El Archivo de
  Sherlock Holmes

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  Por

  Arthur Conan Doyle



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  - 1 -
  La aventura de la piedra preciosa de Mazarino



  Fue un placer para el doctor Watson verse de nuevo en la descuidada
  habitación del primer piso de la calle Baker, que había sido el punto
  de arranque de tantas aventuras extraordinarias. Miró a su alrededor,
  fijándose en los mapas científicos que había en la pared, en el banco
  de operaciones químicas comido por los ácidos, en la caja del violín
  apoyada en un rincón y en el recipiente de carbón, donde se guardaban
  en otro tiempo las pipas y el tabaco. Por último, sus ojos fueron a
  posarse en la cara fresca y sonriente de Billy, el joven pero
  inteligente y discreto botones, que había contribuido un poco a llenar
  el hueco de soledad y de aislamiento que rodeaba la figura sombría del
  gran detective.


  —Parece que aquí no ha cambiado nada, Billy. Y tú tampoco cambias. ¿Se
  podrá decir de él lo mismo?


  Billy dirigió la mirada llena de solicitud hacia la puerta del
  dormitorio que estaba cerrada, y contestó:


  —Creo que está en cama y dormido.


  Eran las siete de la tarde de un encantador día veraniego, pero el
  doctor Watson se hallaba lo bastante familiarizado con la irregularidad
  del horario de vida de su viejo amigo para experimentar ninguna
  sorpresa por ese hecho.


  —Supongo que esto significa que se halla metido en algún caso.


  —Sí, señor; precisamente ahora está dedicado al mismo con todo ahínco.
  Yo temo por su salud. Lo encuentro cada día más pálido y más delgado y
  no come nada. «¿Cuándo le darán ganas de comer, señor Holmes?»,
  preguntó la señora Hudson, y él contestó: «Pasado mañana, a las siete y
  media». Ya sabe cómo se vive cuando un caso despierta real interés.


  —Sí, Billy, ya lo sé.


  —Anda tras la pista de alguien. Ayer salió a la calle disfrazado de
  obrero en busca de trabajo. Hoy salió de mujer anciana. Y a mí me
  engañó, aunque tengo motivos para conocer ya sus artimañas.


  Billy apuntó con el dedo hacia una sombrilla muy voluminosa que estaba
  apoyada contra el sofá y dijo:


  —Es una de las prendas del equipo de la anciana.


  —Pero ¿de qué trata todo ello, Billy?


  Billy bajó la voz, como quien habla de grandes secretos de estado:


  —No me importa contárselo, señor; pero debe quedar entre nosotros dos.
  Se trata del caso del diamante de la Corona.


  —¡Cómo! ¿Del que vale cien mil libras y ha sido robado?


  —Sí, señor. Es preciso recuperarlo. ¡El Primer Ministro y el Ministro
  del Interior estuvieron sentados en ese mismo sofá! El señor Holmes los
  trató con mucha amabilidad. Les tranquilizó y les prometió que haría
  todo cuanto pudiera. Vino también lord Cantlemere…


  —¡Ah!


  —Sí, señor; usted sabe lo que esto significa. Ese hombre es de los
  tiesos, si se me permite decirlo. Yo trago al Primer Ministro, y no
  tengo nada que decir contra el Ministro del Interior, que me dio la
  impresión de ser un hombre cortés y servicial, pero no me cae bien su
  señoría. Lo mismo le ocurre al señor Holmes. Fíjese en que ese lord no
  tenía fe en el señor Holmes y se oponía a que se le diese intervención
  en el asunto. Aseguraba que fracasaría.


  —¿Y el señor Holmes lo sabe?


  —El señor Holmes sabe todo lo que hay que saber.


  —Bien, esperemos que no fracase y que lord Cantlemere se vea desairado.
  Pero, dime, Billy: ¿a qué viene esa cortina que tapa la ventana?


  —El señor Holmes la colocó hace tres días. Tapa una cosa curiosa que
  hay al otro lado.


  Billy avanzó y apartó la cortina que ocultaba el hueco que formaba el
  mirador.


  El doctor Watson no pudo reprimir una exclamación de asombro. Había
  allí un facsímil de su viejo amigo, con su bata y todo, la cara vuelta
  en sus tres cuartas partes hacia la ventana y mirando hacia abajo, como
  si leyera un libro invisible mientras su cuerpo se hallaba
  profundamente hundido en el sillón. Billy separó la cabeza del muñeco y
  la mantuvo en alto.


  —La cambiamos adaptándola a diferentes ángulos, a fin de que parezca
  más viva. Yo no me atrevería a tocarla si no estuviera bajada la
  cortina. Pero cuando está levantada, puedo ver la cabeza desde la acera
  de enfrente.


  —Ya antes hemos hecho algo por el estilo.


  —Fue antes de que yo me colocase aquí —dijo Billy.


  Apartó las cortinas de la ventana y miró a la calle.


  —Hay ciertos individuos que nos vigilan desde allí enfrente. Ahora
  mismo veo a uno en la ventana. Mire usted mismo.


  Watson había dado ya un paso hacia delante, cuando se abrió la puerta
  del dormitorio, saliendo por ella la figura larga y delgada de Holmes;
  su rostro estaba pálido y seco, pero su andar y su porte estaban tan
  llenos de vida como siempre. De un solo salto llegó hasta la ventana, y
  volvió a correr la cortina.


  —Así está mejor, Billy —dijo—. Muchacho, tu vida estaba en peligro;
  pero por el momento no puedo estar sin ti. Bien, Watson, da gusto verlo
  otra vez en su antigua residencia. Llega en un momento crítico.


  —Eso estoy viendo.


  —Billy, puedes retirarte. Este muchacho es un problema, Watson. ¿Hasta
  qué punto tengo derecho a permitir que corra peligros?


  —¿Peligros de qué, Holmes?


  —De una muerte súbita. Esta noche espero algo.


  —¿Y qué es lo que espera?


  —Ser asesinado, Watson.


  —¡Una broma suya, Holmes!


  —Aunque mi sentido del humor es limitado, es muy capaz de bromas
  mejores que ésa. Pero, mientras llega el momento, podríamos pasarlo
  agradablemente, ¿verdad? ¿Nos está permitido el alcohol? El sifón y los
  cigarros se encuentran en su sitio de antaño. Quiero verlo en su sillón
  de siempre. Espero que no habrá aprendido a desdeñar mi pipa y mi
  lamentable calidad de tabaco. En estos días sustituye al alimento.


  —¿Y por qué no come?


  —Porque las facultades se afinan cuando se les hace pasar hambre.
  Seguramente que usted querido Watson, como médico que es, reconocerá
  que lo que la digestión nos hace ganar en aporte de sangre nos lo quita
  en capacidad cerebral. Yo soy un cerebro, Watson. Todo el resto de mi
  ser es un simple apéndice. Por consiguiente, es el cerebro al que yo
  tengo que atender.


  —Pero ¿qué me dice de ese peligro, Holmes?


  —Ah, sí; por si se convirtiese en realidad, no estaría de más que
  cargase su memoria con el nombre y la dirección del asesino. Podría
  comunicárselo a Scotland Yard, junto con la expresión de mi afecto y mi
  postrera bendición. Su nombre es Sylvius…, el conde Negretto Sylvius.
  ¡Anótelos, hombre, anótelos! Ciento treinta y seis Moonside Gardens. N.
  W. ¿Los tiene?


  La honrada cara de Watson tenía gestos contradictorios y nerviosos de
  ansiedad. Demasiado conocía los inmensos riesgos con que cargaba
  Holmes, y sabía perfectamente que más bien habría en sus palabras
  cortedad que exageración. Watson era siempre hombre dispuesto a la
  acción, y en ese instante se mostró a la altura de las circunstancias.


  —Holmes, cuente conmigo. No tengo nada que hacer durante un par de
  días.


  —Veo que no mejora en su aspecto moral, Watson. Ahora ha sumado a los
  vicios que ya tenía el de decir pequeñas mentiras. Todo en usted está
  delatando al médico atareado, que tiene que atender consultas a toda
  hora del día.


  —La cosa no llega a tanto. Pero ¿no puede hacer detener al individuo en
  cuestión?


  —Podría hacerlo, Watson. Eso es lo que tanto le molesta a él.


  —¿Y por qué no lo hace?


  —Porque ignoro adónde se encuentra el diamante.


  —Sí. Ya me habló Billy…, la joya de la Corona que ha desaparecido.


  —Sí, la magnífica piedra amarilla de Mazarino. He tirado mi red y tengo
  dentro de ella el pez. Pero no he conseguido encontrar la piedra. ¿Qué
  adelanto con aprenderlos? Podemos hacer que el mundo sea un lugar mejor
  dándoles la zancadilla y sujetándolos. Pero yo no me he lanzado a esa
  empresa. Lo que yo necesito es la piedra.


  —¿Y es este conde Sylvius uno de los peces a que se refiere?


  —Sí; es el tiburón. Muerde. El otro es Sam Merton, el boxeador. No es
  mala persona Sam; pero el conde se ha servido de él. Sam no es un
  tiburón. Es un gobio corpulento, estúpido y de cabeza de toro. Pero, a
  pesar de ello, anda aleteando dentro de mi red(Holmes gusta de usar
  metáforas de cazadores o pescadores para su oficio).


  —¿Dónde se encuentra el conde Sylvius?


  —Lo he tenido toda la mañana a mi lado. Usted, Watson, me ha visto en
  ocasiones disfrazado de anciana. Jamás lo estuve de manera más
  convincente. Ese hombre llegó incluso a recoger mi sombrilla.
  «Permítame, señora…», me dijo. Es medio italiano, ¿sabe usted?, y
  cuando está de buen humor tiene toda la simpatía del Sur, aunque cuando
  está de malas es el mismísimo diablo encarnado. La vida está llena de
  hechos caprichosos, Watson.


  —Habría podido ser una pura tragedia.


  —Sí, quizá sí. Lo seguí hasta el antiguo taller de Straubenze, en
  Minories. Straubenze fabricó el fusil de aire comprimido, una obra
  magnífica, según tengo entendido, y que supongo que debe encontrarse en
  este instante en una ventana frente a la mía. ¿Ha visto el muñeco? Sí,
  claro que Billy se lo enseñaría. Bien, en cualquier momento puede
  recibir un balazo en su hermosa cabeza. ¡Ah, Billy! ¿Qué ocurre?


  El muchacho había reaparecido en la habitación con una tarjeta en una
  bandeja. Holmes la miró con las cejas arqueadas y con una sonrisa
  divertida.


  —Ahí está en persona. No me esperaba esto. ¡A ponerse manos a la obra,
  Watson! Es un hombre de temple. Quizá conozca la fama que goza como
  buen tirador de caza mayor. Desde luego que constituiría un final
  glorioso de su historia deportiva que me echase a mí a la bolsa. Esta
  es una demostración de que siente la punta de mi pie cerca de su talón.


  —Llame a la policía.


  —Tendré probablemente que hacerlo. Pero todavía no. ¿Quiere mirar con
  cuidado por la ventana, para ver si alguien merodea por la calle?


  —Sí, cerca de la puerta hay un individuo que parece un matón.


  —Será Sam Merton; el fiel, pero bastante idiota, Sam. ¿Dónde se
  encuentra este caballero, Billy?


  —En la sala de espera, señor.


  —Hazlo subir cuando yo toque el timbre.


  —Sí, señor.


  —Hazlo pasar, aunque yo no esté en la habitación.


  —Sí, señor.


  Watson esperó a que la puerta estuviese cerrada y en seguida miró a su
  compañero.


  —Mire, Holmes, esto no puede ser. Este es un hombre desesperado, que no
  se detiene ante nada. Quizás haya venido para asesinarlo.


  —No me sorprendería.


  —Insisto en hacerle compañía.


  —Sería un estorbo tremendo.


  —¿Para quién, para él?


  —No, querido compañero, para mí.


  —No puedo abandonarlo.


  —Sí, usted puede, Watson. Y lo hará, porque nunca ha dejado de
  representar su parte en el juego. Debo asegurarme que jugará hasta el
  final. Este hombre ha venido con una finalidad, pero quizá se quede por
  conveniencia mía. —Holmes tomó su libro de notas y garabateó algunas
  líneas —. Tome un coche de alquiler hasta Scotland Yard y dele esto a
  Youghal de la División de Investigaciones Criminales. Regrese con la
  policía. El arresto del cómplice seguirá después.


  —Lo haré con alegría.


  —Antes de que regrese debería tener suficiente tiempo para averiguar
  dónde está la piedra —tocó el timbre—. Creo que deberíamos salir por la
  habitación. Esta segunda salida es excesivamente útil. Quiero
  preferiblemente ver a mi tiburón sin que me vea, y tengo, como
  recordará, mi propia forma de hacerlo.


  Fue, en consecuencia, una habitación vacía a la cual Billy, un minuto
  después, condujo al conde Sylvius. El famoso tirador, deportista, y
  hombre de ciudad era una persona morena, con un formidable bigote
  oscuro sombreando una cruel y delgada boca, y transpuesta por una larga
  y curvada nariz como el pico de un águila. Estaba bien vestido, pero su
  brillante corbata, su resplandeciente alfiler, y sus relucientes
  anillos resultaban extravagantes. Cuando la puerta se cerró tras de él,
  miró alrededor con feroces y sobresaltados ojos, como alguien que
  sospecha una trampa a cada paso. Entonces se puso violento al notar la
  impasible cabeza y el cuello del camisón que se proyectaba por encima
  del sillón en la ventana. Primero su expresión fue una de puro asombro.
  Entonces la luz de una horrible esperanza centelleó en sus oscuros y
  sangrientos ojos. Echó un vistazo a su alrededor para ver que no
  hubiera testigos, y entonces, de puntillas, levantó su grueso bastón, y
  se aproximó a la silenciosa figura. Se estaba agachando para su salto y
  estallido final cuando una fría y sardónica voz lo saludo desde la
  puerta abierta de la habitación:


  —¡No lo rompa, conde! ¡No lo rompa!


  El asesino trastabilló, mostrando asombro en su convulsa cara. Por un
  instante levantó su pesado bastón una vez más, como si pudiera volcar
  su violencia desde la imagen hacia el original; pero había algo en esos
  firmes ojos grises y sonrisa burlona que causaron que su mano se posara
  a un lado.


  —Es un objeto hermoso —dijo Holmes, avanzando hacia el maniquí—.
  Tavernier, el modelador francés, lo hizo. Es tan bueno para las figuras
  de cera como su amigo Straubenze lo es para los rifles de aire.


  —¡Rifles de aire, señor! ¿A qué se refiere?


  —Ponga su sombrero y su bastón sobre la mesa. ¡Gracias! Por favor, tome
  asiento. ¿Podría tener la amabilidad de quitarse su revólver también?
  Oh, muy bien, si prefiere sentarse sobre él. Su visita es realmente
  oportuna, porque quería tener unos pocos minutos de charla con usted.


  El conde frunció el ceño, con pesadas y amenazadoras cejas.


  —Yo, también deseaba tener algunas palabras con usted, Holmes. Es por
  eso que estoy aquí. No negaré que intentaba asaltarle.


  Holmes meció sus piernas en el borde de la mesa.


  —Me había dado cuenta de que algo así rondaba por su cabeza —dijo —.
  ¿Pero por qué estas atenciones personales?


  —Porque ha salido de su camino para fastidiarme. Porque ha puesto a sus
  criaturas sobre mi camino.


  —¡Mis criaturas! ¡Le aseguro que no!


  —¡Absurdo! Los tengo vigilados. Dos pueden jugar el mismo juego,
  Holmes.


  —Es una petición pequeña, conde Sylvius, quizás querría amablemente
  concertar una cita antes de vistarme. Podrá entender que, con mi rutina
  de trabajo, debo encontrarme en familiares términos con la mitad de la
  galería de bribones, y entenderá que las excepciones son injustas.


  —Así será, Sr. Holmes.


  —¡Excelente! Pero le aseguro que está equivocado acerca de mis
  supuestos agentes.


  El conde Sylvius rio desdeñosamente.


  —Otras personas pueden vigilar tan bien como usted. Ayer fue un viejo
  deportista. Hoy fue una anciana mujer. Me vigilan todo el día.


  —Realmente, señor, usted me elogia. El viejo barón Dowson dijo la noche
  anterior a que fuera colgado que, en mi caso, lo que la ley ha ganado,
  el escenario lo ha perdido. ¿Y ahora usted me halaga por mis pequeñas
  interpretaciones?


  —¿Fue… fue usted?


  Holmes se encogió hombros.


  —Puede ver en el rincón la sombrilla que tan educadamente me sostuvo en
  Minories antes de que empezara a sospechar.


  —Si lo hubiese sabido, quizá no habría usted…


  —… vuelto a esta humilde casa. Lo sabía perfectamente. Todos tenemos
  que lamentar ocasiones que hemos perdido. Ahora bien, como usted lo
  ignoraba, estamos aquí los dos.


  El ceño del conde se frunció aún más apretadamente sobre sus ojos
  amenazadores.


  —Lo que me acaba de decir pone aún peor las cosas. ¡No eran sus
  agentes, sino su misma entrometida persona de comediante! Reconoce,
  entonces, que me ha seguido los pasos. ¿Por qué?


  —Vamos, vamos, conde. Usted se dedicó a matar leones en Argelia.


  —¿Y qué pasa con eso?


  —¿Por qué los mataba?


  —¿Por qué? ¡Por deporte, por la emoción, por el peligro!


  —Y también, sin duda, para librar al país de aquel flagelo, ¿verdad?


  —¡Exactamente!


  —Entonces ahí tiene en breves palabras mi porqué.


  El conde se puso de pie de un salto y se llevó con movimiento
  involuntario la mano al bolsillo de la cadera.


  —¡Siéntese, señor, siéntese! Yo tenía una razón de tipo más práctico.
  Necesito el diamante amarillo.


  El conde Sylvius se recostó en su silla con sonrisa siniestra, y dijo:


  —¡Le digo…!


  —Usted sabía que yo andaba detrás suyo con una finalidad. La razón
  verdadera de haber venido aquí esta noche es que quiere averiguar hasta
  dónde estoy enterado del asunto y hasta qué punto es absolutamente
  indispensable eliminarme, porque yo lo sé todo, salvo un detalle que va
  a decírme ahora.


  —¿De verdad? ¿Y cuál es el hecho que le falta por conocer?


  —El lugar en el que se halla el diamante.


  El conde miró fijamente a su interlocutor.


  —De modo que desea usted averiguarlo, ¿verdad? ¿Y cómo demonios puedo
  decirle dónde está esa piedra preciosa?


  —Puede decírmelo y me lo dirá.


  —¡Ah!, ¿sí?


  —Conde Sylvius, conmigo no le valen los engaños. —Holmes miró al conde,
  y sus ojos fueron contrayéndose y encendiéndose hasta no ser más que
  dos puntas de acero amenazadoras—. Usted es para mí como un cristal.
  Puedo ver a través de su alma.


  —Entonces podrá por supuesto, ver dónde se encuentra el diamante.


  Holmes palmeó divertido, y apuntó al conde con su índice burlón,
  diciéndole:


  —¡Ah! ¿Ve usted cómo lo sabe? ¡Usted mismo lo ha confesado!


  —Yo no he confesado nada.


  —Veamos, conde. Si se pone razonable, podemos hacer negocios. En caso
  contrario, se pillará los dedos.


  El conde Sylvius alzó los ojos al techo y dijo:


  —¡Y hablaba usted de que yo recurría a engaños!


  Holmes lo miró pensativo, como mira un buen jugador de ajedrez mientras
  está pensando su jugada definitiva. De pronto abrió el cajón de la mesa
  y sacó de él un cuaderno de notas achatado.


  —¿Sabe lo que guardo en este libro?


  —No, señor; no lo sé.


  —¡Lo guardo a usted!


  —¿A mí?


  —Sí, señor, a usted. Todo usted está aquí dentro; todo lo que ha hecho
  durante su dañina y repugnante vida.


  —¡Maldición, Holmes! ¡Mi paciencia tiene sus límites! —exclamó el
  conde, con ojos relampagueantes.


  —Todo está aquí, conde. La verdad acerca de la muerte de la señora
  anciana Harold, que le dejó en herencia la finca de Blymer, que usted
  perdió rápidamente en el juego.


  —Está fantaseando.


  —Y también la historia completa de la señorita Minnie Warrender.


  —¡Bueno! De eso no va a sacar nada.


  —Hay muchas más cosas aquí, conde. Aquí está el robo cometido en el
  tren de lujo de la Riviera el día 13 de febrero de 1892. Y el cheque
  falsificado contra el Crédit Lyonnais.


  —No; ahí se equivoca usted.


  —¡Entonces tengo razón en todo lo demás! Bien, conde, usted es jugador
  de cartas. Cuando el otro compañero tiene todas las de ganar, ahorra
  tiempo descartar la mano.


  —¿Qué tiene que ver toda esta conversación con la gema de la que habló?


  —Vayamos despacio, conde. ¡Contenga esa mente ansiosa! Déjeme llegar al
  asunto a mi habitual manera. Tengo todo esto contra usted; pero sobre
  todo, tengo un caso claro contra ambos, usted y su matón en el caso del
  diamante de la Corona.


  —¿De veras?


  —Tengo el chófer que lo llevó hasta Whitehall y el chófer que lo trajo
  de vuelta. Tengo al ordenanza que los vio cerca de la vitrina. Tengo a
  Ikey Sanders, quien rehúsa interceder por usted. Ikey lo ha delatado, y
  el juego ha terminado.


  Las venas saltaron en la frente del conde. Sus oscuras y peludas manos
  se cerraron con fuerza en una convulsión de emoción controlada. Trató
  de hablar, pero las palabras no tomaban forma.


  —Esa es la mano que estoy jugando —dijo Holmes—. Las cartas están
  puestas sobre la mesa. Pero una carta está perdida. Es el Rey de
  Diamantes. No sé dónde está la piedra.


  —Y nunca lo sabrá.


  —¿No? Sea razonable, conde. Considere la situación. Lo van a encerrar
  por veinte años. Y también a Sam Merton. ¿De qué les va a servir el
  diamante? De nada absolutamente. Pero si lo entrega estoy dispuesto a
  todo aunque se trate de un delito. No les queremos ni a usted ni a Sam,
  queremos la piedra. Dénosla, y por lo que a mí respecta, puede vivir en
  libertad, mientras se comporte correctamente a partir de ahora. Si
  comete otro desliz… en fin, será el último. Pero ahora mismo mi encargo
  es recuperar la piedra, no detenerlo a usted.


  —¿Y si me niego?


  —Pues, entonces… ¡Qué pena…! Será usted y no la piedra.


  Billy apareció en respuesta a la llamada del timbre.


  —Creo, conde, que convendría que también su amigo Sam asistiese a esta
  conferencia. Después de todo, es justo que sus intereses estén
  representados. Billy del lado de afuera de la puerta de la calle verás
  a un señor muy corpulento y feo. Invítelo a subir.


  —¿Y si no quiere, señor?


  —No quiero violencias, Billy. No lo maltrate. Si usted le dice que el
  conde Sylvius lo necesita, vendrá con seguridad.


  —¿Qué es lo que va a hacer ahora? —preguntó el conde Sylvius cuando
  Billy desapareció.


  —Hace un momento se encontraba aquí mi amigo Watson. Le conté que tenía
  en mis redes a un tiburón y a un gobio; ahora me dispongo a levantar la
  red y a que salgan juntos.


  El conde se había levantado de su asiento y tenía la mano en su
  espalda.


  Holmes hizo que algo sobresaliese del bolsillo de su bata.


  —Holmes, usted no morirá en la cama.


  —Esa idea se me ha ocurrido muchas veces, pero ¿de verdad tiene tanta
  importancia? A fin de cuentas, conde, usted mismo tiene más
  probabilidades de morir en posición perpendicular que en posición
  horizontal. Pero esta clase de previsiones del futuro resultan
  morbosas. ¿Por qué no hemos de entregamos sin restricción al disfrute
  de la hora presente?


  Los ojos negros y amenazadores de aquel maestro del crimen se
  encendieron de pronto con luminosidad de fiera. La figura de Holmes
  pareció ir creciendo a medida que se ponían en tensión, dispuesto a
  todo.


  —Amigo mío, no vale la pena andar palpando su revólver —dijo con voz
  tranquila—. Sabe usted perfectamente que no se atrevería a usarlo, ni
  aun en el caso de que yo le diese el tiempo necesario para sacarlo,
  conde, los revólveres son instrumentos alborotadores y desagradables.
  Es mejor recurrir a los fusiles de aire comprimido. ¡Ah! Me parece oír
  los ingrávidos pasos de su estimable socio. Buenos días, señor Merton.
  ¿Resulta aburrida la calle, verdad?


  El boxeador profesional, que era un joven corpulento de expresión
  estúpida, terca y oblicua, se quedó como cortado en la puerta misma,
  mirando en torno suyo con desorientación. La campechanía de Holmes era
  cosa nueva para él, y aunque tuvo la sensación confusa de que le era
  hostil, no supo de qué manera hacerle frente, y se volvió pidiendo
  ayuda hacia su más astuto camarada.


  —¿De qué se trata ahora, conde? ¿Qué es lo que quiere este individuo?
  ¿Ha pasado algo nuevo? —su voz era gruesa y ronca.


  El conde se encogió de hombros y fue Holmes quien contestó:


  —Señor Merton, para expresarlo brevemente, le diré que todo se acabó.


  El boxeador siguió hablando a su asociado.


  —Pero ¿es este fulano se está divirtiendo, o qué? Yo no estoy para
  diversiones.


  —No, supongo que no —dijo Holmes—. Creo que puedo asegurarle que, a
  medida que avance la noche, usted se sentirá cada vez de peor humor.
  Bueno, conde Sylvius, vamos a ver. Yo soy hombre de muchas ocupaciones
  y no puedo perder el tiempo. Voy a pasar a ese dormitorio. Considérese
  aquí como en su propia casa durante mi ausencia. Así tendrá más
  libertad para explicar a su amigo cómo están las cosas sin que les
  cohíba mi presencia. Mientras tanto, tocaré en mi violín la Barcarola
  de Hoffmann. Dentro de cinco minutos volveré para que ustedes me den la
  contestación definitiva. Se ha dado perfecta cuenta de la alternativa,
  ¿no es así? ¿Los encarcelaremos a ustedes, o recuperaremos la piedra?


  Holmes se retiró, recogiendo al pasar su violín, que estaba en un
  rincón. Unos instantes después, a través de la puerta cerrada del
  dormitorio, sonaban débilmente las notas lánguidas y llorosas de la más
  obsesionante melodía.


  —¿De qué se trata, entonces? —preguntó Merton con ansiedad cuando su
  compañero se volvió hacia él—. ¿Sabe algo acerca de la piedra?


  —Sabe demasiado acerca de ella. No estoy seguro de que no sepa
  absolutamente todo.


  —¡Santo Dios! —la cara pálida del boxeador se volvió todavía más
  blanca.


  —Ikey Sanders nos ha delatado.


  —¿Qué ha qué? Le haré pedazos por eso aunque me cueste la horca.


  —Con eso no adelantamos mucho. Hemos de decidir ahora mismo lo que
  tenemos que hacer.


  —Un momento —dijo el boxeador, mirando con recelo hacia la puerta del
  dormitorio—. Este individuo es de cuidarse y hay que estar alerta. ¿No
  nos estará escuchando?


  —¿Cómo va a poder escuchar si está tocando la música?


  —Tiene razón. Quizás haya alguien detrás de una cortina. Hay demasiadas
  cortinas en esta habitación.


  Al volverse para mirar vio por vez primera la efigie de la ventana, y
  se quedó sorprendido mirando y apuntando con el dedo, demasiado atónito
  para hablar.


  —¡Bah! Es sólo un muñeco —dijo el conde.


  —Una simulación, ¿verdad? ¡Por mi vida! ¿No andará en ello madame
  Tussaud(la escultora de cera más famosa de todos los tiempos)? Es su
  viva imagen, con el batín y todo. Pero ¡las cortinas, conde!


  —¡Al diablo las cortinas! Estamos perdiendo el tiempo y no andamos
  sobrados de él. Ese hombre puede mandarnos a presidio por el asunto de
  la piedra.


  —¡Vaya si puede!


  —Pero nos dejará libres con sólo que le digamos dónde está el botín.


  —¡Cómo! ¿Que se lo entreguemos? ¿Que le entreguemos lo que vale cien
  mil soberanos?


  —O lo uno o lo otro.


  Merton se rascó la rapada cabeza.


  —Ese hombre está aquí solo. Vamos a darle lo suyo. Con apagar la luz
  nada tendríamos que temer.


  El conde movió negativamente la cabeza.


  —Está armado y en guardia. Si lo matásemos a tiros, nos sería difícil
  huir en un sitio como éste. Además, es bastante probable que la policía
  esté al corriente de todas las pruebas que él tiene. ¡Hola! ¿Qué es
  esto?


  Se oyó un leve crujido que parecía proceder de la ventana. Ambos
  hombres se volvieron rápidos, pero todo estaba tranquilo. Fuera de
  aquel muñeco extraño sentado en el sillón, no había sin duda alguna
  nadie más en el cuarto.


  —Hay algo en la calle —dijo Merton—. Mire, jefe, usted tiene el
  cerebro. Seguramente encontrará la forma de salir de esta situación. Si
  asestarle un golpe no lo es, entonces la solución es toda suya.


  —He engañado a mejores hombres que él —contestó el conde—. La piedra
  está aquí en mi bolsillo secreto. No corrí riesgos al ocultarla. Puede
  estar fuera de Inglaterra esta noche y dividida en cuatro piezas en
  Ámsterdam antes del Domingo. Holmes no sabe nada de Van Seddar.


  —Pensé que Van Seddar se iría la próxima semana.


  —Así iba a ser. Pero ahora deberá salir en el próximo ferry. Uno de los
  dos debe escabullirse con la piedra hacia la calle Lima y decírselo.


  —Pero el falso fondo no está hecho todavía.


  —Así es, deberá aceptarlo como está y arriesgarse. No hay ni un momento
  que perder —nuevamente, con la sensación de peligro que se convierte en
  instinto en el deportista, se detuvo y observó fijamente hacia la
  ventana. Sí, era seguro que desde la calle venía ese débil sonido—.
  Respecto a Holmes —continuó—, podemos engañarlo fácilmente. Verás, el
  condenado tonto no nos arrestará si le damos la piedra. Bien, le
  prometeremos la piedra. Lo pondremos sobre el camino equivocado, y
  antes de que descubra que está por mal camino, el diamante estará en
  Holanda y nosotros fuera del país.


  —¡Me parece bien! —exclamó Sam Merton con una amplia sonrisa.


  —Puedes irte y decirle al holandés que se mueva. Yo veré a este memo y
  le llenaré la cabeza de falsas confesiones. Le diré que la piedra está
  en Liverpool. ¡Cómo me aturde esa música quejumbrosa! ¡Me pone de los
  nervios! En el momento en que averigüe que no está en Liverpool ya
  estará dividida en cuartos y nosotros sobre el agua azul. Ven aquí,
  ponte fuera de la línea de visión de la cerradura. Aquí está la piedra.


  —Me extraña que se atreva a llevarla encima.


  —¿Dónde puedo mantenerla segura? Si pudimos sacarla de Whitehall
  alguien más podría seguramente alejarla de mí.


  —Echémosle una mirada.


  El conde Sylvius lanzó algo así como una mirada poco halagadora hacia
  su socio e hizo caso omiso de las manos sucias que se extendían hacia
  él.


  —¿Qué… piensa que voy a robárselo? Mire, señor, me estoy cansando de
  sus métodos.


  —Está bien, está bien, sin ofensas, Sam. No podemos permitirnos una
  disputa. Ven hacía la ventana si quieres ver adecuadamente la belleza
  de la piedra. ¡Ahora sostén la lámpara! ¡Aquí!


  —¡Gracias!


  Con un simple salto Holmes brincó de la silla del maniquí y atrapó la
  preciosa gema. La sostuvo en una sola mano, mientras que con la otra
  apuntaba un revólver a la cabeza del conde. Los dos villanos
  retrocedieron con absoluto asombro. Antes de que se recobraran Holmes
  presionó el timbre eléctrico.


  —¡Sin violencia, caballeros… sin violencia, se lo ruego! ¡Tengan en
  consideración los muebles! Debe ser evidente para usted que no tiene
  escapatoria. La policía está esperando abajo.


  La perplejidad del conde sobrepasó su furia y su temor.


  —¿Pero cómo dedujo…? —balbuceó.


  —Su sorpresa es muy natural. No estaba enterado que una segunda puerta
  de mi habitación se encuentra directamente detrás de la cortina. Me
  imaginé que debió oírme cuando desplacé el muñeco, pero la suerte
  estaba de mi lado. Me dio la oportunidad de escuchar su interesante
  conversación, que hubiese sido penosamente embarazosa si se hubieran
  percatado de mi presencia.


  El conde hizo un gesto de resignación.


  —Le subestimamos, Holmes. Creo que es el mismísimo diablo.


  —No tanto mi querido conde. —Holmes respondió con una cortés sonrisa.


  El lento intelecto de Sam Merton sólo gradualmente fue apreciando la
  situación. Ahora, con los sonidos de pesados pasos llegando por las
  escaleras, rompió el silencio.


  —¡Un madero! —dijo—. Pero, dígame, ¿qué le pasa a ese condenado violín?
  Porque sigue tocando.


  —¡Bah, bah! —contestó Holmes—. Está usted en lo cierto. ¡Déjelo tocar!
  Estos gramófonos modernos constituyen un invento extraordinario.


  La policía penetró en tromba, se oyó tintinear las esposas, y los
  criminales fueron conducidos al coche que estaba esperando. Watson se
  quedó rezagado acompañando a Holmes, para felicitarlo por esta nueva
  hoja que acababa de agregar a sus laureles. Una vez más la conversación
  fue interrumpida por el imperturbable Billy, que se presentó con su
  bandeja.


  —Lord Cantlemere, señor.


  —Hágalo subir, Billy. Es un eminente aristócrata del reino que
  representa a los más elevados intereses —dijo Holmes—. Es una persona
  excelente y leal, pero está más bien chapado a la antigua. ¿Quiere que
  lo hagamos apearse de su solemnidad? ¿Vamos a tomarnos una pequeña
  libertad? Calculo que no debe saber nada de lo que acaba de ocurrir.


  Se abrió la puerta para dejar paso a un hombre enjuto y austero, de
  perfil parecido a un hacha, y patillas largas de la época media
  victoriana, negras y brillantes, que no concordaban bien con los
  hombros caídos y su andar lento.


  Holmes se adelantó afectuoso y le apretó su flácida mano.


  —¿Cómo andamos, lord Cantlemere? La temperatura es fría para la época
  del año en que estamos, pero bastante calurosa dentro de casa. ¿Puedo
  quitarle el gabán?


  —No, gracias; lo conservaré puesto.


  Holmes apoyó con insistencia su mano en la manga del gabán.


  —¡Por favor, permítame! Mi amigo el doctor Watson podrá decirle que
  estos cambios de temperatura son muy traidores.


  Su señoría se liberó con impaciencia de las manos de Holmes.


  —Me encuentro muy cómodo, señor. No voy a permanecer aquí porque entré
  simplemente para saber si ha hecho algún progreso en la tarea que le ha
  sido encomendada.


  —Es difícil…, dificilísima.


  —Ya me temí que así le pareciese.


  El viejo cortesano dejó transparentar un tonillo de mofa en sus
  palabras y en su expresión.


  —Señor Holmes, todo el mundo descubre sus limitaciones, pero ese
  descubrimiento nos cura por lo menos del engreimiento.


  —Sí, señor, me he visto muy perplejo.


  —¡Claro está!


  —Sobre todo, en lo relativo a un detalle. Quizás usted pudiera ayudarme
  en ese punto.


  —Solicita mi consejo con bastante retraso. Yo creía que usted disponía
  de métodos que nunca se quedaban cortos. Sin embargo, no tengo
  inconveniente en ayudarle.


  —Verá, lord Cantlemere, la verdad es que tenemos todas las pruebas para
  acusar a los auténticos ladrones.


  —Cuando los haya atrapado.


  —Exactamente. Ahora bien, el problema es éste: ¿De qué manera
  procederemos contra el perista?


  —¿No es algo prematura la pregunta?


  —Siempre es bueno que tengamos preparados nuestros planes para todo.
  Entonces bien, ¿qué prueba consideraría usted decisiva contra el
  perista?


  —Encontrar la piedra en su posesión.


  —¿Lo harían ustedes detener en tal caso?


  —Sin duda alguna.


  Rara vez se reía Holmes, pero en esta ocasión estuvo tan a punto de
  hacerlo como Watson no recordaba haberlo visto nunca.


  —Siendo así, querido señor, me veré en la dolorosa necesidad de
  aconsejar que procedan a su detención.


  Lord Cantlemere se puso muy irritado. En sus exangües mejillas
  vibraron, pasajeros, algunos de sus antiguos colores.


  —Señor Holmes, se toma usted grandes libertades. No recuerdo caso igual
  en mis cincuenta años de vida oficial. Yo soy un hombre atareado,
  señor, que tiene a su cargo importantes asuntos, y no dispongo del
  tiempo ni del gusto para bromas estúpidas. No tengo inconveniente en
  decirle, señor, que jamás he creído en sus talentos y que siempre he
  defendido la opinión de que el asunto habría estado más seguro en manos
  de la policía oficial. Su manera de conducirse confirma las
  conclusiones a que yo había llegado. Tengo el honor de darle las buenas
  tardes, señor.


  Holmes había cambiado rápidamente de posición y se interponía ahora
  entre el lord y la puerta.


  —Un momento, señor —dijo—. Salir de aquí con la piedra de Mazarino
  constituiría un delito mucho más grave a que se le encontrase
  temporalmente en posesión de la misma.



  —Caballero, esto es intolerable. Déjeme pasar.


  —¡Meta la mano en el bolsillo del lado derecho de su gabán!


  —¿Qué es lo que pretende insinuar?


  —Vamos, vamos; haga lo que le pido.


  Un instante después, el atónito aristócrata, con la gran piedra
  amarilla sobre la palma de la mano temblorosa, parpadeaba y
  tartamudeaba:


  —¡Cómo! ¡Qué! ¿Qué significa esto, señor Holmes?


  —¡Lo he hecho muy mal, lord Cantlemere, lo he hecho muy mal! — exclamó
  Holmes—. Este viejo amigo aquí presente le podrá explicar mi endiablada
  afición a las bromas. Eso y que no resisto la tentación de lo
  dramático. Me tomé la libertad, la grandísima libertad, lo confieso, de
  meterle la piedra en el bolsillo al comienzo de nuestra entrevista.


  El viejo aristócrata miraba, con ojos muy abiertos, tan pronto la
  piedra como el rostro sonriente que tenía delante.


  —Señor, estoy desconcertado. En efecto, sí; es la piedra preciosa de
  Mazarino. Señor Holmes, le estamos muy agradecidos. Quizá, lo confieso,
  su sentido del humor esté algo viciado, y esta exhibición del mismo
  haya sido notablemente inoportuna; pero considere retirados todos los
  comentarios que he hecho acerca de su asombrosa capacidad profesional.
  Pero ¿cómo…?


  —El caso no está sino a medio acabar, los detalles pueden esperar. Sin
  duda, lord Cantlemere, la satisfacción que tendrá al narrar los
  positivos resultados en los altos círculos a los que ahora vuelve,
  supondrá una pequeña compensación por mi broma. Billy, acompañe a su
  señoría hasta la calle, y diga a la señora Hudson que me alegraré de
  que nos envíe lo antes posible cena para dos.


  - 2 -
  El problema del puente de Thor



  En algún sitio de los sótanos del banco Cox and Co., en Charing Cross,
  hay un estuche metálico de documentos, maltratado y desgastado por los
  viajes, con mi nombre pintado en la tapa: John H. Watson, M. D.(doctor
  en medicina), anteriormente del Ejército de la India. Está atestado de
  papeles, casi todos los cuales son informes sobre casos que ilustran
  los curiosos problemas que en diversos momentos tuvo que examinar el
  señor Sherlock Holmes. Algunos, y no menos interesantes, fueron
  completos fracasos, y como tales no admiten que se les relate, ya que
  no se llega a ninguna explicación definitiva. Un problema sin solución
  puede interesar al estudioso, pero es difícil que no moleste al lector
  corriente. Entre estos casos no concluidos está el del señor James
  Phillimore, quien, volviendo atrás hacia su casa para buscar su
  paraguas, desapareció de este mundo sin dejar rastro. No menos notable
  es el del barco Alicia, que zarpó una mañana de primavera y se metió en
  un pequeño banco de niebla del que jamás volvió a salir, sin que se
  supiera más de él ni de su tripulación. Otro caso digno de nota es el
  de Isador Persano, el conocido periodista y duelista, a quien se
  encontró en estado de locura, mirando fijamente una caja de cerillas
  que tenía delante y que contenía un curioso gusano, al parecer
  desconocido para la ciencia. Aparte de esos casos no sondeados, hay
  algunos que implican los secretos de familias particulares, hasta un
  punto que significaría la consternación en muchos ambientes elevados si
  se creyera posible que hallaran su camino hasta la letra impresa. No
  necesito decir que tal quebrantamiento de confianza es impensable, y
  que esos informes se apartarán y se destruirán ahora que mi amigo tiene
  tiempo para dedicar sus energías a otro asunto. Queda un considerable
  remanente de casos de mayor o menor interés, que yo podría haber
  publicado antes si no hubiera temido dar al público un hartazgo que
  repercutiera en la reputación de un hombre a quien admiro por encima de
  todos. En algunos estuve metido yo mismo y puedo hablar como testigo de
  vista, mientras que en otros, o no estuve presente o tuve un papel tan
  pequeño que sólo podrían contarse como por parte de una tercera
  persona. El siguiente relato está sacado de mi propia experiencia.


  Era una desapacible mañana de octubre, y observé, al vestirme, cómo las
  últimas hojas que quedaban iban siendo arrebatadas del solitario
  platanero que crecía en el terreno de detrás de nuestra casa. Bajé a
  desayunar preparado para encontrar a mi compañero deprimido, pues, como
  todos los grandes artistas, fácilmente se dejaba influenciar por el
  ambiente. Por el contrario, vi que casi había terminado su desayuno y
  que su humor era especialmente luminoso y alegre, con ese buen ánimo
  algo siniestro que caracterizaba sus momentos más ligeros.


  —¿Tiene algún caso, Holmes? —hice notar.


  —La facultad de deducción es ciertamente contagiosa, Watson —
  respondió—. Le ha hecho capaz de sondear mi secreto. Sí, tengo un caso.
  Tras un mes de trivialidades y estancamiento, las ruedas se ponen en
  marcha otra vez.


  —¿Podría compartirlo?


  —Hay poco que compartir, pero podemos discutirlo cuando haya consumido
  un par de huevos duros con que nos ha favorecido nuestra cocinera. Su
  estado quizá no deje de tener relación con el ejemplar del Family
  Herald que observé ayer en la mesa del vestíbulo. Incluso un asunto tan
  trivial como el cocer un huevo requiere una atención que sea consciente
  del paso del tiempo, incompatible con la novela de amor de esa
  excelente publicación.


  Un cuarto de hora después, la mesa estaba despejada y nosotros cara a
  cara. Había sacado una carta del bolsillo.


  —¿Ha oído hablar de Neil Gibson, el Rey del Oro? —dijo.


  —¿Quiere decir el senador americano?


  —Bueno, una vez fue senador por algún estado del Oeste, pero se le
  conoce más como el mayor magnate de minas de oro del mundo.


  —Sí, sé de él. Seguro que lleva viviendo algún tiempo en Inglaterra. Su
  nombre es muy conocido.


  —Sí, compró unas grandes propiedades en Hampshire hace cinco años. ¿Ha
  oído hablar del trágico final de su mujer?


  —Claro. Ahora lo recuerdo. Por eso me es conocido el nombre. Pero la
  verdad es que no sé nada de los detalles.


  Holmes dirigió la mano hacia unos papeles que había en una silla.


  —Yo no tenía idea de que el caso vendría a parar a mí, ni de que ya
  tendría preparados mis recortes de prensa —dijo—. La verdad es que el
  problema, aunque enormemente sensacional, no parecía presentar
  dificultades. La interesante personalidad de la acusada no oscurece la
  claridad de las pruebas. Esa fue la opinión emitida por el jurado
  forense y también en la instrucción. Ahora se ha remitido a la
  Audiencia de Winchester. Me temo que es un asunto ingrato. Puedo
  descubrir hechos, Watson, pero no puedo cambiarlos. A no ser que se
  presenten algunos completamente nuevos e inesperados, no veo qué puede
  esperar mi cliente.


  —¿Su cliente?


  —Ah, me olvidaba de que no se lo he dicho. Me estoy metiendo en su
  enmarañada costumbre, Watson, de contar las cosas por el final. Más
  vale que empiece por leer esto.


  La carta que me había entregado, escrita con letra enérgica y
  dominante, decía así:


  «Hotel Claridge, 3 de octubre.


  Querido señor Sherlock Holmes:


  No puedo ver ir a la muerte a la mejor mujer que ha creado Dios sin
  hacer todo lo posible por salvarla. No puedo explicar las cosas, ni
  siquiera puedo intentarlo, pero sé sin duda alguna que la señorita
  Dunbar es inocente. Conocerá usted los hechos, ¿y quién no? Ha sido el
  chismorreo de todo el país. ¡Y ni una voz se ha levantado a su favor!
  Es la maldita injusticia de todo esto lo que me vuelve loco. Esa mujer
  tiene un corazón que no le permitiría matar una mosca. En fin, iré
  mañana a las once a ver si puede usted dejar pasar algún rayo de luz en
  esta oscuridad. Quizá tenga yo alguna clave y no lo sepa. En todo caso,
  todo lo que sé, todo lo que tengo y todo lo que soy son para usted, si
  puede salvarla. Si alguna vez en su vida ha mostrado toda su capacidad,
  aplíquela ahora a este caso.


  Suyo atentísimo,


  J. Neil Gibson».


  —Ahí lo tiene —dijo Sherlock Holmes, sacudiendo las cenizas de su pipa
  de después del desayuno y volviendo a llenarla lentamente—. Este es el
  caballero que espero. En cuanto a la historia, apenas ha tenido tiempo
  usted de hacerse cargo de todos esos papeles, así que debo ponerle al
  corriente si va a mostrar un interés intelectual en el asunto. Este
  hombre es el más poderoso financiero del mundo, y un hombre, según
  tengo entendido, de carácter muy violento y temible. Se casó con una
  mujer, la víctima de esta tragedia, de la que nada sé sino que ya había
  pasado su época de esplendor, lo que fue aún más aciago, dado que una
  institutriz muy atractiva se ocupaba de la educación de sus dos hijos
  pequeños. Esas son las tres personas que intervienen en el asunto, y el
  escenario es una grandiosa mansión señorial, centro de una histórica
  finca inglesa. Pasemos ahora a la tragedia. A la mujer se la encontró
  en los terrenos de la finca, a casi media milla de la casa, en plena
  noche, vestida con el traje de la cena, con un chal por los hombros y
  una bala de revólver que le había atravesado la cabeza. No se encontró
  arma alguna cerca de ella y no había pistas locales en cuanto al
  asesinato. No había arma alguna cerca de ella, Watson, ¡fíjese en eso!
  El crimen parece que se cometió ya entrada la noche, el cadáver lo
  encontró un guarda de caza hacia las once y lo examinaron la policía y
  un médico antes de llevarlo a la casa. ¿Está muy resumido o puede
  seguirlo sin problemas?


  —Está muy claro, pero ¿por qué sospechar de la institutriz?


  —Bueno, en primer lugar, hay algún indicio muy directo. Un revólver,
  con una cámara descargada y de un calibre que correspondía a la bala,
  se halló en el suelo de su guardarropa. —Sus ojos se quedaron fijos y
  repitió, fragmentando las palabras—: En-el-suelo-de-su-guardarropa.
  —Luego se quedó en silencio, y vi que se había puesto en marcha algún
  proceso de pensamiento que sería estúpido interrumpir. De repente,
  sobresaltado, volvió a emerger a una vida animada—. Sí, Watson, se
  encontró. Bastante condenatorio, ¿verdad? Eso pensaron los dos primeros
  jurados. Además, la mujer muerta llevaba encima una nota dándole cita
  en ese mismo lugar y firmada por la institutriz. ¿Qué tal eso?
  Finalmente, está el motivo. El senador Gibson es una persona muy
  atractiva. Si muere su mujer, quién más probable que la suceda sino la
  señorita que ya, por todos los informes, había recibido apremiantes
  atenciones de su patrono. Amor, fortuna, poder, todo dependiendo de una
  vida de mediana edad. Feo asunto, Watson, ¡muy feo!


  —Sí, así es, Holmes.


  —Y ella no puede presentar una coartada. Por el contrario, tuvo que
  admitir que había bajado cerca del puente de Thor, que fue el escenario
  de la tragedia, a esa hora. No lo podía negar, porque la había visto un
  aldeano que pasaba por allí.


  —Eso parece realmente concluyente.


  —¡Y sin embargo, Watson, sin embargo…! Ese puente, un ancho arco de
  piedra con balaustrada a los lados, hace pasar el camino sobre la parte
  más estrecha de una laguna larga, honda y rodeada de juncos. Lago de
  Thor, lo llaman. En la entrada del puente yacía muerta la mujer. Tales
  son los principales hechos. Pero, si no estoy equivocado, aquí está
  nuestro cliente, mucho antes de la hora.


  Billy había abierto la puerta, pero el nombre que anunció no era el
  esperado. Ninguno de los dos conocíamos al señor Marlon Bates. Era un
  hombre pequeño, delgado y nervioso, de ojos asustados, y unas maneras
  convulsivas y vacilantes; un hombre de quien cualquier mirada
  profesional juzgaría que estaba al borde del hundimiento nervioso.


  —Parece agitado, señor Bates —dijo Holmes—. Por favor, siéntese. Me
  temo que sólo puedo concederle un rato, pues tengo una cita a las once.


  —Ya sé que la tiene —jadeó nuestro visitante, disparando frases breves
  como un hombre sin aliento—. Viene el señor Gibson. El señor Gibson es
  mi jefe. Soy administrador de su finca. Señor Holmes, es un canalla…,
  un canalla infernal.


  —Duras palabras, señor Bates.


  —Tengo que ser enfático, señor Holmes, porque el tiempo es limitado. No
  querría que me encontrara aquí por nada del mundo. Está a punto de
  llegar. Pero me hallaba en una situación que no me ha permitido llegar
  antes. Hasta esta mañana, su secretario, el señor Ferguson, no me dijo
  que él tenía cita con usted.


  —¿Y usted es su administrador?


  —Ya le he avisado que me despido. Dentro de un par de semanas me habré
  librado de esa maldita esclavitud. Un hombre duro, señor Holmes, duro
  con todo lo que le rodea. Esas beneficencias públicas son una cortina
  de humo para cubrir sus iniquidades privadas. Fue brutal con ella. Ella
  venía de los trópicos, era brasileña de nacimiento como sin duda sabrá.


  —No, se me había pasado.


  —Tropical por nacimiento y tropical por naturaleza. Hija del sol y de
  la pasión. Le había querido a él como pueden querer tales mujeres, pero
  cuando se marchitaron sus encantos físicos, que he oído decir que en
  otro tiempo fueron considerables, no hubo nada que le detuviera. Todos
  la queríamos y nos preocupábamos por ella, y le odiábamos a él por el
  modo en como la trataba. Pero es taimado y astuto. Eso es todo lo que
  tengo que decirle. Que su apariencia no le engañe. Hay algo más detrás
  de esa fachada. Ahora me tengo que ir. ¡No, no me retenga! Estará al
  llegar.


  Con una asustada mirada al reloj, nuestro extraño visitante salió
  literalmente corriendo por la puerta y desapareció.


  —¡Bueno! ¡Bueno! —dijo Holmes, tras un intervalo de silencio—. El señor
  Gibson parece tener un hogar muy agradable. Pero el aviso es útil, y
  ahora sólo podemos esperar a que aparezca el hombre en persona.


  A la hora en punto oímos unos pesados pasos por las escaleras y el
  famoso millonario se presentó en la habitación. Al mirarlo, comprendí
  no sólo los temores y el odio de su administrador, sino también los
  vituperios de los que había sido objeto por parte de tantos rivales en
  los negocios. Si yo fuera escultor y quisiera dar con el modelo de
  hombre de negocios con éxito, nervios de hierro y rígida conciencia,
  elegiría al señor Neil Gibson como modelo. Su figura alta, flaca y
  áspera sugería rapacidad y voracidad. Un Abraham Lincoln dedicado a
  bajos principios en vez de los altos, daría cierta idea de ese hombre.
  Su cara podría haber estado cincelada en granito, dura, angulosa,
  despiadada, con profundas líneas, cicatrices de muchas penalidades.
  Unos fríos ojos grises, mirando con astucia bajo unas cejas erizadas,
  nos inspeccionaron a ambos. Se inclinó ligeramente cuando Holmes dijo
  mi nombre, y luego, con un aire de control magistral, tendió una silla
  a mi compañero y se sentó con sus huesudas rodillas casi rozándolo.


  —Permítame empezar diciendo, señor Holmes —comenzó—, que el dinero en
  este caso no me importa nada. Lo puedo quemar si le sirve de algo con
  tal de dar luz a la verdad. Esa mujer es inocente y debe quedar
  absuelta, y a usted le corresponde conseguirlo. ¡Diga su cifra!


  —Mis honorarios siguen una escala fija —dijo fríamente Holmes—. No los
  varío, salvo cuando los perdono por completo.


  —Está bien, si los dólares no significan nada para usted, piense en la
  reputación. Si soluciona esto, todos los periódicos de Inglaterra y de
  América le elogiarán. Será el tema de conversación de todos los
  continentes.


  —Gracias, señor Gibson. Creo que no necesito cumplidos. Quizá le
  sorprenda saber que prefiero trabajar de modo anónimo, y que es el
  problema mismo lo que me atrae. Pero estamos malgastando el tiempo.
  Vayamos a los hechos.


  —Creo que podrá encontrar los más importantes en las noticias de la
  prensa. No sé que puedo añadir para ayudarle. Pero si hay algo sobre lo
  que desee más luz…, bueno, aquí estoy para proporcionarla.


  —Sólo hay una cuestión.


  —¿Cuál?


  —¿Cuáles eran las relaciones exactas entre usted y la señorita Dunbar?


  El Rey del Oro se sacudió violentamente y casi se levantó de la silla.


  Luego recobró su corpulenta calma.


  —Supongo que está usted en su derecho, y quizá tiene obligación de
  hacer esa pregunta, señor Holmes.


  —Estamos de acuerdo en suponerlo así —dijo Holmes.


  —Entonces, puedo asegurarle que nuestras relaciones eran enteramente y
  siempre las de un patrono hacia una señorita con la que nunca conversó
  y a la que nunca vio, salvo cuando estaba en compañía de sus hijos.


  Holmes se levantó de la silla.


  —Señor Gibson, soy un hombre muy ocupado —dijo—, y no tengo tiempo ni
  ganas, de charlas que no lleven a parte alguna. Le deseo buenos días.


  Nuestro visitante se levantó también y su enorme figura se irguió por
  encima de la de Holmes. Había un fulgor furioso bajo esas cejas
  erizadas y un toque de color en las mejillas cetrinas.


  —¿Qué diablos quiere decir con eso, señor Holmes? ¿Rechaza usted mi
  caso?


  —Bueno, señor Gibson, más concretamente le rechazo a usted. Había
  creído que mis palabras habían sido claras.


  —Muy claras, pero ¿qué hay detrás de esto? ¿Me sube el precio o tiene
  miedo de hacerse cargo, o qué? Tengo derecho a una respuesta clara.


  —Bueno, quizá lo tenga —dijo Holmes—. Le daré ésta. Este asunto ya es
  bastante complicado para empezar con él sin la dificultad adicional de
  una información falsa.


  —¿Quiere decir que miento?


  —Bueno, trataba de expresarlo tan delicadamente como pude, pero si
  usted se empeña en esa palabra, no le llevaré la contraria.


  Me puse en pie de un salto, la expresión de la cara del millonario era
  demoníaca en su intensidad, y había alzado su gran puño nudoso. Holmes
  sonrió lánguidamente y extendió la mano a la pipa.


  —No haga tanto ruido, señor Gibson. Tenga en cuenta que, después del
  desayuno, incluso la menor discusión me sienta mal. Un paseo al aire de
  la mañana y pensarlo un poco tranquilamente le vendrían muy bien.


  Con esfuerzo, el Rey del Oro dominó su furia. No pude por menos que
  admirarle, ya que con un supremo dominio de sí mismo había pasado en un
  momento de una ardiente llamarada de cólera a una indiferencia fría y
  despectiva.


  —Bueno, usted decide. Supongo que sabrá tratar sus propios asuntos. No
  puedo obligarle a aceptar el caso contra su voluntad. No le beneficia
  nada lo de esta mañana, señor Holmes, pues he hundido a hombres más
  fuertes que usted. Nadie me ha llevado la contraria y se ha salido con
  la suya.


  —Muchos me han dicho eso, y sin embargo aquí estoy —dijo Holmes,
  sonriendo—. En fin, señor Gibson, buenos días. Todavía tiene usted
  mucho que aprender.


  Nuestro visitante salió ruidosamente, pero Holmes fumaba en silencio
  imperturbable con sus ojos pensativos fijos en el techo.


  —¿Algo que opinar, Watson? —preguntó por fin.


  —Bueno, Holmes, debo confesar que, cuando considero que éste es un
  hombre de los que apartaría sin duda cualquier obstáculo de su camino,
  y cuando recuerdo que su mujer quizá fuera un obstáculo y un motivo de
  odio, según nos dijo ese Bates, me parece…


  —Exactamente. Y a mí también.


  —Pero ¿cuáles eran sus relaciones con la institutriz y cómo lo ha
  descubierto?


  —¡Un farol, Watson, un farol! Cuando consideré el tono de su carta
  apasionado, poco convencional, poco profesional, y lo contrasté con su
  aspecto y sus maneras contenidas, resultó muy claro que había alguna
  emoción profunda centrada en la acusada, antes que en la víctima.
  Tenemos que comprender las relaciones exactas de esas tres personas si
  hemos de alcanzar la verdad. Ya vio el ataque de frente que le hice y
  qué imperturbablemente lo recibió. Luego me tiré un farol dándole la
  impresión de que estaba absolutamente seguro, cuando en realidad sólo
  lo sospechaba.


  —¿Volverá, quizá?


  —Estoy seguro de que lo hará. Debe volver. No puede dejarlo donde está.
  ¡Ah! ¿No llaman a la puerta? Sí, ahí están sus pasos. Bueno, señor
  Gibson, estaba diciéndole ahora mismo al doctor Watson que ya era más
  que hora de que viniera.


  El Rey del Oro había vuelto a entrar en el cuarto con un aire más
  amansado que cuando salió. Su orgullo herido seguía mostrándose en sus
  ojos resentidos, pero su sentido común le había hecho ver que tenía que
  ceder para alcanzar su fin.


  —Lo he estado pensando, señor Holmes, y creo que me he apresurado al
  tomar a mal sus observaciones. Usted tiene razón en llegar al fondo de
  los hechos, sean cuales sean, y le admiro por ello. Sin embargo, puedo
  asegurarle que las relaciones entre la señorita Dunbar y yo no tienen
  que ver realmente con el asunto.


  —Eso tengo que ser yo quien lo decida, ¿no?


  —Sí, supongo que así es. Es usted como un cirujano que quiere conocer
  todos los síntomas antes de dar el diagnóstico.


  —Exactamente. Eso lo expresa muy bien. Y sólo un paciente que tenga
  algún objetivo al engañar a su médico le ocultaría la realidad de su
  caso.


  —Puede ser, pero reconocerá usted, señor Holmes, que la mayor parte de
  los hombres se echarían un poco atrás si les preguntaran a quemarropa
  cuáles son sus relaciones con una mujer, si hay un sentimiento serio en
  el caso. Supongo que la mayor parte de los hombres tienen un pequeño
  reducto privado en algún rincón de sus almas donde no les gusta que
  entren intrusos. Y usted ha irrumpido bruscamente en él. Pero el
  objetivo le excusa, puesto que era el tratar de salvarla. Bueno, el
  suerte está hechada, y la reserva, abierta, y puede explorar donde
  quiera. ¿Qué es lo que quiere?


  —La verdad.


  El Rey del Oro se detuvo un momento como quien ordena sus pensamientos.
  Su cara sombría y de hondos surcos se había vuelto aún más triste y más
  grave.


  —Se la puedo decir en pocas palabras, señor Holmes —dijo por fin—. Hay
  cosas que son tan dolorosas como difíciles de decir, así que no iré más
  allá de lo necesario. Conocí a mi mujer cuando buscaba oro en Brasil.
  María Pinto era la hija de un funcionario del Gobierno en Manaos, y era
  muy hermosa. Yo era joven y ardiente en esos días, pero incluso ahora,
  mirando atrás con sangre más fría y ojos más críticos, veo que era
  extraordinaria y prodigiosa en su belleza. Tenía un carácter
  profundamente rico, también, apasionado, muy diferente de las
  americanas que he conocido. Bueno, para abreviar la larga historia, la
  quise y me casé con ella. Sólo cuando se pasó lo romántico, y duró
  años, me di cuenta de que no teníamos nada, absolutamente nada, en
  común. Mi amor se fue apagando. Si el de ella hubiera desaparecido, la
  cosa habría sido más fácil. Pero ¡ya sabe el curioso modo de ser de las
  mujeres! Hiciera lo que hiciera, nada podía apartarla de mí. Si he sido
  áspero con ella, o incluso brutal, como han dicho algunos, fue porque
  sabía que si pudiera matar su amor o convertirlo en odio, sería más
  fácil para los dos. Pero nada la cambió. Me adoraba en estos bosques
  ingleses como me había adorado hace veinte años en las orillas del
  Amazonas. Hiciera lo que hiciera, seguía tan apegada como siempre.


  »Entonces apareció la señorita Grace Dunbar. Vino por un anuncio
  nuestro y fue la institutriz de nuestros dos hijos. Quizá haya visto
  usted su retrato en los periódicos. El mundo entero ha proclamado que
  es también una mujer muy bella. Bueno, yo no pretendo ser más moral que
  mis prójimos, y le confesaré que no podía vivir bajo el mismo techo con
  una mujer así y en contacto diario con ella sin sentir una
  consideración apasionada hacia ella. ¿Me censura usted, señor Holmes?


  —No le censuro porque lo sintiera. Le censuraría si lo expresó, puesto
  que esa señorita estaba en cierto sentido bajo su protección.


  —Bueno, quizá sea así —dijo el millonario, aunque por un momento el
  reproche había vuelto a hacer surgir en sus ojos el viejo fulgor
  colérico—. No pretendo ser mejor de lo que soy. Supongo que toda la
  vida he sido un hombre que echaba mano a lo que quería, y nunca he
  querido más que el amor y la posesión de esa mujer. Así se lo dije.


  —Ah, ¿se lo dijo?


  Holmes podía parecer temible cuando se emocionaba.


  —Le dije que si pudiera casarme con ella lo haría, pero que eso no
  estaba a mi alcance. Le dije que el dinero no me importaba y que se
  haría todo lo que pudiera hacer para que ella estuviera feliz y a
  gusto.


  —Muy generoso, por supuesto —dijo Holmes, con una mueca burlona.


  —Mire usted, señor Holmes. Vine a verle por una cuestión de pruebas, no
  de moral. No le pido su crítica.


  —Sólo en atención a esa señorita es por lo que cojo su caso —dijo
  Holmes severamente—. No sé de nada de lo que se la acusa que sea
  realmente peor que lo que usted mismo ha confesado: que ha tratado de
  echar a perder a una chica indefensa que estaba bajo su techo. A
  algunos de ustedes, los ricos, habría que enseñarles que no se puede
  sobornar a todo el mundo para que perdonen sus excesos.


  Para mi sorpresa, el Rey del Oro recibió el reproche con ecuanimidad.


  —Eso es lo que yo mismo pienso ahora. Gracias a Dios que mis planes no
  salieron como yo pretendía. Ella no quiso aceptar nada de eso, y quiso
  dejar la casa al momento.


  —¿Por qué no lo hizo?


  —Bueno, en primer lugar, porque otras personas dependían de ella, y no
  era fácil para ella abandonarlas a todas al sacrificar su modo de
  ganarse la vida. Cuando juré, como hice, que no la volvería a molestar,
  consintió en quedarse. Pero había otra razón. Ella conocía la
  influencia que tenía sobre mí, y que ésta era más fuerte que ninguna
  otra en el mundo. Ella quería usarla para bien.


  —¿Cómo?


  —Bueno, sabía algo de mis negocios. Son muy grandes, señor Holmes, más
  de lo que creería cualquier persona normal. Puedo elevar o destruir, y
  suele ocurrir que destruya. No sólo individuos. Eran comunidades,
  ciudades, incluso naciones. El negocio es un juego duro, y los débiles
  acaban contra la pared. Jugué el juego por todo lo que valía. Nunca
  chillé y nunca me importó que el otro chillara. Pero ella lo veía de
  otro modo. Creo que tenía razón. Creía y decía que una fortuna para un
  solo hombre, siendo más de lo que necesitaba, no debería construirse
  sobre diez mil hombres arruinados que quedaban sin medios de vida. Así
  es como lo veía, y creo que era capaz de ver más allá de los dólares,
  algo más duradero. Se dio cuenta de que yo hacía caso de lo que decía,
  y creyó que serviría al mundo influyendo en mis acciones. Así se
  quedó…, y entonces ocurrió esto.


  —¿Puede usted arrojar alguna luz sobre ello?


  El Rey del Oro se detuvo más de un minuto, con la cabeza entre las
  manos, perdido en profundos pensamientos.


  —Está muy negro para ella. No lo puedo negar. Y las mujeres tienen una
  vida interior y pueden hacer cosas que escapan al juicio de un hombre.
  Al principio yo me quedé tan trastornado y abrumado que estaba
  dispuesto a creer que ella se había dejado llevar de algún modo extraño
  que iba contra su naturaleza. Una sola explicación se me ocurrió. Se la
  doy, señor Holmes, por lo que pueda valer. No hay duda de que mi mujer
  estaba terriblemente celosa.


  Hay unos celos del alma que pueden ser tan frenéticos como los celos
  del cuerpo, y aunque mi mujer no tenía razón, y creo que la entendía,
  para estos últimos, se daba cuenta de que esa chica inglesa ejercía un
  influjo en mi ánimo y en mis actos que ella misma no logró nunca. Era
  una influencia para bien, pero eso no arreglaba el asunto. Estaba loca
  de odio, y el calor del Amazonas seguía siempre en su sangre. Podría
  haber planteado asesinar a la señorita Dunbar, o, digamos, amenazarla
  con una pistola para asustarla y que se marchara. Entonces podría haber
  habido una pelea y que la pistola se disparase hiriendo a la que la
  tenía.


  —Esa posibilidad ya se me ha ocurrido —dijo Holmes—. En efecto, era la
  única alternativa obvia al asesinato deliberado.


  —Pero ella lo niega absolutamente.


  —Bueno, eso no es definitivo, ¿verdad? Uno puede entender que una mujer
  puesta en una situación tan terrible pudiera apresurarse a casa
  llevando todavía el revólver. Incluso pudo haberlo tirado entre su
  ropa, sin saber apenas lo que hacía, y, cuando fue encontrado, pudo
  intentar salir del paso mintiendo con una negativa total, puesto que
  era imposible toda explicación. ¿Qué hay contra tal suposición?


  —La misma señorita Dunbar.


  —Bueno, quizá.


  Holmes miró el reloj.


  —No tengo dudas de que podemos obtener esta mañana los permisos
  necesarios y llegar a Winchester en el tren de la tarde. Cuando vea a
  esa señorita, es muy posible que le sea más útil en el asunto, aunque
  no puedo prometer que mis conclusiones sean necesariamente como usted
  desea.


