El Valle del Terror

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  Por

  Arthur Conan Doyle



  - Maquetado por SherlockHolmes.page -









  Primera parte

  La tragedia de Birlstone

  ***

  - 1 -
  El Aviso



  —Yo me inclino a pensar... —dije.


  —No estaría de más que lo hiciera —observó impaciente Sherlock Holmes.

  Creo que soy uno de los mortales más sufridos que puedan existir, pero
  reconozco que tan sardónica interrupción me molestó.


  —La verdad, Holmes —dije con severidad—, a veces no resulta nada fácil
  aguantarle.


  Estaba demasiado absorto en sus propios pensamientos para responder en
  seguida a mi reprimenda. Sin tocar el desayuno, apoyándose con una mano
  en la mesa, miraba fijamente el pedazo de papel que acababa de sacar
  del sobre. Luego examinó el sobre, lo miró a contraluz, estudiando
  tanto el exterior como la solapa.


  —La letra es de Porlock —dijo, pensativo—. Puedo afirmarlo con
  seguridad, aunque sólo la he visto otras dos veces. Esa «e»(ε) griega
  con una floritura singular en lo alto es muy característica. Si es de
  Porlock, tiene que ser algo de primerísima importancia.


  Hablaba para sí mismo más que dirigiéndose a mí, pero el interés que
  suscitaban sus palabras desvaneció todo mi resentimiento.


  —¿Y quién es Porlock? —pregunté.


  —Porlock es un seudónimo, Watson, una simple seña de identificación,
  tras la que se oculta una personalidad cautelosa y evasiva. En una
  carta anterior me informó con franqueza de que no se llamaba así, y me
  retó a que le identificase entre los millones y millones que habitan
  esta ciudad. Porlock es importante, no por sí mismo, sino por el
  personaje con quien está en contacto. Algo así como el romero y el
  tiburón, el chacal y el león... lo insignificante en compañía de lo
  formidable. Y no sólo formidable, Watson, sino siniestro... sumamente
  siniestro. Por eso entra en mi campo. ¿Me ha oído hablar usted del
  profesor Moriarty?


  —El famoso criminal científico, tan famoso entre los canallas como…


  —Me sonroja usted, Watson —murmuró Holmes en tono compungido.


  —Iba a decir: «como desconocido para el público».


  —¡Tiene su sello...! ¡Unas pinceladas distintivas! —exclamó Holmes—.
  Watson, me está usted saliendo inesperadamente con una vena de humor
  ladino de la que tendré que resguardarme. Pero al llamar a Moriarty
  criminal está usted incurriendo a los ojos de la ley en delito de
  difamación, y ahí estriba lo glorioso y maravilloso del caso. El mayor
  cerebro de todos los tiempos, el organizador de todo lo diabólico, el
  que controla todo el mundo subterráneo... un cerebro que podría haber
  levantado o hundido el destino de naciones enteras. Nuestro hombre es
  de ese calibre. Pero se encuentra tan por encima de las sospechas de la
  gente, es tan inmune a toda crítica, y tan admirable es su
  comportamiento y secreto, que por esas simples palabras que usted ha
  pronunciado podría llevarle a usted a los tribunales y saldría usted
  con un año de cárcel y él con su salario de un año como recompensa por
  la injuria. ¿No es el benemérito autor de La dinámica de un asteroide,
  libro que se eleva a alturas tan enrarecidas de matemática pura que se
  dice que no había en toda la prensa científica nadie capaz de hacer una
  crítica del mismo? ¿Va usted a denunciar a un personaje así? Usted
  quedaría como un doctor malhablado y él como un profesor insultado. Ahí
  está el genio, Watson. Pero si no me estorban casos de menor
  importancia, llegará nuestro momento.


  —¡Ojalá puedan verlo estos ojos! —exclamé con veneración—. Pero me
  estaba hablando usted de ese Porlock.


  —¡Ah, sí! El llamado Porlock es un eslabón de la cadena, no muy lejano
  de la gran argolla. Entre nosotros, Porlock no es un eslabón muy
  seguro. A juzgar por las pruebas que hasta ahora he realizado, diríase
  que es el único fallo de toda la cadena.


  —Pero ninguna cadena es más fuerte que su eslabón más débil.


  —Ni más ni menos, mi querido Watson. De ahí la importancia extrema de
  Porlock. Impulsado por algunas rudimentarias tendencias hacia el bien,
  y estimulado por el prudente aliciente de algún que otro billete de
  cien libras que le hice llegar con métodos tortuosos, me ha
  proporcionado un par de veces datos que han resultado valiosos. Porque
  siempre es más valioso lo que permite prevenir y evitar el crimen que
  lo que conduce a castigarlo. No me cabe la menor duda de que si
  tuviésemos la cifra veríamos que este mensaje es del mismo tipo.

  De nuevo estiró Holmes el papel sobre el plato sin usar. Me levanté y
  mirando por encima de su hombro pude ver la curiosa inscripción, que
  decía así:


  534  C2  13  127  36  31  4  17  21 41

   DOUGLAS  109  293  5  37 BIRLSTONE

                   26  BIRLSTONE  9  127 171


  —¿Qué deduce usted de eso, Holmes?


  —Evidentemente, pretende mandar información secreta.


  —Pero ¿de qué sirve un mensaje cifrado sin la cifra?


  —En este caso, de nada.


  —¿Por qué dice «en este caso»?


  —Porque puedo leer muchas cifras con la misma facilidad con que detecto
  los apócrifos en la página de necrológicas. Esos mecanismos simples
  divierten la inteligencia sin cansarla apenas. Pero esto es distinto.
  Está claro que hace referencia a palabras de cierta página de cierto
  libro. Hasta que no me digan qué página y qué libro, me encuentro
  impotente.


  —¿Y a qué viene lo de «Douglas» y «Birlstone»?


  —Pues simplemente serían palabras no contenidas en la página en
  cuestión.


  —Y entonces, ¿por qué no indica el libro?


  —Su astucia innata, mi querido Watson, esa perspicacia natural que
  deleita a sus amigos, sin duda le aconsejaría a usted no incluir la
  cifra y el mensaje en el mismo sobre. Si se pierde, va usted aviado. En
  cambio, de esta forma, tienen que perderse los dos e ir a las mismas
  manos para que usted pueda salir perjudicado. Dentro de poco tiene que
  venir de nuevo el cartero, y me sorprendería que no nos trajese otra
  carta explicatoria, o, lo que es más probable, el propio volumen a que
  se refieren estos signos.


  El cálculo de Holmes resultó exacto: a los pocos minutos se presentó
  Billy, el criado, con la carta que aguardábamos.


  —La misma letra —observó Holmes al abrir el sobre—, y ésta viene
  firmada —añadió con voz exultante al desplegar la carta—. Esto va bien,
  Watson.


  Pero al leer el contenido se le ensombreció el rostro.


  —Lástima, ¡qué decepción! Me temo, Watson, que todas nuestras
  esperanzas se han derrumbado. Y confío en que no le ocurra nada malo al
  tal Porlock.


  —«Querido Mr. Holmes», dice, «no voy a seguir adelante con este asunto.
  Es demasiado peligroso. Sospecha de mí. Me he dado cuenta. Se me
  presentó inesperadamente en el momento en que acababa de escribir su
  dirección en este sobre para mandarle la clave de la cifra. Pude
  taparlo. Si lo hubiese visto, lo habría pasado mal. Pero le leí en la
  mirada que sospecha. Por favor, queme el mensaje cifrado, que ya no
  puede serle de ninguna utilidad. FRED PORLOCK.»


  Holmes estuvo un rato sentado, retorciendo la carta, frunciendo el ceño
  y mirando al fuego.


  —En definitiva —dijo al cabo—, puede que no suceda nada. Tal vez todo
  sea debido a su mala conciencia. Como se siente traidor, puede haber
  leído la acusación en los ojos del otro.


  —Supongo que el otro es el profesor Moriarty.


  —Nada menos. Cuando cualquiera de esa banda habla de «él», ya se sabe a
  quién se refieren. Para todos ellos hay un «él» que les domina.


  —¿Pero qué puede hacerle?


  —¡Uf! La pregunta se las trae. Si tiene usted en contra a uno de los
  primeros cerebros de Europa respaldado por todas las fuerzas de la
  sombra, hay posibilidades infinitas. En cualquier caso, es evidente que
  el amigo Porlock se encuentra fuera de sí de pánico. Compare sólo la
  letra de la nota con la del sobre, que él mismo nos dice había escrito
  antes de esa visita ominosa. Una es clara y firme; la otra, apenas
  resulta legible.


  —Entonces, ¿por qué escribió? ¿Por qué no se limitó a abandonar el
  intento?


  —Porque temía que yo hiciese alguna investigación en dirección a él,
  que le pudiese causar problemas.


  —Sin duda —dije—. Claro. —Entretanto cogí el primer mensaje, el
  cifrado, y lo escudriñé—. Es una auténtica frustración pensar que en
  este trozo de papel puede haber un secreto importante, y que no hay
  forma humana de captarlo.

  Sherlock Holmes había apartado el desayuno, intacto, y encendía aquella
  desagradable pipa que era compañera inseparable de sus meditaciones más
  profundas.


  —¡Eso me pregunto! —dijo, echándose para atrás y mirando al techo—. Tal
  vez se le haya escapado algún extremo a su maquiavélica inteligencia,
  Watson. Consideremos el problema a la luz de la pura razón. Ese hombre
  se remitía a un libro. He ahí el punto de partida.


  —Un punto de partida notablemente vago.


  —Veamos si podemos circunscribirlo. Concentrando la atención en él, me
  parece cada vez menos impenetrable. ¿Qué pistas tenemos sobre el tipo
  de libro?


  —Ninguna.


  —Bueno, bueno, no será todo tan negro. El mensaje cifrado empieza con
  un gran 534, ¿no es así? Tomemos como hipótesis de trabajo que ésa sea
  la página de la cifra. Por tanto, de momento tendríamos que se trata de
  un libro voluminoso, y eso ya es algo. ¿Qué más indicios tenemos? El
  signo que sigue es C2. ¿Qué deduce usted de esto, Watson?


  —Capítulo segundo, sin duda.


  —No me convence, Watson. Espero que convenga usted en que si nos dan la
  página, sobra el número del capítulo. Y además, si la página es la 534,
  para que esté en el segundo capítulo el primero tendría que ser de una
  longitud francamente intolerable.


  —¡Columna! —exclamé.


  —Muy brillante, Watson. Está usted ocurrente esta mañana. Me llevaría
  una auténtica decepción si eso no se refiriese a la columna. Entonces,
  como puede usted ver, tenemos que imaginarnos un libro grande, impreso
  en doble columna, y en columnas de considerable longitud, pues una de
  las palabras viene designada en el documento como la doscientos noventa
  y tres. ¿Hemos llegado al límite de lo que la razón puede indicarnos?


  —Eso me temo.


  —No sea injusto consigo mismo, Watson. Démosle otra vuelta a la tuerca.
  Un impulso cerebral más. Si se tratase de un libro poco usual, me lo
  habría mandado. Y no tenía esta intención. Antes de que se le hundiesen
  los planes, pensaba mandarme la clave en este sobre. Lo cual parece
  indicar que pensó que yo conseguiría el libro en cuestión sin
  dificultad ninguna. El lo tenía y pensó que yo también lo tendría. En
  una palabra, Watson, se trata de un libro muy normal.


  —Parece una hipótesis sumamente plausible.


  —Por tanto ya hemos limitado el campo de investigación a lo siguiente:
  tenemos que dar con un libro grande, impreso en doble columna y de uso
  común.


  —¡La biblia! —exclamé triunfante.


  —¡Bien, Watson, bien! Pero yo diría que tiene que afinar usted algo
  más. Aunque por mi parte lo consideraría una deferencia, creo que
  difícilmente habrá ningún libro más difícil de encontrar al alcance de
  la mano de ninguno de los socios de Moriarty. Además, hay tantas
  ediciones de la Sagrada Escritura que difícilmente podrá suponer que su
  ejemplar y el mío tenían la misma paginación. Tiene que ser un libro
  estándar. El estaba convencido de que su página 534 y la mía
  coincidirían.


  —Pero esto se da en muy pocos libros.


  —Exactamente. Ahí está nuestra salvación. Nuestra investigación se ha
  reducido a libros en serie que sean de uso absolutamente generalizado.


  —¡El Bradshaw!


  —Tiene algunas pegas, Watson. El vocabulario del «Bradshaw» es preciso
  y claro, pero limitado. Difícilmente daría para poder mandar mensajes
  de tipo general. Eliminemos el Bradshaw. Creo que el diccionario es
  inadmisible por la misma razón. Entonces, ¿qué nos queda?


