de aviones enemigos derribados. En realidad
estábamos impacientes por saber qué sucedería la siguiente noche. No
quiero desvelar el número de ametralladoras que improvisamos, sólo diré
que eran suficientes; cada uno de mis hombres iba a estar armado con uno
de esos artilugios.

Estábamos de vuelta en el salón. Hablábamos sobre los raids nocturnos.
De repente alguien entró gritando: " ¡Ya vienen!, ¡ya vienen!", y
desapareció al instante tal y como vino, a medio vestir. Todos corrimos
enseguida hacia las ametralladoras.

Algunos soldados que eran buenos tiradores nos acompañaron. Los demás
iban con carabinas. Sea como fuere, nuestra escuadrilla estaba armada
hasta los dientes y preparada para darle la bienvenida a aquellos
caballeros.

El primero de ellos llegó de la misma forma que la noche anterior,
volando a gran altitud para luego descender hasta los cincuenta metros.
Entonces vimos con enorme satisfacción que se dirigía sin titubear hacia
nuestros barracones. Un reflector consiguió enfocarlo; estaba a escasos
trescientos metros de nosotros. Uno de los nuestros abrió fuego y al
momento todos le seguimos. Ninguna ofensiva podía estar mejor
contrarrestada que aquella: el enemigo volaba ahora a cincuenta metros
de altura y era recibido con fuego nutrido. Él no podía oír el restallar
de nuestras ametralladoras porque se lo impedía el ruido de su motor,
pero en cambio sí que veía los fogonazos de cada arma que disparábamos
contra él. Así que pensé que ese tipo era un valiente por no tratar de
esquivamos y seguir, adelante con su plan. Volaba impasible hacia
nosotros. Justo en el momento en que pasaba sobre nuestras cabezas
bajamos de un salto a los refugios, porque terminar aplastado por una
simple bomba resulta una muerte un tanto bochornosa para un aviador.

Apenas hubo pasado, nos lanzamos de nuevo a las ametralladoras y
seguimos cargando contra él. Schäfer gritó muy convencido: " ¡Le he
dado!". Schäfer dispara muy bien pero aquella vez no le creí, todos
teníamos las mismas probabilidades de haberle dado.

Al inglés conseguimos incordiarle lo suficiente como para que soltara
las bombas de mala manera y sin ton ni son. Y aunque uno de los
proyectiles cayó cerca de mi "petit rouge", no le causó ningún daño.
Este jaleo se repitió varias veces más en la misma noche.

Luego, mientras dormía profundamente, creí oír en sueños el cañoneo de
la artillería antiaérea. Me desperté y descubrí que el sueño era
realidad. Un enemigo pasó sobre mi cuarto, tan bajo, tan bajo, que de
puro miedo metí la cabeza bajo las sábanas. Enseguida oí una terrible
explosión muy cerca de mi ventana y al instante los cristales saltaron
en mil pedazos. Salí corriendo en camisón para coger mi ametralladora y
ponerme a disparar, pero cuando llegué los demás ya lo estaban friendo a
tiros. Fue una lástima que me hubiera quedado dormido.

A la mañana siguiente nos quedamos sorprendidos, y encantados, cuando
supimos que habíamos derribado nada menos que a tres ingleses desde
tierra. Aterrizaron no muy lejos de nuestro aeródromo y fueron hechos
prisioneros. Sus motores estaban destrozados y se vieron obligados a
aterrizar en líneas alemanas, así que tal vez Schäfer no estuviera del
todo equivocado. Nosotros estábamos muy satisfechos de nuestro éxito,
pero los ingleses parecían no estarlo tanto, porque optaron por no
volver a atacar nuestro campamento en los días siguientes. Un pena; nos
habíamos divertido mucho gracias a ellos. ¡Tal vez vuelvan el mes que
viene!


Schäfer salva el pellejo
////////////////////////

Durante la tarde del 20 de abril efectuamos un vuelo de caza rutinario.
Regresamos muy tarde al campamento y Schäfer se descarrió por el camino.

Todo el mundo quería llegar al aeródromo antes de que oscureciera.
Dieron las nueve, dieron las diez y Schäfer no aparecía. Era imposible
que aún le quedase gasolina y por lo tanto tenía que haber aterrizado
forzosamente en algún sitio. Nadie quería creer que pudiera haber sido
derribado, pero en nuestro interior todos lo temíamos. La red telefónica
funcionaba sin cesar preguntando si se sabía dónde había aterrizado un
aviador. Nadie pudo damos información al respecto. Ninguna división ni
ninguna brigada lo había visto. Pasamos por momentos de penosa
incertidumbre. Al final nos fuimos todos a dormir con la esperanza de
que lo encontrarían. A las dos de la madrugada me despertaron
inesperadamente y el telefonista me dijo muy contento: "Schäfer está
bien y pide que vayan a recogerlo".

A la mañana siguiente, en el desayuno, la puerta se abrió de repente y
allí estaba mi valiente piloto, tan sucio y andrajoso como podría
estarlo un soldado de infantería tras catorce días combatiendo en Arrás.
Lo recibimos con hurras y abrazos. Schäfer estaba eufórico y se moría
por contarnos su aventura. Traía un hambre canina y después de desayunar
nos refirió, más o menos, lo siguiente:

"Iba yo hacia el campamento siguiendo la línea del frente cuando vi un
avión enemigo volando a muy baja altura; le ataco, lo derribo y pienso
enseguida en darme la vuelta porque desde las trincheras los ingleses
parecían querer reventarme. Mi salvación fue la velocidad de mi
aeroplano, claro; esos tíos olvidaban que si querían darme debían
apuntar antes de que yo pasara. Me encontraba a unos doscientos metros
de altura y os aseguro que se me descompuso el cuerpo por razones
obvias: de repente algo impacto contra mi avión y el motor se detuvo.
Tenía que aterrizar como fuera, pero ¿seguía aún sobre las líneas
enemigas? Esa era la cuestión. Entretanto los ingleses se habían
percatado del asunto y comenzaron a dispararme frenéticamente.

Podía oír cada tiro porque mi motor no funcionaba y la hélice había
dejado de girar. En fin, la situación era embarazosa. Ya casi estaba
abajo. Aterricé. Mi avión aún seguía rodando cuando, desde las afueras
de Monchy, un pueblo cerca de Arrás, empezaron a dispararme con
ametralladoras. Las balas impactaban contra el aeroplano. Saltar del
avión y arrastrarme hasta un hoyo de granada fue todo uno Allí tirado
traté de situarme, a ver dónde estaba. Poco a poco me di cuenta de que
había rebasado la maldita línea de avance enemiga, pero que aún estaba
demasiado cerca de ella. Gracias a Dios, la noche se echaba encima. Eso
iba a ser mi salvación.

"No pasó mucho hasta que comenzaron a caer las primeras granadas.
Naturalmente, eran granadas de gas, y como os podéis figurar yo no
llevaba máscara alguna. Me lloraban los ojos de un modo atroz. Los
ingleses seguían disparando en la penumbra, apuntándome con sus
ametralladoras, una hacia donde había aterrizado el avión y otra al hoyo
donde estaba metido. Las balas pasaban sobre mi cabeza. Con idea de
calmar los nervios me encendí un pitillo; luego me quite la pelliza y me
preparé para dar el salto y escapar de allí. ¡Cada minuto parecía un
siglo!

"Lentamente se hizo de noche. A mi alrededor correteaban las perdices.
Como cazador, supe enseguida que si ellas estaban ahí tan tranquilas era
porque no había peligro de ser sorprendido en mi escondrijo. Eso pensaba
yo cuando de repente vi que un par de ellas salían volando y luego las
demás las seguían. El peligro estaba cerca. Al parecer se trataba de una
patrulla que quería darme las buenas noches. Era hora de poner pies en
polvorosa. Me fui arrastrando como pude por entre hoyos y socavones.
Tras hora y media con el pecho contra el suelo, llegué a donde estaban
los primeros hombres.

¿Eran ingleses o alemanes? Se fueron acercando y casi abrazo a uno de
ellos al reconocerlo como uno de los nuestros. Eran de una patrulla
clandestina que rondaba de un lado a otro en tierra de nadie. Uno de los
hombres me llevó hasta su jefe y allí me enteré de que esa tarde había
aterrizado yo a sólo cincuenta pasos de la primera línea enemiga, y que
nuestra infantería me había dado por perdido. Lo primero que hice fue
cenar abundantemente y luego proseguí mi marcha hacia la retaguardia.

"Por allí el fuego enemigo era mucho más nutrido que en la primera línea
del frente. Cada camino, cada trinchera, cada galería, cada arbusto,
cada barranco... Todo estaba bajo fuego enemigo. A la mañana siguiente
atacaron los ingleses, o sea, que durante la tarde de mi accidente
habían comenzado preparar la artillería. En fin, mal día había elegido
yo para meterme en aventuras. A las dos de la madrugada logré encontrar
un teléfono y lo demás ya lo sabéis".

Todos nos sentíamos felices de tener de nuevo entre nosotros a nuestro
querido amigo. Schäfer se fue a la cama sin más. Cualquier otro habría
renunciado al placer de volar en misión de caza por lo menos durante
veinticuatro horas, pero aquella misma tarde Schäfer se subió a su avión
y derribo un aparato enemigo que volaba a poca altura sobre Monchy.


El escuadrón "anti-Richthofen"
//////////////////////////////
(25 de abril de 1917)

Bien, a los ingleses se les había ocurrido una genial idea: o
capturarme, o derribarme. Con ese propósito habían organizado un
escuadrón especial que volaba exclusivamente en el área donde nosotros
operábamos 54[. Todo esto lo supimos por el hecho de que atacaban
especialmente a nuestros aviones rojos.

Debo aclarar que habíamos pintado del mismo rojo chillón todos los
aparatos de nuestra escuadrilla, pues para nuestros amigos no era ningún
secreto que yo volaba en un avión rojo de combate. Pero ahora todos
nosotros volábamos en el mismo avión y me imaginé la cara que pondrían
esos ingleses al reconocer a lo lejos, no sólo un aeroplano rojo, sino
toda una docena. Aunque esto no les impidió intentar atacamos. A mí me
pareció perfecto: es preferible que los clientes vengan a uno, a que uno
tenga que ir a buscarlos.