  Hubo alguna tardanza en el pase oficial, y en vez de llegar a
  Winchester ese día, llegamos a Thor Place, la finca del señor Neil
  Gibson en Hampshire. Él no nos acompañó, pero teníamos la dirección del
  sargento Coventry, de la policía local, que había sido el primero en
  examinar el asunto. Era un hombre alto, flaco, cadavérico, con unas
  maneras secretas y misteriosas, que hacían pensar que sabía o
  sospechaba mucho más de lo que se atrevía a decir. Empleaba también el
  truco de bajar de repente la voz hasta un susurro como si hubiera
  encontrado algo de importancia vital, aunque la información solía ser
  muy corriente. Más allá de esos detalles en sus maneras, pronto mostró
  ser un hombre decente y honrado que no tenía reparo en confesar que no
  sabía por dónde andaba y que de buena gana recibiría cualquier ayuda.


  —En todo caso, prefiero tenerle a usted que a Scotland Yard, señor
  Holmes —dijo—. Si llaman a la Yard para algún caso, entonces la policía
  local pierde todo el mérito en el éxito y a lo mejor le echan la culpa
  si fracasa. Usted juega limpio, según he oído.


  —Yo no necesito aparecer en el asunto en absoluto —dijo Holmes, para
  evidente alivio de nuestro melancólico conocido—. Si se me permite
  aclararlo, no pido que se mencione mi nombre.


  —Bueno, es muy elegante por su parte, ciertamente. Y su amigo, el
  doctor Watson, es de fiar, ya lo sé. Bueno, señor Holmes, mientras
  vamos al sitio hay una pregunta que querría hacerle. No se lo
  insinuaría a nadie más que a usted. —Miró a su alrededor como si apenas
  se atreviera a decirlo—. ¿No cree que podría haber una acusación contra
  el propio señor Neil Gibson?


  —Lo he estado considerando.


  —No ha visto a la señorita Dunbar. Es una mujer asombrosamente buena en
  todos los sentidos. Él pudo muy bien desear quitarse de en medio a su
  mujer. Y esos americanos son más listos con sus pistolas que nuestra
  gente. La pistola era de él, ¿sabe?


  —¿Se ha investigado eso de forma clara?


  —Sí, señor. Era de una pareja que tenía él.


  —¿Una de una pareja? ¿Dónde está la otra?


  —Bueno, ese caballero tenía un montón de armas de fuego de una u otra
  clase. Nunca hemos encontrado la pareja de esa pistola determinada,
  pero la caja estaba hecha para dos.


  —Si pertenecía a una pareja, sin duda debería encontrar la otra.


  —Bueno, las tenemos fuera ahí en la casa si usted quiere mirarlas.


  —Más tarde, quizá. Creo que bajaremos andando juntos y echaremos una
  mirada al escenario de la tragedia.


  La conversación había tenido lugar en el cuartito delantero de la
  humilde casa del sargento Coventry, que servía como comisaría local de
  policía. Un paseo de una media milla a través de un páramo barrido por
  el viento, todo oro y bronce con los helechos marchitos, nos llevó a
  una puerta lateral que daba a los terrenos de la finca de Thor Place.
  Un sendero cruzaba las hermosas tierras, y luego, desde un claro, vimos
  la casa, ampliamente extendida, la mitad de madera, un poco Tudor y un
  poco georgiana, en lo alto de la colina. A nuestro lado había una
  extensa laguna rodeada de juncos, estrecha por el medio, donde el
  camino de coches principal pasaba por un puente de piedra, pero se
  ensanchaba en pequeños lagos a ambos lados. Nuestro guía se detuvo a la
  entrada del puente, señalando al suelo.


  —Ahí es donde yacía el cuerpo de la señora Gibson. Lo marqué con esa
  piedra.


  —¿Entiendo que usted llegó aquí antes de que retiraran el cadáver?


  —Sí, me mandaron llamar en seguida.


  —¿Quién?


  —El propio señor Gibson. En el momento en que se dio la alarma y que él
  salió precipitadamente de la casa con otros, se empeñó en que no
  movieran nada hasta que llegara la policía.


  —Muy sensato. Por los periódicos supe que el disparo fue hecho desde
  muy cerca.


  —Sí, señor, muy cerca.


  —¿Cerca de la sien derecha?


  —Detrás mismo de ella, señor Holmes.


  —¿Cómo estaba tendido el cadáver?


  —De espaldas, señor Holmes. No había señales de lucha. Ninguna. No
  había arma. La breve nota de la señorita Dunbar la llevaba apretada en
  la mano.


  —¿Apretada, dice?


  —Sí, señor; apenas pudimos abrirle los dedos.


  —Eso es de gran importancia. Eso excluye la idea de que nadie hubiera
  podido colocarle la nota allí después de su muerte para dar una pista
  falsa. ¡Válgame Dios! La nota, según recuerdo, era muy corta: «Estaré
  en el puente de Thor a las nueve. G. Dunbar». ¿Era así?


  —Sí, señor.


  —¿Reconoció la señorita Dunbar haberla escrito?


  —Sí, señor.


  —¿Qué explicación dio?


  —Su defensa se reserva para la Audiencia. Ella no quiso decir nada.


  —El problema es ciertamente interesante. El asunto de la carta es muy
  oscuro, ¿no cree?


  —Bueno, señor Holmes —dijo el guía—, si me permite decirlo así, pareció
  el único elemento realmente claro de todo el caso.


  Holmes sacudió la cabeza.


  —Admitiendo que la carta sea auténtica y que se escribiera realmente,
  es de entender que fuese recibida con antelación, tal vez una o dos
  horas. ¿Por qué, entonces, la señora seguía llevándola agarrada en la
  mano izquierda? ¿Por qué la iba a llevar con tanto cuidado? No
  necesitaba aludir a ella en la entrevista. ¿No le parece notable?


  —Bueno, señor Holmes, tal como lo dice, quizá sí.


  —Creo que me gustaría sentarme tranquilamente unos minutos y pensarlo
  bien. —Se sentó en el borde de piedra del puente, y vi sus rápidos ojos
  grises disparando sus ojeadas escrutadoras en todas direcciones.


  De repente volvió a ponerse en pie de un salto y corrió hasta la
  balaustrada de enfrente, sacó la lupa del bolsillo y empezó a examinar
  la piedra.


  —Es curioso —dijo.


  —Sí, señor; vimos la mella en el reborde. Supongo que lo ha hecho
  alguien que pasaba por aquí.


  La piedra era gris, pero en ese único punto se mostraba blanca por un
  espacio no mayor que una moneda de seis peniques. Examinando de cerca,
  se veía que la superficie estaba mellada por un fuerte golpe.


  —Tuvo que costar un considerable esfuerzo hacer eso —dijo Holmes
  pensativo. Con el bastón, golpeó varias veces el reborde sin dejar
  señal—. Sí, fue un golpe fuerte. Además en un lugar curioso. No fue
  desde arriba, sino desde abajo, pues ya ve que está en el borde
  inferior del parapeto.


  —Pero está al menos a quince pies(4,5 m.) del cadáver.


  —Sí, está a quince pies del cadáver. Quizá no tenga que ver con el
  asunto, pero es un factor digno de tener en cuenta. Creo que no tenemos
  nada más que averiguar aquí. ¿No había huellas, dice?


  —El suelo estaba duro como el hierro, señor Holmes. No había huellas en
  absoluto.


  —Entonces podemos irnos. Subiremos primero a la casa y miraremos esas
  armas de las que habla usted. Luego iremos a Winchester, ya que me
  gustaría ver a la señorita Dunbar antes de continuar.


  El señor Neil Gibson no había vuelto de Londres, pero vimos en la casa
  al neurótico señor Bates, que nos había visitado aquella mañana. Nos
  mostró con siniestra complacencia el temible arsenal de armas de fuego
  de diversas formas que su patrono había acumulado en el transcurso de
  una vida de aventuras.


  —El señor Gibson tiene sus enemigos, como esperaría cualquiera que le
  conozca a él y a sus métodos —dijo—. Duerme con un revólver cargado en
  el cajón junto a la cama. Es un hombre violento, señor Holmes, y hay
  momentos en que todos le tenemos miedo. Estoy seguro de que la pobre y
  difunta señora estaba a menudo aterrorizada.


  —¿Presenció alguna vez que empleara violencia física contra ella?


  —No, no puedo decir eso. Pero he oído palabras que eran casi tan malas,
  palabras de desprecio frío y cortante, incluso delante de los criados.


  —Nuestro millonario no parece destacar en su vida privada —observó
  Holmes, mientras nos dirigíamos a la estación—. Bueno, Watson, hemos
  hallado muchos datos, algunos nuevos, y sin embargo me parece que estoy
  lejos de una conclusión. A pesar del evidente odio del señor Bates
  hacia su jefe, deduzco por él que cuando se dio la alarma, estaba sin
  duda en su biblioteca. La cena había acabado a las ocho y media y todo
  estaba normal hasta entonces. Es verdad que la alarma se dio un poco
  tarde, ya entrada la noche, pero la tragedia sin duda ocurrió alrededor
  de la hora indicada en la nota. No hay ninguna prueba de que el señor
  Gibson hubiera salido de la casa desde que volvió de Londres a las
  cinco. Por otro lado, la señorita Dunbar, según tengo entendido,
  reconoce que había dado cita a la señora Gibson en el puente. Aparte de
  eso, no quiere decir nada, ya que su abogado le ha aconsejado que se
  reserve para su defensa. Tenemos varias preguntas fundamentales que
  hacer a esa señorita, y mi ánimo no quedará en paz hasta que la veamos.
  Tengo que admitir que el caso tendría muy mal aspecto para ella si no
  fuera por una sola cosa.


  —¿Cuál es, Holmes?


  —El hallazgo de la pistola en su guardarropa.


  —¡Caramba, Holmes! —exclamé—, ése me parecía el detalle más
  condenatorio de todos.


  —No es así, Watson. Me había llamado la atención, incluso la primera
  vez que lo leí por encima, como algo muy extraño, y ahora que estoy más
  en contacto con el caso, es mi única base firme de esperanza. Tenemos
  que buscar coherencia. Donde falte, debemos sospechar engaño.


  —Apenas le sigo.


  —Venga Watson, imaginemos por un momento que es usted una mujer que, de
  un modo frío y premeditado, va a librarse de una rival. Lo ha planeado.
  Hay escrita una nota. La víctima ha llegado. Tiene un arma. El crimen
  es consumado. Ha sido profesional y definitivo. ¿Me va a decir que
  después de llevar a cabo un crimen tan hábil echaría a perder su
  reputación olvidando tirar el arma en una de esas matas de juncos que
  la cubrirían para siempre, y que por fuerza tiene que llevársela a casa
  cuidadosamente y colocarla en su propio guardarropa, el más obvio lugar
  que registrarían? Difícilmente alguno de sus mejores amigos podría
  considerarle maquinador, Watson, y sin embargo, no le puedo imaginar
  haciendo algo tan torpe como eso.


  —En la excitación del momento…


  —No, Watson, no voy a admitir que tal cosa sea posible. Cuando se
  premedita fríamente un crimen, los medios para ocultarlo también están
  fríamente premeditados. Espero, por tanto, que estemos en presencia de
  un grave error.


  —Pero queda mucho que explicar.


  —Ya nos dedicaremos a explicarlo. Una vez que se cambia de punto de
  vista, lo que antes era algo totalmente culpable puede convertirse en
  una clave de la verdad. Por ejemplo, consideremos el revólver. La
  señorita Dunbar niega categóricamente reconocerlo. Según nuestra nueva
  teoría, dice la verdad cuando así lo afirma. Por tanto, se lo pusieron
  en el guardarropa. ¿Quién lo puso allí? Alguien que deseaba
  incriminarla. ¿No pudo ser esa persona el verdadero criminal? Ya ve
  cómo en seguida llegamos a una línea de investigación muy productiva.


  Nos vimos obligados a pasar la noche en Winchester, ya que las
  formalidades no habían sido cumplimentadas aún, pero a la mañana
  siguiente, en compañía del señor Joyce Cummings, el prometedor abogado
  a quien se había confiado la defensa, se nos permitió ver a la señorita
  en su celda. Por todo lo que habíamos oído, yo esperaba ver una mujer
  hermosa, pero nunca olvidaré el efecto que me produjo la señorita
  Dunbar. No era extraño que incluso el dominante millonario hubiera
  encontrado en ella algo más sublime que él mismo, algo que podía
  controlarle y guiarle. Uno advertía también, al mirar esa cara fuerte,
  bien perfilada pero sensible, que aunque ella fuese capaz de alguna
  acción impetuosa,  había en ella una innata nobleza de carácter que
  haría que su influencia fuera siempre para bien. Era morena, alta, con
  una figura noble y una presencia imponente, pero sus ojos oscuros
  tenían la expresión desvalida y apelante de la criatura acosada que
  siente las redes a su alrededor pero no ve la salida. Sin embargo, al
  darse cuenta de la presencia y la ayuda de mi famoso amigo, un toque de
  color subió a sus mejillas consumidas y una luz de esperanza empezó a
  fulgurar en la mirada que nos dirigió.


  —¿Quizá el señor Neil Gibson le ha dicho algo de lo que ocurrió entre
  nosotros? —preguntó, con voz sorda y agitada.


  —Sí —respondió Holmes—, no tiene que molestarse en entrar en esa parte
  de la historia. Después de verla, estoy dispuesto a aceptar la
  declaración del señor Gibson tanto sobre la influencia que usted
  ejercía sobre él, como sobre la inocencia de su relación. Pero ¿por qué
  no se ha explicado toda esa situación en el proceso de instrucción?


  —Me parecía terrible que se pudiera sostener tal acusación. Creí que,
  si esperábamos, todo el asunto se aclararía por sí solo, sin que
  hubiera necesidad de entrar en penosos detalles de la vida íntima de la
  familia. Pero creo que, lejos de aclararse, se ha agravado aún más.


  —Mi querida señorita —exclamó Holmes gravemente—, le ruego que no se
  haga ilusiones sobre ese tema. El señor Cummings, aquí presente, le
  asegurará que todas las cartas están por ahora en nuestra contra, y que
  tenemos que hacer todo lo posible si hemos de ganar y que todo quede en
  claro. Sería un cruel engaño fingir que no está usted en un grave
  peligro. Proporcióneme, pues, toda la ayuda que pueda para llegar a la
  verdad.


  —No ocultaré nada.


  —Háblenos, entonces, sobre sus verdaderas relaciones con la mujer del
  señor Gibson.


  —Me odiaba, señor Holmes. Me odiaba con todo el fervor de su carácter
  tropical. Era una mujer que no hacía nada a medias, y la medida de su
  amor a su marido era también la medida de su odio hacia mí. Es probable
  que malentendiera nuestras relaciones. No querría calumniarla, pero
  amaba tan vivamente en un sentido físico que apenas podía comprender el
  vínculo mental, e incluso espiritual, que unía a su marido a mí, ni
  imaginar que era sólo mi deseo de influir en su poder para buenos fines
  lo que me retenía bajo su techo. Ahora veo que yo estaba equivocada.
  Nada podía justificar que me quedara allí donde era causa de
  infelicidad, y sin embargo es seguro que la infelicidad habría seguido
  aunque me hubiera marchado de la casa.


  —Bueno, señorita Dunbar —dijo Holmes—, le ruego que nos diga
  exactamente qué ocurrió esa noche.


  —Puedo decirle la verdad en la medida en la que sé, señor Holmes, pero
  no estoy en condiciones de demostrar nada, y hay puntos, los más
  vitales, que no puedo explicar, y que no puedo imaginar cómo podrían
  explicarse.


  —Si usted encuentra los hechos, quizá otros encuentren la explicación.


  —Pues con respecto a mi presencia en el puente de Thor esa noche,
  recibí una nota de la señora Gibson por la mañana. Estaba puesta en la
  mesa del cuarto donde dábamos clase, y quizá la pusiera ella misma. Me
  imploraba que la viera después de cenar, decía que tenía algo
  importante que decirme y me rogaba que dejara una respuesta en el reloj
  de sol del jardín, porque deseaba que nadie lo supiera. Yo no veía
  razón para tal secreto, pero hice lo que me pedía, y acepté la cita. Me
  pidió que destruyera su nota, y la quemé en la estufa de la clase.
  Tenía mucho miedo de su marido, que la trataba con una aspereza por la
  que yo le reprochaba frecuentemente, y sólo pude imaginar que ella no
  deseaba que él supiera nada de nuestro encuentro.


  —Pero ella guardó su respuesta cuidadosamente.


  —Sí. Me sorprendió que la tuviera en la mano al morir.


  —De acuerdo, ¿qué pasó luego?


  —Fui allí como había prometido. Cuando llegué al puente, me estaba
  esperando. Nunca me di cuenta hasta ese momento de cuánto me odiaba esa
  pobre criatura. Era como una loca; en efecto, creo que estaba loca,
  sutilmente loca, con ese profundo poder de engaño que a veces tienen
  los trastornados. Si no ¿cómo hubiera podido tratarme todos los días
  con indiferencia y sentir sin embargo un odio tan furioso contra mí en
  su corazón? No diré lo que dijo. Vertió toda su furia salvaje en
  palabras horribles e hirientes. Yo ni contesté; no pude. Era horrible
  mirarla. Me tapé los oídos con las manos y me marché a toda prisa. Al
  dejarla, seguía allí, parada, vociferando sus maldiciones a la entrada
  del puente.


  —¿Dónde la encontraron después?


  —A pocos pasos del lugar.


  —Y sin embargo, suponiendo que ella muriera poco después de que la dejó
  usted, ¿no oyó usted ningún disparo?


  —No, no oí nada. Pero, claro, señor Holmes, yo estaba tan agitada y
  horrorizada por ese terrible estallido de furia que me apresuré a
  volver a la paz de mi cuarto, y fui incapaz de notar nada de lo que
  ocurrió.


  —Dice que volvió a su cuarto. ¿Lo volvió a dejar antes de la mañana
  siguiente?


  —Sí, cuando se dio la alarma de que había muerto esa pobre criatura, yo
  salí corriendo con los demás.


  —¿Vio al señor Gibson?


  —Sí; acababa de volver del puente cuando le vi. Había mandado a buscar
  al médico y al policía.


  —¿Le pareció muy perturbado?


  —El señor Gibson es un hombre muy fuerte y que se sabe controlar. Creo
  que nunca mostraría sus emociones. Pero yo, que le conocía bien, vi que
  estaba profundamente afectado.


  —Entonces llegamos al punto más importante. Esa pistola que se encontró
  en su cuarto, ¿la había visto antes alguna vez?


  —Nunca, lo juro.


  —¿Cuándo se encontró?


  —A la mañana siguiente, cuando la policía hizo su registro.


  —¿Entre su ropa?


  —Sí, en el suelo de mi guardarropa, debajo de mis trajes.


  —¿No pudo suponer cuánto llevaba allí?


  —No estaba allí la mañana anterior.


  —¿Cómo lo sabe?


  —Porque arreglé el guardarropa.


  —Eso es concluyente. Entonces alguien entró en su cuarto y colocó el
  arma allí para inculparla.


  —Tuvo que ser así.


  —¿Y cuándo?


  —Sólo pudo ser a la hora de comer, o si no, en las horas en las que
  daba clase a los niños.


  —¿Eso hacía cuando recibió la nota?


  —Sí; desde ese momento en adelante, durante toda la mañana.


  —Gracias, señorita Dunbar. ¿Hay algún otro punto que pueda servirme en
  la investigación?


  —No se me ocurre ninguno.


  —Hubo algún signo de violencia en la piedra del puente: una mella muy
  reciente enfrente mismo del cadáver. ¿Podría sugerir alguna explicación
  posible?


  —Seguro que será una mera casualidad.


  —Curioso, señorita Dunbar, muy curioso. ¿Por qué iba a aparecer en el
  mismo momento de la tragedia y por qué en el mismo sitio?


  —Pero ¿qué pudo causarlo? Sólo un golpe muy fuerte pudo tener tal
  efecto.


  Holmes no contestó. Su cara pálida y ansiosa había asumido de repente
  esa expresión tensa y remota que me había acostumbrado a asociar con
  las supremas manifestaciones de su genio. Tan evidente era la crisis en
  su mente que ninguno de nosotros se atrevió a hablar, y allí nos
  quedamos sentados, el abogado, la procesada y yo, observándole en un
  silencio concentrado y absorto. De repente se levantó de la silla de un
  salto, vibrando de energía nerviosa y de apremiante necesidad de
  acción.


  —¡Vamos, Watson, vamos! —exclamó.


  —¿Qué pasa, señor Holmes?


  —No se preocupe, mi querida señorita. Tendrá noticias mías, señor
  Cummings. Con la ayuda del Dios de la Justicia, le proporcionaré una
  defensa que resonaráen toda Inglaterra. Tendrá noticias mañana,
  señorita Dunbar, y mientras tanto esté segura de que las nubes se
  aclaran y que tengo todas las esperanzas de que la luz de la verdad se
  abra paso.


  No era largo el viaje desde Winchester hasta Thor Place, pero fue largo
  para mi impaciencia, mientras que para Holmes evidentemente resultaba
  interminable, pues, a causa de su nerviosismo, no podía sentarse, y
  daba vueltas por el vagón o tamborileaba con sus largos y sensibles
  dedos en los almohadones que había junto a él. De repente, sin embargo,
  cuando nos acercábamos a nuestro destino, se sentó frente a mí,
  —teníamos un vagón de primera para nosotros solos—, y poniéndome una
  mano en cada rodilla me miró a los ojos con la mirada peculiarmente
  maligna que era característica de su humor más travieso.


  —Watson —dijo—, creo recordar que usted va armado en estas excursiones
  nuestras.


  Le parecía muy conveniente que lo hiciera, pues él se cuidaba muy poco
  de su propia seguridad cuando su mente estaba absorbida en un problema,
  así que más de una vez mi revólver había sido un buen amigo en la
  necesidad. Así se lo recordé.


  —Sí, sí, yo soy un poco distraído en esos asuntos. Pero ¿lleva el
  revólver encima?


  Lo saqué de mi bolsillo lateral, un arma pequeña, corta, cómoda, pero
  muy útil. Él soltó el cierre, sacó los cartuchos y lo examinó con
  cuidado.


  —Es pesado, notablemente pesado —dijo.


  —Sí, es una pieza bastante sólida.


  Reflexionó durante unos momentos.


  —Sabe, Watson —dijo—, creo que su revólver va a tener una relación muy
  estrecha con el misterio que estamos investigando.


  —Mi querido Holmes, está bromeando.


  —No, Watson, hablo en serio. Tenemos una prueba por delante. Si la
  prueba sale bien, todo estará aclarado, y la prueba dependerá de la
  conducta de esta pequeña arma. Un cartucho fuera. Ahora volveremos a
  poner los otros cinco y echaremos el seguro. ¡Así! Eso aumenta el peso
  y lo convierte en una reproducción mejor.


  No tenía yo idea de lo que había en su mente ni él me iluminó, sino que
  siguió perdido en sus pensamientos hasta que paramos en la pequeña
  estación de Hampshire. Conseguimos un destartalado cochecillo, y en un
  cuarto de hora estábamos en casa de nuestro enigmático amigo, el
  sargento.


  —¿Una pista, señor Holmes? ¿Cuál es?


  —Todo depende del funcionamiento del revólver del doctor Watson —dijo
  mi amigo—. Aquí está. Bien, sargento, ¿puede darme diez yardas de
  cuerda?


  La tienda del pueblo nos proporcionó un ovillo de fuerte guita.


  —Creo que esto es lo único que necesitamos —dijo Holmes—. Ahora, si les
  parece bien, emprenderemos la que espero que sea la última etapa de
  nuestro viaje.


  El sol se ponía, convirtiendo el ondulado páramo de Hampshire en un
  prodigioso panorama otoñal. El sargento, con miradas críticas e
  incrédulas, que evidenciaban sus profundas dudas sobre la cordura de mi
  acompañante, iba remoloneando a nuestro lado. Al acercarnos al
  escenario del crimen, vi que mi amigo, por debajo de su habitual
  frialdad, estaba en realidad profundamente agitado.


  —Sí —dijo, en respuesta a mi observación—, ya me ha visto alguna vez
  fallar el blanco, Watson. Tengo instinto para estas cosas y sin embargo
  a veces me ha engañado. Parecía una certeza cuando me relampagueó por
  la mente en la celda de Winchester, pero uno de los inconvenientes de
  una mente activa es que siempre se pueden imaginar explicaciones
  alternativas que harían que nuestra pista fuera falsa. Y sin embargo…,
  sin embargo… en fin, Watson, no podemos más que probar.


  Mientras caminaba había atado firmemente un cabo de la cuerda a la
  culata del revólver. Ya habíamos llegado al escenario de la tragedia.
  Con mucho cuidado, bajo la guía del policía, situó el lugar exacto
  donde había estado tendido el cadáver. Luego buscó entre los brezos y
  helechos hasta encontrar una piedra voluminosa. La ató al otro extremo
  de la cuerda, y la colgó sobre el parapeto del puente de modo que
  pendía suelta sobre el agua. Luego se situó en el lugar fatal, a cierta
  distancia del borde del puente, con mi revólver en la mano, teniendo la
  cuerda tensa entre el arma y la pesada piedra al otro extremo.


  —¡Vamos allá! —exclamó.


  Diciendo estas palabras levantó la pistola hasta la cabeza y luego la
  soltó. En un momento la arrebató el peso de la piedra, golpeando con un
  fuerte chasquido el parapeto, y se desvaneció por encima de la
  balaustrada cayendo al agua. Apenas había desaparecido cuando Holmes se
  arrodilló junto a la piedra, y un jubiloso grito demostró que había
  encontrado lo que esperaba.


  —¿Ha habido alguna vez una demostración más exacta? —exclamó—. ¡Vea,
  Watson, su revólver ha resuelto el problema! —señaló una segunda mella
  del mismo tamaño y forma de la piedra, que había aparecido bajo el
  reborde de la balaustrada de piedra—. Nos quedaremos esta noche en la
  posada —continuó, levantándose y encarándose con el asombrado
  sargento—. Por supuesto, usted buscará un gancho de recoger y recobrará
  fácilmente el revólver de mi amigo. También encontrará a su lado el
  revólver, la cuerda y la piedra con que esa vengativa mujer intentó
  disfrazar su propio crimen y cargarle una acusación de asesinato a una
  víctima inocente. Puede hacerle saber al señor Gibson que le veré por
  la mañana, cuando se puedan dar los pasos precisos para exculpar a la
  señorita Dunbar.


  Bien entrada la noche, mientras fumábamos nuestras pipas en la posada
  del pueblo, Holmes me hizo un breve resumen de lo que había pasado.


  —Me temo, Watson —dijo—, que no mejorará usted la reputación que haya
  adquirido yo añadiendo a sus anales el caso del misterio de puente de
  Thor. He estado torpe, y me ha faltado esa mezcla de imaginación y
  realidad que es la base de mi arte. Confieso que la mella en la
  balaustrada de piedra era una pista suficiente para sugerir la solución
  verdadera, y me critico a mí mismo por no haberla descubierto antes.


  »Debe admitirse que lo que planeó la mente de esa desgraciada mujer era
  profundo y sutil, de modo que no era cosa sencilla desenredar su plan.
  Creo que en nuestras aventuras nunca hemos encontrado un ejemplo más
  extraño de lo que puede producir un amor extraviado. Que la señorita
  Dunbar fuera su rival en un sentido físico o meramente mental, le
  pareció imperdonable a sus ojos. Sin duda, echó la culpa a esa inocente
  señorita de todos los malos tratos y duras palabras con que su marido
  trataba de rechazar su afecto demasiado demostrativo. Su primera
  resolución fue acabar con su propia vida. La segunda fue hacerlo de tal
  modo que implicara a su víctima en un destino que fuera mucho peor que
  ninguna muerte súbita.


  »Podemos seguir claramente los diversos pasos, y éstos muestran una
  notable sutileza mental. Con gran astucia, consiguió de la señorita
  Dunbar una nota que hiciera parecer que ella había elegido el escenario
  del crimen. En su afán de que se descubriera, ella exageró un poco,
  agarrándola en la mano hasta el final. Sólo eso debía haber provocado
  sospechas antes de lo que ocurrió.


  »Luego tomó uno de los revólveres de su marido, había, como ha visto,
  un arsenal en la casa, y se lo guardó para hacer uso de él. Alguien lo
  había escondido esa mañana en el guardarropa de la señorita Dunbar,
  después de disparar un cartucho, lo que pudo hacer fácilmente en los
  bosques sin llamar la atención. Luego bajó al puente, donde había
  organizado ese método tan enormemente ingenioso para desembarazarse de
  su arma. Cuando apareció la señorita Dunbar, empleó su último aliento
  en verter su odio, y luego, cuando ella ya no la podía oír, llevó a
  cabo su terrible propósito. Por fin están todos los eslabones en su
  sitio y la cadena se ha completado. Los periódicos preguntarán por qué
  no se dragó el lago para empezar, pero es muy fácil ser juicioso a
  posteriori, y en todo caso, la extensión de un lago lleno de juncos no
  es fácil de dragar si no se tiene una idea clara de qué se busca y
  dónde. Bueno, Watson, hemos ayudado a una notable mujer, y también a un
  hombre temible. Si en el futuro unen sus fuerzas, como parece probable,
  el mundo financiero quizá sepa que el señor Neil Gibson ha aprendido
  algo en esta aula de la Tristeza donde se enseñan nuestras lecciones
  terrenales.


  - 3 -
  La aventura del hombre que reptaba



  Sherlock Holmes opinó siempre que yo debía publicar los hechos
  rarísimos relacionados con el profesor Presbury aunque sólo fuese para
  disipar, de una vez para siempre, todos aquellos feos rumores que hará
  veinte años revolucionaron la Universidad y que hallaron eco en las
  sociedades doctas de Londres. Pero surgieron determinados obstáculos y
  la auténtica historia de este curioso caso permaneció sepultada en la
  caja de hojalata que encierra tantos relatos de las aventuras de mi
  amigo. Pero al fin hemos logrado la autorización necesaria para airear
  los hechos de uno de los últimos casos en que intervino Holmes antes de
  retirarse de sus actividades profesionales. Hoy mismo, es preciso dar
  pruebas de cierta reserva y discreción al exponer ante el público el
  asunto.


  Fue durante la velada de un domingo de principios de septiembre del año
  1903 cuando recibí uno de los lacónicos mensajes de Holmes:


  «Venga inmediatamente si no hay algún obstáculo, y no deje de venir
  aunque lo haya.


  S. H.».


  Nuestras relaciones en esa última etapa eran muy especiales. Holmes era
  hombre de rutinas, de rutinas limitadas y concentradas; yo era una de
  esas rutinas. Como institución, era yo igual que el violín, el tabaco
  fuerte de hebra, la vieja pipa ennegrecida, los volúmenes de índices y
  otras menos disculpables quizá. Cuando se trataba de casos que
  requerían moverse activamente y en los que se necesitaba un compañero
  en cuyo temple podía él confiar hasta cierto punto, mi papel saltaba a
  la vista. Pero, aun fuera de esos aspectos, yo le servía. Yo era la
  piedra de afilar en la que se aguzaba su inteligencia. Yo lo
  estimulaba. Le gustaba pensar en voz alta estando yo delante. No se
  podía decir que sus observaciones iban dirigidas a mí (muchas de ellas
  podían ir dirigidas lo mismo a su cama que a mí); pero, una vez
  adquirida la rutina, le agradaba hasta cierto punto que yo tomase nota
  y que interviniese. Si esa especie de lentitud metódica de mi
  mentalidad lo irritaba, esa irritación servía únicamente para que sus
  llamaradas de intuición y sus impresiones estallasen con mayor viveza y
  rapidez. Ése era mi humilde papel en nuestra alianza.


  Cuando llegué a Baker Street me lo encontré hecho una pelota en su
  sillón, con las rodillas en alto, la pipa en la boca y el ceño surcado
  de meditaciones. Era evidente que se hallaba en las torturas de algún
  molesto problema. Me señaló con un vaivén de la mano mi viejo sillón;
  fuera de eso, no dio durante media hora señales de que advirtiese que
  yo estaba allí. De pronto, con una señal de disgusto, pareció
  arrancarse de sus ensoñaciones, y acompañando sus palabras con la
  extraña sonrisa que le era habitual, me dio la bienvenida a la que
  había sido, en otro tiempo, mi casa, diciendo:


  —Mi querido Watson, sabrá usted disculpar este ensimismamiento. En las
  últimas veinticuatro horas han sido sometidos a mi consideración
  algunos hechos curiosos, y éstos han dado origen a su vez a
  determinadas meditaciones de carácter más general. Estoy pensando
  seriamente en escribir una pequeña monografía acerca de los usos de los
  perros en las tareas de los detectives.


  —Mire, Holmes, ése es un tema que ya ha sido explorado. Los sabuesos,
  los podemos… —le contesté yo.


  —No, no es eso, Watson; desde luego, ese aspecto del problema es
  evidente. Pero existe otro mucho más útil. Quizá recuerde que en el
  caso que usted, con sus métodos sensacionalistas asoció con las «Hayas
  Cobrizas», conseguí, estudiando el alma del niño, deducir los hábitos
  criminales del muy relamido y respetable padre.


  —Sí; lo recuerdo bien.


  —La dirección de mis pensamientos respecto a los perros es análoga. El
  perro refleja la vida de la familia. ¿Quién vio alguna vez un perro
  juguetón en una familia triste, o un perro melancólico en una familia
  feliz?; las personas gruñonas y agresivas tienen perros gruñones y
  agresivos, las personas peligrosas tienen perros peligrosos. Quizás en
  las alteraciones de los humores de los perros se refleja la diversidad
  de humores de sus amos.


  Yo moví la cabeza con una fuerte expresión de duda, y dije:


  —Me parece, Holmes, que eso es traer las cosas por los pelos. —Mi amigo
  volvió a llenar la pipa y a sentarse en su sillón, sin darse por
  enterado de mi comentario.


  —La aplicación práctica de eso que acabo de decir tiene relación
  estrecha con el problema que estoy investigando. Compréndame. Es una
  madeja muy enredada y ando buscando un cabo suelto. Quizás ese cabo
  está en la pregunta: ¿por qué Roy, el fiel perro lobo del profesor
  Presbury, se lanza a morderlo?


  Me recosté en el respaldo de mi sillón, algo desilusionado. ¿Para
  resolver un problema tan fútil como éste me había sacado de mis
  ocupaciones? Holmes me miró, y me dijo:


  —¡Siempre el mismo, viejo Watson! Jamás comprenderá usted que los más
  graves problemas pueden depender de las cosas más insignificantes. Pero
  ¿no resulta extraño, así, de pronto, que un fisiólogo ecuánime y
  anciano, me imagino que habrá usted oído hablar de Presbury, el célebre
  fisiólogo de Camford, resulta extraño, digo, que un hombre así, que ha
  tenido siempre a su perro lobo como el más adicto de sus amigos, se
  haya visto estos días acometido por él dos veces? ¿Qué saca usted en
  consecuencia?


  —Que el perro está enfermo.


  —Sí, también eso hay que tomarlo en cuenta. Pero el hecho es que el
  perro no ataca a nadie más, y que por lo visto tampoco molesta a su
  amo, sino en circunstancias muy especiales. Es curioso, Watson, muy
  curioso. Si quien llama ahora al timbre es el joven Bennett, se ha
  adelantado a la hora de la cita.


  Se oyeron pasos rápidos en la escalera, llamaron con golpes vivos a
  nuestra puerta, y un instante después se presentó nuestro cliente.


  Era un joven alto y bello, de unos treinta años, bien vestido y
  elegante, pero con algo en su porte que hacía pensar más bien en un
  estudioso que en el aplomo de un hombre de mundo. Cambió un apretón de
  manos con Holmes y luego me miró a mí con cierta sorpresa…


  —Señor Holmes, éste es un asunto muy delicado. Tenga en cuenta cuáles
  son mis relaciones, tanto las privadas como las públicas, con el
  profesor Presbury. No creo que tenga justificación que yo hable delante
  de una tercera persona.


  —Nada tema, señor Bennett. El doctor Watson es la esencia misma de la
  discreción y le aseguro que es muy probable que yo tenga que necesitar
  un colaborador en este asunto.


  —Como usted guste, señor Holmes. Estoy seguro de que le vendrá bien que
  yo adopte ciertas reservas en el asunto.


  —Usted comprenderá esta actitud, Watson, si le digo que este caballero,
  el señor Trevor Bennett, es ayudante profesional del gran hombre de
  ciencia, que vive bajo su mismo techo, y que es novio oficial de su
  hija. Tenemos, entonces, que convenir en que el profesor tiene todos
  los títulos para contar con su lealtad y su adhesión. La mejor manera
  de demostrársela es dar los pasos necesarios para poner en claro este
  extraño misterio. —Así lo espero, señor Holmes. Eso es lo que me
  propongo. ¿Conoce el doctor Watson la situación?


  —No tuve tiempo de explicárselo.


  —Entonces, quizá sea preferible que yo vuelva otra vez sobre el tema,
  antes de pasar a exponer algunas novedades ocurridas.


  —Me encargaré de ello yo mismo —dijo Holmes—, para demostrarle de ese
  modo que recuerdo los hechos en su orden debido. El señor profesor es
  hombre que goza de fama europea, Watson. Toda su vida ha transcurrido
  dentro de las normas tradicionales. Nunca dio ocasión en ella ni a un
  asomo de escándalo. Es viudo y tiene una sola hija, Edith. Según tengo
  entendido, es hombre de temperamento viril y enérgico, casi pudiéramos
  decir combativo. Tal era la situación hace algunos meses.


  »Entonces y de pronto varió la corriente de su vida. A pesar de que
  tiene sesenta y un años, se comprometió para casarse con la hija del
  profesor Morphy, colega suyo en la cátedra de Anatomía comparada. No
  era, como lo entiendo, el cortejo razonable de un hombre envejecido,
  sino el apasionado frenesí de la juventud, porque nadie pudo mostrarse
  como el amante más leal. La señorita, Alice Morphy, era una muchacha
  perfecta en mente y cuerpo, así que esa era toda la excusa para el
  enamoramiento del profesor. Sin embargo no se encontró con la total
  aprobación de su propia familia.


  —Pensamos que, más bien, es excesivo —dijo nuestro visitante.


  —Exactamente. Excesivo y un poco violento y antinatural. El profesor
  Presbury era rico, de todos modos, y no había objeción por parte del
  padre. La hija, sin embargo, tenía otros criterios, y había varios
  candidatos para su mano, quienes, si fueran menos elegibles desde un
  mundano punto de vista, eran por lo menos mayores de edad. A la
  muchacha parecía gustarle el profesor por el espíritu de su
  excentricidad. Era solamente la edad lo que se interponía.


  »Durante este tiempo un pequeño misterio repentinamente nubló la normal
  rutina de la vida del profesor. Hizo lo que nunca había hecho antes.
  Dejó su casa y no dio indicaciones acerca de a dónde iba. Se alejó
  durante quince días y regresó pareciendo bastante fatigado por el
  viaje. No hizo alusión a dónde había estado a pesar de que era
  usualmente el más sincero de los hombres. Ocurrió, sin embargo, que
  nuestro cliente aquí presente, el señor Bennett, recibió una carta de
  un compañero de estudios en Praga, quien dijo que estaba contento de
  haber visto al profesor Presbury allí, pese a que no fue capaz de
  hablarle. Solamente de esta forma su propia familia se enteró de dónde
  había estado.


  »Ahora viene el punto. Desde este momento un curioso cambio sobrevino
  al profesor. Se volvió furtivo y astuto. Aquellos a su alrededor tenían
  siempre el sentimiento de que no era el hombre que ellos habían
  conocido, sino que estaba bajo alguna sombra la cual había oscurecido
  sus más altas cualidades. Su intelecto no fue afectado. Sus
  conferencias eran tan brillantes como de costumbre. Pero siempre había
  algo nuevo, algo siniestro e inesperado. Su hija, quien estaba dedicada
  a él, trató una y otra vez de reanudar las viejas relaciones y penetrar
  esta máscara que su padre parecía ponerse. Usted, señor, según tengo
  entendido, obró de la misma manera; pero todo en vano. Y ahora, señor
  Bennett, explique con sus propias palabras el incidente de las cartas.


  —Debe saber, doctor Watson, que el profesor no tenía secretos para mí.
  Ni aunque hubiese sido su hijo o un hermano más joven, habría yo podido
  gozar de una manera más completa de sus confidencias. Como su
  secretario, pasaban por mi mano todos los documentos que llegaban para
  él, y tenía el encargo de abrir y de clasificar las cartas que recibía.
  Todo eso cambió al poco de su regreso. Me dijo que recibiría de Londres
  algunas cartas que vendrían señaladas con una cruz debajo del sello de
  correos. Esas cartas debía ponerlas a un lado, porque sólo él tenía que
  leerlas. En efecto, pasaron por mis manos varias cartas de esa clase,
  que traían la marca «E. C.» y estaban escritas con letra de persona
  inculta. Si el profesor contestó a ellas, las respuestas en todo caso
  no pasaron por mis manos, ni fueron a parar al cesto de las cartas en
  las que se recoge la correspondencia.


  —Explique también lo de la caja —dijo Holmes.


  —Ah, sí, la caja. El profesor se trajo al regresar de sus viajes, una
  cajita de madera. Era la única cosa que hacía pensar en que él había
  viajado por el continente, porque es uno de esos curiosos trabajos
  tallados que uno asocia con la imagen de Alemania. Esta cajita la
  colocó en su vitrina del instrumental. Cierto día, buscando yo una
  cánula, tomé la caja. Para mi sorpresa, esto puso furioso al profesor,
  que me reprendió con palabras completamente duras por mi curiosidad.
  Era la primera vez que ocurría semejante cosa y aquello me hirió
  profundamente. Intenté hacerle comprender que yo había tocado la caja
  por pura casualidad, pero tuve conciencia durante toda la velada de que
  el profesor me miraba con aspereza y de que el incidente aquel estaba
  enconando su alma.


  Bennett sacó del bolsillo un pequeño diario, y dijo:


  —Esto ocurrió el día 2 de julio.


  —Serviría usted desde luego para testigo de una manera admirable —dijo
  Holmes—. Quizá me sean necesarias algunas de esas fechas que ha
  anotado.


  —Entre otras cosas que yo he aprendido de mi gran maestro, figura la
  del método. Desde el momento en que observé una anormalidad en su
  conducta, me pareció que era mi deber estudiar su caso. Por eso tengo
  aquí anotado que fue en ese mismo día, 2 de julio, cuando Roy se
  abalanzó sobre el profesor, al salir éste de su despacho al vestíbulo.
  El día 11 de julio se repitió una escena del mismo estilo, y aún tengo
  anotada otra más: el día 20 de julio. Después de esta fecha tuvimos que
  confinar a Roy en las caballerizas. Se trata de un animal encantador y
  muy cariñoso; mucho me temo que los estoy cansando.


  Bennett dijo estas palabras en tono de censura, porque saltaba a la
  vista que Holmes no prestaba atención. Tenía la cara rígida y sus ojos
  miraban abstraídos el cielo raso. Volvió en sí haciendo un esfuerzo y
  murmuró:


  —¡Muy extraño, por demás extraño! Estos detalles son nuevos para mí,
  señor Bennett. Creo que con esto hemos repasado bien todo lo anterior,
  ¿verdad? Usted habló antes de nuevas incidencias.


  La cara agradable y sincera de nuestro visitante se ensombreció, y como
  si la nublara algún recuerdo desagradable, dijo:


  —Esto de lo que voy a hablar ocurrió anteanoche. Estaba yo acostado
  pero despierto a eso de las dos de la madrugada, cuando percibí, como
  si llegara del pasillo, un ruido apagado y blando. Abrí la puerta y
  miré. Debo decir que el profesor duerme al final del pasillo…


  —¿La fecha de eso fue…? —preguntó Holmes.


  Nuestro visitante se mostró claramente molesto ante una interrupción
  tan extemporánea.


  —He dicho ya que eso ocurrió anteanoche, es decir, el 4 de septiembre.


  Holmes asintió con la cabeza y le sonrió, agregando:


  —Por favor, siga.


  —Duerme, como digo, al final del pasillo, y para llegar hasta la
  escalera tenía que cruzar por delante de mi puerta. Señor Holmes,
  aquélla fue una experiencia aterradora. Yo me considero tan bien
  templado de nervios como cualquiera, pero lo que vi me consternó. El
  pasillo estaba a oscuras, sin más luz que la mancha luminosa de una
  ventana situada hacia la mitad del mismo. Me di cuenta de que por el
  pasillo avanzaba algo, algo oscuro y que caminaba como un reptil.
  ¡Reptaba, señor Holmes, reptaba! No caminaba totalmente sobre manos y
  rodillas. Yo diría que caminaba más bien sobre sus manos y sus pies,
  con la cara hundida entre aquéllas. Sin embargo, parecía moverse con
  facilidad. La vista de aquello me paralizó de tal manera que no pude
  salir y preguntarle si podía servirle de algo hasta que él llegó a mi
  puerta. Su reacción fue extraordinaria. Se irguió de golpe, me escupió
  con algunas frases horrendas, pasó corriendo por delante de mí y bajó
  por la escalera. Esperé cosa de una hora, pero él no regresó. Debió de
  hacerlo cuando ya había amanecido.


  —¿Qué saca usted de todo eso, Watson? —preguntó Holmes con aires de
  patólogo que presenta un ejemplar raro.


  —Quizás un lumbago. He conocido un caso fuerte de esta enfermedad que
  obligó a un hombre a caminar así. No hay cosa que irrite más el genio.


  —¡Bien, Watson! Usted nos obliga siempre a permanecer con los pies
  pegados al suelo, pero en este caso no hay manera de conformarse con el
  lumbago, ya que le fue posible erguirse en un momento.


  —Jamás fue mejor su salud —dijo Bennett—; a decir verdad, en muchísimos
  años no lo he visto tan fuerte como ahora. Ahí tiene usted los hechos,
  señor Holmes. No es éste un caso como para consultar con la policía,
  pero lo cierto es que estamos completamente desorientados sobre lo que
  hay que hacer, y tenemos una especie de presentimiento de que vamos
  hacia un desastre. Edith, es decir, la señorita Presbury, participa de
  mi criterio, ya no podemos seguir esperando pasivamente.


  —Desde luego que es un caso rarísimo y muy sugestivo. ¿Qué opina usted,
  Watson?


  —Hablando en mi calidad de médico —le contesté—, yo diría que es un
  caso para que intervenga un alienista(en referencia a un psiquiatra).
  Ese noviazgo perturbó los procesos cerebrales del anciano. Viajó por el
  extranjero con la esperanza de arrancar esa pasión que sentía. Quizá
  sus cartas y la cajita tengan relación con algún otro asunto
  particular; quizás un préstamo o certificado de acciones, que él guarda
  en la cajita.


  —Naturalmente, y el perro lobo está en contra de esa operación
  financiera. No y no, Watson; en esta cuestión hay algo más. Yo quizá
  sugeriría…


  Nunca se sabrá lo que Sherlock Holmes estaba a punto de sugerir, porque
  en ese instante se abrió la puerta y entró en la habitación una joven.
  Al aparecer ella, el señor Bennett se puso de pie, dejando escapar una
  exclamación, y avanzó precipitadamente con las manos extendidas para
  recibir en ellas las que ella también ofrecía.


  —¡Edith, querida! Supongo que no habrá ocurrido nada, ¿verdad?


  —Sentí el impulso irresistible de seguirte. ¡Oh, Jack, qué miedo tan
  grande he pasado! Es espantoso quedarse allí sola.


  —Señor Holmes, ésta es la joven de la que le he hablado, mi prometida.


  —Sí, poco a poco íbamos llegando a esa conclusión, ¿verdad, Watson? —
  contestó Holmes con una sonrisa—. Me imagino, señorita Presbury, que se
  ha producido alguna novedad en este caso, y que usted pensó que
  deberíamos conocerla, ¿no es así?


  Nuestra visitante, joven, hermosa y llena de vida, del tipo corriente
  de jóvenes inglesas, devolvió la sonrisa a Holmes, al sentarse cerca de
  Bennett.


  —Al encontrarme con que el señor Bennett había salido de su hotel,
  pensé que probablemente lo encontraría aquí. Claro está que ya me había
  anunciado que vendría a consultarlo. ¡Ay, señor Holmes! ¿No puede hacer
  nada por mi pobre padre?


  —Espero que sí, señorita Presbury, pero el caso se presenta todavía
  confuso.


  Quizá lo que usted tiene que decirnos arroje sobre el mismo alguna luz
  nueva.


  —Señor Holmes, lo que voy a decirle ocurrió la noche pasada. Mi padre
  se había mostrado durante todo el día muy raro. Estoy segura de que hay
  ocasiones en las que no le queda recuerdo de lo que hace. Vive como en
  un ensueño extraordinario. El día de ayer fue uno de ésos. No era mi
  padre aquella persona con la que yo estaba viviendo. Su corteza
  exterior estaba allí, pero no era él, de una manera real y verdadera.


  —Cuénteme lo que ocurrió.


  —Me despertaron durante la noche los furiosos ladridos del perro. Al
  pobre Roy lo tenemos ahora encadenado en las caballerizas. Yo duermo
  siempre con mi puerta cerrada con llave, porque, como Jack, como el
  señor Bennett… le dirá, todos tenemos un sentimiento de peligro
  inminente. Mi habitación está en el segundo piso. Sucedió que la
  persiana de mi ventana estaba abierta, y el exterior estaba iluminado
  por el brillo de la luz de la luna. Como estaba acostada con mis ojos
  clavados sobre el cuadrado de luz, escuchando a los frenéticos ladridos
  del can, me quedé asombrada de ver la cara de mi padre mirándome a
  través de la ventana. Señor Holmes, casi morí de sorpresa y horror.
  Estaba presionada contra el cristal de la ventana, y una mano pareció
  elevarse como si empujara la ventana. Si esa ventana se hubiera
  abierto, pienso que me hubiera vuelto loca. No fue una falsa ilusión,
  señor Holmes. No se engañe pensando en eso. Me atrevo a decir que
  fueron veinte segundos o algo así que me quedé paralizada observando su
  cara. Entonces desapareció, pero no pude… no pude saltar de la cama y
  mirar hacia afuera después de aquello. Yací fría y temblando hasta la
  mañana. En el desayuno estaba incisivo y feroz en su conducta, y no
  hizo alusión a la aventura de la noche. Ninguno lo hizo, pero le di una
  excusa para venir a la ciudad… y aquí estoy.


  Holmes observó cuidadosamente, sorprendido por la narración de la
  señorita Presbury:


  —Mi estimada señorita, dice que su habitación está en el segundo piso.
  ¿Hay alguna escalera larga en el jardín?


  —No, señor Holmes, esa es la parte asombrosa. No hay ninguna manera
  posible de alcanzar la ventana… y con todo ahí estaba.


  —Y la fecha fue el 5 de septiembre —dijo Holmes—. Eso ciertamente
  complica el asunto.


  Fue el cambio de actitud de Holmes, lo que produjo una mirada de
  sorpresa en la señorita.


  —Esta es la segunda vez que hace alusión a la fecha, señor Holmes —dijo
  Bennett—. ¿Es posible que tenga alguna relación con el caso?


  —Es posible… muy posible… pero aún no tengo completo el esquema de
  pensamiento.


  —¿Posiblemente está pensando en la conexión entre el delirio y las
  fases de la luna?


  —No, se lo aseguro. Era una línea de pensamiento diferente.
  Posiblemente pueda dejar su cuaderno de notas y yo comprobaré las
  fechas. Watson, creo que ahora está perfectamente clara nuestra línea
  de acción. Esta señorita nos ha informado, y yo tengo la máxima
  confianza en su intuición, de que su padre recuerda poco a nada de las
  cosas que le ocurren en determinadas fechas. Iremos, entonces, a
  visitarlo como si nos hubiese dado una cita en una de esas fechas en
  cuestión. Lo atribuirá a su falta de memoria. De ese modo, iniciaremos
  nuestra campaña con un estudio del profesor hecho de cerca.


  —Me parece magnífico —dijo el señor Bennett—. Les advierto, sin
  embargo, que el profesor es a veces irascible y violento.


  Holmes se sonrió.


  —Existen razones para que nosotros vayamos a visitarlo inmediatamente,
  razones muy poderosas si mis teorías resultan verdaderas; señor
  Bennett, el día de mañana nos verá con toda seguridad en Camford. Si
  mal no recuerdo, existe allí un mesón llamado Chequers, en el que
  sirven un oporto superior a lo corriente y en el que no hay un «pero»
  que poner a las ropas de cama. Watson, creo que los próximos días nos
  va a tocar vivirlos en lugares menos agradables.


  El lunes por la mañana íbamos camino de la ciudad célebre por su
  Universidad, lo cual no significó para Holmes ningún esfuerzo, porque
  él no tenía raíces que arrancar, pero supuso para mí una serie de
  planes y precipitaciones, porque por aquel entonces mi clientela era
  bastante considerable. Holmes no hizo la menor alusión al caso hasta
  después que tuvimos depositados nuestros maletines en el antiguo mesón
  del que había hablado.


  —Creo, Watson, que podemos encontrar al profesor momentos antes de
  almorzar. Da su lección a las once y es seguro que permanecerá algún
  tiempo en su casa.


  —¿Y qué excusa podemos darle para nuestra visita?


  Holmes consultó su librito de notas.


  —El día 26 de agosto hubo un período de excitación. Partiremos del
  supuesto de que en esos períodos sólo conserva un recuerdo confuso de
  sus acciones. Si nosotros insistimos en que hemos acudido allí porque
  él nos citó, creo que es difícil que se arriesgue a contradecirnos. ¿Se
  siente con la cara dura necesaria para llegar hasta el fin?


  —No tenemos más que intentarlo.


  —¡Magnífico, Watson! Algo así como una mezcla de «siempre adelante» y
  «manos a la obra». No tenemos más que intentarlo. Es la divisa de la
  firma. Encontraremos, con seguridad, algún amistoso nativo del pueblo
  que nos sirva de guía.


  Alguien así, en la parte trasera de un magnífico taxi, nos hizo pasar a
  toda velocidad por delante de una hilera de colegios antiguos,
  desembocó por último en una avenida de carruajes bordeada de árboles y
  se detuvo delante de la puerta de una casita encantadora rodeada de
  césped y cubierta de glicina purpúrea(una planta de origen chino).
  Indudablemente, el profesor Presbury vivía rodeado según todos los
  indicios, no sólo del confort, sino del lujo. En el momento en que el
  coche se detenía, aparecía en la ventana delantera una cabeza plateada,
  y nos dimos cuenta de que un par de ojos penetrantes nos examinaba, al
  abrigo de unas cejas hirsutas y a través de unos anteojos de gruesa
  montura. Un momento después, nos encontramos dentro de su santuario y
  delante de nosotros estaba el misterioso hombre de ciencias cuyas
  extravagancias nos habían hecho venir desde Londres. Indudablemente, ni
  en sus maneras, ni en su aspecto se advertía ninguna señal de
  excentricidad, porque era un hombre grueso, de facciones voluminosas,
  serio, alto, vestido de levita, con toda la dignidad en el porte que
  requiere un profesor. Lo más notable de su cara eran los ojos, vivos,
  observadores y avispados, casi astutos.


  Examinó nuestras tarjetas y nos dijo:


  —Siéntense, caballeros, por favor. ¿En qué puedo servirles?


  Holmes sonrió con amabilidad, y dijo:


  —Ésa era precisamente la pregunta que yo iba a hacerle, profesor.


  —¡A mí, señor!


  —Quizá se trate de un error. Yo me enteré por intermedio de otra
  persona de que el profesor Presbury, de Camford, necesita en estos
  momentos de mis servicios.


  —¡Ah, sí!


  A mí me pareció que en aquellos intensos ojos grises había un centelleo
  de malicia.


  —¿Eso fue lo que le dijeron? —prosiguió—. ¿Y puedo preguntarle el
  nombre de su informador?


  —Lo siento mucho, profesor, pero se me habló de un terreno bastante
  confidencial. Si he cometido un error, nada se ha perdido; sólo me
  queda expresarle que lo lamento.


  —Nada de eso. Desearía profundizar más en ese asunto. Me interesa.
  ¿Puede mostrarme un escrito cualquiera, una carta o un telegrama, en
  apoyo de su afirmación?


  —No; no los tengo.


  —Supongo que no llegaría al extremo de afirmar que fui yo mismo quien
  lo llamó.


  —Preferiría no contestar a ninguna pregunta —dijo Holmes.


  —No, claro que no —dijo el profesor con aspereza—. Sin embargo, a esta
  pregunta concreta se puede contestar muy fácilmente sin su ayuda.


  Cruzó la habitación hacia la campanilla. Nuestro amigo de Londres, el
  señor Bennett, acudió en seguida a la llamada.


  —Adelante, señor Bennett. Estos dos caballeros vienen desde Londres
  bajo la impresión de que han sido llamados. Usted maneja mi
  correspondencia. ¿Tiene una carta o algo que se haya dirigido a una
  persona de apellido Holmes?


  —No, señor —contestó Bennett, ruborizándose.


  —Esa prueba es terminante —dijo el profesor, clavando sus ojos
  irritados en mi compañero.


  Luego se inclinó hacia adelante, apoyando sus dos manos encima de la
  mesa, y agregó:


  —Y ahora, señor, me está pareciendo que su posición es muy discutible.


  Holmes se encogió de hombros y contestó:


  —Sólo puedo repetir que lamento muchísimo este entretenimiento
  innecesario.


  —¡De ninguna manera, señor Holmes! —exclamó el anciano con voz chillona
  y con una expresión de extraordinaria malignidad en su cara. Mientras
  hablaba, se interpuso entre nosotros y la puerta, y blandió sus dos
  manos hacia nosotros con furiosa exaltación—. No va a salir del paso
  con tanta facilidad.


  Tenía el rostro convulsionado y nos miraba enseñando los dientes y
  farfullando, poseído de un furor insensato. Estoy convencido de que nos
  habríamos visto obligados a abrimos paso para salir a fuerza de puños,
  de no haber sido por la intervención de Bennett.


  —Querido profesor —exclamó—, ¡tenga en cuenta su posición! ¡Piense en
  el escándalo que se produciría en la Universidad! El señor Holmes es
  una persona muy conocida y usted no puede tratarlo de ningún modo con
  tal descortesía.


  Nuestro anfitrión (si así podemos llamarlo) dejó libre, con semblante
  muy huraño, el camino de la puerta. Nos alegramos al vernos fuera de la
  casa, y en el sosiego de la avenida de carruajes bordeada de árboles.
  Holmes parecía sumamente divertido con el incidente, y dijo:


  —Nuestro docto amigo tiene sus nervios algo desequilibrados. Quizá
  nuestro entretenimiento fue un poco torpe; sin embargo, hemos
  conseguido el contacto personal que yo deseaba. Pero ¡por mi vida,
  Watson, que ese hombre nos sigue! Tenemos a esa mala persona pisándonos
  los talones.


  Oímos a espaldas nuestras los pasos de alguien que corría, pero, con
  gran alivio mío, no resultó ser el formidable profesor, sino su
  ayudante, el que surgió del recodo que formaba la avenida. Se nos
  acercó jadeante, y dijo:


  —Lo siento muchísimo, señor Holmes. Quería disculparme.


  —No hacen falta disculpas, querido señor. Estas cosas son propias de
  nuestra profesión.


  —No lo he visto nunca de humor más peligroso. Pero es que cada vez se
  nos presenta más siniestro. Ahora podrá comprender por qué razón
  estamos alarmados su hija y yo. Y, sin embargo, su cerebro rige
  perfectamente.


  —¡Demasiado bien! —exclamó Holmes—. Ahí es donde calculé yo mal. Es
  evidente que su memoria funciona mucho mejor de lo que yo había
  pensado. A propósito, ¿podríamos ver, antes de irnos, la ventana del
  cuarto de la señorita Presbury?


  El señor Bennett se abrió camino a través de algunos arbustos, y
  tuvimos una vista del lado de la casa.


  —Es esa. La segunda a la izquierda.


  —Mi estimado señor, parece difícilmente accesible. Y aún con todo esto
  observará que hay una hiedra debajo y una cañería de agua encima que
  podrían dar algún punto de apoyo.


  —No podría trepar por mí mismo —dijo el señor Bennett.


  —Muy probablemente. Sería ciertamente una hazaña peligrosa para
  cualquier hombre normal.


  —Hay otra cosa que quería decirle, señor Holmes. Tengo la dirección del
  hombre en Londres a quien el profesor le escribe. Parece que ha sido
  escrita esta mañana, y lo tengo de su papel secante(papel muy
  absorbente perfecto para escribir con tinta). Es un acto innoble para
  un secretario de confianza, ¿pero qué más podía hacer?


  Holmes observó el papel y lo puso en su bolsillo.


  —Dorak… un nombre curioso. Eslavo, imagino. Bien, es un importante
  eslabón de la cadena. Regresamos a Londres mañana, señor Bennett. No
  veo ninguna buena razón para que alarguemos nuestra estancia aquí. No
  podemos arrestar al profesor porque no ha cometido ningún crimen, ni
  podemos ponerlo bajo vigilancia, porque no ha mostrado signos de estar
  loco. No es posible tomar ninguna acción por ahora.


  —¿Entonces qué vamos a hacer?


  —Un poco de paciencia, señor Bennett. Los acontecimientos se
  desarrollarán muy pronto. A menos que esté equivocado, el próximo
  martes puede producirse una crisis. Ciertamente deberíamos estar en
  Camford ese día. Mientras tanto, la posición general es
  indiscutiblemente desagradable, y si la señorita Presbury puede
  prolongar su visita…


  —Eso es fácil.


  —Entonces permita que permanezca hasta que le aseguremos que todo el
  peligro ha pasado. Mientras tanto, déjele hacer su voluntad y no se
  entrometa. Mientras esté de buen humor todo irá bien.


  —¡Ahí está! —dijo Bennett en un sobresaltado susurro.


  Mirando por entre las ramas, vimos que la figura alta y erguida del
  profesor salía de la puerta del vestíbulo y miraba en derredor suyo.
  Tenía el cuerpo inclinado hacia adelante, imprimía a sus dos manos un
  movimiento de balanceo en línea recta y ladeaba la cabeza de un lado a
  otro. El secretario se despidió de nosotros con un postrer vaivén de la
  mano y se escabulló por entre los árboles; poco después lo vimos
  reunirse con su jefe y ambos entraron juntos a la casa, manteniendo lo
  que nos pareció una conversación animada, e incluso llena de
  excitación.


  Mientras caminábamos hacia el hotel, dijo Holmes:


  —Creo que el viejo ha estado atando cabos. Me produjo la impresión, por
  lo poco que de él he podido ver, que posee un cerebro
  extraordinariamente despejado y lógico. Desde luego, se ha mostrado
  explosivo, pero tengamos en cuenta que desde su punto de vista tiene
  algún motivo para enfurecerse si alguien pone a los detectives sobre su
  pista y él sospecha que la cosa procede de las personas mismas que
  viven en su casa. Estoy pensando que el amigo Bennett va a pasar por
  momentos desagradables.


  Holmes se detuvo en una sucursal de correos y envió un telegrama. La
  contestación nos llegó durante la velada, y Holmes me la entregó.


  «He visitado la Commercial Road y hablado con Dorak. Hombre bondadoso,
  de Bohemia, anciano. Tiene gran almacén de artículos varios.


  MERCER».


  —Tengo a Mercer desde que usted se marchó —dijo Holmes—. Lo utilizo
  para todo y se ocupa de la rutina del negocio. Me era importante saber
  algo del hombre con quien el profesor mantiene una correspondencia tan
  reservada; su nacionalidad permite relacionarlo con la visita que el
  profesor hizo a Praga.


  —Gracias a Dios que encontramos algo que puede relacionarse con algo
  —dije yo—. Por el momento, parece que nos encontramos frente a una
  larga serie de incidentes inexplicables y totalmente desconectados unos
  de otros. Por ejemplo, ¿qué relación posible puede establecerse entre
  un perro lobo furioso y una visita a Bohemia o entre cualquiera de esas
  dos cosas y un hombre que camina de noche reptando por el pasillo de la
  casa? En cuanto a sus fechas, resultan la mayor mistificación de todo.


  Holmes se sonrió y se frotó las manos. Convendría que diga que
  estábamos sentados en la vieja sala del antiguo mesón, con una botella
  de la afamada cosecha de que Holmes había hablado, encima de la mesa
  que nos separaba. Esperé sus palabras.


  —Bien, empecemos por la cuestión de las fechas —dijo, juntando las
  yemas de los dedos y como si estuviera aleccionando a una clase—. El
  diario de este excelente joven demuestra que el día 2 de julio se
  produjeron incidentes. Desde esa fecha, parece que el hecho se repite
  con intervalos de nueve días, con sólo una excepción que yo recuerde.
  El último estallido tuvo lugar el viernes 3 de septiembre, lo cual
  concuerda también con ese período, lo mismo que el día 26 de agosto que
  le precedió. Sin duda, algo más que una coincidencia.


  No tuve más remedio que asentir.


  —Establezcamos, entonces, de una manera provisional la teoría de que el
  profesor toma una vez cada nueve días alguna droga de gran fuerza y que
  sufre sus efectos altamente venenosos, pero pasajeros. Su temperamento,
  que es ya de por sí arrebatado, se hace todavía más impredecible. El
  profesor se acostumbró a esa droga cuando estuvo en Praga, y ahora se
  la suministra un bohemio que vive en Londres y que actúa de
  intermediario. Todo eso encaja perfectamente, Watson.


  —Pero ¿y el perro, la cara en la ventana, el hombre que reptaba por el
  pasillo?


  —Bueno, bueno; tenemos ya un inicio. Hasta el próximo martes no espero
  que ocurra ninguna novedad. Mientras tanto, no podemos hacer otra cosa
  que mantenernos en contacto con el amigo Bennett y disfrutar de las
  delicias de esta encantadora ciudad.


  Bennett se las arregló a la mañana siguiente para venir a traernos el
  último informe. Tal como Holmes se lo había imaginado, había pasado
  verdaderos apuros. Sin llegar a acusarlo concretamente de que era
  responsable de nuestra presencia, el profesor le había hablado en
  términos rudos y ásperos, siendo evidente que estaba muy resentido. Sin
  embargo, por la mañana había vuelto a ser el mismo de siempre y había
  pronunciado su brillante lección de costumbre ante una clase muy
  concurrida.


  —Aparte de esos extraños accesos —dijo Bennett—, la verdad es que posee
  energía y vitalidad auténticas y superiores a cualquiera de los
  momentos que yo recuerdo. Tampoco su cerebro estuvo nunca más
  despierto. Pero no es él; no es nunca el mismo hombre que nosotros
  conocíamos.


  —No creo que tengan ustedes nada que temer por lo menos durante una
  semana —contestó Holmes—. Yo soy hombre de muchas ocupaciones, y el
  doctor Watson tiene que atender a sus enfermos. Quedamos, entonces, de
  acuerdo en encontrarnos aquí a esta misma hora, el martes próximo, y
  mucho me sorprendería que no estemos entonces en condiciones de
  explicar las dificultades en que ustedes se encuentran, aunque quizá no
  podamos acabar con ellas antes de que volvamos a despedirnos de usted.
  Entretanto, ténganos al corriente de cuanto ocurra por correo.


  No vi a mi amigo durante los siguientes días, pero el lunes siguiente
  recibí una breve carta suya pidiéndome que me reuniese con él al día
  siguiente en el tren. De lo que me dijo mientras viajábamos en
  dirección a Camford, deduje que todo marchaba bien, que no había
  sufrido ningún encrespamiento la paz en el hogar del señor profesor, y
  que la conducta de éste era completamente normal. Este informe nos lo
  confirmó personalmente Bennett, cuando vino a visitarnos aquella velada
  en nuestro anterior hospedaje del Chequers.


  —Hoy ha tenido noticias de su corresponsal(con quien se tiene
  correspondencia postal) en Londres. Recibió una carta y un paquetito,
  ambos con la marca de la cruz debajo del sello, la cual me advierte que
  no la debo tocar. No ha habido nada más.


  —Eso nos sirve de bien poco —dijo Holmes desagradablemente—. Creo señor
  Bennett, que deberíamos llegar a alguna conclusión esta noche. Si mis
  deducciones son correctas deberemos tener una oportunidad de resolver
  este asunto. A fin de hacerlo es necesario mantener al profesor bajo
  observación. Sugiero, en consecuencia, que permanezca despierto y de
  guardia. Si lo escucha pasar por su puerta, no lo interrumpa, pero
  sígalo discretamente. El Dr. Watson y yo no estaremos muy lejos. ¿A
  propósito, dónde está la llave de esa pequeña caja de la que habló?