  —Un almanaque.


  —¡Excelente, Watson! O mucho me equivoco, o acaba de dar en el blanco.
  ¡Un almanaque! Examinemos la candidatura del Whitakerʼs Almanack. Es
  muy común. Tiene el número de páginas requerido. Va en doble columna.
  Aunque al principio tiene un vocabulario muy sobrio, si no recuerdo
  mal, hacia el fin se explaya mucho más. —Cogió el tomo de encima del
  escritorio—. Aquí tenemos la página 534, columna 2, una enorme masa
  impresa, que al parecer trata del comercio y los recursos de la India
  británica. Anote usted las palabras, Watson. El número trece es
  «Mahratta». Me temo que no sea un principio muy alentador. El número
  ciento veintisiete es «gobierno», que al menos tiene algún sentido,
  aunque un tanto irrelevante para nosotros y para el profesor Moriarty.
  Probemos suerte de nuevo. ¿Qué hace el gobierno Mahratta? ¡Ay, ay! La
  palabra siguiente es «cerdas». ¡Estamos perdidos, Watson! Se acabó.


  Aunque hablaba como quien se lo toma por el lado divertido, el
  arquearse de sus espesas cejas revelaba decepción e irritación. Quedó
  abatido y de mal humor, contemplando el hogar. El prolongado silencio
  se interrumpió con una repentina exclamación de Holmes, que se lanzó
  hacia un armario, del que sacó un segundo volumen de tapas amarillas.


  —Watson, hemos pagado el ser demasiado puntuales —exclamó—. Vamos
  demasiado adelantados, y eso tiene su precio. Como estamos a siete de
  enero, hemos echado mano del almanaque de este año, como debe ser. Pero
  es más que probable que Porlock haya entresacado el mensaje del año
  pasado. Sin duda, lo habría indicado en la carta de explicación que no
  llegó a escribirnos. Veamos qué nos reserva la página 534. La palabra
  número trece es «Hay», o sea que promete. El número ciento veintisiete
  es «un»: «Hay un». La mirada de Holmes brillaba de excitación, y sus
  dedos finos y nerviosos se retorcían contando las palabras. «Peligro.»
  ¡Ajá! ¡Fundamental! Anote, Watson. «Hay un peligro... tal... vez...
  muy... pronto... para... Luego viene el nombre «Douglas»... rica...
  hacienda... actualmente... en... Birlstone... House... Birlstone...
  Seguridad... es... urgente.» ¡Ahí tiene, Watson! ¿Qué opina usted de la
  razón pura y de sus resultados? Si el tendero de la esquina tuviese
  coronas de laurel, mandaría ahora mismo a Billy(el botones de Holmes y
  Watson) a comprar alguna.


  Yo estaba observando el extraño mensaje que había escrito en un pedazo
  de papel encima de la rodilla mientras él lo descifraba.


  —¡Qué forma más extraña y torpe de expresar lo que quería decir —dije.


  —Al contrario, lo ha hecho notablemente bien —dijo Holmes—. Cuando
  usted busca en una sola columna palabras para expresar algo, no puede
  pretender encontrar exactamente lo que necesita. Tiene que dejar algo a
  la inteligencia del corresponsal. El significado es totalmente claro.
  Intentan hacer daño a cierto Douglas, vaya usted a saber quién es, que
  vive como rico hacendado en el campo. El que avisa está seguro
  —«seguridad» es la palabra más aproximada que encontró— de que es
  urgente. Ése es el resultado que hemos conseguido, y, la verdad, no es
  un mal trabajo de análisis.


  Holmes sentía la alegría impersonal del auténtico artista cuando
  realizaba un buen trabajo, lo mismo que se lamentaba inconsolable
  cuando quedaba por debajo del elevado nivel al que aspiraba. Todavía
  estaba relamiéndose del éxito cuando Billy abrió de par en par la
  puerta para introducir en la habitación al inspector MacDonald, de
  Scotland Yard.


  Esto ocurría a finales de los años ochenta, cuando Alec MacDonald
  distaba mucho de haber alcanzado la fama nacional de que ahora goza.
  Era un joven miembro de los servicios de investigación que ya merecía
  la confianza de sus superiores, y se había distinguido en varios casos
  que le confiaron. Su estampa alta y huesuda denotaba una excepcional
  fuerza física, mientras que el gran cráneo y los ojos profundos y
  lustrosos indicaban también a las claras la aguda inteligencia que
  centelleaba tras aquellas pobladas cejas. Era un hombre callado y
  preciso, de natural áspero y fuerte acento de Aberdeen. A lo largo de
  su carrera, en dos ocasiones, había recibido de Holmes preciosa ayuda
  para conseguir éxitos, sin que mi amigo recibiese más recompensa que el
  gozo intelectual de resolver el problema. Por este motivo el escocés
  sentía un profundo afecto y respeto hacia su colega amateur, y lo
  demostraba con la franqueza con que consultaba a Holmes siempre que
  chocaba con dificultades. Las medianías no reconocen a nadie como
  superior, pero el talento reconoce en seguida al genio, y MacDonald
  tenía el suficiente talento profesional como para darse cuenta de que
  no tenía nada de humillante recurrir a la ayuda de alguien qué ya era
  único en Europa tanto por sus dotes como por la experiencia. Holmes no
  era dado a la amistad, pero se mostraba muy tolerante con aquel escocés
  alto, y al verle sonrió.


  —Es usted un pájaro muy tempranero, señor Mac —dijo—. Le deseo suerte
  con el gusano. Me temo que esto quiere decir que sucede algo malo.


  —Si en lugar de decir «me temo», dijese «espero», seguramente sería
  usted más veraz, señor Holmes —repuso el inspector con una sonrisa de
  complicidad—. Sí, tal vez un pequeño trago sirva para quitarme de
  encima el frío matinal. No, no voy a fumar, gracias. No debo
  entretenerme, porque las primeras horas de un caso son las más
  preciosas, como usted sabe mejor que nadie. Pero... pero...

  El inspector se había detenido súbitamente, y miraba con enorme asombro
  un papel que había encima de la mesa. Era el que yo había usado para
  escribir el enigmático mensaje.


  —¡Douglas! —recalcó—. ¡Birlstone! Pero señor Holmes, ¿qué es esto?
  ¿Esto es cosa de brujas? Por lo que más quiera, ¿de dónde sacó usted
  estos nombres?


  —Es una cifra que el doctor Watson y yo hemos tenido ocasión de
  resolver. Pero vamos... ¿qué pasa con esos nombres?


  El inspector nos miraba alternativamente a Holmes y a mí sin dar
  crédito a lo que oía y veía.


  —Sólo esto —dijo—, que esta madrugada señor Douglas, de la Torre del
  Mayorazgo de Birlstone, ha sido víctima de un asesinato horrible.


  - 2 -
  RAZONAMIENTOS DEL SEÑOR SHERLOCK HOLMES



  Fue uno de esos momentos dramáticos para los que estaba hecho mi amigo.
  Sería faltar a la verdad decir que la sorprendente noticia le
  sorprendió o siquiera le excitó. Sin que su singular talante tuviese ni
  sombra de crueldad, indudablemente había llegado a formar callo por la
  acumulación de estímulos durante tanto tiempo. Pero si sus emociones
  eran apagadas, en cambio, tenía una percepción intelectual sobremanera
  activa. En aquellos instantes no manifestaba ni rastro del terror que
  sentí yo al oír las palabras del inspector, sino que su rostro mostraba
  el gesto tranquilo e interesado del químico que observa cómo aparecen
  los cristales en una solución supersaturada.


  —¡Curioso! —dijo—. ¡Curioso!


  —No parece que le sorprenda a usted.


  —Interesarme, sí me interesa, señor Mac, pero no es que me sorprenda.
  ¿Por qué? Recibo un aviso anónimo que tiene un origen importante y me
  dice que cierta persona se encuentra amenazada por un peligro. Al cabo
  de una hora me entero de que ese peligro se ha materializado, y esa
  persona murió. Pues claro que me interesa, pero comprenderá usted que
  no me sorprenda.


  En pocas palabras le explicó al inspector lo referente a la carta y la
  cifra. MacDonald permanecía sentado apoyando la barbilla en las manos,
  y sus grandes cejas color arena se entrelazaban formando una mata
  amarilla.


  —Yo me disponía a ir a Birlstone —dijo—. Vine a preguntarles si les
  importaría acompañarme, usted y su amigo. Pero a juzgar por lo que me
  dice tal vez podamos trabajar más efectivamente en Londres.


  —No lo tengo yo muy claro —dijo Holmes.


  —¡Al cuerno todo, señor Holmes! —exclamó el inspector—. Dentro de un
  par de días los periódicos llenarán páginas y páginas con el «misterio
  de Birlstone», pero, ¿dónde está el misterio si hay un hombre en
  Londres que profetizó el crimen antes de que ocurriese? Lo único que
  hace falta es echar mano a ese hombre. Lo demás, vendrá solo.


  —Sin duda, señor Mac, pero ¿cómo se propone usted echar mano al llamado
  Porlock?


  MacDonald dio la vuelta a la carta que Holmes le había pasado.


  —Echada en Camberwell... eso no nos sirve de mucho. Usted dice que el
  nombre es supuesto. Ciertamente, no tenemos mucho en que apoyarnos. ¿No
  dijo usted que le había mandado dinero?


  —Por dos veces.


  —¿Y cómo?


  —En envíos a la oficina de Correos de Camberwell.


  —¿Nunca se ocupó usted de ver quién los recogía?


  —No.


  El inspector parecía sorprendido y un tanto perplejo.


  —¿Cómo así?


  —Porque yo siempre cumplo lo acordado. La primera vez que escribió le
  prometí que no intentaría seguirle la pista.


  —¿Piensa usted que hay alguien detrás de él?


  —Sé que lo hay.


  —¿Tal vez el profesor del que me habló alguna vez?


  —Exactamente.


  El inspector MacDonald sonrió, me miró y parpadeó.


  —Señor Holmes, no quiero ocultarle que en el C.I.D.(Departamento de
  investigación criminal) pensamos que usted tiene una especie de manía
  en lo concerniente a ese profesor. Yo mismo me ocupé de realizar
  algunas investigaciones al respecto. Parece un hombre sumamente
  respetable, erudito e inteligente.


  —Me alegro de que se hayan dado ustedes cuenta de que tiene talento.


  —Sería imposible no reconocerlo. Después de oír lo que opinaba usted,
  decidí verle. Tuve una conversación con él sobre los eclipses —ya no
  recuerdo por qué nos pusimos a hablar de eso— pero el caso es que sacó
  una lámpara con pantalla y un globo y me lo aclaró en un minuto. Me
  dejó un libro, pero no tengo inconveniente en reconocer que es
  demasiado complicado para mí, aunque tuve una buena educación para
  Aberdeen. Con su rostro alargado, el pelo gris y la solemnidad con que
  habla tiene aspecto como de gran dignatario religioso. Cuando al
  despedirnos me puso la mano en el hombro, parecía un padre que le
  bendijese a uno antes de penetrar en el mundo frío y cruel.


  Holmes se relamía de satisfacción, frotándose las manos.


  —¡Magnífico! —dijo—. ¡Magnífico! Y dígame, amigo Mac-Donald; supongo
  que esa agradable y conmovedora entrevista se celebró en el despacho
  del profesor.


  —Exactamente.


  —Bonita habitación, ¿no?


  —Muy elegante, señor Holmes. Y francamente acogedora.


  —Se sentó usted delante del escritorio.


  —Exacto.


  —A usted le daría el sol de cara, y él quedaría en la sombra…


  —Bien, era de noche, pero recuerdo que la lámpara me daba de cara.


  —Así sería. ¿Observó usted por casualidad un cuadro colgado encima de
  la cabeza del profesor?


  —Observé casi todo, señor Holmes. Tal vez sea una costumbre que me haya
  enseñado usted. Sí, vi ese cuadro... es una joven con la cabeza en las
  manos, que le mira a uno de reojo.


  —Obra de Jean-Baptiste Greuze.


  El inspector trataba de parecer interesado.


  —Jean-Baptiste Greuze —prosiguió Holmes, juntando las puntas de los
  dedos y arrellanándose en el sillón— fue un artista francés que destacó
  entre mil setecientos cincuenta y mil ochocientos. Naturalmente, me
  estoy refiriendo a su carrera profesional. La crítica moderna ha
  llegado a superar la alta estima en que le tuvieron sus contemporáneos.


  La mirada del inspector estaba perdida.


  —¿No sería mejor...? —dijo.