Volábamos por el frente con la esperanza de encontramos con nuestros
enemigos. Unos veinte minutos después llegaron los primeros y,
efectivamente, nos atacaron de lleno. Era algo que hacía mucho que no
nos pasaba. Los ingleses habían contenido en parte su célebre espíritu
ofensivo, quizás porque les salía demasiado caro. Venían en tres cazas
SPAD 55], unas máquinas excelentes; pero el hábito no hace al monje.
Juntos volábamos Wolff, mi hermano y yo. Tres contra tres, era lo justo.

De inmediato el espíritu ofensivo del enemigo se volvió defensivo; ya
teníamos la sartén por el mango. Me fui directo hacia mi rival y aún
pude ver muy rápidamente como Wolff y mi hermano hacían lo mismo, cada
cual con uno de los otros dos tipos. Arrancó entonces el baile de
costumbre, volando en círculos unos detrás de otros. Un viento a favor
nos ayudaba arrastrándonos más allá del frente, rumbo a Alemania.

El mío fue el primero en caer; acerté de lleno en su motor, creo. En
todo caso, mi rival decidió aterrizar al instante. Pero como ya no
perdono, lo ataqué por segunda vez y entonces su avión se hizo añicos.
Las alas se desprendieron como hojas de papel, cada una por un lado, y
el fuselaje cayó silbando a tierra como un meteorito en llamas. Fue a
hundirse en un pantano de donde no se le pudo sacar. Nunca supe el
nombre del adversario contra el que luché, desapareció para siempre. Los
restos incendiados de la cola de su avión indicaban dónde fue a
enterrarse por sí mismo.

Mientras tanto, Wolff y mi hermano acosaban a sus rivales y los
obligaban a aterrizar no muy lejos de donde había caído el mío.

Volvimos a casa muy satisfechos y deseando que el escuadrón "anti-
Richthofen" nos visitase más a menudo.


Nuestro "viejo" viene a visitarnos
//////////////////////////////////

El 29 de abril era el día en que nuestro viejo iba a venir a visitar a
sus dos hijos. Mi padre es gobernador militar de un pequeño pueblo cerca
de Lille, así que estábamos relativamente cerca. Durante mis vuelos he
pasado muchas veces sobre su casa. Mi padre tenía intención de llegar
con el tren de las nueve. A las nueve y media estaba ya en nuestro
aeródromo. Acabábamos de regresar de un vuelo de caza y mi hermano fue
el primero en saltar del avión y saludar al viejo tal que así: " ¡Buenos
días, padre! ¡Acabo de derribar a un inglés!". Al instante bajé yo del
mío y le solté más o menos lo mismo: " ¡Hola, papá! ¡Acabo de derribar a
un inglés!". A nuestro viejo aquel recibimiento le pareció muy
divertido, se sentía feliz, sólo había que verlo.

Además, no es uno de esos padres que andan siempre temiendo por sus
hijos. Él mismo se metería de buena gana en un chisme de estos y se
pondría a pegar tiros, o al menos eso creo. Tomamos el desayuno con él y
luego salimos a hacer otro vuelo.

Mientras desayunábamos tuvo lugar un combate aéreo sobre nuestro
campamento. Mi padre lo observaba con interés. Se trataba de una sección
inglesa que había irrumpido en nuestra zona y estaba siendo perseguida
por algunos aviones de reconocimiento alemanes. De pronto uno de los
aeroplanos cayó dando vueltas y luego recuperó la estabilidad y comenzó
a descender planeando sin más. Lamentablemente, se trataba de un avión
alemán. Los ingleses pasaron de largo. El aparato alemán parecía estar
averiado, pero bajo control, e intentó aterrizar en nuestro aeródromo.
El sitio era pequeño para un armatoste tan grande y al piloto no le era
familiar él terreno. El aterrizaje no fue precisamente suave. Corrimos
todos hacia el avión y descubrimos con tristeza que uno de los ocupantes
el tirador, había muerto. Aquel espectáculo era algo nuevo para mi padre
y le causó una gran impresión.

****

El día se nos presentaba favorable, el tiempo era radiante y se oía el
constante retumbar de las baterías antiaéreas, indicio de que la
actividad en los cielos debía ser frenética. A mediodía despegamos de
nuevo. Esa vez también tuve suerte y derribé a mi segundo inglés de la
jornada. Esto le devolvió a nuestro viejo el buen humor. Después de
almorzar nos echamos una siestecita que nos sentó de maravilla.
Entretanto, Wolff y su grupo habían estado ocupados con el enemigo. Él
mismo se había despachado a uno y Schäfer a otro. Por la tarde mi
hermano y yo nos lanzamos a los aires otras dos veces más, junto a
Schäfer, Festner y Allmenröder [56].

El primer vuelo resultó infructuoso, pero en el segundo nos fue mejor.
No llevábamos mucho tiempo sobrevolando el frente cuando vimos venir una
escuadrilla enemiga. Por desgracia volaban a mayor altura que nosotros,
así que no podíamos hacer nada. Intentamos alcanzar su cota sin éxito y
tuvimos que desistir [57].

Volábamos a lo largo del frente, mi hermano pegado a mí y los dos
delante del resto de la patrulla. A lo lejos vi dibujados dos aviones
del servicio de infantería enemiga; volaban con total descaro, muy cerca
de nuestras líneas. Hice una señal a mi hermano y enseguida nos
entendimos. Aumentamos la velocidad a la vez. Nos sentíamos seguros a
pesar de la presencia enemiga y, ante todo, confiábamos plenamente el
uno en el otro; eso era lo más importante. Mi hermano fue el primero en
acercarse a ellos, se pegó al que tenía más cerca y yo me fui hacia el
otro. Todavía me pude volver rápidamente para asegurarme de que no
existía un tercer adversario rondando por las cercanías. Estábamos
solos. Cara a cara. Pronto le busqué el punto débil a mi rival, disparé
algunas ráfagas y el aparato cayó abatido.

Nunca tuve un combate más breve.

86



Cuando todavía estaba ocupado en observar dónde caían los restos de su
avión, eché un vistazo a mi hermano: él seguía en plena lucha apenas a
quinientos metros de mí.

Tuve tiempo de observar con atención el espectáculo y he de confesar que
yo no lo hubiera hecho mejor. Mi hermano también había sorprendido a su
enemigo y volaban ya el uno tras el otro. De repente el aparato inglés
se encabritó —señal de que le había acertado de lleno, de que el piloto
había recibido un balazo en la cabeza o algo parecido—, las alas se le
desprendieron y cayó a plomo a tierra, muy cerca de donde mi víctima. Me
dirigí hacia donde estaba mi hermano y le felicité con un gesto; mejor
dicho, nos felicitamos mutuamente. Estábamos satisfechos y proseguimos
nuestro vuelo. Es bonito poder volar así con un hermano.

Mientras tanto, el resto de nuestra patrulla había ido llegando al
escenario del combate y contemplaban el espectáculo que ofrecíamos los
dos hermanos. Nuestros colegas no debían ayudamos, pues un aviador tiene
que enfrentarse por sí solo a su adversario; los demás han de limitarse
a estar atentos y a cubrirte las espaldas para que no te sorprendan por
la retaguardia.

Seguimos volando y ascendimos a mayor altitud, ya que se habían reunido
por allí algunos miembros del "club anti-Richthofen". Les era fácil
reconocernos, el sol de poniente relucía en nuestros aviones y realzaba
su color rojo vivo. Cerramos filas sabiendo que nuestros amigos veían a
lo mismo que nosotros. Volvían a estar a mayor altitud una vez más, así
que teníamos que esperar a que ellos nos atacasen. Volaban en sus
célebres triplanos y SPAD, máquinas muy modernas, pero la clave no está
en el avión, sino en el tipo que va dentro; y aquellos ingleses ladraban
pero no mordían. Los retamos a luchar, lo mismo sobre sus posiciones que
sobre las nuestras, pero no aceptaron. ¿Para qué diantres alardean de
tener una escuadrilla especial para acabar conmigo si después se
acobardan? [58]

Por fin uno de ellos le echó coraje y se lanzó de pronto sobre el último
de nuestro grupo. El reto fue aceptado, por supuesto, aun siendo
desfavorable para nosotros, pues quien vuela más alto lleva ventaja.
Pero negocios son negocios y el cliente manda.

Dimos todos la vuelta y el inglés, al ver la maniobra, intentó abandonar
de inmediato, pero el combate ya había empezado. Otro inglés intentó el
mismo truco de caer sobre mí y entonces lo saludé con una salva de mis
dos ametralladoras. Al parecer no le gustó. Intentó esquivarme dejándose
caer en picado y aquello fue su perdición, porque ahora era yo quien
estaba arriba. Avión que vuele por debajo de mí, especialmente en líneas
alemanas, puede darse por vencido; y más si es un caza, que no puede
disparar hacia atrás. Mi rival pilotaba una máquina excelente y muy
rápida, pero no iba a conseguir llegar a sus líneas. Comencé a
dispararle cuando sobrevolábamos Lens, pero todavía estaba a demasiada
distancia como para darle; era una artimaña para agobiarlo. Picó el
anzuelo y empezó a hacer curvas intentando escapar, pero eso me dio
ventaja porque se redujo un poco la distancia entre nosotros. Volví a
hacer lo mismo dos y hasta tres veces más, y en cada ocasión mi amigo
entraba al trapo. Poco a poco fui acercándome más y más, casi podía
dispararle a bocajarro. Estaba a menos de cincuenta metros.

Apunté con precisión, esperé un instante... y entonces apreté el
gatillo. Escuché el ruido de las balas al penetrar en su depósito de
gasolina, luego saltó una llamarada y mi buen lord desapareció en el
abismo.

Este fue para mí el cuarto inglés del día. Mi hermano había derribado
dos. Al parecer le habíamos brindado un buen espectáculo a nuestro
viejo, y nuestra alegría era inmensa.

Por la noche tuve el gusto de convidar a algunos caballeros, entre ellos
a mi buen amigo Wedel, que casualmente también andaba por allí. En fin,
que todo había salido a pedir de boca. Dos hermanos habíamos derribado
juntos seis aviones ingleses en un solo día. Nada menos que una sección
enemiga completa.

Creo que a los ingleses no les caemos muy simpáticos.


De vuelta a casa
////////////////

Cincuenta aviones derribados está bien, pero cincuenta y dos está mejor;
así que aquel día me apunté los dos que aún no me habían reconocido,
aunque fuera contra las normas.