  —En la cadena de su reloj.


  —Imagino que nuestras investigaciones irán en esa dirección. En el peor
  de los casos la cerradura no será muy imponente. ¿Tiene algún otro
  robusto hombre en el servicio?


  —Está el cochero, McPhail.


  —¿Dónde duerme?


  —Sobre los establos.


  —Posiblemente lo necesitaremos. Bien, no podemos hacer nada más hasta
  que veamos cómo se desarrollan los hechos. Adiós… pero espero que nos
  veamos antes del amanecer.


  Fue cerca de la medianoche cuando nos ocultamos en nuestros puestos
  situados entre algunos arbustos inmediatamente opuestos al corredor de
  la puerta del profesor. Era una noche clara, pero fría, y estábamos
  contentos de llevar nuestros cálidos abrigos. Soplaban ráfagas de
  viento, y las nubes se deslizaban a través del cielo, oscureciendo de
  tanto en tanto la media luna. Hubiera sido una vigilia deprimente si no
  fuera por la expectativa, la excitación, y la seguridad de mi camarada
  de que probablemente llegaríamos al final de esta extraña secuencia de
  acontecimientos que habían captado nuestra atención.


  —Si el ciclo de nueve días se mantiene entonces tendremos al profesor
  en su peor estado esta noche —dijo Holmes—. El hecho de que estos
  extraños síntomas empezaran después de su visita a Praga, que está en
  correspondencia secreta con un comerciante bohemio en Londres, quien
  presumiblemente representa a alguien en Praga, y que recibió un paquete
  de él este mismo día; todo apunta a una dirección. Lo que ingiere y por
  qué lo ingiere aún está más allá de nuestro alcance, pero que emana de
  alguna forma desde Praga es claramente evidente. Lo toma bajo estrictas
  directivas que regulan este ciclo de nueve días, que fue el primer
  punto que atrajo mi atención. Pero sus síntomas son lo más
  sobresaliente. ¿Ha observado sus nudillos?


  Debí confesar que no lo había hecho.


  —Gruesos y duros de una forma que es considerablemente nueva para mi
  experiencia. Siempre mire a las manos primero, Watson. Luego los puños,
  pantalones, rodillas y botas. Muy curiosos nudillos los cuales sólo
  pueden ser explicados por el modo de progresión observado por… —Holmes
  se detuvo y repentinamente chocó sus manos contra su frente—. ¡Oh,
  Watson, Watson, que tonto he sido! Parece increíble, y aún con todo
  debe ser verdad. Todo apunta en una dirección. ¿Cómo pude perderme
  viendo la conexión de las ideas? ¿Esos nudillos, cómo pude pasar por
  alto esos nudillos? ¡Y el perro! ¡Y la hiedra! Es seguramente por el
  tiempo que pasé dentro de esa pequeña granja de mis sueños(tal vez se
  refiera a la granja donde quiere retirarse para dedicarse a la
  apicultura). ¡Preste atención, Watson! ¡Aquí está! Tendremos la
  oportunidad de verlo por nosotros mismos.


  La puerta del vestíbulo se abrió lentamente y contra el fondo luminoso
  vimos la alta figura del profesor Presbury. Estaba vestido con su bata
  de noche. Mientras permanecía delineado en la entrada estaba erecto
  pero inclinándose hacia delante con los brazos colgados, como cuando lo
  vimos la última vez. Ahora se adelantó en el camino, y con un
  extraordinario cambio se dirigió hacia nosotros. Se hundió en una
  posición agazapada y se movió a lo largo con sus manos y pies, saltando
  de vez en cuando como si estuviera desbordado de energía y vitalidad.
  Se movió a lo largo de la fachada de la casa y luego giró en la
  esquina. Cuando desapareció, Bennett se deslizó a través de la puerta
  del vestíbulo y lentamente lo siguió.


  —¡Venga, Watson, venga! —exclamó Holmes.


  Y avanzamos, con paso todo lo suave y furtivo que nos fue posible, por
  entre los arbustos, hasta alcanzar un puesto desde el que podíamos ver
  el otro lado de la casa, que aparecía bañado en la luz de la media
  Luna. Divisábamos con claridad al profesor en cuclillas, al pie de la
  pared cubierta de hiedra. Mientras lo estábamos mirando, se lanzó
  súbitamente a trepar por la planta con increíble agilidad. Saltaba de
  rama en rama, seguro de pie y firme de garra, trepando como si lo
  hiciera por el simple gozo de poner a prueba su propia energía y sin
  ninguna otra finalidad concreta. Su bata, que aleteaba a uno y otro
  lado de su cuerpo le daba el aspecto de un gigantesco murciélago,
  pegado contra la pared de su propia casa; era una gran mancha negra
  cuadrada, sobre la pared iluminada por la luz de la Luna. De pronto se
  cansó de esta diversión, y, dejándose caer de rama en rama, saltó al
  suelo en su actitud anterior, y se dirigió hacia las caballerizas,
  reptando de la misma manera que antes. El perro lobo estaba ya fuera de
  sus casillas, ladrando furiosamente, más excitado que nunca en cuanto
  distinguió a su amo. Tiraba con fuerza de su cadena, y temblaba de
  ansia y de furor. El profesor se agazapó muy calculadamente fuera del
  alcance del perro y empezó a provocarlo de todas las maneras que le fue
  posible. Agarró puñados de piedrecitas del paseo y se las tiró al perro
  a la cara, lo hostigó con una estaca que agarró por allí, pasó sus
  manos sólo a algunos centímetros de distancia de las fauces abiertas
  del animal, y se esforzó por aumentar su furia de cuantas maneras le
  fue posible, aunque el perro había perdido ya todo control. No recuerdo
  haber presenciado en todas nuestras aventuras espectáculo más extraño
  que el que presentaba aquella figura impasible y digna todavía;
  agazapada al estilo de rana en el suelo, y azuzando al animal ya
  enloquecido para que se lanzase a arrebatos de furor todavía más
  salvajes, recurriendo para ello a los medios de la crueldad más
  ingeniosa y calculada, aunque el perro saltaba enfurecido delante de
  él.


  ¡Y de pronto ocurrió lo inesperado! No se rompió la cadena, sino que se
  deslizó el collar, fabricado para un perro de Terranova, de cuello más
  grueso. Oímos el tintineo de la cadena al caer al suelo, y un instante
  después, el perro y el hombre rodaban juntos por tierra; uno, rugiendo
  de furor; el otro, lanzando un chillido de terror que tenía una extraña
  vibración de falsete. Fue un momento de peligro inminente para la vida
  del profesor. El salvaje animal lo había agarrado bien por el cuello, y
  sus colmillos habían penetrado profundamente. El profesor había perdido
  el conocimiento antes de que pudiéramos llegar y separar al perro.
  Quizá habría sido una tarea peligrosa para nosotros, pero la voz y la
  presencia de Bennett hicieron entrar instantáneamente en razón al gran
  perro lobo. El estruendo había hecho bajar de su habitación de encima
  de las caballerizas al cochero, soñoliento.


  —No me sorprende —dijo moviendo de un lado a otro la cabeza—. Lo he
  visto haciendo lo mismo. Estaba seguro de que un día u otro el perro le
  clavaría el diente.


  Se ató al perro lobo, y entre todos llevamos al profesor a su
  habitación del piso superior. Bennett, que tenía el título de médico,
  me ayudó a curarlo y vendarle el cuello. Los afilados dientes habían
  pasado peligrosamente cerca de la carótida, y la hemorragia era grande.
  El peligro pasó al cabo de media hora. Yo le había dado al paciente una
  inyección de morfina, y se había quedado profundamente dormido.
  Entonces, y sólo entonces, pudimos mirarnos unos a otros y hacer un
  inventario de la situación.


  —Creo que debería verlo un cirujano de primera clase —dije yo.


  —¡No, por amor de Dios! —exclamó Bennett—. Por el momento, ha quedado
  reducido el escándalo a nuestra propia casa. De nosotros no saldrá. Si
  va más allá de estos muros no habrá ya quien lo detenga. Piensen
  ustedes en la posición que ocupa en la Universidad, en la fama de que
  goza en toda Europa y en los sentimientos de su hija.


  —Tiene razón —dijo Holmes—. Creo que es muy posible hacer que el asunto
  quede entre nosotros, e impedir también la recaída ahora que podemos
  actuar libremente. Deme la llave de la cadena del reloj, Bennett.
  McPhail se quedará cuidando al enfermo y nos avisará si ocurre algo.
  Vamos a ver qué encontramos en la misteriosa caja del profesor.


  No era mucho lo que dentro de ella había, pero lo suficiente; una
  ampolla vacía, otra casi llena, una jeringa hipodérmica, varias cartas
  en letra embrollada y extranjera. Las señales que traían los sobres
  indicaban que ésas eran las que habían perturbado la rutina de las
  tareas del secretario, y todas ellas estaban fechadas en la «Commercial
  Road», y firmadas A. Dorak. Consistían en simples facturas que
  anunciaban que se había enviado una nueva botella al profesor Presbury,
  o en recibos del dinero cobrado. Sin embargo, había otro sobre más,
  escrito en otra letra, con sello de Austria y fechado en Praga.


  —¡Aquí es donde tenemos el material que necesitamos! —exclamó


  Holmes, sacando la carta de dentro del sobre. Decía así:


  «Ilustre colega: Desde que recibí su apreciada visita, he pensado mucho
  en su caso, y a pesar de que en las circunstancias en que usted se
  encuentra existen razones especiales para someterse al tratamiento, yo
  le aconsejaría, no obstante, cautela, porque mis experiencias me han
  demostrado que no está exento de determinados peligros.


  Quizá habría sido preferible el suero de antropoide. Según ya lo tengo
  explicado, me he servido en esta ocasión del “langur carinegro” por
  tener a mano un ejemplar. Ya sabe que el langur es un animal que repta
  y trepa, en tanto que el antropoide camina erecto, y nos resulta en
  todo sentido más cercano.


  Le suplico que tome todas las precauciones posibles, a fin de que no se
  produzca una divulgación prematura del procedimiento. No tengo en
  Inglaterra sino otro cliente directo, y Dorak actúa como mi agente para
  los dos.


  Agradecería informes semanales.


  De usted, con la más alta estima.

  H. LOWENSTEIN».


  ¡Lowenstein! Ese apellido me trajo a la memoria el recuerdo de algún
  recorte de periódico en el que se hablaba de un oscuro hombre de
  ciencia que trabajaba para descubrir, por procedimientos desconocidos
  todavía, el secreto del rejuvenecimiento y el elixir de la vida,
  ¡Lowenstein, de Praga! Lowenstein, el del prodigioso suero vigorizador,
  al que la profesión médica había declarado tabú, porque se negaba a
  descubrir la fuente de que lo extraía. Expliqué en pocas palabras lo
  que recordaba.


  Bennett había echado mano a los estantes de un manual de zoología. Y
  leyó:


  —Langur, el gran mono carinegro de las vertientes del Himalaya, el más
  corpulento y más humano de los monos trepadores. Vienen aquí muchos más
  detalles. Bueno, señor Holmes, es evidente que, gracias a usted, hemos
  podido seguir el mal hasta su misma fuente.


  —La verdadera fuente —dijo Holmes— está, como es natural, en ese amor
  extemporáneo que dio a nuestro impetuoso profesor la idea de que sólo
  podría conseguir su anhelo rejuveneciéndose. Cuando se intenta
  sobreponerse a la naturaleza se corre el riesgo de caer bajo ella. El
  más elevado tipo de hombre puede retroceder hasta el puro animal, si se
  aparta del sendero recto de su destino.


  Permaneció unos momentos sentado, con la ampolla en la mano,
  contemplando el líquido interior.


  —En cuanto yo escriba a este hombre diciéndole que lo hago
  criminalmente responsable de los venenos que pone en circulación,
  desaparecerán para siempre las molestias. Podría, sin embargo,
  reincidir. Y quizás otros descubran procedimientos mejores. Ahí se
  encierra un peligro; un verdadero peligro para la humanidad. Piense,
  Watson, en que los hombres materialistas, los sensuales, los mundanos,
  querrían todos prolongar sus indignas vidas. Los espiritualistas, en
  cambio, no esquivarían la llamada o algo más elevado. Sería la
  supervivencia de los menos aptos. ¿En qué clase de pozo negro se
  convertiría nuestro mundo?


  De pronto, se esfumó el ensoñador, y Holmes, el hombre de acción, saltó
  de su silla.


  —Señor Bennett, creo que ya no queda nada por decir. Los diversos
  incidentes encajarán ahora perfectamente dentro del plan general. Desde
  luego, el perro advirtió el cambio mucho más rápidamente que ustedes.
  Le bastaba para ello con el olfato. Roy no acometió al profesor, sino
  al mono, de la misma manera que era el mono quien hostigaba a Roy.
  Trepar constituía para este animal un placer, y creo que fue pura
  casualidad que durante esa diversión llegase a la ventana de la joven.
  Watson, hay un tren muy temprano para Londres, pero creo que nos dará
  tiempo a tomar en el Chequers una taza de té antes de ir a la estación.

  - 4 -
  El Vampiro de Sussex



  Holmes acabó de leer cuidadosamente una nota que le había llegado en el
  último reparto de correo. Luego, con una risita contenida, que era en
  él lo más cercano a la risa, me la tendió.


  —Como ejemplo de mezcla de lo moderno y lo medieval, de lo práctico y
  lo demencialmente fantástico, creo que éste debe ser indudablemente el
  límite —dijo—. ¿Qué le parece, Watson?


  Leí lo que sigue:


  «46 Old Jewry, 19 de noviembre.


  Asunto: Vampiros.


  Señor: nuestro cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson &
  Muirhead, mayorista de té, de Mincing Lane, nos ha dirigido una
  consulta con fecha de la presente en relación a los vampiros. Dado que
  nuestra firma está enteramente especializada en impuestos de
  maquinaria, el asunto difícilmente queda dentro de nuestra esfera de
  actividades, y en consecuencia, hemos recomendado al señor Ferguson que
  le visite a usted y le exponga el caso. No nos hemos olvidado del éxito
  de su intervención en el caso Matilda Briggs.


  Atentamente suyos,


  Morrison, Morrison y Dodd.


  E. J. C.»


  —Matilda Briggs no era el nombre de ninguna joven, Watson —dijo Holmes,
  en tono recordativo—. Era un buque relacionado con la rata gigante de
  Sumatra. Es una historia que el mundo no está todavía preparado para
  oír. Pero ¿qué sabemos de vampiros? ¿Entra eso en nuestra esfera de
  actividades? Cualquier cosa es mejor que la inactividad, pero lo cierto
  es que parece como si nos hubieran trasladado a un cuento fantástico de
  los hermanos Grimm. Extienda el brazo, Watson, y veamos qué nos cuenta
  la «V».


  Me eché hacia atrás y tomé el enorme fichero al que Holmes había
  aludido. Lo sostuvo sobre las rodillas, y su mirada fue pasando, lenta
  y amorosamente, por el registro donde los viejos casos se mezclaban con
  la información acumulada a lo largo de su vida.


  —Viaje del Gloria Scott —leyó—. Fue un feo asunto. Me parece recordar
  que usted lo puso por escrito, Watson, aunque no puedo felicitarle por
  el resultado. Victor Lynch, el falsificador. Veneno… lagarto venenoso,
  o gila. Un caso notable, ése. Vittoria, la bella del circo. Vanderbilt
  y el ladrón ambulante. Víboras. Victor, el asombro de Hammersmith.
  ¡Vaya, vaya! ¡Querido viejo índice! Nada se le escapa. Escuche esto,
  Watson: Vampirismo en Hungría. Y también: Vampiros en Transilvania.


  Recorrió impacientemente las páginas con la mirada, pero al cabo de una
  breve lectura ensimismada dejó a un lado el enorme registro con un
  gruñido de decepción.


  —¡Basura, Watson! ¡Basura! ¿Qué tenemos nosotros que ver con cadáveres
  andarines que sólo se quedan en sus tumbas si se les clava una estaca
  en el corazón? Es pura chifladura.


  —Pero, indudablemente —dije yo—, el vampiro no es necesariamente un
  muerto. Una persona viva podría tener la costumbre. He leído algo, por
  ejemplo, de viejos que chupaban la sangre de jóvenes para apoderarse de
  su juventud.


  —Tiene usted razón, Watson. En una de esas referencias se menciona esta
  leyenda. Pero ¿vamos a prestar seriamente atención a esta clase de
  cosas? Esta agencia pisa firmemente el suelo, y así debe seguir. El
  mundo es suficientemente ancho para nosotros. No necesitamos fantasmas.
  Me temo que no podemos tomarnos al señor Robert Ferguson demasiado en
  serio. Quizá esta nota sea suya, y pueda arrojar alguna luz sobre lo
  que le preocupa.


  Tomó una segunda carta que había permanecido olvidada sobre la mesa
  mientras había estado absorto en la primera. Empezó a leerla con una
  sonrisa divertida en el rostro, pero esa expresión se fue mutando en
  otra de intenso interés y concentración. Cuando terminó, permaneció
  algún rato perdido en meditaciones, jugueteando con la carta entre los
  dedos. Finalmente, se despertó sobresaltado de su ensueño.


  —Mansión Cheeseman, Lamberley. ¿Dónde está Lamberley?


  —Está en Sussex, al sur de Horsham.


  —No muy lejos, ¿eh? ¿Y la mansión Cheeseman?


  —Conozco esa zona, Holmes. Está llena de viejas casas que llevan los
  nombres de los hombres que las construyeron hace siglos. Tiene usted
  las mansiones Odley, y Harvey, y Carriton… A la gente se la ha
  olvidado, pero sus nombres viven en sus casas.


  —Precisamente —dijo Holmes, fríamente. Era una de las peculiaridades de
  su modo de ser, orgulloso y reservado, el que, si bien almacenaba muy
  rápida y cuidadosamente en el cerebro toda nueva información, raras
  veces daba muestras de agradecimiento a aquel que se la hubiera
  proporcionado—. Estoy por afirmar que sabremos muchas más cosas de la
  mansión Cheeseman, en Lamberley, antes de haber terminado con esto. La
  carta es, tal como esperaba, de Robert Ferguson. A propósito, dice que
  le conoce a usted.


  —¿Que me conoce?


  —Mejor lea la carta.


  Me tendió la carta. Llevaba el encabezamiento citado. Decía así:


  «Querido señor Holmes: me ha sido usted recomendado por mis abogados,
  pero, a decir verdad, el asunto es tan extraordinariamente delicado que
  resulta sumamente difícil hablar de él. Concierne a un amigo mío en
  cuyo nombre actúo. Este caballero se casó hará como cinco años con una
  dama peruana, hija de un negociante peruano al que había conocido en
  relación con la importación de nitratos. La dama era muy hermosa, pero
  su cuna extranjera y su distinta religión determinaron siempre una
  separación de intereses y de sentimientos entre marido y mujer, de modo
  que, al cabo de un tiempo, el amor de mi amigo hacia ella acabó por
  enfriarse, y pudo considerar aquel matrimonio como un error. Sentía que
  había aspectos del modo de ser de su mujer que nunca podría explorar ni
  entender. Esto era tanto más penoso cuanto que ella era la esposa más
  amante que hombre pueda desear, y, según toda apariencia, absolutamente
  leal.


  Ahora vayamos al punto que le expondré más claramente cuando hablemos.
  Lo cierto es que esta nota pretende solamente darle una idea general de
  la situación y averiguar si está usted dispuesto a intervenir en el
  asunto. La dama empezó a mostrar ciertos rasgos extraños, totalmente
  ajenos a su carácter habitual, que es dulce y apacible. El hombre había
  estado ya casado, y tenía un hijo de su primera mujer. El muchacho
  tenía quince años, y era un chico muy simpático y afectuoso, aunque
  desdichadamente lisiado a consecuencia de un accidente en su infancia.
  En dos ocasiones se sorprendió a la mujer en el momento de atacar al
  pobre muchacho, sin la menor provocación por parte de éste. Una de las
  veces le golpeó con un bastón, causándole un gran moretón en el brazo.


  Eso no fue nada, sin embargo, si se compara con su conducta con su
  propio hijo, un bebé que aún no ha cumplido el año. En cierta ocasión,
  hace cosa de un mes, este niño había sido dejado solo por su aya
  durante unos pocos minutos. Un fuerte grito del niño, como de dolor,
  hizo volver al aya. Cuando ésta entró corriendo en la habitación, vio a
  su ama, la señora de la casa, inclinada sobre el niño y, aparentemente
  mordiéndole en el cuello. El niño tenía en el cuello una pequeña herida
  por la que salía un hilillo de sangre. El aya quedó tan horrorizada que
  quiso llamar al marido, pero la dama le imploró que no lo hiciera, e
  incluso le dio cinco libras como precio de su silencio. No dio ninguna
  explicación, y de momento, no se habló más del asunto.


  Aquello dejó, sin embargo, una impresión terrible en el aya, y, desde
  entonces, vigiló estrechamente a su ama, y montó una guardia más
  cuidadosa sobre el niño, al que quería tiernamente. Le pareció que, del
  mismo modo que ella vigilaba a la madre, la madre la vigilaba a ella, y
  que, cada vez que se veía obligada a dejar solo al niño, la madre
  esperaba llegar hasta él. El aya guardó al niño día y noche, y día y
  noche la silenciosa madre vigilante parecía estar al acecho como el
  lobo acecha al cordero. Esto le parecerá increíble, y, sin embargo, le
  ruego que se lo tome con toda seriedad, porque la vida de un niño y la
  cordura de un hombre pueden depender de ello.


  Finalmente llegó el día tremendo en que los hechos no pudieron seguir
  siendo ocultados al marido. Los nervios del aya no resistieron; no
  podía seguir soportando la tensión, y se lo contó todo al hombre. A él
  le pareció aquello una historia tan descabellada como ahora puede
  parecérselo a usted. Sabía que la suya era una esposa amante, y, salvo
  por los ataques contra su hijastro, una madre amante. ¿Cómo, entonces,
  era posible que hubiera herido a su querido niño? Le dijo al aya que
  estaba disparatando, que sus sospechas eran las de una demente, y que
  no podían tolerarse semejantes infundios contra la señora. Mientras
  hablaban, se oyó un grito de dolor. Aya y amo se abalanzaron juntos
  hacia el cuarto del niño. Imagínese sus sentimientos, señor Holmes,
  cuando vio a su mujer levantarse de la posición de arrodillada, junto a
  la cuna, y vio sangre en el cuello al descubierto del niño y sobre la
  sábana. Profiriendo un grito de horror, volvió hacia la luz el rostro
  de su mujer y le vio sangre alrededor de los labios. Era ella, ella,
  más allá de toda duda, la que había bebido sangre del pobre niño.


  Así está la cosa. La mujer está ahora confinada en su habitación. No ha
  habido explicaciones. El marido está medio enloquecido. Él sabe, como
  yo, muy poco de vampirismo, aparte del nombre. Habíamos pensado que era
  algún cuento fantástico de tierras lejanas. Y, sin embargo, aquí, en
  Inglaterra, en el corazón mismo de Sussex… Bueno, todo esto podríamos
  discutirlo mañana por la mañana. ¿Acepta usted recibirme? ¿Querrá
  emplear sus notables talentos en ayudar a un hombre aturdido? Si es
  así, tenga la amabilidad de cablegrafiar a Ferguson, Mansión Cheeseman,
  Lamberley, y estaré en sus habitaciones a las diez.


  Sinceramente suyo,


  Robert Ferguson.


  P. S.: Creo que su amigo Watson jugaba al rugby en el equipo de
  Blackheath cuando yo era tres cuartos en el de Richmond. Es la única
  referencia de orden personal que puedo darle».


  —Claro que lo recuerdo —dije, dejando la carta—. El grandullón Bob
  Ferguson, el mejor tres cuartos que nunca tuvo Richmond. Fue siempre un
  tipo excelente. Es muy suyo el preocuparse por el problema de un amigo.


  Holmes me miró pensativamente y meneó la cabeza.


  —Watson, jamás lograré alcanzar sus fronteras —dijo—. Hay en usted
  posibilidades inexploradas. Haga el favor de enviar un cable, como un
  buen chico: «Estudiaré su caso con sumo gusto».


  —¡Su caso!


  —No debemos permitir que piense que esta agencia es un asilo de
  retrasados mentales. Claro que es su caso(se explica un poco más
  abajo). Envíele el cable y olvídese del asunto hasta mañana.


  La mañana siguiente, puntualmente a las diez, Ferguson entraba en
  nuestra salita. Yo le recordaba como un hombre alto y flaco, de
  miembros sueltos, con una veloz carrera que le había permitido burlar a
  muchos defensas contrarios. Creo que no hay cosa más penosa que
  encontrarse con los restos naufragados de un atleta que se ha conocido
  en su plenitud. Su fuerte estructura estaba abatida, su pelo rubio era
  ralo, y estaba cargado de hombros. Temí suscitar en él impresiones
  correlativas.


  —Hola, Watson —dijo; y su voz seguía siendo grave y cordial—. No tiene
  usted exactamente el mismo aspecto del hombre al que yo tiré por encima
  de las cuerdas en Old Deer Park. Supongo que yo también debo estar un
  tanto cambiado. Pero han sido estos últimos uno o dos días los que me
  han envejecido. He visto por su telegrama, señor Holmes, que es inútil
  que me presente como emisario de otra persona.


  —Es más fácil el trato directo.


  —Desde luego. Pero puede usted suponer lo difícil que resulta hablar
  así de la mujer que uno está obligado a proteger y ayudar. ¿Qué puedo
  hacer? ¿Cómo voy a acudir a la policía con semejante historia? Pero hay
  que proteger a los niños. ¿Es que está loca, señor Holmes? ¿Llevará
  esto en la sangre? ¿Ha conocido usted algún caso parecido en su
  carrera? Por el amor de Dios, deme algún consejo, porque ya no doy más
  de mí.


  —Es muy natural, señor Ferguson. Ahora siéntese y cálmese, y deme
  algunas respuestas claras. Puedo asegurarle que yo sí puedo dar
  muchísimo más de mí, y que confío en encontrar alguna solución. Ante
  todo, dígame qué pasos ha dado. ¿Sigue su mujer cerca de los niños?


  —Tuvimos una escena terrible. Es una mujer amantísima, señor Holmes. Si
  alguna vez una mujer ha amado a su marido en cuerpo y alma, ésa es
  ella. Le partió el corazón el que yo hubiera descubierto ese secreto,
  ese horrible e increíble secreto. Ni siquiera dijo nada. No dio a mis
  reproches otra respuesta que una expresión como enloquecida y
  desesperada en sus ojos al mirarme, luego se fue corriendo a su
  habitación y se encerró en ella. Desde entonces se ha negado a verme.
  Tiene una doncella llamada Dolores que ya estaba a su servicio antes de
  que se casara… Es una amiga más que una criada. Le lleva la comida.


  —Entonces, ¿el niño no está en peligro inmediato?


  —La señora Mason, el aya, ha jurado que no le dejará ni de día ni de
  noche. Puedo confiar por entero en ella. Más que por él estoy inquieto
  por el pobrecito Jack, porque tal como le dije en mi nota, ha sido
  atacado por ella dos veces.


  —¿Pero sin sufrir heridas?


  —No. Le golpeó salvajemente. Es una cosa todavía más terrible si se
  tiene en cuenta que es un pobre inválido inofensivo —las duras
  facciones de Ferguson se dulcificaron al hablar de su chico—. Uno
  pensaría que la condición del muchacho ablandaría el corazón de
  cualquiera. Una caída en la niñez y la columna vertebral deformada,
  señor Holmes. Pero, por dentro, el más dulce y afectuoso de los
  corazones.


  Holmes había tomado la carta del día anterior y la estaba releyendo.
  —¿Qué otros ocupantes tiene su casa, señor Ferguson?


  —Dos criados que no hace mucho que están a nuestro servicio. Un mozo de
  cuadras, Michael, que duerme en la casa. Mi mujer, yo mismo, mi chico
  Jack, el pequeño, Dolores y la señora Mason. Eso es todo.


  —Conjeturo que no conocía usted bien a su esposa en la época de su
  matrimonio.


  —Hacía sólo unas pocas semanas que la conocía.


  —¿Cuánto tiempo ha estado con ella la doncella Dolores?


  —Algunos años.


  —Entonces, ¿Dolores debe conocer mejor que usted el carácter de su
  mujer?


  —Sí, podría decirse que sí.


  Holmes anotó algo.


  —Imagino —dijo— que puedo ser más útil en Lamberley que aquí. Es
  eminentemente un caso de investigación personal. Si la dama permanece
  en su habitación, nuestra presencia no puede irritarla ni incomodarla.
  Naturalmente, nos alojaremos en la posada.


  Ferguson tuvo un gesto de alivio.


  —Esto es lo que yo esperaba, señor Holmes. Hay un tren excelente que
  sale a las dos de la estación Victoria, si puede venir.


  —Claro que iremos. Ahora tenemos una pausa de trabajo. Puedo concederle
  por completo mis esfuerzos. Naturalmente, Watson nos acompaña. Pero hay
  uno o dos puntos de los que quisiera estar seguro antes de partir. Esa
  desdichada dama, tal como lo entiendo, ha atacado, aparentemente, a
  ambos niños: a su propio hijo y al del primer matrimonio de usted.


  —Así es.


  —Pero estos ataques toman formas diferentes, ¿no es cierto? Golpeó a su
  hijastro.


  —Una vez con un bastón, y otra muy salvajemente con las manos.


  —¿No dio ninguna explicación de por qué le golpeaba?


  —Ninguna, salvo que le odiaba. Una y otra vez dijo esto.


  —Bueno, no se desconoce esto en las madrastras. Celos póstumos, por
  decirlo de algún modo. ¿Es celosa la dama por naturaleza?


  —Sí, es muy celosa… Es celosa con toda la fuerza de su vehemente amor
  tropical.


  —Pero el muchacho… Tiene quince años, creo haber entendido, y
  probablemente estará muy desarrollado mentalmente, puesto que su cuerpo
  está tan limitado en la acción. ¿No dio él ninguna explicación de esos
  ataques?


  —No. Declaró que no había ninguna razón para ellos.


  —¿Hicieron buenas migas en otro tiempo?


  —No; nunca hubo amor entre ellos.


  —Y, sin embargo, dice usted que es un chico muy afectuoso.


  —En todo el mundo no puede haber otro hijo tan ferviente. Mi vida es su
  vida. Está absorto en todo lo que digo y hago.


  Holmes anotó nuevamente algo. Permaneció un rato perdido en sus
  pensamientos.


  —Sin duda, usted y su hijo eran grandes camaradas antes de este segundo
  matrimonio. Estaban muy cerca el uno del otro, ¿no es cierto?


  —Sí, muy cierto.


  —Y el chico, siendo tan afectuoso de naturaleza, estaría muy apegado,
  sin duda, a la memoria de su madre.


  —Sí, mucho.


  —Parece ser, desde luego, un interesantísimo muchacho. Otro punto
  acerca de esos ataques. ¿Los extraños ataques contra el niño pequeño, y
  las agresiones contra su hijo, se produjeron en los mismos períodos?


  —En el primer caso, así fue. Fue como si se hubiera adueñado de ella
  una especie de frenesí, y hubiera descargado su furia contra ambos. En
  el segundo caso Jack fue la única víctima. La señora Mason no tenía
  quejas en torno al niño.


  —Eso, ciertamente, complica las cosas.


  —No acabo de seguirle, señor Holmes.


  —Probablemente no. Uno se forma teorías provisionales, y espera a que
  el tiempo o nuevos conocimientos las desbaraten. Una mala costumbre,
  señor Ferguson, pero el hombre es débil. Me temo que su viejo amigo,
  aquí presente, haya dado una visión exagerada de mis métodos
  científicos. Sin embargo, en el punto en que estamos, me limitaré a
  decir que su problema no me parece irresoluble, y que puede contar con
  que estaremos en la estación Victoria a las dos.


  Era ya entrada la tarde de un triste y brumoso día de noviembre cuando,
  tras dejar el equipaje en la posada Chequers, de Lamberley, viajamos en
  coche por un largo y serpenteante camino arcilloso de Sussex, y
  llegamos finalmente a la vieja casa de campo aislada en que vivía
  Ferguson. Era un edificio grande y complicado, muy antiguo en su parte
  central, muy nuevo en las alas, con altas chimeneas estilo Tudor y un
  techo picudo de lajas de Horsham cubiertas de liquen. Los peldaños de
  la entrada estaban redondeados por el desgaste, y los viejos azulejos
  que adornaban el pórtico tenían el emblema de un queso y un hombre, en
  honor al constructor original. En el interior, los techos estaban
  estriados por macizas vigas de roble, y los suelos irregulares se
  combaban en pronunciadas curvas. Un olor a cosa vieja y enmohecida
  invadía todo aquel vetusto edificio.


  Había una gran sala central, y a ella nos condujo Ferguson. Allí, en
  una gran chimenea anticuada cuya pantalla de hierro trasera llevaba
  inscrita la fecha 1670, brillaba y chisporroteaba un espléndido fuego
  de troncos.


  Mirando a mi alrededor, vi que la habitación era una singularísima
  mezcla de fechas y sitios. Las paredes medio artesonadas podían muy
  bien haber pertenecido al caballero campesino del siglo diecisiete.
  Estaban ornamentadas, sin embargo, en la parte inferior por una línea
  de acuarelas modernas elegidas con gusto, mientras que en la parte
  superior, donde un yeso amarillento ocupaba el lugar del roble, colgaba
  una hermosa colección de utensilios y armas sudamericanos, que se había
  traído sin duda consigo la dama peruana que estaba en el piso de
  arriba. Holmes se puso en pie, con esa pronta curiosidad que surgía de
  su impaciente cerebro, y la examinó con bastante atención. Volvió con
  mirada pensativa.


  —¡Vaya! —exclamó—. ¡Vaya!



  Un spaniel, que había permanecido en una cesta en un rincón, se echó a
  andar lentamente hacia su amo, avanzando con dificultad. Sus patas
  traseras se movían irregularmente, y la cola le arrastraba por el
  suelo. Lamió la mano de Ferguson.


  —¿Qué ocurre, señor Holmes?


  —Al perro. ¿Qué le ocurre?


  —Eso quisiera saber el veterinario. Una especie de parálisis.
  Meningitis espinal, pensó él. Pero se le va pasando. Pronto estará
  bien… ¿no es verdad, Carlo?


  Un temblor de asentimiento recorrió la cola fláccida. Los ojos
  tristones del animal nos miraron a todos sucesivamente. Sabía que
  estábamos hablando de su caso.


  —¿Le vino de repente?


  —En una sola noche.


  —¿Desde hace cuánto tiempo?


  —Puede que cuatro meses.


  —Muy notable. Muy sugerente.


  —¿Qué ve usted en ello, señor Holmes?


  —Una confirmación de lo que ya pensaba.


  —Por el amor de Dios, ¿qué piensa usted, señor Holmes? ¡Puede que para
  usted sea un simple ejercicio intelectual, pero para mí es la vida o la
  muerte! ¡Mi mujer una asesina frustrada! ¡Mi hijo en constante peligro!
  No juegue conmigo, señor Holmes. Esto es terriblemente serio, demasiado
  serio.


  El grandullón tres cuartos de rugby temblaba de pies a cabeza. Holmes
  le puso la mano en el hombro, tranquilizadoramente.


  —Me temo que la solución, señor Ferguson, sea cual sea, le reserva un
  dolor —dijo—. Se lo atenuaré todo lo que pueda. Por el momento no puedo
  decir más, pero espero tener algo definitivo antes de salir de esta
  casa.


  —¡Dios quiera que así sea! Si ustedes me disculpan, caballeros, subiré
  a la habitación de mi mujer, y veré si se ha producido algún cambio.


  Estuvo ausente algunos minutos, durante los cuales Holmes reanudó su
  examen de los objetos curiosos de la pared. Cuando nuestro anfitrión
  volvió, estaba claro, por su expresión abatida, que no había hecho
  ningún progreso. Le acompañaba una joven, alta, esbelta, de tez morena.


  —El té está listo, Dolores —dijo Ferguson—. Cuídese de que su ama tenga
  todo lo que desee.


  —Está muy mal —exclamó la muchacha, mirando a su amo con ojos
  indignados—. No pide comida. Está muy mal. Necesita un médico. Me daba
  miedo estar sola con ella sin un médico.


  Ferguson me miró con una interrogación en los ojos.


  —Me encantaría ser de alguna utilidad.


  —¿Recibirá su ama al doctor Watson?


  —Que venga. No se lo preguntaré. Necesita un médico.


  —Entonces, iré con usted de inmediato.


  Seguí a la muchacha, que temblaba presa de un fuerte nerviosismo, por
  las escaleras y por un viejo pasillo. A su extremo había una maciza
  puerta lacada de hierro. Se me ocurrió, al verla, que si Ferguson
  trataba de llegar por la fuerza junto a su mujer la cosa no le
  resultaría fácil. La muchacha se sacó una llave del bolsillo, y las
  pesadas planchas de roble crujieron sobre sus viejos goznes. Entré, y
  ella me siguió rápidamente, cerrando la puerta detrás de sí.


  En la cama había una mujer, evidentemente con mucha fiebre. Estaba
  consciente sólo a medias, pero cuando entré unos ojos asustados, pero
  hermosos, me miraron con miedo. Al ver a un extraño, pareció sentir
  alivio, y con un suspiro dejó caer nuevamente la cabeza sobre la
  almohada. Avancé hacia ella pronunciando algunas palabras que la
  confortaran, y permaneció quieta mientras le tomaba el pulso y la
  temperatura. Uno y otra estaban altos, y, sin embargo, mi impresión fue
  que su condición era más de excitación mental y nerviosa que no de
  auténtica enfermedad.


  —Ha estado así un día, dos días. Temo que se muera —dijo la muchacha.


  La mujer volvió hacia mí su hermoso rostro encendido.


  —¿Dónde está mi marido?


  —Está abajo, y le gustaría verla.


  —No le veré. No le veré —y pareció entrar de nuevo en el delirio—. ¡Un
  diablo! ¡Un diablo! ¡Oh! ¿Qué puedo hacer con ese demonio?


  —¿Puedo ayudarla en algo?


  —No. Nadie puede ayudarme. Se acabó. Todo está destruido. Haga lo que
  haga, todo está destruido.


  La mujer debía sufrir alguna extraña ilusión. Yo era incapaz de
  imaginarme al honrado Bob Ferguson como diablo o demonio.


  —Señora —dije—, su marido la quiere a usted tiernamente. Está muy
  apenado por lo que ocurre.


  De nuevo volvió hacia mí aquellos ojos magníficos.


  —Me quiere. Sí. Pero ¿es que yo no le quiero a él? ¿No le quiero hasta
  el punto de sacrificarme antes que romper su querido corazón? Así es
  como le quiero. Y, sin embargo, él podría pensar de mí… pudo hablarme
  de aquel modo…


  —Está muy dolorido, pero es incapaz de entender.


  —No, no puede entender. Pero debería confiar.


  —¿Por qué no habla con él? —sugerí.


  —No, no; no puedo olvidar aquellas palabras terribles, ni su expresión.
  No le veré. Ahora váyase. No puede hacer nada por mí. Dígale solamente
  una cosa. Quiero a mi hijo. Tengo derecho a mi hijo. Este es el único
  mensaje que puedo enviarle.


  Se volvió de cara a la pared y no dijo más.


  Volví a la sala de abajo donde Ferguson y Holmes seguían todavía
  sentados junto al fuego. Ferguson escuchó malhumorado mi narración de
  la entrevista.


  —¿Cómo puedo mandarle a su hijo? —dijo—. ¿Cómo voy a saber qué extraño
  impulso puede entrarle? ¿Cómo podré jamás olvidar cómo se levantó del
  lado de la cuna con sangre en los labios? —se estremeció al recordar—.
  El niño está seguro con la señora Mason, y debe seguir con ella.


  Una doncella de elegante uniforme, la única cosa moderna que podía
  verse en la casa, había traído un poco de té. Mientras lo estaba
  sirviendo, se abrió la puerta y un jovencito entró en la habitación.
  Era un muchacho que llamaba la atención: cara pálida, cabello rubio,
  expresivos ojos azul pálido que se encendían en súbita llama de emoción
  y alegría cuando su mirada se posaba en su padre. Se abalanzó hacia él
  y le rodeó el cuello con los brazos, con el abandono de una adolescente
  enamorada.


  —Oh, papá —gritó—, no sabía que ya estuvieras de vuelta. Habría estado
  aquí esperándote. ¡Oh! ¡Qué contento estoy de verte!


  Ferguson se liberó suavemente del abrazo, con ciertas muestras de
  turbación.


  —Querido muchacho —dijo, dando unos tiernos golpecitos en la rubia
  cabeza—, he vuelto pronto porque he podido convencer a mis amigos, el
  señor Holmes y el doctor Watson, para que vinieran a pasar la velada
  con nosotros.


  —¿Es el señor Holmes, el detective?


  —Sí.


  El jovencito nos miró de un modo penetrante y, según me pareció, poco
  amistoso.


  —¿Qué me dice de su otro hijo, señor Ferguson? —preguntó Holmes—.
  ¿Podríamos ver al bebé?


  —Pídele a la señora Mason que baje al niño —dijo Ferguson. El muchacho
  se marchó con un andar extraño, bamboleante, que delató a mis ojos
  médicos que sufría de una afección espinal. Volvió al poco rato, y,
  detrás suyo, venía una mujer alta y delgada que llevaba en sus brazos a
  un hermosísimo niño, de ojos negros y pelo rubio, una maravillosa
  mezcla de lo sajón y lo latino. Ferguson, evidentemente estaba loco por
  aquel niño, ya que lo tomó en sus brazos y lo acarició tiernamente.


  —Y pensar que alguien pueda tener el corazón tan duro como para hacerle
  daño —murmuró, bajando la mirada hacia la pequeña mancha rojo vivo del
  cuello del querubín.


  Fue en aquel momento cuando casualmente miré a Holmes, viéndole una
  expresión singularísimamente concentrada. Su cara estaba inmóvil, como
  tallada en marfil, y sus ojos, que por un momento habían mirado a padre
  e hijo, estaban ahora enfocados, con vehemente curiosidad, en algo que
  se encontraba al otro extremo de la habitación. Siguiendo su mirada, no
  pude suponer otra cosa sino que a través de la ventana contemplaba el
  melancólico jardín mojado. Cierto que había una persiana medio cerrada
  por la parte de fuera, obstruyendo la visión, pero, con todo, era
  indudablemente la ventana lo que Holmes miraba con concentrada
  atención. Luego sonrió, y su mirada volvió al bebé. En su cuello
  regordete estaba la pequeña señal hinchada. Sin decir nada, Holmes la
  examinó atentamente. Finalmente, tomó y agitó levemente uno de los
  pequeños puños que revoloteaban ante su cara.


  —Adiós, hombrecito. Has tenido un extraño comienzo en la vida. Aya,
  quisiera tener unas palabras con usted en privado.


  Se la llevó aparte y le habló vehemente durante algunos minutos. Sólo
  pude oír las últimas palabras, que fueron: «Espero que su inquietud no
  tarde en quedar apaciguada». La mujer, que parecía ser una criatura de
  la especie huraña y silenciosa, se retiró con el niño.


  —¿Cómo es la señora Mason? —preguntó Holmes.


  —No muy convincente externamente, como puede ver, pero tiene un corazón
  de oro, y quiere muchísimo al niño.


  —¿Te gusta la señora Mason, Jack? —Holmes se volvió repentinamente
  hacia el muchacho, cuya expresiva cara se ensombreció. Negó con la
  cabeza.


  —Jacky tiene agrados y desagrados muy acentuados —dijo Ferguson,
  rodeando con el brazo los hombros del muchacho—. Afortunadamente, yo
  estoy entre sus agrados.


  El chico apoyó arrulladoramente la cabeza en el pecho de su padre.


  Ferguson lo separó suavemente.


  —Vete ya, Jacky, pequeño —dijo; y contempló a su hijo con mirada
  amorosa hasta que hubo desaparecido—. Ahora, señor Holmes —prosiguió,
  cuando el chico se hubo ido—, realmente me doy cuenta de que le he
  metido en un problema sin solución, porque ¿qué puede hacer aparte de
  concederme su simpatía? Debe ser un asunto extremadamente delicado y
  complejo desde su punto de vista.


  —Es ciertamente delicado —dijo mi amigo, con una sonrisa divertida—,
  pero ahora no se me representa complejo. Ha sido un caso propio para la
  deducción intelectual; pero cuando esta deducción intelectual original
  se ve confirmada punto por punto por numerosos incidentes
  independientes, entonces lo subjetivo se hace objetivo, y podemos decir
  confiadamente que hemos llegado a la meta. De hecho, ya había llegado a
  ella antes de salir de Baker Street; el resto ha sido meramente
  observación y confirmación.


  Ferguson se llevó su manaza a la arrugada frente.


  —Por el amor del cielo, Holmes —dijo, roncamente—, si es usted capaz de
  ver la verdad de este asunto, no me mantenga en la inquietud. ¿En qué
  posición me encuentro? ¿Qué debo hacer? No me importa cómo haya llegado
  usted a establecer los hechos, mientras realmente los conozca.


  —Desde luego, le debo una explicación, y la tendrá. Pero ¿me permite
  llevar las cosas a mi manera? ¿Puede recibirnos la dama, Watson?


  —Está enferma, pero goza de toda su razón.


  —Muy bien. Sólo en su presencia podremos aclararlo todo. Subamos a
  verla.


  —No me recibirá —exclamó Ferguson.


  —Oh, sí, lo hará —dijo Holmes. Garrapateó unas pocas líneas en un papel
  —. Usted, al menos, tiene la entrée(fr. entrada), Watson. ¿Tendrá la
  bondad de entregarle esta nota a la dama?


  Subí nuevamente, y entregué la nota a Dolores, que abrió la puerta
  cautamente. Al cabo de un minuto oí un grito en el interior, un grito
  en el que parecían mezclarse la alegría y la sorpresa, Dolores sacó la
  cabeza por la puerta.


  —Les recibirá y les escuchará —dijo.


  Ferguson y Holmes subieron a mi llamada. Cuando entramos en la
  habitación, Ferguson dio uno o dos pasos hacia su mujer, que se había
  incorporado en la cama; pero ella hizo con la mano ademán de detenerle.
  Ferguson se dejó caer en un sillón, y Holmes y yo nos sentamos a su
  lado, después de una inclinación de cabeza a la dama, que miró a Holmes
  con los ojos dilatados por el asombro.


  —Creo que podríamos prescindir de Dolores —dijo Holmes—. Oh, muy bien,
  señora, si prefiere que se quede, no tengo nada que objetar. Mire,
  señor Ferguson, soy un hombre ocupado, con muchas visitas, y mis
  métodos tienen que ser breves y directos. La operación quirúrgica más
  rápida es la menos dolorosa. Permítame que antes que nada le diga algo
  que tranquilizará su espíritu. Su mujer es muy buena, muy amante, y ha
  sido tratada muy mal.


  Ferguson se puso en pie con un grito de alegría.


  —Demuéstreme esto, señor Holmes, y estaré en deuda con usted para
  siempre.


  —Lo haré, pero al hacerlo le heriré profundamente en otra dirección.


  —No me importa, si libera de culpa a mi mujer. Todo lo demás que hay en
  el mundo no es nada comparado con eso.


  —Permítame contarle pues, el curso de los razonamientos que pasaron por
  mi mente en Baker Street. La idea de un vampiro me resultaba absurda.
  Y, sin embargo, su observación era precisa. Usted había visto a la dama
  levantarse de junto a la cuna del niño con sangre en los labios.


  —Cierto.


  —¿No se le ocurrió que puede chuparse una herida con propósitos
  distintos al de extraer sangre? ¿Acaso no hubo una reina en la historia
  de Inglaterra que chupó una herida para sacar de ella el veneno?


  —¡Veneno!


  —Cosa corriente en Sudamérica. Mi instinto percibió la presencia de
  esas armas de la pared antes de haberlas visto. Hubiera podido tratarse
  de otro veneno, pero eso fue lo que se me ocurrió. Cuando vi el pequeño
  carcaj vacío junto al pequeño arco de cazar pájaros, eso era
  exactamente lo que esperaba ver. Si el niño resultaba pinchado con una
  de esas flechas impregnadas en curare(veneno amazónico usado para la
  caza) o en cualquier otro alcaloide diabólico, moriría a menos que se
  chupara el veneno de la herida. ¡Y el perro! Si alguien fuera a usar un
  veneno como ése, ¿no lo probaría primero para comprobar que no había
  perdido sus virtudes? No había previsto al perro, pero al menos lo
  entendí, y encajó en mi reconstrucción. ¿Entiende ahora? Su mujer temía
  un ataque de esa clase. Vio que se producía, y salvó la vida del niño;
  y, sin embargo, no quiso contarle a usted la verdad, porque sabía
  cuánto quería usted al muchacho, y temió romperle el corazón.


  —¡Jacky!


  —Le estuve observando hace unos momentos, cuando usted acariciaba al
  pequeño. Su cara se reflejaba claramente en la ventana, porque la
  persiana cerrada convertía al cristal en espejo. Vi en esa cara tantos
  celos, tanto odio cruel, como raras veces he visto en un rostro humano.


  —¡Mi Jacky!


  —Tiene usted que afrontarlo, señor Ferguson. Es todavía más penoso por
  cuanto que ha sido un amor deformado, un amor demencialmente exagerado
  hacia usted, y probablemente hacia su difunta madre, el que le ha
  inducido a actuar. Su alma entera está consumida por el odio a esa
  espléndida criatura, cuya salud y belleza contrastan con su propia
  deficiencia.


  —¡Santo Dios! ¡Es increíble!


  —¿He dicho la verdad, señora?


  La mujer sollozaba, con la cara hundida entre las almohadas. En aquel
  momento se volvió hacia su marido.


  —¿Cómo podía decírtelo, Bob? Sabía qué golpe sería para ti. Era mejor
  que esperara, y que lo supieras por otros labios que los míos. Cuando
  este caballero, que parece poseer poderes mágicos, me escribió que lo
  sabía todo, me sentí extremadamente feliz.


  —Creo que mi receta para el señorito Jacky sería un año de viaje por
  mar —dijo Holmes, poniéndose en pie—. Sólo me queda una cosa oscura,
  señora. Podemos entender perfectamente sus ataques contra Jacky. La
  paciencia de una madre tiene un límite. Pero ¿cómo se atrevió a dejar
  solo al niño estos últimos dos días?


  —Se lo había contado a la señora Mason. Ella lo sabía.


  —Exacto. Eso pensé.


  Ferguson estaba junto a la cama, conteniendo los sollozos, con las
  manos tendidas, tembloroso.


  —Creo, Watson, que es el momento de marchamos —dijo Holmes, en un
  susurro—. Si coge usted de un brazo a la excesivamente fiel Dolores, yo
  la cogeré del otro. Eso. Ahora —añadió, cerrando la puerta detrás de
  sí—, creo que podemos dejar que arreglen entre ellos lo que queda
  pendiente.


  Sólo tengo una anotación más sobre este caso. Se trata de la carta que
  escribió Holmes como respuesta final a aquella con que empezaba este
  relato. Decía así:


  «Baker Street, 21 de noviembre.


  Asunto: Vampiros.


  Señor: en respuesta a su carta del 19, me permito comunicarle que he
  estudiado el caso de su cliente, el señor Robert Ferguson, de Ferguson
  & Muirhead, mayoristas de té, de Mincing Lane, y que el asunto ha sido
  llevado a una satisfactoria conclusión. Agradeciéndole su
  recomendación.


  Atentamente suyo,


  Sherlock Holmes.»


  - 5 -
  La aventura de los tres Garridebs



  Pudo haber terminado en comedia, o pudo haber terminado en tragedia. Le
  costó a un hombre la pérdida de la razón; a mí, una hemorragia, y a
  otro hombre más, la correspondiente pena legal. Pero, con todo eso, no
  cabe duda de que el caso encerró un elemento de comedia, como ustedes
  van a juzgar por sí mismos.


  Recuerdo muy bien la fecha, porque fue en el mismo mes en que Holmes
  rehusó un título de nobleza por servicios que quizá puedan describirse
  algún día. Sólo de paso lo menciono, porque en mi situación de socio y
  confidente me veo obligado a ser sumamente cauto para evitar cualquier
  indiscreción. Repito, sin embargo, que esto me permite fijar la fecha,
  que fue durante la segunda quincena del mes de junio de 1902, muy poco
  después de la terminación de la guerra en Sudáfrica. Holmes había
  permanecido varios días en la cama, como acostumbra a hacerlo de tanto
  en tanto; pero aquella mañana se me presentó con un largo documento
  escrito en papel de folio y con una expresión divertida en sus severos
  ojos grises.


  —Amigo Watson —me dijo—, aquí hay para usted una probabilidad de ganar
  algún dinero. ¿Ha oído usted alguna vez el apellido Garrideb?


  Confesé que jamás lo había oído.


  —Bien, si consigue atrapar a un Garrideb, ganará dinero con ello.


  —¿Por qué?


  —Bueno, eso es largo de contar, y también bastante fantástico. No creo
  que en todas las exploraciones que llevamos realizando en el complejo
  humano nos hayamos encontrado jamás con una cosa más curiosa. Como el
  interesado va a venir muy pronto para ser sometido a un interrogatorio,
  no quiero abordar el asunto hasta que se encuentre aquí presente. Pero
  entretanto, lo que nos hace falta es el nombre.


  La guía del teléfono estaba encima de la mesa junto a mí y abrí sus
  páginas para realizar en ellas una búsqueda que parecía bastante
  infructuosa. Pero, con gran asombro mío, encontré ese apellido en el
  lugar correspondiente, y dejé escapar una exclamación de triunfo:


  —¡Aquí lo tiene, Holmes! ¡Aquí está!


  Holmes recibió el volumen de mi mano y leyó:


  —«Garrideb N., número ciento treinta y seis, Little Ryder Street W».


  —Siento mucho desilusionarlo, querido Watson pero este personaje es el
  mismo individuo en cuestión y aquí está su dirección en su carta. Nos
  hace falta otro para emparejarlo con él.


  En ese momento llegó la señora Hudson con una tarjeta en la bandeja. La
  tomé y la examiné.


  —¡Aquí lo tenemos! —exclamé, atónito—. La inicial del nombre es muy
  distinta: John Garrideb, consejero legal, Moorville, Kansas, EE. UU.


  Holmes sonrió al examinar la tarjeta y dijo:


  —Me temo, Watson que no tenga más remedio que realizar otro esfuerzo.
  Este caballero está metido ya en el caso, aunque no lo esperaba esta
  mañana. Sin embargo, se halla en condiciones de decirnos bastantes
  cosas que yo deseo saber.


  Un momento después entraba el susodicho en la habitación. John
  Garrideb, consejero legal, era un hombre pequeño y fornido, de cara
  redonda, fresca y completamente afeitada, tan característica de muchos
  hombres norteamericanos de negocios. La impresión general que producía
  era la de un hombre rechoncho y bastante infantil, de un joven con cara
  adornada por una ancha y constante sonrisa. Sus ojos, sin embargo,
  atraían la atención. Rara vez he visto en una cabeza humana unos ojos
  que proclamasen una vida interior más intensa que aquella. ¡Así eran de
  vivos, despiertos y ágiles para exteriorizar todos los cambios de
  pensamiento! Hablaba con acento norteamericano, pero sin ninguna
  excentricidad en la manera de expresarse.


  —¿Es el señor Holmes? —preguntó, mirando primero a uno y luego a otro
  —. ¡Ah, ya entiendo! Yo diría que sus retratos no son demasiado
  distintos a la realidad. Creo que ha recibido una carta de otra persona
  que lleva mi mismo apellido, el señor Natham Garrideb. ¿Es así?


  —Siéntese, por favor —dijo Sherlock Holmes—. Creo que tenemos mucho de
  qué hablar.


  Tomó las hojas de papel de oficio.


  —Usted es, sin duda, el señor John Garrideb, del que se habla en este
  documento. Pero lleva ya algún tiempo en Inglaterra, ¿no es cierto?


  —¿Por qué lo dice, señor Holmes?


  Creí leer en aquellos ojos expresivos una súbita sospecha.


  —Porque todo su equipo es inglés.


  El señor Garrideb dejó oír una risa forzada.


  —Señor Holmes, estoy enterado ya de sus artimañas, pero nunca pensé que
  yo mismo sería el sujeto con quien las ejercitase. ¿De dónde saca lo
  que ha dicho?


  —Por el corte de la hombrera de su chaqueta, por la puntera de sus
  botas… ¿Hay alguien que pueda tener la menor duda?


  —Bien, bien; no me imaginaba que mi britanismo saltase de esa manera a
  la vista. Lo cierto es que los negocios me trajeron a este lado del mar
  hará algún tiempo, y por eso mi vestimenta es, como usted dice, casi
  por completo londinense. Pero me imagino que su tiempo vale mucho, y
  que no nos hemos reunido para hablar del modelo de mis calcetines. ¿Qué
  le parece si dedicamos nuestra atención a ese documento que tiene usted
  en la mano?


  No sé por qué, pero la verdad era que Holmes había hecho erizar a
  nuestro visitante, cuya cara regordeta se había revestido de una
  expresión mucho menos simpática.


  —¡Paciencia, señor Garrideb, paciencia! —dijo mi amigo en tono
  tranquilizador—. El doctor Watson podría decirle que estas pequeñas
  digresiones mías suelen a veces tener alguna influencia sobre los
  asuntos, como se demuestra al final. Pero ¿por qué razón no vino con
  usted el señor Natham Garrideb?


  —¿Y por qué razón tuvo él que involucrarlo en este asunto, digo yo? —
  preguntó nuestro visitante, con un súbito arrebato de ira—. ¿Qué tenía
  que ver en ello? Nos encontramos con un asunto puramente profesional
  entre dos caballeros, y uno de ellos se siente obligado a dar
  intervención a un detective. Esta mañana hablé con ese señor, y
  entonces él me expuso esta fea jugarreta que me ha hecho, y por esa
  razón he venido. Pero, a pesar de todo, la cosa me molesta bastante.


  —La medida no significa nada en su contra, señor Garrideb. Fue
  inspirada simplemente por el interés que él tiene en alcanzar la
  finalidad que persigue; finalidad que, según tengo entendido, es de la
  misma vital importancia para ambos. Él sabía que yo dispongo de medios
  para conseguir informes y, por consiguiente, era muy natural que
  recurriese a mí.


  La expresión irritada de nuestro visitante fue desapareciendo
  gradualmente, y dijo:


  —De acuerdo; visto así, ya resulta distinto. Cuando esta mañana fui a
  visitarlo y me dijo que había puesto el asunto en manos de un
  detective, me limité a pedirle su dirección y vine hasta aquí
  directamente. Yo no quiero que la policía se meta en un asunto de
  carácter privado. Pero si usted está dispuesto a ayudarnos a encontrar
  a nuestro hombre, ningún daño puede haber en ello.


  —Entonces bien; así es como está planteado el asunto —dijo Holmes—. Y
  ahora, ya que se encuentra aquí, lo mejor será que escuchemos de sus
  propios labios un relato claro. Mi amigo aquí presente desconoce los
  detalles.


  El señor Garrideb me examinó con mirada no demasiado amistosa.


  —¿Hace falta que los conozca? —preguntó.


  —Por lo general, él y yo trabajamos juntos.


  —Bien, de todos modos no existe razón para que se mantenga en secreto.
  Le relataré a usted los hechos con toda la brevedad que me sea posible.
  Si usted procediese de Kansas no necesitaría explicarle quién era
  Alexander Hamilton Garrideb. Se hizo rico negociando en fincas y más
  tarde en la bolsa del trigo de Chicago, pero luego gastó su dinero
  comprando tantas tierras como las que abarca uno de los condados de
  Inglaterra. Esas tierras se hallan situadas a lo largo del río
  Arkansas, al oeste de Fort Dodge. Se trata de tierras de pastoreo,
  maderera, cultivable y de minerales, y de toda otra clase de tierra que
  brinde dólares al hombre que la posea.


  »No tenía conocidos ni parientes… o, si los tenía, nunca había oído
  hablar de ellos. Pero adquirió una especie de orgullo por la rareza de
  su apellido. Eso fue los que nos juntó. Yo estaba trabajando como
  abogado en Topeka, y un día tuve una visita del anciano, se encontraba
  muerto de risa por encontrar otro hombre con su mismo apellido. Era su
  nueva afición favorita, y estaba completamente dispuesto a averiguar si
  habían más Garridebs en el mundo. “¡Encuéntrame otro!” dijo. Le
  contesté que era un hombre ocupado y no podía gastar mi vida paseando
  por el mundo en busca de Garridebs. “Nada menos”, dijo él, “eso es
  justo lo que hará si las cosas salen tan bien como las planeé”. Pensé
  que estaba bromeando, pero había mucho significado en sus palabras,
  como estaba pronto a descubrir, ya que murió un año después de decir
  esto, y dejó un testamento tras de él. Era un extraño testamento que
  había sido archivado en el estado de Kansas. Sus propiedades fueron
  divididas en tres partes y tuve que aceptar la condición de encontrar
  dos Garridebs quienes deberían compartir conmigo el resto de la
  herencia. Eran cinco millones de dólares para cada uno, pero no
  podíamos poner un dedo sobre el dinero hasta que estuviéramos los tres.


  »Era una gran oportunidad para que ejercitara mi práctica legal y me
  puse en camino en busca de los Garridebs. No hay ninguno en los Estados
  Unidos. Busqué por él, señor, con gran esmero pero nunca pude encontrar
  un Garrideb. Entonces probé en Inglaterra. Indudablemente debían haber
  suficientes nombres en el directorio telefónico de Londres. Fui tras él
  hace dos días y le expliqué todo el asunto. Pero era un hombre
  solitario, como yo, con algunas familiares mujeres, pero ninguno varón.
  El testamento hablaba de tres hombres adultos. Así que verá que hay una
  vacante, y si pudiera ayudarnos a llenarla estaríamos dispuestos a
  pagarle por sus costos.


  —Bien, Watson —dijo Holmes con una sonrisa—. ¿Dije que era algo
  caprichoso, no es cierto? Debería pensar, señor, que lo más obvio que
  debería hacer es poner anuncios en los periódicos.


  —Lo he hecho, Sr. Holmes. Ninguna respuesta.


  —¡Mi estimado señor! Bueno, estamos ciertamente ante un pequeño y
  curioso problema. Consultaré mi agenda. Por cierto, es curioso que haya
  venido de Topeka. Yo solía tener un corresponsal… ahora está muerto… el
  viejo Dr. Lysander Starr, quien fue Mayor en 1890.


  —¡El buen Dr. Starr! —dijo nuestro visitante—. Su nombre aún es
  honrado. Bien, señor Holmes, debo suponer que todo lo que podemos hacer
  es esperar a que nos informe y nos haga saber cómo progresan sus
  investigaciones. Cuento con usted para oír novedades en un día o dos
  —con esta seguridad nuestro americano se inclinó de modo respetuoso y
  se marchó.


  Holmes tenía encendida su pipa, y se sentó durante un tiempo con una
  sonrisa curiosa sobre su cara.


  —¿Bien? —pregunté al fin.


  —Me estoy preguntando, Watson… ¡Sólo preguntando!


  —¿El qué?


  Holmes tomó la pipa de sus labios.


  —Me estaba preguntando, Watson, qué cosa sobre la tierra puede ser el
  objetivo de este hombre para decirnos tal maraña de mentiras. Estuve
  cerca de preguntarle…, porque hay veces en que un directo ataque
  frontal es la mejor acción…, pero juzgué que sería mejor dejarle pensar
  que nos había engañado. Tenemos a un hombre con un traje inglés raído
  en los codos y pantalones abultados en la rodilla, con una vestimenta
  añeja, y por este documento y por su propio aspecto se trata de un
  americano provinciano que posteriormente desembarcó en Londres. No puso
  ningún anuncio en los periódicos. Usted sabe que no me pierdo nada en
  esa sección. Nunca hubiera pasado por alto un anuncio como ése. Nunca
  conocí un Dr. Lysander Starr, de Topeka. Por dondequiera que lo tanteé,
  me resultó falso. Creo que el individuo es, en efecto, norteamericano.
  Pero sus años de residencia en Londres han limado su acento
  característico. ¿Qué juego se trae, entonces, y qué móvil se esconde
  detrás de esta absurda búsqueda de los Garrideb? La cosa merece que le
  dediquemos nuestra atención porque, aceptando que ese individuo es un
  sinvergüenza, no cabe duda de que es un sinvergüenza complejo e
  ingenioso.


  Vamos ahora a poner en claro si el otro corresponsal nuestro es también
  fraudulento. Hágame el favor de llamarlo por teléfono, Watson.


  Así lo hice, y desde el otro extremo de la línea me contestó una voz
  débil y temblorosa:


  —Sí, sí, yo soy el señor Natham Garrideb. ¿Hablo con el señor Holmes?
  Me agradaría mucho cambiar unas palabras con el señor Holmes.


  Mi amigo tomó al aparato y yo escuché el diálogo, entrecortado, como es
  natural.


  —Sí, ha estado aquí. Tengo entendido que usted no lo conoce. ¿Desde
  cuándo…? ¡Sólo dos días…! Sí, sí, desde luego, la perspectiva es por
  demás atrayente. ¿Estará en casa esta noche? Y el otro Garrideb,
  ¿estará también? Perfectamente, iremos, porque me agradaría charlar con
  usted sin que él se hallase presente… El doctor Watson me acompañará.
  Me parece comprender por su carta que usted sale muy poco de casa.
  Bien, llegaremos a eso de las seis. No es necesario que le diga nada al
  abogado norteamericano. Perfectamente. Adiós.


  Era la hora del crepúsculo, y hasta Little Ryder, una de las calles más
  pequeñas que arrancan de Edgware Road, a menos de un tiro de piedra del
  antiguo Tyburn Tree, de ominoso recuerdo, parecía dorada y maravillosa
  al recibir de soslayo los rayos del sol poniente. La casa misma a donde
  nosotros nos dirigimos era un edificio amplio, antiguo, de estilo de la
  primera época georgiana, con una fachada lisa de ladrillo, cortada
  únicamente por dos miradores profundos, situados en la planta baja.
  Nuestro cliente vivía en esta planta baja y aquellas ventanas
  resultaron ser la parte delantera de una habitación espaciosa en la que
  se pasaba las horas en que no estaba acostado. Holmes me señalaba,
  conforme pasábamos, las pequeñas placas de bronce las cuales llevaban
  curiosos nombres.


  —Desaparecieron hace algunos años, Watson —remarcó, indicando su
  descolorida superficie—. Este es su nombre real, de todos modos, y eso
  es algo para tener en cuenta.


  La casa tenía una escalera común, y allí había numerosos nombres
  escritos en el portal, algunos indicando despachos y otros residencias
  privadas. No se trataba de una colección de aposentos residenciales,
  sino más bien la morada de un soltero bohemio. Nuestro cliente nos
  abrió la puerta por sí mismo y se disculpó diciendo que la encargada se
  había ido a las cuatro en punto. El señor Nathan Garrideb era una
  persona muy alta, inarticulada y de espalda redonda, delgada y calva,
  de sesenta y pico años de edad. Tenía una tez cadavérica, con una
  deslucida piel mortecina correspondiente a un hombre a quien el
  ejercicio le era desconocido. Unos grandes y redondeados anteojos y una
  pequeña barba saliente combinados con su encorvada actitud le daban una
  expresión de miope curiosidad. El efecto general, sin embargo, era
  amigable, aunque excéntrico.


  La sala era tan curiosa como su ocupante. Parecía un pequeño museo.
  Tanto a lo ancho como a lo largo, estaba llena de armarios y gabinetes,
  atestados con especímenes geológicos y anatómicos. Estuches de
  mariposas y polillas flanqueaban cada lado de la entrada. Una gran mesa
  en el centro estaba ensuciada con toda clase de desechos, mientras que
  el alto tubo de metal de un poderoso microscopio se erizaba entre
  ellos. Mientras ojeaba alrededor me sorprendí en la universalidad de
  los intereses del hombre. Aquí había un estuche de monedas antiguas.
  Allí, un gabinete de instrumentos de la edad de piedra. Detrás de la
  mesa central, un gran armario de huesos fósiles. Por encima, una línea
  de cráneos de yeso con nombres tales como «Neardenthal», «Heidelberg»,
  «Cro-Magnon» impresos bajo ellos. Era claro que era un estudiante de
  variadas materias. Mientras permanecía frente de nosotros, tenía en la
  mano derecha un trozo de piel de gamuza, con la que estaba
  abrillantando una moneda.