  —Si es a lo que vamos —le interrumpió Holmes—. Todo lo que estoy
  diciendo tiene una relación directa y vital con lo que usted ha llamado
  el misterio de Birlstone. En realidad, en cierto sentido, podríamos
  decir que estamos en el tuétano mismo del problema.


  MacDonald sonrió levemente, y me miró como quien pide ayuda.


  —Su pensamiento corre tal vez demasiado para que yo le siga, señor
  Holmes. Se habrá dejado usted algunos eslabones, y yo no puedo cubrir
  el hueco. ¿Qué canastos de relación puede tener ese pintor fallecido
  con el asunto de Birlstone?


  —Al investigador todo conocimiento le resulta poco —observó Holmes—.
  Por ejemplo el hecho de que en mil ochocientos sesenta y cinco un
  cuadro de Greuze llamado «La joven del cordero» fuese tasado en nada
  menos que mil libras en la subasta de Portalis. Esto podría darle a
  usted que pensar.


  Sin duda. El inspector parecía honestamente interesado en el enigma.


  —Yo le recordaría —continuó Holmes—, que el salario del profesor puede
  verificarse en diversos libros de contabilidad. Son setecientas al año.


  —Entonces, ¿cómo pudo comprar...?


  —Exacto. ¿Cómo pudo hacerlo?


  —Eso es curioso —dijo el inspector, pensativo—. Siga, señor Holmes. Me
  está intrigando. Es interesante.


  Holmes sonreía. Siempre le reconfortaba la admiración sincera... como
  es propio de todo gran artista.


  —¿Y qué pasa con Birlstone? —preguntó.


  —Tenemos tiempo aún —dijo el inspector, mirando el reloj—. Tengo el
  simón(taxi) a la puerta, y no tardamos más de veinte minutos en llegar
  a la estación Victoria. Pero en cuanto a ese cuadro... yo creía, señor
  Holmes, que usted me había dicho en cierta ocasión que nunca había
  visto personalmente al profesor Moriarty.


  —No, nunca.


  —Entonces, ¿cómo conoce sus habitaciones?


  —¡Ah! Eso es harina de otro costal. He estado tres veces en sus
  habitaciones, dos de ellas aguardándole con diferentes pretextos y
  marchándome antes de que llegase. La otra vez... en fin, no es cosa
  para contársela a un inspector. Fue en esa última ocasión cuando me
  tomé la libertad de registrar sus papeles, y obtuve resultados
  insospechados.


  —¿Encontró algo comprometedor?


  —Absolutamente nada. Eso fue lo que me sorprendió. Sin embargo, ya ve
  usted lo curioso que resulta ese cuadro. Demuestra que es un hombre muy
  rico. ¿Y de dónde ha sacado la fortuna? No está casado. Su hermano
  menor es un jefe de estación en el Oeste de Inglaterra. La cátedra le
  proporciona setecientas al año. Y posee un Greuze.


  —¿Y bien?


  —Pues que la conclusión es obvia.


  —Quiere usted decir que tiene grandes ingresos, y que tiene que
  conseguirlos ilegalmente.


  —Exacto. Naturalmente, tengo otros motivos para creerlo así... cantidad
  de hilos insignificantes que conducen vagamente hacia el centro de la
  tela de araña donde está agazapada inmóvil la criatura venenosa. Sólo
  le menciono el Greuze porque es algo que usted mismo pudo observar.


  —Bien, señor Holmes, admito que lo que dice tiene interés. Más que
  interés... es maravilloso. Pero le agradecería que sea algo más claro,
  si está en condiciones de serlo. ¿Es un caso de falsificación, de
  moneda falsa, de atracos? ¿De dónde viene ese dinero?


  —¿Ha leído usted algo sobre Jonathan Wild?


  —Pues, el nombre me suena. ¿No es algún personaje de novela? Yo no me
  dedico mucho a los detectives de novela... Son gente que hacen cosas
  sin que nunca sepa uno cómo se las arreglan. Eso es tener inspiración,
  no oficio.


  —Jonathan Wild no era un detective, ni era un personaje de novela. Era
  un maestro de criminales que vivió en el siglo pasado... hacia mil
  setecientos cincuenta o por el estilo.


  —Entonces no me vale. Yo soy hombre práctico.


  —Señor Mac, lo más práctico que puede hacer usted es encerrarse tres
  meses a leer doce horas diarias los anales del crimen. Todo responde a
  un movimiento cíclico, incluso el profesor Moriarty. Jonathan Wild era
  la fuerza oculta del mundo criminal de Londres, el que vendía su
  cerebro y su organización a los demás criminales por una comisión del
  quince por ciento. La rueda da vueltas y llegamos al mismo radio otra
  vez. Todo lo que vemos ocurrió otras veces, hace tiempo, y volverá a
  suceder. Le voy a decir un par de cosas sobre Moriarty que le pueden
  interesar.


  —No, si bastante me está usted interesando ya.


  —Resulta que yo sé quién es el primer eslabón de la cadena... una
  cadena que enlaza por un lado a ese Napoleón malogrado y por el otro a
  cien pobres diablos de brega, carteristas, chantajistas, fulleros. En
  medio, todo tipo de crímenes. El jefe de estado mayor es el coronel
  Sebastian Moran, tan a salvo, resguardado e inaccesible a la ley como
  el propio Moriarty. ¿Cuánto cree usted que le paga?


  —Me gustaría saberlo.


  —Seis mil al año. A eso se le llama pagar a los cerebros, ya ve, la
  técnica empresarial americana. Este detalle lo supe de casualidad. Es
  más que lo que gana el primer ministro. Con esto tiene usted una idea
  de los beneficios de Moriarty y de la escala a que trabaja. Otro
  detalle. Recientemente me dio por seguir la pista de los cheques de
  Moriarty... los cheques normales e inocentes con que paga las cuentas
  de manutención de la casa. Había talones de seis bancos distintos. ¿No
  le resulta chocante?


  —Es raro, ciertamente. Pero ¿qué conclusión saca usted?


  —Que no quiere que la gente comente sobre su riqueza.


  Nadie tiene que saber cuánto posee. No me cabe duda de que debe de
  tener cuentas en veinte bancos distintos... y el grueso de la fortuna
  en el extranjero, con toda seguridad, en el Deutsche Bank o en el
  Crédit Lyonnais. Alguna vez, cuanto tenga usted un año o dos libres,
  dedíquese a estudiar al profesor Moriarty.

  El inspector MacDonald se había ido interesando más profundamente
  conforme avanzaba la conversación. Había perdido el mundo de vista.
  Pero en este momento su inteligencia práctica de escocés le devolvió,
  con una convulsión de la cabeza, al asunto que tenía entre manos.


  —Pero eso puede aguardar —dijo—, usted nos ha distraído con sus
  interesantes anécdotas, señor Holmes. Lo que en realidad cuenta es su
  observación de que hay alguna relación entre el profesor y este crimen.
  Lo deduce del aviso que le mandó ese Porlock. ¿Podemos ir más allá de
  esto, en lo que respecta a nuestras necesidades prácticas inmediatas?


  —Podemos hacernos alguna idea sobre los motivos del crimen. Según se
  desprende de lo que dijo usted al llegar, es un asesinato sin
  explicación, al menos por ahora. Pues bien, si suponemos que el origen
  del crimen sea el que nos imaginamos, puede haber dos motivos
  distintos. En primer lugar, le puedo decir que Moriarty domina a los
  suyos con unas normas de hierro. Su disciplina es tremenda. El código
  que usa sólo conoce una pena. La muerte. Pues supongamos que ese hombre
  asesinado... ese Douglas, al que aguardaba una suerte conocida por
  alguno de sus subordinados archicriminales, había traicionado al jefe
  de algún modo. Tenía que ser castigado, aunque sólo fuese para
  atemorizar a los demás, y éstos lo sabían.


  —Bien, es una posibilidad, señor Holmes.


  —La otra es que el caso lo haya tramado Moriarty siguiendo su pauta
  normal de actuación. ¿Hubo algún robo?


  —No me lo han dicho.


  —De haberlo, sería un indicio contra la primera hipótesis y a favor de
  la segunda. Moriarty puede haber planeado el atentado con la promesa de
  compartir el botín o también es posible que le hayan pagado para
  planear el asesinato. Caben las dos cosas. Pero en cualquier caso,
  donde hay que buscar la solución es en Birlstone. Conozco demasiado
  bien a nuestro elemento como para pensar que haya dejado algún rastro
  por aquí.


  —Entonces, ¡vamos a Birlstone! —exclamó MacDonald, poniéndose en pie de
  un brinco—. ¡Vaya! Es más tarde de lo que me imaginaba. Caballeros, no
  puedo darles más de cinco minutos para que se arreglen. Sin apelación.


  —Nos sobra a los dos —dijo Holmes, yendo disparado a cambiarse el batín
  por la levita—. Señor Mac, le agradecería que durante el trayecto nos
  ponga al corriente de todo lo que sepa.


  «Todo lo que sepa» resultó ser de una pobreza decepcionante, pero sin
  embargo bastaba para cerciorarnos de que el caso merecía ser examinado
  con la mayor atención y por ojos experimentados. El experto se animó y
  se frotaba las manos al oír los escasos pero notables detalles.
  Llevábamos una serie de semanas de esterilidad, y ahora, por fin, había
  un tema digno de sus grandes cualidades que, como todos los atributos
  sobresalientes, provocaban la desazón del poseedor cuando no tenían en
  qué ejercitarse. El agudo filo de aquella mente se oxidaba y hacía romo
  con la inacción. Cuando algo requería su labor, a Sherlock Holmes le
  brillaba la mirada, le venía algo de color a las pálidas mejillas, y
  todo su aspecto lanzaba destellos de una luz interior. En el simón,
  inclinado hacia adelante, escuchaba atentamente el breve esbozo del
  problema de Sussex que nos hizo MacDonald. El propio inspector, según
  nos explicó, no tenía más datos que una relación apresurada que le
  había traído el tren lechero a primera hora de la mañana. White Mason,
  el funcionario de la localidad, era amigo personal suyo, por lo que
  MacDonald había recibido el aviso mucho antes de lo que suele ocurrir
  en Scotland Yard cuando los de provincias piden ayuda. Al experto
  metropolitano normalmente se le pide que siga pistas ya muy frías.


  «Querido inspector MacDonald —decía la carta que nos leyó—, en sobre
  aparte se solicitan oficialmente sus servicios. Esto es para su
  información. Telegrafíeme qué tren de la mañana puede coger usted para
  Birlstone, y le iré a recibir... o mandaré a alguien en caso de
  encontrarme demasiado ocupado. Este caso es de aúpa. Si puede traerse
  al señor Holmes, por favor, hágalo, pues sin duda le gustará. Parece
  como si todo fuese un montaje teatral, o lo parecería de no ser porque
  hay un hombre muerto por medio. Le digo que es de aúpa.»


  —Su amigo parece sensato —observó Holmes.


  —Desde luego, caballero; White Mason es un hombre muy perspicaz, a mi
  entender.


  —Bien, ¿sabe usted algo más?


  —Sólo que cuando lleguemos nos pondrá al corriente de todos los
  detalles.


  —Entonces, ¿cómo supo usted de señor Douglas y del hecho de que había
  sido horriblemente asesinado?


  —Eso venía en el informe oficial. Y no decía «horriblemente». Ésa no es
  palabra oficialmente reconocida. Daba el nombre de John Douglas.
  Señalaba que la herida la tenía en la cabeza y se la había producido
  una descarga de rifle. También indicaba la hora de la alarma, que fue
  poco antes de medianoche. Añadía que sin duda se trataba de un
  asesinato, pero que no se habían efectuado detenciones, y que el caso
  presentaba algunos rasgos desconcertantes y extraordinarios. Es
  absolutamente todo lo que sabemos por ahora, señor Holmes.


  —Entonces, con su permiso, dejémoslo así, señor Mac. La tentación de
  formar teorías prematuras sobre la base de datos insuficientes es algo
  vedado a los de nuestra profesión. De momento, sólo parece haber dos
  cosas ciertas: un gran cerebro en Londres y un hombre muerto en Sussex.
  Lo que tenemos que descubrir es la cadena que une ambas cosas.


  - 3 -
  LA TRAGEDIA DE BIRLSTONE



  Y ahora voy a pedir licencia para olvidar un momento el proceso seguido
  por mi insignificante persona, y describir los acontecimientos que
  habían ocurrido antes de nuestra llegada al escenario, basándome en lo
  que nosotros supimos luego. Sólo en esta forma podrá el lector hacerse
  idea cabal de los personajes implicados y de la extraña situación en
  que el destino les situó.