En realidad me habían dicho que como mucho llegaría a derribar cuarenta
y uno. ¿Que por qué cuarenta y uno? Porque cuarenta fueron los
derribados por Boelcke, era el récord a batir; pero precisamente por eso
quería evitar esa cifra a toda costa. Yo no vuelo para cazar récords, y
en el cuerpo de aviación a nadie se le pasa por la cabeza esa palabra.
Aquí no hacemos otra cosa que cumplir con nuestra obligación. Boelcke
habría derribado un centenar de aviones de no haber sido por aquel fatal
accidente, y como él muchos otros camaradas también habrían logrado más
victorias si la muerte no se hubiera interpuesto de repente en sus
caminos.

De todas formas, pensar en medio centenar de victorias confirmadas le
devuelve a uno la sonrisa. Había conseguido que al menos me reconocieran
cincuenta aparatos derribados antes de que me dieran vacaciones59.
Esperemos que aún pueda celebrar otros cincuenta.

Aquella misma noche sonó el teléfono. La llamada era nada menos que del
Cuartel General del Káiser; querían hablar conmigo. Me pareció muy
gracioso andar ya tan relacionado con el "gran barracón" del Ejército.
Entre otras cosas me dieron la noticia de que su majestad había
expresado el deseo de conocerme personalmente y cuándo iba a ser el día
de la entrevista: el 2 de mayo. Pero esto sucedía el 30 de abril a las
nueve de la noche. En tren me hubiera resultado imposible llegar a
tiempo60 para satisfacer el deseo del Comandante supremo del Ejército,
así que decidí hacer el viaje en avión (cosa, por otra parte, mucho más
interesante). Partimos a la mañana siguiente, pero no en "le petit
rouge", sino en un avión grande de dos plazas.

Yo me senté atrás. Llevaba los mandos el teniente Krefft 61, uno de los
muchachos de mi escuadrilla. A él también le habían dado unos días de
permiso y le vino de maravilla ser mi piloto, así llegaba antes a su
casa. La partida fue algo precipitada. Lo único que cogí antes de
subirme al avión fue mi cepillo de dientes, así que me iba a tener que
presentar en el Cuartel General con el mismo uniforme que llevaba
puesto. Pero en la guerra un soldado no tiene ropa bonita ni uniformes
lujosos, y menos yo, que no había salido del frente hasta ese momento.

Del mando de la escuadrilla se quedó a cargo mi hermano. Mi despedida
fue breve porque esperaba retomar pronto la actividad con mis queridos
amigos. La ruta que íbamos a seguir era la siguiente; Lieja, Namur,
Aquisgrán y Colonia. Fue maravilloso navegar por el aire, al menos una
vez, sin pensamientos destructivos. El tiempo era magnífico, hacía mucho
que no teníamos un día tan bueno. Pronto dejamos de ver globos cautivos.
El rudo fragor de la batalla de Arrás se oía cada vez más lejos. Bajo
nosotros todo era paz y tranquilidad. Buques de vapor navegando, un tren
expreso al que dimos alcance, el viento a nuestro favor, la tierra
perfecta y llana como un edredón hecho de retales... Las hermosas
montañas del Mosa parecían no existir, el sol caía a plomo sobre ellas y
ni siquiera veíamos sus sombras; sólo sabíamos que existían... pero con
un poco de imaginación, uno podía hasta sentir la frescura de sus
desfiladeros.

Era casi mediodía y se nos había hecho un poco tarde. Un manto de nubes
se extendía ahora bajo nosotros ocultando completamente el suelo. Nos
tuvimos que orientar con ayuda del sol y de una brújula. Nos íbamos
acercando a Holanda, pero no nos gustaba aquel rumbo. Optamos por dar la
vuelta y bajar a tierra. Atravesamos las nubes y pudimos ver que
estábamos justo sobre Namur, así que seguimos volando hacia Aquisgrán.
Luego dejamos Aquisgrán a la izquierda y llegamos a Colonia para la hora
de comer. El buen humor reinaba en nuestro aeroplano. Ante nosotros
teníamos unas largas vacaciones y un tiempo estupendo, y habíamos
conseguido nuestro objetivo: llegar al menos a Colonia. Con esto
teníamos la seguridad de que, aunque ocurriese algún pequeño
contratiempo, podríamos estar en el Cuartel General con puntualidad.

Habían dado aviso por telégrafo de nuestra llegada a Colonia y allí nos
brindaron un caluroso recibimiento. El día anterior se había publicado
en los periódicos la noticia de mi victoria número cincuenta y dos.
Volar durante tres horas seguidas le acaba machacando a uno la cabeza,
así que después de comer me eché un sueñecito. Luego proseguimos nuestro
viaje hacia el Cuartel General del Káiser.

Salimos de Colonia volando durante un buen rato sobre el Rin. Conocía el
trayecto por haberlo recorrido antes en barco, en coche y en tren; ahora
me tocaba hacerlo en aeroplano. ¿Cuál es la mejor forma? Es difícil de
decir. Es cierto que los detalles del paisaje se contemplan mejor desde
el vapor, pero la perspectiva general desde un avión no es tan mala. El
Rin también tiene un encanto especial desde arriba. No volábamos muy
alto para no perder por completo la vista de los montes, porque eso es
posiblemente lo más bonito a orillas del Rin, la enormes colinas
boscosas, los castillos, etcétera. Naturalmente, las casas familiares no
las podíamos ver bien. Es una lástima que no se pueda volar despacio,
pues de poderse lo hubiéramos hecho a la menor velocidad posible.

Por desgracia, esos hermosos paisajes desaparecían de nuestra vista muy
deprisa. Cuando vuelas a mucha altitud no tienes la impresión de avanzar
tan rápido. En coche o en tren parece que vayas a velocidades enormes y,
sin embargo, en aeroplano siempre parece que vas lento, hasta que bajas
a cierta altura. Entonces puedes apreciar la velocidad a la que te
mueves cuando dejas de mirar a tierra por cinco minutos y después
quieres volver a orientarte; de pronto la imagen que tenías en la cabeza
ha cambiado totalmente. Lo que estaba antes a tus pies aparece ahora en
un rincón y es imposible reconocerlo. Por eso es tan fácil desorientarse
si deja uno de prestar atención aunque sólo sea por un momento.

Al atardecer llegamos por fin al Cuartel General del Káiser, donde nos
recibieron afectuosamente algunos conocidos míos que trabajaban allí, en
el "gran barracón". En realidad esos chupatintas me dan lástima, se
pierden casi toda la diversión de la guerra.

Primero me presenté ante el comandante general de la Fuerza Aérea62. A
la mañana siguiente llegó el gran momento, cuando debería presentarme
ante Hindenburg y Ludendorff. Tuve que esperar un buen rato, y la verdad
es que ahora me resulta difícil precisar cómo fue el encuentro. Primero
me presenté ante Hindenburg y después ante Ludendorff.

Resultó emocionante estar en el lugar donde se decide el destino del
mundo. Me sentí muy satisfecho de haber cumplido con el "gran barracón"
una vez acabó todo. A mediodía estaba invitado a almorzar con su
majestad; ese día era además mi cumpleaños. No sé quién pudo contárselo
a su majestad, el caso es que me felicitó personalmente, una vez por mis
victorias y otra por mis veinticinco años. Incluso me sorprendió con un
pequeño regalo. Nunca pude imaginar que celebraría mi veinticinco
cumpleaños sentado a la derecha de Hindenburg y siendo mencionado en el
brindis por el Gran Mariscal.

FELICITACIÓN DEL KÁISER 30 de abril de 1917

Al capitán de Caballería, Barón von Richthofen. Escuadrilla de aviones
de caza "Richthofen" Por A. O. K. G.

Acaba de anunciárseme que hoy fuisteis vencedor por quincuagésima vez en
la lucha aérea.

Por tan brillante resultado he de expresaros mi más cordial felicitación
y mi más sincero agradecimiento.

La Patria, de quien merecisteis gratitud, admira a su valiente aviador.

Dios guíe siempre vuestros pasos en lo porvenir.

Guillermo I. R.

****

Al día siguiente fui invitado a almorzar en Homburg con su majestad la
Emperatriz. Mientras almorzábamos, su majestad me obsequió con otro
regalo de cumpleaños, y más tarde tuve el placer de demostrarle cómo se
arrancaba un aeroplano. Por la noche me invitaron a cenar de nuevo con
el mariscal Von Hindenburg.

Al día siguiente fui volando a Friburgo para una cacería. En Friburgo me
subí a un avión que iba a Berlín. En Núremberg paramos a repostar
gasolina y allí se desencadenó una tormenta. A mí me corría prisa llegar
pronto, un montón de asuntos más o menos interesantes me esperaban en
Berlín, así que mi piloto y yo decidimos volar a pesar de la tormenta.
Me lo pasé bien atravesando nubes con aquel cochino tiempo; el agua caía
a cántaros y de vez en cuando hasta granizaba, tanto, que la hélice
tenía después el aspecto de una sierra63. Desafortunadamente, me
distrajo tanto el mal tiempo que olvidé por completo ir mirando por
dónde iba. Cuando quise volver a orientarme no tenía ni idea de dónde
estaba. ¡Maldita la gracia! ¡Perderme en mi país natal! Me tenía que
pasar precisamente a mí... ¡Lo que iban a disfrutar en casa cuando lo
supieran! La cosa ya no tenía remedio y yo seguía sin saber dónde
diantres estaba. Había volado a baja altura, había sido arrastrado por
un fuerte vendaval y hasta me había salido del mapa. Ahora tendría que
ingeniármelas con el sol y la brújula para improvisar un rumbo hacia
Berlín. Ciudades, pueblos, ríos, bosques... todo pasaba corriendo bajo
mis pies y yo no reconocía nada. Comparaba la carta de ruta con el
paraje, pero en balde. Todo era distinto y no había manera posible de
reconocer la región. Como más tarde pude comprobar, era imposible que
reconociese nada en el mapa porque volaba a cien kilómetros de donde
miraba.

Después de dos horas de vuelo, mi piloto y yo decidimos hacer un
aterrizaje de emergencia. Esto es siempre algo desagradable, porque no
hay aeródromo que valga, no sabes cómo es la superficie del terreno y si
una rueda entrase en un agujero, adiós aeroplano. Antes que nada,
tratamos de leer el cartel de la estación de ferrocarril que
sobrevolábamos, pero el nombre estaba escrito en letra tan pequeña que
no hubo manera. Así que, sintiéndolo en el alma, no nos quedó más
remedio que intentar aterrizar.