  —De Siracusa…, perteneciente al mejor período —nos explicó
  exhibiéndola—. Más adelante degeneraron muchísimo. En el mejor de los
  casos las considero magníficas aunque algunos prefieran las
  producciones de la escuela de Alejandría. Señor Holmes, ahí encontrará
  una silla. Permítanme que quite antes estos huesos, Y usted, señor…, ya
  caigo, doctor Watson, tenga la bondad de apartar a un lado el jarrón
  japonés. Aquí me ven ustedes en medio de las pequeñas aficiones de mi
  vida. Mi médico me sermonea porque no salgo jamás; pero ¿para qué
  necesito salir teniendo como tengo aquí tantas cosas que me atraen? Les
  aseguro que sólo para catalogar debidamente el contenido de una de esas
  vitrinas necesitaría mis buenos tres meses.


  Holmes miró en torno suyo con curiosidad, y preguntó:


  —Pero ¿me va a decir que no sale de aquí nunca?


  —De cuando en cuando me hago llevar en coche hasta la casa de Sotheby o
  al establecimiento de Christie. Fuera de eso, rara vez abandono mi
  habitación. No soy demasiado fuerte, y mis investigaciones absorben mi
  atención por completo. Sin embargo, señor Holmes, ya puede imaginarse
  qué sorpresa terrible (agradable, pero terrible) fue para mí oír hablar
  de esa buena suerte incomparable. Sólo falta otro Garrideb para
  completar el asunto, y con toda seguridad que conseguiremos
  encontrarlo. Yo tenía un hermano, pero murió, y las mujeres están
  descalificadas en este caso. Pero con seguridad que tiene que haber
  otros con ese apellido en el mundo. Yo había oído hablar de que usted
  se hacía cargo de casos extraordinarios, y por esa razón me dirigí a
  usted. Desde luego este caballero norteamericano me parece hombre serio
  y debí haberlo consultado con él antes, pero mi intención fue obrar de
  la mejor manera posible.


  —Creo que usted obró muy sabiamente —le dijo Holmes—. Pero ¿de verdad
  que siente verdaderos deseos de ser propietario de tierras en
  Norteamérica?


  —De ninguna manera, señor. Nada sería capaz de inducirme a abandonar mi
  colección, señor. Pero este caballero me ha dado la seguridad de que si
  dejamos sentados nuestros derechos, me comprará mi parte. Se habló de
  la suma de cinco millones de dólares. En este momento se ofrecen en el
  mercado una media docena de ejemplares que llenarían lagunas que hay en
  mi colección y que yo no puedo comprar porque me faltan algunos
  centenares de libras esterlinas.


  »¡Piense en todo lo que yo podría realizar con cinco millones de
  dólares! Tengo ya el núcleo necesario para formar una colección
  nacional. Seré conocido como el Hans Sloane de mi época.


  Le brillaban los ojos tras los cristales de sus anchas gafas. Era
  evidente que Natham Garrideb no escatimaría esfuerzos para descubrir a
  otro hombre que llevase el mismo apellido.


  —Vine con el exclusivo objeto de conocerlo, y no hay razón que
  justifique que interrumpa sus estudios —dijo Holmes—. Prefiero siempre
  establecer contacto personal con las personas para quienes trabajo. Son
  muy pocas las preguntas que aún me quedan por hacerle, ya que llevo en
  el bolsillo el clarísimo relato que usted me envió, y he llenado los
  huecos que en él había, aprovechando la visita de ese caballero
  norteamericano. He creído entender que usted ignoraba su existencia
  hasta esta misma semana.


  —Así es, en efecto. Vino a visitarme el martes pasado.


  —¿Le ha hablado de la entrevista que hoy sostuvimos?


  —Sí; vino derecho desde su casa. Antes se había irritado mucho.


  —¿Qué razón tuvo para ello?


  —Pareció creer que era poner en tela de juicio su respetabilidad. Pero
  cuando regresó venía muy alegre.


  —¿Le indicó alguna norma de acción?


  —No, señor; en absoluto.


  —¿Recibió o le ha pedido alguna suma de dinero?


  —¡Jamás, señor!


  —¿Usted no cree que él anda detrás de alguna cosa?


  —No, señor; salvo lo que él me ha expuesto.


  —¿Le anunció que nos habíamos dado cita por teléfono?


  —Sí, señor; se lo dije.


  Holmes se quedó meditando. Yo veía que estaba intrigado.


  —¿Hay en su colección algunos ejemplares de gran valor?


  —No, señor. No soy rico. Es una colección buena, pero no de precio
  extraordinario.


  —¿Y usted no tiene miedo a los ladrones de casas?


  —No.


  —¿Qué tiempo lleva ocupando estas habitaciones?


  —Cerca de cinco años.


  El interrogatorio de Holmes se vio interrumpido por una vigorosa
  llamada en la puerta. No bien nuestro cliente abrió el pestillo, entró
  en el cuarto, presa de gran excitación, el abogado norteamericano.


  —¡Ya lo tenemos! —exclamó, agitando por encima de la cabeza un
  periódico—. Me pareció que llegaría a tiempo. ¡Mil felicitaciones,
  señor Natham Garrideb! ¡Ya es rico, señor! Nuestro asunto ha terminado
  con toda felicidad, y todo está en regla. En cuanto a usted, señor
  Holmes, sólo podemos decirle que lamentamos haberlo molestado
  inútilmente.


  Entregó el periódico a nuestro cliente, que se quedó de una pieza,
  mirando con ojos de asombro un anuncio que estaba marcado. Holmes y yo
  nos inclinamos hacia adelante y leímos por encima de su hombro. He aquí
  lo que decía:


  «HOWARD GARRIDEB


  CONSTRUCTOR DE MAQUINARIA AGRÍCOLA


  Agavilladoras, cosechadoras, arados a vapor y manuales, sembradoras
  mecánicas, rastrillos, carruajes de granjero, carruajes de cuatro
  puertas y toda clase de accesorios.


  Presupuestos para pozos artesianos. Dirigirse a Grosvenor Buildings,
  Aston».


  —¡Magnífico! —exclamó, casi sin aliento, nuestro huésped—. Ya tenemos
  nuestro tercer hombre.


  —Inicié investigaciones en Birmingham —dijo el norteamericano—, y el
  agente que tengo allí me ha enviado este anuncio que apareció en un
  diario de la localidad. Tenemos que darnos prisa y acabar el asunto. He
  escrito a este señor anunciándole que mañana, a las cuatro de la tarde,
  irá a visitarlo a su oficina.


  —¿Quiere que sea yo quien vaya visitarlo?


  —¿Qué le parece, señor Holmes? ¿No cree que sería lo más acertado? Me
  presento yo, por ejemplo, que soy un norteamericano que anda por el
  mundo, y cuento una historia maravillosa. ¿Por qué habría de confiar en
  mí? Usted, en cambio, es un inglés que puede ofrecer sólidas
  referencias, y él no tendrá más remedio que tomar en consideración lo
  que le cuente. Yo no tendría inconveniente en ir con usted, si así lo
  desea; pero da la coincidencia de que mañana es un día en que he de
  andar ocupadísimo, y siempre estaría a tiempo de visitarlo otro día, si
  usted encontrara alguna dificultad.


  —La verdad es que no he hecho un viaje así desde hace muchos años.


  —Es una cosa de nada, señor Garrideb. Yo he calculado ya su horario.
  Usted sale de aquí a las doce, para llegar poco después de las dos.
  Puede regresar a la noche. No tiene que hacer otra cosa que
  entrevistarse con ese hombre, explicarle el asunto y conseguir una fe
  de vida oficial de su existencia. ¡Por Dios… —agregó acaloradamente—,
  que si tiene en cuenta que yo he venido desde el centro de los Estados
  Unidos, no supone gran cosa que se desplace un par de cientos de
  kilómetros para dar fin a este asunto!


  —Muy exacto —dijo Holmes—. Creo que lo que este caballero dice es muy
  cierto.


  El señor Natham Garrideb se encogió de hombros con expresión de
  desconsuelo, y contestó:


  —Bien, si usted insiste no tendré más remedio que ir. Desde luego que
  parece duro que yo le niegue nada, teniendo en cuenta las magníficas
  esperanzas que usted ha aportado a mi vida.


  —Asunto concluido, entonces —dijo Holmes—, y no deje de informarme del
  resultado lo antes que pueda.


  —De eso me cuidaré yo —dijo el norteamericano. Luego agregó, mirando su
  reloj—: Bueno, tengo que retirarme. Mañana vendré a visitarlo, señor
  Natham, y estaré a su lado hasta verlo en camino hacia Birmingham.
  ¿Viene en mi misma dirección, señor Holmes? Entonces, adiós, y quizá
  tengamos buenas noticias que comunicarle mañana por la noche.


  Noté que la cara de mi amigo se aclaró cuando el americano dejó la
  habitación, y la mirada de pensamientos confusos habían desaparecido.


  —Desearía poder observar su colección, señor Garrideb —dijo—. En mi
  profesión todos los conocimientos curiosos son útiles, y esta
  habitación suya es un almacén de ellos.


  Nuestro cliente centelleó con placer y sus ojos brillaron desde detrás
  de sus grandes anteojos.


  —Siempre he oído, señor, que usted es un hombre muy inteligente —dijo
  —. Le ofrezco hacer una visita ahora mismo si tuviese el tiempo.


  —Desafortunadamente, yo no lo tengo. Pero estos especímenes están tan
  bien etiquetados y clasificados que escasamente necesitaría su
  explicación personal. ¿Tendría alguna objeción para que realizase una
  visita mañana si tengo tiempo?


  —No, para nada. Es realmente bienvenido. Este lugar estará, por
  supuesto, cerrado, pero la señora Saunders estará en el sótano hasta
  las cuatro en punto y le dejará aquí con su llave.


  —Bien, espero estar libre mañana por la tarde. Si le pudiera decir una
  palabra a la señora Saunders estaría todo en orden. ¿Por cierto, quién
  es su agente inmobiliario?


  Nuestro cliente se asombró por esta repentina pregunta.


  —Holloway y Steele, en Edgware Road. ¿Pero por qué?


  —Tengo un poco de arqueólogo cuando voy a las casas —dijo Holmes,
  riendo—. Me estaba preguntando si esta era de la época de la Reina Anna
  o georgiana.


  —Georgiana, sin ninguna duda.


  —Ciertamente. Había pensado que era anterior. De cualquier modo, es
  fácilmente verificable. Bien, adiós, señor Garrideb, y que tenga todos
  los éxitos en su viaje a Birmingham.


  El agente inmobiliario estaba cerrado, pero nos enteramos que iba estar
  cerrado todo el día, así que regresamos a Baker Street. No fue hasta
  después de la cena que Holmes volvió al asunto.


  —Nuestro pequeño problema se acerca al final —dijo—. No hay duda de que
  ha delineado la solución en su propia mente.


  —No comprendo ni una palabra de todo esto.


  —La cabeza está seguro suficientemente despejada y la cola la veremos
  mañana. ¿No ha notado nada curioso acerca del anuncio?


  —Vi que la palabra «arado» estaba mal escrita.


  —¿Oh, ha notado eso, no es cierto? Venga, Watson, mejora con el tiempo.


  Sí, era un mal inglés pero un buen americano. El impresor lo ha puesto
  como lo recibió. Fíjese en la palabra carruaje. Eso también es
  americano. Y los pozos artesianos son más comunes para ellos que para
  nosotros. Era un típico aviso americano, pero pretendiendo ser de una
  firma inglesa. ¿Qué piensa de ello?


  —Sólo puedo suponer que este abogado americano lo puso por sí mismo.
  Cuál fue su objetivo no lo puedo entender.


  —Pues bien, hay dos explicaciones alternativas. De todos modos, él
  quería enviar a este viejo fósil a Birmingham. Eso está muy claro. Le
  debería haber dicho que iba a ir a una búsqueda sin sentido, pero
  reconsiderándolo, parecía mejor despejar la escena dejándole ir.
  Mañana, Watson… el mañana hablará por sí mismo.


  Holmes se retiró y se levantó muy temprano. Cuando regresó a la hora
  del desayuno noté que su cara estaba muy seria.


  —Este es un asunto más grave de lo que esperaba, Watson —dijo—. Es
  justo que se lo diga, aunque sé que será solamente una razón adicional
  para que corra de cabeza hacia el peligro. Es todo lo que debe saber,
  Watson, por ahora. Pero hay peligro, y debería saberlo.


  —Bueno, Holmes, pero no es el primero que hemos corrido juntos. Y
  espero que tampoco será el último. ¿Cuál es el peligro particular en
  esta ocasión?


  —Nos encontramos ante un caso muy difícil de desentrañar. He logrado
  identificar al señor John Garrideb, consejero legal. No es otro que
  Evans el asesino, de fama siniestra y criminal.


  —Con eso me quedo como estaba.


  —Claro. ¡Como que no entra dentro de los deberes de su profesión llevar
  en su memoria un calendario portátil de la cárcel de Newgate! Fui a
  entrevistarme en el Yard con mi amigo Lestrade. Quizás anden allí, en
  ocasiones, algo escasos de intuición imaginativa, pero van por delante
  del mundo en cuanto a trabajar a conciencia y con método. Se me ocurrió
  que quizá sus archivos nos pusiesen sobre la pista de nuestro amigo
  norteamericano. Y, ¡cómo no!, descubrí su cara regordeta en la galería
  de retratos de maleantes, con una inscripción debajo, que decía: «James
  Winter, alias Morecroft, alias Evans el asesino». —Holmes sacó un sobre
  del bolsillo y dijo—: Tomé algunas notas de su expediente. Tiene
  cuarenta y cuatro años. Nació en Chicago. Consta que mató a tiros a
  tres hombres en los Estados Unidos. Se salvó de ir a presidio porque
  mediaron influencias políticas. Vino a Londres en el año 1893. Por
  cuestiones de juego hirió de bala a un hombre en un club nocturno de
  Waterloo Road, en el año 1895. El agredido murió, pero había sido el
  provocador de la riña. El muerto resultó ser Roger Prescott, famoso
  falsificador de Chicago. Evans, el asesino, salió en libertad en el año
  1901. Desde entonces ha estado sometido a vigilancia por la policía,
  pero ha llevado, por lo visto, una vida normal. Es hombre muy
  peligroso, suele andar siempre con armas encima, y dispuesto a
  emplearlas. Ése es nuestro pajarraco, Watson; un pajarraco peligroso,
  como no podrá menos que reconocer.


  —¿Pero qué juego es el que se trae?


  —La verdad es que ya empieza a definirse. He ido a visitar la agencia
  de alquileres. Nuestro cliente, según él mismo nos dijo, lleva allí
  cinco años. La casa estuvo deshabitada durante un año, antes de que él
  la alquilase. El inquilino anterior era todo un caballero, de apellido
  Waldrom. En la agencia recordaban perfectamente los rasgos físicos del
  señor Waldrom. Repentinamente desapareció y nada más se oyó de él. Era
  un hombre alto, barbudo y de tez oscura. Ahora, Prescott, el hombre a
  quien el asesino Evans disparó, era, de acuerdo a Scotland Yard, un
  hombre alto y de tez oscura con barba. Como una hipótesis de trabajo,
  creo que tenemos que tomar que Prescott, el criminal americano, solía
  vivir en la misma habitación que nuestro inocente amigo ahora dedica a
  su museo. Así que al fin conseguimos un eslabón, como ve.


  —¿Y el siguiente eslabón?


  —Bien, debemos salir y buscarlo.


  Tomó un revolver de su escritorio y me lo entregó en mano.


  —Llevo mi preferida conmigo. Si nuestro amigo del Lejano Oeste trata de
  actuar de acuerdo con su apodo, nosotros estaremos listos. Le daré una
  hora para que tome una siesta, Watson, y entonces creo que será hora de
  comenzar nuestra aventura en Ryder Street.


  Eran las cuatro en punto cuando alcanzamos el curioso apartamento de
  Nathan Garrideb. La señora Saunders, la portera, estaba a punto de
  irse, pero no tuvo ninguna duda en admitirnos, por lo que la puerta se
  cerró con una cerradura de resortes, y Holmes prometió ver que todo
  estuviera seguro antes de irnos. Poco tiempo después de que la puerta
  exterior se cerrara, la gorra de la señora Saunders pasó por el
  mirador, y sabíamos que estábamos solos en el piso inferior de la casa.
  Holmes realizó un rápido examen de la instalación. Había un armario en
  un rincón oscuro, el cual sobresalía de la pared. Fue detrás de éste
  donde nos agazapamos mientras Holmes en un susurro delineaba sus
  intenciones.


  —Quería que nuestro estimable amigo saliera de su habitación… eso está
  muy claro, y, como el coleccionista nunca salía, concibió un plan para
  hacerlo salir. Todo lo de esta invención de los Garridebs no tiene
  aparentemente ningún otro fin. Debo decir, Watson, que hay una cierta
  ingenuidad diabólica al respecto, aunque el extraño apellido del
  inquilino le dio una oportunidad que difícilmente podría haber
  esperado. Tejió su trama con remarcada astucia.


  —¿Pero qué es lo que quería?


  —Para descubrirlo estamos aquí. No tiene absolutamente nada que ver con
  nuestro cliente, tal como veo la situación. Es algo que se relaciona
  con el individuo al que asesinó, y que era quizá su compinche en
  delincuencia. Dentro de esta habitación hay algún secreto criminal. Así
  es como yo veo el problema. Pensé al principio que quizá nuestro amigo
  tenía entre las piezas de su colección alguna de mucho mayor valor de
  lo que él se imaginaba; algo digno de atraer la atención de un
  delincuente de alto rango. Pero el hecho de que el señor Roger Prescott
  de ominoso recuerdo, haya ocupado estas habitaciones, parece indicar
  que existe alguna razón de más peso. Bueno, Watson, el único recurso
  que nos queda es el de armarnos de paciencia y esperar a ver qué nos
  traen las horas.


  La hora que esperábamos no tardó mucho en sonar. Al oír que la puerta
  exterior se abría y se cerraba, nos apretujamos aún más en la sombra.
  Se oyó luego el ruido agudo y metálico de una llave que funcionaba, y
  en seguida entró el norteamericano en el cuarto. Cerró tras de él la
  puerta con mucho cuidado, dirigió una mirada a su alrededor para
  cerciorarse de que no había peligro, se quitó rápidamente el gabán y se
  dirigió hacia la mesa central con la decisión de un hombre que sabe muy
  bien lo que tiene que hacer y de qué manera tiene que hacerlo. Apartó a
  un lado la mesa, arrancó la alfombra cuadrada sobre la que aquélla
  descansaba, la enrolló del todo hacia atrás y acto seguido, sacó del
  bolsillo un destornillador. De pronto escuchamos el ruido de tablas que
  se deslizaban, y un instante después quedaba a la vista, en el suelo,
  una abertura de boca cuadrada. Evans, el asesino, encendió un fósforo,
  lo aplicó a un trozo de vela y desapareció de nuestra vista.


  Era evidente que había llegado nuestro momento. Holmes me tocó la
  muñeca como advertencia, y ambos avanzamos furtivamente hacia la boca
  abierta de la trampilla. Sin embargo, por muy suavemente que lo
  hicimos, el viejo entarimado debió de crujir bajo nuestros pies, porque
  súbitamente surgió del espacio abierto la cabeza del norteamericano,
  que atisbaba con ansiedad por todas partes. Su rostro tuvo un
  relampagueo de furor al vernos; ese furor se fue suavizando
  gradualmente hasta convertirse en sonrisa avergonzada cuando se dio
  cuenta de que dos pistolas estaban apuntadas hacia su cabeza.


  —¡Bien, bien! —dijo fríamente cuando trepó a la superficie—. Imagino
  que es demasiado para mí, señor Holmes. Supongo que descubrió mi juego,
  y jugó conmigo como un tonto desde el comienzo. Bien, señor, es todo
  suyo, me ha derrotado y…


  En un instante había sacado un revólver de su pecho y disparado dos
  tiros. Sentí una quemadura repentina como si un hierro al rojo vivo
  hubiera sido presionado contra mi muslo. Hubo una colisión cuando la
  pistola de Holmes cayó en la cabeza del hombre. Tuve una visión de él
  revolcándose sobre el piso con sangre corriendo por su cara mientras
  Holmes lo registraba en busca de armas. Entonces los delgados brazos de
  mi amigo me rodearon, y me condujo hacia una silla.


  —¿Está herido, Watson? ¡Por amor de Dios, dígame que no está herido!


  Era peor la herida… eran peor muchas heridas… que saber la profundidad
  de lealtad y amor que yacía detrás de esa fría máscara. Los ojos
  severos y claros se apagaron por un momento, y los firmes labios se
  agitaron. Por una única vez alcancé a ver un gran corazón tan bien como
  un gran cerebro. Todos mis años de humildad así como de servicio fiel
  culminaron en ese momento de revelación.


  —No es nada, Holmes. Es un mero rasguño.


  Rasgó mis pantalones con su navaja.


  —¡Está usted bien! —gritó con un inmenso suspiro—. Es absolutamente
  superficial —su rostro se tornó de granito cuando observó a nuestro
  prisionero mientras se ponía en pie con cara aturdida —. Juro por Dios,
  que también ha sido lo mejor para usted. Si hubiera asesinado a Watson,
  no se iría de esta habitación con vida. Ahora, señor, ¿qué es lo que
  tiene que decirme?


  No tenía nada que decir. Solamente se sentó y frunció la cara. Me apoyé
  en el brazo de Holmes, y juntos miramos hacia abajo en el interior del
  pequeño sótano que había sido descubierto bajo la mesa. Aún estaba
  iluminado por la vela con la que Evans había descendido. Nuestros ojos
  se posaron sobre una masa de maquinaria oxidada, grandes rollos de
  papel, un desorden de frascos, y, ordenados sobre una pequeña mesa, un
  número de pequeños y limpios manojos de papeles.


  —Una máquina impresora… un equipo de falsificación —dijo Holmes.


  —Sí, señor —dijo nuestro prisionero, tambaleándose lentamente con sus
  pies y entonces se hundió sobre la silla—. La falsificadora más grande
  que nunca haya  visto Londres. Esa es la máquina de Prescott, y esos
  manojos en la mesa son dos mil billetes de Prescott que valen cien cada
  uno y son adecuados para pasar por todos lados. Ayúdense a sí mismos,
  caballeros. Llámenlo un trato y déjenme largarme.


  Holmes rio.


  —Nosotros no hacemos así las cosas, señor Evans. No hay ningún refugio
  para usted en este país. ¿Le disparo a ese hombre, Prescott, no es
  cierto?


  —Sí, señor, y cumplí cinco años por ello, aunque fue él quien me forzó
  a ello. Cinco años… cuando debería tener una medalla del tamaño de un
  plato de sopa. Ningún hombre vivo puede distinguir un Prescott de un
  Banco de Inglaterra, y si no lo hubiera eliminado, hubiera inundado a
  Londres con ellos. Era el único en el mundo que sabía dónde los había
  hecho. ¿Puede imaginar que quisiese llegar al lugar? ¿Y puede usted
  imaginar que cuando encontré a este loco y bobo cazador de bichos con
  su extraño apellido ocupando el lugar, y sin salir nunca de su
  habitación, tuve que idear un plan lo mejor que se me ocurriera para
  alejarlo de aquí? Quizás hubiera sido más astuto haberlo matado.
  Hubiera sido lo bastante fácil, pero soy un hombre de corazón blando
  que no puede empezar a disparar a menos que el otro hombre tenga
  también un arma. ¿Pero dígame, señor Holmes, de todos modos, qué es lo
  que hice mal? No he usado esta instalación. No he herido a ese viejo
  cadáver. ¿Por qué me ha atrapado?


  —Sólo por intento de homicidio, por lo que puedo ver —dijo Holmes—.
  Pero ese no es nuestro trabajo. Serán otros los que se ocupen de eso.
  Por ahora, lo único que queríamos era su encantadora presencia. Por
  favor, llame a Yard, Watson. No les pillará por sorpresa.


  Así pues, estos fueron los hechos acontecidos sobre el asesino Evans y
  su memorable invención de los tres Garridebs. Oímos posteriormente que
  nuestro pobre y viejo amigo nunca superó el trauma de ver cómo se
  esfumaron sus sueños. Cuando su castillo en el aire se derrumbó, lo
  hizo enterrándole bajo las ruinas. Lo último que supimos de él era que
  estaba un sanatorio en Brixton. Fue un día alegre para Scotland Yard
  cuando se descubrió el equipo de Prescott, porque, aunque sabían que
  existía, nunca habían sido capaces, tras la muerte del hombre, de
  encontrar su paradero. Es cierto que Evans realizó un gran servicio.
  Prescott fue causa de muchas preocupaciones por parte de los hombres de
  la División de Investigaciones Criminales, ya que el falsificador había
  sido señalado como un peligro público. Muy gustosamente le habrían
  concedido la medalla del tamaño de un plato de sopa de la que había
  hablado, pero un despectivo banquillo tuvo una visión menos favorable
  de sus actos, y el asesino Evans regresó a las sombras de las que una
  vez emergió.


  - 6 -
  La aventura del cliente ilustre



  «Hoy ya no puede causar perjuicio», fue la contestación que me dio
  Sherlock Holmes cuando, por décima vez en otros tantos años, le pedí
  autorización para hacer público el relato que sigue. Y de ese modo
  conseguí permiso para dejar constancia de lo que, en ciertos aspectos,
  constituyó el momento cúspide de la carrera de mi amigo.


  Tanto Holmes como yo sentíamos cierta debilidad por los baños turcos.
  Fumando en plena laxitud del secadero, he encontrado a Holmes menos
  reservado y más humano que en ningún otro lugar. Hay en el piso
  superior del establecimiento de baños de la avenida Northumberland un
  rincón aislado donde dos bancos estaban colocados uno al lado del otro,
  y en ellos yacíamos acostados el día 3 de septiembre de 1902, fecha en
  que da comienzo mi relato. Yo le había preguntado si había algún asunto
  en marcha, y él me contestó sacando su brazo largo, enjuto y nervioso,
  de entre las sábanas en que estaba envuelto, y extrajo un sobre del
  bolsillo interior de la chaqueta que estaba colgada a su lado.


  —Puede lo mismo tratarse de algún individuo estúpido, inquieto y
  solemne, o de un asunto de vida o muerte —me dijo al entregarme la
  carta—. Yo no sé más de lo que me dice el mensaje.


  Procedía del Carlton Club y traía la fecha de la noche anterior. Esto
  fue lo que leí:


  «Sir James Damery presenta sus respetos al señor Sherlock Holmes, e irá
  a visitarle a su casa, mañana a las 4.30. Sir James se permite
  anunciarle que el asunto sobre el que desea consultar con el señor
  Holmes es muy delicado y también muy importante. Confía por ello en que
  el señor Sherlock Holmes haga los mayores esfuerzos por concederle esta
  entrevista, y que la confirmará llamando por teléfono al Club Carlton».


  —No hará falta que le diga, Watson, que la he confirmado —me dijo
  Holmes al devolverle yo el documento—. ¿Sabe usted algo del tal Damery?


  —Lo único que sé es que ese apellido suena todos los días en la vida de
  sociedad.


  —Poco puedo añadir a eso. Lleva fama de ser un especialista en el
  arreglo de asuntos delicados que no conviene que aparezcan en los
  periódicos. Quizá recuerde usted sus negociaciones con sir George Lewis
  a propósito del testamento de Hammerford. Es un hombre de mundo que
  tiene dotes naturales para la diplomacia. Por ello no tengo más remedio
  que suponer que no se tratará de una pista falsa, y que, en efecto, le
  es precisa nuestra intervención.


  —¿Nuestra?


  —Si quiere usted ser tan amable, Watson.


  —Me sentiré muy honrado.


  —Sea pues, ya sabe la hora; las cuatro y treinta. Podemos, mientras
  tanto, apartar el asunto de nuestra atención hasta esa hora.


  Vivía yo por aquel entonces en mis habitaciones de la calle de Queen
  Anne, pero me presenté en la calle Baker antes de la hora indicada. Era
  la media en punto cuando fue anunciado sir James Damery. Apenas si hará
  falta describirlo, porque son muchos los que recordarán a aquel
  personaje voluminoso, estirado y honrado, aquella cara ancha y
  completamente afeitada, y sobre todo, aquella voz agradable y pastosa.
  Brillaba la franqueza en sus grises ojos de irlandés, y en sus labios
  inquietos y sonrientes jugueteaba la jovialidad. Todo pregonaba su
  cuidado meticuloso por el bien vestir que le había hecho célebre, su
  lustroso sombrero de copa, su levita negra; en fin, los detalles todos,
  desde la perla del alfiler de su corbata de raso negro, hasta las
  polainas cortas de color espliego sobre sus zapatos de charol. Aquel
  magistral y gran aristócrata se adueñó de la pequeña habitación.


  —Esperaba, desde luego, encontrarme aquí con el doctor Watson —dijo,
  haciéndome una reverencia cortés—. Su colaboración pudiera ser muy
  necesaria en esta ocasión, porque nos las tenemos que ver con un
  individuo familiarizado con la violencia y que no se detiene ante nada.
  Estoy por decir que no hay en Europa un hombre más peligroso.


  —Ese calificativo ha sido aplicado ya a varios adversarios míos —dijo,
  sonriente, Holmes—. ¿Fuma usted? Pues entonces, me perdonará que yo
  encienda mi pipa. Peligroso de veras tiene que ser ese hombre del que
  habla, para serlo más que el profesor Moriarty, ya muerto, o que el aún
  vivo coronel Sebastián Moran. ¿Podría saber su nombre?


  —¿Oyó usted hablar alguna vez del barón Gruner?


  —¿Se refiere al asesino austriaco?


  El coronel Damery alzó las manos enguantadas en cabritilla rompiendo a
  reír:


  —¡A usted no se le escapa nada, señor Holmes! ¡Es asombroso! ¿De modo
  que ya lo tiene usted etiquetado como asesino?


  —Mi profesión me obliga a estar al día de los hechos criminales del
  continente. ¿Quién podría haber leído lo que pasó en Praga y tener
  dudas sobre la culpabilidad de ese hombre? ¡Fue un tema legal puramente
  técnico y la sospechosa muerte de un testigo lo que lo salvó! Tengo la
  misma seguridad de que él mató a su esposa cuando ocurrió el aquel
  llamado accidente en el Paso de Splugen, que si lo hubiese presenciado
  con mis propios ojos. También estaba enterado de que el barón se había
  trasladado a Inglaterra, y ya me imaginaba que más pronto o más tarde
  me daría faena. Veamos: ¿qué es lo que ha hecho este barón Gruner? Me
  imagino que no se tratará de una exhumación de la vieja tragedia.


  —No, es más grave que eso. Es importante que se castigue el crimen ya
  cometido, pero lo es más el evitarlo. Señor Holmes, es cosa terrible
  ver cómo se prepara delante de los ojos de uno mismo un acontecimiento
  espantoso, una situación atroz; darse perfecta cuenta de cuál será el
  final y verse del todo impotente para evitarlo. ¿Puede un ser humano
  verse en situación más angustiosa?


  —Quizá no.


  —Siendo así, creo que sentirá usted simpatía por el cliente en cuyo
  interés estoy actuando.


  —No supuse que actuaba usted como simple intermediario. ¿Quién es el
  interesado?


  —Señor Holmes, he de rogarle que no insista en esa pregunta. Es de la
  mayor importancia que yo pueda darle la seguridad de que su ilustre
  apellido no ha sido traído a colación en el asunto. Prefiere permanecer
  desconocido, aunque actúe por móviles caballerosos y nobles en el más
  alto grado. No hará falta que diga que sus honorarios están
  garantizados y que podrá actuar con absoluta libertad. ¿Verdad que
  carece de importancia el nombre de su cliente?


  —Lo siento —contestó Holmes—. Estoy acostumbrado a que una de las
  partes de mis casos esté envuelto en misterio, pero el que lo estén
  ambos resulta demasiado expuesto a confusiones. Lamento, sir James,
  tener que rehusar a ocuparme del caso.


  Nuestro visitante dio muestras de profundo desconcierto. La emoción y
  la desilusión ensombrecieron su cara ancha y expresiva, y dijo:


  —Señor Holmes, es difícil que pueda usted darse cuenta del alcance de
  esa negativa suya. Me coloca usted en un grave dilema, porque tengo la
  seguridad completa de que si me fuera posible revelárselo todo, se
  sentiría usted orgulloso de encargarse del caso; pero me lo impide la
  promesa hecha. ¿Podría yo, por lo menos, exponerle todo lo que me está
  permitido?


  —No hay inconveniente, a condición de que quede bien claro que no me
  comprometo a nada.


  —Entendido. En primer lugar, creo, sin duda, que habrá oído usted
  nombrar al general De Merville.


  —De Merville… ¿el que se hizo famoso en Khyber? Sí, he oído hablar de
  él.


  —Tiene una hija, Violeta de Merville, joven, rica, hermosa, culta, un
  prodigio de mujer en todo sentido. Pues bien; es a esta hija, a esta
  muchacha encantadora e inocente, a la que estamos tratando de salvar de
  las garras de un demonio.


  —Eso quiere decir que el barón Gruner ejerce poder sobre ella, ¿verdad?


  —El más fuerte de todos los poderes tratándose de una mujer: el poder
  del amor. Ese individuo es, como quizás haya oído usted decir, un
  hombre de extraordinaria hermosura, de fascinador trato, voz suave y
  aparece envuelto en esa atmósfera de novela y de misterio que tanto
  atrae a la mujer. Se cuenta que no hay ninguna que se le resista y que
  se ha aprovechado ampliamente de ese hecho.


  —Pero ¿cómo pudo un hombre de su calaña establecer trato con una dama
  de la categoría de la señorita Violeta de Merville?


  —Fue durante una excursión en yate por el Mediterráneo. Los que en la
  misma participaban, aunque gente selecta, habían de pagarse el pasaje.
  Es seguro que los que lo organizaron no conocían la verdadera
  personalidad del barón hasta que fue ya demasiado tarde. El muy canalla
  se dedicó a cortejar a la joven, y consiguió ganarse su corazón de una
  manera completa y absoluta. Decir que ella le ama no es decir bastante.
  Está chiflada por él, está obsesionada con él. No hay nada para ella en
  el mundo más allá de ese hombre. No consiente en escuchar nada que vaya
  contra él. Se ha hecho todo lo que es posible hacer para curarla de su
  locura, y ha sido en vano. Para resumirlo: tiene el propósito de
  casarse con el barón el mes que viene. Y como es ya mayor de edad y
  tiene una voluntad de hierro, resulta difícil idear una manera de
  impedírselo.


  —¿Está enterada del episodio austriaco?


  —Ese astuto demonio le ha contado todos los feos escándalos públicos de
  su vida pasada, pero lo ha hecho en todos los casos presentándose a sí
  mismo como un mártir inocente. Ella acepta la versión de Gruner y no
  quiere escuchar ninguna otra.


  —¡Vaya! Bien, pero creo que ha pronunciado usted sin darse cuenta el
  nombre de su cliente, que es, sin duda el general De Merville.


  Nuestro visitante se movió nervioso en su silla.


  —Señor Holmes, yo podría equivocarle diciéndole que sí, pero faltaría a
  la verdad. De Merville es hombre ya sin energías. Este incidente ha
  desmoralizado por completo al veterano soldado. Perdió el temple que no
  le abandonó jamás en los campos de batalla, y se ha convertido en un
  hombre débil y vacilante, incapaz de hacer frente a un canalla lleno de
  brillantez y de ímpetu como es el austriaco. Mi cliente, sin embargo,
  es un viejo amigo que ha tratado íntimamente al general por espacio de
  muchos años y se interesa paternalmente por esta joven desde que se
  vistió de largo. No es capaz de presenciar cómo se consuma esta
  tragedia sin realizar algún intento para evitarla. Scotland Yard no
  tiene base alguna para intervenir en este asunto. Fue sugerencia de esa
  persona la idea de que intervenga usted, aunque como ya he dicho con la
  estipulación expresa de que no apareciese envuelto personalmente en el
  caso. Yo no dudo, señor Holmes, de que poniendo en juego sus grandes
  dotes, le sería fácil seguir la pista que le llevaría hasta mi cliente
  con sólo seguirme a mí, pero he de pedirle como cuestión de honor que
  se abstenga de hacerlo y que no rompa su incógnito.


  Holmes dejó ver una sonrisa muy especial, y contestó:


  —Creo que puedo prometérselo con toda seguridad. Le agregaré que el
  problema que me trae me interesa, y que estoy dispuesto a examinarlo.
  ¿Cómo podré mantenerme en contacto con usted?


  —El Club Carlton sabrá dar conmigo. Pero en caso de necesidad
  inmediata, hay un teléfono para llamadas reservadas: el equis equis
  treinta y uno(antiguamente no había muchos teléfonos ni aún en
  Londres).


  Holmes tomó nota del mismo, y permaneció, sonriendo, con el libro de
  notas abierto encima de las rodillas.


  —La dirección actual del barón, por favor.


  —Vernon Lodge, cerca de Kingston. Es un edificio espacioso. Ha salido
  con suerte de algunas especulaciones dudosas, y es hombre rico, lo cual
  le hace un adversario tanto más peligroso.


  —¿Está actualmente en su casa?


  —Sí.


  —Con independencia de lo que ya me ha explicado, ¿puede proporcionarme
  algún otro dato acerca de ese hombre?


  —Es una persona de gustos caros, criador de caballos; jugó una breve
  temporada al polo en Hurlingham, pero se habló del asunto de Praga y
  tuvo que retirarse. Colecciona libros y cuadros. Hay en su temperamento
  un importante aspecto de artista. Tengo entendido que está considerado
  como una autoridad en porcelana china, y ha publicado un libro sobre el
  tema.


  —Una personalidad compleja —dijo Holmes—. Todos los grandes criminales
  la tienen. Mi antiguo amigo Charlie Peace era un virtuoso del violín.
  Wainwright no era cualquier cosa como artista. Podría citar muchos más.
  Bien, sir James, informe a su cliente de que desde este momento
  concentro mi atención en el barón Gruner. No puedo decir más; dispongo
  de algunas fuentes de información propias mías, y creo que no han de
  faltarme algunos medios para iniciar el trabajo.


  Una vez que se retiró nuestro visitante, permaneció Holmes sentado y
  sumido en profundas meditaciones durante tan largo rato que me pareció
  se había olvidado de mi presencia. Sin embargo, volvió de pronto con
  gran viveza a la realidad y me preguntó:


  —Y qué, Watson, ¿no se le ocurre algo?


  —Yo creo que lo mejor que puede usted hacer es entrevistarse con la
  misma joven.


  —Querido Watson, ¿cómo voy yo, un desconocido, a salir airoso, si su
  pobre y anciano padre no ha conseguido influir en ella? Sin embargo, si
  todo lo demás nos falla, hay algo aprovechable en esa sugerencia. Pero
  creo que es preciso que empecemos desde un ángulo distinto. Me está
  pareciendo que Shinwell Johnson podría servirnos de algo.


  Aún no se me ha presentado ocasión en estas Memorias de mencionar a
  Shinwell Johnson, porque sólo raras veces he entresacado mis casos de
  las últimas etapas de la carrera de mi amigo. Llegó a ser un
  colaborador valioso durante los primeros años de este siglo. Lamento
  decir que Johnson empezó por ganarse fama como maleante muy peligroso y
  cumplió dos condenas en Parkhurst. Más tarde se arrepintió y se alió
  con Holmes, actuando de agente suyo en el voluminoso mundo de los bajos
  fondos de Londres, y sus valiosas informaciones resultaron con
  frecuencia de vital importancia. Si Johnson hubiese sido un soplón de
  la policía, pronto habría sido puesto al descubierto; pero como
  intervenía en casos que no llegaban nunca directamente a los tribunales
  de justicia, sus compañeros no advirtieron jamás sus actividades. Con
  el brillo de sus dos condenas tenía acceso libre a todos los clubes
  nocturnos, tugurios y antros de juego, y su rapidez de observación y
  despierto cerebro lo convirtieron en un agente ideal para recabar
  información. En esta ocasión propúsose Sherlock Holmes recurrir a sus
  servicios. No me fue posible seguir de cerca los pasos que dio a
  continuación mi amigo, porque tenía ciertos asuntos profesionales
  apremiantes míos propios; pero, de acuerdo con la cita que teníamos, me
  reuní con él aquella noche en Simpson’s, donde, sentados frente a una
  mesita en la ventana delantera y contemplando desde aquella altura la
  impetuosa corriente de vida que circulaba en el Strand, me refirió
  Holmes algo de lo que había ocurrido.


  —Johnson anda de merodeo —me dijo—. Quizá reúna algunos elementos en
  los recovecos más oscuros de los bajos fondos. Es allí, entre las
  negras raíces del crimen, donde tenemos que ponernos a la caza de los
  secretos de este hombre.


  —Pero si esa dama no acepta siquiera los hechos conocidos de todos,
  ¿cómo es posible que la retraiga de sus propósitos ningún
  descubrimiento nuevo que usted pueda hacer?


  —Quién sabe, Watson. El corazón y la inteligencia de las mujeres son
  para nosotros, los hombres, enigmas irresolubles. Es posible que la
  mujer perdone o se explique un asesinato, y sin embargo, la irrite
  algún pecadillo menos importante. El barón Gruner me hizo notar…


  —¡Qué le hizo notar a usted!


  —Bueno, ahora caigo en que yo no le hablé de mis planes. Mire, Watson:
  a mí me gusta llegar al cuerpo a cuerpo con el hombre a quien persigo.
  Me agrada mirarle cara a cara y ver por mí mismo la materia de que está
  fabricado. Una vez que di mis instrucciones a Johnson, me hice llevar
  en coche a Kingston, y encontré al barón de un humor afabilísimo.


  —¿Cayó en la cuenta de quién era usted?


  —Ninguna dificultad le costó, por la sencilla razón de que yo le pasé
  mi tarjeta. Es un adversario excelente, frío como el hielo, de voz
  sedosa y suave como la de uno de esos médicos de moda, siendo al mismo
  tiempo tan venenoso como una serpiente cobra. Tiene casta, es un
  verdadero aristócrata del crimen, de esos que producen superficialmente
  sugerencias de té de la tarde, de un té con toda la crueldad de la
  tumba detrás. Sí, estoy satisfecho de haber tenido que dedicar mi
  atención al barón Adelbert Gruner.


  —¿Y dice usted que en dicha ocasión estuvo afable?


  —Lo mismo que un gato ronroneante cuando cree estar viendo a un posible
  ratón. La afabilidad de ciertas personas es más mortal que la violencia
  de otras almas de mayor rudeza. Me acogió de manera característica,
  diciéndome: «Pensé, señor Holmes, que recibiría su visita tarde o
  temprano. No hay duda de que estará usted al servicio del general De
  Merville para que procure impedir mi matrimonio con su hija Violeta. Es
  eso, ¿verdad que sí?». Le contesté que así era en efecto, y él me dijo:
  «Querido señor, lo único que va a conseguir es echar a perder su bien
  ganada fama. Se trata de un caso en el que no hay posibilidad de que
  usted tenga éxito. Será el suyo un trabajo estéril, por no hablar de
  los posibles peligros que puedan acecharle. Permítame que le aconseje
  con vivo interés que se haga a un lado de inmediato».


  «Es curioso —le contesté— acaba usted de darme el mismísimo consejo que
  yo me proponía darle a usted. Yo respeto su inteligencia, barón, y ese
  respeto mío no ha disminuido con esta breve conversación nuestra.
  Permítame que le hable de hombre a hombre. Nadie pretende remover su
  pasado y colocarle en situación innecesariamente incómoda. Aquello
  pasó, y usted se encuentra ahora en aguas tranquilas; pero si se empeña
  en ese matrimonio, levantará en contra suya a un enjambre de enemigos
  poderosos que no le dejarán en paz hasta que la estancia en Inglaterra
  le resulte demasiado incómoda. ¿Lo vale verdaderamente el juego?
  Créame, ganaría dejando tranquila a esa dama. Será poco agradable para
  usted que lleguen a conocimiento de ella los hechos de su pasado». El
  barón luce debajo de su nariz unos tubitos de pelo abrillantado de
  cosmético, que producen la impresión de las antenas cortas de un
  insecto. Mientras me escuchaba, esos tubos de pelo se estremecían
  divertidos y acabó rompiendo a reír suavemente: «Señor Holmes, disculpe
  este buen humor —me dijo—. Es realmente divertido ver que intenta hacer
  baza sin tener triunfo alguno en la mano. Creo que nadie le
  aventajaría, pero resulta, a pesar de todo, bastante patético. Señor
  Holmes, no tiene usted en la mano ni un solo triunfo; sólo cartas de lo
  más menudas». «Eso es lo que usted cree». «Eso es lo que me consta. Voy
  a ponérselo de manera que lo entienda, porque las cartas que yo tengo
  en la mano son tan altas, que puedo permitirme el lujo de enseñarlas.
  He tenido la buena fortuna de ganarme por completo el cariño de esa
  dama. Me lo ha entregado a pesar de que yo le relaté sin tapujos todos
  los desdichados incidentes de mi vida pasada. También le aseguré que
  existían ciertas personas malas y conspiradoras… espero que usted se
  dará por aludido, que se acercarían a ella a contarle todas esas cosas,
  y le advertí de qué forma debía tratarlas. ¿Ha oído usted hablar, señor
  Holmes, de la sugestión poshipnótica? Pues bien, va usted a ver sus
  fenómenos en la práctica, porque un hombre que tenga personalidad es
  capaz de emplear el hipnotismo sin nada de pases ni otra clase de
  comedias. Así pues, ella estará preparada: no me cabe la menor duda de
  que le otorgará una cita, porque se presta con amabilidad a los deseos
  de su padre; con excepción únicamente de un pequeño asunto». Pues bien,
  Watson: no creí que tuviese nada más que agregar, y me despedí con toda
  la fría dignidad que fui capaz de reunir; él me detuvo diciéndome: «A
  propósito, señor Holmes, ¿conocía usted a Le Brun, agente de policía
  francés?». «Sí», le contesté. «¿Sabe lo que le ocurrió?». «Oí decir que
  unos apaches le apalearon en el distrito de Montmartre y le dejaron
  inválido para toda su vida». «Muy cierto, señor Holmes. Da la curiosa
  coincidencia de que sólo una semana antes de ese hecho, el tal Le Brun
  había estado realizando investigaciones acerca de asuntos míos. No haga
  usted lo mismo, señor Holmes; es algo que no trae buena suerte. Son
  varios los que ya lo han comprobado. Lo último que le digo es esto:
  siga su propio camino y déjeme a mí seguir el mío. Adiós». Ahí tiene
  usted, Watson; ya está usted al día de todo.


  —Parece un individuo peligroso.


  —Peligrosísimo. A mí no me impresionan los fanfarrones, pero este
  hombre pertenece a la categoría de los que dejan sus palabras por
  debajo de sus propósitos.


  —¿Y es forzoso que usted intervenga? ¿Es de verdadera importancia que
  ese hombre no se case con la muchacha?


  —Yo diría que tiene mucha importancia, pensando en que, sin género
  alguno de duda, asesinó a su última mujer. ¡Además, tenemos al cliente!
  Bueno, bueno, no hay necesidad de que discutamos este aspecto de la
  cuestión. Es preferible que me acompañe usted a casa una vez que
  termine de tomar el café, porque el ágil Shinwell estará ya allí con su
  informe.


  Y en efecto estaba. Era un hombre corpulento, tosco, de cara rubicunda
  y aspecto escorbútico, con unos ojos negros vivaces que constituían la
  única señal exterior del alma por demás astuta que había en el
  interior. Por lo visto, había buceado en lo que constituía su reino
  característico y, allí, estaba, sentado junto a él en el sofá, un
  ejemplar que se había traído, consistente en una mujer joven, delgada y
  ondulante como una llama, de rostro pálido y cara de expresión intensa,
  juvenil, pero tan consumida por el pecado y el dolor, que en ella
  podían descubrirse los años terribles que habían dejado en la misma su
  huella leprosa.


  —Esta es la señorita Kitty Winter —dijo Shinwell Johnson, con un vaivén
  de la gruesa mano a modo de presentación—. Lo que ella no sepa…; bueno,
  ella misma hablará. Antes de una hora de haber recibido su mensaje le
  eché el guante, señor Holmes.


  —Es fácil dar conmigo —dijo la joven—. Yo siempre estoy en el garito.
  Como este gordo de Shinwell. Gordo, somos viejos camaradas tú y yo,
  pero juro por mi vida, que hay otra persona que si hubiese la menor
  justicia en el mundo debería encontrarse en un infierno todavía más
  profundo que el nuestro. Es el hombre detrás del que usted anda, señor
  Holmes.


  Holmes se sonrió, y dijo:


  —Señorita Winter, me parece que contamos con su simpatía.


  —Si yo puedo ayudar a que ese hombre vaya a donde debe ir, cuenten
  conmigo hasta mi último estertor —dijo nuestra visitante con furiosa
  energía. Su cara pálida y resuelta y sus ojos llameantes mostraban un
  odio tan intenso como rara vez una mujer y jamás un hombre pueden
  alcanzar—. Señor Holmes, no hace falta que remueva usted mi pasado. No
  es ni de aquí ni de allá. Yo soy lo que Adelbert Gruner hizo de mí. ¡Si
  yo pudiese tirarlo por tierra! —sus manos, como garras, se aferraron
  con frenesí al aire—. ¡Oh, si yo pudiera arrastrarlo al foso adónde él
  ha empujado a tantas!


  —¿Está usted enterada del asunto?


  —El gordo Shinwell me lo ha contado. Por lo visto anda esta vez detrás
  de una pobre tonta y quiere casarse con ella. Usted desea impedirlo.
  Pero seguro que sabe usted lo bastante de ese canalla para impedir a
  cualquier chica decente y que esté en sus cabales, que firme en la
  misma parroquia que él(en referencia a la boda).


  —Ya pero ella no está en sus cabales, sino locamente enamorada. Se le
  ha dicho de él todo lo que hay que decir, y nada le importa.


  —¿También lo del asesinato?


  —Sí.


  —¡Por mi vida, que debe de ser muchacha valiente!


  —Dice que todo son calumnias.


  —Pero ¿no puede usted meterle por sus ojos de idiota las pruebas?


  —Bien, ¿puede usted ayudarnos en esa tarea?


  —¿No soy yo misma una prueba? Con sólo que me pongan delante de ella y
  yo le cuente de qué manera me trató…


  —¿Está usted dispuesta a hacerlo?


  —¿Que si estoy dispuesta? ¡Cómo piensa que no voy a estarlo!


  —Quizá valiera la pena intentarlo. Pero ese hombre le ha contado gran
  parte de sus culpas y ella le ha perdonado, y tengo entendido que no
  está dispuesta a abrir nueva discusión acerca del asunto.


  —Apuesto cualquier cosa a que él no le ha contado todo. Aparte de ese
  asesinato que tanto dio que hablar, yo entreví uno o dos más. Me habló
  en más de una ocasión de alguien, con sus maneras aterciopeladas, y
  luego me miró fijamente y me dijo: «Al mes de eso murió». La cosa no
  era como para tranquilizarla a una, pero yo no le di mucha importancia,
  porque en aquel entonces estaba enamorada de él. A mí me parecía bien
  todo lo que él hacía, lo mismo que ahora le parece a esa pobre loca.
  Una sola cosa me produjo impresión profunda, y, por mi vida, que de no
  haber sido por ésa su lengua venenosa y embustera que sabe encontrar
  explicación para todo y que todo lo suaviza, aquella misma noche me
  habría largado yo de su lado. Me refiero a un libro que él tiene, un
  libro de pastas de cuero color castaño con un cierre y su escudo
  grabado en oro en la parte exterior. Creo que aquella noche estaba un
  poco borracho, o, de lo contrario, no me lo habría enseñado.


  —¿Y qué libro era ése?


  —Mire, señor Holmes, este individuo colecciona mujeres y se enorgullece
  de su colección, de la misma manera que algunos hombres coleccionan
  polillas y mariposas. En ese libro suyo tenía registrado todo:
  fotografías instantáneas, nombres, detalles, todos los datos acerca de
  esas mujeres. Era un libro repugnante; un libro que ningún hombre, ni
  aunque procediera de las cloacas, habría sido capaz de reunir. Sin
  embargo, era el libro de Adelbert Gruner. Almas que he arruinado. Ése
  es el título que habría podido inscribir en la portada, si se le
  hubiese ocurrido. Sin embargo, con eso no vamos a ninguna parte, porque
  ese libro no le servirá a usted de nada, y si le sirviese no podría
  hacerse con él.


  —¿Dónde está ese libro?


  —¿Cómo puedo yo decirle dónde está ahora? Hace más de un año que me
  aparté de ese hombre. Sé dónde lo guardaba entonces. Gruner es en
  muchos aspectos un gato limpio y cuidadoso, de modo que quizá siga
  estando en uno de los compartimientos del escritorio antiguo que tiene
  en su despacho interior. ¿Conoce usted la casa del barón?


  —He estado en su despacho —dijo Holmes.


  —¿Ah, sí? Pues la verdad que se ha movido usted mucho para no haber
  empezado la tarea sino esta mañana. El despacho exterior es aquel en
  que exhibe las porcelanas de China; un gran armario de cristal entre
  las ventanas. Detrás de su mesa está la puerta por la que se pasa al
  despacho interior; un cuartito donde guarda documentos y cosas.


  —¿No teme a los ladrones?


  —Adelbert no es un cobarde. Ni el peor enemigo suyo podría afirmar eso
  de él. Sabe guardarse. Por la noche funciona un timbre de alarma contra
  los ladrones. Además, ¿qué hay allí que pueda interesar a un ladrón,
  como no se llevase todos sus cacharros de fantasía?


  —Eso no sirve para nada. Ningún perista admite artículos que no pueda
  ni fundir ni vender —dijo Shinwell Johnson, con el acento sentencioso
  de un técnico en la materia.


  —Así es, en efecto —dijo Holmes—. Bueno, señorita Winter, si usted
  quisiese venir hasta aquí mañana por la tarde a las cinco, meditaré de
  aquí a entonces en si es posible combinar una entrevista personal suya
  con esa otra joven. Le quedo extraordinariamente agradecido por su
  cooperación. No necesito decirle que mis clientes se mostrarán
  espléndidos en…


  —Ni hablar de eso, señor Holmes —exclamó la joven—. Yo no he salido a
  ganar dinero. Con tal de que vea a ese hombre en el fango, me
  consideraré pagada por mi trabajo… En el fango y pisoteándole yo su
  maldita cara. Ese es mi precio. Estaré a su disposición mañana o
  cualquier otro día, mientras usted le persigue. Aquí, el gordo, le dirá
  dónde puede encontrarme siempre .


  No volví a ver a Holmes hasta la noche siguiente, en que volvimos a
  cenar en nuestro restaurante del Strand. Cuando yo le pregunté cómo le
  había ido en su entrevista, se encogió de hombros. Acto seguido me
  relató lo que voy a reproducir a mi manera, porque su exposición dura y
  seca necesita alguna ligera manipulación para suavizarla y darle
  verdadera vida.


  —No tuve dificultad alguna en conseguir la cita, porque la muchacha
  está en la gloria dando pruebas de obediencia filial abyecta en todo lo
  secundario, para de ese modo hacer perdonar su flagrante desobediencia
  en lo referente a su compromiso matrimonial. El general me telefoneó
  que todo estaba listo, y la arrebatada señorita Winter acudió puntual,
  de modo que a las cinco y media nos dejó un coche frente al número
  ciento cuatro de la plaza de Berkeley, donde reside el veterano
  soldado, en uno de esos castillos londinenses espantosamente grises,
  junto a los cuales las iglesias parecen edificios frívolos. Un lacayo
  nos pasó a una gran sala de cortinajes amarillos, y en ella nos
  esperaba la joven grave, pálida, reservada; tan inflexible y tan lejana
  como una estatua de nieve en lo alto de una montaña.


  »Yo no acierto verdaderamente con el medio de retratársela a usted,
  Watson. Quizá tenga usted ocasión de conocerla antes de que terminemos
  con este asunto, y entonces podrá usted servirse de su propio caudal de
  palabras. Es hermosa, pero con la hermosura etérea de un transmundo,
  propia de una fanática que tiene puestos sus pensamientos en las
  alturas. He visto caras así en los cuadros de viejos pintores de la
  Edad Media. A mí no me cabe en la cabeza cómo un hombre bestial haya
  podido poner sus garras repugnantes en un ser como ése. Quizá se haya
  fijado ya en que los extremos se atraen, lo espiritual hacia lo animal,
  el hombre de las cavernas hacia el ángel. Pero jamás habrá visto usted
  contraste peor que éste…


  »Ella sabía a lo que íbamos, como es natural; porque aquel canalla no
  había dejado pasar tiempo para acudir a envenenar su alma contra
  nosotros. Creo que sí, que le sorprendió bastante la visita de la
  señorita Winter, pero nos indicó con un ademán de la mano que nos
  sentásemos en nuestras sillas correspondientes, cómo lo haría una
  reverenda madre abadesa al recibir la visita de dos mendigos bastante
  lacerados. Querido Watson, si su cerebro se siente inclinado a
  encresparse, tome lecciones de Violeta de Merville. «Bien, señor —me
  dijo con una voz que se parecía al viento que sopla desde un témpano de
  hielo—; lo conozco ya mucho de nombre. Según creo, ha venido usted a
  visitarme para denigrar a mi prometido, el barón Gruner. Le he recibido
  a usted únicamente por deseo expreso de mi padre, y le advierto por
  adelantado que nada de lo que pueda decirme ejercerá la más ligera
  impresión sobre mi voluntad».


  »Le tuve compasión, Watson. En aquel momento pensé en ella como habría
  pensado en una hija mía. Rara vez soy elocuente. Yo manejo mi cerebro,
  no mi corazón. Pero la verdad es que empleé con ella las frases más
  calurosas que fui capaz de encontrar en mi manera de ser. Le pinté la
  situación espantosa de la mujer que se despierta para conocer el
  verdadero carácter de un hombre después de que ya es su esposa; de una
  mujer que tiene que resignarse a ser acariciada por manos manchadas de
  sangre y labios de sanguijuela. No me olvidé de nada; de la vergüenza,
  del terror, de la angustia, de la irremediabilidad de todo ello. Mis
  frases conmovidas no consiguieron teñir con una sola pincelada de color
  aquellas mejillas de marfil, ni hacer que en sus ojos ensimismados
  brillase un solo destello de emoción.


  »Recordé lo que aquel canalla me había dicho acerca de la influencia
  poshipnótica. Se hubiera dicho que la joven vivía por encima de lo
  terrenal en un sueño de éxtasis. «Míster Holmes —me dijo—, le he
  escuchado con paciencia. El efecto que ha producido en mi voluntad es
  exactamente el que yo le anuncié. Sé ya que Adelbert, mi prometido, ha
  llevado una vida tempestuosa y que en el transcurso de la misma ha
  despertado odios enconados y ha sido víctima de los más injustos
  ataques. Usted es el último de una serie de personas que ha expuesto
  ante mí sus calumnias. Quizá su intención sea buena, aunque me consta
  que es usted un agente a sueldo que actuaría de la misma manera en
  favor que en contra del barón. En todo caso, quiero que sepa de una vez
  y para siempre que yo le amo y que él me ama, y que la opinión del
  mundo entero no representa para mí cosa superior a los gorjeos de esos
  pájaros que hay en la parte de afuera de mi ventana. Si su noble alma
  ha tenido en algún momento una caída, quizás esté yo especialmente
  destinada a levantarla hasta su elevado y auténtico nivel». De pronto,
  volvió sus ojos hacia mi acompañante y dijo: «No me imagino quién pueda
  ser esta joven».


  »Iba yo a responderle cuando la muchacha estalló lo mismo que un
  torbellino. Si alguna vez la llama y el hielo se han visto frente a
  frente fue cuando se vieron de ese modo aquellas dos mujeres. «Yo le
  voy a decir quién soy —gritó la señorita Winter, saltando de su asiento
  con la boca contorsionada de furor—. Soy su última amante. Soy una del
  centenar de mujeres que él ha tentado, que él ha gozado, que él ha
  arruinado y arrojado luego a la basura, como lo hará con usted, aunque
  el montón de basura al que usted irá a parar será probablemente el
  sepulcro, y en eso tendrá usted suerte. Le digo, mujer estúpida, que
  casarse con ese hombre equivale para usted a la muerte. Le despedazará
  el corazón o le retorcerá el cuello, pero de una manera o de otra, la
  matará. No hablo por amor a usted. Me importa un rábano que usted viva
  o que usted muera. Hablo por odio a él, para escupirle, para hacerle
  sufrir lo que él me ha hecho sufrir a mí; pero me da igual, mi elegante
  joven, y no me mire de esa manera, porque para cuando termine su asunto
  quizás haya caído usted todavía más bajo que yo». «Preferiría no hablar
  de estas cosas —dijo con frialdad la señorita De Merville—. Permítame
  que le diga que estoy enterada de tres episodios de la vida de mi novio
  en los que se vio enzarzado en las redes de mujeres calculadoras, y que
  estoy segura de que se encuentra cordialmente arrepentido de todo el
  daño que él haya podido ocasionar». «¡Tres episodios! —gritó mi
  acompañante—. ¡Estúpida! ¡Rematada estúpida!». «Señor Holmes, yo le
  suplico que pongamos fin a esta entrevista —dijo la voz de hielo—. He
  obedecido al deseo de mi padre aceptando entrevistarme con usted, pero
  no me creo obligada a escuchar los delirios de esta individua».


  »La señorita Winter se abalanzó, lanzando una blasfemia, y si yo no la
  hubiese sujetado por la muñeca, habría agarrado por el moño a aquella
  mujer capaz de sacar de quicio a cualquiera. Tiré de la señorita Winter
  hacia la puerta, y tuve la buena suerte de volver a meterla en el coche
  sin dar lugar a un escándalo público, porque estaba fuera de sí de
  rabia.


  »También yo, dentro de mi frialdad, me sentía irritadísimo, porque la
  superioridad y la suprema complacencia en sí misma de la mujer a la que
  intentábamos salvar tenían un algo de indeciblemente molesto. Ya sabe
  usted, pues, otra vez cuál es la situación y es evidente que necesito
  preparar otra jugada de salida, porque este gambito(movimiento de
  ajedrez) ya no sirve. Me mantendré en contacto con usted, Watson,
  porque es más que probable que tenga que representar un papel en la
  obra, aunque quizás es también posible que la próxima jugada la hagan
  ellos más bien que nosotros.


  Y la hicieron. Descargaron el golpe, o mejor dicho, lo descargó, porque
  jamás he podido creer que la dama pudiera ser copartícipe del mismo.
  Creo que aún hoy podría señalar la losa de la acera en que yo estaba
  cuando mis ojos se posaron en el cartelón anunciador, con un
  sentimiento angustioso de horror que traspasó mi alma. Fue entre el
  Gran Hotel y la estación de Charing Cross donde un vendedor de
  periódicos, al que le faltaba una pierna, tenía expuestos los
  periódicos de la tarde. Exactamente dos días después de nuestra última
  conversación. Creo que permanecí unos momentos como atontado por un
  golpe. Conservo luego el confuso recuerdo de que eché mano
  violentamente a un periódico, de que el vendedor me reprendió, porque
  no le había pagado, y, por último, de que me detuve en la puerta de
  entrada de una farmacia, mientras encontraba la funesta gacetilla. La
  terrible hoja anunciadora de las noticias decía en letra negra sobre
  fondo amarillo:


  «MORTAL AGRESIÓN CONTRA SHERLOCK HOLMES


  »Nos enteramos, con pesar, de que el conocidísimo detective particular
  el señor Sherlock Holmes ha sido víctima esta mañana de una mortal
  agresión, de resultas de la cual ha quedado en estado grave. No se
  poseen detalles exactos acerca del suceso, pero debió de ocurrir en la
  calle Regent a eso de las doce de la noche, frente al café Royal. La
  agresión fue llevada a cabo por dos hombres armados de bastones. El
  señor Holmes fue golpeado en la cabeza y en el cuerpo, recibiendo
  heridas que los médicos califican de muy graves. Fue conducido al
  hospital de Charing Cross, y después insistió en que le condujesen a
  sus habitaciones de la calle Baker. Según parece, los malhechores que
  le agredieron eran hombres bien vestidos, que luego se pusieron a salvo
  de las personas que presenciaron el caso, metiéndose por el café Royal
  y saliendo de éste por la parte trasera, a la calle Glasshouse.
  Pertenecen, sin duda alguna, a la cofradía de criminales que tantas
  veces ha tenido que lamentar la actividad y la destreza desplegadas por
  el agredido».


  No hará falta decir que casi sin acabar de leer la noticia salté a un
  taxi y me lancé camino de la calle Baker. Encontré en el vestíbulo al
  célebre cirujano sir Leslie Oakshott, cuyo coche esperaba junto al
  bordillo de la acera.


  —No existe peligro inmediato —fue el informe suyo—. Dos heridas con
  desgarro en el cuero cabelludo y varios magulladuras importantes. Ha
  sido preciso darle varios puntos de sutura. Le ha sido inyectada
  morfina y es esencial que permanezca tranquilo, aunque no esté
  radicalmente prohibida una entrevista de algunos minutos.


  Con tal autorización me metí calladamente en el cuarto, que estaba
  medio a oscuras. El paciente estaba completamente despierto, y oí que
  me llamaba con un áspero cuchicheo. La cortinilla estaba bajada una
  cuarta parte de la altura de la ventana, dejando pasar de soslayo un
  rayo de sol que iba a proyectarse sobre la vendada cabeza del herido.
  La blanca compresa de hilo se había empapado de sangre y mostraba un
  manchón purpúreo. Me senté junto a la cama e incliné mi cabeza.


  —Perfectamente, Watson. No ponga esa cara de asustado —murmuró con voz
  débil—. La cosa no está tan mal como parece.


  —¡Gracias sean dadas a Dios!


  —Yo entiendo algo de la lucha con bastón, como usted sabe, y la mayoría
  de los bastonazos los recibí con mis brazos en posición de guardia. Con
  el que no pude es con el segundo enemigo.


  —¿Qué puedo hacer, Holmes? No cabe duda de que fueron enviados por ese
  maldito individuo. Iré y lo despellejaré a latigazos si usted me lo
  ordena.


  —¡Mi buen y querido Watson! No, sobre eso nada podemos hacer mientras
  la policía no les eche el guante a esos hombres. Tenían bien preparada
  la retirada. De eso podemos estar bien seguros. Espere un poco. Tengo
  trazados mis planes. Lo primero que es preciso hacer es exagerar mis
  heridas. Vendrán a pedirle noticias. Exagere de firme, Watson. Será
  mucha suerte si yo llego hasta el fin de la semana, rotura de cráneo,
  delirio, lo que guste. Nunca exagerará demasiado.


  —Pero ¿y sir Leslie Oakshott?


  —No dirá nada. Se fijará en lo peor de mi estado. Ya me cuidaré yo de
  ello.


  —¿Nada más?


  —Sí. Avise a Shinwell Johnson que procure apartar de la circulación a
  la muchacha. Esos caballeros la andarán buscando. Saben, como es
  natural, que ella me acompañó. Si se atrevieron a meterse conmigo, no
  es probable que se olviden de ella. Es cosa urgente. Hágalo esta misma
  noche.


  —Ahora mismo iré. ¿Algo más?


  —Coloque encima de la mesa mi pipa y la bolsita del tabaco, ¡muy bien!
  Venga por aquí todas las mañanas y trazaremos nuestro plan de campaña.


  Me las entendí con Johnson aquella misma noche para que llevase a la
  señorita Winter a un barrio tranquilo, y que tuviese cuidado de que
  permaneciese oculta hasta que pasase el peligro.