  El pueblo de Birlstone es un grupo pequeño y muy antiguo de casitas de
  campo parcialmente entre bosques, situado en el extremo norte del
  condado de Sussex. Permaneció intacto durante siglos, pero en los
  últimos años su aspecto pintoresco y su situación han atraído a cierto
  número de residentes acomodados, cuyas villas emergen de los bosques
  vecinos. Bosques que según la tradición local son el borde del gran
  bosque de Weald, que se estrecha hasta alcanzar las colinas de yeso del
  Norte. Han aparecido algunas tiendas para satisfacer las necesidades de
  la creciente población, por lo que hay posibilidades de que Birlstone
  se transforme pronto de una aldea antigua en un pueblo moderno. Es el
  centro de una zona considerable, ya que Tunbridge Wells, el poblado más
  próximo de cierta relevancia, se encuentra quince o veinte kilómetros
  más al este, lindando con Kent.


  A cosa de un kilómetro del pueblo, en medio de un antiguo parque famoso
  por sus enormes hayas, se encuentra la Torre del Mayorazgo de
  Birlstone. Parte de ese venerable edificio data de los tiempos de la
  primera cruzada, cuando Hugo de Capus construyó una fortaleza en el
  centro del señorío, que le había sido concedido por el Rey Rojo. Esta
  construcción fue destruida en 1543 por un incendio, y algunos de sus
  ennegrecidos sillares se utilizaron en la época jacobina para levantar
  una casa de campo de ladrillo sobre las ruinas del castillo feudal. La
  Torre, con sus numerosos frontones y sus pequeñas ventanas con
  cuarterones romboidales, conservaba bastante bien el aspecto que le
  diera su constructor a principios del siglo xvii. De los dos fosos que
  habían protegido a su más belicoso predecesor, el exterior había sido
  desecado y reducido a la humilde función de huerto. Pero el interior
  seguía rodeando toda la casa, con sus doce metros de anchura, aunque
  ahora tenía poca profundidad. Corría por él un módico caudal, que
  seguía luego su curso, de forma que aquel agua, aunque turbia, nunca
  estaba estancada ni era insana. Las ventanas de la planta baja de la
  casa estaban a unos treinta centímetros de distancia de la superficie
  del agua. El único acceso a la casa era un puente levadizo cuyas
  cadenas y torno se habían oxidado y roto hacía mucho tiempo. Sin
  embargo, los actuales ocupantes de la mansión, con energía
  característica, lo habían restaurado, y a la sazón el puente no sólo
  podía levantarse, sino que efectivamente se levantaba cada tarde y
  bajaba cada mañana. Debido a esta renovación de la costumbre de los
  tiempos feudales, la Torre quedaba de noche convertida en una isla,
  hecho que tuvo una implicación directa en el misterio que pronto iba a
  absorber la atención de toda Inglaterra.


  La mansión había estado abandonada algunos años, y amenazaba con
  convertirse en unas ruinas pintorescas, cuando tomaron posesión de ella
  los Douglas. Esta familia estaba formada sólo por dos individuos, John
  Douglas y su esposa. Douglas era un hombre notable por su carácter y su
  personalidad; podía rondar los cincuenta, y tenía recia mandíbula,
  rostro enérgico y curtido, bigote entrecano, ojos de un gris peculiar y
  una complexión atlética que no había perdido nada de la fuerza y
  actividad de su juventud. Era jovial y afable con todo el mundo, pero
  de modales un tanto extemporáneos, que daban la impresión de que había
  vivido en ambientes sociales de menos categoría que los hacendados de
  Sussex. Sin embargo, aunque sus vecinos, más cultivados, le miraban con
  cierta curiosidad y reserva, adquirió pronto gran popularidad entre los
  aldeanos, adhiriéndose prontamente a todas las iniciativas locales,
  asistiendo a los conciertos y demás funciones, en los que siempre
  estaba dispuesto a obsequiar al auditorio con alguna excelente canción,
  interpretada con voz de tenor notablemente rica. Parecía muy
  acaudalado, y se decía que su fortuna provenía de las minas de oro de
  California. En realidad, tanto él como su esposa habían contado que el
  hombre había pasado en América parte de su vida. A la buena impresión
  causada por su generosidad y talante democrático se añadió la fama de
  ser totalmente indiferente al peligro. Aun siendo mal jinete,
  participaba en todas las competiciones, y la decisión de dominar la
  bestia le había producido las caídas más sorprendentes. Cuando se
  incendió la vicaría, se distinguió también por la valentía con que
  volvió a entrar en el edificio para rescatar bienes una vez que el jefe
  local de bomberos había abandonado la labor por imposible. Con todo
  esto, John Douglas, de la Torre del Mayorazgo, se había labrado en
  cinco años una considerable reputación en Birlstone.


  También su esposa era popular entre los que habían trabado conocimiento
  con ella, aunque, según las costumbres inglesas, era poco frecuente que
  la gente se relacionase con aquella forastera que se había establecido
  en el condado sin más presentaciones. Lo cual no le importaba mucho a
  ella, ya que era de inclinaciones retiradas y daba la impresión de
  andar muy absorbida por la dedicación al marido y a los deberes
  domésticos. Se sabía que era una dama inglesa que había conocido en
  Londres a señor Douglas, viudo para entonces. Era mujer hermosa, alta y
  morena, delgada, unos veinte años más joven que el marido, disparidad
  que en modo alguno parecía entorpecer la alegría de su vida familiar.
  Sin embargo, los que les conocían mejor tuvieron a veces la impresión
  de que la confianza entre ambos no era completa, ya que la esposa o
  bien era muy reticente sobre el pasado de su marido o bien, como
  parecía más probable, estaba muy poco informada al respecto. Algunos
  pocos, muy observadores, creían haberse percatado también de que en
  ocasiones mistress Douglas parecía presa de gran tensión nerviosa, y se
  mostraba sumamente inquieta si el marido ausente regresaba más tarde de
  lo normal. En un rincón de mundo tranquilo, donde cualquier chisme es
  bien recibido, esa debilidad de la señora de la Torre no pasaba
  desapercibida, y la gente lo recordó y amplió cuando se produjeron unos
  acontecimientos que daban a la cosa especial significado.


  Había todavía un tercer individuo que, aunque sólo moraba bajo aquel
  techo de manera intermitente, se encontraba allí en el momento de
  ocurrir los extraños acontecimientos que vamos a relatar, por lo cual
  su nombre alcanzó una notable resonancia pública. Se trataba de Cecil
  James Barker, de Hales Lodge, en Hampstead. La estampa alta y
  desgarbada de Cecil Barker resultaba familiar en la calle mayor del
  pueblo de Birlstone, pues era visitante asiduo y bien recibido en la
  Torre. Se le conocía sobre todo como el único amigo del desconocido
  pasado de señor Douglas que se dejaba ver en su entorno inglés. Era sin
  duda inglés, pero de sus observaciones se deducía claramente que había
  conocido a Douglas en América, y habían sido íntimos allí. Parecía
  hombre de considerable riqueza, y se le creía soltero. Era más joven
  que Douglas, de cuarenta y cinco años como mucho, de tipo alto,
  erguido, ancho pecho, bien afeitado rostro de boxeador, grandes y
  pobladas cejas negras y un par de imponentes ojos negros capaces de
  abrirle camino entre una multitud hostil incluso sin el concurso de sus
  considerables manos. Ni cabalgaba ni cazaba, sino que pasaba el tiempo
  rondando por el viejo pueblo con la pipa en la boca, o paseando en
  coche por el campo con su anfitrión, o con la esposa de éste si él se
  encontraba ausente. «Un caballero agradable y generoso —dijo Ames, el
  mayordomo—. Pero, palabra, no quisiera ser yo quien lo tuviese por
  enemigo.» Mantenía íntima amistad con Douglas, y también era buen amigo
  de la esposa, lo cual debía de haber causado cierta irritación al
  marido en más de una ocasión, hasta el punto de que incluso los criados
  habían podido captarlo. Éste era el tercer personaje, como de la
  familia, cuando sucedió la catástrofe. En cuanto a los restantes
  habitantes de la vetusta mansión, baste mencionar entre los numerosos
  criados al pulido, respetable y capaz Ames y a la señora Allen, persona
  voluminosa y amable que descargaba a la señora de algunos de los
  cuidados domésticos. Los otros seis criados de la casa no guardan
  relación alguna con los acontecimientos de la noche del 6 de enero.


  La primera alarma llegó a las once cuarenta y cinco al cuartelillo de
  la policía local, cuyo responsable era el sargento Wilson, de la
  Policía de Sussex. El señor Cecil Barker, muy excitado, llegó lanzado a
  la puerta y se puso a tocar la campanilla con gran furia. Había
  ocurrido una terrible tragedia en la Torre, el señor John Douglas había
  sido asesinado. Ésa fue la noticia que dio jadeando. Se volvió
  corriendo a la casa, seguido a los pocos minutos por el sargento de
  policía, que llegó al escenario del crimen poco después de las doce,
  tras avisar rápidamente a las autoridades del condado de que había un
  asunto grave.


  Al llegar a la Torre el sargento había encontrado el puente bajado, las
  ventanas iluminadas, y a toda la servidumbre sumida en la mayor
  confusión y alarma. Los lívidos criados formaban un grupo en el
  vestíbulo, mientras el mayordomo se retorcía las manos a la entrada.
  Sólo Cecil Barker parecía dominarse y dominar sus emociones. Había
  abierto la puerta más próxima a la entrada y había indicado al sargento
  que le siguiese. En aquel momento llegaba el doctor Wood, un despierto
  y capaz médico de cabecera del pueblo. Los tres entraron juntos en la
  estancia fatal, siguiéndoles el horrorizado mayordomo, que una vez
  dentro cerró la puerta para mantener a las criadas al margen de la
  terrible escena.


  El difunto yacía de espaldas, con las extremidades extendidas, en el
  centro de la sala. Todo su atuendo era una bata rosa que cubría el
  camisón. En los pies llevaba sólo zapatillas. El doctor se arrodilló
  junto a él, cogiendo para examinarle la lámpara de mano que estaba
  encima de la mesa. Una mirada a la víctima bastó para convencer al
  médico de que allí no tenía nada que hacer. Aquel hombre había sufrido
  heridas terribles. Encima del pecho tenía un arma curiosa, una escopeta
  con los cañones recortados a treinta centímetros de los gatillos. Era
  obvio que la habían disparado a quemarropa, y la víctima había recibido
  toda la carga en el rostro, quedándole la cabeza hecha añicos. Los
  gatillos estaban atados entre sí con un alambre, para hacer más
  destructiva la descarga simultánea.

  El policía rural quedó enervado y apabullado por la tremenda
  responsabilidad que de repente había caído sobre sus hombros.


  —No tocaremos nada hasta que no lleguen mis superiores —dijo, en voz
  baja, mirando con horror aquella cabeza terrible.


  —Nosotros tampoco hemos tocado nada —dijo Cecil Barker—. Yo respondo de
  ello. Tal como usted lo ve lo encontré yo.


  —¿Cuándo fue? —El sargento había sacado la libreta.


  —Exactamente a las once y media. Yo no había empezado aún a desnudarme,
  y me encontraba en mi aposento sentado junto al fuego, cuando oí el
  ruido. No fue muy fuerte, más bien apagado. Bajé corriendo. No creo que
  hubiesen pasado treinta segundos cuando llegué.


  —¿Estaba abierta la puerta?


  —Sí, abierta. Y el pobre Douglas tendido como usted le ve. Encima de la
  mesa ardía la candela de su dormitorio. Fui yo quien encendió la
  lámpara pocos minutos más tarde.


  —¿No vio usted a nadie?

  —No. Oí que la señora Douglas bajaba por las escaleras detrás mío, y me
  precipité a impedir que viese este horror. La señora Allen, el ama de
  llaves, vino y se la llevó. Había llegado Ames, y los dos volvimos a
  entrar corriendo en esta habitación.


  —Pero tengo entendido que de noche el puente levadizo está levantado.


  —Sí, lo estaba hasta que yo lo bajé.


  —Entonces, ¿cómo pudo escaparse ningún asesino? Es imposible. Tiene que
  haberse disparado el tiro el mismo señor Douglas.


  —Eso fue lo primero que pensamos. Pero vea usted —Barker apartó la
  cortina para mostrar que la alta ventana de pequeños cuarterones se
  encontraba totalmente abierta—. ¡Y mire esto! —Bajó la lámpara y señaló
  una mancha de sangre similar a la suela de una bota, en la mesilla de
  madera de la ventana—. Alguien puso pie aquí al marcharse.