Para ello escogimos una pradera que desde lejos tenía muy buen
aspecto... ¡y a la aventura! Pero por desgracia la praderita no resultó
ser tan bonita de cerca, lo pudimos comprobar cuando las ruedas del
avión salieron volando. ¡Menudo exitazo! ¡Primero nos perdíamos y luego
rompíamos el tren de aterrizaje! En definitiva, tuvimos que continuar el
viaje a casa utilizando un medio de transporte más ordinario: el tren.
Más lentos, pero más seguros, llegamos de esta forma a Berlín. Resultó
que habíamos "aterrizado" en las cercanías de Leipzig, y si no
hubiéramos hecho aquella tontería, habríamos llegado a la capital
perfectamente. Pero cuanto mejor lo quiere hacer uno, peor le sale.

Días después llegué en tren a Swidnica, la ciudad donde crecí. A pesar
de que eran las siete de la mañana había mucha gente esperándome en la
estación y me recibieron con entusiasmo. Por la tarde me hicieron varios
homenajes, uno incluso por parte de los jóvenes alemanes de la
Jugendwehr [64] y pude sentir que a mi ciudad le importaba el destino de
sus hijos en la guerra.


Mi hermano
//////////

No llevaba ni ocho días de permiso cuando recibí el siguiente telegrama:
"Lothar herido. No es grave". Eso era todo. Informes posteriores
revelaron que lo que le ocurrió fue debido a otra imprudencia de las
suyas. Iba volando con Allmenröder cuando divisó bastante lejos y a muy
poca altura a un solitario englishman65. Era uno de esos aviadores de
infantería que se arrastran sobre nuestras tropas molestándolas cuanto
pueden (ahora bien, está por ver si consiguen algo práctico con ese
mariposeo). Mi hermano estaría a unos dos mil metros de altitud y el
inglés a unos mil. Entonces Lothar se dejó caer en picado y en pocos
segundos ya estaba pegado a él, pero el inglés prefirió evitar la pelea
y desapareció en lo profundo haciendo exactamente lo mismo. Mi hermano,
sin pensárselo dos veces, se tiró detrás; le importaba un diablo si
estaba en campo enemigo o no. Sólo pensaba en una cosa: derribar a aquel
tipo. Y esa es la actitud correcta, sin duda. Yo también actúo así de
vez en cuando, pero a mi hermano no le divierte el asunto si no consigue
al menos una victoria en cada vuelo. En fin, estaban luchando muy cerca
del suelo, Lothar logró pillar bien a su adversario y lo cosió a tiros.
El inglés cayó a plomo a tierra y la cosa, al parecer, había terminado.

Después un combate así, especialmente a tan baja altitud, en donde has
volado de frente, a la derecha, a la izquierda y a la vez en todas
direcciones, los simples mortales no tenemos la más remota idea de dónde
estamos. Además, aquel día estaba brumoso y hacía un tiempo
especialmente desfavorable. Al final mi hermano se reorientó y descubrió
se había adentrado un buen trecho en el frente enemigo. Estaba detrás de
las crestas de Vimy, que se elevan cien metros sobre el resto de la
región. Mi hermano desapareció tras aquellas cumbres, o por lo menos así
lo aseguraban quienes lo vieron desde tierra.

Volver a casa sobrevolando territorio enemigo no es desde luego de las
experiencias más placenteras que se puedan imaginar. Es imposible hacer
nada para evitar que lo tiroteen a uno desde tierra, aunque rara vez
aciertan. Sin embargo, mi hermano se iba aproximando a nuestras líneas
volando a tan escasa altura que podía escuchar cada tiro que le hacían.

Cuando disparan los soldados de infantería, el ruido que se oye es
parecido al que hacen las castañas en el fuego.

De pronto sintió el mordisco de una bala. Lothar es de esas personas que
no pueden ver la sangre, y menos aún la suya propia; la de otro no le
causa tanta impresión. Mi hermano sintió un dolor agudo en la cadera y
empezó a notar cómo le corría un líquido caliente por la pierna derecha.
Desde abajo siguieron cargando contra él durante un rato, hasta que poco
a poco fue dejando de oír disparos. Volaba ya sobre nuestro frente, pero
tenía que darse prisa porque las fuerzas lo abandonaban. Entonces vio a
sus pies un bosque y cerca una pradera, y decidió aterrizar en ella.
Cortó el encendido, el motor se detuvo y en ese mismo instante perdió el
conocimiento.

Mi hermano volaba en un avión monoplaza, nadie podía ayudarle a
aterrizar. Cómo llegó a tierra es sencillamente un milagro. Ningún avión
puede despegar y aterrizar por sí solo. No obstante, una vez me contaron
que en Colonia un viejo Taube [66] fue arrancado por el mecánico y
despegó por si sólo justo cuando iba a subirse el piloto, dio una vuelta
por el aire y después de cinco minutos, aterrizó. Muchas personas
aseguran haberlo visto tal cual. Yo no lo he visto, pero estoy
firmemente convencido de que es cierto. Mi hermano no volaba en un Taube
de esos, pero el caso es que, a pesar de todo, consiguió aterrizar y no
se hizo nada. Fue trasladado al hospital de Douai y una vez allí
recuperó el conocimiento.

Es una sensación muy extraña la que se experimenta al ver a un hermano
en plena pelea de perros. Una vez vi cómo Lothar, yendo algo rezagado de
nuestra escuadrilla, fue sorprendido por un inglés. Le hubiera sido
fácil evitar la lucha, no tenía más que dejarse caer... ¡Pero mi hermano
es incapaz de hacer algo así! Yo creo que ni se le pasa por la
imaginación el escapar. Por fortuna estuve a la expectativa y lo vi
todo. El inglés se abalanzó sobre él y le empujaba hacia abajo cargando
sin parar.

Mi hermano trató de alcanzar su misma altitud sin importarle si el
enemigo le disparaba o no. De repente vi que el avión amarillo y rojo de
Lothar picaba dando vueltas hacia abajo, y no parecía que fuese a posta,
sino que se trataba de una caída en toda regla. No fue una escena
agradable de presenciar para un hermano, pero me he tenido que ir
acostumbrando a ello porque Lothar emplea muy a menudo esta estratagema.
Efectivamente, aquella vez, cuando mi hermano comprendió que el inglés
se mantenía siempre a mayor altura, decidió simular haber sido
derribado. El inglés se tiró tras él, mi hermano recuperó la estabilidad
de pronto y en un abrir y cerrar de ojos estaba por encima de su rival.
El inglés no consiguió rehacerse tan rápido y mi hermano tuvo tiempo de
dispararle a placer. Un segundo más tarde las llamas salían del aparato
enemigo y el avión caía incendiado sin salvación posible.

Una vez estuve cerca de un tanque de gasolina que ardía después de haber
explotado. Desprendía un calor tan sofocante que era imposible situarse
a menos de diez pasos de él. Puede uno imaginarse entonces lo que debe
ser estar a unos pocos centímetros de un depósito con cien litros de
gasolina que explota y cuyas llamas son repelidas por la hélice hacia la
cara del piloto. Creo que tienes que perder el conocimiento al instante,
y cuanto antes mejor.

Aunque de vez en cuando suceden cosas realmente increíbles. Por ejemplo,
una vez vi un avión inglés caer al suelo envuelto en llamas. El aparato
empezó a arder cuando estaba a unos quinientos metros. Al llegar a
nuestro campamento nos enteramos de que uno de los ocupantes había
saltado del avión justo antes de estrellarse, desde unos cincuenta
metros de altura. Se trataba del observador. ¡Cincuenta metros de
altura! Hay que pensar despacio lo que esto significa [67]. La torre de
la iglesia más alta de Berlín mide más o menos eso, y si alguien saltase
desde ella, puede uno imaginarse cómo llegaría abajo. La mayoría nos
desnucaríamos con sólo tirarnos desde la primera planta de un edificio.
Bueno, pues este valiente saltó de su avión incendiado desde cincuenta
metros de altura cuando aquel llevaba por lo menos un minuto ardiendo, y
no se rompió nada más que una pierna, y después hasta relataba la
peripecia porque tampoco perdió el sentido.

Otra vez derribé un biplaza inglés cuyo pilotó había recibió un balazo
mortal en la cabeza. El aparato caía sin gobierno, aplomo, desde tres
mil metros y sin ninguna posibilidad de recuperar la estabilidad. Un
rato después descendí planeando sobre el lugar y no vi más que un montón
de escombros. Luego me quedé asombrado al saber que el observador sólo
había sufrido un traumatismo en la cabeza, y no grave. ¡Un poco de
suerte es lo que hay que tener!

Boelcke derribó en una ocasión un Nieuport y el avión cayó a tierra como
una piedra. Yo mismo lo vi. Luego fuimos a husmear y lo encontramos
clavado hasta la mitad en el barro. El ocupante, un piloto de combate,
había recibido un balazo en el estómago, pero como consecuencia del
choque contra el suelo sólo se había dislocado un brazo. Ese tampoco
murió.

Aunque del otro lado tenemos lo que le ocurrió a un amigo mío cuando una
de las ruedas de su aeroplano se le metió en una madriguera mientras
aterrizaba. El avión ya no llevaba velocidad apenas, pero entonces se
encabritó, se rehízo, vaciló, no se supo de qué forma iba a caer. Al
final terminó boca abajo y el pobre muchacho se rompió el cuello.

****

Mi hermano Lothar es teniente de Dragones [68]. Antes de la guerra
estuvo en la escuela militar, ascendió a oficial al estallar la
contienda y la empezó, como yo, sirviendo en la Caballería. Es poco
amigo de hablar de sí mismo y yo apenas sé nada de sus heroicidades. Tan
sólo he podido conocer la siguiente historia: Era el invierno de 1914,
su regimiento se hallaba en una de las orillas del Varta y los rusos al
otro lado del río. Nadie sabía si el enemigo avanzaba o se retiraba. Las
aguas estaban heladas por las orillas, el paso era difícil y los puentes
habían sido destruidos de antemano por los rusos. Entonces mi hermano se
tiró al agua, nadó hasta el otro lado, comprobó la posición de los rusos
y cruzó el río de vuelta. Todo esto en mitad del crudísimo invierno ruso
y a varios grados bajo cero. Su ropa se congeló a los pocos minutos
pero, según él, dentro de ella se estaba caliente. En esas condiciones
montó a caballo el resto del día hasta que por la noche llegó a su
campamento. Ni siquiera agarró un constipado.

Durante el invierno de 1915 le insistí en que se pasara a la aviación.
Empezó de observador, como yo. Un año después ya era piloto. Ser
observador es una buena escuela para convertirse en piloto de combate.
En marzo de 1917 aprobó su tercer examen y enseguida fue destinado a mi
escuadrilla.