  El público estuvo durante seis días bajo la impresión de que Holmes se
  encontraba a las puertas de la muerte. Los boletines eran muy graves y
  en los periódicos aparecían gacetillas siniestras. Mis constantes
  visitas me daban a mí la seguridad de que la cosa no era tan seria. Su
  férrea constitución y su voluntad resuelta realizaban milagros. Se
  recobraba rápidamente, y en ocasiones llegaba yo a sospechar que se
  rehacía más rápidamente aún de lo que quería hacerme creer a mí. Había
  en aquel hombre una curiosa tendencia al secreto que solía producir
  muchos efectos dramáticos, pero que dejaba incluso a su más íntimo
  amigo haciendo cábalas sobre cuáles serían sus verdaderos planes.
  Holmes llevaba hasta el límite extremo el axioma de que el único
  conjurado que está seguro es el que lleva él solo una conjura. Yo me
  encontraba más próximo a él que nadie y, sin embargo, tenía en todo
  momento la sensación de la grieta que nos separaba.


  Al séptimo día le quitaron los puntos de sutura, a pesar de lo cual,
  los periódicos de la noche hablaban de erisipela(inflamación microbiana
  acompañada de fiebre). Los mismos periódicos de la noche trataban otra
  noticia que yo tenía por fuerza que llevar a mi amigo, lo mismo si
  estaba sano que si estaba enfermo. En la lista de pasajeros del barco
  de la «Cunard», el Ruritania, que zarpaba el viernes de Liverpool,
  figuraba el barón Adelbert Gruner, que tenía que cerrar en los Estados
  Unidos importantes transacciones financieras antes de su boda inminente
  con la señorita Violeta de Merville, única hija de, etcétera, etcétera.
  Holmes escuchó la noticia con una expresión fría y reconcentrada en su
  cara pálida. Comprendí que le había herido en lo vivo.


  —¡El viernes! —exclamó—. ¡Tan sólo quedan tres días! Yo creo que el muy
  canalla quiere zafarse del peligro. ¡Pero no lo conseguirá, Watson!
  ¡Por todos los diablos, que no lo conseguirá! Watson, quiero que haga
  usted algo que ahora voy a decirle.


  —Estoy aquí para servirle, Holmes.


  —Invierta usted las próximas veinticuatro horas en un estudio intensivo
  de las porcelanas de la China.


  No me dio ninguna explicación, ni yo se la pedí. Una larga experiencia
  me había enseñado la sabiduría de la obediencia. Pero cuando salía de
  su habitación fui caminando por la calle Baker adelante, dándole
  vueltas en mi cabeza a la idea de cómo me las iba yo a arreglar para
  cumplir aquella orden tan rara. Acabé haciéndome llevar en coche hasta
  la Biblioteca de Londres, en la plaza Saint James, consulté el caso con
  el segundo bibliotecario, Lomax, amigo mío, y salí de allí rumbo a mis
  habitaciones con un libraco bajo el brazo.


  Suele decirse que el abogado criminalista que prepara su caso,
  atiborrándose de datos como para interrogar el lunes a un testigo
  hábil, se olvida por completo de todos aquellos conocimientos forzados
  antes del sábado. Desde luego que yo no pretendo pasar hoy por una
  autoridad en cuestiones de cerámica. Sin embargo, toda aquella tarde, y
  toda aquella noche, con un corto intervalo para descansar, y toda la
  mañana siguiente me los pasé sorbiendo datos y cargando mi memoria de
  nombres. Aprendí en aquel libro los contrastes de los grandes artistas
  decoradores, el misterio de las fechas cíclicas, las características
  del Huná-wu y las bellezas del Yung-lo, los escritos de Tang-ving y las
  magnificencias del primitivo período del Sung y del Yuan. Cuando fui a
  visitar a Holmes a la mañana siguiente, iba yo cargado con todos
  aquellos conocimientos. Se había levantado ya de la cama, aunque nadie
  lo habría dicho a juzgar por los partes médicos publicados, y estaba
  hundido en su sillón favorito, apoyando su cabeza llena de vendajes en
  la mano.


  —Pero, Holmes; si uno fuera a creer a los periódicos pensaría que está
  usted agonizando —le dije.


  —Esa es precisamente la impresión que yo deseo producir. Y ahora
  dígame, Watson: ¿ha aprendido usted sus lecciones?


  —Por lo menos lo he intentado.


  —Pues entonces tráigame esa cajita que hay encima de la repisa de la
  chimenea. —Abrió la tapa y sacó del interior un objeto pequeño,
  envuelto con sumo cuidado en fina tela de seda oriental. La desenvolvió
  y quedó a la vista un fino platillo del más bello color azul oscuro—.
  Es preciso manejarlo con sumo cuidado, Watson. Es una auténtica
  porcelana cáscara de huevo de la dinastía Ming. Es la pieza más fina
  que ha pasado por la casa Christie. Un juego completo valdría como para
  pagar el rescate de un rey; a decir verdad, es dudoso que exista un
  solo juego completo fuera del palacio imperial de Pekín. Un verdadero
  entendido se saldría de sus casillas viendo este platillo.


  —¿Y qué he de hacer con él?


  Holmes me entregó una tarjeta en la que estaban escritas estas
  palabras: Dr. Hill Barton, 369 Half Moon Street.


  —Así es como usted se llamará esta noche, Watson. Irá usted a visitar
  al barón Gruner. Estoy bastante enterado de sus costumbres y es
  probable que a las ocho y media se encuentre desocupado. Se le avisará
  por adelantado con una carta que usted va a pasar a visitarle, y le
  dirá que le lleva un ejemplar de un juego absolutamente único de
  porcelana Ming. Puede usted incluso afirmar que es médico, porque ése
  es un papel que representa usted sin duplicidad. Es usted
  coleccionista, el juego en cuestión vino a parar a sus manos, ha oído
  hablar del interés que el barón se toma en ese asunto, y no tendría
  inconveniente en vendérselo si se ponen de acuerdo en el precio.


  —¿En qué precio?


  —Bien preguntado, Watson. Tenga por seguro que si no conoce el valor de
  lo que vende, podría quedarse muy por debajo en el pedir. Ha sido sir
  James quien me ha proporcionado este platito que procede, según yo
  creo, de la colección de su cliente. Si usted le dice que es difícil
  encontrar cosa igual en el mundo no exagerará.


  —Tal vez convendría que le ofreciese someter la tasación a un perito.


  —¡Magnífico, Watson! Hoy tiene usted verdaderos destellos. Sugiérale a
  Christie o a Sotheby. Su delicadeza le veda ponerle usted mismo precio.


  —¿Y si no me recibe?


  —Sí que le recibirá. Tiene la manía coleccionista en su forma más
  aguda, y especialmente en porcelanas, asunto en el que está reconocido
  como una autoridad. Siéntese, Watson, que voy a dictarle yo mismo la
  carta. No necesita contestación. Se limitará a decirle que va usted a
  visitarle y con qué objeto.


  El documento resultó admirable, breve, cortés y estimulador de la
  curiosidad del especialista. Lo llevó un mensajero de distrito a su
  debido tiempo. Aquella misma noche, con el precioso platillo en la mano
  y la tarjeta del doctor Hill Barton en el bolsillo, me lancé a la
  aventura.


  La magnificencia del edificio y del parque daban a entender, como sir
  James había dicho, que el barón Gruner era hombre de considerable
  fortuna. Una larga y serpenteante avenida de carruajes, bordeada a uno
  y otro lado por arbustos raros, desembocaba en una espaciosa plaza
  engravillada y decorada con estatuas. La finca había sido levantada por
  un rey del oro de Sudáfrica, en la época del auge febril de las minas,
  y el edificio, largo y de poca altura, con torrecillas en los ángulos,
  imponía por su volumen y por su solidez, aunque fuese una pesadilla
  arquitectónica. Un mayordomo, que habría constituido un ornamento en un
  tribunal de obispos, me hizo pasar y me puso en manos de un lacayo de
  librea(uniforme) de felpa, que me llevó a presencia del barón. Se
  hallaba en pie delante de una gran vitrina, cuya parte frontal estaba
  abierta, entre dos ventanas, y que contenía una parte de su colección
  de porcelanas chinas. Al entrar se volvió con un jarroncito de color
  castaño en la mano.


  —Haga el favor de sentarse, doctor —me dijo—. Estaba haciendo un
  inventario de mis tesoros y preguntándome si realmente puedo permitirme
  agregarles otros ejemplares. Quizá le interese este pequeño Tang, que
  data del siglo diecisiete. Tengo la seguridad de que jamás vio usted
  trabajo más fino y esmalte más rico. ¿Trae usted encima el platillo
  Ming del que me hablaba?


  Lo desenvolví con gran cuidado y se lo entregué. Se sentó frente a su
  escritorio, acercó la lámpara porque ya estaba oscureciendo y se puso a
  examinarlo. En esta actitud, la luz amarilla se proyectaba sobre sus
  facciones, y pude estudiarlas a placer.


  Era, sin duda, un hombre de extraordinaria belleza. Bien merecida tenía
  la celebridad que en Europa había adquirido de hombre bello. No pasaba
  de estatura mediana, pero era esbelto y lleno de vitalidad. Era de tez
  morena, casi oriental y grandes ojos negros, lánguidos, que muy bien
  podían ejercer una fascinación irresistible sobre las mujeres. Sus
  cabellos y su bigote eran de un color negro de cuervo, y este último
  era corto, puntiagudo y bien cosmetizado. Tenía facciones
  proporcionadas y agradables, a excepción de su boca, de labios rectos y
  delgados. Si alguna vez he visto yo una boca de asesino era, sin duda,
  aquélla; un tajo en la cara cruel, duro, de bordes apretados,
  inexorable y terrible. Obraba como mal aconsejado al impedir que el
  bigote la disimulase, tapándola, porque era como la señal de peligro
  puesta por la naturaleza como una advertencia a sus víctimas. Su voz
  era atrayente y sus maneras, perfectas. Le calculé muy poco más de
  treinta años, aunque luego se vio por su documentación que tenía
  cuarenta y dos.


  —¡Precioso, verdaderamente precioso! —dijo por último—. De modo que
  tiene usted un juego de seis servicios. Lo que me desconcierta es que
  no haya oído yo hablar hasta ahora de la existencia de tan magníficos
  ejemplares. Solo un juego conozco en Inglaterra que pueda compararse
  con éste, pero no existe probabilidad alguna de que salga al mercado.
  ¿Sería indiscreción, doctor Hill Barton, preguntarle cómo llegó a poder
  suyo esta rara y valiosa pieza?


  —¿Tiene eso alguna importancia? —le dije adoptando el aire de mayor
  despreocupación de que me fue posible revestirme—. Usted ha comprobado
  que se trata de una pieza auténtica y, por lo que respecta al precio,
  me conformo con que sea tasada por un experto.


  —Resulta sumamente misterioso —dijo, y en sus ojos negros relampagueó
  una súbita sospecha—. En una transacción de objetos de tanto valor, es
  natural que uno desee informarse bien de todos los detalles. No hay
  duda de que se trata de un ejemplar legítimo. Sobre eso tengo completa
  seguridad. Pero no tengo más remedio que encararme con todas las
  posibilidades: ¿y si luego resulta que no tenía usted derecho a vender
  el juego?


  —Estoy dispuesto a darle una garantía contra toda reclamación de esa
  clase.


  —Lo cual nos trae a plantear la cuestión del valor que tiene esa
  garantía suya.


  —Sobre ese extremo le contestarían mis banqueros.


  —Así es, pero con todo y con eso, esta transacción se me antoja fuera
  de lo normal.


  —Puede usted tomarlo o dejarlo —le dije yo con indiferencia—. Es usted
  el primero a quien se lo he ofrecido, porque sabía que es usted un
  entendido en la materia; pero no tendré dificultad alguna en venderlo a
  otras personas.


  —¿Quién le informó de que yo era un entendido?


  —Supe que había usted escrito un libro acerca de esta materia.


  —¿Ha leído ese libro?


  —No.


  —¡Por vida mía, que esto me resulta cada vez más difícil de entender!
  Es usted un entendido y un coleccionista que tiene en su colección un
  ejemplar valiosísimo, y, sin embargo, no se molesta en consultar el
  único libro que podía haberle explicado el verdadero alcance y el valor
  de lo que tenía entre manos. ¿Qué explicación me da usted de eso?


  —Yo soy hombre muy atareado. Soy médico establecido.


  —Eso no es responder. Cuando un hombre tiene una afición la sigue hasta
  el final, sean las que fueren sus demás actividades. En su carta me
  decía usted que es entendido en la materia.


  —Y lo soy.


  —¿Me permite que le haga algunas preguntas? Doctor, no tengo más
  remedio que decirle que este incidente me está resultando cada vez más
  sospechoso: digo, doctor, por si, en efecto, lo es usted. Dígame: ¿qué
  sabe usted del emperador Shomu y de qué manera lo relaciona usted con
  el Shoso-in, cerca de Nara? ¡Qué!, ¿le desconcierta? Cuénteme algo de
  la dinastía norteña de Wei y del lugar que ocupa en la historia de las
  cerámicas.


  Salté con rapidez de mi asiento, simulando irritación, y dije:


  —Esto es intolerable, señor. Vine con el propósito de hacerle a usted
  un favor, y no para que me examinase lo mismo que si yo fuera un niño
  de escuela. Quizá mis conocimientos sobre la materia sólo cedan a los
  de usted, pero no estoy dispuesto, desde luego, a contestar a preguntas
  que se me hacen de modo tan ofensivo.


  Clavó su vista en mí. Había desaparecido de sus ojos la languidez.
  Centellearon súbitamente. Entre sus labios crueles había un brillo de
  dientes.


  —¿Qué juego se trae? Usted ha entrado aquí como espía. Usted es un
  emisario de Holmes. Es una añagaza que me están jugando. Tengo
  entendido que el individuo en cuestión se está muriendo, y por eso, sin
  duda, destaca a instrumentos suyos a fin de que me vigilen. Vive Dios,
  que ha entrado usted hasta aquí sin permiso, pero le va a resultar más
  difícil salir que entrar.


  De un salto se puso en pie y yo retrocedí, preparándome para hacer
  frente a su agresión, porque el individuo estaba fuera de sí de furor.
  Quizá sospechó de mí desde el primer instante; desde luego, el
  interrogatorio le había hecho comprender la verdad; era evidente que yo
  no podía tener esperanzas de engañarle. Hundió la mano en un cajón
  lateral y revolvió furiosamente en el interior. Pero, de pronto, algo
  debió de llegar hasta su oído, porque se quedó inmóvil, escuchando
  atentamente.


  —¡Ah! —exclamó—. ¡Ah! —y se precipitó dentro del cuarto cuya puerta
  quedaba a sus espaldas.


  Llegué en dos zancadas hasta la puerta abierta. Jamás perderá claridad
  en mi imaginación el cuadro que allí presencié. La ventana por la que
  se salía al jardín estaba abierta de par en par. Junto a ella,
  produciendo la impresión de un fantasma terrible, con la cabeza
  envuelta en vendajes manchados de sangre, la cara enjuta y blanca,
  estaba Sherlock Holmes. Un instante después había desaparecido por
  aquella abertura, y llegó a mis oídos el chasquido de los arbustos de
  laurel al caer sobre ellos su cuerpo. El dueño de la casa dejó escapar
  un alarido de rabia y corrió hacia la ventana abierta para perseguirle.


  ¡Y en ese instante…! Porque fue en un instante, sí, pero yo lo vi con
  toda claridad. Un brazo, un brazo de mujer salió con ímpetu de entre
  las hojas. Casi en el acto dejó escapar el barón un grito espantoso; un
  chillido que resonará siempre en mi memoria. Se llevó con estrépito sus
  dos manos a la cara y se puso a correr por la habitación, golpeándose
  con la cabeza en las paredes. Luego cayó sobre la alfombra, rodando
  sobre sí mismo y retorciéndose mientras sus alaridos, en ininterrumpida
  sucesión, llenaban toda la casa.


  —¡Agua, por amor de Dios, agua! —gritaba.


  Eché mano a un botellón que había en una mesa lateral y corrí en
  socorro suyo. En ese mismo instante acudieron corriendo desde el
  vestíbulo el mayordomo y varios lacayos. Recuerdo que uno de ellos se
  desmayó al arrodillarse junto al herido y volver hacia la luz de la
  lámpara aquel rostro que causaba horror. El vitriolo(ácido sulfúrico)
  iba carcomiéndolo por todas partes, goteando desde las orejas y la
  barbilla. Uno de los ojos estaba ya blanco y como convertido en
  cristal. El otro estaba rojo e inflamado. Las facciones que momentos
  antes me habían producido admiración, eran como un bellísimo cuadro
  sobre cuya superficie había pasado el artista una esponja húmeda de
  inmundicias. Se habían desdibujado, deshumanizado, perdido el color y
  vuelto espantosas.


  Yo expliqué en pocas palabras lo que había ocurrido, sólo en lo
  referente al ataque con vitriolo. Unos saltaron por la ventana y otros
  salieron corriendo por la pradera, pero había oscurecido ya y empezaba
  a llover. Entre alarido y alarido, la víctima se enfurecía con la
  vengadora exclamando:


  —Fue Kitty Winter, esa gata infernal de Kitty Winter. ¡Endemoniada
  mujer! ¡Lo pagará, lo pagará! ¡Dios del cielo, este dolor es superior a
  mis fuerzas!


  Le lavé la cara con aceite, apliqué algodón en rama a las superficies
  en carne viva y le inyecté morfina por vía hipodérmica. La terrible
  expresión había hecho desaparecer de su mente todo recelo acerca de mí;
  se aferraba a mis manos como si aun en esa situación tuviera yo poder
  para curar aquellos ojos de pez muerto que se volvían queriendo
  mirarme. Aquella destrucción me habría arrancado lágrimas, si yo no
  hubiera tenido bien presente la vida vergonzosa que había traído como
  consecuencia un cambio tan horrendo. Me repugnaba aquel apretar de sus
  manos abrasadoras, y sentí alivio cuando el médico de cabecera, seguido
  inmediatamente por un especialista, se presentaron para relevarme.
  También llegó un inspector de policía, al que yo entregué mi verdadera
  tarjeta. Habría sido tan inútil como absurdo el obrar de otro modo,
  porque en Scotland Yard me conocían de vista casi tanto como a Holmes.
  Luego abandoné aquella casa de tristeza y de horror. Antes de una hora
  me encontraba en la calle Baker.


  Holmes estaba sentado en su silla de siempre; parecía muy pálido y
  agotado. Con independencia de sus heridas, hasta sus nervios de hierro
  habían sido sacudidos por los acontecimientos de aquella velada.
  Escuchó con espanto el relato que le hice de la transformación sufrida
  por el barón.


  —¡Así paga el demonio, Watson, así paga el demonio! —me dijo—. Más
  pronto o más tarde, ocurre siempre eso mismo. Bien sabe Dios, que los
  pecados eran muchos —agregó, agarrando de la mesa un volumen color
  castaño—. Este es el libro del que nos habló aquella mujer. Si esto no
  logra deshacer la boda, nada habrá capaz de lograrlo. Pero la deshará,
  Watson. No tiene más remedio. Ninguna mujer que se respete será capaz
  de mostrarse insensible.


  —¿Es el diario de sus amores?


  —O el diario de sus lascivias. Llámelo como mejor le parezca. En cuanto
  esa mujer nos habló de este libro, me di cuenta de que teníamos un arma
  terrible si conseguía hacerme con el mismo. En aquel entonces nada dije
  que pudiera transparentar mi pensamiento, porque la mujer hubiera
  podido irse de la lengua. Pero medité mucho en tal libro. Después, la
  agresión de que fui víctima me proporcionó la oportunidad de hacer
  creer al barón que no necesitaba ya adoptar precauciones en contra mía.
  Todo ello venía bien. Yo habría quizás esperado un poco más, pero su
  anunciado viaje a Norteamérica me forzó a actuar de inmediato. Ese
  hombre no habría dejado aquí un documento tan comprometedor. Teníamos
  que acometer enseguida la empresa. Escalar de noche la casa es
  imposible, porque ese hombre tomaba precauciones. Pero había la
  posibilidad de hacerlo durante la velada, a condición de que yo
  consiguiese llamar su atención hacia otro lado. Ahí es donde entraron
  en escena usted y su platillo azul. Pero tenía que saber con seguridad
  el sitio en que se encontraba el libro; sólo dispondría de escasos
  minutos para poder actuar, porque mi tiempo estaba limitado por sus
  conocimientos de la cerámica china. En vista de eso, me hice acompañar
  en el último instante por la muchacha. ¿Cómo iba yo a suponer lo que
  llevaba en el paquetito tan cuidadosamente escondido debajo de la capa?
  Tenía la seguridad de que había venido a trabajar exclusivamente por
  cuenta mía, pero, por lo visto, ella también tenía sus propios planes.


  —Ese hombre adivinó que yo había sido enviado por usted.


  —Me lo temía. Lo cierto es que usted le entretuvo el tiempo suficiente
  para que yo me apoderase del libro, pero no lo suficiente para que yo
  huyese sin que nadie se diese cuenta… ¡Hola, sir James, me alegro mucho
  de que haya venido usted!


  Nuestro cortés amigo se había presentado, respondiendo a una llamada
  previa. Escuchó con la más profunda atención el relato de lo ocurrido
  que le hizo Holmes.


  —¡Es maravilloso lo que hecho usted, maravilloso! —exclamó al final—.
  Pero si esas heridas son tan graves como asegura el doctor Watson, se
  habrá conseguido nuestro propósito de romper esa boda sin necesidad de
  recurrir al empleo de este horrible libro.


  Holmes movió negativamente la cabeza.


  —Las mujeres del tipo de miss De Merville no actúan de ese modo. Le
  amaría todavía más si le consideraba como un mártir desfigurado. No,
  no. Lo que tenemos que destruir es su apariencia moral, no su
  apariencia física. Ese libro la hará bajar de las nubes a la tierra. Es
  lo único que puede conseguirlo. Está escrito de su puño y letra, y eso
  es algo que no puede pasar por alto.


  Sir James se llevó el libro y el precioso platillo. Como yo trabajo
  atrasado, bajé con él a la calle. Esperaba a sir James un carruaje;
  subió al mismo, dio una orden rápida al abigarrado cochero, y el
  vehículo se alejó rápidamente. Sir James echó su gabán encima de la
  ventanilla de manera que la mitad que quedaba fuera cubría el escudo
  que ostentaba el panel, pero a pesar de ello, tuve yo tiempo de verlo,
  a la luz del abanico transparente de nuestra puerta. La sorpresa me
  dejó un instante sin aliento. Me di media vuelta y subí hasta el cuarto
  de Holmes.


  —He descubierto quién es nuestro cliente —exclamé, entrando de sopetón
  con mi gran noticia—. Sepa usted, Holmes, que es…


  —Es un amigo leal y un hombre caballeresco —dijo Holmes alargando la
  mano para cortarme la palabra—. Baste con eso, ahora y siempre, entre
  nosotros.


  Ignoro de qué manera se empleó el libro acusador. Quizá fue sir James
  el encargado de esa tarea, aunque es más probable que, por lo delicado
  de la misma, le fuese encomendada al padre de la joven. Fuese como
  fuere, el efecto que produjo fue el que se buscaba. Tres días después
  apareció en The Morning Post una gacetilla anunciando que no tendría
  lugar la boda entre el barón Adelbert Gruner y la señorita Violeta de
  Merville. En el mismo número del periódico venía reseñada la primera
  vista ante el tribunal de policía, en la acusación contra la señorita
  Kitty Winter por el grave delito de lanzamiento de vitriolo. Fueron
  aportadas en esa causa tales atenuantes que, según se recordará, fue
  sentenciada a la mínima pena que podía imponerse por semejante delito.
  Sherlock Holmes se vio en peligro de ser acusado de robo con escalo,
  pero cuando la finalidad es noble y el cliente es lo bastante insigne,
  hasta la rígida justicia inglesa se humaniza y se vuelve flexible. Mi
  amigo no ha tenido que comparecer hasta ahora en el banquillo.


  - 7 -
  La aventura de los tres gabletes



  No creo que ninguna de mis aventuras con Sherlock Holmes haya tenido un
  comienzo tan brusco y tan dramático como ésta que asocio con los tres
  gabletes y tejados triangulares. Llevaba varios días sin ver a Holmes e
  ignoraba por qué nuevo rumbo se encaminaban ahora sus actividades. Pero
  aquella mañana estaba de un humor hablador. Apenas me había instalado
  en el sillón, bajo y usado al  lado de la chimenea, y mientras él se
  encogía con la pipa en la boca en el sillón de enfrente, llegó nuestro
  visitante. Si hubiese dicho que había llegado un toro furioso, habría
  dado una impresión más clara de lo que ocurrió.


  La puerta se abrió de par en par e irrumpió en la habitación un fornido
  negro. Habría resultado un tipo cómico si no fuera por su fantástica
  figura. Vestía un traje chillón a cuadros grises, y llevaba una corbata
  flotante color salmón. Proyectaba su ancha cara y su nariz achatada
  hacia delante, y sus ojos tristones, que mostraban un rescoldo de
  malicia, nos miraban tan pronto al uno como al otro.


  —¿Quién de ustedes es el señor Holmes? —preguntó en su característico
  inglés mal hablado.


  Holmes alzó su pipa con una lánguida sonrisa.


  —¿De modo que es usted? —dijo nuestro visitante, contorneando con
  andares desagradables y furtivos la esquina de la mesa—. Oiga señor
  Holmes, no meta usted cuchara en plato ajeno. Deje que cada cual se
  ocupe de sus asuntos. ¿Me ha comprendido, señor Holmes?


  —Siga hablando —le contestó Holmes—. Da gusto oírlo.


  —Da gusto oírme, ¿verdad que sí? —gruñó aquel bárbaro—. No le dará
  tanto si me obliga a decirle lo que pienso. A más de uno de su clase se
  la tenía jurada, y no estaban muy conformes cuando acabé de liquidar
  cuentas con ellos. ¡Fíjese en esto, señor Holmes!


  Movió con un vaivén, debajo de la nariz de mi amigo, un puño descomunal
  y lleno de protuberancias nudosas. Holmes lo examinó con expresión del
  más vivo interés, y le preguntó:


  —¿Nació con el puño así? ¿O es cosa que se desarrolla gradualmente?


  Puede que debido a la frialdad de hielo de mi amigo, o tal vez por el
  ligero ruido metálico del hurgón(instrumento de hierro para atizar el
  fuego) al agarrarlo; el hecho es que el ímpetu de nuestro visitante se
  apaciguó un poco, y dijo:


  —Bueno, ya queda debidamente advertido. Tengo un amigo que tiene
  intereses en el camino de Harrow, ya sabe lo que quiero decir, y no
  está dispuesto a que nadie se entrometa en sus asuntos. ¿Se ha fijado
  en lo que le digo? Usted no es la ley, y yo tampoco lo soy, y si usted
  va por allí, nos veremos las caras. No se olvide ni por un instante de
  lo que le digo.


  —Hace ya algún tiempo que deseaba conocerlo —dijo Holmes—. No lo invito
  a que se siente porque no me agrada su olor pero ¿no es usted Steve
  Dixie, el machacador?


  —Así me llamo, señor Holmes, y lo probaré en usted si me hincha los
  labios.


  —Seguramente sea lo último que necesita usted —le contestó Holmes, con
  la vista fija en la repugnante boca de nuestro visitante—. Sin embargo,
  fue la muerte del joven Perkins, delante del bar Holborn... ¡Cómo! ¿Se
  marcha usted?


  El negro había retrocedido unos pasos, y su cara se había puesto
  lívida.


  —No quiero oír hablar de semejante cosa —dijo—. ¿Qué tengo que ver con
  ese Perkins, señor Holmes? Yo estaba entrenándome en el Bull Ring, de
  Birmingham cuando ese joven se metió en problemas.


  —Bueno, Steve, eso ya se lo contará al juez —le dijo Holmes—. Los he
  venido vigilando a usted y a Stockdale.


  —¡Qué el Señor me contenga! Señor Holmes…


  —¡Basta! Largo de aquí. Ya sabré tenerlo en cuenta cuando me haga
  falta.


  —Buenos días, señor Holmes. Espero que no me guarde rencor por esta
  visita.


  —Se lo guardaré si no me dice quién le envió.


  —Bueno, señor, eso no es ningún secreto. Fue ese mismo caballero que
  acaba usted de nombrar.


  —Y a él, ¿quién lo metió en esto?


  —Eso sí que no lo sé, señor Holmes. Él se limitó a decirme «Steve,
  visita al señor Holmes, y avísale que su vida corre peligro si viene
  por Harrow». Esa es la pura verdad.


  Sin esperar a que se le hiciesen nuevas preguntas, nuestro visitante se
  ausentó de la habitación casi tan precipitadamente como había entrado.
  Holmes sacudió las cenizas de su pipa, riéndose por lo bajo.


  —Me alegro, Watson, de que no se haya visto obligado a romperle su
  lanuda cabeza con el hurgón. La verdad es que se trata de un individuo
  bastante inofensivo, de un bebé grande, musculoso, estúpido y
  fanfarrón, al que es fácil acobardar, como ya lo ha visto. Es uno de
  los miembros del grupo de Spencer John y ha participado en algunos
  asuntos sucios recientes, y que quizás aclare cuando disponga de
  tiempo. Su jefe inmediato, Barney, es un individuo más astuto. Se
  especializan en agresiones, intimidación y otros delitos por el estilo.
  Lo que me interesa saber es quién se esconde detrás de ellos en este
  caso.


  —¿Y por qué razón pretenden intimidarlo?


  —Por el caso de Harrow Weald. Y esto me ha decidido a examinar mejor
  ese asunto, porque hay algo feo oculto, por eso se toman todo este
  trabajo.


  —¿Y de qué se trata?


  —Se lo iba a explicar antes de que tuviésemos este interludio cómico.
  He aquí la carta de la señora Maberley. Si a usted le agrada, le
  enviaremos enseguida un telegrama y nos pondremos inmediatamente en
  camino.


  Yo leí lo que sigue:


  «Querido señor Holmes: Me están ocurriendo los más extraños incidentes
  en relación con esta casa, y agradecería mucho su consejo. Me
  encontrará en casa a cualquier hora del día de mañana. La casa se
  encuentra a un corto paseo de la estación de Weald. Tengo entendido que
  mi difunto esposo, Mortimer Maberley, fue uno de los primeros clientes
  que usted tuvo.


  Suya muy atentamente,


  MARY MABERLEY».


  La dirección era: «Los Tres Gabletes, Harrow Weald».


  —Ahí tiene, Watson —me dijo Holmes—. Bien, si dispone de tiempo, nos
  pondremos enseguida en camino.


  Un viaje corto en ferrocarril, y un viaje todavía más corto en coche,
  nos condujeron hasta la casa, que era un edificio de ladrillo y madera
  que se alzaba dentro de su propio terreno de un acre de tierra de
  pastos sin cultivar. Tres pequeñas proyecciones encima de las ventanas
  superiores constituían como un débil intento de justificar el nombre.
  Detrás de la casa había un bosque de pinos melancólicos y a medio
  desarrollar, y todo el aspecto de la casa era pobre y deprimente. Sin
  embargo, nos encontramos con un interior bien amueblado, y nos recibió
  una señora muy simpática, entrada ya en años, con todas las muestras de
  cultura y refinamiento.


  —Recuerdo a su esposo, señora —dijo Holmes—, aunque han transcurrido
  bastantes años desde que recurrió a mis servicios para yo no sé qué
  asunto de poca monta.


  —Quizá le suene más el nombre de mi hijo Douglas.


  Holmes miró a la señora con interés.


  —¡Válgame Dios! ¿Es usted la madre de Douglas Maberley? Yo lo trataba,
  aunque superficialmente. Pero todo Londres lo conocía. ¡Qué magnífica
  persona! ¿Dónde se encuentra en la actualidad?


  —¡Murió, señor Holmes, murió! Era agregado de la embajada en Roma, y
  murió el pasado mes a consecuencia de una pulmonía.


  —Lo lamento. Parecía imposible ligar la idea de la muerte con un hombre
  como él. Jamás conocí a nadie que tuviera una vitalidad tan despierta.
  Vivía intensamente, hasta con su última fibra.


  —Demasiado intensamente, señor Holmes. Esa fue su ruina. Usted lo
  recordará como era… gallardo y majestuoso. No ha visto la caprichosa,
  malhumorada y cavilante criatura en la que se convirtió. Su corazón se
  partió. En un solo mes me pareció ver a mi galante muchacho
  transformarse en un cínico y desgastado hombre.


  —¿Una aventura amorosa… una mujer?


  —O un demonio. Bien, no fue para hablar de mi pobre muchacho que le
  pedí que viniera, señor Holmes.


  —El doctor Watson y yo estamos a su servicio.


  —Han ocurrido varios sucesos muy extraños. He estado viviendo en esta
  casa durante más de un año, y he disfrutado de la ventaja de tener una
  vida retirada por lo que he visto poco a mis vecinos. Hace tres días
  recibí una llamada de un hombre que decía ser un comprador. Dijo que
  esta casa se adaptaba exactamente a los deseos de uno de sus clientes,
  y que si pudiera renunciar a ella por dinero no habría objeción. Me
  pareció muy extraño ya que aquí hay varias casas vacías en venta que
  aparecen ser igualmente elegibles, pero naturalmente estaba interesada
  en lo que decía. En consecuencia mencioné un precio que era quinientas
  libras más del que me ofrecía. Inmediatamente cerramos la oferta, pero
  añadió que su cliente deseaba comprar el mobiliario cuando pusiera un
  precio sobre él. Algunos de los muebles son de mi antiguo hogar, y son,
  como verá, muy buenos, por lo que le pedí una buena suma. En esto
  también estuvo de acuerdo. Siempre quise viajar, y el convenio era tan
  bueno que realmente parecía que podría ser mi propia dueña para el
  resto de mi vida… Ayer el hombre regresó con todos los acuerdos por
  escrito. Afortunadamente se los mostré al señor Sutro, mi abogado,
  quien vive en Harrow. Me dijo: «Este es un documento extraño. ¿Está
  segura que si usted firma no puede legalmente retirar algo de la casa…
  ni siquiera sus propias posesiones privadas?». Cuando el hombre regresó
  por la tarde llamé su atención sobre este tema, y le dije que sólo
  quería vender los muebles. Él me contesto «No, no, todo». A lo que le
  repliqué: «¿Pero mis ropas? ¿Mis joyas?». Él me dijo entonces: «Ah
  bien, algunas concesiones pueden hacerse para sus efectos personales.
  Pero nada saldrá de la casa sin que sea controlado. Mi cliente es una
  persona muy liberal, pero tiene sus manías y su manera propia de hacer
  las cosas. Todo o nada, es su consigna». «Entonces va a ser nada», le
  contesté. Y ahí quedaron las cosas; pero aquel asunto me pareció tan
  fuera de lo común, que pensé…


  Al llegar a este punto tuvimos una interrupción muy extraordinaria.
  Holmes alzó la mano pidiendo silencio. Acto seguido cruzó la
  habitación, abrió de pronto la puerta y arrastró al interior a una
  mujer alta y delgada a la que había agarrado por el hombro. Ésta entró
  forcejeando torpemente igual que una enorme ave de corral a la que se
  saca de su nido cacareando.


  —¡Déjeme en paz! ¿Qué está usted haciendo conmigo? —chilló.


  —¿Qué ocurre, Susan?


  —Señora, yo quería preguntarle si los señores que habían venido de
  visita almorzarían aquí, y en ese instante, sin mediar palabra, este
  señor se abalanzó sobre mí.


  —Venía escuchándola desde hace cinco minutos, pero no quise interrumpir
  su interesantísimo relato. ¿No está algo asmática, Susan? Su
  respiración es demasiado fatigosa para esta clase de trabajo.


  Susan se volvió hacia su cautivador con expresión huraña, pero
  asombrada.


  —¿Y quién es usted, en todo caso, y qué derecho tiene para apurarme de
  ese modo?


  —Lo hice simplemente porque deseo hacer una pregunta en su presencia.
  ¿Habló con alguien, señora Maberley, de que me iba a escribir para
  consultarme?


  —No, señor Holmes; no se lo dije a nadie.


  —¿Quién echó su carta al correo?


  —Susan.


  —Precisamente. Y ahora, Susan: ¿a quién escribió o a quién envió un
  mensaje advirtiéndole que su señora iba a consultar conmigo?


  —Eso es una gran mentira. No envié ningún mensaje.


  —Vea, Susan, que los que padecen de asma no viven mucho tiempo. Ya lo
  sabe. Decir mentiras es un pecado. ¿A quién avisó?


  —¡Susan! —gritó su ama—. Creo que eres una mujer ruin y traicionera.
  Ahora recuerdo que la vi hablando con alguien sobre la cerca.


  —Eso es de mi única incumbencia —dijo la mujer malhumoradamente.


  —¿Podría suponer que era Barney Stockdale a quién le habló? — dijo
  Holmes.


  —Y si lo conoce, ¿por qué pregunta por él?


  —Porque no estaba seguro, pero ahora sí. Está bien, Susan, le daré diez
  libras si me dice quién está detrás de Barney.


  —Alguien que puede ofrecer miles de libras por cada diez que tiene en
  el mundo.


  —¿Entonces, es un hombre rico? No; sonrió… una mujer rica. Ahora que
  hemos llegado tan lejos, puede darnos el nombre y ganarse un billete de
  diez libras.


  —Lo veré en el infierno primero.


  —¡Oh, Susan! ¡Tu lenguaje!


  —Me voy de aquí. Ya estoy harta de todos ustedes. Enviaré a alguien por
  mi maleta mañana —y se retiró por la puerta.


  —Adiós, Susan. El mejor remedio es un calmante… — repentinamente su
  expresión se tornó de lívida a severa cuando la puerta se hubo cerrado
  tras de la excitada y furiosa mujer—. Esa pandilla significa negocios.
  Mire qué tan cerca hacen su juego. Su carta tiene el matasellos de las
  10 P. M. y con todo, Susan se lo comunica a Barney. Barney tiene tiempo
  de ir a su patrón y obtener instrucciones; él o ella (me inclino por lo
  último de acuerdo a la ironía de Susan cuando pensó que había cometido
  un error) idea un plan. Se llama al negro Steve, y soy amenazado a las
  once en punto de la mañana. Así de rápido trabaja esta gente.


  —¿Pero qué es lo que quieren?


  —Sí, esa es la pregunta. ¿Quién tenía la casa antes que usted?


  —Un capitán de mar retirado llamado Ferguson.


  —¿Algo memorable acerca de él?


  —Nada que haya oído.


  —Me pregunto si pudo haber enterrado algo. Por supuesto, cuando la
  gente entierra los tesoros hoy en día lo hacen en el banco o en la
  oficina de correos. Pero siempre hay algunos lunáticos en este tema.
  Sería un mundo aburrido sin ellos. Al principio pensé que había
  enterrado algo de valor. ¿Pero por qué, en ese caso, podrían querer su
  mobiliario? ¿No tendrá usted un Rafael o un manuscrito de Shakespeare
  sin saberlo?


  —No, no lo creo, no tengo nada más raro que un juego de té de Crown
  Derby.


  —Eso no justificaría todo este misterio. ¿Por qué no deberían decir
  abiertamente qué es lo que quieren? Si codiciaran su juego de té,
  podrían seguramente ofrecer un precio por él sin comprar lo que está
  encerrado, almacenado y puesto en barriles. No, como yo lo veo, hay
  algo que usted no sabe que lo tiene, y que no se lo daría si lo
  supiera.


  —Así lo veo yo —dije.


  —El Dr. Watson está de acuerdo, así que eso lo zanja.


  —¿Y bien, Sr. Holmes, qué puede ser?


  —Veamos si por el puro análisis mental podemos llegar a alguna
  conclusión. Ha estado viviendo en esta casa durante un año.


  —Casi dos.


  —Mejor aún. Durante este largo período nadie quiso nada de usted. Ahora
  repentinamente en tres o cuatro días tiene urgentes demandas. ¿Qué
  deduce de ello?


  —Eso sólo puede significar —dije— que el objeto, cualquiera que sea, ha
  llegado a esta casa recientemente.


  —Está en lo correcto una vez más —dijo Holmes—. En ese caso, Sra.
  Maberley, ¿ha recibido un objeto recientemente?


  —No, no he comprado nada nuevo este año.


  —¡De veras! Eso es algo notable. Bien, creo que tenemos que permitir
  que algunos asuntos sigan su curso hasta que tengamos datos más claros.
  ¿Es un hombre preparado su abogado?


  —El señor Sutro es una persona muy capaz.


  —¿Tiene alguna otra doncella, o la linda Susan, que en este momento ha
  cerrado con un portazo la puerta delantera, era la única?


  —Tengo una muchacha joven.


  —Entonces procure conseguir que el señor Sutro duerma en la casa un par
  de noches, porque quizás necesite usted protección.


  —¿Protección ante quién?


  —¡Vaya usted a saber! El asunto es, desde luego, oscuro. Si no logro
  descubrir qué es lo que andan buscando, tendré que abordar el asunto
  por el otro extremo, procurando acercarme al urdidor de todo esto. ¿Le
  dejó alguna dirección el agente de alquileres?


  —Nada más que su tarjeta, en la que consta su profesión: Haines
  Johnson, subastador y tasador.


  —No creo que lo encontremos en la guía de profesionales. Los hombres
  que se dedican a negocios honrados no ocultan la dirección de su lugar
  de trabajo. Está bien, comuníqueme cualquier novedad que ocurra. Me he
  hecho cargo de su caso, y puede confiar en que lo seguiré hasta el
  final.


  Cuando cruzábamos por el vestíbulo, los ojos de Holmes, a los que nada
  se les escapaba, se fijaron en varias maletas y cajones que estaban
  apilados en un rincón y en los que se destacaban unas etiquetas.


  —«Milán». «Lucerna». Este equipaje procede de Italia.


  —Son las cosas del pobre Douglas.


  —¿Todavía no las ha desempaquetado? ¿Desde cuándo las tiene en casa?


  —Llegaron la semana pasada.


  —Pero usted nos dijo… ¡Vaya, aquí tenemos el eslabón que nos faltaba!
  ¿Cómo sabe que no hay ahí dentro nada de valor?


  —Porque no puede haberlo, señor Holmes. El pobre Douglas sólo contaba
  con su paga y una pequeña renta anual. ¿Qué es lo que podría poseer de
  valor?


  Holmes permaneció un rato absorto en sus meditaciones. Por último dijo:


  —Señora Maberley, ordene sin perder un momento que suban todas estas
  cosas a su dormitorio. Examínelas lo antes posible, y vea qué es lo que
  contienen. Vendré mañana para conocer su dictamen.


  Era evidente que Los Tres Gabletes se hallaban sometidos a estrecha
  vigilancia, porque cuando circunvalamos la alta cerca, al final del
  camino, vimos que el boxeador negro estaba allí, a la sombra.
  Tropezamos con él de improviso, y su figura resultaba, en aquel lugar
  solitario, sombría y amenazadora. Holmes se puso la mano en el
  bolsillo.


  —Buscando el revólver, ¿verdad, señor Holmes?


  —No, Steve; buscando mi frasco de perfume.


  —Es un hombre de buen humor, señor Holmes, ¿verdad?


  —No le divertirá mucho, Steve, si me pongo a perseguirle. Se lo advertí
  esta mañana.


  —Está bien, señor Holmes, he pensado en todo lo que usted me dijo, y no
  quiero que se hable más del asunto del señor Perkins. Mire, señor
  Holmes, si yo puedo ayudarlo en algo, cuente conmigo.


  —Entonces dígame quien está en el fondo de todo este asunto.


  —¡Que Dios me valga, señor Holmes, le dije la pura verdad! Lo ignoro.


  Mi mandamás, Barney, me da diversas órdenes, y yo no sé nada.


  —Entonces bien, Steve, no olvide que la señora que vive en esa casa y
  todo cuanto hay debajo de ese techo están bajo mi protección. Téngalo
  presente.


  —Perfectamente, señor Holmes. Me acordaré de ello.


  —La verdad es, Watson, que he logrado asustarlo y hacerlo temer por su
  propio pellejo —contestó Holmes, mientras caminábamos—. Creo que sería
  capaz de traicionar a su patrón si supiese quién es. Fue una suerte que
  yo estuviese algo enterado de las actuaciones del grupo de Spencer
  John, y que Steve sea un miembro del mismo. Y bien, Watson, éste es un
  caso como para consultarlo con Langdale Pike, y ahora mismo voy en su
  busca. Quizá cuando regrese consiga ver más claro en el asunto.


  No volví a ver a Holmes en el transcurso del día, pero puedo suponer
  perfectamente de qué manera lo pasó, porque Langdale Pike era su libro
  viviente de consulta en todo cuanto se relacionaba con los escándalos
  de sociedad. Este personaje extraordinario y lánguido pasaba sus horas
  de vigilia en el arco de la ventana de un club de la calle Saint James
  y era tanto el receptor como también el transmisor de todos los chismes
  de la metrópolis. Se dedicaba a escribir artículos con los que
  contribuía todas las semanas a la basura que satisface a un público
  inquisitivo. Si bien nunca había bajado a las túrbidas profundidades de
  la vida de Londres, si había algún extraño remolino o espiral sobre la
  superficie, era señalado con automática exactitud por este dial humano.
  Holmes discretamente había ayudado a Langdale con su conocimiento, y en
  una ocasión fue ayudado a su vez por Langdale.


  Cuando temprano a la mañana siguiente, me encontré con mi amigo en su
  habitación, supe observando su porte que todo estaba bien, pero nada
  menos que una desagradable sorpresa nos estaba esperando. Tomó la forma
  del siguiente telegrama:


  «Por favor venga inmediatamente. Casa de cliente desvalijada durante la
  noche.  Policía en la casa.


  SUTRO».


  Holmes silbó.


  —El drama ha llegado a una crisis, y más rápido de lo que esperaba. Hay
  un gran poder detrás de este asunto que maneja todo, Watson, lo que no
  me sorprende después de lo que escuché. Este Sutro, por supuesto, es su
  abogado. Cometí un error, me temo, en no preguntarle si quería pasar la
  noche de guardia. Este tipo ha demostrado claramente no tener redaños.
  Bien, no hay nada que hacer excepto otro viaje a Harrow Weald.


  Encontramos a Los Tres Gabletes con un aspecto diferente del ordenado
  hogar  del día anterior. Un pequeño grupo de curiosos se habían
  congregado en la puerta del jardín, mientras un par de alguaciles
  estaban examinando las ventanas y los setos de geranios. En el interior
  nos encontramos con un formal y gris caballero, quién se presentó como
  el cooperativo abogado, así como con un rubicundo y bullicioso
  inspector de policía, quien saludó a Holmes como un viejo amigo.


  —Señor Holmes, me temo que en esta ocasión no tiene nada que hacer
  aquí. Se trata de un robo corriente y moliente, muy dentro de la
  capacidad de la pobre policía rutinaria. No se necesitan especialistas.


  —Desde luego que el caso está en muy buenas manos —le contestó Holmes—.
  ¿De modo que se trata de un simple robo?


  —Así es. Sabemos perfectamente quienes son los asaltantes y adónde los
  encontraremos. Se trata del grupo de Barney Stockdale, del que forma
  parte el negro corpulento. Se los ha visto por estos alrededores.


  —¡Magnífico! ¿Qué se llevaron?


  —Verá, por lo visto muy poca cosa. Dieron cloroformo a la señora
  Maberley y la casa fue…, ¡pero aquí tenemos frente a nosotros a la
  misma señora en persona!


  Nuestra amiga del día anterior había entrado a la habitación. Se
  apoyaba en una joven y parecía pálida y enferma.


  —Señor Holmes, me dio usted un buen consejo —dijo, sonriendo
  tristemente—. ¡Pero, no lo seguí! No quise molestar al señor Sutro, y
  me quedé sin protección alguna.


  —Yo no me he enterado hasta esta mañana —explicó el abogado.


  —El señor Holmes me aconsejó que hiciese pernoctar en la casa a un
  amigo.  Desatendí su consejo y lo pagué.


  —Parece que se encuentra usted muy mal —dijo Holmes—. Quizá no esté
  como para contarme lo que le ocurrió.


  —Está todo aquí dentro —dijo el inspector, dando golpecitos en un
  voluminoso libro de notas.


  —Sin embargo, si la señora no se siente demasiado agotada…


  —La verdad es que queda muy poco por contar. No me cabe duda de que esa
  malvada Susan lo había preparado todo para que entrasen en la casa.
  Seguro que la conocían centímetro a centímetro. Tuve durante un
  instante la sensación del paño impregnado de cloroformo que me
  colocaron encima de la boca pero no puedo hacerme una idea del tiempo
  que permanecí sin conocimiento. Cuando me desperté, había un hombre
  junto a la cama y otro se incorporaba de entre el equipaje de mi hijo
  con un legajo de papeles en la mano. El equipaje estaba abierto en
  parte y el contenido desparramado por el suelo. Antes de que aquel
  hombre pudiera huir, yo me abalancé y me aferre a él.


  —Corrió un peligro muy grande —dijo el inspector.


  —Me aferré a él, pero me arrojó de una sacudida, y el otro debió
  golpearme, porque ya no recuerdo nada más. La doncella, Mary, se
  despertó con el ruido y pidió socorro a gritos por la ventana. Eso hizo
  que acudiese la policía, pero aquellos bandidos habían huido.


  —¿Qué es lo que se llevaron?


  —Yo no creo que falte nada de valor. Estoy segura de que no había nada
  de valor en las maletas de mi hijo.


  —¿No dejó aquel hombre algo que pueda servir de clave?


  —Quedó una hoja de papel que es muy posible que le haya quitado cuando
  me aferré a él. Estaba en el suelo toda arrugada. Es de letra de mi
  hijo.


  —Lo que quiere decir que nos servirá de muy poca cosa —dijo el
  inspector —. Si, en cambio, hubiese sido de letra del ladrón…


  —Exactamente —dijo Holmes—. ¡Qué sentido común más firme! En todo caso,
  me gustaría examinar ese papel.


  El inspector sacó de su cartera una hoja de papel, doblada, tamaño
  folio, y dijo con solemnidad:


  —Yo no dejo que se me escape nada, por insignificante que parezca. Es
  un consejo que le doy a usted, señor Holmes. Veinticinco años de
  experiencia me han hecho aprender la lección. Siempre existe alguna
  posibilidad de que se encuentren huellas dactilares, o alguna otra
  cosa.


  Holmes examinó la hoja de papel. —¿Qué saca en claro de esto,
  inspector?


  —Da la impresión de que se trata de la última hoja de una novela rara,
  por lo que yo he podido ver.


  —Sí, muy bien podría ser que con ella termine una curiosa historia
  —dijo Holmes—. Se habrá fijado en que lleva en lo alto la numeración de
  la página. Es la doscientas cuarenta y cinco. ¿Dónde están las
  doscientas cuarenta y cuatro que faltan?


  —Creo que se las llevaron los ladrones. ¡Que les aproveche!


  —Resulta extraño que asalten una casa para robar unos papeles como
  esos. ¿No le sugiere nada ese hecho?


  —Sí, señor; me hace pensar en que, con la precipitación del momento, se
  llevaron lo primero que tuvieron a mano. ¡Que disfruten alegremente de
  su botín!


  —¿Por qué razón tenían que revolver en el equipaje de mi hijo? —
  preguntó la señora Maberley.


  —Verá, al no encontrar en la planta baja objetos de valor, subieron a
  probar fortuna en el piso alto. Así es como yo lo interpreto. ¿Qué le
  parece a usted, señor Holmes?


  —Tengo que meditar sobre eso, inspector. Watson, venga hasta la ventana
  —una vez allí los dos, Holmes leyó el escrito hasta el final. Empezaba
  en la mitad de una frase y decía así:


  «… cara sangraba considerablemente de los cortes y de los golpes, pero
  aquello no era nada comparado con lo que sangró su corazón cuando vio
  el rostro encantador, aquel rostro por el que había estado dispuesto a
  sacrificar su propia vida, contemplando su angustia y su humillación.
  Ella se sonreía…; sí, vive Dios, se sonrió, como demonio sin corazón
  que era, cuando él alzó su vista para mirarla. En aquel instante el
  amor murió y nació el odio. Todo hombre debe vivir para algo. Si no he
  de vivir para abrazarte, señora mía, entonces tendré seguramente que
  vivir para destruirte para que mi venganza sea completa».


  —¡Extraña redacción! —dijo Holmes sonriendo, al devolver el papel al
  inspector—. ¿Se fijó en que de pronto deja de hablar en tercera persona
  y escribe en primera? Entusiasmado con su relato, el autor del escrito
  se imaginó en el momento supremo que era él mismo el protagonista.


  —Sí, me pareció una escritura inconsistente —dijo el inspector,
  volviendo a colocar la hoja en su cartera—. ¡Cómo! ¿Se va, señor
  Holmes?


  —No creo que tenga nada que hacer aquí una vez que el asunto se halla
  en tan buenas manos. A propósito, señora Maberley. Me dijo que deseaba
  viajar, ¿verdad?


  —Viajar ha sido siempre mi mayor ilusión, señor Holmes.


  —¿A dónde le agradaría ir: a El Cairo, Madeira, la Riviera…?


  —Oh, si tuviera dinero iría alrededor del mundo.


  —Exactamente. Alrededor del mundo. Bien, buenos días. Le enviaré
  algunos renglones por la tarde.


  Cuando pasamos la ventana vi al avanzar la sonrisa del inspector y la
  sacudida de cabeza. «Estos tipos astutos siempre tienen un toque de
  locura». Eso fue lo que leí en la sonrisa del inspector.


  —En fin, Watson, estamos en la última etapa de nuestro pequeño viaje —
  dijo Holmes cuando regresábamos entre el bullicio del centro de Londres
  una vez más—. Creo que podremos tener más claro el asunto
  inmediatamente, y sería bueno si pudiera acompañarme, porque es más
  seguro tener un testigo cuando uno se enfrenta con una señora como
  Isadora Klein.


  Tomamos un taxi y salimos acelerados hacia alguna dirección en
  Grosvenor Square. Holmes había estado ensimismado con sus pensamientos,
  pero se avivó de repente.


  —A propósito, Watson, ¿supongo que lo ve todo claramente?


  —No, no puedo decir tal cosa. Solamente puedo deducir que estamos yendo
  a ver a la señora que está detrás de estas acciones.


  —¡Exactamente! ¿Pero el nombre de Isadora Klein no le dice nada? Ella
  era, por supuesto, la belleza por excelencia. Nunca hubo una mujer que
  se le pudiera comparar. De pura raza española, de la sangre real de los
  magistrales conquistadores. Sus familiares han sido los líderes en
  Pernambuco durante generaciones. Se casó con el anciano rey del azúcar
  alemán, Klein, y actualmente es la más rica así como también la más
  amada viuda sobre la tierra. Después hubo un periodo de aventuras donde
  ella se rindió a sus propios deseos. Tenía varios amantes, y Douglas
  Maberley, uno de los más notables hombres en Londres, fue uno de ellos.
  Fue según los rumores, más que una mera aventura la relación que
  mantuvo con él. No era una débil mariposa de sociedad, sino un fuerte y
  orgulloso hombre que daba y esperaba todo. Pero ella es la «belle dame
  sans merci»(fr. hermosa dama sin piedad) de la ficción. Cuando su
  capricho era satisfecho el asunto se terminaba, y si la otra parte no
  quería aceptar sus palabras, sabía cómo quitárselos de encima.


  —Entonces esa fue su propia historia…


  —¡Ah! Ya está uniendo las piezas. He oído que está a punto de casarse
  con el joven duque de Lomond, quien podría ser su hijo. Su madre Grace
  puede pasar por alto la edad, pero un gran escándalo sería un hecho
  diferente, así que es imperativo… ¡Ah! Aquí estamos.


  Era una de las más finas casas esquineras del West End. Un lacayo cogió
  nuestras tarjetas y regresó comunicándonos que la señora no estaba en
  casa.


  —Entonces esperaremos hasta que regrese —dijo Holmes festivamente.


  —Que no esté en casa significa que no está para usted —dijo el lacayo.


  —Perfecto —respondió Holmes—. Eso significa que no tendremos que
  esperar. Sea tan amable de darle esta nota a su señora.


  Garabateó tres o cuatro palabras sobre una hoja de su agenda, la dobló
  y se la entregó en mano al hombre.


  —¿Qué decía, Holmes? —pregunté.


  —Simplemente escribí: «¿Preferiría a la policía?». Creo que eso debería
  permitirnos entrar.


  Lo hizo… con increíble celeridad. Un minuto después estábamos en un
  salón al estilo de las Noches de Arabia, vasto y maravilloso, en un
  penumbra deliberadamente conseguida mediante una ocasional luz
  eléctrica rosa. La señora había llegado, según me pareció, a ese tiempo
  de la vida cuando incluso la más soberbia belleza encuentra a la media
  luz una mejor bienvenida. Se levantó del sofá cuando entramos: alta,
  majestuosa, una figura perfecta, una hermosa cara como si fuera una
  máscara, con dos maravillosos ojos españoles que parecían asesinarnos a
  ambos.


  —¿Qué significan esta insistencia y este mensaje insultante? —preguntó,
  mostrando la hoja de papel.


  —No necesito explicarlo, señora. Siento demasiado respeto por su
  inteligencia para hacer semejante cosa, aunque reconozco que en los
  últimos días esa inteligencia ha tenido deslices sorprendentes.


  —¿Cómo es eso, señor?


  —Suponiendo que sus fanfarrones a sueldo podían apartarme de mi tarea
  con amenazas. Ningún hombre se lanzaría a la profesión a la que yo me
  dedico si no fuera porque el peligro lo atrae. ¿De tal modo que fue
  usted la que me obligó a hacer indagaciones en el caso del joven
  Maberley?


  —No tengo la menor idea de lo que está hablando. ¿Qué tengo que ver con
  esos fanfarrones a sueldo?


  Holmes se dio media vuelta con expresión de desgana.


  —En efecto, he menospreciado su inteligencia. ¡Buenas tardes!


  —Espere. ¿A dónde va usted?


  Estábamos todavía a mitad de camino de la puerta, cuando ella nos
  alcanzó y agarró a Holmes del brazo. Se había transformado
  instantáneamente de acero en terciopelo.


  —Vengan, señores, y tomen asiento. Discutamos el asunto a fondo. Señor
  Holmes, tengo la sensación de que puedo hablar francamente con usted,
  porque posee los sentimientos de un caballero. ¡Qué rápidamente lo
  descubre el instinto de una mujer! Lo trataré a usted como a un amigo.


  —No puedo prometerle reciprocidad, madame. Yo no soy la ley, pero
  represento a la justicia hasta donde alcanzan mis pobres facultades.
  Estoy dispuesto a escuchar, y después le diré qué es lo que voy a
  hacer.


  —Fue una estupidez mía, desde luego, amenazar a un hombre valeroso como
  usted.


  —Lo verdaderamente estúpido, madame, es que usted se haya entregado a
  manos de un grupo de sinvergüenzas capaces de someterla a un chantaje o
  denunciarla.


  —¡No, no! No soy tan bobalicona. He prometido hablarle con franqueza,
  le diré que nadie, fuera de Barney Stockdale y de Susan, su mujer,
  tiene la más remota idea de quién es la persona a la que obedecen. Por
  lo que a ellos respecta, le diré que no es la primera…


  Se sonrojó y asintió con un movimiento de cabeza, adoptando unos aires
  encantadores de mujer coqueta intimidada.


  —Comprendo. Los ha puesto a prueba antes.


  —Son unos buenos sabuesos que siguen la pista en silencio.


  —Pero esa clase de sabuesos tiene la costumbre de morder más pronto o
  más tarde la mano que les da de comer. Serán encarcelados por este
  robo. La policía los busca ya.


  —Cargarán con lo que les corresponda. Para eso se les paga. Mi nombre
  no se pronunciará para nada en este asunto.


  —A menos de que yo la haga figurar dentro del mismo.


  —No, no; usted no lo hará. Usted es un caballero, y se trata de un
  secreto de mujer.


  —En primer lugar, tiene que devolver ese manuscrito.


  Se rio a carcajadas, y cruzó la sala hasta la chimenea. Había en ella
  una masa calcinada que revolvió con el hurgón.


  —¿Quiere que devuelva esto? —preguntó.


  Tan canallescamente exquisita parecía, plantada delante de nosotros con
  una sonrisa desafiante, que comprendí que entre los criminales de
  Holmes, aquella mujer era la única a la que a éste le resultaría más
  difícil hacer frente. Sin embargo, Holmes era inmune al
  sentimentalismo, y dijo fríamente:


  —Eso decide su suerte. Ha sido muy rápida actuando, madame, pero en
  esta ocasión se ha excedido.


  Ella tiró al suelo el hurgón, que sonó con estrépito, y exclamó:


  —¡Qué duro de corazón es usted! ¿Quiere que le cuente todo lo ocurrido?


  —Creo que podría contárselo yo mismo.


  —Pero es preciso, señor Holmes, que mire la cuestión con mis propios
  ojos. Comprenda el punto de vista de una mujer que ve cómo se viene
  abajo en el último instante toda la ambición de su vida. ¿Puede
  censurársele que se defienda?


  —Suyo fue el pecado primitivo.


  —¡Sí, sí! Lo reconozco. Douglas era un muchacho encantador, pero la
  mala suerte quiso que no encajase dentro de mis proyectos. Él quería
  casarse…, casarse, señor Holmes; que me casase con un hombre corriente
  y sin dinero. No se conformó. Después se puso terco. Creyó que porque
  yo había cedido tenía que seguir cediendo, y ceder a él solo. Eso era
  intolerable, y tuve que acabar por hacérselo comprender.


  —Y se lo hizo comprender alquilando a un grupo de maleantes para que lo
  apalearan debajo de su ventana.


  —Por lo visto, usted lo sabe todo. Sí, es cierto. Barney y sus hombres
  se lo llevaron en coche y lo trataron, lo reconozco, con algo de
  dureza. Pero ¿qué hizo él entonces? ¿Podía creer que un caballero
  cometiese acción semejante? Escribió un libro en el que relató su
  propia historia. Yo, como es natural, era el lobo; él, en cambio, era
  el cordero. En ese libro, aunque bajo nombres distintos, como es
  natural, se relataba todo; pero, aunque los nombres fuesen distintos,
  ¿habría habido en todo Londres una sola persona que no cayese en la
  cuenta? ¿Qué me dice de eso, señor Holmes?


  —Digo que estaba dentro de sus derechos.


  —Fue como si los aires de Italia se le hubieran metido en la sangre,
  introduciendo en él el tradicional espíritu vengativo italiano. Me
  escribió y me envió una copia de su libro a fin de que yo sufriese por
  anticipado la tortura. Me decía que existían dos copias, una para mí y
  otra para su editor.


  —¿Cómo supo usted que el editor no había recibido su copia?


  —Yo sabía quién era su editor, porque no era ésa su primera novela. Me
  enteré de que no había recibido noticias de Italia. Entonces se produjo
  la muerte súbita de Douglas. Mientras existiese el otro manuscrito, no
  habría seguridad para mí. Tenía que encontrarse entre sus efectos
  personales, y éstos serían devueltos a su madre. Hice entrar en acción
  a la banda. Una de las personas de la misma se colocó de sirvienta en
  la casa. Quise realizar el trabajo honradamente. Le aseguro de verdad
  que yo quería actuar de ese modo. Estaba dispuesta a comprar la casa
  con todo lo que ella contenía. Ofrecí pagar el precio que ella quisiese
  pedir. Únicamente recurrí a otros medios cuando hubo fallado todo lo
  demás. Entonces bien, señor Holmes, reconociendo que yo traté con
  excesiva dureza a Douglas, ¡y bien sabe Dios lo apesadumbrada que
  estoy!, ¿qué otra cosa podía hacer cuando se jugaba todo mi porvenir?


  Sherlock Holmes se encogió de hombros.


  —Bien, bien —le contestó—; me imagino que, como de costumbre, no tendré
  más remedio que transigir con un delito. ¿Cuánto vendrá a costar un
  viaje alrededor del mundo hecho a toda comodidad?


  La dama lo miró con ojos de asombro.


  —¿Podría realizarse con cinco mil libras?


  —¡Sí, yo creo que sí, desde luego!


  —Perfectamente. Creo que usted me firmará un cheque por esa cantidad, y
  yo me cuidaré de que llegue a manos de la señora Maberley. Es acreedora
  de que usted le proporcione un pequeño cambio de aires. Y para
  terminar, señora mía —al decir esto, Holmes le apuntó con el índice en
  señal de advertencia—: ¡Tenga cuidado! ¡Tenga cuidado! ¡No es posible
  jugar toda la vida con instrumentos de filo sin cortarse alguna vez
  esas manos tan delicadas!

  - 8 -
  La aventura del soldado de la piel decolorada



  Las ideas de mi amigo Watson, aunque limitadas, son extraordinariamente
  pertinaces. Desde hace tiempo ha venido hostigándome para que escriba
  uno de mis casos. Quizá he provocado yo mismo esa persecución, por
  haberle hecho notar muchas veces la superficialidad de sus relatos,
  acusándole de inclinarse hacia el gusto popular, en vez de ceñirse
  rigurosamente a los hechos y a las cifras. «¡Pruebe a escribir usted
  mismo, Holmes!», me ha solido replicar, y ahora, después de tomar la
  pluma en la mano, me veo forzado a reconocer que, en efecto, empiezo a
  darme cuenta de que es preciso presentar el asunto de manera que pueda
  interesar al lector. Es difícil que el siguiente caso no interese,
  porque se cuenta entre los más raros de mi colección, aunque Watson no
  tenga notas del mismo en la suya. Ya que hablo de mi viejo amigo y
  biógrafo, aprovecharé la oportunidad para hacer notar que, si en mis
  variadas y pequeñas pesquisas echo sobre mí la carga de un acompañante,
  no lo hago ni por sentimentalismo ni por capricho, sino porque Watson
  posee algunas notables características propias suyas, a las que no ha
  concedido importancia, llevado de su modestia y del aprecio exagerado
  en que tiene mis propias realizaciones. Un confederado capaz de prever
  siempre las conclusiones a que usted va a llegar y el curso de la
  acción que va a emprender es siempre peligroso; pero aquel otro al que
  todas las novedades que se producen le caen como una sorpresa continua,
  y para el que el porvenir es siempre un libro cerrado, resulta en
  verdad una ayuda leal.


  Veo por mis libros de notas que fue durante el mes de enero de 1903,
  apenas terminada la guerra con los bóers(guerra ocurrida en Sudáfrica),
  cuando recibí la visita del señor James M. Dodd, un británico
  corpulento, sano, quemado por el sol, bien plantado. El bueno de Watson
  me había abandonado para seguir a una esposa, único acto suyo egoísta
  que yo recuerdo del tiempo en que estuvimos asociados. Yo estaba, pues,
  a solas. Yo tengo por costumbre sentarme de espaldas a la ventana y
  hacer sentar a mis visitas en la silla de enfrente, de modo que les de
  la luz en la cara. El señor James M. Dodd mostró no saber cómo empezar
  la conversación. No intenté acudir en ayuda suya, porque su silencio me
  dejaba más tiempo para observarlo a él. He comprobado que resulta hábil
  despertar en los clientes una sensación de poder, y por eso le hice ver
  algunas de las conclusiones a que yo había llegado.


  —Veo, señor, que viene usted de Sudáfrica.


  —Así es, señor Holmes; usted es brujo.


  —Del Cuerpo de Voluntarios de Caballería Imperial, si no me equivoco.
  Del regimiento de Middlesex, sin duda alguna.


  —Así es, señor Holmes; usted es brujo.


  Sonreí al escuchar la expresión de su asombro.


  —Cuando un caballero de apariencia varonil entra en mi habitación, con
  el rostro de un matiz que el sol de Inglaterra no podrá darle jamás, y
  a eso se agrega el detalle de que lleva el pañuelo dentro de la manga,
  en lugar de llevarlo en el bolsillo, no resulta difícil establecer su
  profesión. Lleva usted la barba corta, y ese detalle da a entender que
  no pertenece usted al ejército profesional. Tiene todo el aspecto de un
  jinete. En cuanto a situarlo en el Cuerpo de Middlesex, ya su tarjeta
  me ha hecho saber que es usted corredor de bolsa en la calle
  Thorgmorton. ¿A qué otro regimiento podía usted agregarse?


  —Lo ve usted todo.