  —¿Quiere usted decir que alguien se escapó cruzando el foso?


  —Exactamente.


  —Entonces, si usted estaba en la habitación medio minuto después del
  crimen, en ese mismo momento tenía que estar en el agua.


  —No me cabe duda. Ojalá me hubiese precipitado yo hacia la ventana.
  Pero la cortina la tapaba, como puede usted ver, y a mí ni se me
  ocurrió. Luego oí los pasos de la señora Douglas, y no podía dejarla
  entrar. Hubiera sido demasiado terrible.


  —¡Desde luego! —dijo el doctor, observando el cráneo destrozado y las
  terribles señales que lo rodeaban—. Desde el choque de trenes que hubo
  en Birlstone no he visto heridas como éstas.


  —Pero vamos a ver —observó el sargento de policía, cuyo lento y
  bucólico sentido común seguía todavía cavilando sobre la ventana
  abierta—. Está muy bien lo que dicen de que se escapó un hombre
  cruzando el foso, pero lo que yo les pregunto es cómo consiguió entrar
  en la casa si el puente estaba levantado.


  —Ahí está la cuestión —dijo Barker.


  —¿A qué hora lo izaron?


  —A eso de las seis —dijo Ames, el mayordomo.


  —He oído decir —dijo el sargento—, que normalmente lo levantaban a la
  caída del sol. En esta época del año, esto quiere decir más bien a las
  cuatro y media, no a las seis.


  —La señora Douglas tuvo invitados para el té —dijo Ames—. No pude
  levantarlo hasta que se fueron. Entonces lo levé yo mismo.


  —Total —dijo el sargento—. Si vino alguien de fuera —si vino— tiene que
  haber entrado por el puente antes de las seis, y haberse escondido
  desde entonces hasta que señor Douglas entró en la habitación, pasadas
  las once.


  —Eso mismo. El señor Douglas daba una ronda por la casa cada noche
  antes de retirarse, para ver si las luces estaban en regla. Por eso
  vino acá. El hombre estaba esperando y le disparó. Entonces se escapó
  por la ventana, dejando el arma aquí. Eso es lo que yo deduzco... no
  hay otra explicación ajustada a los hechos.


  Él sargento cogió una tarjeta que se encontraba en el suelo, junto al
  muerto. Llevaba las iniciales V. V. y bajo ellas el número 341, todo
  ello garabateado rudamente con tinta.


  —¿Qué es esto? —dijo levantando la tarjeta. Barker lo miró con
  curiosidad.


  —No lo había visto nunca —dijo—. Debió de dejárselo el asesino.


  —Uve, uve trescientos cuarenta y uno. No puedo entender nada.


  —¿Qué quiere decir uve uve? Tal vez sean algunas iniciales. ¿Qué ha
  encontrado usted ahí, doctor Wood?


  Era un martillo de considerable tamaño que estaba delante del hogar.
  Cecil Barker señaló una caja de clavos con cabeza de cobre que estaba
  en el tablero de la chimenea.


  —Ayer señor Douglas estuvo cambiando los cuadros —dijo—. Yo mismo le vi
  de pie sobre esta silla colocando ahí encima el cuadro grande. Esto da
  razón del martillo.


  —Mejor dejémoslo donde lo encontramos —dijo el sargento rascándole
  perplejo la liada cabeza—. Se necesitarán los mejores cerebros del
  cuerpo para llegar al fondo de este asunto. Sin duda, acabará siendo
  cosa de Londres. —Cogió la lámpara de mano y caminó lentamente por la
  estancia.


  —¡Hola! —exclamó con excitación apartando la cortina de la ventana.


  —¿A qué hora corrieron estas cortinas?


  —Cuando se encendieron las lámparas —dijo el mayordomo—. Serían poco
  más de las cuatro.


  —Aquí ha estado escondido alguien, sin duda. —Bajó la lámpara, y
  resultaron muy visibles unas huellas de botas embarradas, en el
  rincón—. Tengo que reconocer que esto apoya su teoría, señor Barker.
  Parece que el hombre hubiese entrado en la casa después de las cuatro,
  cuando las cortinas estaban corridas, y antes de las seis, cuando se
  levantó el puente. Se metería en esta habitación por ser la primera que
  vio. Como no tenía otro lugar donde esconderse, se metió detrás de las
  cortinas. Todo esto parece bastante claro. Es probable que el objetivo
  fundamental del hombre fuese robar, pero al descubrirle señor Douglas,
  le mató y escapó.


  —Así me pareció a mí —dijo Barker—. Pero lo que yo me pregunto es si no
  estaremos perdiendo tiempo. ¿No se podría registrar toda la zona
  inmediatamente, antes de que ese tipo se aleje?


  El sargento lo pensó un momento.


  —No hay trenes hasta las seis de la mañana, o sea que no puede irse por
  ferrocarril. Si va por carretera con las piernas chorreando, es
  probable que llame la atención. De todos modos, yo no puedo irme de
  aquí hasta que me releven. Y creo que ninguno de ustedes debería irse
  hasta que tengamos más claro en qué situación estamos todos.


  El doctor había cogido la lámpara y estaba examinando cuidadosamente el
  cadáver.


  —¿Qué señal es esta? —preguntó—. ¿Puede tener esto alguna relación con
  el crimen?


  El brazo derecho del fallecido estaba remangado hasta el codo. En el
  centro del antebrazo había un curioso dibujo marrón, un triángulo
  dentro de un círculo, que resaltaba con notable relieve sobre la piel
  color manteca.


  —Esto no es un tatuaje —dijo el doctor, mirando con las lentes—. Nunca
  vi nada parecido. Este hombre fue marcado en alguna época, lo mismo que
  marcan al ganado. ¿Qué significa esto?


  —Yo no sé qué significa —dijo Cecil Barker—; pero siempre vi esta señal
  en el brazo de Douglas, desde hace diez años.


  —Yo también —dijo el mayordomo—. Lo he observado muchas veces cuando el
  amo se remangaba. Me pregunté siempre qué podía ser.


  —Entonces, en cualquier caso no tiene nada que ver con el crimen —dijo
  el sargento—. Pero no deja de ser algo extraño. En este caso todo es
  extraño. Bien, ¿qué sucede ahora?


  El mayordomo había lanzado una exclamación de asombro, y señalaba la
  mano abierta del difunto.


  —¡Le han quitado el anillo de boda! —susurró.


  —¿Cómo?


  —Sí, lo que oye. El amo siempre llevaba el anillo de boda, de oro,
  plano, en el dedo meñique de la mano izquierda. Ese anillo que tiene un
  nudo grueso estaba encima del otro, y el anillo con la serpiente
  retorcida en el dedo de en medio. Están los otros dos, pero falta el de
  boda.


  —¡Tiene razón! —dijo Barker.


  —¿Y me dice usted —dijo el sargento—, que el anillo de boda estaba
  debajo del otro?


  —Siempre.


  —Entonces el asesino, o quien fuese, primero sacó este anillo que usted
  llama del nudo, luego el de boda, y luego puso otra vez el anillo de
  nudo.


  —Así es.


  El valioso policía rural meneó la cabeza.


  —A mí me parece que cuanto antes se meta Londres en este caso, mejor
  —dijo—. White Mason es muy perspicaz. Ha estado a la altura de todos
  los trabajos locales. Pronto estará aquí para echarnos una mano. Pero
  me imagino que para poder resolver este asunto tendrá que recurrir a
  Londres. En cualquier caso, yo no tengo reparos en reconocer que esto
  es demasiado espeso para un hombre como yo.


  - 4 -
  OSCURIDAD



  A las tres de la madrugada, el principal investigador de Sussex,
  respondiendo a la llamada urgente del sargento Wilson, de Birlstone,
  llegaba desde la jefatura en un coche ligero del que tiraba un trotón
  sin aliento. Mandó el mensaje a Scotland Yard en el tren de las cinco
  cuarenta, y a las doce en punto se encontraba en la estación de
  Birlstone para recibirnos. señor White Mason era una persona tranquila,
  de aspecto apacible, traje amplio de tweed, rostro colorado y bien
  afeitado, cuerpo recio y vigoroso, piernas arqueadas calzadas con botas
  de media caña. Tenía el aspecto de un pequeño campesino, un guarda
  rural retirado o cualquier otro oficio imaginable salvo el de un buen
  espécimen de funcionario provincial de asuntos criminales.


  —Un caso verdaderamente de aúpa, señor MacDonald —seguía repitiendo—.
  En cuanto se enteren los periodistas, vamos a tenerlos encima como
  moscones. Espero que hayamos hecho nuestro trabajo antes de que vengan
  a meter la nariz y borrar todas las pistas. Yo no puedo recordar nada
  parecido a esto. Hay algunos extremos que si no me equivoco le
  corresponderán a usted, señor Holmes. Y otros a usted, doctor Watson,
  porque los médicos tendrán bastante que decir en el curso de la
  investigación. Se alojan ustedes en el Westville Arms. No hay otro
  lugar, pero me han dicho que es limpio y con buen servicio. Este hombre
  les llevará el equipaje. Por aquí, caballeros, pasen ustedes, por
  favor.


  Aquel investigador de Sussex era un personaje muy activo y genial. A
  los diez minutos estábamos en nuestros aposentos. Diez minutos más
  tarde nos encontrábamos sentados en el salón de la posada para recibir
  un breve esbozo de los acontecimientos que se han explicado en el
  capítulo anterior. MacDonald tomaba ocasionalmente alguna nota,
  mientras que Holmes permanecía absorto con la expresión de sorpresa y
  reverente admiración con que examina un botánico alguna flor rara y
  preciosa.


  —¡Curioso! —dijo, cuando se terminó la relación de hechos—. ¡Sumamente
  curioso! Me resulta difícil evocar ningún caso de rasgos tan
  peculiares.


  —Me imaginé que diría usted algo así, señor Holmes —dijo sumamente
  complacido White Mason—. En Sussex estamos muy al día. Les he contado a
  ustedes lo que había hasta el momento en que me informó el sargento
  Wilson, entre las tres y las cuatro de esta mañana. Palabra que le
  arreé a la vieja jaca todo lo que pude. Pero resultó que no hacía falta
  apresurarse tanto, pues en lo inmediato no podía dar ningún paso. El
  sargento Wilson había recogido todos los datos. Yo los verifiqué y
  analicé, y tal vez añadí alguno más.


  —¿Cuál más? —preguntó ávido Holmes.


  —Bien, en primer lugar hice examinar el martillo. Pude contar con la
  ayuda del doctor Wood. No encontramos en él ningún signo de violencia.
  Yo pensé que si el señor Douglas se había defendido con el martillo
  podría haber dejado señalado al asesino antes de caer derribado. Pero
  no había manchas.


  —Naturalmente, esto no demuestra nada —observó el inspector MacDonald—.
  Ha habido muchos asesinatos con martillo que no han dejado trazas en
  éste.


  —Exactamente. Eso no demuestra que no se utilizase. Pero podría haber
  habido manchas, y eso nos hubiera ayudado. De hecho, no las había.
  Entonces examiné el arma. Llevaba cartuchos de grueso calibre y, tal
  como había observado el sargento Wilson, los gatillos se encontraban
  atados entre sí con alambre, de forma que con apretar uno se
  descargaban los dos cañones. El que preparó lodo esto estaba decidido a
  que no se le escapase la presa. Como llevaba los cañones recortados, la
  escopeta no medía más que sesenta centímetros, con lo que se podía
  llevar cómodamente bajo la levita. No aparecía ninguna marca completa,
  pero en las estrías de en medio de los cañones se podían leer las
  letras PEN. El resto del nombre estaba borrado.


  —¿Una «P» grande con una floritura en lo alto... la «e» y la «n»
  pequeñas? —preguntó Holmes.


  —Exactamente.


  —Pennsylvania Small Arm Company... una firma americana muy conocida
  —dijo Holmes.


  White Mason contemplaba a mi amigo como el médico de aldea mira al
  especialista de Harley Street que con una palabra puede resolver
  dificultades para él insuperables.


  —Esto es un buen dato, señor Holmes. Sin duda tiene usted razón.
  ¡Maravilloso! ¡Maravilloso! ¿Se sabe usted de memoria los nombres de
  todos los fabricantes de armas del mundo?


  Holmes eludió el tema con un ademán.


  —No cabe duda de que es un arma americana —continuó White Mason—. Creo
  haber leído que la escopeta de cañones recortados es un arma que se
  utiliza en algunas partes de América. Esto se me había ocurrido incluso
  antes de saber lo del nombre que viene en el arma. En definitiva, hay
  indicios de que ese individuo que entró en la casa y mató al dueño era
  un americano.