Lothar era todavía un piloto muy joven e inexperto que ni en sueños
pensaba en hacer esos loopings ni demás acrobacias, y que se daba por
satisfecho con sólo despegar y aterrizar correctamente. Después de
catorce días me lo llevé a volar contra el enemigo y le ordené que fuese
pegado a mí para que se fijara bien cómo se hacían las cosas. Al tercer
vuelo juntos, de repente se separó de mí, se lanzó contra un aviador
inglés y lo mató. Mi corazón saltó de alegría. Pero aquello fue una
prueba más del poco arte que hace falta para derribar aviones. Después
de la técnica el elemento clave es la personalidad, o mejor dicho, la
actitud de la persona ante lo que se hace. Yo no soy ningún Pégoud69, ni
quiero serlo. Soy sólo un soldado que cumple con su deber.

Cuatro semanas más tarde mi hermano había derribado veintiún ingleses.
Este debe haber sido el único caso en la aviación militar en que un
piloto derribe a su primer adversario a los catorce días de haber salido
de la escuela de vuelo, y cuatro semanas después haya sumado otros
veinte. Su vigésimo segundo oponente fue el famoso capitán Ball 70, el
mejor aviador inglés del momento, con diferencia. Al célebre comandante
Hawker le había dado yo pasaporte algunos meses antes. Me hizo muy feliz
que fuera precisamente mi hermano quien despachase al segundo campeón de
Inglaterra.

El capitán Ball pilotaba un triplano [71] cuando se cruzó con Lothar,
que volaba solo por el frente. Cada uno intentaba atrapar al otro, pero
ninguno de los dos se dejaba; ocurrió durante un brevísimo encuentro, se
revolvían constantemente procurando sin éxito colocarse detrás del
contrario. De pronto cruzaron unas buenas ráfagas, volaban muy rápido y
de frente, y se dispararon apuntando a los motores. Las probabilidades
hacer blanco eran escasas, iban al doble de la velocidad normal. Era
improbable que cualquiera de los dos acertara. Mi hermano, que volaba un
poco más bajo, levantó demasiado su avión y perdió estabilidad, dando la
voltereta hacia atrás. Su aeroplano estuvo unos instantes sin gobierno.
Pronto recuperó el control y descubrió que los disparos de su adversario
le habían perforado los dos tanques de gasolina. ¡A cortar encendido o
el chisme saldría ardiendo! No le quedaba otra que aterrizar. Lo
siguiente en que pensó fue dónde chantres estaba su rival. En el momento
en que su avión daba la voltereta pudo ver como el del inglés se
encabritaba y hacia lo mismo. Así que no podía andar muy lejos. Echó un
vistazo: por encima de él no estaba, pero al mirar abajo vio cómo el
triplano caía y caía dando vueltas hacia el suelo. Luego se estrelló.
Era territorio nuestro.

Ambos contrincantes se habían dado mutuamente durante el brevísimo
instante en que sus ametralladoras se cruzaron. En el mismo segundo en
que las balas le perforaban los depósitos a mi hermano, una bala entraba
en la cabeza del capitán Ball. El inglés llevaba consigo varias
fotografías y algunos recortes de prensa de su país en los que hablaban
de él encomiándole. Al parecer, hacía poco que había estado allí de
permiso. En tiempos de Boelcke, el capitán Ball ya había destruido
treinta y seis aparatos alemanes. Él también era uno de los grandes y no
fue casualidad que encontrase una muerte tan heroica.

El capitán Ball debió ser sin duda el líder del escuadrón
"anti-Richthofen". Después de esto me temo que se les hayan quitado las
ganas de perseguirme. Sería una lástima, porque íbamos a perder unas
oportunidades preciosas de cazar ingleses.

Si mi hermano no hubiese sido herido el 13 de mayo, creo que a mi
regreso también le hubieran dado vacaciones por haber llegado a derribar
cincuenta y dos [72], como yo.


Lothar, un "tirador" y no un "cazador"
//////////////////////////////////////

Mi padre distingue entre el "cazador" y el "tirador", a quien sólo le
divierte disparar.

Yo soy un cazador; cuando he abatido a un inglés mi pasión por la caza
se calma por lo menos durante un cuarto de hora. Por esta razón no
derribo generalmente dos aviones enemigos seguidos; cuando cae uno, ya
me siento satisfecho. No fue hasta mucho después cuando logré
acostumbrarme a actuar como un tirador.

Mi hermano es diferente. Tuve ocasión de comprobarlo cuando derribó a su
cuarto y quinto rival. Atacábamos a una escuadrilla enemiga. Yo me lancé
primero y acabé pronto con mi adversario. Me volví y vi a mi hermano
cargando contra un avión inglés del que al instante surgió una llamarada
y le explotó el motor. Al lado de aquel volaba otro enemigo. Lothar hizo
con éste segundo lo mismo que con el primero, que aún no había llegado
al suelo: le apuntó con sus ametralladoras y empezó a dispararle sin
tregua. Esta también fue una pelea corta.

Ya en casa me preguntó orgulloso: "¿Cuántos has derribado tú?". Le
contesté que uno. Él se dio media vuelta y mientras se alejaba me dijo:
"Yo dos". Le mandé a buscarlos para que averiguara los nombres de
aquellos tíos y demás detalles. A última hora de la tarde regresó con el
nombre y el paradero de uno sólo de ellos.

Sus pesquisas fueron infructuosas, cosa normal en los tiradores de su
clase. Hasta el día siguiente no nos confirmaron las tropas dónde había
caído el otro. Que habían sido dos, todos lo habíamos visto.


A la caza del bisonte
/////////////////////

Durante mi visita al Cuartel General del Káiser me encontré con el
príncipe de Pless [73] y me invitó a ir a cazar un bisonte en sus
tierras. Al bisonte europeo también se le conoce popularmente como uro,
un toro salvaje. El uro se extinguió y el bisonte va por el mismo
camino. En todo el mundo hay sólo dos lugares donde se pueden encontrar
bisontes: uno está en Pless y otro en el bosque de Bialowieza, la
reserva de caza del que hasta hace poco fuera zar de Rusia [74]. El
bosque de Bialowieza también ha sufrido las terribles consecuencias la
guerra. Muchos bravos bisontes que en otra situación hubieran muerto
dignamente por un disparo del zar, han acabado devorados por los
soldados.

La gentileza del príncipe me iba a dar la oportunidad de cazar un animal
tan raro; en una generación estos animales se habrán extinguido. Llegué
a la estación de Pless la tarde del 26 de mayo. Nada más bajarme del
tren salí corriendo para poder ir a cazar un bisonte antes de que cayera
la noche. Recorrimos la carretera que cruza la gigante reserva natural
del príncipe y pudimos ver algunos ciervos asomando sus hermosas
cornamentas. Casi una hora después me bajé del coche para seguir media
hora más a pie hasta llegar a mi puesto de caza. La gente estaba ya en
su sitio y esperaban que sonase la señal para comenzar la batida. Me
aposté en un lugar elevado desde donde su majestad, según me dijo el
guardabosques, había cazado en otras ocasiones más de un bisonte.
Esperamos mucho, mucho rato. De repente vi moverse entre los árboles un
monstruo negro y gigantesco. Lo vi antes incluso que el guardabosques.
Él venía hacia mí y yo estaba listo para disparar. Sentía la emoción de
la caza. Era un toro magnífico. De pronto, a unos doscientos metros, se
detuvo. Estaba demasiado lejos. Hubiera podido darle, por supuesto, es
casi imposible no acertar a una cosa tan grande; pero cobrarse la pieza
resultaría luego muy engorroso. Además, de haber fallado, habría hecho
el ridículo. Así que decidí esperar hasta que se acercara un poco más.
Luego pareció que el animal hubiese sentido algún ruido extraño y de
repente se volvió y salió corriendo a una velocidad que uno nunca
hubiera imaginado en un bicho de esos. En un instante había desaparecido
entre los densos abetos del bosque. Le oí resoplar y piafar el suelo. Lo
perdí de vista. No tengo ni idea de si me había olido o no. En cualquier
caso, se había ido. Luego lo vi otra vez muy a lo lejos. Se me había
escapado.

No sé si fue el extraño aspecto del animal, o Dios sabe qué. El caso es
que en el momento en que el toro se aproximaba, sentí la misma
excitación, la misma sensación febril ante la presa, que se apodera de
mí cuando estoy en mi avión, veo a un inglés y aún tengo que volar cinco
minutos hasta darle alcance. La única diferencia es que el inglés se
defiende. Si no me hubiera apostado en ese lugar elevado del suelo,
quién sabe si no habría experimentado otros sentimientos.

No pasó mucho tiempo hasta que apareció un segundo bisonte. Era también
un bicho imponente y eso me ponía las cosas más fáciles. Esperé hasta
que estuvo a unos cien metros y se mostró en toda su enormidad. Le
disparé y le di un tiro en el lomo. Hindenburg me había dicho un mes
antes: "Hay que llevar bastantes cartuchos encima. Yo he llegado a
gastar media docena, estos bichos no mueren así como así. Su corazón se
encuentra tan profundo que la mayoría de las veces ni lo rozas". Y era
cierto. Su corazón, a pesar de que yo sabía exactamente donde estaba, no
lo había tocado. Tuve que repetir. Un segundo disparo, un tercero y la
bestia cayó herida a cincuenta pasos de mí.

Cinco minutos después el monstruo estaba muerto. La cometa sonó
indicando el fin de la batida. Las tres balas le habían entrado justo
por encima del corazón. Tres buenos tiros.

****

Cuando nos marchamos, vimos a nuestro paso por la reserva el maravilloso
pabellón de caza del príncipe donde todos los años sus invitados acuden
a cazar ciervos en la época de celo. Luego visitamos el palacio de los
Promnitz. Está situado como en una península, en un paraje hermosísimo a
cinco kilómetros de cualquier signo de presencia humana.

Uno no tiene la sensación de pisar un coto de caza ordinario cuando
visita los dominios del príncipe de Pless. Cuatrocientas mil hectáreas
son una reserva natural entera. Allí viven magníficos ciervos que jamás
se dejan ver, ni siquiera por el guardabosques, y que son cazados de
cuando en cuando durante la época de apareamiento. Se podría rastrear
durante semanas sin conseguir ver un solo bisonte. Durante ciertas
épocas del año es imposible encontrar uno. Viven en secreto y pueden
esconderse en lo más recóndito de esa inmensa selva de bosque y
matorral. Nosotros aún pudimos ver algún que otro ciervo de gran
cornamenta y algún que otro magnífico muflón. Después de dos horas
estábamos de vuelta en Pless, justo antes de que cayera la noche.