  —No veo más de lo que ven todos, pero me he adiestrado en fijarme en lo
  que veo. Bueno, señor Dodd, usted no ha venido esta mañana a visitarme
  con objeto de hablar acerca de la ciencia de la observación, ¿verdad?
  ¿Qué es lo que le ocurre en Tuxbury Old Park?


  —¡Señor Holmes…!


  —No hay en ello misterio alguno, querido señor. Su carta estaba fechada
  en ese lugar, y como usted solicitaba esta entrevista en términos muy
  apremiantes, resulta claro que había ocurrido algo importante de una
  manera repentina.


  —Así es, en efecto. Pero yo escribí la carta por la tarde, y de
  entonces a ahora han ocurrido muchas cosas. Si el coronel Emsworth no
  me hubiese echado de allí a puntapiés…


  —¡Que le ha echado a puntapiés!


  —Bueno, en realidad, lo que hizo viene a ser lo mismo. Este coronel
  Emsworth no se anda con tonterías. Fue en sus tiempos de militar el más
  exigente ordenancista (oficial que aplica el reglamento con severidad)
  que había en el ejército, y aquellos eran tiempos en los que se
  empleaba un lenguaje duro. Yo no habría estado junto al coronel, de no
  haber sido por el bien de Godfrey.


  Encendí mi pipa y me arrellané en mi asiento, diciéndole:


  —Explíquese claramente.


  Mi cliente se sonrió con malicia y me contestó.


  —Había acabado por suponer que usted lo sabe todo sin que se lo digan.
  Pero, en fin, voy a ponerle al corriente de los hechos, y quiera Dios
  que sea usted capaz de explicarme el alcance que tienen. Me he pasado
  la noche en vela y dándole vueltas al asunto en la cabeza, pero cuanto
  más lo pienso, más increíble me resulta… Cuando en el mes de enero de
  mil novecientos uno, es decir, hace dos años, me incorporé, el joven
  Godfrey Emsworth servía en el mismo escuadrón. Era hijo único del
  coronel Emsworth, el de la Cruz Victoria de la guerra de Crimea(guerra
  entre distintas naciones como respuesta a la tendencia expansionista
  del imperio ruso). Llevaba en sus venas sangre combativa, y no es
  extraño que se alistase de voluntario. No había en todo el regimiento
  mozo de mejores dotes. Nos hicimos amigos, con esa amistad que
  únicamente llega a establecerse cuando dos personas viven idéntica vida
  y comparten las mismas alegrías y dolores. Era mi camarada. Esta
  palabra significa mucho en el ejército. Durante un año entero de rudo
  pelear aguantamos juntos a las duras y a las maduras. Hasta que,
  durante la acción que tuvo lugar cerca de Diamond Hill, en los
  alrededores de Pretoria, le metieron a él una bala de grueso calibre.
  Recibí una carta suya desde el hospital de Ciudad de El Cabo y otra
  desde Southampton. Pues bien: acabada la guerra y ya todos de regreso,
  le escribí al padre preguntándole por el paradero de Godfrey. No me
  contestó. Esperé y volví a escribirle. Esta vez recibí una carta
  concisa y huraña. Godfrey había emprendido un viaje alrededor del
  mundo, y no era probable que regresase antes de un año. Y nada más… no
  me quedé satisfecho, señor Holmes. Todo aquello me resultó
  condenadamente extraño. Godfrey era un buen muchacho, y no daría de
  lado a un camarada de ese modo. No concordaba con su manera de ser.
  Resulta que, además, yo estaba enterado de que tenía que heredar una
  suma importante de dinero, y que su padre y él no siempre se entendían
  bien. El viejo era en ocasiones agresivo, y el joven Godfrey era
  demasiado entero para aguantarlo. No, yo no me di por satisfecho, y
  decidí llegar hasta la raíz del asunto. Pero como mis propios casos
  requerían mucha atención tras dos años de ausencia, no me fue posible
  ocuparme del caso de Godfrey hasta esta misma semana. Pero, puesto que
  lo he puesto en mis manos, me propongo abandonar todo hasta llevarlo a
  feliz término.


  El señor James M. Dodd me produjo la impresión de que era una de esas
  personas a las que es preferible tener de amigo que de enemigo. Sus
  ojos azules tenían una expresión dura, y su cuadrada mandíbula se había
  tensado mientras hablaba.


  —¿Y qué ha hecho usted? —le pregunté.


  —Mi primer paso consistió en ir hasta su residencia, Tuxbury Old Park,
  cerca de Bedford, para ver por mis propios ojos cómo se presentaba el
  terreno. Por eso le escribí a la madre; no quería tratar más con el
  cascarrabías del padre. Fue un ataque frontal: que Godfrey era mi
  camarada; yo tenía un gran interés, que ella se explicaría por lo que
  habíamos pasado juntos; que iba a pasar por el pueblo, y si ella no
  ponía objeción alguna, etcétera. La contestación fue atentísima y en
  ella se me ofrecía alojamiento para pasar la noche. Eso fue lo que me
  llevó el lunes allí… El viejo palacio de Tuxbury se halla en un lugar
  inaccesible, a 8 kilómetros de distancia de cualquier punto. En la
  estación no había coche alguno, de modo que me vi obligado a cubrir el
  trayecto a pie, cargado con mi maletín, y había ya casi oscurecido
  cuando llegué. Es un gran edificio solitario que se alza dentro de un
  extenso parque. Yo diría que pertenece a toda clase de épocas y de
  estilos, porque empieza en una base isabelina que es mitad de madera, y
  acaba en un pórtico de la época victoriana. En el interior es todo
  artesonados, tapices y viejas pinturas medio borrosas; es decir, una
  casa en sombras y de misterio. Había un despensero(mayordomo
  encargado), el viejo Ralph, que parecía tener tantos años como la casa
  misma, y su mujer, que era quizá más vieja, había sido la niñera de
  Godfrey, y yo le había oído a éste hablar de ella como de una madre, a
  la que quería casi tanto como a su madre; por eso me sentí atraído
  hacia ella a pesar de su raro aspecto. También simpaticé con la madre,
  que era una mujer tierna como una ratoncilla blanca. Con el único que
  no hice migas fue con el coronel… Tuvimos desde el primer momento
  nuestros más y nuestros menos, y sentí impulsos de regresar en el acto
  mismo a la estación. Si no lo hice, fue porque tuve la sensación de que
  sería seguirle el juego. Me pasaron inmediatamente a su despacho y allí
  me lo encontré, corpulento, cargado de espaldas, tez oscura, larga
  barba revuelta, sentado detrás de su mesa-escritorio llena de papeles.
  Su nariz de venas rojas se proyectaba como el pico de un buitre, y dos
  ojos grises, agresivos, se clavaron en mí por debajo de unas cejas
  tupidas y salientes. Comprendí por qué Godfrey hablaba poco de su
  padre. «Veamos, señor —me dijo con voz áspera—; me agradaría conocer
  las verdaderas razones de esta visita». Le contesté que ya las había
  explicado en la carta que le había enviado a su esposa. «Sí, sí; en
  ella decía usted que había conocido a Godfrey en África, y, como es
  natural, no tenemos más pruebas que su palabra». «Tengo cartas suyas en
  el bolsillo». «¿Quiere tener la amabilidad de mostrármelas?». Repasó
  las dos que yo le entregué, y luego me las devolvió, preguntándome:
  «Bien, ¿y qué?». «Yo quiero mucho a su hijo, señor. Nos unen muchos
  lazos y recuerdos. ¿No es, pues, natural, que yo me asombre de su
  repentino silencio y que desee saber qué ha sido de él?». «Creo
  recordar, señor, que he mantenido ya correspondencia con usted, y que
  le comuniqué lo que había sido de él. Ha emprendido un viaje alrededor
  del mundo. Después de lo que pasó en África, su salud estaba
  quebrantada, y tanto su madre como yo fuimos de opinión que precisaba
  un descanso completo y un cambio. Tenga usted la amabilidad de
  transmitir esa explicación a cualquier otro amigo que pudiera
  interesarse en el asunto». «Desde luego —le contesté—. Pero yo le
  pediría que tuviese la amabilidad de darme el nombre de la línea de
  navegación y del vapor en que ha embarcado y de la fecha en que lo
  hizo. De ese modo estoy seguro de que conseguiré hacer llegar hasta él
  una carta». Esta petición mía pareció desconcertar e irritar a mi
  huésped. Sus tupidas cejas salientes se abatieron sobre sus ojos y
  tamborileó impaciente con sus dedos encima de la mesa. Por último, alzó
  la vista con la expresión de un jugador de ajedrez que ha visto hacer a
  su adversario una jugada amenazadora y acaba de descubrir la jugada con
  la que ha de parar el golpe. «Señor Dodd —contestó—, son muchos los que
  se sentirían ofendidos por su infernal obstinación y que juzgarían que
  esta insistencia suya de ahora linda con una maldita impertinencia».
  «Atribúyalo, señor, al cariño que profeso a su hijo». «Exacto, pero he
  llegado ya al límite de lo que puedo tolerar por esa razón. Tengo que
  pedirle que abandone sus pesquisas, En todas las familias existen
  ciertas intimidades y propósitos que no siempre pueden ser confiados a
  los extraños, por muy buena que sea la intención de éstos. Mi esposa
  tiene gran interés en que usted le cuente cosas de la vida pasada de
  Godfrey, pero yo he de rogarle que haga caso omiso de su presente y de
  su futuro. Tales pesquisas suyas no conducen a ninguna finalidad útil,
  y nos colocan en una situación delicada y difícil». De modo, señor
  Holmes, que me encontré con el camino cerrado. No había modo de seguir
  adelante. Lo único que me quedaba era simular que aceptaba la
  situación, haciendo interiormente promesa de no descansar hasta aclarar
  qué había sido de mi amigo. La velada fue lúgubre. Cenamos
  tranquilamente los tres, en una vieja habitación, oscura y ajada. La
  señora me preguntó ansiosamente acerca de su hijo, pero el anciano
  parecía huraño y deprimido. Todo aquello me aburrió de tal manera, que
  me excusé lo antes que me fue posible hacerlo dentro de las buenas
  formas, y me retiré a mi dormitorio. Era ésta una habitación amplia y
  desnuda, situada en la planta baja, tan lóbrega como todo el resto de
  la casa; pero, señor Holmes, después de dormir durante un año en el
  veld(zona de pradera en Sudáfrica), se vuelve uno poco exigente en esas
  materias. Descorrí las cortinas y me asomé a mirar al jardín, fijándome
  en que hacía una noche hermosa, con la media luna brillante en el
  cielo. Después me senté junto a la viva hoguera de la chimenea, con la
  lámpara colocada a mi lado en una mesa, y traté de distraer mis
  pensamientos con la lectura de una novela.


  »Pero me cortó la lectura la entrada de Ralph, el viejo despensero, que
  me traía un nuevo suministro de carbón. “Pensé que, quizá se le acabase
  durante la noche el que tiene, señor. El tiempo es crudo y estas
  habitaciones son frías”. Vaciló antes de retirarse de la habitación, y
  al volver yo la vista, me encontré con que estaba en pie y que su
  arrugada cara me miraba con expresión de ansiedad. “Señor, le ruego que
  me perdone, pero no pude sino escuchar lo que usted habló de mi joven
  señor Godfrey durante la cena. Ya sabrá usted, señor, que fue mi mujer
  la que le crió, de modo que yo casi podría decir que soy su padre
  adoptivo. Es, pues, natural, que nosotros nos interesemos por el
  señorito. ¿De modo que, según dice usted, se portó como un valiente?”.
  “Hombre más valeroso no lo hubo en todo el regimiento. En cierta
  ocasión me sacó de debajo mismo de los rifles de los bóers, y quizá si
  él no lo hubiese hecho, yo no estaría aquí en este momento”. El anciano
  despensero se frotó las arrugadas manos. “Sí, señor, sí; eso va
  perfectamente con la manera de ser del señor Godfrey. Siempre fue
  valeroso. No hay en el parque un solo árbol al que no haya trepado.
  Nada era capaz de detenerle. Fue un muchacho magnífico, y también,
  señor…, también de hombre fue magnífico”. Me puse en pie de un salto y
  exclamé: “¡Cómo! Dice usted que fue. Habla como si él hubiera muerto.
  ¿Qué misterio encierra todo esto? ¿Qué ha sido de Godfrey Emsworth?”.
  Agarré al anciano por los hombros, pero él se echó atrás. “No entiendo
  lo que usted dice, señor. Si algo quiere saber del señor Godfrey
  interrogue usted al amo. Él lo sabe. Yo no debo entremeterme”. Iba a
  retirarse de la habitación, pero yo le detuve por el brazo y le dije:
  “Escuche. Va usted a contestarme a una sola pregunta antes que se
  retire, porque de lo contrario soy capaz de retenerle a usted aquí toda
  la noche. ¿Ha muerto Godfrey?”. No fue capaz de sostener mi mirada.
  Parecía estar hipnotizado. La contestación salió de sus labios como si
  yo se la hubiese arrancado. Y fue terrible e inesperada.
  “¡Pluguiera(placiera) a Dios que hubiese muerto!”, exclamó, y
  quitándose mis manos se precipitó fuera de la habitación. Ya se
  imaginará usted, señor Holmes, que no volví a mi silla en un estado de
  ánimo muy feliz. Me pareció que las palabras del anciano sólo podían
  tener una interpretación. Era evidente que mi pobre amigo habíase visto
  envuelto en algún acto criminal, o por lo menos, vergonzoso, y que
  afectaba al honor de la familia. Por eso, aquel severo anciano había
  enviado a su hijo lejos, ocultándolo al mundo, a fin de evitar algún
  escándalo público. Godfrey era un mozo temerario, y que se dejaba
  llevar fácilmente por los que le rodeaban. Había caído, sin duda, en
  malas manos que le habían extraviado y conducido a la ruina. Si se
  trataba verdaderamente de eso, la cosa era lamentable; pero aun en un
  caso así, era deber mío buscarle hasta dar con él, a fin de ver si yo
  podía serle de alguna ayuda. Me hallaba ensimismado y meditando con
  ansiedad en el asunto, cuando alcé la vista y me encontré de pronto con
  el mismísimo Godfrey Emsworth, que estaba en pie delante de mí.


  Mi cliente se había detenido, como persona presa de profunda emoción.


  Yo, al darme cuenta de su estado, le dije:


  —Prosiga, por favor. Su problema ofrece algunos rasgos muy fuera de lo
  corriente.


  —Señor Holmes, mi amigo estaba de la parte de afuera de la ventana, con
  la cara apretada contra el cristal. Le he dicho antes que yo me asomé a
  mirar cómo estaba la noche. Al hacerlo dejé las cortinas parcialmente
  descorridas. La figura de mi amigo quedaba encuadrada dentro de esa
  abertura de las cortinas. La ventana llegaba hasta el suelo mismo, de
  modo que pude ver toda su figura, pero fue su rostro el que atrajo la
  mirada mía. Estaba mortalmente pálido; jamás he visto yo a un hombre de
  rostro tan blanco. Creo que esa debe de ser la blancura de los
  fantasmas; pero sus ojos se cruzaron con los míos, y en verdad que eran
  ojos de una persona viva. En el momento en que él cayó en la cuenta de
  que yo le miraba dio un salto atrás y desapareció en la oscuridad…
  Señor Holmes, en el aspecto de ese hombre hay algo que me produjo una
  impresión dolorosa. No se trata simplemente de una cara cadavérica que
  se destacaba en la oscuridad, tan blanca como el yeso. Era algo más
  sutil; algo como vergonzoso, furtivo, algo como, culpable; en fin, algo
  completamente distinto de la franqueza y hombría que yo conocí en aquel
  muchacho. Me dejó en el alma una sensación de horror… Pero, el hombre
  que ha estado haciendo la guerra un año o dos, teniendo por contrario
  en el juego al hermano bóer, sabe conservar templados los nervios y
  actuar con rapidez. Apenas había desaparecido Godfrey, cuando yo ya me
  había abalanzado hacía la ventana. El cierre de ésta funcionó con
  dificultad, y tardé algún tiempo en poder levantarla hacia arriba. Acto
  seguido me escabullí por la abertura y corrí por el camino del jardín
  hacia la dirección que yo pensé que podría haber tomado mi amigo… El
  camino era largo y la luz mala, pero me pareció que algo se movía
  delante de mí. Seguí corriendo y le llamé por su nombre, pero fue
  inútil. Al llegar al final del camino me encontré con que éste se
  bifurcaba en varias direcciones, yendo a parar a distintos edificios
  adyacentes a la casa. Me quedé indeciso, y estando así escuché con toda
  claridad el ruido de una puerta que se cerraba. No se había producido
  en la casa, a mis espaldas, sino enfrente de mí, en algún sitio
  envuelto en la oscuridad. Aquello me bastó, señor Holmes, para adquirir
  el convencimiento de que lo que yo había visto no era una visión.
  Godfrey había huido de mí corriendo y se había metido en algún sitio,
  cerrando después la puerta. De eso estaba yo seguro. Ya no me quedaba a
  mí nada que hacer. Pasé una noche intranquila, dando vueltas en mi
  cabeza al asunto y tratando de encontrar alguna explicación en la que
  encajase todo lo sucedido. Al día siguiente encontré al coronel de
  temperamento más conciliador, y como su esposa me hizo notar que en
  aquellos alrededores existían lugares dignos de verse, aproveché la
  oportunidad para preguntarles si les resultaría molesto que yo pasase
  allí otra noche más. La gruñona conformidad dada por el anciano me
  proporcionó un día entero para dedicarme a observar. Yo estaba ya
  completamente convencido de que Godfrey se ocultaba por allí cerca;
  pero me quedaba todavía por averiguar el sitio y la razón de aquel
  ocultamiento… Era la casa tan espaciosa y tan llena de recovecos, que
  podía esconderse dentro de ella un regimiento entero sin que nadie
  advirtiese su presencia. Si el secreto estaba allí, me resultaría
  difícil penetrarlo. Pero la puerta que yo había oído cerrarse estaba,
  con toda seguridad, fuera de la casa. Era preciso que yo explorase el
  jardín, por si podía descubrir algo. Ningún obstáculo se me presentaba
  para ello, porque los dos ancianos se hallaban atareados cada cual a su
  manera, y me dejaron en libertad para pasar el tiempo como bien me
  pareciese… Había varios pequeños edificios que servían de dependencias
  de la casa, pero al fondo del jardín se alzaba un edificio aislado y de
  regular capacidad; lo suficiente como para servir de vivienda a un
  jardinero o a un guarda de caza. ¿Sería aquel lugar del que procedía el
  ruido de la puerta que se cerró? Me acerqué al edificio
  despreocupadamente, como si me estuviese paseando sin rumbo fijo por el
  parque. Al hacerlo, salió de la puerta un hombre pequeño, vivaracho, de
  barba, chaqueta negra y sombrero hongo; es decir, que no tenía aspecto
  alguno de jardinero. Con gran sorpresa mía, aquel hombre cerró la
  puerta con llave después de salir y se metió ésta en el bolsillo. Luego
  me miró con expresión algo sorprendida y me preguntó: «¿Es usted visita
  en esta casa?». Le dije que, en efecto, estaba de visita y que era
  amigo de Godfrey. Y agregué: «¡Qué pena que se encuentre viajando,
  porque seguramente le habría agradado hablar conmigo!». «Ya lo creo que
  sí. Estoy seguro de que le habría agradado —me contestó con expresión
  de culpabilidad—. Espero que repita usted la visita en alguna ocasión
  más propicia». Siguió su camino, pero, al darme yo media vuelta, me
  fijé en que se había detenido y me estaba vigilando medio oculto por
  los arbustos de laurel que había en el extremo más alejado del jardín.
  Me fijé detenidamente en la casita al pasar por delante, pero las
  ventanas estaban cerradas con gruesas cortinas, y me dio la impresión
  de que no había nadie dentro. Si yo me mostraba demasiado audaz, podría
  echar a perder mi propia estratagema, e incluso me exponía a que me
  diesen orden de marcharme de la casa, porque tenía la sensación de que
  me vigilaban. Por eso me volví paseando al edificio principal y dejé
  para la noche hacer nuevas averiguaciones. Cuando todo estuvo oscuro y
  tranquilo, me deslicé por la ventana de mi cuarto y avancé todo lo
  silenciosamente que me fue posible hasta la misteriosa casita… He dicho
  ya que las ventanas estaban cubiertas con gruesas cortinas, pero ahora
  me las encontré también cerradas con persianas. Sin embargo, a través
  de una de ellas salía un poco de luz, y por eso concentré mi atención
  en ella. Tuve suerte, porque la cortina no había sido corrida del todo,
  y podía ver el interior de la habitación por una grieta que tenía la
  persiana. Era un cuarto bastante alegre, en el que ardían una lámpara y
  un buen fuego en la chimenea. Frente a mí estaba sentado el hombrecito
  al que yo había encontrado por la mañana. Fumaba en pipa y estaba
  leyendo un periódico.


  —¿Qué periódico era? —pregunté yo.


  Mi cliente pareció molestarse porque yo le hubiese interrumpido el
  relato, y preguntó:


  —¿Tiene eso importancia?


  —Es de lo más esencial.


  —Pues no me fijé.


  —Sin embargo, quizá se fijase usted en si era un periódico de hojas
  anchas o uno de esos otros de tamaño más reducido, como suelen ser los
  semanarios.


  —Ahora que usted me menciona ese detalle, la verdad es que no era de
  hojas grandes. Quizá fuese The Spectator. Pero yo no estaba para pensar
  en esa clase de detalles, porque de espaldas a la ventana había otro
  hombre sentado, y yo podría jurar que ese otro hombre era Godfrey. No
  le veía la cara, pero reconocí la inclinación de sus hombros, que me
  era sumamente familiar. Estaba apoyado sobre el codo, en actitud de
  gran melancolía, y miraba hacia el fuego de la chimenea. Vacilaba yo en
  lo que debería hacer, cuando sentí un golpe seco en el hombro y me
  encontré junto a mí al coronel Emsworth. «¡Venga aquí señor!», me dijo
  en voz baja.


  »Caminó en silencio hasta la casa y yo le seguí, entrando ambos en mi
  dormitorio. Al pasar por el vestíbulo echó mano a un horario de trenes,
  y dijo: “A las ocho treinta sale un tren para Londres. El coche estará
  esperándole a usted a las ocho junto a la puerta”.


  »Estaba blanco de ira, y yo me encontré, no hará falta decirlo, en una
  posición tan difícil que hube de limitarme a algunas frases
  incoherentes de disculpa, tratando de excusarme con la gran
  preocupación que yo sentía por mi amigo. El coronel me dijo con rudeza:
  “Este asunto no admite discusión. Ha cometido usted un acto sumamente
  censurable, introduciéndose en la intimidad de nuestra familia. Usted
  se encontraba aquí en calidad de huésped y se ha convertido en espía.
  Nada más tengo que agregar, señor, más allá de que no deseo volver a
  verle a usted”.


  »Señor Holmes, al oír aquello perdí los estribos y rompí a hablar
  acaloradamente: “Yo he visto a su hijo, y tengo la seguridad de que
  usted lo oculta del mundo por alguna razón que a usted solo le
  interesa. No puedo imaginarme a qué razones puede usted obedecer
  aislándole de esa manera; pero estoy seguro de que mi amigo se
  encuentra imposibilitado de obrar con libertad. Le prevengo, coronel
  Emsworth, que no renunciaré a mis esfuerzos para llegar al fondo del
  misterio, mientras no tenga la seguridad de la salud y del bienestar de
  mi amigo. Desde luego, no me dejaré intimidar por nada, en absoluto, de
  cuanto usted pueda decir o hacer”.


  »Aquel viejo tenía en ese momento una expresión diabólica y llegué a
  pensar que estaba a punto de agredirme. He dicho ya que es un gigantón
  de aspecto agresivo y de rostro enjuto; aunque yo no soy poca cosa,
  quizá me habría resultado difícil defenderme de él. Sin embargo,
  después de dirigirme una furibunda y larga mirada, giró sobre sus
  talones y salió de la habitación. Yo, por mi parte, tomé por la mañana
  el tren que se me había señalado, muy resuelto de venir directamente a
  consultar con usted y a pedirle consejo y ayuda, para lo cual le
  escribí pidiéndole una cita».


  Tal era el problema que mi visitante me expuso. Según habrá podido ya
  observar el lector astuto, ofrecía pocas dificultades para su solución,
  porque en la raíz del problema sólo existía una serie muy limitada de
  alternativas. Sin embargo, por elemental que fuese, ofrecía puntos de
  interés y de novedad que disculpaban que yo lo dejase registrado por
  escrito. Y ahora, empleando mi método familiar de análisis lógico,
  pasaré a reducir paulatinamente el número de soluciones posibles.


  —Dígame: ¿cuántos criados había en la casa? —le pregunté.


  —Pues, por lo que yo vi, deduzco que no había más que el viejo
  despensero y su mujer. El género de vida que allí se llevaba era de lo
  más sencillo.


  —¿De modo que en la casita independiente no había ningún criado?


  —Ninguno, a menos que actuase como tal el hombrecito de la barba. Sin
  embargo, me dio la impresión de ser una persona muy superior a ese
  cargo.


  —He ahí un detalle muy sugestivo. ¿Se fijó usted en si llevaban de
  comer desde una casa a la otra?


  —Ahora que usted me lo dice, es cierto que vi al viejo Ralph ir por el
  camino del jardín en dirección a la casita, llevando una cesta. En
  aquel momento no se me ocurrió la idea de que la cesta pudiera contener
  alimentos.


  —¿Realizó usted alguna pesquisa en el pueblo?


  —Sí. Hablé con el jefe de estación y también con el mesonero del
  pueblo. Me limité a preguntarles si tenían algunas noticias de mi
  antiguo camarada Godfrey Emsworth. Ambos me aseguraron que estaba
  realizando un viaje alrededor del mundo; que había regresado a casa y
  que casi enseguida volvió a salir para reemprenderlo. Es evidente que
  la explicación es aceptada por todos.


  —¿Nada habló usted de sus sospechas?


  —Nada.


  —Obró usted muy cuerdamente. No hay duda de que estamos en la
  obligación de investigar el caso. Regresaré con usted a Tuxbury Old
  Park.


  —¿Hoy mismo?


  En aquel momento andaba yo ocupado en poner en claro el caso que mi
  amigo Watson ha relatado con el título de La Escuela de la Abadía, en
  la que tan de cerca se halla comprometido el duque de Greyminster.
  También había recibido una misión procedente del sultán de Turquía que
  me obligaba a una actuación inmediata, porque pudieran seguirse las más
  severas consecuencias políticas de no hacerlo así. Por consiguiente, y
  según consta en mi diario, sólo en los comienzos de la semana siguiente
  pude ponerme en camino para cumplir mi compromiso en Bedforshire en
  compañía del señor James M. Dodd. Mientras nos dirigíamos a la estación
  de Euston recogimos a un caballero grave y taciturno, de aspecto de
  hierro gris, con el que previamente había yo hecho los arreglos
  necesarios.


  —Es un viejo amigo —le dije a Dodd—. Quizá su presencia sea
  absolutamente innecesaria, y puede también que resulte esencial. De
  momento no hace falta entrar en más detalles.


  Los relatos de Watson tendrán, sin duda, acostumbrado al lector a que
  yo no pierda el tiempo en palabras inútiles y a que no ponga en claro
  mis pensamientos mientras no tengo resuelto el caso que llevo entre
  manos. Dodd pareció sorprendido, pero no se habló más acerca del
  asunto, y los tres proseguimos juntos el viaje. Ya en el tren pregunté
  a Dodd algo que yo deseaba que oyese nuestro acompañante.


  —Dice usted que vio la cara de su amigo en la ventana con absoluta
  claridad, con una claridad tal que tiene seguridad absoluta de que era
  él.


  —No cabe la menor duda. Apretaba la nariz contra el cristal. La luz de
  la lámpara se proyectaba de lleno sobre él.


  —¿No podría tratarse de alguien que se le pareciese?


  —No, no; era él.


  —Pero usted afirma que estaba cambiado, ¿no es así?


  —Únicamente en cuanto al color. Su cara era… ¿cómo diré…?, de una
  blancura como de barriga de pescado. Estaba blanqueada.


  —¿Con el mismo tono blanco por toda ella?


  —Creo que no. Lo mejor que vi de todo fue su frente apretada contra la
  ventana.


  —¿Le llamó usted?


  —Me hallaba demasiado sobresaltado y horrorizado en aquel momento. Acto
  seguido, y según se lo he dicho ya, salí en persecución suya, pero sin
  conseguir alcanzarle.


  Para mí, el caso se hallaba prácticamente completo, y tan sólo me
  faltaba un pequeño incidente a fin de redondearlo. Cuando, después de
  un considerable trayecto en coche, llegamos a la vieja casa, extraña y
  retirada que mi cliente había descrito. Fue Ralph, el anciano
  despensero, quien nos abrió la puerta. Yo había comprometido el coche
  para todo el día y había pedido a mi anciano amigo que permaneciese
  dentro del mismo hasta que le llamásemos. Ralph, el viejecito arrugado,
  vestía el convencional traje de chaqueta negra y pantalones negros con
  raya blanca, con una única y curiosa variante. Llevaba guantes de cuero
  color castaño, de los que se despojó instantáneamente al vernos,
  dejándolos encima de la mesa del vestíbulo al entrar nosotros. Según mi
  amigo Watson ha podido hacer notar, poseo una agudeza anormal en mis
  sentidos; husmeé un aroma débil, pero acre. Parecía centrado en la mesa
  del vestíbulo. Me di media vuelta, coloqué allí mi sombrero, lo tiré al
  suelo, me incliné para recogerlo y me di maña para acercar mi nariz a
  menos de treinta centímetros de distancia de los guantes. Sí,
  indudablemente que aquel curioso olor a brea salía de ellos. Seguí
  adelante para entrar en el despacho con mi caso ya resuelto. ¡Qué
  lástima que no tenga más remedio que mostrar las cartas que tengo en
  mano cuando relato yo mismo un caso! Watson lograba presentar sus
  deslumbrantes finales ocultando esa clase de eslabones de la cadena.


  El coronel Emsworth no estaba en la habitación, pero acudió con
  bastante rapidez al recibir el mensaje de Ralph. Oímos en el pasillo
  sus pasos rápidos y firmes. La puerta se abrió de par en par y entró
  precipitadamente, con la barba enmarañada y las facciones contraídas,
  convertido en el anciano más terrible que yo he encontrado nunca. Tenía
  en la mano nuestras tarjetas, las rompió en pedazos y las pisoteó.


  —¿No le tengo dicho, condenado entremetido, que se considere arrojado
  de esta casa? No vuelva jamás a tener la audacia de mostrar aquí su
  maldita cara. Si vuelve a entrar sin licencia mía estaré en mi derecho
  de recurrir a la violencia. ¡Le mataré a tiros, señor! ¡Por Dios, que
  lo haré! En cuanto a usted, señor —prosiguió volviéndose hacia mí—,
  considérese incurso en la misma advertencia. Estoy al tanto de la
  innoble profesión que ejerce, pero debe usted ocupar sus celebrados
  talentos en algún otro terreno. Aquí no hay lugar para ellos.


  —No puedo marcharme de aquí —dijo mi cliente con firmeza— hasta que
  sepa de los propios labios de Godfrey que no se halla coartada su
  libertad.


  Nuestro huésped, mal de su agrado, tiró de la campanilla.


  —Ralph —dijo—, telefonee a la policía del condado y diga al inspector
  que envíe un par de guardias. Dígale que hay en la casa asaltantes.


  —Un momento —le dije yo—. Señor Dodd, ya sabrá usted que el coronel
  Emsworth se encuentra en su derecho al dar ese paso, y que dentro de su
  casa nosotros podemos consideramos fuera de la ley. Por otro lado, él
  debe reconocer que usted ha obrado movido enteramente por el interés
  que le inspira su hijo. Yo me atrevo a esperar que, si se nos conceden
  cinco minutos de conversación con el coronel Emsworth, conseguiré con
  toda seguridad alterar su punto de vista en este asunto.


  —Yo no soy hombre que cambia fácilmente —repuso el veterano soldado —.
  Ralph, haga lo que he dicho. ¿Qué diablos espera para hacerlo? ¡Llame
  usted a la policía!


  —No hará nada de eso —dije yo, descansando mi espalda en la puerta
  cerrada—. Cualquier interferencia de la policía acarrearía la
  catástrofe misma que usted tanto teme.


  Saqué mi libro de notas y escribí una única palabra en una hoja suelta,
  que entregué al coronel Emsworth, diciéndole:


  —Esto es lo que nos ha traído hasta aquí.


  Se quedó mirando fijamente el escrito con cara de la que había
  desaparecido toda expresión, fuera sólo la de asombro.


  —¿Cómo lo sabe usted? —jadeó, dejándose caer pesadamente en su sillón.


  —Por mi profesión, debo poner en claro las cosas. De eso me ocupo.


  El coronel se sumió en profundas meditaciones, mientras su mano huesuda
  tiraba de su barba enmarañada. De pronto hizo un gesto de resignación.


  —Pues bien: si ustedes desean hablar con Godfrey, hablarán, No era ese
  mi propósito, pero me han obligado a ello. Ralph, diga a Godfrey y al
  señor Kent que iremos a visitarlos dentro de cinco minutos.


  Al cabo de ese tiempo avanzamos por el camino del jardín y nos
  encontramos delante de la casa del misterio, que se alzaba al final de
  aquél. Un hombrecito de barba nos esperaba en la puerta, dando muestras
  de considerable asombro, y nos dijo:


  —Ha sido muy repentino, coronel Emsworth, y echará a perder todos
  nuestros planes.


  —No puedo evitarlo, señor Kent. Se nos ha hecho fuerza. ¿Puede
  recibirnos el señor Godfrey?


  —Sí; está esperando dentro.


  Giró sobre sus talones y nos condujo a una habitación delantera,
  espaciosa y sencillamente amueblada. Un hombre nos esperaba en pie,
  vuelto de espaldas al fuego. Al verlo, mi cliente avanzó
  precipitadamente con la mano extendida.


  —¡Godfrey, viejo, esto es magnífico!


  Pero el otro le hizo una señal con la mano indicándole que se retirase.


  —No me toques, Jimmie. Mantente a distancia. ¡Sí, tienes motivos para
  mirarme con asombro! ¿Verdad que ya no parezco el elegante cabo
  honorario Emsworth, del escuadrón B?


  Desde luego que su aspecto era extraordinario. Veíase que había sido un
  hombre bello, de facciones bien marcadas y quemadas por el sol
  africano; pero sobre esa superficie oscura afloraban ronchones
  extrañamente blancuzcos como si su piel hubiese sido blanqueada.


  —Aquí tienes la razón de que no me agrade recibir visitas —dijo—. Por
  ti, Jimmie, no me importa, pero hubiese preferido que no viniese tu
  amigo. Me imagino que habrá mediado alguna razón de peso, pero con ello
  me encuentro en situación de inferioridad.


  —Yo quería asegurarme de que no te ocurría nada, Godfrey. Te vi la
  noche aquella en que te pusiste a mirar por la ventana y no pude dejar
  el asunto tranquilo hasta ponerlo todo en claro.


  —El viejo Ralph me dijo que estabas allí, y no me pude contener sin
  echarte un vistazo. Creí que no me verías y tuve que refugiarme
  corriendo en mi madriguera cuando oí que alzabas la ventana.


  —Pero ¡por amor de…!, ¿qué es lo que ocurre?


  —Es una cosa larga de contar —dijo él, encendiendo un cigarrillo—.
  ¿Recuerdas aquel combate por la mañana, en Buffelsspruit, en los
  alrededores de Pretoria, sobre el ferrocarril oriental? ¿No supiste que
  yo había sido herido?


  —Sí; lo supe, pero no me dieron nunca detalles.


  —Tres de nosotros quedamos separados del grueso de las fuerzas.
  Recordarás que era un territorio muy abrupto. Éramos Simpson, al que
  llamábamos el calvo Simpson, Andersen y yo. Estábamos limpiando el
  terreno de hermanos bóers, pero éstos se hallaban acechando y nos
  aislaron a tres. Los otros dos acabaron muertos. A mí me atravesó el
  hombro una bala de grueso calibre. Yo, sin embargo, me aferré a mi
  caballo, y éste galopó en un trayecto de varios kilómetros antes de que
  me desmayase y rodase desde la silla al suelo.


  »Cuando recobré el conocimiento estaba oscureciendo, y me incorporé,
  sintiéndome muy débil y enfermo. Con gran sorpresa mía, me encontré
  cerca de una casa que estaba cerrada, una casa bastante grande con una
  ancha escalinata y muchas ventanas. Hacía un frío de muerte. Ya
  recordarás que todas las noches hacía un frío entumecedor, un frío muy
  distinto de la temperatura cruda, pero sana. Pues bien; yo estaba
  entumecido hasta el tuétano, y mi única esperanza consistía, al
  parecer, en llegar hasta aquella casa. Me puse en pie, tambaleando, y
  avancé arrastrándome, consciente apenas de lo que hacía. Conservo un
  confuso recuerdo de que subí lentamente los peldaños de la escalinata,
  de que entré por una puerta abierta de par en par y penetré en una
  habitación muy espaciosa que contenía varias camas, y que me tumbé en
  una de ellas con un suspiro de satisfacción. La cama estaba sin hacer,
  pero eso no me produjo la menor inquietud. Me cubrí con las ropas de la
  cama el cuerpo, que temblaba de frío, y un instante después me
  encontraba profundamente dormido.


  »Me desperté a la mañana siguiente, y tuve la impresión de que en lugar
  de recobrar el sentido en un mundo normal, habría irrumpido dentro de
  una pesadilla extraordinaria. Por las amplias ventanas, sin cortinas,
  penetraba un torrente de sol africano, y hasta los más pequeños
  detalles de aquel gran dormitorio enjalbegado(blanqueado) y desnudo se
  distinguían con nitidez y realce. Estaba ante mí un hombre pequeño,
  parecido a un enano, de cabeza enorme y bulbosa, que chapurreaba con
  gran excitación en holandés, accionando con dos manos horribles que se
  me antojaban esponjas de color castaño. A sus espaldas había un grupo
  de personas que parecían sumamente divertidas con la situación pero al
  mirarlas sentí correr por mi cuerpo un escalofrío. Ni una sola de ellas
  era un ser humano normal. Todas estaban contorsionadas, hinchadas o
  desfiguradas de manera fantástica. La risa de aquellos monstruos
  extraordinarios era espantosa de oír.


  »Por lo visto, ninguno de ellos era capaz de hablar en inglés, pero era
  urgente aclarar la situación, porque aquel ser de cabeza monstruosa
  estaba enfureciéndose cada vez más y lanzando gritos de bestia salvaje;
  me había puesto las manos deformes encima y me sacaba a rastras de la
  cama, sin hacer caso de la sangre que manaba de nuevo de mi herida.
  Aquel pequeño monstruo tenía la fuerza de un toro, y no sé lo que me
  habría hecho si no hubiera acudido, al oír el barullo, un hombre
  anciano que se veía que ejercía autoridad. Pronunció en holandés
  algunas frases severas y mi perseguidor se alejó reculando. Luego,
  aquel hombre me miró presa del mayor asombro, y me preguntó: “¿Cómo
  diablos ha venido usted aquí? ¡Espere un momento! Me doy cuenta de que
  está usted rendido de cansancio y que es preciso curar esa herida que
  tiene en el hombro. Soy médico, y voy a vendarle en seguida. Pero ¡por
  Dios vivo!, que está usted aquí en un peligro mayor que el que le
  amenaza en el campo de batalla, porque se encuentra en el hospital de
  leprosos y ha dormido usted en la cama de un leproso”. ¿Para qué voy a
  decirte más, Jimmie? Por lo visto, todos aquellos pobres seres habían
  sido evacuados el día anterior, ante la inminente batalla. Luego, al
  avanzar los británicos, el médico superintendente había vuelto a
  llevarlos allí. Éste me aseguró que, aunque él se creía inmune a la
  enfermedad, no se habría atrevido a hacer lo que yo había hecho. Me
  alojó en una habitación reservada, me trató cariñosamente y cosa de una
  semana después fui llevado al hospital general de Pretoria.


  »Ahí tienes mi tragedia. Yo aguardaba contra toda esperanza. Los
  terribles síntomas que tú ves en mi cara no vinieron a anunciarme que
  no me había salvado hasta que no me encontré de vuelta en mi casa. ¿Qué
  iba a hacer? Me encontraba en esta casa solitaria. Disponíamos de dos
  servidores en los que podíamos confiar por completo. Contábamos con una
  casita dentro de la cual yo podía vivir. El señor Kent, que es médico,
  se manifestó dispuesto a permanecer a mi lado bajo juramento de guardar
  el secreto. En esas condiciones, el asunto parecía sencillo. La
  alternativa que se me ofrecía era espantosa: separación para toda la
  vida entre gentes desconocidas sin una sola esperanza de liberación.
  Pero era imprescindible guardar el más absoluto secreto, porque, de lo
  contrario, hasta en esta tranquila región campesina se habría levantado
  un alboroto, y yo me habría visto arrastrado a mi suerte horrible. Era
  preciso ocultarlo incluso de ti, Jimmie. No llego a comprender cómo mi
  padre ha alterado su resolución.


  El coronel Emsworth me señaló a mí con el dedo.


  —Éste es el caballero que me forzó a ello.


  Al decirlo desdobló la hoja de papel en la que yo había escrito la
  palabra «lepra».


  —Me pareció que este señor sabía tanto, que lo más seguro era dejarle
  que lo supiese todo.


  —Y, en efecto, ha sido lo más seguro —le dije—. ¿Quién sabe si de todo
  esto no redundará en beneficio? Creo haber entendido que la única
  persona que ha examinado al enfermo ha sido el señor Kent. ¿Me permite,
  señor, preguntarle si es usted una autoridad competente en esta clase
  de enfermedades? Según tengo entendido son, por naturaleza, tropicales
  o semitropicales.


  —Sé de ellas lo que es corriente que sepa un médico instruido —me
  contestó, con cierta tirantez.


  —No pongo en duda, señor, que sea usted un hombre de absoluta
  competencia, pero estoy seguro de que convendrá conmigo en que en un
  caso así tiene importancia conocer otra opinión más. Lo ha eludido,
  entiendo, para evitar que fuera aislado.


  —Así es, en efecto —dijo el coronel Emsworth.


  —Preví esta situación —dije yo, explicándome— y me he hecho acompañar
  de un amigo en cuya discreción podemos confiar por completo. En cierta
  ocasión, yo pude rendirle un favor profesional, y él está dispuesto a
  aconsejarme más bien como amigo que en su calidad de especialista. Se
  llama sir James Saunders.


  Ni siquiera la perspectiva de celebrar una entrevista con lord Roberts
  habría despertado mayor admiración y placer en un simple subalterno que
  los que ahora se reflejaban en la cara del señor Kent.


  —Sin duda alguna que me sentiré muy orgulloso —murmuró.


  —Pues entonces voy a pedir a sir James que venga hasta aquí. En este
  momento se encuentra en el coche, fuera de la puerta. Mientras tanto,
  coronel Emsworth, podríamos reunirnos en su despacho, donde le daré las
  explicaciones necesarias.


  Aquí es donde echo yo en falta a mi Watson. Él es capaz, recurriendo a
  habilidosas preguntas y exclamaciones de asombro, de elevar a la
  categoría de prodigio mi arte sencillo, que no es otra cosa que la
  sistematización del sentido común. Siendo yo quien relata mi propia
  historia, no dispongo de semejante ayuda. Sin embargo, voy a exponer
  aquí el proceso que siguió mi pensamiento, y tal como lo expuse a mi
  pequeño auditorio, en el que estaba incluida la madre de Godfrey,
  dentro del despacho del coronel Emsworth. He aquí lo que yo dije:


  —Mi razonamiento arranca de la suposición de que, una vez que se ha
  eliminado del caso todo lo que es imposible, la verdad tiene que
  consistir en el supuesto que todavía subsiste, por muy improbable que
  sea. Puede ocurrir que los supuestos subsistentes sean varios, y en ese
  caso se van poniendo a prueba uno después de otro hasta que uno de
  ellos ofrezca base convincente. Vamos a aplicar esta norma al caso en
  cuestión. Tal y como a mí me lo presentaron al principio, existían tres
  explicaciones posibles de la reclusión o encarcelamiento de este
  caballero en uno de los edificios subalternos de la mansión paternal.
  Consistía una de las explicaciones en que estaba oculto por algún
  crimen, o en que estaba loco y su familia deseaba no verse en la
  obligación de llevarlo a un asilo o en que se hallaba afectado de
  alguna enfermedad que obligaba a mantenerle apartado. No se me
  ocurrieron otras soluciones adecuadas. Por tanto, era preciso comparar
  y sopesar cada una de ellas con las demás.


  »La suposición del crimen no aguantaba un análisis. En este distrito no
  se había dado la noticia de ningún crimen cuya solución constituyese un
  misterio, de eso estaba yo seguro. De haberse tratado de un crimen que
  permanecía años sin descubrirse, es evidente que la familia habría
  estado interesada en desembarazarse del delincuente y en enviarle al
  extranjero más bien que en mantenerle oculto en casa. No se me ocurría
  ninguna explicación para esta última línea de conducta.


  »Lo de la locura ya era más plausible. La presencia de otra persona en
  la casita hacía pensar en un cuidador. El hecho de que cerrase la
  puerta al salir reforzaba la suposición y sugería la idea de que se
  ejercía fuerza. Por otro lado, esta fuerza no podía ser muy enérgica,
  porque en ese caso el joven no habría podido librarse de ella para ir a
  echar un vistazo a su amigo. Usted recordará, señor Dodd, que yo le fui
  tanteando en busca de detalles y preguntándole, por ejemplo, qué
  periódico estaba leyendo el señor Kent. Si lo que leía hubiese sido The
  Lancet o The British Medical Journal, ese dato me habría servido de
  ayuda. Sin embargo, nada tiene de ilegal guardar a un loco dentro de
  una casa particular, siempre que esté atendido por una persona
  calificada para ello, y siempre que las autoridades hayan sido
  debidamente notificadas. ¿De dónde, pues, nacía este anhelo desesperado
  de guardar secreto? Tampoco aquí la teoría se amoldaba por completo a
  los hechos.


  »Quedaba la tercera posibilidad, en la que todo parecía encajar, por
  extraña e improbable que pareciese. La lepra no es cosa rara en África
  del Sur. Quizás este joven, por alguna casualidad extraordinaria, la
  hubiese contraído. En tal caso, su familia se vería en una situación
  espantosa, porque ellos querían librarle del aislamiento. Sería precisa
  una gran reserva para evitar que corriese el rumor de lo que ocurría,
  con la subsiguiente intervención de las autoridades. Un médico legal, a
  condición de pagarle bien, podría encargarse del paciente, no siendo
  difícil encontrar quien se prestase a ello. No existía razón alguna
  para que el enfermo no pudiera salir de su reclusión después de
  oscurecido. Una de las consecuencias corrientes de esta enfermedad es
  el blanqueo de la piel. El caso era importante, tan importante, que me
  decidí a actuar como si estuviese ya demostrado. Mis últimas dudas
  desaparecieron cuando al llegar aquí me fijé en que Ralph, que es quien
  lleva las comidas, usaba guantes impregnados en materias
  desinfectantes. Bastó una sola palabra para hacerle ver a usted, señor,
  que su secreto había sido descubierto, y si yo la escribí en lugar de
  pronunciarla, fue para demostrarle que podía confiar en mi discreción.


  Me hallaba yo finalizando este pequeño análisis del caso, cuando se
  abrió la puerta y pasó al despacho el gran dermatólogo de austera
  figura. Por esta vez sus facciones de esfinge se habían relajado y
  había en su mirada calor de humanidad. Se adelantó hasta el coronel
  Emsworth y le dio un apretón de manos, diciéndole:


  —Con frecuencia me toca llevar malas noticias, y es muy raro que pueda
  darlas buenas. Por eso me felicito más en estas ocasiones. No es lepra.


  —¿Cómo?


  —Es un caso bien claro de pseudolepra o ictiosis, una afección de la
  piel que le da apariencia de escamas, fea y obstinada, pero posible de
  curar y, desde luego, no infecciosa. Sí, señor Holmes, la coincidencia
  es muy notable. Pero ¿es, en verdad, una simple coincidencia, o están
  en juego fuerzas sutiles de las que es muy poco lo que sabemos?
  ¿Estamos seguros de que la aprensión que este joven ha venido sufriendo
  terriblemente desde que se encontró expuesto al contagio no ha podido
  producir una acción física que estimula precisamente lo que se teme? En
  todo caso, yo respondo con mi reputación profesional. ¡Pero la señora
  se ha desmayado! Creo que lo mejor sería que el señor Kent no se aparte
  de ella hasta que se haya recobrado de esta impresión de alegría.


  - 9 -
  La aventura de la melena del león



  Resulta curiosísimo que un problema que era tan insondable y tan
  extraordinario como el que más de cuantos he tenido que afrontar
  durante mi larga carrera profesional, haya venido a mí después de
  retirado del ejercicio de la misma. Y que me lo trajeran, como quien
  dice, a mi misma puerta. Ocurrió después de haberme retirado a mi
  pequeña casa de Sussex, consagrándome por completo a la apaciguadora
  vida de la naturaleza, que tanto había anhelado en los largos años que
  pasé entre las lobregueces londinenses. El bueno de Watson se había
  esfumado casi del panorama de mi vida en el periodo al que me refiero.
  Si acaso lo veía en alguna ocasión, era aprovechando tal o cual fin de
  semana. No tengo por tanto, más remedio que ser mi propio cronista.
  ¡Ah, si él hubiese estado conmigo, qué gran partido habría sacado de un
  suceso tan maravilloso y de mi triunfo final contra todas las
  dificultades! Pero como no fue así, me veo obligado a contar mi
  historia de la manera más sencilla que acostumbro, exponiendo paso a
  paso cómo avancé por el escabroso camino que se me presentó durante mis
  pesquisas para aclarar el misterio de «la melena de león».


  Mi casa se alza en la vertiente sur de la región de los Down, y desde
  ella se domina un gran panorama del Canal. La línea de la costa se
  halla formada, en aquel punto, por colinas calizas, y para bajar hasta
  el mar hay que hacerlo siguiendo un único sendero, largo y tortuoso, de
  fuerte pendiente y resbaladizo. En la desembocadura del sendero hay una
  playa de piedras de un centenar de metros que no se cubre por las aguas
  ni aun en la pleamar. Sin embargo, se ven aquí y allá, en esa playa,
  ciertos entrantes de las aguas y pozos que forman espléndidas piscinas
  natatorias que se renuevan en cada marea. Esta playa admirable se
  alarga en una línea de varios kilómetros a uno y otro lado del sendero,
  quedando sólo cortada en un punto por la pequeña caleta y aldea de
  Fulworth.


  Mi casa está aislada. Mi anciana criada, mis abejas y yo, acaparamos
  para nosotros solos la finca. Sin embargo, a cosa de un par de
  kilómetros de distancia se encuentra el conocido colegio de Harold
  Stackhurst llamado The Gables, en el que una veintena de jóvenes
  realizan una preparación intensiva para examinarse en varias
  profesiones, con un personal de varios profesores. El señor Stackhurst
  fue en sus tiempos un afamado remero «azul»(medalla de remo
  universitaria) y un estudiante perfecto. Desde mi llegada a la región
  costera entablamos relaciones de amistad, y él y yo teníamos la
  suficiente confianza mutua para presentarnos en la casa del otro, sin
  previa invitación, a pasar la velada.


  Hacia finales del mes de julio de 1907, hubo una fuerte borrasca
  huracanada que agitó el Canal, lanzando su alto oleaje contra la base
  de los acantilados y dejando una laguna en la playa al retirarse la
  marea. En la mañana de la que hablo, el viento había amainado, y toda
  la naturaleza parecía como recién lavada y fresca. Era imposible
  entregarse al trabajo en un día tan delicioso, y salí de paseo para
  disfrutar de aquella atmósfera exquisita. Avancé por el sendero del
  acantilado que desemboca en la playa después de una pendiente
  pronunciada. De pronto oí un grito a mis espaldas, y vi a Harold
  Stackhurst que me saludaba alegremente con la mano.


  —¡Qué mañana, señor Holmes! Tuve la idea de ir a buscarlo para que
  saliese a dar un paseo.


  —Veo que va a darse un chapuzón.


  —Ya vuelve a sus antiguas mañas —me contestó, dándose palmadas en su
  abultado bolsillo—. Sí, el señor McPherson salió temprano y espero
  encontrarlo allí.


  Fitzroy McPherson era el profesor de Ciencias, joven magnífico y
  sobresaliente, que había visto arruinada su vida por un padecimiento
  cardíaco que siguió a unas fiebres reumáticas. Sin embargo, era por
  naturaleza un atleta y se distinguía en todos los deportes que no
  exigían esfuerzos demasiado violentos. Verano e invierno, iba siempre a
  nadar, y como yo también soy nadador, lo he acompañado muchas veces.


  Mientras hablábamos, distinguimos precisamente a nuestro hombre. Su
  cabeza sobresalía del borde del acantilado en el que terminaba el
  sendero. Después apareció su figura entera en la cima, tambaleándose
  como si estuviera borracho. Un momento más tarde, levantó los dos
  brazos en alto, lanzó un alarido terrible y cayó de cara al suelo.
  Stackhurst y yo corrimos hacia él (estaría a unos cincuenta metros) y
  lo pusimos boca arriba. Estaba agonizando. Era evidente que aquellos
  ojos hundidos y vidriosos y las mejillas espantosamente lívidas no
  podían significar otra cosa. Su rostro se animó un instante con un
  relámpago de vida y pronunció dos o tres frases con expresión anhelante
  de advertencia. Sonaron confusas y a medio vocalizar, pero la última de
  ellas, que salió de sus labios en un chillido y que mis oídos lograron
  captar, fue: «la melena de león». Resultaba ininteligible y fuera de
  contexto, pero yo no conseguí reducirla a ningún otro sonido
  articulado. De pronto, medio se alzó del suelo, lanzó con fuerza los
  brazos al aire y cayó hacia adelante, sobre un costado. Estaba muerto.


  Mi compañero se quedó paralizado por la súbita tragedia; pero yo, como
  puede suponerse, puse en alerta todos mis sentidos. Bien lo necesitaba,
  porque muy pronto se hizo evidente que nos encontrábamos en presencia
  de un caso extraordinario. El muerto no llevaba otra ropa que su
  impermeable Burberry, los pantalones y unos zapatos de lona desatados.
  Al caer al suelo, se le desprendió el Burberry, que llevaba simplemente
  echado sobre los hombros, y quedó al descubierto su tronco. Nos
  quedamos contemplándolo con ojos de asombro. Tenía toda la espalda
  cubierta de líneas amoratadas, como si hubiese sido terriblemente
  vapuleado con un azote de alambre fino. El instrumento con el que había
  sido ejecutado el castigo era evidentemente flexible, porque los largos
  y furiosos cardenales le contorneaban los hombros y las costillas. Le
  corría la sangre por la barbilla, porque en el paroxismo de sus
  angustias se había mordido el labio inferior hasta destrozárselo. Su
  cara contorsionada y tensa pregonaba lo terrible que había sido su
  agonía.


  Estábamos junto al cadáver, yo arrodillado y Stackhurst de pie, cuando
  se proyectó sobre nosotros una sombra, y vimos a nuestro lado a Ian
  Murdoch. Era éste el preparador de los estudiantes de Matemáticas del
  establecimiento, hombre alto, moreno, enjuto y tan taciturno y huraño,
  que de nadie podía decirse que fuese amigo suyo. Parecía vivir en
  alguna región altísima de números irracionales y secciones cónicas,
  teniendo muy escasas conexiones con la vida corriente. Los estudiantes
  lo miraban como a una cosa rara, y lo habrían hecho objeto de sus
  burlas, si no hubiese tenido aquel hombre en sus venas algo de sangre
  extraña y exótica que se manifestaba no sólo en sus ojos negros como el
  carbón y en su cara atezada, sino también en repentinos arrebatos de
  genio, a los que solamente cuadraba el calificativo de feroces. En
  cierta ocasión en que un perrito que pertenecía a McPherson lo estaba
  hostigando, agarró al animalito y lo tiró contra el cristal de la
  ventana, acto que le habría valido con seguridad el despido por parte
  de Stackhurst, si no hubiese resultado muy útil como profesor. Tal era
  el hombre extraño y complejo que apareció a nuestro lado. Aquel
  espectáculo pareció producirle un sincero dolor, a pesar de que el
  incidente del perro habría podido dar a entender con seguridad que no
  existían grandes simpatías entre él y el muerto.


  —¡Pobre hombre! ¡Pobre hombre! ¿Puedo hacer algo? ¿Puedo ayudar en
  algo?


  —¿Se encontraba usted con él? ¿Puede explicarnos lo que ha ocurrido?


  —No, no; esta mañana me retrasé. No he ido a la playa. Llego ahora
  directamente de The Gables. ¿Qué puedo hacer?


  —Corra al puesto de policía de Fulworth. Comuníqueles en seguida lo
  ocurrido.


  Partió sin pronunciar palabra y a todo lo que daban sus piernas,
  mientras yo me hacía cargo del caso, y Stackhurst, desconcertado a la
  vista de la tragedia, permanecía junto al cadáver. Mi primer paso
  consistió, como es natural, en tomar nota de las personas que pudiera
  haber en la playa. Desde lo alto del camino la dominaba toda. Se
  hallaba totalmente desierta. Únicamente se veían dos o tres sombras
  negras, allá lejos, avanzando camino de Fulworth. Con esa seguridad,
  descendí despacio por la cuesta. El terreno era de arcilla o greda
  suave mezclada con yeso, y por aquí y por allá vi las mismas pisadas,
  ambas ascendiendo y descendiendo. Nadie había descendido por esta ruta
  esa mañana. En un lugar observé la impresión de mano abierta con los
  dedos inclinados hacia delante. Esto podía solamente significar que
  McPherson tropezó en su ascenso. También había depresiones circulares,
  que sugerían que había caído sobre sus rodillas más de una vez. En el
  punto más bajo del camino había una considerable laguna dejada por la
  retirada de la marea. En un costado de ella McPherson se había
  desvestido, por eso descansaba su toalla sobre una roca. Estaba doblada
  y seca, por lo que parecía que, después de todo, nunca había entrado al
  agua. Una o dos veces mientras buscaba entre los duros guijarros
  encontré un sendero de arena con la impresión de sus zapatos de lona,
  que además de sus pies desnudos, podían ser vistos a simple vista. El
  más reciente hecho probó que tenía todo listo para darse un baño,
  mientras que la toalla indicaba que en realidad no lo había hecho.


  Y aquí estaba el problema limpiamente definido…, tan extraño como
  ninguno al que alguna vez me haya confrontado. El hombre no estuvo en
  la playa más de un cuarto de hora como mucho. Stackhurst lo siguió
  desde The Gables, así que no podría haber duda acerca de ello. Se fue a
  bañar y se desvistió, como mostraban las pisadas desnudas. Entonces
  repentinamente se colocó las ropas nuevamente… estaban todas
  desarregladas y desabrochadas… y regresó sin bañarse, o sin la
  consideración de secarse. Y la razón de este cambio de propósito fue
  que había sido azotado de forma salvaje e inhumana, torturado hasta
  morder sus labios de agonía, y dejado con fuerza suficiente para
  arrastrarse y morir. ¿Quién había realizado este bárbaro acto? Allí
  había, es cierto, pequeñas grutas y cuevas en la base del desfiladero,
  pero el bajo sol iluminaba directamente su interior, y no dejando lugar
  para un escondite. Entonces, una vez más, pude ver esas distantes
  figuras en la playa. Parecían muy lejanas para tener relación con el
  crimen, y la ancha laguna en la que McPherson tuvo intención de bañarse
  permanecía entre éste y aquellas, porque su ligero oleaje llegaba hasta
  el pie de las rocas. En el mar, dos o tres barcas de pescadores se
  hallaban a no mucha distancia. Ya habría ocasión de interrogar
  tranquilamente a sus ocupantes. Varios caminos se abrían para mis
  investigaciones, pero ninguno de ellos conducía a una meta muy clara.


  Al regresar junto al cadáver, me encontré con que se había reunido en
  torno al mismo un pequeño grupo de personas que vagaban por los campos.
  Como es natural, allí estaba Stackhurst todavía. Ian Murdoch acababa de
  llegar con Anderson, el agente de policía de la aldea, hombre
  corpulento, con bigotes del color del jengibre, de la raza lenta y
  maciza de Sussex, raza que oculta una gran cantidad de buen sentido
  bajo su exterior torpe y callado. Escuchó todo, tomó nota de todo lo
  que dijimos, y, por último, me llamó aparte.


  —Señor Holmes, me alegraría mucho de que me aconsejase. Este asunto
  tiene demasiado volumen para que yo pueda manejarlo. ¡Las que tendré
  que oír de boca de Lewes si tengo algún tropiezo!


  Le aconsejé que enviase a llamar en seguida a su superior inmediato y
  también a un médico; que no permitiese que moviesen nada de como
  estaba, y que se hiciese la menor cantidad posible de huellas, hasta
  que llegasen. Mientras tanto, registré los bolsillos del muerto. Tenía
  el pañuelo, un cuchillo grande y un tarjetero pequeño, plegable.
  Sobresalía de éste una hoja de papel, que yo desdoblé y entregué luego
  al policía. En ella se leían, escritas con letra manuscrita, de mujer,
  estas palabras:


  «Iré con toda seguridad.


  MAUDIE».


  Me dio la impresión de una cita romántica, aunque el dónde y el cuándo
  eran un misterio. El guardia volvió a colocar el papel en el tarjetero,
  y lo metió otra vez, con las demás cosas en los bolsillos del Burberry.
  Luego, viendo que nada más se saltaba a la vista, regresé a mi casa
  para desayunarme, dejando todo dispuesto para que se realizase una
  búsqueda a fondo en la base de los acantilados.


  Stackhurst vino por mi casa un par de horas después para informarme que
  el cadáver había sido trasladado a The Gables, donde tendría lugar la
  investigación judicial. Me trajo al mismo tiempo algunas noticias
  graves y concretas. Tal y como yo esperaba nada se había encontrado en
  las cuevas pequeñas de la base de los acantilados, pero él había
  registrado los papeles que McPherson tenía en su escritorio,
  encontrándose con algunos que demostraban la existencia de
  correspondencia íntima con cierta señorita Maud Bellamy, de Fulworth.
  Teníamos, entonces, identificada a la autora de la carta.


  —La policía tiene en su poder las cartas —siguió diciéndome—. No me fue
  posible traérselas. Pero no cabe duda de que se trata de un asunto
  amoroso serio. Sin embargo, no veo motivo para relacionarlo con el
  horrible suceso, fuera de que esa mujer le había dado una cita.


  —Pero yo creo que es muy difícil que se la diese en una piscina a la
  que todos ustedes acostumbraban ir —le hice yo notar.


  —Sólo por una casualidad no acudieron varios estudiantes más en
  compañía de McPherson.


  —¿Sería, en efecto, una casualidad?


  Stackhurst arrugó, pensativo, el ceño.


  —Fue Ian Murdoch quien los entretuvo, empeñándose en que hiciesen yo no
  sé qué demostración algebraica antes del desayuno. El pobre hombre está
  terriblemente afectado por todo ello.


  —Pero tengo entendido que no eran amigos.


  —Hubo un tiempo en que no lo fueron. Pero ya desde hace un año, más o
  menos, Murdoch mantenía con McPherson unas relaciones tan estrechas
  como puede tenerlas una persona como él. Por naturaleza, no es Murdoch
  un hombre inclinado a la simpatía.


  —Eso tengo entendido, y creo que usted me habló, en cierta ocasión, de
  un incidente entre esos hombres por haber maltratado a un perro.


  —Eso quedó arreglado.


  —Pero quizá quedase algún resquemor.


  —No, no, estoy seguro de que eran verdaderos amigos.


  —En ese caso tendremos que ahondar en el asunto de la muchacha. ¿La
  conoce usted?


  —La conoce todo el mundo. Es la bella de estos lares, una mujer
  auténticamente hermosa, Holmes, que llamaría la atención en cualquier
  parte. Yo sabía que McPherson se sentía atraído hacia ella, pero nunca
  llegué a suponer que las cosas habían ido tan lejos como lo que dan a
  entender esas cartas.


  —Pero ¿quién es ella?


  —Es la hija del viejo Tom Bellamy, propietario de todas las lanchas y
  casetas de baño que hay en Fulworth. Empezó de pescador, pero ha
  llegado a ser hombre bastante rico. El negocio lo llevan él y su hijo
  William.


  —¿Quiere que vayamos hasta Fulworth y que hablemos con ellos?


  —¿Con qué pretexto?


  —El pretexto es fácil de encontrarlo. Mirándolo bien, no es posible que
  el pobre muerto se haya maltratado a sí mismo de una manera tan
  ultrajante. Alguna mano humana era la que empuñaba el látigo, si es que
  fue con un látigo con lo que infligieron las heridas. Seguramente que
  el círculo de las relaciones de McPherson en este lugar solitario era
  reducido. Sigamos ese círculo en todas direcciones y es difícil que no
  demos con el móvil, el que a su vez nos conducirá hasta el criminal.


  De no haber estado nuestros ánimos envenenados por la tragedia que
  habíamos presenciado, aquel paseo por las tierras bajas aromadas de
  tomillo habría resultado agradable. La aldea de Fulworth se alza en una
  hondonada extendida en semicírculo al borde de la bahía. Detrás de la
  aldea de casas antiguas y en el terreno en pendiente, se han construido
  varias casas modernas.


  —Aquella casa es The Haven como Bellamy la bautizó. La que tiene una
  torre en la esquina y el tejado de pizarra. No está mal para un hombre
  que inició su vida sin otra cosa que… ¡Por Júpiter, fíjese en aquello!


  La puerta exterior del jardín de la casa en cuestión se había abierto,
  y por ella había salido un hombre. No había modo de equivocar la figura
  alta, angulosa, solitaria. Era Ian Murdoch, el matemático. Unos
  momentos después nos tropezamos con él en la carretera.


  —¡Hola! —dijo Stackhurst.


  El otro hizo una inclinación de cabeza, nos miró de soslayo con sus
  extraños ojos negros, y hubiese seguido de largo si su jefe no lo
  hubiese detenido preguntándole:


  —¿Qué hacía usted en esa casa?


  La cara de Murdoch enrojeció de ira.


  —Cuando estoy bajo su techo, señor, soy un subordinado suyo. Pero no
  sabía que tuviese que darle cuenta de mis actos particulares.


  Stackhurst tenía los nervios a flor de piel después de todo lo que
  había soportado. De no haber sido por eso, quizá se hubiese contenido.
  Pero ahora se dejó llevar por completo de su genio, y contestó:


  —En las circunstancias en que nos encontramos, su respuesta es una pura
  impertinencia, señor Murdoch.


  —Quizá se pueda aplicar ese mismo calificativo a su propia pregunta.


  —No es ésta la primera vez que he tenido que pasar por alto sus
  insubordinaciones. Pero será seguramente la última. Tenga la amabilidad
  de tomar disposiciones con toda la rapidez que le sea posible para
  buscarse otro acomodo en el lugar que le parezca.


  —Tenía ya ese propósito. Hoy he perdido a la única persona que me hacía
  tolerable la vida en The Gables.


  Y siguió su camino, mientras que Stackhurst lo veía alejarse con mirada
  furiosa.


  —¿Verdad que es un hombre imposible, intolerable? —exclamó.


  La primera idea que tenía que ocurrírseme era forzosamente la de que
  Ian Murdoch aprovechaba la primera oportunidad que se le ofrecía para
  abrirse un camino que le permitiese escapar del escenario del crimen.
  Empezaba a dibujarse en mi imaginación una sospecha, vaga y nebulosa.
  Quizá la visita a los Bellamy proyectase más luz sobre el problema.
  Stackhurst se rehízo y nos dirigimos hacia la casa.


  El señor Bellamy resultó ser un hombre de mediana edad y de barbas de
  un color rojo encendido. Parecía estar irritadísimo, y pronto su cara
  estuvo tan colorada como sus cabellos.