  Mac Donald meneó la cabeza.


  —Pero hombre, va usted demasiado aprisa —dijo—. Todavía no tengo
  ninguna prueba de que apareciese por la casa ningún forastero.


  —La ventana abierta, la sangre en el alféizar, esa tarjeta rara,
  huellas de botas en el rincón, el arma.


  —Todo eso puede ser un montaje. El señor Douglas era americano, o había
  vivido mucho tiempo en América. Lo mismo que el señor Barker. No es
  necesario importar ningún americano para explicar los indicios
  americanos.


  —Ames, el mayordomo…


  —¿Qué hay de él? ¿Es de fiar?


  —Estuvo diez años con sir Charles Chandos... es firme como una roca. Ha
  estado con Douglas desde el mismo momento en que se quedó con la Torre,
  hace cinco años. Nunca ha visto un arma de este tipo en la casa.


  —Es un arma ideada para que se pueda ocultar. Por eso llevaba los
  cañones recortados. Podía caber en cualquier cajón. ¿Cómo puede jurar
  que no había un arma así en la casa?


  —Bien, en cualquier caso él nunca la había visto.


  MacDonald meneó su obstinada cabeza de escocés.


  —Todavía no estoy convencido de que haya entrado ningún forastero en
  esa casa —dijo—. Les ruego que consideren... —conforme se enfrascaba en
  la argumentación, se le notaba más el acento de Aberdeen—. Les ruego
  que consideren lo que significa suponer que esa escopeta la introdujo
  en la casa alguien de fuera y que todo eso lo hizo alguien de fuera.
  ¡Pero es que es inconcebible! Atenta contra el sentido común. Señor
  Holmes, quiero plantearle los problemas que veo a partir de lo que nos
  han contado.


  —Bien, defienda su posición, señor Mac —dijo Holmes con el más rancio
  tono judicial.


  —Suponiendo que ese individuo exista, no es un ladrón. Lo del anillo y
  la tarjeta sugieren que se trata de un asesinato premeditado por
  razones personales. Muy bien. Entonces tenemos a un hombre que se
  introduce furtivamente en una casa con la intención deliberada de
  perpetrar un asesinato. Lo primero que ese hombre tendrá en cuenta es
  que le resultará difícil escapar porque la casa está rodeada de agua.
  ¿Qué arma se le ocurre elegir? Lo normal sería escoger el arma más
  silenciosa del mundo. Con eso tendría esperanzas de que una vez
  cometido el asesinato podría escapar sigilosamente por la ventana,
  cruzar el foso y alejarse tranquilamente. Sería razonable. Pero es
  incomprensible que se le ocurra llevarse el arma más ruidosa que pudo
  encontrar, sabiendo que al usarla todos los habitantes de la casa se
  precipitarían hacia el lugar de los hechos, ¡y que con toda
  probabilidad le descubrirían antes de poder cruzar el foso. ¿Resulta
  esto creíble, señor Holmes?


  —Bien, ha argumentado usted con fuerza —señaló mi amigo, pensativo—.
  Desde luego, la hipótesis del forastero exige explicar muchas cosas.
  Señor White Mason, ¿puedo preguntarle si examinó usted inmediatamente
  el borde exterior del foso, para ver si había señales de que alguien
  hubiese trepado por allí saliendo del agua?


  —No había ninguna señal, señor Holmes. Pero es una pared de piedra, y
  difícilmente pueden quedar huellas en ella.


  —¿Ninguna huella? ¿Nada?


  —Nada.


  —¡Ajá! señor White Mason, ¿tendría usted inconveniente en llevarnos
  ahora mismo a la casa? Es posible que encontremos algún detalle
  significativo.


  —Es lo que iba a proponer, señor Holmes, pero pensé que era mejor
  ponerles en antecedentes previamente. Supongo que si usted encuentra
  algo que le llame la atención... —White Mason miraba indeciso al
  amateur.


  —Yo he trabajado anteriormente con señor el Holmes —dijo el inspector
  MacDonald—. Es del oficio…


  —Entendido a mi manera, de todos modos —dijo Holmes sonriendo—. Cuando
  yo me meto en un caso lo hago para colaborar con los objetivos de la
  justicia y con el trabajo de la policía. Si alguna vez me he separado
  de los funcionarios, se debió a que ellos se separaron antes de mí. No
  quiero apuntarme ningún tanto a expensas de ellos. Al mismo tiempo,
  señor White Mason, yo reclamo el derecho a trabajar a mi modo y ofrecer
  mis conclusiones en el momento que me parezca oportuno... mejor
  conclusiones completas que paso a paso.


  —Ni que decir tiene que para nosotros es un honor su presencia y el
  hacerle partícipe de todo lo que sabemos —dijo cordialmente White
  Mason—. Vamos, doctor Watson, que todos esperamos tener a su tiempo un
  lugar en su libro.


  Caminamos por la pintoresca calle del pueblo, que tenía una hilera de
  olmos podados a cada lado. Al final, encontramos dos antiguos pilares
  de piedra, desgastados por el tiempo y llenos de líquenes, que en lo
  alto ostentaban un bulto informe, en tiempos el león rampante de Capus
  de Birlstone. Dimos un breve paseo por el camino serpenteante, bordeado
  por matorrales y robles como los que se suelen ver en la Inglaterra
  rural; luego dimos un brusco viraje y apareció delante nuestro la baja
  y alargada mansión jacobea de ladrillo ocre descolorido, con jardín de
  tejos recortados, al modo antiguo, a ambos lados. Al acercarnos, vimos
  el puente levadizo de madera y el amplio y hermoso foso, tan calmo y
  luminoso como el mercurio cuando le da el frío sol de invierno. Por
  aquella vetusta Torre del Mayorazgo habían pasado tres siglos, cientos
  de nacimientos y escenas familiares, danzas campestres y reuniones de
  cazadores de zorros. Resultaba insólito que ahora, en la vejez,
  aquellos venerables muros se viesen ensombrecidos por aquel siniestro
  asunto. Y sin embargo, aquellas bóvedas puntiagudas y aquellos
  descoloridos frontones eran rincón apropiado para una intriga sórdida y
  terrible. Al contemplar las hundidas ventanas y la larga fachada
  descolorida y gastada por mil aguas, tuve la sensación de que no podía
  haber escenario más idóneo para una tragedia como aquella.


  —Ésa es la ventana —dijo White Mason—; la primera a la derecha del
  puente. Está abierta tal como la encontraron anoche.


  —Parece bastante estrecha como para que pase un hombre.


  —Bien, lo que está claro es que no sería un hombre gordo. Para eso no
  se precisaba su talento deductivo, señor Holmes. Pero usted o yo
  podríamos escabullimos perfectamente por ahí.


  Holmes caminó hasta el borde del foso y contempló el espacio que le
  separaba de la casa. Luego examinó el borde de piedra y la hierba que
  lo rodeaba.


  —He mirado bien, señor Holmes —dijo White Mason—. Ahí no hay nada;
  ninguna señal de que alguien pueda haber salido del agua. Pero no tenía
  por qué dejar señales.


  —Exactamente. No tenía por qué. El agua, ¿está siempre turbia?


  —Suele tener este color. Esta corriente trae arcilla.


  —¿Qué profundidad tiene?


  —Unos sesenta centímetros a los lados y noventa en el centro.


  —O sea que podemos descartar la posibilidad de que el individuo se haya
  ahogado al atravesarlo.


  —Claramente; ni un chiquillo se ahogaría.


  Cruzamos el puente, y fuimos recibidos por una persona escuálida,
  avejentada y seria, que era el mayordomo, Buttler. El pobre hombre aún
  estaba lívido y tembloroso de resultas del golpe. El sargento del
  pueblo, hombre alto, formal y taciturno, todavía hacía guardia en la
  estancia fatal. El doctor se había ido.


  —¿Algo nuevo, sargento Wilson? —preguntó White Mason.


  —No, señor.


  —Entonces puede irse a casa. Bastante ha aguantado ya. Si le
  necesitamos, le llamaremos. Mejor que el mayordomo vigile afuera.
  Dígale que advierta al señor Cecil Barker, a la señora Douglas y al ama
  de llaves que tal vez nos interese hablar con ellos. Y ahora,
  caballeros, tal vez me permitirán que les exponga los puntos de vista a
  que he llegado, para que ustedes puedan hacerse su propia idea.


  Aquel especialista rural me impresionaba. Se aferraba a los hechos y
  tenía un cerebro frío, claro, de gran sentido común. Podía llegar lejos
  en la profesión. Holmes le escuchaba con atención, sin ninguna señal de
  esa impaciencia que frecuentemente le producían los elementos
  oficiales.


  —¿Es suicidio o es asesinato?... Ésta es la primera pregunta que
  tenemos que hacernos, ¿no les parece, caballeros? Si fuese suicidio,
  tendríamos que creer que ese hombre empezó por quitarse el anillo de
  boda y ocultarlo; luego se vino aquí en bata, pateó con botas
  embarradas el rincón de detrás de la cortina para simular que le había
  estado aguardando alguien, abrió la ventana, puso sangre en ella…


  —Esto podemos descartarlo con seguridad —dijo MacDonald.


  —Lo mismo pienso. El suicidio está descartado. Entonces ha habido
  asesinato. Y tenemos que determinar si lo hizo alguien de dentro de la
  casa o de fuera.


  —Bien, oigamos su razonamiento.


  —Por los dos lados chocamos con dificultades importantes, pero tiene
  que ser una de las dos cosas. En primer lugar supondremos que el crimen
  lo cometió alguna persona o personas de dentro de la casa. Trajeron a
  este hombre aquí en una hora en que todo estaba silencioso, pero nadie
  dormía todavía. Entonces procedieron a conseguir su objetivo con el
  arma más rara y ruidosa del mundo, como para advertir a todo el mundo
  de lo que había sucedido. Un arma que no había sido vista anteriormente
  en la casa. De entrada, yo diría que no parece muy verosímil.


  —Ciertamente.


  —Bien, luego, todo el mundo está de acuerdo en que a partir de la
  alarma no pasó ni un minuto antes de que acudiese toda la servidumbre,
  y no sólo el señor Cecil Barker, aunque él afirma que fue el primero,
  pero vinieron también Ames y todos los demás. No me van a decir ustedes
  que en ese tiempo el culpable se las arregló para poner huellas en la
  esquina, abrir la ventana, poner sangre en la mesilla, quitarle al
  difunto el anillo de boda, etcétera. ¡Es imposible!


  —Esto es claro —dijo Holmes—. Me inclino a darle la razón.


  —Bien, entonces tenemos que pasar a la teoría de que lo hizo alguien de
  fuera. Tenemos también algunos problemas importantes pero que, de todos
  modos, han dejado de resultar imposibles. El hombre entró en la casa
  entre las cuatro y media y las seis, es decir entre el atardecer y el
  momento en que se levantó el puente. Había habido visitas, y la puerta
  estaba abierta, o sea que muy bien podía entrar. Pudo ser un ladrón
  común, o bien alguien que tuviese algo personal contra señor Douglas.
  Como señor Douglas pasó la mayor parte de su vida en América, y esa
  arma parece americana, la teoría de un ajuste de cuentas personal
  parece muy verosímil. Entró en esta habitación porque fue la primera
  que encontró, y se metió detrás de la cortina. Permaneció allí hasta
  pasadas las once de la noche. Entonces entró señor Douglas en la
  estancia. Hablaron poco, si es que hablaron, pues la señora Douglas
  afirma que su marido la había dejado unos pocos minutos antes de oírse
  el tiro.


  —Esto lo revela la candela —dijo Holmes.


  —Exactamente. La candela, que era nueva, no ardió más de un centímetro.
  Tuvo que dejarla en la mesa antes de ser atacado, pues de otro modo
  habría ido a dar en el suelo con él. Esto muestra que no fue atacado en
  el instante en que entró en la habitación. Cuando señor Barker llegó,
  encendió la lámpara y apagó la candela.


  —Todo bastante claro.


  —Bien, entonces podemos reconstruir lo ocurrido de la siguiente forma.
  El señor Douglas entra en la habitación. Deja la candela. Sale un
  hombre de detrás de la cortina. Lleva esa arma. Le pide el anillo de
  boda... Dios sabe por qué, pero tuvo que ser así. El señor Douglas se
  lo entrega. Entonces, bien a sangre fría, bien en el curso de una lucha
  —Douglas pudo coger el martillo que se encontró en el hogar— mató a
  Douglas de esta terrible forma. Dejó el arma y al parecer también esa
  extraña tarjeta «V. V. 341», a saber qué significa, y se escapó por la
  ventana y cruzando el foso en el mismo momento en que Cecil Barker
  descubría el crimen. ¿Qué tal, señor Sherlock Holmes?