Aviadores de infantería, artillería y exploración
/////////////////////////////////////////////////

De no haberme hecho piloto de caza, creo que hubiera elegido ser piloto
de Infantería. Se experimenta una gran satisfacción prestando ayuda
directa a las tropas en apuros. El piloto de infantería realiza una
labor muy meritoria. Durante la batalla de Arrás pude observar cómo
estos competentes colegas, hiciera el tiempo que hiciera, volaban a
poquísima altura sobre el enemigo, facilitando los movimientos de
nuestras tropas que tan duramente luchaban.

Entiendo perfectamente que uno pueda apasionarse y hasta gritar ¡hurra!,
al ver a nuestros soldados desde arriba saltar de las trincheras y
lanzarse cuerpo a cuerpo contra las masas enemigas. Algunas veces,
después de un vuelo de caza, he terminado disparando los cargadores que
me quedaban contra las trincheras enemigas. No es una gran ayuda, pero
sé que levanta la moral de los nuestros.

También he volado como aviador de artillería. Para mí fue algo nuevo lo
de dirigir nuestros cañones usando la telegrafía sin hilos, pero para
eso se necesita un talento especial que yo no tengo. Prefiero combatir.
Para volar en la Artillería lo suyo es pertenecer a esta misma arma y
poseer los conocimientos especiales oportunos.

En Rusia hice vuelos regulares de exploración durante nuestros avances.
Allí fui otra vez de la Caballería y me sentía como si echara a volar en
un Pegaso de acero. Aquellos días con Holck en el frente oriental están
entre mis mejores recuerdos. Pero parece ser que ya no se realizarán por
ese lado más avances.

En occidente el piloto de reconocimiento ve algo totalmente distinto a
lo que está acostumbrado a ver "el ojo de la Caballería". Los pueblos y
las ciudades, las líneas de ferrocarril y las carreteras, ofrecen desde
el aire un aspecto tan desolado que parece como si nadie anduviera por
aquellos lugares, aunque existe un enorme tráfico oculto con gran
habilidad a los ojos del aviador. Sólo una vista muy, muy entrenada
puede llegar a observar algo desde las vertiginosas alturas. Yo tengo
buena vista, pero dudo que exista alguien que pueda reconocer claramente
alguna cosa en una carretera desde cinco mil metros de altura. Uno
necesita entonces de algo más que los ojos, y ese algo es la cámara
fotográfica. Entonces sacas fotos de todo lo que crees que puede ser
importante, además de lo que te han ordenado fotografiar, claro. Pero
luego llegas al campamento y si la película se ha velado o las fotos no
han salido bien, has hecho el vuelo en balde.

Algunas veces el piloto de reconocimiento se ve arrastrado al combate;
sin embargo, su misión está antes que cualquier pelea. Hay ocasiones en
que una foto es más importante que derribar una escuadrilla entera, por
lo que en la mayoría de los casos estos aviadores no toman parte en la
lucha. Actualmente resulta una tarea difícil realizar buenas
exploraciones en el frente occidental.


Nuestros aeroplanos
///////////////////

Como todo el mundo supondrá, nuestros aviones han ido evolucionando en
el transcurso de la guerra. La mayor diferencia que existe es la que hay
entre el aeroplano gigante y el avión de caza.

El avión de caza es pequeño, rápido, ágil; tan ligero que no lleva nada
consigo, sólo las ametralladoras y sus cargadores.

El avión gigante es un coloso creado para llevar todo el peso que pueda
mientras surca grandes distancias. Vale la pena fijarse en un modelo
inglés que capturamos después de que aterrizara en nuestro territorio
[75]. Arrastra una barbaridad de peso, tres mil o cinco mil kilos no son
nada para él. Sus tanques de gasolina son como vagones de tren
mismamente. En una cosa tan grande uno no tiene ya la sensación de estar
volando, más bien parece como que se mueve por tierra; y el vuelo
tampoco depende ya del instinto del aviador, sino de los instrumentos
técnicos.

Estas aeronaves tienen un montón de caballos. El número no lo sé
exactamente, pero deben ser varios miles. Cuantos más, mejor. No es
imposible que algún día podamos llevar a divisiones enteras en cosas de
estas. Hasta puedes pasear por dentro de su fuselaje. En una esquina
lleva algo increíble: un aparato de radiotelegrafía con el que pueden
comunicar perfectamente con tierra durante el vuelo. En la otra esquina
cuelgan los famosos "salamis", las bombas que tanto temen los de abajo.
Bocas de ametralladoras salen apuntado por todas partes. Es una
fortaleza aérea en toda regla. Las alas están unidas por enormes
tirantes y parecen como galerías de columnas.

No es que me entusiasmen mucho estos gigantes precisamente. Los veo
espantosos, nada deportivos, aburridos y terriblemente torpes. Para mí
tiene mucho más atractivo un avión como "le petit rouge". Con uno así da
igual que vueles de espaldas, de cabeza o de lado; cualquiera que sea la
tontería, se vuela igual que un pájaro. La única diferencia es que no
vuelas impulsado por unas alas como lo hace el halcón, sino por un motor
de combustión interna. Creo que vamos a llegar tan lejos que algún día
podremos comprar por dos marcos trajes de vuelo en los que nos meteremos
y subiremos al espacio. En un extremo tendrán un motorcillo con una
pequeña hélice, los brazos los meteremos donde las alas y las piernas
donde la cola; luego daremos un salto para despegar... y a surcar los
aires como pájaros.

Sí, seguro que te ríes, apreciado lector, y yo también me río; pero que
se rían nuestros hijos, eso aún está por ver. También nos hubiéramos
reído si alguien hubiese dicho hace cincuenta años que íbamos a poder
cruzar Berlín por el aire. Todavía recuerdo la expectación que causo el
zepelín cuando sobrevoló por primera vez la ciudad en 1910, y ya ningún
berlinés alza la vista cuando una de esas cosas pasa rugiendo por el
cielo.

Además de estas gigantescas aeronaves y de los pequeños aviones de
combate, existen también otros muchos tipos de todos los tamaños.
Estamos muy, muy lejos del fin de las invenciones. ¡Quién sabe qué
emplearemos dentro de poco para adentramos en el azulado éter!

A MODO DE EPÍLOGO

Hasta aquí el relato que el Barón Rojo hizo de sus hazañas. Tras dos
meses de permiso Richthofen pudo volver al frente. El 6 de julio de
1917, mientras perseguía desde cierta distancia a un avión de
reconocimiento enemigo, una bala perdida fue a rebotar contra su cabeza.
La bala lo paralizó y lo dejó ciego durante unos segundos, pero aún pudo
aterrizar antes de perder el conocimiento.

Richthofen terminó de escribir estas crónicas durante los veinte días
que duró su convalecencia en el hospital militar no [76] en Courtrai,
Bélgica. Por entonces el joven Manfred era ya un toda una celebridad,
alguien similar a una estrella actual del rock o del deporte (El avión
rojo de combate se publicó en vida del autor y pocos días antes de su
muerte salía de imprenta otro texto suyo, un cuaderno de tácticas de
combate para pilotos). No había casa en Alemania que no tuviera una foto
de él, ni soldado que no guardase en el bolsillo de su guerrera una de
las estampas que la sección de propaganda repartía entre las tropas. Los
pilotos de combate eran los nuevos héroes, una insólita raza de jóvenes
que luchaban en el cielo a bordo de máquinas antes nunca vistas; y
Richthofen el mejor de todos ellos. El Albatros D.III fue su arma
principal y durante los últimos y sombríos meses de su vida, el triplano
Fokker Dr. I, él avión con el que se convirtió en leyenda.

Tras el accidente el carácter de Richthofen cambió. En tierra se volvió
taciturno y distante, y en el aire, temerario. Era un Richthofen muy
distinto al que escribió estas páginas. Después de cada combate se
sentía mal y se encerraba sin querer ver a nadie. Nunca se recuperaría
por completo de la herida en la cabeza, pero seguiría volando y
acumulando victorias. Un informe del doctor Henning Allmers publicado en
1999 en la revista médica The Lancet, hablaba de la relación existente
entre las secuelas de su herida de bala y ese brusco cambio de conducta
que le arrastraría a la muerte. También el neuropsicólogo Thomas L.
Hyatt afirmaba en un estudio publicado en 2004 en la revista Humans
Factors and Aerospace Safety, que Richthofen sufría "una “fijación” por
la osadía típica de una lesión del lóbulo cerebral delantero".

Manfred se convirtió en un aviador melancólico y temerario que ya ni
siquiera respetaba las reglas fundamentales del combate aéreo. En una
ocasión había escrito a su madre y le hablaba de una muerte "luchando y
volando hasta la última gota de sangre, la última gota de combustible,
el último latido del corazón y el último rugido del motor. Una muerte
gloriosa a la salud de [sus] colegas, amigos y enemigos".

El 21 de abril de 1918, un agotado Richthofen con ochenta victorias a
sus espaldas perseguía a un adversario inexperto sobre las líneas
enemigas. El as alemán comenzó a volar a muy baja altura, situándose
peligrosamente al alcance de la artillería de tierra.

En dos semanas hubiera cumplido veintiséis años. Sus adversarios lo iban
a enterrar con todos los honores. Una bala le atravesó el corazón y lo
hizo inmortal.


APÉNDICE "Les petits rouges"
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(Los aviones del Barón Rojo)


Autor
/////

MANFRED VON RICHTHOFEN, nació el 2 de mayo de 1892 en Breslavia, capital
de Silesia, (hoy Wroclaw, en Polonia). Fue el mayor de tres hermanos y
gran aficionado a los deportes, especialmente la caza y la equitación y
estaba especialmente dotado para los deportes.

Al principio de la guerra luchó como oficial de caballería, donde
consiguió la Cruz de Hierro de segunda y de primera clase. Pronto pidió
el traslado al Cuerpo Aéreo del Imperio Alemán (Die Fliegertruppen des
deutschen Kaiserreiches) en cuya academia no destacó especialmente. Fue
destinado como observador hasta que Oswald Boelke, héroe del momento, lo
eligió para volar en su escuadrilla.

Acabo convirtiéndose en un héroe y dirigiendo su propia jasta hasta que
el 21 de abril de 1918, sobrevolando el frente del Somme, entablo
combate con un Sopwith Camel y fue derribado no se sabe muy bien por
quién. Los aliados, a pesar de ser uno de los mejores pilotos alemanes,
le dieron un completo funeral militar incluso con salvas de honor.