  —No, señor; no necesito saber detalles. Mi hijo aquí presente —y al
  decir esto nos señaló a un joven fornido, de cara pesada y huraña, que
  se hallaba en un rincón del cuarto de estar— piensa lo mismo que yo en
  que las atenciones del señor McPherson hacia Maud eran insultantes. Sí
  señor, la palabra matrimonio nunca fue mencionada, y aún están esas
  cartas y encuentros, y un gran asunto que ninguno de nosotros podría
  aprobar. Ella no tiene madre, y nosotros somos sus únicos guardianes.
  Estamos determinados a…


  Pero las palabras fueron quitadas de su boca por la aparición de una
  señorita. No había ninguna contradicción al decir que podría agraciar a
  cualquier auditorio del mundo. ¿Quién podría haber imaginado que tan
  rara flor pudiese crecer con tales raíces y en tal atmósfera? Las
  mujeres raramente son una atracción para mí, porque mi cerebro ha
  gobernado siempre mi corazón, pero no pude evitar mirar su perfecta y
  bien delineada cara, con toda la suave frescura de las tierras bajas en
  su delicado color, sin darse cuenta que ningún joven podría atravesarse
  en su camino y resultar sano y salvo. Así era la mujer que había
  abierto la puerta y que ahora permanecía con ojos abiertos e intensos
  al frente de Harold Stackhurst.


  —Ya tengo conocimiento de que Fitzroy está muerto —dijo—. No tenga
  miedo de contarme los detalles.


  —Este otro caballero suyo le hará saber las noticias —explicó el padre.


  —No hay razón alguna por la que mi hermana deba ser inmiscuida en el
  asunto —gruñó el joven.


  La hermana lanzó una sostenida y feroz mirada sobre él.


  —Es asunto mío, William. Permíteme manejarlo a mi manera. Por todos los
  comentarios parece ser que un crimen ha sido cometido. Si puedo ayudar
  a descubrir quién lo hizo, es lo menos que puedo hacer por quien ya no
  está.


  Escuchó un breve relato de mi compañero, con una serena concentración
  que me mostró que poseía un fuerte carácter tanto como una gran
  belleza. Maud Bellamy permanecerá siempre en mi memoria como una
  completa y admirable mujer. Parece que tenía conocimiento de mi
  presencia, por lo que al final se volvió hacia mí.


  —Llévelos a la justicia, señor Holmes. Tiene usted mi simpatía y mi
  ayuda, quienquiera que sean.


  Mientras parecía que echaba una mirada desafiante a su padre y a su
  hermano mientras hablaba.


  —Gracias —le dije—. Concedo mucha importancia en esta clase de asuntos
  al instinto de la mujer. Ha empleado la palabra «llévelos», en plural.
  ¿Cree que en esta cuestión ha intervenido más de uno?


  —Yo conocía al señor McPherson lo suficiente para saber que era un
  hombre valeroso y fuerte. Un hombre solo no habría podido jamás
  infligirle ultraje semejante.


  —¿Podría hablar con usted algunas palabras a solas?


  —Te digo, Maud, que no te mezcles en este asunto —le gritó el padre,
  irritado.


  Me dirigió una mirada de desamparo:


  —¿Qué puedo hacer?


  —Todo el mundo va a enterarse muy pronto de los hechos, de modo que no
  hay ningún daño en discutirlos aquí —le contesté—. Habría preferido
  hablar con usted en secreto, pero puesto que su padre no lo permite,
  tendrá que participar en las deliberaciones.


  Le hablé entonces de la carta que se le había encontrado al muerto en
  el bolsillo.


  —Con toda seguridad que saldrá a relucir en las actuaciones del juez de
  instrucción. ¿Querría usted aclarar todo lo que pueda ese particular?


  —No veo razón alguna para hacer de ello un misterio —me contestó—.
  Estábamos comprometidos para casarnos, y si manteníamos el secreto era
  porque el tío de Fitzroy, que es un señor muy anciano y está, según
  dicen, muriéndose, podría haberlo desheredado si se casaba en contra de
  su voluntad. No existía para ello ningún otro motivo.


  —Podías habérnoslo dicho —refunfuñó Bellamy.


  —Lo habría hecho, padre, si hubiera visto en ustedes la menor simpatía.


  —Yo desapruebo que mi hija se mezcle con hombres que pertenecen a otra
  categoría social que la suya.


  —Tus prejuicios hacia él fue lo que nos impidió ponerte en antecedentes
  del asunto. En cuanto a la cita, se la di en contestación a esta otra
  carta —la joven rebuscó en su vestido y sacó un papel todo arrugado,
  que decía:


  «Querido mía: En la playa, en el sitio de siempre, el martes, aunque
  oscurezca.


  Es la única hora en que puedo salir.


  F. M».


  —Hoy es martes y tenía el propósito de reunirme con él esta noche.


  Examiné la carta.


  —No ha venido por correo. ¿Quién se la trajo?


  —Preferiría no contestar a esa pregunta. La verdad es que nada tiene
  que ver con el asunto que usted intenta aclarar. Pero contestaré con
  total libertad a cuanto tenga relación con ello.


  Se mostró a la altura de su palabra, pero nada de cuanto nos dijo
  resultó de utilidad para nuestra investigación. No tenía motivos para
  pensar que su prometido tuviese ningún enemigo, pero reconoció que
  había tenido varios admiradores entusiastas.


  —¿Puedo preguntar si se cuenta entre ellos el señor Ian Murdoch?


  La joven se sonrojó y pareció confusa.


  —Hubo un tiempo en que me pareció que sí. Pero todo cambió al enterarse
  de las relaciones que existían entre Fitzroy y yo.


  Otra vez me pareció que la sombra que envolvía a aquel hombre extraño
  comenzaban a disiparse. Era preciso examinar sus antecedentes. Había
  que llevar a cabo clandestinamente un registro en su habitación.
  Stackhurst se ofreció a colaborar porque también iban surgiendo
  sospechas en su cerebro. Regresamos de nuestra visita a The Haven,
  esperanzados por tener ya en nuestras manos un cabo libre de la
  enmarañada madeja.


  Había transcurrido una semana. La investigación judicial no había
  arrojado ninguna luz sobre el asunto, y el caso había sido postergado
  para cuando hubiese nuevas pruebas. Stackhurst había llevado a cabo una
  investigación discreta acerca de su subordinado, y se había realizado
  un registro superficial en su habitación sin conseguirse ningún
  resultado positivo. Yo, por mi parte, lo había repasado todo otra vez,
  física e intelectualmente, sin poder llegar a conclusiones nuevas. El
  lector no encontrará en todas mis crónicas otro caso que me haya
  obligado a llegar hasta el límite mismo de mi capacidad como me obligó
  éste. Ni siquiera mi imaginación lograba idear una posible solución de
  aquel misterio. Pero, de pronto, ocurrió el incidente del perro.


  Fue mi ama de llaves la primera que se enteró del asunto, por esa
  sorprendente telegrafía sin hilos que les sirve a esa clase de personas
  para recoger todas las noticias que circulan por la región.


  —Lamentable historia, señor, la del perro del señor McPherson —me dijo
  una noche.


  Yo no tengo por costumbre alentar esa clase de conversaciones, pero
  aquellas palabras me llamaron la atención.


  —¿Y qué le ha ocurrido al perro del señor McPherson?


  —Ha muerto, señor. Ha muerto de pena por su amo.


  —¿Quién le ha contado semejante cosa?


  —¡Si no hace más que hablar de esto todo el mundo! Le produjo una
  impresión terrible y no ha querido comer nada durante una semana. Dos
  de esos caballeros del colegio de The Gables lo han encontrado hoy
  muerto en la playa, en el mismo lugar que encontró la muerte su amo.


  «En el mismo lugar». Las palabras se me quedaron bien grabadas en la
  memoria. Surgió en mi cerebro una percepción confusa de que se trataba
  de un detalle de vital importancia. Que el perro se muriese era un
  hecho que concordaba con el carácter magnífico y leal de los perros.
  Pero «¡en el mismo lugar!». ¿Por qué en aquella playa precisamente?
  ¿Acaso era también posible que hubiese sido sacrificado por alguna
  venganza? ¿Era posible que…? Sí. La idea era apenas perceptible, pero
  algo se estaba cuajando en mi cerebro. Pocos minutos después iba camino
  de The Gables, y allí me encontré a Stackhurst en su despacho. Mandó
  llamar, a petición mía, a Sudbury y a Blount, los dos estudiantes que
  habían encontrado el perro.


  —Sí —dijo uno de ellos—. Estaba al borde mismo de la laguna. Debió de
  ir siguiendo el rastro de su difunto amo.


  Vi al fiel animalito, un terrier Airedale, tendido encima de la
  esterilla del vestíbulo. El cuerpo estaba tieso y rígido, los ojos bien
  abiertos y los miembros contorsionados. En todas las líneas del cuerpo
  estaba retratada la agonía.


  Fui caminando desde Los Gabletes hasta la laguna que servía de piscina.
  El sol se había ocultado y la sombra que proyectaba el alto acantilado
  se marcaba negra en las aguas, que tenían un brillo apagado, como el de
  una hoja de plomo. El lugar estaba desierto, sin que hubiese otras
  señales de vida que las dos gaviotas que trazaban círculos y dejaban
  oír sus graznidos por encima de mi cabeza. A la luz, que se iba
  desvaneciendo, conseguí distinguir las pequeñas huellas del perro
  rodeando la misma roca en que su amo había dejado la toalla. Permanecí
  largo tiempo meditando, mientras las sombras se espesaban a mi
  alrededor. Mi mente se llenaba de pensamientos que se sucedían veloces.
  Mis lectores ya saben, sin duda, lo que es una pesadilla, en la que se
  tiene la seguridad de que existe algo importantísimo que se está
  buscando, que está allí mismo, pero que nunca se logra alcanzar. Así me
  sentía en aquel atardecer solitario en el lugar de la muerte. Hasta que
  me di vuelta y regresé, caminando lentamente hacia casa.


  En el instante mismo en que alcanzaba el punto más alto del sendero se
  me aclaró todo. De pronto, como una exhalación, recordé lo que tan
  ansiosamente y en vano había querido asir. Los lectores sabrán, si es
  que Watson no ha escrito inútilmente, que yo tengo un inmenso depósito
  de conocimientos de cosas que se salen de lo corriente, amontonados sin
  sistema científico, pero disponibles para las necesidades de mi labor.
  Mi cerebro es como un almacén atiborrado de paquetes de toda clase;
  tantos, tantos, que no es extraño que sólo conserve una vaga percepción
  de todo lo que hay allí. Tenía la seguridad de que algo había que bien
  pudiera servir en este asunto. Era todavía una cosa vaga, pero ya sabía
  por lo menos cómo podría convertirla en algo claro. Algo monstruoso e
  increíble, pero parecía una posibilidad, así que la pondría plenamente
  a prueba.


  Hay en mi casa una buhardilla espaciosa atiborrada de libros. Me
  zambullí en ellos y los revolví durante una hora. Al cabo de ese
  tiempo, salí de la buhardilla con un pequeño volumen color chocolate y
  plata. Busqué anhelante el capítulo del que ya tenía un recuerdo
  confuso. Sí, se trataba, sin duda, de una hipótesis improbable, pero no
  podía tranquilizarme hasta adquirir la certeza de si, en efecto, podía
  ser realidad. Era muy tarde cuando me acosté, ansioso de que llegase la
  hora de emprender mi tarea al día siguiente.


  Pero mi tarea se vio interrumpida de manera molesta. Acababa apenas de
  beber mi taza matinal de té y estaba a punto de salir camino de la
  playa, cuando recibí la visita del inspector Bradle, de la Comisaría de
  Sussex; un hombre macizo, asentado, de expresión bovina y ojos
  meditabundos, que ahora me miraban con expresión muy turbada, al
  decirme:


  —Señor, conozco su inmensa experiencia. Este paso que doy es, desde
  luego, completamente extraoficial, y no es preciso que tenga otras
  derivaciones. Pero la verdad es que estoy en contra de lo actuado en
  este caso de McPherson. La pregunta que quiero hacerle es ésta: ¿debo
  proceder a una detención, sí o no?


  —¿Se refiere al señor Ian Murdoch?


  —Sí, señor. Si usted lo piensa, no hay nadie más contra quien se pueda
  proceder. Es la ventaja de estas soledades, la de poder ir reduciendo
  la cosa hasta un espacio muy pequeño. Si no fue él, ¿quién pudo haberlo
  hecho?


  —¿Qué pruebas tiene en contra de ese hombre?


  Él había rebuscado en los mismos surcos que yo, el carácter de Murdoch
  y el misterio en que parecía vivir envuelto; sus furiosos arrebatos,
  ejemplarizados con el incidente del perro; el hecho de haber tenido
  anteriormente una riña con McPherson, y el que existían razones para
  creer que pudiera encontrarse resentido por las atenciones que el
  muerto tenía hacia la señorita Bellamy. Todos mis argumentos, sin
  agregar uno solo nuevo, como no fuera el de que parecía que Murdoch
  estaba haciendo toda clase de preparativos para ausentarse.


  —¿Cuál sería mi situación si le consintiese escabullirse con todos
  estos argumentos en su contra?


  Aquel hombre voluminoso y flemático tenía el ánimo profundamente
  turbado. Yo le dije:


  —Fíjese en todos los fallos fundamentales que ofrece su caso. Ese
  hombre puede ofrecer una coartada segura en la mañana del crimen. Había
  permanecido hasta el último instante con sus alumnos, y tras unos pocos
  minutos de la aparición de McPherson llegó detrás nuestra. Así pues, es
  absolutamente imposible albergar en la mente que pudiera con sus
  propias manos infligir estos azotes sobre un hombre considerablemente
  tan fuerte como él mismo. Finalmente, está la cuestión del instrumento
  con el que las lesiones fueron infligidas.


  —¿Qué puede ser excepto una fusta o un látigo flexible de algún tipo?


  —¿Examinó las marcas? —pregunté.


  —Las he visto. También el doctor.


  —Pero yo las examiné cuidadosamente con un lente. Tienen sus
  peculiaridades.


  —¿Y cuáles son, señor Holmes?


  Di un paso hacia mi cómoda y extraje una fotografía aumentada.


  —Este es mi método en ciertos casos —expliqué.


  —Ciertamente hace las cosas a fondo, señor Holmes.


  —No sería quien soy si no lo hiciera. Ahora consideremos este moretón
  que se extiende alrededor del hombro derecho. ¿No observa nada que sea
  de interés?


  —No puedo decir que lo vea.


  —Seguramente es evidente que es algo sin igual por su intensidad. Hay
  un punto de sangre acumulada aquí, y otro aquí. Hay indicaciones
  similares en el otro moretón de aquí abajo. ¿Qué pueden significar?


  —No tengo idea. ¿Usted la tiene?


  —Tal vez sí. Tal vez no. Pronto seré capaz de contar más. Cualquier
  cosa que hiciera esa señal nos brindará un camino hacia el criminal.


  —Es, por supuesto, una idea absurda —dijo el oficial—, pero si una
  malla de cable caliente fuese puesta sobre una espalda, entonces esos
  puntos marcados representarían el lugar donde los hilos se cruzan unos
  con otros.


  —Una muy ingeniosa comparación. ¿O deberíamos pensar en una red con
  nudos pequeños y duros?


  —Por Dios, señor Holmes, creo que ha dado en el clavo.


  —También podría obedecer, señor Bradle, a una causa totalmente
  distinta. En todo caso, sus pruebas son muy débiles para proceder a una
  detención. Y, finalmente, tenemos aquellas últimas palabras que
  pronunció: «la melena de león».


  —Yo estaba pensando si tal vez Ian…


  —Sí, ya he pensado en ello. Si la segunda palabra hubiese sonado algo
  parecido a Murdoch; pero no fue así. La pronunció dando casi un
  chillido, y estoy seguro de que dijo «melena»(en inglés mane).


  —¿No tiene alguna alternativa, señor Holmes?


  —Quizá sí; pero no deseo hablar del tema hasta que tenga una base más
  sólida sobre la que discutir.


  —¿Y cuándo será?


  —Dentro de una hora, o quizá menos.


  El inspector se rascó la barbilla y me miró con expresión de duda.


  —Señor Holmes, ojalá pudiera adivinar lo que pasa por su cabeza. Quizás
  está pensando en aquellas lanchas de pesca.


  —No, no, no pienso en ellas, porque estaban demasiado lejos.


  —Entonces, ¿será en Bellamy y en el gigante de su hijo? No le tenían
  grandes simpatías al señor McPherson. ¿No habrán sido ellos capaces de
  hacer la jugada?


  —No y no; no logrará tirarme de la lengua hasta que esté preparado—le
  dije, sonriendo—. Y ahora, inspector, cada cual tenemos nuestra tarea.
  Quizá si usted viniese a verme a mediodía…


  En esas estábamos cuando sobrevino una terrorífica interrupción que
  constituyó el principio del fin.


  Se abrió de golpe la puerta de la casa, se oyeron pasos tambaleantes en
  el pasillo, y entró en la habitación dando tumbos Ian Murdoch, pálido,
  despeinado, con las ropas en un espantoso desorden, aferrándose con sus
  manos huesudas a los muebles para no caer al suelo.


  —¡Aguardiente! ¡Aguardiente! —jadeó, y cayó lanzando gemidos encima del
  sofá.


  No venía solo. Lo seguía Stackhurst sin sombrero y jadeante, casi tan
  distrait(fr. distraído), tan fuera de sí, como su compañero.


  —¡Sí, sí, aguardiente! —gritó—. Este hombre está que se muere. He hecho
  cuanto pude por traerlo hasta aquí. Se me desmayó dos veces en el
  camino.


  Medio vaso de alcohol puro produjo un cambio maravilloso. Se irguió
  sobre un brazo, y se arrancó la chaqueta de los hombros gritando:


  —¡Por amor de Dios! ¡Aceite, opio, morfina! ¡Cualquier cosa que me
  alivie de esta tortura infernal!


  El inspector y yo lanzamos un grito al ver aquello. Allí, entrecruzado
  en el hombro desnudo de aquel hombre, se veía el mismo extraño dibujo
  reticulado de líneas inflamadas color rojo, que había constituido el
  sello mortal de Fitzroy McPherson.


  El dolor era evidentemente terrible y más que local, porque el paciente
  se quedaba de pronto sin aliento, se le ennegrecía la cara y se llevaba
  la mano al corazón con ruidosos jadeos, mientras de su frente caían
  gruesas gotas de sudor. Podía morírsenos en cualquier momento. Fuimos
  vertiendo por su garganta nuevas cantidades de aguardiente y a cada
  nueva dosis parecía revivir. Le aplicamos algodón en rama empapado en
  aceite de oliva y este remedio pareció amortiguar la tortura de
  aquellas extrañas heridas. Hasta que dejó caer pesadamente la cabeza
  encima de un almohadón. La naturaleza agotada se había refugiado en su
  última reserva de vitalidad. Aquello era mitad amodorramiento y mitad
  desmayo, pero al menos le aliviaba el dolor.


  Era imposible hacerle preguntas, pero en el instante mismo en que nos
  cercioramos de su estado, Stackhurst se volvió hacia mí exclamando:


  —¡Santo Dios! ¿De qué se trata, Holmes, de qué se trata?


  —¿Dónde lo encontró usted?


  —Allá, en la playa, y exactamente en el lugar en que el pobre McPherson
  halló su muerte. De haber padecido este hombre del corazón, como le
  ocurría a McPherson, no se encontraría aquí. Más de una vez creí,
  mientras lo traía, que era ya cadáver. The Gables quedan demasiado
  lejos, y por eso vine a su casa.


  —¿Lo vio en la playa?


  —Me paseaba por lo alto del acantilado cuando oí el grito que lanzó.
  Estaba al borde del agua, dando vueltas como un borracho. Bajé
  corriendo, lo cubrí con algunas ropas y lo traje sendero arriba. Por
  amor de Dios, Holmes, ponga de su parte todo cuanto pueda y no ahorre
  trabajos para librar de semejante maldición a este pueblo, porque se
  nos está haciendo la vida intolerable. ¿No puede, con toda su
  reputación mundial, hacer nada por nosotros?


  —Creo que sí, Stackhurst. Acompáñeme. Usted también, inspector, venga
  con nosotros. Vamos a ver si podemos poner al asesino en sus manos.


  Dejando al hombre desmayado al cuidado de mi ama de llaves, marchamos
  los tres hacia la laguna maldita. Había en la gravilla un montoncito de
  toallas y de ropas abandonadas allí por el hombre agredido. Fui
  caminando lentamente por el borde del agua, siguiéndome mis camaradas
  en fila india. La mayor parte de aquella laguna era muy poco profunda,
  pero en la base del acantilado, donde la playa formaba una hondonada,
  llegaba a metro y medio o dos metros de profundidad. Era natural que
  los nadadores se dirigiesen hacia allí, porque formaba una hermosa
  piscina de agua verde traslúcida, tan clara como el cristal. En la base
  del acantilado y por encima del agua había una hilera de rocas. Avancé
  siguiéndola, sin dejar de mirar ansiosamente hacia el agua profunda que
  tenía debajo. Había llegado al punto en que el agua era más profunda y
  estaba más en calma, cuando mis ojos descubrieron lo que venían
  buscando. Lancé un ruidoso alarido de triunfo, y exclamé:


  —¡Cyanea(medusa)! ¡Ahí tienen «la melena de león»!


  En efecto, el extraño objeto hacia el que yo apuntaba producía la
  impresión de una masa enmarañada de cabellos arrancada de la melena de
  un león. Estaba asentada encima de un escalón de roca, a unos noventa
  centímetros por debajo del agua; era un animal rarísimo que ondulaba,
  vibraba como una cabellera presentando rayas de plata entreveradas con
  sus trenzas amarillentas. Se dilataba y se contraía, pesadamente, con
  ritmo lento.


  —Ya  ha  hecho  bastante  daño.  ¡Le  ha  llegado  su  hora!  —grité—.


  ¡Ayúdame, Stackhurst! Vamos a matar para siempre al asesino.


  Justamente encima del escalón de piedra había un peñasco de grueso
  tamaño, y lo empujamos hasta que cayó dentro del agua levantando
  grandes salpicaduras. Cuando se disipó el pequeño oleaje, pudimos
  observar que había quedado asentado sobre el escalón de piedra. Un
  extremo de membrana amarilla que manoteaba nos hizo ver que nuestra
  víctima había quedado bajo el peñasco. De abajo de la piedra subía una
  espesa espuma aceitosa, que manchó todo alrededor de las aguas, al
  subir lentamente hacia la superficie.


  —¡Bueno, si no lo veo, no lo creo! —exclamó el inspector—. ¿Qué era eso
  señor Holmes? Yo he nacido y me he criado en esta región, pero jamás vi
  cosa semejante. Eso no pertenece a Sussex.


  —Tanto mejor para Sussex —dije yo—. Quizá fue la borrasca del sudoeste
  la que lo empujó hasta aquí. Volvamos los tres a mi casa, y les haré
  conocer la terrible experiencia de una persona que tenía buenas razones
  para recordar su propio encuentro con este mismo peligro de los mares.


  Cuando llegamos a mi despacho, nos encontramos con que Murdoch se había
  rehecho hasta el punto de poder sentarse. Estaba con el cerebro como
  embotado, y de cuando en cuando se sentía acometido de un paroxismo de
  dolor. Nos explicó en frases entrecortadas que no tenía idea de lo que
  le había ocurrido, fuera de que aquellos terroríficos dolores le habían
  penetrado súbitamente todo el cuerpo y que necesitó de toda su energía
  para llegar hasta la orilla.


  —He aquí un libro —dije yo, echando mano al pequeño volumen que puso en
  claro lo que quizá habría quedado para siempre oscuro—. Se titula Out
  of doors, por el célebre viajero J. G. Wood. Este señor estuvo a punto
  de perecer a consecuencia del contacto con ese animal inmundo, y por
  eso escribió con pleno conocimiento de causa. El nombre completo de
  este ser malvado es el de Cyanea Capillata, y puede ser muy peligroso
  para la vida, y sepan que su acción es más dolorosa que la mordedura de
  la cobra. Permítanme que les ofrezca un breve resumen:


  «Si el bañista distingue una masa, como redonda y suelta, de membranas
  y de fibras color leonado, algo como unos grandes manojos de melena de
  león y de color plateado, que se ponga en guardia, porque se trata del
  terrible animal llamado Cyanea Capillata».


  —¿Es posible describir con mayor claridad a nuestro siniestro conocido?


  »Luego pasa a contarnos su encuentro con uno de esos animales cuando
  nadaba frente a la costa de Kent. Pudo darse cuenta de que ese animal
  irradiaba filamentos casi invisibles hasta una distancia de quince
  metros, y que todo ser viviente que se encontraba a esa distancia del
  mortífero centro de la circunferencia corría peligro de muerte. Aun de
  lejos, los efectos sobre Wood fueron casi mortales. “Los numerosísimos
  hilos produjeron ligeras líneas color escarlata en la piel; examinadas
  más detenidamente resultaron ser puntos minúsculos o pústulas,
  encerrando cada puntito algo así como una aguja al rojo vivo que
  traspasa los nervios”.


  »Explica luego que el dolor en la parte afectada superficialmente era
  secundario en aquella tortura refinada. “Sentí dolores que me
  atravesaban el pecho y que me hacían caer como si hubiese sido herido
  por otros tantos balazos. El pulso se interrumpía, y de pronto daba el
  corazón seis o siete saltos como si quisiera saltar fuera del pecho”.


  »Aquello estuvo a punto de matarlo, aunque sólo había estado en
  contacto con aquel ser en medio del agitado océano y no en las aguas
  someras y tranquilas de una charca de agua de mar. Asegura que apenas
  se conoció a sí mismo más tarde, porque su cara estaba blanca,
  contraída y arrugada. Se bebió de golpe una botella de aguardiente, y
  parece que esto le salvó la vida.


  —Ahí tiene el libro, inspector. Se lo presto, y no podrá dudar de la
  tragedia del pobre McPherson.


  —Explicación que, de paso, me libra de toda sospecha —comentó Ian
  Murdoch con agria sonrisa—. No lo censuro, inspector, ni tampoco a
  usted, señor Holmes. Sus sospechas eran naturales. Me está pareciendo
  que yo mismo me he limpiado de toda sospecha cuando ya estaba en
  vísperas de ser detenido, y lo he logrado compartiendo la desgracia de
  mi pobre amigo.


  —No, señor Murdoch, yo estaba ya sobre la pista, y de haber salido a la
  hora temprana que me había propuesto, quizá lo habría salvado de su
  terrorífica experiencia.


  —¿Y cómo lo descubrió, señor Holmes?


  —Yo soy un lector omnívoro y que tiene una memoria extraordinariamente
  retentiva para las cosas insignificantes. Esa frase «la melena de león»
  me tenía obsesionado. Estaba seguro de haberla leído en alguna parte y
  en un contexto inesperado. Ya han visto ustedes que tal frase viene a
  ser la descripción del animal. No me cabe duda de que cuando el señor
  McPherson lo vio estaba flotando sobre las aguas, y que fue la única
  manera que se le ocurrió para ponemos en guardia contra el ser que lo
  había atacado.


  —Yo, por lo menos, estoy absuelto —dijo Murdoch, poniéndose lentamente
  de pie—. Me agradaría dar algunas frases de explicación, porque sé en
  qué dirección se han encaminado sus pesquisas. Es cierto que yo amaba a
  esa joven, pero desde el día en que ella se decidió por mi amigo
  McPherson, no tuve más deseo que contribuir a su felicidad. Me contenté
  con hacerme a un lado, actuando de enlace entre ellos. Llevé con
  frecuencia sus mensajes, y porque yo estaba en su intimidad y esa mujer
  me era tan querida, me apresuré a comunicarle la muerte de mi amigo,
  antes de que alguien se me adelantase y se la comunicase de manera más
  repentina y despiadada. Ella nada le dijo, señor, acerca de nuestras
  relaciones, por si las encontraba mal y redundaba en perjuicio mío.
  Pero con permiso de ustedes, voy a intentar el regreso hasta The
  Gables, porque el cuerpo me está pidiendo cama.


  Stackhurst le tendió la mano, diciendo:


  —Nuestros nervios han vibrado demasiado alto —dijo—. Olvide lo pasado,
  Murdoch. En el porvenir nos comprenderemos mejor.


  Salieron juntos y agarrados del brazo amistosamente. Aún se quedó allí
  el inspector, contemplándome en silencio con sus ojos bovinos. Hasta
  que exclamó:


  —¡Lo ha hecho muy bien! Yo había leído cosas acerca de usted, pero
  nunca llegué a creerlas. ¡Es maravilloso!


  No tuve más remedio que darle un apretón de manos. Aceptar una alabanza
  como aquélla era rebajar el nivel de las propias normas.


  —Al principio me mostré tardío; culpablemente lento. De haberse
  encontrado el cadáver en el agua, es difícil que la cosa se me hubiese
  escapado. Lo que me despistó fue la toalla. El pobre hombre no pensó
  siquiera en secarse, y yo creí que él no había llegado a entrar en el
  agua. ¿Por qué, entonces, iba a surgir en mí la idea de que hubiese
  sido atacado por algún animal marino? Ahí es donde yo perdí el rumbo.
  Bien, bien, inspector, muchas veces me he arriesgado a bromear a costa
  de ustedes, los caballeros de la policía oficial, pero la Cyanea
  Capillata ha estado muy a punto de vengar a Scotland Yard.


  - 10 -
  La aventura del fabricante de colores retirado



  Sherlock Holmes estaba aquella mañana de humor melancólico y
  filosófico. Su naturaleza, siempre despierta y práctica, se hallaba
  sujeta a esta clase de reacciones.


  —¿Le vio usted a ese hombre? —me preguntó.


  —¿Se refiere al anciano que acaba de salir?


  —A ese mismo.


  —Sí, me crucé con él en la puerta.


  —¿Qué impresión le produjo?


  —La de un hombre patético, fútil, vencido.


  —Exactamente, Watson. Patético y fútil. Pero ¿no es la vida una cosa
  patética y fútil? ¿No es su historia un microcosmos de la historia
  toda? Alcanzamos. Apresamos. ¿Y qué queda al final en nuestras manos?
  Una sombra. O, peor aún que una sombra; el dolor.


  —¿Es ese hombre cliente suyo?


  —Sí, me imagino que puedo darle ese calificativo. Me lo han enviado de
  Scotland Yard. De la misma manera que los médicos envían a veces a sus
  enfermos incurables a un curandero. Dicen que ellos ya nada pueden
  hacer y que, ocurra lo que ocurra, no es posible que el enfermo se
  encuentre peor.


  —¿Y qué le pasa a ése?


  Holmes echó mano a una tarjeta bastante grasienta que había encima de
  la mesa:


  —«Josiah Amberley». Dice que es el socio más reciente de la firma
  Brickfall y Amberley, fabricante de materiales artísticos. Puede usted
  ver esos nombres en las cajas de colores. Reunió su patrimonio, se
  retiró de los negocios a la edad de sesenta y un años, compró una casa
  en Lewisham y se asentó allí para descansar después de una vida de
  incesante ajetreo. Cualquiera pensaría que de ese modo tenía el
  porvenir tolerablemente seguro.


  —En efecto.


  Holmes echó un vistazo a algunas notas que había garrapateado en el
  reverso de un sobre.


  —Se retiró del negocio el año mil ochocientos noventa y seis, Watson. A
  principios de mil ochocientos noventa y siete se casó con una mujer
  veinte años más joven que él y, además, bien parecida, si la fotografía
  no la favorece. Una renta suficiente para vivir con desahogo, una
  mujer, ninguna obligación de trabajar; todo ello parecía brindar un
  camino recto a su vida. Y, sin embargo, se convierte en menos de dos
  años en un pobre ser vencido y miserable, tanto como el más vencido y
  miserable que repta bajo el sol.


  —Pero ¿qué ha ocurrido?


  —La historia de siempre, Watson. Un amigo desleal y una mujer
  casquivana(ligera de cascos). Según parece, Amberley tiene una afición
  en la vida: el ajedrez. En Lewisham, vive un médico joven que es
  también aficionado a jugar al ajedrez. Tengo anotado su nombre: el
  doctor Ray Ernest. Ernest visitaba la casa con frecuencia, y la
  consecuencia natural fue que surgiese una intimidad entre él y la
  señora Amberley, porque tendrá usted que reconocer que nuestro
  infortunado cliente posee pocas gracias exteriores, por grandes que
  puedan ser las dotes de su alma. La pareja aquella se fugó la semana
  pasada, con dirección desconocida, y lo que es más, la infiel esposa se
  llevó la caja de documentos del viejo, en calidad de equipaje personal,
  y con una buena parte de los ahorros que había hecho en su vida, dentro
  de la caja. ¿Podemos dar con el paradero de la mujer? ¿Podemos
  recuperar el dinero? Como usted ve, el problema es hasta aquí de lo más
  vulgar, aunque de importancia vital para el señor Josiah Amberley.


  —¿Y qué piensa usted hacer al respecto?


  —Da la casualidad, querido Watson, que la primera pregunta es esta
  otra: ¿Qué va a hacer usted? Si es que tiene usted la bondad de hacerse
  cargo de mi papel. Sabe que me encuentro preocupado con el caso de los
  patriarcas coptos(cristianos ortodoxos egipcios), que hoy sufrirá una
  crisis. La verdad es que no tengo tiempo para desplazarme a Lewisham;
  y, sin embargo, las observaciones que se hagan en el lugar mismo tienen
  un valor especial. El anciano insistió mucho en que fuese yo, pero ya
  le expliqué la imposibilidad en que me encontraba. Está, pues,
  dispuesto a acoger a un representante mío.


  —Sea como usted quiere —le contesté—. Reconozco que no voy a servir de
  mucho pero haré cuanto esté de mi parte.


  Y así fue como una tarde veraniega me puse en camino para Lewisham, muy
  ajeno a pensar que antes de una semana se hablaría deseosamente en toda
  Inglaterra del asunto al que me lanzaba.


  Era ya tarde aquella noche cuando regresé a Baker Street y rendí cuenta
  de mi misión. Holmes, con su enjuto cuerpo repantigado en el hondo
  sillón, y la pipa dejando escapar lentas espirales de agrio humo de
  tabaco, tenía los párpados entornados tan perezosamente, que casi
  parecía dormido, de no ser porque los levantaba en cuanto yo me detenía
  en mi narración o llevaba en ella a algún pasaje discutible, y entonces
  me traspasaba con la mirada interrogadora de sus ojos grises, tan
  brillantes y afilados como dos estoques.


  —La casa del señor Josiah Amberley se llama «El refugio» —dije yo—.
  Creo que le interesaría, Holmes. Se parece a uno de esos patricios
  pobres que se ven obligados a alternar con sus inferiores. Ya conoce
  usted las características de ese barrio: las monótonas calles de
  ladrillo, las fatigosas carreteras suburbanas. En medio mismo de todo
  eso, una islita de la cultura y comodidad de antaño; esta antigua casa,
  rodeada de un elevado muro, bañado por el sol, moteado de líquenes y
  coronado de musgo, la clase de muro que…


  —Suprima poesía, Watson —dijo Holmes con severidad—. Anoto: un muro
  alto de ladrillo.


  —Exactamente. Yo no habría sabido cuál de aquellas casas era «El
  refugio» de no habérselo preguntado a un ocioso que estaba fumando en
  la calle. Tengo razón para mencionarle a este individuo. Era alto,
  moreno, de grandes bigotes, y apariencia de militar. Contestó a mi
  pregunta con un movimiento de cabeza y me dirigió una mirada
  curiosamente interrogadora, de la que me acordé algo más tarde.


  Apenas traspasé la puerta exterior, vi al señor Amberley que avanzaba
  por el camino de carruajes. Esta mañana, cuando estuvo aquí, solo pude
  echarle una ojeada, y aun con eso me produjo la impresión de un
  individuo raro; pero cuando le vi a plena luz del día, su aspecto me
  resultó todavía más anormal.


  —Como comprenderá, Watson, he estudiado a ese hombre ya pero me
  agradaría conocer la impresión que a usted le produjo —dijo Holmes.


  —La que me dio fue la de un hombre doblado por la preocupación. Tiene
  la espalda encorvada, como si llevase sobre ella un gran peso. Pero no
  es, como me imaginé al principio, poca cosa de hombre, ya que sus
  hombros y su pecho son los de un gigante, aunque su cuerpo se vaya
  ahusando hacia abajo hasta terminar en zanquilargo.


  —El zapato izquierdo con arrugas; el derecho, liso.


  —No me fijé en ese detalle.


  —Usted no; pero yo ya descubrí que tenía un miembro artificial.
  Prosiga.


  —Me sorprendieron los mechones blanquecinos de cabello gris que le
  salían por debajo del sombrero de paja, la expresión violenta,
  vehemente de su cara y lo fuertemente acusado de los rasgos de ésta.


  —Muy bien, Watson. ¿Y qué dijo?


  —Empezó a soltarme la historia de sus agravios. Fuimos caminando por el
  jardín y, como es natural, me fijé en todo. Nunca he visto finca peor
  cuidada. Las plantas del jardín estaban todas crecidas y altas, dándome
  la impresión del total abandono en que se las había dejado para que
  siguiesen las tendencias de la naturaleza, más bien que las del arte.
  No comprendo cómo una mujer que se respeta ha podido tolerar semejante
  estado de cosas. También la casa estaba en el último grado de desaseo,
  pero, por lo visto, aquel pobre hombre se daba cuenta de ello e
  intentaba remediarlo. Lo digo porque en el centro del vestíbulo se veía
  un gran tarro de pintura verde, y él, por su parte, empuñaba en la mano
  izquierda una gruesa brocha. Había estado pintando la obra de madera.


  »Me introdujo en una sucia habitación reservada y charlamos largo y
  tendido. Como es natural, le desilusionó el que usted no hubiese ido, y
  dijo: “No me esperaba, claro está, que un individuo tan humilde como
  yo, especialmente después de las graves pérdidas financieras que acabo
  de sufrir, lograse que un hombre tan célebre como el señor Sherlock
  Holmes le dedicase toda su atención”.


  »Le di la seguridad de que para nada había intervenido en eso su
  situación financiera, y él me contestó: “Sí, ya sé que ese señor se
  dedica al arte por el arte; pero quizá hubiese encontrado aquí algo
  digno de estudio, aunque sólo se fijase en el lado artístico del
  crimen. ¡Cómo es la naturaleza humana, doctor Watson, y qué negra
  ingratitud la que se descubre en este caso! ¿Cuándo le negué yo a ella
  nada de lo que me pidió? ¿Cuándo hubo una mujer tan mimada? En cuanto a
  ese joven, le traté como si hubiese sido un hijo mío. Entraba y salía
  por mi casa como si hubiese estado en la suya. ¡Y, sin embargo, vea el
  trato que me han dado! ¡Es un mundo espantoso el nuestro, doctor
  Watson, un mundo espantoso!”.


  »Ésa fue su cantinela durante una hora o más. Según parece, no abrigaba
  ninguna sospecha de aquella intriga amorosa. El matrimonio vivía solo
  en la casa, salvo una mujer que va todas las tardes a las seis y se
  retira una vez terminado su trabajo. En la noche en cuestión, el
  anciano Amberley, deseando obsequiar a su esposa, había sacado dos
  asientos de paraíso para el teatro de Haymarket. A última hora, la
  mujer se quejó de dolor de cabeza y se negó a ir. Amberley marchó solo.
  No parece haber dudas a este respecto, porque él me enseñó el billete
  para su esposa.


  —Esto que me dice es notable, muy notable —dijo Holmes, que parecía ir
  tomando cada vez mayor interés en el caso—. Prosiga, por favor, Watson.
  Su relato me está resultando muy digno de interés. ¿Examinó usted con
  sus propios ojos aquel billete? ¿No tomó, por casualidad, el número de
  asiento?


  —Pues da la casualidad de que lo tomé —le contesté yo con algo de
  orgullo—. Se me quedó en la memoria, porque daba también la casualidad
  de que el número que yo tenía en la escuela era el treinta y uno.


  —¡Magnífico, Watson! Entonces es que el asiento de ese hombre era el
  treinta o el treinta y dos.


  —En efecto —le contesté, algo intrigado—. Y la fila era la B.


  —También ese detalle resulta muy satisfactorio. ¿Qué otra cosa le dijo
  él?


  —Me enseñó lo que él llamaba su cuarto blindado. Es realmente un cuarto
  como la cámara de un banco, con la puerta y la persiana de hierro; a
  prueba de ladrones, según me dijo. Sin embargo, la mujer disponía, por
  lo visto de una llave duplicada, y entre ella y su amante se llevaron
  unas siete mil libras en dinero y en papel del Estado.


  —¡En papel del Estado! ¿Y cómo van a venderlo?


  —Me dijo que había entregado la lista de los títulos a la Policía, y
  que confiaba en que les resultaría imposible su venta. Regresó del
  teatro a eso de la medianoche y se encontró con la casa saqueada, la
  puerta y la ventana abiertas y los fugitivos ya lejos de allí. No le
  dejaron ni carta ni mensaje. Tampoco ha vuelto a saber de ellos una
  sola palabra desde entonces. Inmediatamente alertó a la Policía.


  Holmes se quedó meditando  durante  algunos  minutos  y  luego  me
  preguntó:


  —Dice usted que él estaba pintando. ¿Qué es lo que pintaba?


  —Verá usted, lo que realmente estaba pintando era el pasillo, pero
  había pintado ya la puerta y la obra de carpintería de ese cuarto
  blindado de que le he hablado.


  —¿No le parece a usted que ésa es una ocupación algo extraña en las
  circunstancias por las que atraviesa?


  —«No hay más remedio que ocuparse en algo para aliviar el corazón
  dolorido». Esa fue la explicación que él mismo me dio. Es, sin duda,
  una excentricidad, pero estamos ante un hombre a todas luces
  excéntrico. Hizo añicos en presencia mía una fotografía de su esposa.
  La hizo añicos en un arrebato furioso, lleno de ira. «No quiero volver
  a ver su condenada cara».


  —¿Nada más, Watson?


  —Sí; hay algo que me llamó la atención más que todo lo que he dicho. Me
  había hecho conducir en coche hasta la estación de Blackheath y había
  subido ya al tren. En el instante mismo de arrancar éste, vi que un
  hombre se metía como una flecha en el vagón próximo al mío. Ya sabe
  usted, Holmes, que a mí se me quedan rápidamente grabadas las caras y
  figuras. Este hombre del vagón era, sin duda, el mismo individuo alto y
  moreno al que yo había dirigido la palabra en la calle. Le vi
  nuevamente en el Puente de Londres, y luego se perdió entre la
  multitud. Pero estoy convencido de que me venía siguiendo.


  —¡Claro que sí, claro que sí! —exclamó Holmes—. Un hombre alto, de
  tupidos bigotes, dice usted. ¿Verdad que llevaba gafas oscuras contra
  el sol?


  —Holmes, es usted brujo. Yo no lo había dicho, pero sí que llevaba
  gafas oscuras contra el sol.


  —¿Y un alfiler de corbata masónico?


  —¡Holmes!


  —Es muy sencillo, mi querido Watson. Pero vamos ahora a lo práctico. No
  tengo más remedio que confesarle que este caso, que me pareció de una
  sencillez absurda e indigno de que yo me ocupase de él, está
  adquiriendo rápidamente un aspecto muy distinto. La verdad es que, a
  pesar de que usted durante su misión ha dejado pasar por alto todos los
  detalles de importancia, bastan las cosas que se le han metido por los
  ojos para dar en qué pensar seriamente.


  —¿Qué es lo que se me ha pasado por alto?


  —No se ofenda, mi querido compañero. Ya sabe usted que yo hablo en
  términos generales. Nadie lo hubiera hecho mejor. Algunas personas no
  lo habrían hecho ni siquiera tan bien como usted. Pero es evidente que
  se le han escapado algunos puntos esenciales. ¿Qué opinión tienen del
  señor Amberley y de su esposa los convecinos? Eso tenía, sin duda,
  importancia. ¿Y el doctor Ernest? ¿Era este señor el alegre
  Lotario(seductor sin escrúpulos, referencia a un personaje de
  Cervantes) que su conducta da a entender? Watson, con su buena
  presencia, cualquier mujer se convertiría en colaboradora y cómplice
  suya. ¿Qué le han dicho la empleada de Correos o la mujer del
  verdulero? Yo me lo imagino a usted sin dificultad cuchicheándole
  tiernas naderías a la joven de la taberna «El Ancla azul» y recibiendo
  a cambio algunas realidades concretas. Nada de eso hizo usted.


  —Aún estoy a tiempo.


  —Ya ha habido quien lo ha hecho. Gracias al teléfono y a la ayuda de
  Scotland Yard, suelo conseguir los datos esenciales sin salir de esta
  habitación. A decir verdad, los informes que he recibido confirman el
  relato de ese hombre. Tiene fama en aquel barrio de ser un tacaño y
  también un marido brutal y exigente. También es cierto que guardaba una
  importante suma de dinero en su cámara fuerte. E igualmente que el
  joven doctor Ernest, hombre soltero, jugaba al ajedrez con Amberley, y
  hacía, probablemente, el tonto con la mujer de éste. Todas esas cosas
  parecen claras, y uno se siente tentado a pensar que ya no hay nada más
  decir, ¡y sin embargo!


  —¿Dónde ve usted las dificultades?


  —Quizá sólo están en mi imaginación. Bien, Watson, dejémoslo ahí.
  Escapemos de este fatigoso mundo de la rutina diaria por la puerta
  lateral de la música. Esta noche canta Carina en el Albert Hall, y
  disponemos aún de tiempo para vestirnos, cenar y disfrutar.


  Me levanté por la mañana temprano, pero algunas migajas de tostada y
  dos cáscaras vacías de huevo me anunciaron que mi compañero había
  madrugado todavía más que yo.


  Encima de la mesa encontré estas líneas:


  «Querido Watson: Deseo establecer uno o dos puntos de conexión con el
  señor Josiah Amberley. Cuando lo haya hecho dejaremos de lado este
  caso, o lo seguiremos. Lo único que le pido es que esté usted a mano a
  eso de las tres de la tarde, porque bien pudiera ser que yo le
  necesitase.


  S. H».


  No volví a ver a Holmes hasta esa hora, en que regresó serio,
  preocupado y ensimismado. En momentos así era preferible dejarle
  abandonado a sí mismo.


  —¿Ha venido por aquí Amberley?


  —No.


  —¡Ah! Es lo que estoy esperando.


  No se vio defraudado, porque el viejo llegó en ese momento, con
  expresión de contrariedad y desconcierto en su cara severa.


  —Señor Holmes, he recibido un telegrama, y no sé qué pensar del mismo.


  Se lo alargó a Holmes, y éste leyó en voz alta:


  «Venga en seguida y sin falta. Puedo darle información acerca de su
  pérdida reciente.


  ELMAN, La Vicaría».


  —Enviado a las dos y diez minutos en Little Purlington —dijo Holmes—.
  Little Purlington está en Essex, según creo, no lejos de Frinton. Como
  es natural, se pondrá en camino en seguida, ya que esto procede
  claramente de una persona de responsabilidad, el vicario del lugar.
  ¿Dónde está mi Crockford(guía clerical inglesa)? Sí, aquí lo tenemos,
  C. Elman, M. A., que vive en Mossmoor, cerca de Little Purlington. Mire
  el horario de trenes, Watson.


  —Hay uno que sale de Liverpool Street a las cinco y veinte…


  —Magnífico, Watson, usted debería ir con él, porque quizá necesite de
  su ayuda o de su consejo. Es evidente que hemos llegado en este asunto
  a una crisis.


  Pero nuestro cliente parecía muy reacio a ese viaje, y dijo:


  —Señor Holmes, eso es completamente absurdo. ¿Qué puede saber ese
  individuo de lo que ha ocurrido? Es malgastar tiempo y dinero.


  —No le habría telegrafiado si no hubiese sabido algo. Telegrafíe en
  seguida que usted se pone en camino.


  —No creo que vaya a ir.


  Holmes adoptó su actitud más severa.


  —Produciría la peor de las impresiones a la Policía y a mí, señor
  Amberley, el que, al surgir una pista tan evidente, se negase usted a
  seguirla. Nos produciría la sensación de que usted no se toma en serio
  estas pesquisas.


  Nuestro cliente pareció horrorizado ante aquella perspectiva, y dijo:


  —Desde luego que iré si usted lo ve necesario. Así, a primera vista,
  resulta absurdo el suponer que este cura sepa nada, pero si usted cree…


  —Lo creo, en efecto —contestó Holmes con énfasis, y de ese modo nos
  vimos lanzados a nuestra excursión.


  Holmes me llamó aparte antes de que saliéramos de la habitación y me
  dio unas frases de consejo que demostraban que le parecía aquel un
  asunto de importancia.


  —Pase lo que pase, procure sobre todo que ese hombre salga de viaje —me
  dijo—. Si se apartase de usted o regresase, vaya usted hasta la oficina
  de teléfonos más próxima y envíeme un telegrama que diga simplemente:
  «Fugado». Dejaré todo arreglado para que llegue a mis manos dondequiera
  que me encuentre.


  No es Little Purlington lugar al que se llega fácilmente, porque se
  encuentra en una línea secundaria. En mi memoria, no fue un viaje
  agradable, porque el tiempo era caluroso, el tren lento y mi
  acompañante huraño y callado. Apenas habló, salvo para hacer en
  ocasiones alguna observación referente a lo fútil de nuestros pasos.
  Llegados por fin a la pequeña estación, aún nos quedaba una excursión
  en coche para llegar a la vicaría, donde nos recibió en su despacho un
  clérigo grueso, solemne, bastante pomposo. Tenía delante nuestro el
  telegrama, y nos preguntó:


  —Bien, caballeros; ¿en qué puedo servirles?


  —Hemos venido en contestación a su telegrama —le expliqué yo.


  —¡A mi telegrama! Yo no les he puesto ningún telegrama.


  —Quiero decir al telegrama que usted envió al señor Josiah Amberley
  acerca de su mujer y de su dinero.


  —Señor, si esto es una broma, es de un gusto muy discutible —exclamó
  irritado el vicario—. Jamás he oído el nombre de ese caballero del que
  usted me habla y no envié a nadie ningún telegrama.


  Nuestro cliente y yo nos miramos atónitos.


  —Quizá se trate de algún error. ¿No habrá por aquí dos vicarías? Aquí
  tiene usted el telegrama mismo, firmado Elman y fechado en la vicaría.


  —Caballero, vicaría no hay más que ésta, y no hay más vicario que yo.
  Este telegrama es una escandalosa falsedad, y ya se encargará la
  Policía de investigar su origen. Mientras tanto, no veo finalidad
  alguna para prolongar esta entrevista.


  Y así fue como el señor Amberley y yo nos vimos en la carretera en una
  aldea que me pareció la más primitiva de Inglaterra. Nos dirigimos a la
  oficina de Telégrafos, pero ya estaba cerrada. Sin embargo, en la
  taberna de «El Escudo Ferroviario» encontramos un teléfono, y gracias
  al mismo establecí contacto con Holmes, que se mostró asombrado del
  resultado de nuestro viaje.


  —¡Extraordinario! —dijo la voz lejana—. ¡Por demás extraordinario!


  Querido Watson, mucho me temo que no tenga un tren para regresar esta
  noche. Le he condenado a usted, sin darme cuenta, a los horrores de un
  mesón de aldea. Sin embargo, Watson, usted dispone siempre del recurso
  de la naturaleza y de Josiah Amberley. Manténgase en estrecho contacto
  con ambos —le oí gorgoritear secamente en el instante en que cortaba la
  comunicación.


  Pronto pude convencerme de que la fama de tacaño de mi acompañante era
  bien merecida. Había refunfuñado por lo costoso de la excursión, había
  insistido en que viajáramos en tercera clase y ahora protestó
  ruidosamente por la factura del hospedaje. A la mañana siguiente,
  cuando llegamos a Londres, era difícil decir cuál de nosotros se
  encontraba de peor humor.


  —Lo mejor que podría usted hacer es quedarse en Baker Street cuando
  pasemos por allí —dije—. Quizá el señor Holmes tenga nuevas
  instrucciones.


  —Si no valen más que las últimas, me van a servir de muy poca cosa —
  dijo Amberley con expresión maligna.


  Sin embargo me acompañó. Yo tenía avisado a Holmes por telegrama a la
  hora que llegaríamos, pero me encontré con un mensaje en el que decía
  que nos esperaba en Lewisham. Esto constituyó una sorpresa, pero aún lo
  fue mayor el encontrarme con que Holmes no estaba solo en la sala de
  nuestro cliente. Junto a él se encontraba un hombre moreno, de rostro
  severo e impasible, de gafas con cristales oscuros y un voluminoso
  alfiler masónico muy a la vista en su corbata. Holmes dijo:


  —Este señor es mi amigo Barker. También él estaba interesado en su
  caso, señor Josiah Amberley, aunque ambos trabajábamos de una manera
  independiente. Sin embargo, los dos tenemos que hacerle la misma
  pregunta.


  El señor Amberley se dejó caer pesadamente en un asiento. Presentía un
  peligro inminente. Lo leí en su mirada tensa y en sus rasgos
  contraídos.


  —¿Cuál es esa pregunta, señor Holmes?


  —Únicamente ésta: ¿qué ha hecho usted con los cadáveres?


  Mi acompañante se puso en pie lanzando un áspero chillido. Se aferró
  con sus dos manos huesudas al aire. Tenía la boca abierta y durante un
  instante pareció una horrible ave de presa. Se nos presentó súbitamente
  el verdadero Josiah Amberley, demonio deforme con el alma tan retorcida
  como su cuerpo. Al caer de espaldas en su silla se llevó con estrépito
  una mano a la boca, como para ahogar la tos. Holmes saltó a su garganta
  como un tigre y le torció la cara hacia abajo. De entre sus labios
  jadeantes cayó una píldora blanca.


  —Nada de atajos, Josiah Amberley; las cosas tendrán que hacerse con
  dignidad y en su orden debido. ¿Qué me dice usted, Barker?


  —Tengo a la puerta un coche —contestó nuestro taciturno compañero.


  —La comisaría sólo dista de aquí algunos centenares de metros. Iremos
  juntos. Usted, Watson, puede quedarse aquí. Estaré de vuelta dentro de
  media hora.


  El viejo fabricante de colores tenía la fuerza de un león en su tronco
  gigantesco, pero se encontró perdido en las manos de dos expertos
  manipuladores de hombres. Forcejeando y retorciéndose, fue arrastrado
  hasta el coche que esperaba, y yo quedé en mi solitaria vigilia dentro
  de aquella casa de mal agüero. Holmes regresó antes de lo que había
  dicho, acompañado por un joven e inteligente inspector de Policía.


  —He dejado a Barker para que cuide de las formalidades —dijo Holmes —.
  Usted, Watson, ya conocía a Barker. Fue mi odiado rival en la playa de
  Surrey. Cuando usted me habló de un hombre alto y moreno, no me fue
  difícil completar el retrato. Es un hombre que tiene a su crédito
  varios casos muy buenos, ¿verdad que sí, inspector?


  —Desde luego que se ha entrometido en varias ocasiones —contestó el
  inspector con reserva.


  —Sus métodos son, sin duda, irregulares, al igual que los míos. Pero ya
  sabe usted que hay ocasiones en que los irregulares resultan útiles.
  Usted, por ejemplo, con su obligada advertencia de que cualquier cosa
  que declare podrá ser empleada en contra suya, no habría logrado,
  valiéndose de un farol, que ese granuja hiciese lo que virtualmente
  constituye una confesión.


  —Quizá no. Sin embargo, señor Holmes, conseguimos salirnos con la
  nuestra. No se imagine que nosotros no nos habíamos formado ya criterio
  acerca de este caso, y que no habríamos echado el guante a nuestro
  hombre. Perdonará por tanto, que nos mostremos resentidos cuando usted
  se mete de golpe, valiéndose de métodos que nosotros no podemos
  emplear, y despojándonos de ese modo de la fama que nos pertenece.


  —No habrá tal despojo, MacKinnon. Le aseguro que de ahora en adelante
  yo desaparezco y que, en cuanto a Barker, no ha hecho otra cosa que lo
  que yo le he dicho.


  El inspector parecía considerablemente aliviado.


  —Señor Holmes, esa conducta suya es espléndida. A usted han de
  importarle poco las alabanzas o las censuras, pero el caso nuestro es
  muy diferente cuando los periódicos empiezan a hacer preguntas.


  —De acuerdo. Puede estar seguro de que en esta ocasión le harán
  preguntas, de modo que no estaría de más el que tuviese preparadas las
  respuestas. ¿Qué va usted a decir, por ejemplo, si un informador
  inteligente y activo le pregunta cuáles fueron concretamente los
  detalles que despertaron sus sospechas y que, por último, se
  convirtieron en absoluto convencimiento de la verdad de los hechos?


  El inspector pareció desconcertado.


  —Señor Holmes, yo creo que hasta ahora no tenemos ninguno de esos
  hechos concretos. Usted dice que el preso, en presencia de tres
  testigos, hizo algo que equivale a una confesión, intentando
  suicidarse, porque, había asesinado a su esposa y al amante de ésta.
  ¿Qué otros hechos tiene usted?


  —¿Dio orden ya de que se registre la casa?


  —Están a punto de llegar con ese objeto tres agentes de Policía.


  —Pues en este caso, no tardará usted en disponer del más evidente de
  todos los hechos. No es posible que los cadáveres estén lejos de aquí.
  Busque en las bodegas y en el jardín. No debe ser tarea larga la de
  excavar los lugares probables. Esta casa es más antigua que la
  instalación del agua corriente. Debe, pues, de haber en alguna parte un
  pozo que ya no se emplea. Pruebe en él su suerte.


  —Pero ¿cómo lo averiguó usted y de qué manera se cometió el crimen?


  —Le enseñaré primero de qué manera se cometió y después le daré la
  explicación que usted se merece, y que se merece todavía más este amigo
  mío que la espera desde hace mucho y que ha sido de un valor
  inapreciable durante todo el caso. Pero quiero empezar por hacerle ver
  la mentalidad de este hombre. Es una mentalidad muy fuera de lo
  corriente; tanto, que yo creo que es más probable que vaya a parar a
  Broad Moor que al patíbulo.


  »Posee en el más alto grado la clase de inteligencia que uno supone en
  el temperamento italiano medieval, más bien que en un hombre de la
  Inglaterra moderna. Era un tacaño miserable que traía a su mujer tan a
  mal traer con sus procedimientos ruines, que era por ello presa fácil
  de cualquier aventurero. Este se presentó en la persona del doctor que
  jugaba al ajedrez.


  »Amberley sobresalía en este juego. Fíjese, Watson, en que ése es un
  indicio de una inteligencia maquinadora. Como todos los avaros, era
  hombre celoso, y sus celos se trocaron en manía frenética. Con razón o
  sin ella, sospechó una intriga amorosa; decidió vengarse y lo planeó
  con habilidad diabólica… ¡Vengan!


  Holmes nos llevó por un pasillo con la misma seguridad que si hubiese
  vivido en la casa y se detuvo delante de la puerta abierta de la cámara
  fuerte.


  —¡Puf! ¡Qué antipático olor a pintura! —exclamó el inspector.


  —Ésta fue nuestra primera pista —dijo Holmes—. Puede agradecérsela a la
  observación del doctor Watson, aunque éste no supo sacar la
  consecuencia. Fui yo quien dio con el rastro. ¿Por qué llenaba este
  individuo la casa, en una ocasión así, de fuertes olores?
  Evidentemente, para ocultar con ellos otros olores. Algún olor culpable
  que podría despertar sospechas. Luego se presentó la idea de una cámara
  como ésta que ve usted aquí, que tiene la puerta y los postigos de
  hierro; es decir, una habitación herméticamente cerrada. Junte usted
  esos dos hechos, ¿a dónde llevan? Sólo examinando la casa por mí mismo
  podía yo averiguarlo. Estaba yo seguro de que se trataba de un caso
  grave, porque había examinado la hora del billetaje del teatro de
  Haymarket, otra de las dianas del doctor Watson, comprobando que ni el
  número treinta ni el treinta y dos de la fila B del paraíso habían sido
  vendidas aquella noche. Por consiguiente, la coartada de Amberley se
  venía abajo, porque no había entrado en el teatro. Cometió un grave
  resbalón al dejar que mi astuto amigo viese el número de asiento que
  había comprado para su esposa. El problema que ahora se presentaba era
  el de encontrar la manera de examinar la casa. Envié a un agente mío
  hasta la más absurda de las aldeas en que se me ocurrió pensar y le
  hice ir a mi hombre a una hora que le imposibilitase el regresar
  aquella noche. Para evitar que Amberley nos burlase, hice que le
  acompañara el doctor Watson. El apellido del buen vicario lo saqué,
  como es natural, de mi Crockford. ¿Me explico con claridad?


  —Estupendamente —dijo el inspector con voz reverente.


  —Sin peligro ya de que nadie me interrumpiese en mi tarea, procedí al
  estudio de la casa. La profesión de salteador de casas ha constituido
  siempre una posible alternativa a la profesión que ejerzo. No me cabe
  duda de que si me hubiese decidido por aquélla habría destacado.
  Fíjense en los descubrimientos que hice. Vean la tubería del gas que
  viene por aquí, a todo lo largo de la cenefa. Al llegar al ángulo de la
  pared, sigue hacia arriba, y aquí, en el rincón, hay una llave. La
  tubería entra en la cámara fuerte y va a terminar en este rosetón de
  yeso que hay en el centro del cielo raso, donde queda disimulada por
  los adornos decorativos. El tubo está abierto de par en par. En
  cualquier momento y con solo abrir la llave exterior, se podría inundar
  de gas la cámara. Con la puerta y los postigos de la ventana cerrados,
  no le daría yo dos minutos de conservar el conocimiento a la persona
  encerrada en la pequeña habitación. Ignoro de qué endiablada añagaza se
  valió para que él y ella entrasen, pero una vez dentro y la puerta
  cerrada, estaban a merced suya.


  El inspector examinó con gran interés la tubería y dijo:


  —Uno de nuestros funcionarios habló de olor a gas; pero la puerta y la
  ventana estaban entonces abiertas y ya habían procedido a pintar por lo
  menos una parte. Según Amberley nos dijo, había empezado esa tarea el
  día anterior. ¿Y qué más, señor Holmes?


  —Pues  entonces  ocurrió  un  incidente  bastante  inesperado  para
  mí. Empezaba a clarear el día y yo estaba colándome por la ventana de
  la despensa cuando sentí que una mano me agarraba por el cuello de la
  ropa, y oí una voz que me dijo: «¡Eh, granuja!, ¿qué haces aquí
  dentro?». Cuando pude doblar la cabeza, me encontré frente a los
  cristales ahumados de mi amigo y rival, el señor Barker. Lo curioso de
  aquel encuentro inesperado nos hizo sonreír a los dos. Por lo visto, la
  familia del doctor Ray Ernest le había encargado a él que llevase a
  cabo algunas investigaciones, y también había llegado a la conclusión
  de que allí se había jugado sucio. Llevaba vigilando la casa varios
  días, y se había fijado en el doctor Watson como en uno de los
  personajes evidentemente sospechosos que habían ido de visita. No podía
  en modo alguno proceder a la detención de Watson, pero cuando vio a un
  individuo escabullirse fuera por la ventana de la despensa, no pudo ya
  contenerse. Le expliqué cómo estaban las cosas y proseguimos juntos las
  investigaciones.


  —¿Por qué con él sí y con nosotros no?


  —Porque pensaba ya someter a Amberley a esa pequeña prueba que tan
  admirablemente ha resultado. Temí que quizás ustedes no quisiesen
  llevar las cosas tan adelante.


  El inspector se sonrió.


  —En efecto, quizá no hubiésemos querido. De modo, señor Holmes, que
  tengo su palabra de que usted se hace desde este momento a un lado y
  nos entrega el resultado de sus investigaciones.


  —Así lo he hecho siempre.


  —Bien. Se lo agradezco en nombre del cuerpo. Tal como usted lo ha
  explicado, el caso se presenta claro, y no creo que haya una gran
  dificultad para dar con los cadáveres.


  —Y ahora le voy a mostrar una pequeña prueba algo macabra —dijo
  Holmes—. Estoy seguro de que ni el mismo Amberley se fijó nunca en
  ella. Si quiere usted conseguir buenos resultados, inspector, colóquese
  siempre en el lugar de los demás y piense lo que usted haría en su
  caso. Exige imaginación, pero compensa siempre. Pues bien, supongamos
  que usted se viese encerrado en esta pequeña habitación, que sólo le
  quedasen dos minutos de vida y quisiese quedar a mano con el criminal,
  que probablemente estaba en ese instante mofándose de usted desde el
  otro lado de la puerta. ¿Qué haría usted?


  —Escribiría un mensaje.


  —Exactamente. Querría usted informar a los demás de cómo moría. De nada
  le serviría escribir en un papel, porque él lo descubriría… Pero si
  escribiese usted en la pared, quizá lo viese alguien. Y ahora, ¡vean
  ustedes aquí! Encima mismo del zócalo hay algo escrito con lápiz de
  tinta encarnada: «Nos as…». Y nada más.


  —¿Y que saca usted en consecuencia?


  —El escrito está a treinta centímetros de altura del suelo. Cuando lo
  escribió, el pobre hombre estaba caído en el suelo y moribundo. Perdió
  el sentido antes de que pudiera terminar la frase.


  —Sí; él quería escribir: «Nos asesina».


  —Así lo veo yo, y si ustedes encuentran encima del cadáver un lápiz de
  tint…


  —Puede usted estar seguro de que lo buscaremos. Pero ¿y los valores? Es
  evidente que no hubo tal robo. Y él, eso sí, poseía esos valores. Lo
  hemos comprobado.


  —Tenga la seguridad de que los tiene ocultos en lugar seguro. Cuando
  toda la historia de la fuga hubiese pasado al olvido, él los habría
  descubierto de pronto, bien anunciando que la pareja culpable se había
  arrepentido y le había devuelto el botín o que lo había perdido.


  —Veo que usted ha encontrado respuesta a todas las dificultades —dijo
  el inspector—. Desde luego, a nosotros tenía que venir para darnos
  parte, pero no me explico el que se haya dirigido también a usted.


  —Un puro refinamiento —contestó Holmes—. Tenía conciencia de su
  habilidad, y estaba tan seguro de sí mismo que se creía a salvo de
  todos. De esa manera podía decir, si llegaba el caso, a cualquier
  vecino receloso: «Fíjese en todos los pasos que he dado. No sólo he
  consultado a la Policía, sino que lo he hecho también al mismo Sherlock
  Holmes».


  El inspector se echó a reír, y dijo:


  —Señor Holmes, no tenemos más remedio que perdonarle eso de «lo he
  hecho también al mismo», porque su trabajo en esta ocasión ha sido tan
  perfecto como el mejor de los que yo recuerdo.


  Un par de días después, mi compañero me echó desde donde él estaba
  sentado un ejemplar del bisemanario North Surrey Observer. Bajo una
  serie de titulares deslumbrantes que empezaban con lo de «El terrible
  crimen de “El refugio”» y terminaba con el de «Brillantes pesquisas de
  la Policía», había el primer relato completo del asunto. El párrafo
  final era una muestra típica del conjunto. Decía así:


  «La extraordinaria sagacidad con la que el inspector MacKinnon dedujo
  del olor de pintura, que quizá con ello se ocultase otro olor, por
  ejemplo el de gas; la audaz hipótesis de que quizá la cámara fuerte
  fuese también la cámara de la muerte, y la investigación subsiguiente
  que llevó a descubrir los cadáveres dentro de un pozo que no se usaba,
  y cuya boca estaba hábilmente oculta por la caseta del perro, quedarán
  en la historia del crimen como ejemplo destacado de la inteligencia de
  nuestros detectives oficiales…».


  —¡Vaya, vaya! Este Mackinnon es un buen muchacho —exclamó Holmes con
  sonrisa bonachona—. Páselo a nuestros archivos, Watson. Quizá pueda
  contarse algún día toda la verdad.