  —Muy interesante, pero no acaba de convencerme.


  —Pero hombre, sería completamente absurdo, a no ser que cualquier otra
  explicación resulte peor aún —exclamó MacDonald—. Alguien mató a este
  hombre, pues bien, fuese quien fuese tendría que haberlo hecho de otra
  forma. ¿Qué significa dejar que le puedan cortar la retirada? ¿Qué
  significa utilizar esta arma cuando la única oportunidad para escapar
  era el silencio? Vamos, señor Holmes, creo que tiene que darnos usted
  alguna pista, ya que dice que la teoría del señor White Mason no acaba
  de convencer.


  Holmes había estado todo el rato con mucha atención, moviendo la mirada
  en todas direcciones, al tiempo que no se perdía palabra. Tenía la
  frente fruncida, arqueaba las cejas.


  —Querría tener algunos datos más antes de establecer una teoría, señor
  Mac —dijo, arrodillándose junto al cadáver—. ¡Por Dios! Esta herida es
  realmente impresionante. ¿Podría venir un instante el mayordomo?...
  Ames, tengo entendido que usted vio muchas veces esta insólita señal en
  el brazo de señor Douglas, un triángulo marcado a fuego dentro de un
  círculo.


  —Muchas veces, señor.


  —¿No oyó nunca ninguna suposición sobre lo que significaba?


  —No, señor.


  —Tuvo que causar un gran dolor en el momento de grabarlo. Sin duda,
  está hecho con hierro de marcar. Vamos a ver, Ames, observo que en la
  esquina de la mandíbula señor Douglas lleva un pedacito de esparadrapo.
  ¿Observó usted esto en vida?


  —Sí, señor; ayer por la mañana se hizo un corte al afeitarse.


  —¿Le había ocurrido otras veces?


  —Hacía mucho tiempo que no se cortaba, señor.


  —¡Interesante! —dijo Holmes—. Naturalmente, cabe que sea una simple
  coincidencia, pero puede indicar cierto nerviosismo, y por tanto que es
  posible que tuviese conciencia de peligro. ¿Notó usted algo inusual en
  su comportamiento ayer, Ames?


  —Me llamó la atención que parecía un tanto inquieto y excitado, señor.


  —¡Ajá! Tal vez el ataque no fuese completamente inesperado. Yo diría
  que algo avanzamos, ¿no? Tal vez prefiera hacer preguntas usted, señor
  Mac.


  —No, señor Holmes. Hay quien atina más.


  —Bien, bien, entonces pasemos a esta tarjeta: «V. V. 341». Es una
  cartulina gruesa. ¿Tienen material de este tipo en la casa?


  —Creo que no.


  Holmes fue hasta el escritorio y echó algo de tinta de cada tintero en
  el secante.


  —Esto no está escrito en esta habitación —dijo—; es tinta negra, y la
  otra roja. Lo escribieron con una pluma gruesa, y estas son finas. No,
  esto se hizo en otra parte, a mí entender. ¿Entiende usted algo de esta
  inscripción, Ames?


  —No, señor, nada.


  —¿Qué piensa usted, señor Mac?


  —Me da la impresión de algún tipo de sociedad secreta. Lo mismo que el
  emblema del brazo.


  —Eso pienso yo también —dijo White Mason.


  —Bien, podemos adoptar esta hipótesis de trabajo, y ver hasta qué punto
  hemos resuelto los problemas. Un agente de esa sociedad penetra en la
  casa, aguarda a señor Douglas, casi le arranca la cabeza con esa arma y
  se escapa cruzando el foso, después de dejar al difunto una tarjeta que
  cuando sea mencionada en los periódicos advertirá a todos los demás
  miembros de la sociedad de que la venganza se ha consumado. Todo esto
  encaja. Pero ¿y por qué esa arma?


  —Exactamente.


  —¿Y por qué falta el anillo?


  —Exacto.


  —¿Y por qué no se ha detenido a nadie? Ya son más de las dos. Doy por
  supuesto que desde la madrugada todos los policías en setenta
  kilómetros a la redonda están tratando de dar con un forastero mojado.


  —Así es, señor Holmes.


  —Pues entonces, a no ser que tenga un refugio próximo o una muda
  preparada, difícilmente puede escapárseles. Y sin embargo, hasta ahora
  se les ha escapado. —Holmes había ido a la ventana y estaba examinando
  con la lente la huella de sangre de la ventana—. Esto es claramente una
  señal de calzado. Es muy ancha... Más bien induce a pensar en un
  calzado flexible, que se ensancha. Y en cambio, las huellas del rincón
  parecen denotar un calzado más ajustado. Sin embargo, ciertamente, son
  muy borrosas. ¿Qué es eso que está debajo de la mesa lateral?


  —Las pesas del señor Douglas —dijo Ames.


  —Pesa... aquí sólo hay una. ¿Dónde está la otra?


  —No lo sé, señor Holmes. Es posible que sólo hubiese una. Hace meses
  que no las veía.


  —¡Una pesa!... —dijo Holmes, muy serio, pero sus observaciones fueron
  interrumpidas por unos golpes en la puerta. Apareció un hombre alto,
  tostado, de aspecto respetable, bien afeitado. No me costó imaginar que
  era el Cecil Barker de que había oído hablar. Sus ojos imponentes
  recorrieron rápidamente todos los rostros, con expresión interrogativa.


  —Lamento interrumpir su consulta —dijo—. Pero tienen que saber ustedes
  la última noticia.


  —¿Una detención?


  —No ha habido tanta suerte. Pero han hallado la bicicleta. Ese hombre
  se dejó la bicicleta. Vengan ustedes a ver. Está a menos de cien metros
  de la puerta de entrada.


  Encontramos a tres o cuatro mozalbetes y mirones en el camino,
  observando una bicicleta que habían sacado de unos matorrales donde
  estaba escondida. Era una Rudge-Whitworth muy usada, sucia como por un
  largo viaje. Llevaba una bolsa lateral con una llave y algo de aceite,
  pero no había indicación alguna sobre el propietario.


  —Sería una gran ayuda para la policía —dijo el inspector—, que estas
  cosas estuviesen numeradas y registradas. Pero tenemos que agradecer lo
  que hemos encontrado. Si no podemos saber a dónde se fue, al menos es
  muy posible que averigüemos de dónde vino. Pero por todos los diablos,
  ¿a qué viene que ese sujeto se dejase la bicicleta? ¿Y cómo consiguió
  irse sin ella? No conseguimos ni un rayo de luz en este caso, señor
  Holmes.


  —¿Usted cree? —respondió mi amigo, pensativo—. No lo tengo tan claro.


  - 5 -
  LOS PERSONAJES DEL DRAMA



  —¿Han visto ustedes todo lo que desean del estudio? —preguntó White
  Mason cuando volvimos a entrar en la casa.


  —Por el momento —dijo el inspector; y Holmes asintió.


  —En tal caso, tal vez deseen oír el testimonio de alguna gente de la
  casa... Podríamos usar el comedor, Ames. Por favor, venga usted primero
  y díganos lo que sabe.


  La relación del mayordomo fue simple y clara, y daba una convincente
  impresión de sinceridad. Le habían contratado cinco años antes, cuando
  el señor Douglas se instaló en Birlstone. Tenía entendido que el señor
  Douglas era un caballero rico que había hecho fortuna en América. Era
  un patrón amable y considerado... tal vez no correspondía exactamente a
  los hábitos de Ames, pero no se puede pedir todo. Nunca había visto en
  señor Douglas señales de aprensión... al contrario, era el hombre más
  valiente que había conocido. Ordenó que se levase el puente cada noche
  porque era la antigua costumbre de la mansión, y le gustaba mantener
  los usos antiguos. El señor Douglas rara vez iba a Londres ni dejaba el
  pueblo, pero el día antes del crimen había estado de compras en
  Tunbridge Wells. A partir de aquel día, él, Ames, había observado
  cierta inquietud y excitación en el señor Douglas, pues parecía
  impaciente e irritable, cosa extraña en él. La noche de los hechos él
  no se había acostado, sino que estaba en la trasera de la casa, en la
  antecocina, guardando la vajilla de plata, cuando oyó que tocaban la
  campanilla con gran violencia. No oyó ningún disparo, pero era difícil
  que lo oyese, pues la cocina y dependencias anejas se encuentran al
  fondo de la casa, y había varias puertas cerradas y un largo pasillo en
  medio. El ama de llaves había salido de su aposento, atraída por los
  campanillazos. Fueron juntos hacia la parte delantera de la casa. Al
  llegar al pie de la escalera vieron que la señora Douglas bajaba. No,
  no iba muy aprisa ni le pareció que estuviese particularmente agitada.
  En el momento en que ella llegaba al pie de la escalera el señor Barker
  salió corriendo del estudio. Detuvo a la señora Douglas y le rogó que
  se apartase.


  —¡Por el amor de Dios, vuelva a su habitación —exclamó—. El pobre Jack
  ha muerto. No puede usted hacer nada. ¡Por el amor de Dios, vuélvase!


  Después de insistir un poco, la señora Douglas se volvió. No gritó. No
  dio ningún grito. La señora Allen, el ama de llaves, se la llevó arriba
  y estuvo con ella en el dormitorio. Ames y el señor Barker volvieron
  entonces al estudio, donde hallaron todo exactamente como lo vio la
  policía. La candela no estaba encendida entonces, la lámpara sí. Habían
  mirado por la ventana, pero la noche era muy oscura y no se podía ver
  ni oír nada. Luego habían salido corriendo al vestíbulo, y Ames le dio
  al torno que bajaba el puente. Entonces, el señor Barker se fue a toda
  prisa hacia la policía.


  En lo fundamental, este fue el testimonio del mayordomo.


  La declaración de la señora Allen, el ama de llaves, corroboraba la de
  su compañero de servicio en los extremos que ella conocía. Su aposento
  se encontraba algo más cerca de la fachada que de la parte posterior de
  la casa donde había estado trabajando Ames. Se estaba disponiendo a
  acostarse cuando le llamaron la atención unos fuertes campanillazos.
  Era un poco dura de oído. Tal vez por eso no había oído el disparo,
  pero de todos modos el estudio quedaba algo lejos. Recordaba haber oído
  algo que se imaginó sería un portazo. Pero había sido mucho antes...
  por lo menos media hora antes de que tocase la campanilla. Cuando señor
  Ames corrió hacia la entrada de la casa, fue con él. Vio al señor
  Barker, muy pálido y excitado, que salía del estudio. Interceptó a la
  señora Douglas, que bajaba por la escalera. La conminó a que se
  volviese, y ella le respondió, pero el ama no pudo oír lo que decía.


  —¡Llévela arriba! ¡Quédese con ella! —dijo el hombre a la señora Allen.


  Ella la condujo a la habitación y se esforzó por consolarla. La dama se
  encontraba muy excitada, temblaba de pies a cabeza, pero no hizo ningún
  nuevo intento de ir abajo. Permaneció sentada en el tocador anejo al
  dormitorio, con la cabeza hundida entre las manos. La señora Allen pasó
  con ella la mayor parte de la noche.


  En cuanto al resto de la servidumbre, se habían ido a acostar, y la
  alarma no les llegó hasta poco antes de que viniese la policía. Dormían
  en el extremo trasero de la casa, y no podían oír nada.


  Esto contó el ama de llaves, que al hacerle preguntas fue incapaz de
  añadir otra cosa que lamentos y expresiones de asombro.


  El señor Cecil Barker sucedió como testigo a la señora Allen. En cuanto
  a lo sucedido la noche anterior, tenía muy poco que añadir a lo que
  había contado ya a la policía. Personalmente, estaba convencido de que
  el asesino se había escapado por la ventana. Al respecto, la mancha de
  sangre era en su opinión una prueba incontestable. Además, como el
  puente estaba levantado no había otra escapatoria. No podía explicar
  qué se había hecho del asesino, por qué no se había llevado la
  bicicleta, si efectivamente era suya. Era imposible que se hubiese
  ahogado en el foso, que en ningún punto tenía más profundidad que
  noventa centímetros.