Se le confirmaron 80 derribos y a pesar de las controversias con dicho
número, desatadas en estudios posteriores a la guerra sigue siendo el
piloto de ambos bandos con mayor número de victorias.

1

Soldados de caballería ligera armados de lanza. (Todas las notas son del
editor).

Tropas de caballería al servicio de la casa real.

3

La máxima condecoración militar durante el Imperio Alemán, una Cruz de
Malta de color azul con águilas entre los brazos y las palabras "Pour le
Mérite" en la cruz. Tenía carácter elitista y aristocrático, y origen
civil, al mérito en artes y ciencias. Fue abolida en 1918 tras la
abdicación del káiser Guillermo II.

4 Intermedio. En italiano en el original.

5 "Se fueron". En francés en el original.

6 Richthofen se burla de los soldados franceses, cuyo llamativo
uniforme, azul y rojo, les resultó fatídico durante los primeros meses
de la guerra.

7 Se refiere a los primeros parques de atracciones de Estados Unidos,
como el Luna Park o el Dreamland, abiertos en Coney Island a principios
del siglo XX.

8 La Fuerza Aérea alemana se estructuró inicialmente en varias unidades
de aviadores. La número 69, en la que se inició Richthofen, operaba en
el frente oriental, y en el occidental, en la número 62, estuvieron los
ases Oswald Boelcke y Max Immelmann.

9 Georg Zeumer fue el hombre que enseñó a volar al Barón Rojo. Era dos
años mayor que Richthofen y fue también su primer piloto como
observador. En noviembre de 1914 había sido condecorado con la Orden
Militar de San Enrique. A Zeumer lo hirieron en 1916. Mientras lo
trasladaban al hospital el vehículo se estrelló y en el accidente él se
rompió el fémur. La fractura no soldó bien y le dejó una mala cojera de
por vida. Zeumer derribó cuatro aviones enemigos y murió en combate en
1917.

10 Erich Graf Holck era un joven capitán de Caballería que además había
logrado algunos éxitos en carreras de automovilismo antes de la guerra.
Richthofen y él harían buenas migas.

11 Richthofen vivió sus primeras experiencias como observador-tirador a
bordo del biplano de reconocimiento alemán Albatros C.I, introducido en
1915. Tenía un motor de seis cilindros Mercedes D.III de 160 cv
refrigerado por agua y alcanzaba una velocidad de 140 km/h, con un techo
de servicio de tres mil metros. Iba armado con una ametralladora
Parabellum de 7,92 mm.

12 El célebre casco prusiano rematado en pincho.

13 La Guardia Prusiana estaba formada por combatientes elegidos entre
los mejores soldados alemanes. 14 Era costumbre entre los pilotos de la
primera guerra mundial tener una mascota que los acompañaba a todas
partes. El Barón Rojo también tuvo una, Moritz, un dogo alemán del que
nos habla más adelante.

15 Literalmente, Grosskampfftugzeug. Los primeros aviones alemanes tipo
G, es decir, de observación y bombardeo. Eran muy grandes —más de 20
metros de envergadura—, poco veloces y torpes de maniobrar. En
desarrollos posteriores sólo serían utilizados en raids nocturnos.

16 Posiblemente un Farman MF.11 biplaza, aeroplano de reconocimiento y
bombardero ligero fabricado por los hermanos Farman. Henri y Maurice
Farman fueron pioneros en el diseño de aviones y motores, y construyeron
más de doscientos aparatos entre 1908 y 1941, entre ellos el avión de
pasajeros Goliat, ideado en 1919 originalmente como bombardero.

17 Se le llama así al combate aéreo entre dos aviones porque parecen dos
perros persiguiéndose el uno al otro. Se trata de alcanzar una posición
de ventaja colocándose lo más cerca de la cola del adversario para
tenerlo en el punto mira y abrir fuego contra él. La mayoría de los
aviones de caza iban armados por la parte delantera y los pilotos
apuntaban a la parte trasera del avión enemigo; aunque en este caso,
volando Richthofen en un bombardero de dos plazas como
observador-tirador, la técnica era distinta.

18 Estos cazas se hicieron célebres por ser los primeros aviones
alemanes en incorporar la tecnología que permitía al piloto ser también
el tirador y disparar una ametralladora frontal de forma sincronizada
con el paso de la hélice. Se evitaba así destrozar las palas o que
alguna bala rebotara contra el piloto hiriéndolo (el punto flaco del
sistema de hélice blindada ideado meses antes por el aviador francés
Roland Garros). Esta innovación de 1915 supuso para Alemania una gran
ventaja en el aire.

19 Oswald Boelcke fue uno de los más importantes pilotos, líderes y
estrategas de los primeros años del combate aéreo. Formuló ocho reglas
básicas sobre el combate conocidas como la "Dicta Boelcke". Fue el
mentor de Richthofen, quien siempre le profesó una gran admiración.
Logró cuarenta victorias confirmadas. Se le considera el padre de la
Fuerza Aérea alemana

20 Literalmente, Riesenflugzeug, aviones tipo R. El modelo original
alemán fue el Zeppelin-Staaken VGO I, que voló por primera vez en abril
de 1915 y recibió modificaciones en otoño de ese mismo año. Tenía más de
40 metros de envergadura, tres motores Maybach de 235 cv —uno en el
morro, dos entre las alas—, dos góndolas para artilleros y capacidad
para siete tripulantes. 2

117



21 Richthofen volaba entonces con un Albatros C.III de una sola
ametralladora (la del observador-tirador) al que le instala por su
cuenta otra sobre el ala superior, a la manera del Nieuport 11 francés.
Fuera resultado o no de su experimento, al Albatros C.III pronto se le
equipó con dos ametralladoras, la delantera sincronizada con la hélice.

22 Cuando Richthofen terminó de escribir estas crónicas en el verano de
1917 tenía veinticinco años y cincuenta y dos victorias en su haber. El
día en que cayó derribado, 21 de abril de 1918, había sumado un total de
ochenta.

23 Posiblemente el Caudron G.4, un bombardero francés de cola enrejada
capaz de alabear las alas para inclinarse. Fue diseñado por los hermanos
Caudron en 1915. Estaba propulsado por dos motores rotativos Le Rhône de
nueve cilindros, o Anzani de diez, y era capaz de transportar hasta cien
kilos de bombas.

24 "Cayó desde tres mil metros de altura con una bala en la cabeza. Una
muerte gloriosa", le confesaba Richthofen a su madre en una carta.

25 En el motor rotativo, con los cilindros dispuestos de forma radial,
el cigüeñal permanece fijo y el motor entero gira a su alrededor. Fue un
diseño muy utilizado antes y durante la guerra para propulsar aviones (y
algunos coches y extrañas motos). Su mayor ventaja estaba en la relación
peso-potencia, por lo que en principio fue destinado a los aviones de
caza.

26 El Fokker Eindecker se convirtió en el azote de las fuerzas aéreas
aliadas a mediados de 1915. Este monoplano tuvo cuatro variantes. La
última, el E.IV, incorporaba un motor rotativo Oberursel U.III de 14
cilindros y 160 cv de potencia, e iba armado con hasta tres
ametralladoras sincronizadas con la hélice. El Eindecker, junto con el
Fokker D.II y el Halberstadt D.II, fueron utilizados por las
escuadrillas de caza alemanas hasta la llegada de los superiores
Albatros, en el verano de 1916.

27 Los aviones alemanes tipo C eran biplazas de reconocimiento; los tipo
G, grandes bombarderos; los tipo D, cazas de un solo asiento.

28 Richthofen coleccionaba como trofeo las insignias aéreas de los
aviones que derribaba. Además, tenía la costumbre de encargar una copa
de plata por cada victoria, con la fecha y todos los detalles grabados
en ella.

29 Boelcke fue el primer piloto alemán, junto con Max Immelmann, que
recibió la medalla Pour le Mérite, en enero de 1916.

30 El biplano inicial de la escuadrilla de Oswald Boelcke fue el
Albatros D.II, introducido en agosto de 1916; era el mejor caza alemán
del momento. Entre sus características destacaban una mayor amplitud de
la cabina y alas reposicionadas para mejorar la maniobrabilidad y la
visibilidad. Montaba un motor Mercedes D.III a de 6 cilindros en línea
refrigerado por agua, que desarrollaba 160 cv. Iba armado con dos
ametralladoras de 7,92 mm.

31 La célebre escuadrilla de caza Jagdstaffel no 2, o Jasta2.

32 Al desesperado Erwin Böhme el sentimiento de culpa casi lo empuja al
suicidio. Lo encontraron poco después en el campamento, pistola en mano
contra la sien. El accidente lo marcó para siempre. El teniente Böhme
consiguió veinticuatro victorias y la cruz Pour le Mérite. Murió en
combate en noviembre de 1917.

33 Max Immelmann, El Águila de Lille, sumó quince victorias y fue
condecorado con la cruz Pour le Mérite, que en su honor comenzó a ser
conocida popularmente como la Blauer Max o Max Azul. Dio nombre a una
táctica de combate aéreo y a una maniobra acrobática.

34 El de Johanistal, cerca de Berlín, fue el primer aeropuerto civil de
Alemania. Inaugurado en 1909. 35 Hans Imelmann logró seis victorias
antes de pasar a la historia como el primer as del aire alemán
derribado. Tenía entonces diecinueve años.

36 El comandante Lanoe Hawker era por entonces el aviador inglés con más
aparatos alemanes derribados (siete) y había recibido por ello la Cruz
Victoria, la máxima condecoración británica. Era un piloto
sobresaliente, pero acabó convertido en el undécimo trofeo de
Richthofen. Fue abatido tras un ardoroso combate donde peleó con
valentía pese a volar en un anticuado De Havilland DH.2 de cola enrejada
y hélice trasera, inferior a todas luces al Albatros D.II del Barón
Rojo.

37 Ésta y siguientes, en inglés en el original.

38 La Jasta 2 fue renombrada Jasta Boelcke en diciembre de 1916 en honor
de su comandante original. La escuadrilla continuó en activo hasta su
disolución en 1918.

39 En enero de 1917 Richthofen iba a estar al frente de su propia
escuadrilla, la Jasta 11, y pocos meses después sería comandante del
Jagdgeschwader 1 (JG 1), el primer ala de caza de la historia. El JG 1
fue creado en junio de 1917 agrupando las Jastas 4, 6, 10 y 11. Sería
conocido como el "Circo Volador", y no sólo por los vivos esquemas de
colores de sus aeroplanos: la unidad, como si se tratase de un circo
ambulante, se trasladaba en ferrocarril de un punto a otro del frente,
allí donde fueran necesarios, funcionando con total independencia.