  - 11 -
  La aventura de la inquilina del velo



  Si se piensa en que Holmes permaneció ejerciendo activamente su
  profesión por espacio de veinte años, y que durante diecisiete de ellos
  se me permitió cooperar con él y llevar el registro de sus hazañas, se
  comprenderá fácilmente que dispongo de una gran cantidad de material.
  Mi problema ha consistido siempre en elegir, no en descubrir. Aquí
  tengo la larga hilera de agendas anuales que ocupan un estante, y ahí
  tengo también las cajas llenas de documentos que constituyen una
  verdadera cantera para quien quiera dedicarse a estudiar no sólo hechos
  criminales, sino los escándalos sociales y gubernamentales de la última
  etapa de la era victoriana. A propósito de estos últimos, quiero decir
  a los que me escriben cartas angustiosas, suplicándome que no toque el
  honor de sus familias o el buen nombre de sus célebres antepasados, que
  no tienen nada que temer. La discreción y el elevado sentido del honor
  profesional que siempre distinguieron a mi amigo siguen actuando sobre
  mí en la tarea de seleccionar estas memorias, y jamás será traicionada
  ninguna confidencia. He de protestar, sin embargo, de la manera más
  enérgica contra los intentos que últimamente se han venido haciendo
  para apoderarse de estos documentos con ánimo de destruirlos. Conocemos
  la fuente de que proceden estos intentos delictivos. Si se repiten
  estoy yo autorizado por Holmes para anunciar que se dará publicidad a
  toda la historia referente a cierto político, al faro y al cuervo
  marino amaestrado. Esto que digo lo entenderá por lo menos un lector.


  No es razonable creer que todos esos casos de que hablo dieron a Holmes
  oportunidad de poner en evidencia las extraordinarias dotes de instinto
  y de observación que yo me he esforzado por poner de relieve en estas
  memorias. Había veces en que tenía que recoger el fruto tras largos
  esfuerzos; otras venía fácilmente al regazo. Pero con frecuencia, en
  esos casos que menos oportunidades personales le ofrecían, se hallaban
  implicadas las más terribles tragedias humanas. Uno de ellos es el que
  ahora deseo referir. He modificado ligeramente los nombres de personas
  y de lugares, pero, fuera de eso, los hechos son tal y como los
  menciono.


  Recibí cierta mañana (a finales de 1896) una nota apresurada de Holmes
  en la que solicitaba mi presencia. Al llegar a su casa, me lo encontré
  sentado y envuelto en una atmósfera cargada de humo de tabaco. En la
  silla frente a él había una señora anciana y maternal, del tipo rollizo
  de las dueñas de casas de pensión.


  —Le presento a la señora Merrilow, de South Brixton —dijo mi amigo,
  indicándomela con un ademán de la mano—. La Señora Merrilow no tiene
  inconveniente en que se fume, Watson. Se lo digo por si quiere
  entregarse a esa sucia debilidad suya. La señora Merrilow tiene una
  historia interesante que contar. Esa historia puede traer novedades en
  las que sería útil la presencia de usted.


  —Todo lo que yo pueda hacer…


  —Comprenderá usted, señora Merrilow, que si yo me presento a la señora
  Ronder, preferiría hacerlo con un testigo. Déselo usted a entender
  antes que nosotros lleguemos.


  —¡Bendito sea Dios, señor Holmes! —contestó nuestra visitante—. Ella
  tiene tales ansias de hablar con usted, que lo hará aunque se haga
  usted seguir de todos los habitantes de la parroquia.


  —Iremos, téngalo presente, a primera hora de la tarde. Es, pues,
  preciso que, antes de ponernos en camino, conozcamos con exactitud
  todos los hechos. Si les damos un repaso ahora, el doctor Watson podrá
  ponerse al corriente de la situación. Usted me ha dicho que desde hace
  siete años tiene de inquilina a la señora Ronder, y que en todo ese
  tiempo sólo una vez le ha visto la cara.


  —¡Y pluguiera a Dios que no se la hubiese visto! —exclamó la señora
  Merrilow.


  —Tengo entendido que la tiene terriblemente mutilada.


  —Tanto, señor Holmes, que ni cara parece. Esa fue la impresión que me
  produjo. Nuestro lechero la vio en cierta ocasión nada más que un
  segundo, cuando ella estaba curioseando por la ventana del piso
  superior, y cuál no sería su impresión, que dejó caer la vasija de la
  leche y ésta, corrió por todo el jardincillo delantero. Ahí verá usted
  qué clase de cara es la suya. En la ocasión en que yo la vi la pillé
  desprevenida, y se la tapó rápidamente, y luego dijo: «Ya sabe usted,
  por fin, la razón de que yo no me levante nunca el velo».


  —¿Sabe usted algo acerca de su vida anterior?


  —Absolutamente nada.


  —¿Dio alguna referencia cuando se presentó en su casa?


  —No, señor, pero dio dinero contante y sonante y en mucha cantidad.
  Puso encima de la mesa el importe de un trimestre adelantado, y no
  discutió precios. Una mujer pobre como yo, no puede permitirse en estos
  tiempos rechazar una oportunidad como ésa.


  —¿Alegó alguna razón para dar la preferencia a su casa?


  —Mi casa está muy retirada de la carretera y es más recogida que otras
  muchas. Además, yo sólo tengo una inquilina y soy mujer sin familia
  propia. Me imagino que había visitado otras casas y que la mía le
  resultó de mayor conveniencia suya. Lo que ella busca es vivir oculta,
  y está dispuesta a pagarlo.


  —Ha dicho usted que jamás esa señora dejó ver su cara, salvo en esa
  ocasión y por casualidad. Pues sí, es la suya una historia
  extraordinaria, muy extraordinaria, y no me sorprende que desee hacer
  luz en ella.


  —No, señor Holmes, yo no lo deseo. Me doy por satisfecha con cobrar mi
  renta. No es posible conseguir una inquilina más tranquila ni que dé
  menos trabajo.


  —¿Y qué ha ocurrido entonces para que se haya lanzado a dar este paso?


  —Su salud, señor Holmes. Me da la impresión de que se está acabando.
  Además, algo espantoso hay en aquella cabeza. «¡Asesino!» —grita—.
  «¡Asesino!». Y otra vez la oí: «¡Fiera! ¡Monstruo!». Era de noche, y
  sus gritos resonaban por toda la casa, dándome escalofríos. Por eso fui
  a verla por la mañana, y le dije: «Señora Ronder, si tiene usted algún
  secreto que perturbe su alma, para eso están el clero y la Policía.
  Entre unos y otros le proporcionarían alguna ayuda». Ella exclamó:
  «Nada de Policía, por amor de Dios. Y en cuanto al clero, no es posible
  cambiar el pasado. Y, sin embargo, me quitaría un peso del alma que
  alguien se enterase de la verdad, antes que yo me muera». «Pues bien
  —le dije yo—; si no quiere usted nada con la Policía, tenemos a ese
  detective del que tanto leemos», con su perdón, señor Holmes. Ella se
  agarró a esa idea inmediatamente, y dijo: «Ése es el hombre que
  necesito. ¿Cómo no se me ocurrió jamás acudir a él? Tráigalo, señora
  Merrilow, y si pone inconvenientes a venir, dígale que yo soy la mujer
  de la colección de fieras de Ronder. Dígale eso y cítele el nombre de
  “Abbas Parva”». Aquí está como ella lo escribió: «Abbas Parva». «Eso le
  hará venir si él es tal y como yo me lo imagino».


  —Me hará ir, en efecto —comentó Holmes—. Muy bien, señora Merrilow.
  Desearía tener una breve conversación con el doctor Watson. Eso nos
  llevará hasta la hora del almuerzo. Puede contar con que llegaremos a
  su casa de Brixton a eso de las tres.


  Apenas si nuestra visitante había salido de la habitación con sus
  andares menudos y bamboleantes de ánade, cuando ya Sherlock Holmes se
  había lanzado con furiosa energía sobre una pila de libros vulgares que
  había en un rincón. Se escuchó durante algunos minutos un constante
  roce de hojas y de pronto un gruñido de satisfacción, porque había dado
  con lo que buscaba. Era tal su excitación que no se levantó, sino que
  permaneció sentado en el suelo, lo mismo que un Buda extraño, con las
  piernas cruzadas, rodeado de gruesos volúmenes, y con uno de ellos
  abierto encima de las rodillas.


  —Watson, éste es un caso que en su tiempo me trajo preocupado. Fíjese
  en mis notas marginales que lo demuestran. Reconozco que no logré
  explicármelo. Sin embargo, estaba convencido de que el juez de
  investigación estaba equivocado. ¿No recuerda usted la tragedia de
  Abbas Parva?


  —En absoluto, Holmes.


  —Sin embargo, por aquel entonces vivía usted conmigo. Desde luego,
  también mis impresiones del caso eran muy superficiales, porque no
  disponía de datos en que apoyarme, y porque ninguna de las dos partes
  había solicitado mis servicios. Quizá le interese leer los periódicos.


  —¿No podría señalarme usted mismo los detalles sobresalientes?


  —Es cosa muy fácil de hacer. Ya verá cómo los recuerda conforme yo vaya
  hablando. El nombre de Ronder era, desde luego, conocidísimo. Era el
  rival de Wombwell y de Sanger. Uno de los más grandes empresarios de
  circo de su tiempo. Hay, sin embargo, pruebas de que se entregó a la
  bebida y de que al ocurrir la tragedia se hallaban tanto él como su
  circo ambulante en decadencia. La caravana se había detenido para pasar
  la noche en Abbas Parva, pueblo pequeño del Berkshire, que fue donde
  ocurrió este hecho horrendo. Iban camino de Wimbledon y viajaban por
  carretera. Se limitaron, pues, a acampar, sin hacer exhibición alguna,
  porque se trataba de un lugar tan pequeño que no les habría compensado
  el trabajo.


  »Entre las fieras que exhibían figuraba un magnífico ejemplar de león
  de África. Le llamaban el Rey del Sáhara, y tanto Ronder como su mujer
  tenían por costumbre realizar exhibiciones dentro de su jaula. Ahí
  tiene una foto de la escena. Verá por ella que Ronder era un cerdo
  corpulento, y su esposa, una espléndida mujer. Alguien testimonió
  durante la investigación que el león había ofrecido síntomas de estar
  de humor peligroso, pero que, como de costumbre, la familiaridad
  engendra el menosprecio, y nadie hizo caso.


  »Era cosa corriente que Ronder o su esposa diesen de comer al león por
  la noche. Unas veces lo hacía uno de ellos, otras, los dos juntos; pero
  nunca permitían que nadie más le diese de comer, creyendo que mientras
  fuesen ellos los que le llevaban el alimento, el león los consideraría
  como bienhechores suyos y no les haría ningún daño. La noche del suceso
  habían entrado los dos a darle de comer, y entonces ocurrió un suceso
  horrendo, pero cuyos detalles nunca se consiguió poner en claro.


  »Parece que el campamento entero se despertó hacia medianoche por los
  rugidos del animal y los chillidos de la mujer. Todos los cuidadores y
  empleados acudieron desde sus tiendas corriendo, llevando linternas. A
  la luz de éstas vieron un espectáculo terrible. Ronder yacía en el
  suelo, con la parte posterior del cráneo hundida y con señales de
  profundos zarpazos en el cuero cabelludo; a unos diez metros de
  distancia de la jaula, que estaba abierta. Cerca de la puerta de la
  jaula yacía la señora Ronder, de espaldas, con la fiera acurrucada y
  enseñando los dientes encima de ella. Le había destrozado la cara de
  tal manera que no se creyó que sobreviviera. Varios de los artistas del
  circo, encabezados por el forzudo Leonardo y por el payaso Griggs,
  acometieron a la fiera con pértigas, y el león dio un salto hacia atrás
  y se metió en la jaula, que aquéllos se apresuraron a cerrar.


  »Nadie supo cómo había quedado abierta. Se llegó a la suposición de que
  la pareja había intentado entrar en la jaula, pero que, en el instante
  en que fueron corridos los cierres de la puerta, el animal se lanzó
  sobre ellos de un salto. Ningún otro detalle de interés apareció en la
  investigación, fuera de que la mujer, en el delirio de sus atroces
  dolores, no cesaba de gritar: “¡Cobarde! ¡Cobarde!”, cuando la
  conducían al carromato en que vivían. Transcurrieron seis meses antes
  que ella pudiera prestar declaración, pero se cumplieron debidamente
  todos los trámites, y el veredicto del jurado del juez de instrucción
  fue de muerte sobrevenida por una desgracia.


  —¿Cabía otra alternativa? —pregunté yo.


  —Tiene usted razón de hacer esa pregunta. Sin embargo, había un par de
  detalles que trajeron desasosiego a Edmunds, de la Policía de
  Berkshire. ¡Magnífico muchacho el tal Edmunds! Más adelante lo
  destinaron a Allahabad. Gracias a él me puse en contacto con el asunto,
  porque se dejó caer por aquí y fumamos un par de pipas hablando del
  mismo.


  —¿Era un individuo delgado y de pelo rubio?


  —Exactamente. Tenía la seguridad de que descubriría usted su pista
  inmediatamente.


  —¿Y qué fue lo que le preocupaba?


  —La verdad es que nos preocupó a los dos. Resultaba endiabladamente
  difícil reconstruir el hecho. Mírelo desde el punto de vista del león.
  Se ve en libertad. ¿Y qué hace entonces? Da media docena de saltos
  hacia delante para ir a caer sobre Ronder. Éste se da media vuelta para
  huir, puesto que las señales de los zarpazos las tenía en la parte
  posterior de la cabeza; pero el león le derriba. Entonces, en vez de
  dar otro salto y escapar, se vuelve hacia la mujer, que estaba cerca de
  la jaula, la derriba de espaldas y le mastica la cara. Por otro lado,
  los gritos de la mujer parecían dar a entender que el marido le había
  fallado de una u otra manera. ¿Qué pudo hacer el pobre hombre para
  socorrerla? ¿No ve usted la dificultad?


  —Desde luego.


  —Pero había algo más, que se me ocurre a mí, ahora que vuelvo a repasar
  el asunto. Algunas de las personas declararon que, coincidiendo con los
  rugidos del león y con los chillidos de la mujer, se oyeron gritos de
  terror que daba un hombre.


  —Serían de Ronder, sin duda.


  —Difícilmente podía gritar si estaba con el cráneo destrozado. Dos
  testigos, por lo menos, se refieren a gritos de un hombre mezclados con
  los de una mujer.


  —Yo creo que para entonces estaría gritando el campamento entero. Por
  lo que se refiere a los demás puntos, creo que podría apuntar una
  solución.


  —La tomaré muy a gusto en consideración.


  —Cuando el león se vio en libertad, él y ella estaban juntos, a diez
  metros de la jaula. Ronder se dio media vuelta y fue derribado. La
  mujer concibió la idea de meterse dentro de la jaula y de cerrar la
  puerta. Era aquél su único refugio. Se lanzó a ponerla en práctica,
  pero cuando ya llegaba a la puerta, la fiera saltó sobre ella y la
  derribó. La mujer, irritada contra su marido, porque, al huir éste, la
  fiera se había enfurecido. Si ambos le hubiesen hecho frente, quizá la
  hubiesen obligado a retroceder. De ahí sus estentóreos gritos de
  «¡Cobarde!».


  —¡Magnífico, Watson! Su brillante exposición no tiene más que un
  defecto.


  —¿Qué defecto, Holmes?


  —Si ambos estaban a diez pasos de distancia de la jaula, ¿cómo llegó la
  fiera a encontrarse con la puerta abierta?


  —¿No es posible que tuviesen algún enemigo y que éste la abrió?


  —¿Y por qué había de acometerlos de manera tan salvaje si estaba
  acostumbrada a jugar con ellos y a exhibir con ellos sus habilidades
  dentro de la jaula?


  —Quizás ese mismo enemigo había hecho algo con el propósito de
  enfurecerlo.


  Holmes permaneció pensativo y en silencio durante algunos momentos.


  —Bien, Watson, hay algo que decir en favor de su hipótesis. Ronder era
  un hombre que tenía muchos enemigos. Edmunds me dijo que cuando estaba
  metido en copas era espantoso. Hombre corpulento y fanfarrón,
  maltrataba de palabra y obra a cuantos se le cruzaban en el camino. Yo
  creo que aquellos gritos de monstruo, de los que nos ha hablado nuestra
  visitante, son reminiscencias nocturnas del muerto querido. Sin
  embargo, todo esto no son sino cábalas fútiles mientras no conozcamos
  todos los hechos. Tenemos en el aparador una perdiz fría y una botella
  de Montrachet. Renovemos nuestras energías antes que tengamos que
  exigirles un nuevo esfuerzo.


  Cuando nuestro coche nos dejó junto a la casa de la señora Merrilow,
  nos encontramos a la rolliza señora cerrando con su cuerpo el hueco de
  la puerta de su morada humilde pero retirada. Era evidente que su
  precaución principal era la de no perder una buena inquilina, y antes
  de conducirnos al piso superior nos suplicó que no dijésemos ni
  hiciésemos nada que pudiera provocar un hecho tan indeseable. Por fin,
  después de haberle dado toda clase de seguridades, nos condujo por la
  escalera, estrecha y mal alfombrada, hasta la habitación de la
  misteriosa inquilina.


  Era un cuarto mal ventilado, angosto, que olía a rancio, como no podía
  menos, puesto que la ocupante no salía de él apenas. Por algo que
  parecía justicia del Destino, aquella mujer que tenía encerradas a las
  fieras en una jaula había acabado siendo como una fiera dentro de una
  jaula. Se hallaba sentada en un sillón roto, en el rincón más oscuro
  del cuarto. Los largos años de inactividad habían quitado algo de
  esbeltez a las líneas de su cuerpo, que debió de ser hermoso, y
  conservaba aún su plenitud y voluptuosidad. Un grueso velo negro le
  cubría el rostro, pero el borde del mismo terminaba justamente encima
  del labio superior, dejando al descubierto una boca perfecta y una
  barbilla finamente redondeada. Yo pensé que, en efecto, debió de ser
  una mujer extraordinaria. También su voz era de timbre delicado y
  agradable.


  —Señor Holmes, usted conoce ya mi nombre —explicó—. Pensé que bastaría
  para que viniese.


  —Así es, señora, aunque no acabo de comprender cómo sabe que yo estuve
  interesado en el caso suyo.


  —Lo supe cuando, recobrada ya mi salud, fui interrogada por el
  detective del condado, señor Edmunds. Pero yo le mentí. Quizás había
  sido más prudente decirle la verdad.


  —Por lo general, decir la verdad suele ser lo más prudente. ¿Y por qué
  mintió usted?


  —Porque de ello dependía la suerte de otra persona. Era un ser indigno
  por demás. Yo lo sabía, pero no quise que su destrucción recayese sobre
  mi conciencia. ¡Habíamos vivido tan cerca, tan cerca!


  —¿Ha desaparecido ya ese impedimento?


  —Sí, señor. La persona a que aludo ha muerto.


  —¿Por qué, entonces, no le cuenta usted ahora a la Policía todo lo que
  sabe?


  —Porque hay que pensar también en otra persona. Esa otra persona soy
  yo. Sería incapaz de aguantar el escándalo y la publicidad que
  acarrearía el que la Policía tomase en sus manos el asunto. No es mucho
  lo que me queda de vida, pero deseo morir sin ser molestada. Sin
  embargo, deseaba dar con una persona de buen criterio a la que poder
  confiar mi terrible historia, de modo que, cuando yo muera, pueda ser
  comprendido cuanto ocurrió.


  —Eso es un elogio que usted me hace, señora. Pero soy, además, una
  persona que tiene el sentimiento de su responsabilidad. No le prometo
  que, después que usted haya hablado, no me crea en el deber de poner su
  caso en conocimiento de la Policía.


  —Creo que no lo hará usted, señor Holmes. Conozco demasiado bien su
  carácter y sus métodos, porque vengo siguiendo su labor desde hace
  varios años. El único placer que me ha dejado el Destino es el de la
  lectura, y pocas cosas de las que ocurren por el mundo se me pasan
  inadvertidas. En todo caso, estoy dispuesta a correr el riesgo del
  empleo que usted pudiera hacer de mi tragedia. Mi alma sentirá alivio
  contándola.


  —Tanto mi amigo como yo, nos alegraríamos de oírla.


  La mujer se levantó y sacó de un cajón la fotografía de un hombre.
  Saltaba a la vista que se trataba de un acróbata profesional, de
  magnífica conformación física. Estaba retratado con sus poderosos
  brazos cruzados delante del arqueado pecho, y con una sonrisa que
  asomaba por entre sus tupidos bigotes; la sonrisa engreída del hombre
  conquistador de mujeres.


  —Es Leonardo —nos dijo.


  —¿Leonardo, el forzudo que prestó declaración?


  —El mismo. Y este otro es… mi marido. —Era una cara espantosa. La cara
  de un cerdo humano, o más bien de un jabalí formidable en su
  bestialidad. Era fácil imaginarse aquella boca repugnante, rechinando y
  echando espumarajos en sus momentos de rabia, y aquellos ojillos
  malignos proyectando sus ruindades sobre todo lo que miraban. Rufián,
  fanfarrón, bestia; todo eso estaba escrito en aquel rostro de gruesa
  mandíbula—. Estos dos retratos les ayudarán, caballeros, a comprender
  esta historia. Cuando yo tenía diez años era ya una muchacha de circo,
  educada en el aserrín de la pista y que saltaba por el aro. Cuando me
  convertí en mujer, se enamoró de mí este hombre, si a su lascivia se le
  puede dar el nombre de amor. En un mal momento me casé con él. Desde
  ese día viví en un infierno, y él fue el demonio que me atormentó. No
  había una sola persona en toda la compañía que no supiese cómo me
  trataba. Me abandonó para ir con otras. Si yo me quejaba, solía atarme
  y me azotaba con su fusta de montar. Todos me compadecían y todos le
  odiaban, pero ¿qué podían hacer? Desde el primero hasta el último le
  temían. Porque era terrible en todo momento, pero llegaba a sanguinario
  siempre que estaba borracho. Una y otra vez fue condenado por agresión
  y por crueldades con los animales; pero tenía dinero abundante, y le
  importaban muy poco las multas. Los mejores artistas nos abandonaron, y
  el espectáculo empezó a ir cuesta abajo. Únicamente Leonardo y yo lo
  sosteníamos, con la ayuda del pequeño Jimmy Griggs, el payaso. Este
  pobre hombre no tenía muchos motivos para estar de buen humor, pero se
  esforzaba cuanto podía en evitar que todo se derrumbase.


  »Leonardo entró entonces cada vez más íntimamente en mi vida. Ya han
  visto ustedes cómo era físicamente. Ahora sé cuán pobre era el espíritu
  encerrado en un cuerpo tan magnífico, pero, comparado con mi marido,
  parecía algo así como el ángel Gabriel. Me compadeció y me ayudó, hasta
  que nuestra intimidad se convirtió en amor; un amor profundo,
  profundísimo, apasionado, con el que yo había soñado siempre, pero que
  nunca esperé sentir. Mi marido lo sospechó, pero yo creo que tenía
  tanto de cobarde como de bravucón, y que Leonardo era el único hombre
  al que temía. Se vengó a su manera, atormentándome cada vez más. Una
  noche mis gritos trajeron a Leonardo hasta la puerta de nuestro
  carromato. Aquella vez bordeamos la tragedia, y mi amante y yo no
  tardamos en comprender que no era posible evitarla. Mi marido no tenía
  derecho a vivir. Planeamos su muerte.


  »Leonardo era hombre de cerebro astuto y calculador. Fue él quien lo
  planeó todo. No lo digo para censurarle, porque yo estaba dispuesta a
  acompañarle hasta la última pulgada del camino. Pero yo no habría
  tenido jamás el ingenio necesario para trazar aquel plan. Preparamos
  una clava, fue Leonardo quien la fabricó, y en la cabeza de la misma,
  hecha de plomo, aseguramos cinco largas uñas de acero, con las puntas
  fuera y de la misma anchura de la garra del león. Daríamos con ella a
  mi marido el golpe de muerte, pero, por las señales que quedarían
  haríamos pensar a todos que se la había producido el león, al que
  dejaríamos libre.


  »La noche estaba negra como la pez cuando mi marido y yo marchamos,
  según era nuestra costumbre, a dar de comer a la fiera. Llevábamos la
  carne cruda en un cubo de cinc. Leonardo estaba al acecho detrás de la
  esquina del gran carromato junto al cual teníamos que pasar antes de
  llegar a la jaula.


  »Actuó con retraso; cruzamos por delante de él sin que descargase el
  golpe; pero nos siguió de puntillas, y yo oí el crujido que produjo la
  clava al destrozar el cráneo. Fue un ruido que hizo dar un vuelco de
  alegría a mi corazón. Corrí hacia delante y solté el cierre que
  sujetaba la puerta de la gran jaula del león.


  »Y entonces ocurrió una cosa terrible. Quizás esté usted enterado de lo
  rápidos que son estos animales para recibir el rastro de la sangre
  humana, y cómo ésta los excita. Algún instinto extraño debió de hacer
  barruntar al león que un ser humano había muerto. Al descorrer yo el
  cerrojo saltó y se me vino encima en un segundo. Leonardo pudo
  salvarme. Si él se hubiese abalanzado sobre el león y le hubiese
  golpeado con la maza, habría podido hacerle retroceder. Pero se
  acobardó. Le oí gritar aterrorizado y le vi darse media vuelta y huir.
  En el mismo instante sentí en mi carne los dientes del león. Ya su
  aliento abrasador y sucio me había envenenado y apenas si experimenté
  sensación alguna de dolor. Intenté apartar con las palmas de mis manos
  las tremendas fauces, manchadas de sangre y que lanzaban un vaho
  hirviente y grité pidiendo socorro. Tuve la sensación de que todo el
  campamento se ponía en movimiento y conservo el confuso recuerdo de que
  un grupo de hombres, compuesto por Leonardo, Griggs y otros, me sacaron
  de debajo de las zarpas de la fiera. Ése fue, señor Holmes, por espacio
  de muchos meses fatigosos, el último de mis recuerdos. Cuando recobré
  la razón y me vi en el espejo maldije al león, ¡oh!, ¡cómo lo maldije!;
  no porque había destrozado mi hermosura, sino por no haberme arrancado
  la vida. Sólo un deseo tenía, señor Holmes, y contaba con dinero
  suficiente para satisfacerlo. Este deseo era el de cubrirme el rostro
  de manera que nadie pudiera verlo, y vivir donde nadie de cuantos yo
  había conocido pudieran encontrarme. Eso era lo único que ya me restaba
  por hacer; y eso es lo que he venido haciendo. Convertida en un pobre
  animal que se ha arrastrado hasta dentro de un agujero para morir; así
  es cómo acaba su vida Eugenia Ronder.


  Permanecimos sentados en silencio un rato, cuando ya la desdichada
  mujer había acabado de relatar su historia. De pronto, Holmes extendió
  su largo brazo y palmeó en la mano a la mujer con una expresión de
  simpatía como rara vez yo le había visto exteriorizar.


  —¡Pobre muchacha! ¡Pobre muchacha! —decía—. Los manejos del Destino
  son, en verdad, difíciles de comprender. Si no existe alguna
  compensación en el más allá, entonces el mundo no es sino una broma
  cruel. ¿Y qué fue del tal Leonardo?


  —Jamás volví a verlo ni oír hablar de él. Quizá no tuve razón para
  llevar mi animosidad hasta ese punto. Quizás él hubiese amado a esta
  pobre cosa que el león había dejado, lo mismo que a uno de esos
  monstruos de mujer que exhibimos por el país. Pero no se puede hacer
  tan fácilmente a un lado el amor de una mujer. Aquel hombre me había
  dejado entre las garras de la fiera, me había abandonado en el momento
  de peligro. Sin embargo, no pude decidirme a entregarlo a la horca. Mi
  suerte me tenía sin cuidado. ¿Qué podía ser más angustioso que mi vida
  actual? Pero me interpuse entre Leonardo y su destino.


  —¿Y ha muerto ya?


  —Se ahogó el mes pasado mientras se bañaba cerca de Margate. Leí su
  muerte en los periódicos.


  —¿Y qué hizo de su clava de cinco garras, detalle éste el más
  extraordinario e ingenioso de toda su historia?


  —No puedo decírselo, señor Holmes. Cerca del campamento había una
  cantera de cal que tenía en su base una profunda ciénaga verdosa.
  Quizás en el fondo de la misma…


  —Bien, bien, la cosa tiene ya poca importancia. El caso ha quedado
  concluso. —Nos habíamos puesto en pie para retirarnos, pero algo
  observó Holmes en la voz de la mujer que atrajo su atención. Se volvió
  rápidamente hacia ella.


  —Su vida no le pertenece —le dijo—. No atente contra ella.


  —¿Qué utilidad tiene para nadie?


  —¿Qué sabe usted? El sufrir con paciencia constituye por sí mismo la
  más preciosa de las lecciones que se pueden dar a un mundo impaciente.


  La contestación de la mujer fue espantosa. Se levantó el velo y avanzó
  hasta que le dio la luz de lleno, y dijo:


  —¡A ver si es usted capaz de aguantar esto!


  Era una cosa horrible. No existen palabras para describir la
  conformación de una cara, cuando ésta ha dejado de ser cara. Los dos
  ojos oscuros, hermosos y llenos de vida, que miraban desde aquella
  ruina cartilaginosa, realzaban aún más lo horrendo de semejante visión.
  Holmes alzó las manos en ademán de compasión y de protesta, y los dos
  juntos abandonamos el cuarto.


  Dos días después fui a visitar a mi amigo, y éste me señaló con cierto
  orgullo una pequeña botella que había encima de la repisa de la
  chimenea. La cogí en la mano. Tenía una etiqueta roja, de veneno. Al
  abrirla, se esparció un agradable olor de almendras.


  —¿Ácido prúsico? —le pregunté.


  —Exactamente. Me ha llegado por el correo. «Le envío a usted mi
  tentación. Seguiré su consejo». Eso decía el mensaje. Creo, Watson, que
  podemos adivinar el nombre de la valerosa mujer que lo ha enviado.


  - 12 -
  La aventura de Shoscombe Old Place



  Sherlock Holmes llevaba un buen rato inclinado sobre su microscopio de
  baja potencia. Entonces se enderezó y se volvió a mirarme
  triunfalmente.


  —Es cola, Watson —dijo—. Indudablemente es cola. ¡Mire esos objetos
  dispersos en el campo de visión!


  Me incliné hacia el ocular y lo enfoqué para mi vista.


  —Esos pelos son hilos de una chaqueta de franela. Las masas grises
  irregulares son polvo. Hay escamas epiteliales a la izquierda. Esos
  bultos pardos del centro son indiscutiblemente cola.


  —Bueno —dije, riendo—, estoy dispuesto a aceptar su palabra. ¿Hay algo
  que dependa de eso?


  —Es una demostración muy bonita —respondió—. En el caso St. Pancras
  quizá recuerde que se encontró una gorra junto al policía muerto. El
  acusado niega que sea suya. Pero es un hombre que construye marcos y
  habitualmente maneja cola.


  —¿Es uno de sus casos?


  —No; mi amigo Merivale, de la Yard, me ha pedido que examine el caso.
  Desde que cacé a aquel falsificador de moneda por las virutas de zinc y
  cobre en la costura del puño, han empezado a darse cuenta de la
  importancia del microscopio. —Miró con impaciencia el reloj—. Viene a
  verme un nuevo cliente, pero lleva retraso. Por cierto, Watson, ¿sabe
  usted algo de carreras de caballos?


  —Debería saber. Las pago con casi la mitad de mi pensión por heridas de
  guerra.


  —Entonces le utilizaré como mi «Guía Fácil para el Hipódromo». ¿Qué hay
  de sir Robert Norberton? ¿Le dice algo ese nombre?


  —Bueno, yo diría que sí. Vive en Shoscombe Old Place, y le conozco
  bien, porque en otro tiempo yo solía pasar allí el verano. Norberton
  una vez estuvo a punto de caer dentro de la jurisdicción de usted.


  —¿Cómo fue eso?


  —Fue cuando golpeó con el látigo a Sam Brewer, el famoso prestamista de
  Curzon Street, en Newmarket Heath. Casi lo mató.


  —¡Ah!, ¡eso parece interesante! ¿Se permite muchas veces esas cosas?


  —Bueno, tiene fama de ser hombre peligroso. Es seguramente el jinete
  más atrevido de Inglaterra, segundo en el Grand National de hace unos
  pocos años. Es uno de los hombres que ha perdurado más allá de su
  verdadera generación. Habría sido un modelo en la sociedad de los días
  de la regencia; boxeador, atleta, temerario en las carreras de
  caballos, cortejador de bellas damas y, por lo que dicen, tan metido
  por el camino de la extravagancia que a lo mejor nunca encuentra el
  camino de vuelta.


  —Estupendo, Watson. Un esbozo en pocos rasgos. Me parece que conozco a
  ese hombre. Bueno, ¿puede darme una idea de Shoscombe Old Place?


  —Sólo que está en el centro de Shoscombe Park, y que allí se encuentra
  la famosa caballeriza de Shoscombe y sus terrenos de entrenamiento.


  —Y el principal entrenador —dijo Holmes— es John Mason. No tiene que
  sorprenderse de mis conocimientos, Watson, porque es una carta suya la
  que estoy desdoblando. Pero sepamos más de Shoscombe. Parece que he
  dado con un buen filón.


  —Están los famosos perros de aguas Shoscombe —dije—. Oirá hablar de
  ellos en todas las exposiciones caninas. La raza más genuina de
  Inglaterra. Son el orgullo de la señora de Shoscombe Old Place.


  —La mujer de Robert Norberton, imagino.


  —Sir Robert no se ha casado. Más vale, considerando sus perspectivas.


  Vive con su hermana, viuda, lady Beatrice Falder.


  —¿Quiere decir que ella vive con él?


  —No. El hogar pertenecía a su difunto marido, sir James. Norberton no
  tiene ningún derecho al hogar. Es sólo un derecho vitalicio y revierte
  al hermano del marido. Entretanto ella cobra la renta todos los años.


  —¿Y el hermano de Robert, supongo, se gasta esa renta?


  —Es más o menos lo que pasa. Es un demonio de hombre y le hace llevar
  una vida muy incómoda. Pero he oído decir que ella le quiere mucho.
  Pero ¿qué ocurre de malo en Shoscombe?


  —Ah, eso es precisamente lo que quiero saber. Y aquí, espero, está el
  hombre que nos lo puede decir.


  Se abrió la puerta y el joven sirviente hizo entrar a un hombre alto,
  completamente afeitado, con la expresión firme y austera que sólo se ve
  en los que tienen que dominar caballos o chicos. El señor Mason tenía
  muchos de ambas clases en su poder, y parecía a la altura de su tarea.
  Se inclinó con frío dominio de sí mismo y se sentó en la silla que le
  indicó Holmes.


  —¿Recibió mi carta, señor Holmes?


  —Sí, pero no explicaba nada.


  —Es una cosa demasiado delicada para poner los detalles por escrito. Y
  demasiado complicada. Sólo podía hacerlo cara a cara.


  —Bueno, estamos a su disposición.


  —Ante todo, señor Holmes, creo que mi jefe, sir Robert, se ha vuelto
  loco.


  Holmes levantó las cejas.


  —Esto no es un hospital para alienados —dijo—. Pero ¿por qué lo dice?


  —Bueno, señor Holmes, cuando un hombre hace una cosa rara, o dos cosas
  raras, puede que ello signifique algo, pero cuando todo lo que hace es
  raro, entonces uno empieza a hacerse preguntas. Creo que el «Príncipe»
  de Shoscombe y el Derby le han trastornado la cabeza.


  —¿Es un potro que usted hace correr?


  —El mejor de Inglaterra, señor Holmes. Si alguien lo sabe, tendría que
  ser yo. Bueno, les seré sincero, pues sé que ustedes son caballeros de
  honor y esto no saldrá de este cuarto. Sir Robert tiene que ganar este
  Derby. Está entrampado hasta el cuello, y es su última oportunidad.
  Todo lo que ha podido reunir o pedir prestado se invierte en el
  caballo, ¡con buenos puntos de ventaja, además! Ahora pueden
  conseguirlo a cuarenta, pero estaba cerca de cien cuando él empezó a
  apoyarlo.


  —Pero ¿cómo es eso, si el caballo es tan bueno?


  —El público no sabe lo bueno que es. Sir Robert ha sido demasiado listo
  para los pronosticadores. Saca al medio hermano de «Príncipe» para
  exhibirlo. No se les puede distinguir. Pero el uno aventaja al otro en
  dos cuerpos en un estadio cuando se trata del galope. Él no piensa más
  que en el caballo y en la carrera. Ha dedicado toda su vida a ello.
  Hasta entonces, puede mantener a raya a los judíos(prestamistas). Si le
  falla «Príncipe» está listo.


  —Parece una jugada más bien desesperada, pero ¿dónde entra la locura?


  —Bueno, ante todo, no hay más que mirarle. Creo que no duerme por las
  noches. A todas horas baja a las cuadras. Tiene unos ojos de loco. Ha
  sido demasiado para sus nervios. Y luego, ¡ahí está su conducta con
  lady Beatrice!


  —¡Ah! ¿Qué es eso?


  —Siempre habían sido inmejorables amigos. Tenían ambos los mismos
  gustos, y a ella le gustaban los caballos tanto como a él. Todos los
  días a la misma hora, ella iba en coche a verlos; y, sobre todo, quería
  a «Príncipe». Este aguzaba las orejas cuando oía las ruedas por la
  grava y salía trotando todas las mañanas hasta el coche para recibir el
  terrón de azúcar. Pero ahora se acabó.


  —¿Por qué?


  —Bueno, parece que ella ha perdido todo interés por los caballos. Hace
  una semana que pasa de largo por delante de las cuadras sin decir ni
  buenos días.


  —¿Cree que ha habido una riña?


  —Y, además, agria, salvaje, rencorosa. ¿Por qué, si no, iba él a
  regalar el perro de aguas predilecto de ella, que lo quería como si
  fuera su hijo? Se lo dio hace unos pocos días al viejo Barnes, que
  lleva el «Dragón Verde», a tres millas, en Crendall.


  —Ciertamente, fue algo raro.


  —Claro, con su corazón débil y su hidropesía(retención de líquidos), no
  se podía esperar que ella fuera por ahí con él, pero él pasaba dos
  horas con ella todas las noches en su cuarto. Bien hacía en hacer todo
  lo que pudiera, pues ella se ha portado con él de un modo
  extraordinario. Pero eso también se acabó. Y ella se lo toma muy en
  serio. Está cavilosa y malhumorada, y bebe, señor Holmes, bebe como un
  pez.


  —¿Bebía antes de que se pelearan?


  —Bueno, tomaba algún vasito, pero ahora muchas veces es una botella
  entera en una noche. Eso me dijo Stephens, el mayordomo. Todo ha
  cambiado, señor Holmes, y hay en eso algo condenadamente podrido. Pero,
  además, ¿qué hace el amo bajando por la noche a la cripta de la iglesia
  vieja? ¿Y quién es el hombre con el que se reúne allí?


  Holmes se frotó las manos.


  —Siga, señor Mason. Cada vez se pone más interesante.


  —Fue el mayordomo quien lo vio ir. Las doce de la noche y lloviendo
  fuerte. Así que a la noche siguiente me presenté en la casa, y claro,
  el amo había vuelto a salir. Stephens y yo le seguimos, pero era un
  asunto difícil, pues habría sido un problema si nos hubiera visto. Es
  un hombre terrible con los puños una vez que se pone en marcha, y no
  respeta a nadie. Así que teníamos miedo de acercarnos demasiado; pero
  le seguimos la pista de todos modos. Era la cripta de los fantasmas lo
  que buscaba, y allí había un hombre esperándole.


  —¿Qué es esa cripta de los fantasmas?


  —Bueno, señor Holmes, hay una vieja capilla arruinada en el parque. Es
  tan vieja que nadie puede datar su fecha. Y debajo tiene una cripta con
  mala fama entre nosotros. De día, es un sitio oscuro, húmedo,
  solitario, pero son pocos en el condado los que se atreverían a
  acercarse de noche. Pero el amo no tiene miedo. Nunca ha tenido miedo
  en su vida. Pero ¿qué hace allí por la noche?


  —¡Espere un poco! —dijo Holmes—. Dice usted que hay otro hombre allí.
  Debe ser uno de sus propios hombres de las cuadras, o alguien de la
  casa. Seguro que no tienen más que localizarle y preguntárselo.


  —No es nadie que conozca yo.


  —¿Cómo puede decirlo?


  —Porque lo he visto, señor Holmes. Fue la segunda noche, Sir Robert se
  volvió y pasó de largo entre nosotros, Stephens y yo, temblando entre
  los matorrales como dos conejitos, pues había un poco de luna esa
  noche. Pero oímos al otro, que venía detrás. No tuvimos miedo de él.
  Así que pasó sir Robert, salimos fuera y fingimos que dábamos un paseo
  a la luz de la luna, de modo que salimos al encuentro, tan corrientes e
  inocentes como nos era posible. «¡Hola, compadre! ¿Quién puede ser
  usted?», digo yo. Me parece que no nos había oído venir, así que nos
  miró por encima del hombro con una cara como si hubiera visto al mismo
  diablo saliendo del infierno. Lanzó un aullido y se marchó tan deprisa
  como pudo en la oscuridad. ¡Sí que corría! Se lo aseguro. En un momento
  se perdió de vista y dejamos de oírle, y no averiguamos quién era ni
  qué era.


  —Pero ¿le vieron claramente a la luz de la luna?


  —Sí, juraría por su cara amarilla, un mal bicho, diría yo. ¿Qué podía
  tener en común con sir Robert?


  Holmes se quedó un rato perdido en cavilaciones.


  —¿Quién acompaña a lady Beatrice Falder? —preguntó por fin.


  —Está su doncella, Carrie Evans. Lleva cinco años con ella.


  —Y la quiere, sin duda.


  El señor Mason se revolvió incómodo.


  —Está muy enamorada —respondió por fin—. Pero no diré de quién.


  —¡Ah! —dijo Holmes.


  —No puedo contar chismes.


  —Le entiendo, señor Mason. Por supuesto, la situación está bastante
  clara. Por la descripción de sir Robert dada por el doctor Watson, me
  doy cuenta de que no hay mujer que se salve de él. ¿No cree que la riña
  entre hermano y hermana puede radicar en eso?


  —Bueno, hace mucho tiempo que el escándalo está bastante claro.


  —Pero a lo mejor ella no lo había visto antes. Supongamos que lo ha
  descubierto de repente. Quiere quitarse de encima a esa mujer. Su
  hermano no lo permite. La inválida, con su corazón enfermo y su
  incapacidad para andar por ahí, no puede hacer cumplir su voluntad. La
  odiada doncella sigue atada a ella. La señora rehúsa hablar, se pone de
  mal humor, se da a la bebida. Sir Robert, en su cólera, le quita su
  perro de aguas predilecto. ¿No es lógico todo eso?


  —Bueno, podría serlo… hasta ese punto.


  —¡Exactamente! Hasta ese punto. ¿Cómo concordaría todo eso con las
  visitas nocturnas a la vieja cripta? No podemos encajar eso en nuestro
  plan.


  —No, señor, y hay algo más que no puede encajar. ¿Por qué sir Robert
  iba a querer desenterrar un cadáver?


  Holmes se incorporó bruscamente.


  —Lo descubrimos ayer mismo, después de que le escribí a usted. Ayer sir
  Robert se había ido a Londres, de modo que Stephens y yo bajamos a la
  cripta. Estaba todo en orden, señor Holmes, salvo que en un rincón
  había un esqueleto humano.


  —Informó usted a la policía, supongo.


  Nuestro visitante sonrió sombríamente.


  —Bueno, señor Holmes, creo que apenas les interesaría. Eran sólo la
  cabeza y unos pocos huesos de una momia. Podía tener mil años. Pero no
  estaba antes; lo juraría yo y también Stephens. La habían echado a un
  lado en un rincón, tapándola con una tabla, pero ese rincón siempre
  había estado vacío.


  —¿Qué hizo usted con ello?


  —Bueno, lo dejamos allí.


  —Muy sensato. Dice que sir Robert se marchó ayer. ¿Ha vuelto?


  —Le esperamos hoy.


  —¿Cuándo regaló sir Robert el perro de su hermana?


  —Hoy hace una semana. El animal aullaba detrás del viejo cobertizo del
  pozo, y sir Robert estaba esa mañana en uno de sus accesos de mal
  humor. Lo cogió y creí que lo iba a matar. Luego se lo dio a Sandy
  Bain, el jockey, y le dijo que se lo llevara al viejo Barnes en el
  «Dragón Verde», pues no quería volverlo a ver.


  Holmes se quedó un rato callado meditando. Había encendido la más vieja
  y sucia de sus pipas.


  —Todavía no acabo de entender qué quiere usted que haga yo en este
  asunto, señor Mason —dijo por fin—. ¿No puede explicármelo mejor?


  —Quizá esto lo aclarará, señor Holmes —dijo nuestro visitante.


  Sacó un papel del bolsillo, y desdoblándolo con cuidado, mostró un
  trozo de hueso chamuscado.


  Holmes lo examinó con interés.


  —¿De dónde lo ha sacado?


  —Hay una caldera de calefacción central en el sótano debajo del cuarto
  de lady Beatrice. Lleva algún tiempo sin utilizarse, pero sir Robert se
  quejó del frío y la hizo poner en marcha de nuevo. La lleva Harvey; es
  uno de mis mozos. Esta mañana vino a verme con esto, lo había
  encontrado removiendo las cenizas. No le gustó su aspecto.


  —Tampoco a mí me gusta —dijo Holmes—. ¿Qué le parece, Watson?


  Estaba quemado hasta reducirse a un tizón negro, pero no había duda de
  su significado anatómico.


  —Es el cóndilo superior de un fémur humano —dije.


  —¡Exactamente! —Holmes se había puesto muy serio—. ¿Cuándo se ocupa ese
  muchacho de la caldera?


  —La pone en marcha todas las mañanas y luego la deja.


  —Entonces, ¿cualquiera podría visitarla por la noche?


  —Sí, señor.


  —¿Se puede entrar desde fuera?


  —Hay una puerta exterior. Hay otra que conduce arriba por una escalera
  hasta el pasillo que lleva hasta el cuarto de lady Beatrice.


  —Aquí hay aguas profundas, señor Watson: profundas y más bien sucias.
  ¿Dice usted que sir Robert no estuvo en casa anoche?


  —No, señor.


  —Entonces, fuera quien fuese el que quemó los huesos, no fue él.


  —Es cierto, señor Holmes.


  —¿Cómo se llama la posada de que hablaba?


  —El «Dragón Verde».


  —¿Hay buena pesca por esa parte de Berkshire?


  El honrado entrenador nos dio a entender con su cara que estaba
  convencido de que otro loco se había metido en su apurada vida.


  —Bueno, señor Holmes, he oído decir que hay truchas en la corriente del
  molino y lucios en el lago de Hall.


  —Eso basta. Watson y yo somos unos pescadores famosos, ¿verdad, Watson?
  En lo sucesivo, puede ir a buscarnos al «Dragón Verde». Deberíamos
  llegar esta noche. No necesito decir que no es que no queramos verle,
  señor Mason, pero una carta nos basta, y, sin duda, yo le podría
  encontrar si le necesito. Cuando hayamos avanzado un poco más en el
  asunto le haré saber mi meditada opinión.


  Así fue como un claro atardecer de mayo Holmes y yo nos encontrábamos
  solos en un vagón de primera, en dirección a la pequeña «parada a
  petición» de Shoscombe. La redecilla del departamento estaba llena de
  un temible arsenal de cañas, sedales y cestos. Al llegar a nuestro
  destino, un pequeño trayecto en coche nos llevó a una posada a la
  antigua, donde un jovial hotelero, Josiah Barnes, se hizo cargo
  ávidamente de nuestros planes para la extinción de los peces de la
  comarca.


  —¿Y qué hay del lago Hall y la posibilidad de lucios? —dijo Holmes.


  El rostro del hotelero se nubló.


  —No serviría, señor. El lago se encuentra cerca de los terrenos de sir
  Robert y en la actualidad, está terriblemente celoso de los
  pronosticadores de carreras. Si ustedes dos, siendo forasteros, se
  encontraran tan cerca de sus terrenos de entrenamiento, les
  perseguirían, tan seguro como de la muerte. Sir Robert no quiere correr
  riesgos de ningún tipo.


  —He oído decir que tiene un caballo inscrito para el Derby.


  —Sí, y muy bueno, además. Se lleva todo nuestro dinero a la carrera, y
  todo el de sir Robert, por añadidura. Por cierto —nos miró con los ojos
  pensativos—, supongo que ustedes no estarán también en las carreras.


  —No, desde luego. Nada más que dos fatigados londinenses muy
  necesitados del aire saludable de Berkshire.


  —Bueno, están en el sitio apropiado para ello. Hay mucho que ver por
  ahí. Pero no olviden lo que he dicho de sir Robert. Es de los que pegan
  primero y hablan después. No se acerquen al parque.


  —¡Por supuesto, señor Barnes! Así lo haremos. Por cierto, qué bonito
  perro de aguas el que ladraba en el vestíbulo.


  —Sí que lo es. Esa es la verdadera raza Shoscombe. No la hay mejor en
  Inglaterra.


  —A mí también me gustan los perros —dijo Holmes—. Bueno, si se puede
  preguntar, ¿cuánto costaría un perro así?


  —Más de lo que yo podría pagar, señor. Fue el mismo sir Robert quien me
  lo dio. Por eso tengo que tenerlo atado. Se marcharía a la mansión en
  un momento si lo soltara.


  —Vamos teniendo algunas cartas en la mano, Watson —dijo Holmes, cuando
  nos dejó nuestro patrono—. No es fácil jugar, pero quizá dentro de un
  día o dos veremos cuál es nuestro camino. Por cierto, sir Robert sigue
  en Londres, he oído decir. Quizá podríamos entrar en el sagrado dominio
  sin miedo a un ataque personal. Hay un punto o dos en los que querría
  estar seguro.


  —¿Tiene alguna teoría, Holmes?


  —Sólo esto, Watson: que hace cerca de una semana ocurrió algo que
  afectó profundamente a la vida de la casa Shoscombe. ¿Y qué fue? Sólo
  podemos suponerlo por sus efectos. Parecen de carácter curiosamente
  heterogéneo. Pero eso sin duda nos ayudaría. Sólo los casos sin color
  ni sucesos son los desesperados. Vamos a considerar nuestros datos. El
  hermano deja de visitar a la hermana inválida. Regala el perro favorito
  de ella. ¡Su perro, Watson! ¿No le sugiere nada?


  —Nada más que el rencor del hermano.


  —Bueno, podría ser así. O no…, bueno, hay una alternativa. Ahora
  sigamos nuestro repaso de la situación desde el momento en que se
  produjo esa riña, si hubo una riña. La señora se queda en su cuarto,
  cambia de costumbres, no se la ve cuando sale en coche con su doncella,
  rehúsa detenerse en las cuadras para saludar a su caballo favorito, y
  al parecer se da a la bebida. Con eso está listo el caso, ¿no?


  —Salvo por el asunto de la cripta.


  —Esta es otra línea de pensamiento. Hay dos, y le ruego que no las
  confunda. La línea A, que se refiere a lady Beatrice, tiene un sabor
  vagamente siniestro, ¿verdad?


  —No puedo sacar nada de ella.


  —Bueno, entonces, tomemos la línea B, que se refiere a sir Robert. Está
  empeñado como un loco en ganar el Derby. Está en manos de los judíos y
  en cualquier momento le pueden poner en venta, pasando sus cuadras a
  poder de sus acreedores. Es un hombre atrevido y desesperado. Obtiene
  sus ingresos de su hermana. La doncella de su hermana es su instrumento
  dócil. Hasta ahí parece que estamos en terreno seguro, ¿no?


  —Pero ¿y la cripta?


  —¡Ah, sí, la cripta! Supongamos, Watson —es sólo una suposición
  escandalosa, una hipótesis presentada sólo para discutir— que sir
  Robert haya liquidado a su hermana.


  —Mi querido Holmes, eso ni se plantea.


  —Muy posiblemente, Watson. Sir Robert es de familia honorable. Pero de
  vez en cuando se encuentra un cuervo entre las águilas. Discutamos un
  momento sobre ese supuesto. No podría huir del país mientras no hubiera
  logrado su fortuna y esa fortuna sólo se puede conseguir logrando el
  golpe con el «Príncipe» de Shoscombe. Por tanto, tiene que seguir en su
  terreno. Para eso tendría que encontrar a alguien que la sustituyera
  imitándola. Con la doncella como confidente, eso no sería imposible. El
  cadáver de la mujer podría llevarse a la cripta, que es un lugar
  raramente visitado, y podría destruirse secretamente por la noche en la
  caldera, dejando detrás algún indicio como el que ya hemos visto, ¿qué
  le dice esto, Watson?


  —Bueno, todo es posible si se admite la monstruosa suposición original.


  —Creo que hay un pequeño experimento que debemos hacer mañana, Watson,
  para arrojar algo de luz sobre el asunto. Mientras, si queremos
  mantener nuestra caracterización, sugiero que convidemos a nuestro
  anfitrión a un vaso de su vino y entremos en una elevada conversación
  sobre anguilas y albures, que parece el camino directo para lograr ese
  afecto. Quizá podríamos encontrar algún cotilleo local útil durante el
  proceso.


  Por la mañana Holmes descubrió que habíamos llegado sin cucharillas de
  cebo para los lucios, lo que nos excusó de pescar durante ese día.
  Hacia las once fuimos a dar un paseo, y obtuve permiso para sacar el
  perro de aguas negro con nosotros.


  —Ese es el sitio —dijo, cuando llegamos ante dos altas verjas del
  parque, con unos grifones heráldicos destacándose encima—. Hacia el
  mediodía, me informa el señor Barnes, la vieja señora sale a pasear en
  coche, y el carruaje debe esperar mientras se abren las verjas. Cuando
  pase y antes de que tome velocidad, quiero que usted, Watson, detenga
  al cochero con alguna pregunta. No se ocupe de mí. Yo me esconderé
  detrás de esa mata de acebo y veré lo que pueda.


  No fue una vigilancia muy prolongada. Al cabo de un cuarto de hora,
  vimos el gran barouche(tipo de carruaje alargado de cuatro ruedas y
  capota trasera) abierto, amarillo, bajando por la larga avenida, tirado
  por dos espléndidos caballos grises de gran alzada. Holmes se acurrucó
  detrás de su mata con el perro. Un guarda salió corriendo y abrió las
  verjas de par en par.


  El carruaje se habría refrenado hasta ir al paso y pude mirar a sus
  ocupantes. Una joven muy colorada, de pelo lindo y ojos desvergonzados,
  iba sentada a la izquierda. A su derecha iba una persona anciana de
  espalda redondeada y un montón de chales en torno a la cara y los
  hombros, que proclamaban que era una inválida. Cuando los caballos
  estaban a punto de llegar a la carretera, levanté la mano con gesto
  autoritario y, cuando el cochero frenó, pregunté si estaba sir Robert
  en Shoscombe Old Place.


  En ese momento salió Holmes y soltó el perro. Este, con un grito
  alegre, se lanzó hacia el coche y subió al estribo. Luego, sólo un
  momento después, su ansioso saludo se mudó en furia y lanzó un mordisco
  a la falda negra que tenía encima.


  —¡Siga, cochero, siga! —chillo una voz áspera. El cochero dio un
  latigazo a los caballos y nos quedamos plantados en la carretera.


  —Bueno, Watson, ya está —dijo Holmes, sujetando la correa del excitado
  perro de aguas—. Creyó que era su ama y vio que era una desconocida.
  Los perros no se equivocan.


  —Pero ¡era la voz de un hombre! —grité.


  —¡Exactamente! Hemos añadido otra carta a nuestro juego, Watson, pero
  hay que jugar con cuidado, de todos modos.


  Mi compañero no parecía tener más planes para el día y usamos por fin
  nuestros aparejos de pesca en la corriente del molino, con el resultado
  de que comimos truchas en la cena. Sólo después de cenar mostró Holmes
  señales de renovada actividad. Una vez más nos encontramos en el mismo
  camino que por la mañana, que nos llevó a la verja del parque. Una
  figura alta y oscura nos esperaba allí, y resultó ser nuestro conocido
  de Londres, el señor John Mason, el entrenador.


  —Buenas noches, caballeros —dijo—. Recibí su nota, señor Holmes. Sir
  Robert no ha vuelto todavía, pero he oído decir que se le espera esta
  noche.


  —¿Qué tan lejos está la cripta de la casa? —preguntó Holmes.


  —A un buen cuarto de milla.


  —Entonces creo que podemos prescindir de él por completo.


  —Yo no me puedo permitir tal cosa, señor Holmes. En el momento que
  llegue querrá verme para saber las últimas noticias del «Príncipe» de
  Shoscombe.


  —¡Ya veo! En ese caso debemos trabajar sin usted, señor Mason. Puede
  enseñarnos la cripta y dejarnos luego.


  Estaba completamente oscuro y sin luna, pero Mason nos llevó por
  terrenos con hierba hasta que una masa oscura se destacó frente a
  nosotros, resultando ser la vieja capilla. Entramos por la brecha
  abierta que había sido el pórtico, y nuestro guía, tropezando entre
  montones de mampostería suelta, halló su camino hasta la esquina del
  edificio, donde una abrupta escalera bajaba a la cripta. Encendiendo
  una cerilla, iluminó el melancólico lugar, funesto y maloliente, con
  viejas paredes de piedra toscamente tallada y derrumbándose, y montones
  de ataúdes, unos de plomo y otros de piedra, extendiéndose por un lado
  hasta el techo abovedado en forma de ingle, que se perdía en las
  sombras de nuestras cabezas. Holmes había encendido su linterna, que
  proyectaba un delgado túnel de viva luz amarilla sobre el fúnebre
  escenario. Sus rayos se reflejaban en las placas de los ataúdes, muchas
  de ellas adornadas con el grifón y la corona de esa vieja familia que
  llevaba sus honores hasta las puertas de la Muerte.


  —Hablaba usted de unos huesos, señor Mason. ¿Podría enseñármelos antes
  de marcharse?


  —Están ahí, en el rincón. —El entrenador cruzó al otro lado y luego se
  quedó parado, mientras nuestra luz se dirigía a aquel lugar—. Han
  desaparecido —dijo.


  —Lo esperaba —dijo Holmes, con una risita—. Supongo que sus cenizas
  podrían encontrarse ahora mismo en ese horno que ya ha consumido una
  parte.


  —Pero ¿por qué querría alguien quemar los huesos de un hombre que lleva
  mil años muerto? —preguntó John Mason.


  —Estamos aquí para averiguarlo —dijo Holmes—. Puede representar una
  larga búsqueda y no tenemos que entretenerle. Me imagino que tendremos
  nuestra solución antes de la mañana.


  Cuando nos dejó John Mason, Holmes se puso a trabajar haciendo un
  cuidadoso examen de las tumbas, empezando por una muy antigua, que
  parecía sajona, en el medio, a través de una larga fila de Hugos y Odos
  normandos, hasta que llegamos a sir William y sir Denis Falder, del
  siglo XVIII. Al cabo de una hora o más, Holmes llegó a un ataúd de
  plomo que estaba puesto de pie a la entrada de la cripta. Oí su pequeño
  grito de satisfacción, y me di cuenta, por sus movimientos apresurados
  pero con un objetivo, de que había alcanzado una meta. Entonces sacó
  del bolsillo una corta palanqueta, que metió en una rendija, hasta
  levantar toda la parte de delante, que parecía estar sujeta sólo por un
  par de cierres. Hubo un ruido desgarrador y de rotura al ceder, pero
  apenas tenía goznes y mostró parcialmente su contenido antes de que
  tuviéramos una interrupción intempestiva.


  Alguien andaba por la capilla de arriba. Era el paso firme y rápido de
  quien venía con un propósito definido y conocía muy bien el suelo que
  pisaba. Una luz bajó por las escaleras y, un momento después, el hombre
  que la llevaba quedó enmarcado en el arco gótico. Era una terrible
  figura, de estatura enorme y feroz aspecto. Una gran linterna cuadrada
  que sostenía delante de él iluminaba hacia arriba una fuerte cara de
  grandes bigotes y ojos coléricos, que fulguraron en torno suyo por
  todos los rincones de la cripta, deteniéndose al fin con mortal fijeza
  en mi compañero y yo.


  —¿Quiénes diablos son ustedes? —atronó—. ¿Y qué hacen en mis
  propiedades?


  Luego, como Holmes no respondiera, avanzó unos pasos hacia él y levantó
  el pesado bastón que llevaba.


  —¿Me oye? —gritó—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?


  Su estaca vibraba en el aire.


  Pero en vez de encogerse, Holmes avanzó a su encuentro.


  —Yo también tengo una pregunta que hacerle, sir Robert —dijo con tono
  más que severo—. ¿Quién es éste? ¿Y qué hace aquí?


  Se volvió y, de un tirón, arrancó la tapa del ataúd que tenía detrás.
  Al fulgor de la linterna, vi un cadáver envuelto todo de pies a cabeza
  en una sábana, con terribles rasgos de bruja, nariz y barbilla
  salientes por un extremo, con los ojos muertos y helados mirando desde
  una cara descolorida que se desmigajaba.


  El baronet(título nobiliario británico inferior a barón) retrocedió
  tambaleándose con un grito y se apoyó en un sarcófago de piedra.


  —¿Cómo ha podido saberlo? —gritó. Y luego, recuperando sus maneras
  amenazadoras—. ¿A usted qué le importa eso?


  —Me llamo Sherlock Holmes —dijo mi compañero—. Quizá conozca mi nombre.
  En todo caso, me importa lo que le importa a cualquier buen ciudadano:
  defender la justicia. Me parece que tiene usted mucho que responder.


  Sir Robert lanzó durante un momento una mirada fulgurante, pero la
  tranquila voz de Holmes y sus maneras frías y seguras tuvieron su
  efecto.


  —Ante Dios, señor Holmes, todo está bien —dijo—. Las apariencias están
  en contra mía, lo reconozco, pero no pude actuar de otro modo.


  —Me gustaría creerlo, pero me temo que sus explicaciones debe darlas
  ante la policía.


  Sir Robert encogió sus anchos hombros.


  —Bueno, si tiene que ser, que así sea. Suban a la casa y podrán juzgar
  por sí mismos cómo está el asunto.


  Un cuarto de hora después nos encontramos en lo que me pareció, por la
  fila de pulidos cañones tras capas de cristal, que era el cuarto de
  armas de la vieja casa. Estaba cómodamente amueblado, y allí nos dejó
  unos momentos sir Robert. Al volver, traía dos acompañantes consigo:
  uno, la florida joven que ya habíamos visto en el coche; el otro, un
  hombrecillo con cara de rata y modales desagradablemente furtivos. Los
  dos tenían un aire de absoluto desconcierto, revelador de que el
  baronet no había tenido tiempo todavía de explicarles el giro que
  habían tomado los acontecimientos.


  —Aquí tiene —dijo sir Robert, haciendo un gesto con la mano—. El señor
  y la señora Norlett. La señora Norlett, bajo su nombre de soltera
  Evans, ha sido la doncella de confianza de mi hermana durante varios
  años. Les he traído aquí porque me parece que lo mejor que puedo hacer
  es explicarles la verdadera situación, y ellos son dos personas que
  pueden confirmar lo que diga.


  —¿Es necesario, sir Robert? ¿Ha pensado lo que hace? —exclamó la mujer.


  —En cuanto a mí, rehúso toda responsabilidad —dijo su marido.


  Sir Robert le lanzó una mirada de desprecio.


  —Yo asumiré toda la responsabilidad —dijo—. Ahora, señor Holmes,
  escuche una sencilla explicación de los hechos. Está claro que usted se
  ha metido a fondo en mis asuntos, pues si no, no le habría encontrado
  donde le encontré. Por tanto, con toda probabilidad, ya sabe que voy a
  hacer correr un caballo poco conocido en el Derby y que todo depende de
  mi éxito. Si gano, todo será fácil. Si pierdo…, bueno, ¡no me atrevo a
  pensarlo!


  —Comprendo su situación —dijo Holmes.


  —Dependo para todo de mi hermana, lady Beatrice. Pero es bien sabido
  que su usufructo de estas propiedades vale sólo durante su vida. En
  cuanto a mí, estoy atrapado en manos de los judíos. Siempre he sabido
  que si muriera mi hermana, mis acreedores caerían sobre mis propiedades
  como una bandada de cuervos. Se apoderarían de todo: mis cuadras, mis
  caballos, todo. Bueno, señor Holmes, mi hermana, en efecto, murió hace
  una semana.


  —¡Y usted no se lo dijo a nadie!


  —¿Qué podía hacer? Me amenazaba la ruina absoluta. Si pudiera aplazar
  las cosas durante tres semanas, todo iría bien. El marido de su
  doncella, este hombre, es actor. Se nos ocurrió, se me ocurrió, que él
  podía representar el papel de mi hermana durante un breve período. Se
  trataba sólo de aparecer todos los días en el coche, pues no hacía
  falta que entrara en su cuarto nadie más que su doncella. No fue
  difícil de arreglar. Mi hermana murió de la hidropesía que padecía
  desde hacía tiempo.


  —Eso lo decidirá el forense.


  —Su médico certificará que hacía meses que sus síntomas presagiaban ese
  final.


  —Bueno, ¿qué hizo usted?


  —El cadáver no podía seguir aquí. La primera noche, Norlett y yo lo
  llevamos fuera, a la vieja casa del pozo, que ahora no se usa nunca.
  Sin embargo, nos seguía su perro de aguas preferido, que ladraba
  continuamente a la muerta, de modo que pensé que hacía falta un lugar
  más seguro. Me desembaracé del perro y llevamos el cadáver a la cripta
  de la iglesia. No hubo indignidad ni irreverencia, señor Holmes. No
  creo que haya injuriado a una muerta.


  —Su conducta me parece inexcusable.


  El baronet sacudió la cabeza con impaciencia.


  —Es fácil predicar —dijo—. Quizá le habría parecido otra cosa si
  hubiera estado en mi situación. Uno no puede ver todas sus esperanzas y
  sus planes destrozados en el último momento sin hacer un esfuerzo para
  salvarlos. Me pareció que no sería un lugar indigno de ella si la
  poníamos por el momento en uno de los ataúdes de los antepasados de su
  marido, yaciendo en una tierra que sigue siendo sagrada. Abrimos uno de
  esos ataúdes, sacamos el contenido y la pusimos como ya ha visto. En
  cuanto a las viejas reliquias que sacamos, no podíamos dejarlas en el
  suelo de la cripta. Norlett y yo las quitamos de allí y él bajo por la
  noche y las quemó en el horno central. Esta es mi historia, señor
  Holmes, aunque no comprendo cómo usted me ha obligado a contársela.


  Holmes se quedó un rato cavilando.


  —Hay un defecto en su narración —dijo por fin—. Sus apuestas en la
  carrera, y por tanto sus esperanzas en el futuro, seguirían valiendo
  aunque sus acreedores se apoderaran de sus propiedades.


  —El caballo sería parte de las propiedades. ¿Qué me importan a mí mis
  apuestas? Probablemente, ellos no le dejarían correr. Mi principal
  acreedor es, por desgracia, un tipo desvergonzado, Sam Brewer, a quien
  una vez me vi obligado a darle de latigazos. ¿Supone usted que él
  trataría de salvarme?


  —Bueno, sir Robert —dijo Holmes, levantándose—, este asunto, desde
  luego, debe comunicarse a la policía. Mi deber era sacar a la luz los
  hechos y ahí tengo que dejarlo. En cuanto a la moralidad o a la
  decencia de su conducta, no me toca expresar mi opinión. Es casi
  medianoche, Watson, y creo que podemos volver a nuestra humilde
  residencia.


  Todo el mundo sabe ahora que este singular episodio acabó de un modo
  más feliz de lo que merecían las acciones de sir Robert. El «Príncipe»
  de Shoscombe ganó el Derby, el propietario se embolsó ochenta mil
  libras en apuestas y los acreedores permanecieron tranquilos hasta que
  se terminó la carrera, y entonces se les pagó por completo, quedando lo
  suficiente para restablecer a sir Robert en una decente posición en la
  vida. Tanto la policía como el forense vieron con benevolencia lo
  ocurrido y, salvo por una leve censura por la tardanza en registrar el
  fallecimiento de la señora, el feliz propietario salió sin tacha de ese
  extraño incidente en una carrera que ahora ha sobrevivido a sus sombras
  y promete acabar en una vejez honorable.











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