40 "El pequeño escarlata". En francés en el original.

41 Probablemente un biplano Vickers F.B.14, modelo que durante un tiempo
sufrió las limitaciones del motor Beardmore 160, un seis cilindros de
refrigeración líquida. Más tarde se le montaron otros alternativos, como
los potentes y fiables Rolls-Royce Eagle Mk IV de doce cilindros en uve
y 250 cv.

42 Ésta y siguientes, tal cual en el original.

43 Las balas trazadoras llevan una pequeña carga pirotécnica en su base
que se enciende al ser disparada y las hace visibles, lo que permite al
tirador seguir la trayectoria del proyectil y afinar la puntería.

44 El teniente Karl Emil Schäfer fue miembro de la Jasta 11 de
Richthofen y sumó treinta victorias confirmadas, la mayoría logradas
durante el Abril Sangriento, y por las que recibió la Max Azul. Murió en
combate el 5 de junio de 1917 a manos de los ases británicos Harold
Satchell y Thomas Lewis. Tenía veinticinco años. Dejó escrito un librito
autobiográfico, Vom Jäger zum Flieger (De soldado a piloto)

45 La Línea Siegfried o Línea Hindenburg, como fue conocida por los
aliados, era un vasto sistema de trincheras y fortificaciones construido
al noroeste de Francia por los soldados alemanes, durante el invierno de
1916-1917. La

118



idea de construir la Línea partió del mariscal Paul von Hindenburg y del
general Erich Ludendorff, los dos hombres a la cabeza del Estado Mayor.

46 Werner Voss fue otro de los grandes ases del aire alemanes. Con
cuarenta y ocho victorias confirmadas fue el cuarto piloto alemán más
exitoso de la guerra. En la Jasta Boelcke voló como escolta de
Richthofen y posteriormente fue comandante de la Jasta 10. Recibió la
Orden Pour le Mérite en abril de 1917 y murió en combate con tan sólo
veinte años, a manos del escuadrón "anti-Richthofen".

47 Lo que acontece a partir de este capítulo se encuadra dentro del
llamado Abril Sangriento, durante la batalla de Arrás (del 9 de abril al
16 de mayo de 1917). En aquellas pocas semanas la escuadrilla de
Richthofen causó estragos entre los aviones aliados. La Jasta 11 estaba
por entonces en su mejor momento, más experimentada y mejor equipada; la
superioridad aérea alemana era aplastante y las bajas aliadas aumentaron
drásticamente.

48 Por entonces Richthofen había recibido ya el nuevo Albatros D.III, el
sesquiplano —un ala significativamente más estrecha que la otra— que iba
a dominar el Abril Sangriento. Diseñado por Robert Hielen, el D.III
ofrecía mejor ascenso, maniobrabilidad y visibilidad que el D.II, pero
tenía un defecto en su estructura que generaba una problemática tensión
en el ala inferior (el mismo Richthofen sufrió una fractura del ala en
enero de 1917, sin consecuencias personales). Como en el Albatros D.II,
el fuselaje era de madera contrachapada. Equipaba un motor Mercedes de
seis cilindros en línea y refrigeración líquida, de 170 cv, capaz de
alcanzar los 175 km/h; y montaba dos ametralladoras Spandau de 7,92 mm.

49 Kurt Wolff, treinta y tres victorias y la Max Azul en su haber. Wolff
era muy supersticioso —como la mayoría de los pilotos— y jamás volaba
sin su gorro de dormir de la suerte. Murió en combate el 15 de
septiembre de 1917, tenía veintidós años. Aquel día no llevaba consigo
su talismán.

50 El sargento Sebastian Festner logró sumar doce victorias y recibió la
Cruz de Hierro y la Orden de Honhenzollern al mérito militar.

51 En francés en el original

52 En francés en el original

53 Richthofen lo define más adelante como "de cola enrejada". Es muy
probable que se tratara de un obsoleto RAF F.E.2, un biplano de hélice
trasera fabricado por la Royal Aircraft Factory en 1911 y modificado
para la guerra años después.

54 El escuadrón no 56 de la Real Fuerza Aérea británica fue destinado a
Francia en abril de 1917 y pronto corrió el rumor, suscitado por las
novísimas máquinas que utilizaban sus muy experimentados pilotos, de que
se trataba de una unidad de élite creada para acabar con Richthofen.

55 El SPAD S.VII, un monoplaza muy robusto y maniobrable, fue el primer
avión militar de éxito de la compañía francesa. Las primeras unidades
volaron en manos de pilotos aliados en septiembre de 1916. Su ligero
fuselaje estaba revestido de tela casi por completo. Equipaba un fiable
motor Hispano-Suiza de ocho cilindros y 180 cv, capaz de alcanzar los
200 km/h. Iba armado con una sola ametralladora, una Vickers del calibre
303.

56 El teniente Karl Allmenröder logró treinta victorias antes de ser
derribado el 27 de junio de 1917, a la edad de 21 años. Karlchen, como
lo llamaban sus compañeros de la Jasta 11, era estudiante de medicina y
había sido artillero en las trincheras antes de pasarse al cuerpo aéreo.
Fue condecorado con la Cruz de Hierro y con la Orden Pour le Mérite.

57 Por entonces habían hecho aparición los nuevos triplanos Sopwith. Los
ingleses habían construido un avión más ligero, rápido y con mayor techo
de servido que el Albatros D.III. Los fabricantes alemanes quedaron tan
impresionados con el triplano inglés que inmediatamente iniciaron el
desarrollo de prototipos. De aquel trabajo de ingeniería iba a nacer el
avión que quedaría ligado para siempre al Barón Rojo en la imaginación
colectiva: el Fokker Dr. I.

58 Richthofen no atacaba a quienes rechazaban su reto y hasta cierto
punto, permitía que los adversarios heridos se retirasen.

59 Richthofen tuvo que marcharse con un "permiso" obligatorio
indefinido. Con cincuenta y dos victorias hasta el momento, había
apurado su suerte al máximo —sólo en el Abril Sangriento había derribado
veintiún enemigos—, o al menos así lo creía el mando militar, que
prefería la propaganda de un héroe alemán vivo a la de uno muerto
Richthofen no regresaría al frente hasta mediados de junio de 1917.

60 El cuartel general de Guillermo II estaba en Kreuznach, Renania
(Alemania) a unos 650 km de Douai, Paso de Calais (Francia).

61 Konstantin Krefft fue oficial técnico en la Jasta 11 y después en el
JG1. Derribó dos aviones y murió poco después de la guerra.

62 Ernst von Hoeppner, general de Caballería al mando de la Fuerza Aérea
alemana de 1916 a 1919. La Caballería había quedado obsoleta a finales
del siglo XIX, tras la aparición de la ametralladora. Con el estallido
de la guerra, la mayoría de los oficiales del arma encontraron un nuevo
destino en la recién creada Fuerza Aérea.

63 Las hélices de los aviones estaban construidas de madera laminada,
una solución ideada hacia 1909 por el ingeniero francés Lucien
Chauvière. La primera hélice Intégrale, como se le denominó, impulsó el
histórico vuelo del Blériot XI a través del canal de la Mancha.

64 Las Milicias Juveniles surgieron en el Imperio Alemán en 1890 como
organizaciones de formación militar y experimentaron un gran auge
durante la guerra.

65 En inglés en el original.

66 El Taube fue uno de los más populares aviones de antes de la guerra,
inconfundible por su aspecto de pájaro. Lo diseñó el inventor austríaco
Igo Etrich y fue construido en masa por multitud de fabricantes. Su
forma alar remite a la de las aves planeadoras o a la de algunas
sámaras, y su cola era como de paloma. Voló entre 1910 y 1914. Fue

119



utilizado como avión-escuela y rudimentario caza-bombardero, cuyas
únicas armas eran las que pudieran llevar encima el observador-tirador y
el piloto mismo (pistolas, fusiles y bombas de mano).

67 Durante la guerra los mandos prohibieron el uso del paracaídas para
evitar que los pilotos saltaran a las primeras de cambio evitando el
combate. Un piloto debía permanecer en su avión. El uso del paracaídas
era considerado una salida fácil y poco valerosa para salvar el pellejo.

68 Soldados que hacían el servicio alternativamente a pie o a caballo.

69 El francés Adolphe Pégoud fue el primer as de la historia y el primer
aviador en hacer el looping y otras piruetas. Antes de la guerra fue
piloto de prototipos para Louis Blériot y más tarde ejerció como
observador, piloto de combate e instructor de vuelo.

70 Albert Ball fue uno de los más grandes pilotos de caza británicos,
con cuarenta y cuatro victorias reconocidas. De carácter tímido y
reservado, estudiante de ingeniería y amante del violín y de las
plantas, Ball destacó por su valor y pericia a los mandos del Nieuport
11, apodado Bebé por su pequeño tamaño. Fue un combatiente nato y
recibió la Cruz Victoria de manera póstuma. Murió en combate con apenas
veinte años.

71 Existe cierta controversia respeto a esta afirmación, porque según
los historiadores Ball no volaba en un triplano el día de su muerte,
sino en un caza biplano SE5. De hecho, hay toda una teoría sobre la
"verdad" del encuentro entre Lothar y Albert Ball.

72 Lothar sumaría un total de cuarenta victorias y sobreviviría a la
guerra, pero por poco tiempo. En 1922 moría en un accidente de avión
comercial.

73 Hans Heinrich XV, tercer príncipe de Pless, gran amigo y ayudante del
Káiser durante la guerra.

74 La Revolución de Febrero había conseguido que Nicolás II, el último
zar de Rusia, renunciase al trono en marzo de 1917, poniendo fin a la
dinastía Romanov y abriendo el camino hacia una república.

75 Un Handley Page O/400 que aterrizó de emergencia en las cercanías de
Luxeuil, Francia, a principios de 1917. El HP fue el mayor bombardero
construido en el Reino Unido y uno de los aviones más grandes del mundo.
Frederick Handley Page diseñó un biplano con una superficie alar de 153
m 2, propulsado por dos motores Rolls-Royce Eagle VIII de 360 cv cada
uno, capaz de volar durante ocho horas y con capacidad para hasta cinco
tripulantes. Iba armado con cinco ametralladoras Lewis de 7.7 mm y podía
llevar hasta 750 kg de bombas