  Sus reflexiones le habían conducido a una teoría muy definida sobre el
  asesinato. Douglas era un hombre muy reservado, y nunca hablaba de
  ciertos capítulos de su vida. Había emigrado muy joven de Irlanda a
  América. Le fue bien, y Barker le conoció en California, donde se
  hicieron socios en un yacimiento que fue un éxito, en un lugar llamado
  Cañón de Benito. El negocio prosperaba, pero de repente Douglas vendió
  y se fue a Inglaterra. En aquella época era viudo. Barker realizó más
  tarde el valor de su parte y se vino a vivir a Londres. Con esto
  reanudaron la antigua amistad. Douglas le había dado la impresión de
  estar amenazado por algún peligro, y a él siempre le dio que pensar la
  repentina marcha de California, y también el que alquilase una casa en
  un lugar tan tranquilo de Inglaterra. Lo relacionaba con ese supuesto
  peligro. Imaginaba que había alguna sociedad secreta, alguna
  organización implacable, que seguía la pista de Douglas dispuesta a no
  descansar hasta matarle. Es lo que le habían sugerido algunas
  afirmaciones de él, aunque él nunca le dijo de qué sociedad se trataba,
  ni qué tenía contra él. No podía menos de suponer que la inscripción de
  la cartulina hacía referencia a tal sociedad secreta.


  —¿Cuánto tiempo estuvo usted con Douglas en California? —preguntó el
  inspector MacDonald.


  —Cinco años en total.


  —¿Dice usted que era soltero?


  —Viudo.


  —¿Ha oído usted decir de dónde provenía su primera esposa?


  —No; recuerdo que él dijo que era de origen sueco, y vi un retrato de
  ella. Era una mujer muy hermosa. Murió de tifus el año antes de conocer
  yo a Douglas.


  —¿No relaciona usted el pasado de Douglas con ninguna parte concreta de
  América?


  —Le había oído hablar de Chicago. Conocía bien esa ciudad y había
  trabajado allí. También le oí hablar de los distritos del carbón y el
  hierro. En su tiempo debió de viajar mucho.


  —¿Era político? ¿Tenía que ver algo con la política esa sociedad?


  —No; no le importaba en absoluto la política.


  —¿No tiene usted razón ninguna para pensar que fuese un criminal?


  —Al contrario, en mi vida he conocido hombre más recto.


  —¿Tenía algo de particular su vida en California?


  —Prefería permanecer en nuestro yacimiento, en las montañas,
  trabajando. Si podía evitarlo, nunca iba a lugares donde hubiese gente.
  Es lo primero que me hizo pensar en que alguien le perseguía. Luego se
  fue tan de repente para Europa que me convencí de que así era. Creo que
  debió de tener algún tipo de aviso. No había pasado una semana desde su
  marcha cuando media docena de hombres se presentaron preguntando por
  él.


  —¿Qué tipo de hombres?


  —Pues eran un grupo de gente hosca y fuerte. Vinieron al yacimiento a
  averiguar dónde estaba. Les dije que se había marchado a Europa y que
  no sabía dónde se le podía encontrar. No le buscaban para nada bueno,
  eso se echaba de ver.


  —Esa gente, ¿eran americanos? ¿californianos?


  —Californianos, no sé. Pero americanos, sí. Ahora bien, no eran
  mineros. No sé qué eran, y me alegró mucho que desapareciesen de allí.


  —Eso fue hace seis años…


  —Casi siete.


  —Y estuvieron cinco años juntos en California, o sea que este asunto
  viene desde hace por lo menos once años.


  —Así es.


  —Tiene que haber una cuenta pendiente muy seria para que se hayan
  mantenido tan constantes, y tan resueltos. No sería una nadería.


  —Creo que le ensombrecía toda la vida. No se lo debía poder quitar
  nunca totalmente del pensamiento.


  —Pero si un hombre se encuentra amenazado, y lo sabe, ¿no cree usted
  que recurriría a la policía pidiendo protección?


  —Tal vez era un peligro contra el que no cabía protección. Hay algo que
  deberían ustedes saber. Siempre iba armado. Nunca se sacaba el revólver
  del bolsillo. Pero desgraciadamente, anoche iba en bata, y había dejado
  el arma en el dormitorio. Me imagino que una vez levado el puente se
  consideraba a salvo.


  —Querría precisar un poco esos datos —dijo MacDonald—. Hace más de seis
  años que Douglas dejó California. Usted le siguió al año siguiente,
  ¿no?


  —Así es.


  —Y lleva cinco años casado. Usted debió de regresar más o menos para la
  época del matrimonio.


  —Cosa de un mes antes. Yo era su mejor amigo.


  —¿Conocía usted a la señora Douglas antes del matrimonio?


  —No, no la conocía. Yo llevaba diez años fuera de Inglaterra.


  —Pero luego la ha tratado mucho…


  Barker miraba al inspector con dureza.


  —Luego le he tratado mucho a él —contestó—. Si la he tratado a ella es
  porque no puede uno visitar a un hombre sin conocer a su esposa. Si
  imagina usted que hay alguna relación…


  —No imagino nada, señor Barker. Pero tengo que hacer todas las
  investigaciones que puedan guardar relación con el caso. De todos
  modos, no pretendo ofenderle.


  —Algunas preguntas son ofensivas —dijo Barker irritado.


  —Lo único que quiero es establecer los hechos. Le interesa a usted y a
  todo el mundo que se aclaren. ¿Aprobaba el señor Douglas enteramente la
  amistad de usted con su esposa?


  Barker palideció, y entrelazó convulsivamente sus grandes y fuertes
  manos.


  —¡No tiene usted derecho a hacer estas preguntas! —exclamó—. ¿Qué tiene
  que ver esto con la materia que usted investiga?


  —Tengo que repetirle la pregunta.


  —Pues yo me niego a responder.


  —Usted puede negarse, pero debe ser consciente de que su negativa
  constituye por sí misma una respuesta, pues no se negaría si no tuviese
  algo que ocultar.

  Barker quedó un instante paralizado, con el rostro sombrío e inmóvil y
  las recias y negras cejas bajas, reflexionando intensamente. Luego
  levantó la mirada y sonrió.


  —Bien, caballeros, supongo que ustedes no hacen más que cumplir con su
  deber, al fin y al cabo, y que no tengo derecho a obstaculizarlo. Sólo
  les pido que no incomoden a la señora Douglas en relación con esto,
  pues bastante atribulada se encuentra ya. Puedo decirles que el pobre
  Douglas tenía un solo defecto, que eran los celos. Estaba encantado
  conmigo... no hay amigo que pueda estarlo más. Y completamente
  entregado a su mujer. Le gustaba que yo viniese aquí, y siempre andaba
  mandándome recado de que viniese. Y sin embargo, si su esposa y yo
  hablábamos o parecía haber alguna simpatía entre nosotros, le
  arrebataba una ola de celos y era capaz de perder los estribos al
  momento y decir toda especie de sandeces. Más de una vez juré que no
  volvería debido a esto, pero entonces me escribía unas cartas tan
  llenas de arrepentimiento y súplicas que tenía que venir. Pero
  caballeros, tengo que declararles a ustedes con toda seriedad que nunca
  tuvo nadie una esposa más amante y fiel... y también puedo decir que
  nunca hubo amigo más leal que yo.


  Lo dijo con fervor y sentimiento, y sin embargo el inspector MacDonald
  no quiso dejar aún el tema.


  —Usted es consciente —dijo—, de que al difunto le quitaron de la mano
  el anillo de boda.


  —Eso parece —dijo Barker.


  —¿Qué quiere decir usted con eso de que «parece»? Sabe usted que es un
  hecho.

  El hombre pareció confundido e indeciso.


  —Al decir «parece» quería decir que era posible que él mismo se hubiese
  quitado el anillo.


  —El mero hecho de que falte el anillo, lo haya quitado quien lo haya
  quitado, puede sugerir que el matrimonio y la tragedia guardan
  relación, ¿no es así?

  Barker encogió sus amplios hombros.


  —Yo no sé lo que eso sugiere —respondió—. Pero si pretende usted
  insinuar que esto puede comprometer de algún modo el honor de esa dama
  —los ojos le brillaron un instante, y luego siguió con un esfuerzo
  evidente por controlar sus emociones—, pues están ustedes siguiendo una
  pista falsa, eso es todo.


  —Creo que de momento no tengo nada más que preguntarle —dijo fríamente
  MacDonald.


  —Un pequeño detalle —terció Sherlock Holmes—. Cuando entró usted en la
  habitación sólo había una candela encendida, ¿no es así?


  —Sí, así es.


  —Fue con esa luz como vio usted que había ocurrido un terrible
  accidente…


  —Exactamente.


  —¿Corrió enseguida a buscar ayuda?


  —Sí.


  —¿Y vinieron rápidamente?


  —En cosa de un minuto.


  —Y cuando llegaron encontraron la candela apagada y la lámpara
  encendida. Parece muy curioso.


  Barker mostró de nuevo cierta indecisión.


  —No veo qué puede tener de curioso, señor Holmes —respondió, tras una
  pausa—. La candela iluminaba muy poco. Mi primer pensamiento fue ir a
  por otra. Como estaba la lámpara encima de la mesa, la encendí.


  —¿Y apagó la candela?


  —Exactamente.


  Holmes no hizo ninguna pregunta más, y Barker, mirando deliberadamente
  a cada uno de nosotros con cierto aire que a mí me pareció de
  desconfianza, se dio vuelta y salió de la habitación.


  El inspector MacDonald había mandado una nota indicando que estaba
  dispuesto a entrevistarse con la señora Douglas en la habitación de
  ésta, pero ella contestó que iría a vernos al comedor. Entró entonces.
  Era una mujer alta y bella, de unos treinta años, reservada y con
  notable dominio de sí, muy distinta de la estampa trágica y delirante
  que me había imaginado. Cierto que el rostro estaba lívido y chupado,
  pero mantenía compostura y la mano finamente torneada que posó en el
  borde de la mesa era tan firme como la mía. Sus ojos tristes y
  conmovedores recorrieron nuestros rostros con una curiosa expresión
  inquisitiva. Esta interrogación se transformó de pronto en una frase
  abrupta.


  —¿Han averiguado ustedes ya algo? —preguntó.


  ¿Fueron imaginaciones mías lo de que esa pregunta tenía cierto tono más
  de miedo que de esperanza?


  —Hemos dado todos los pasos posibles, señora Douglas —dijo el
  inspector—. Puede tener usted la seguridad de que no ahorraremos
  esfuerzos.


  —No ahorren ustedes dinero —dijo, con tono apagado y uniforme—. Quiero
  que se haga todo lo humanamente posible.


  —Tal vez pueda usted contarnos algo que arroje luz sobre el asunto.


  —Me temo que no, pero todo lo que sé está a su disposición.


  —El señor Cecil Barker nos ha informado de que usted no llegó a ver...
  de que no pisó la habitación en que ocurrió la tragedia.


  —No; me hizo volver escaleras arriba. Me pidió que volviese a la
  habitación.


  —Exactamente. Usted había oído el disparo y bajó inmediatamente.


  —Me puse la bata y bajé.


  —¿Cuánto tiempo pasó desde que oyó usted el disparo hasta que el señor
  Barker la detuvo al pie de la escalera?


  —Tal vez un par de minutos. Es tan difícil medir el tiempo en momentos
  así... Él me suplicó que no siguiese. Me aseguró que no podía hacer
  nada. Entonces la señora Allen, el ama de llaves, me llevó de nuevo
  arriba. Fue como una terrible pesadilla.


  —¿Puede darnos usted una idea de cuánto tiempo llevaba el señor Douglas
  abajo en el momento en que oyó usted la detonación?


  —No se lo puedo decir. Él se fue a su tocador, y yo no le oí salir.
  Cada noche daba una ronda a la casa, por miedo a los incendios. Es lo
  único que le inquietó en todo el tiempo que le he conocido.


  —Es precisamente el punto al que quería llegar, señora Douglas. Si no
  me equivoco, conoció a su marido sólo en Inglaterra.


  —Sí. Llevábamos cinco años casados.


  —¿Le oyó usted hablar de algo ocurrido en América que le pudiese traer
  algún peligro?


  La señora Douglas pensó atentamente antes de responder.


  —Sí —dijo al cabo—. Siempre tuve la impresión de que le amenazaba algún
  peligro. Él se negaba a hablar de esto. No era por falta de confianza
  en mí —reinaba entre nosotros el mayor amor y confianza— sino por deseo
  de evitarme toda inquietud. Pensaba que si sabía todo me preocuparía, y
  por tanto callaba.


  —Entonces, ¿cómo lo supo usted?


  La cara de la señora Douglas se iluminó con una sonrisa.


  —¿Podría un marido guardar un secreto toda la vida sin que la mujer que
  le quiere llegue a sospecharlo? Lo sabía por muchas cosas. Por su
  negativa a hablar de ciertos episodios de su vida americana. Por
  ciertas precauciones que tomaba. Y lo sabía por algunas palabras que
  había dejado caer. También por la forma en que miraba a los forasteros
  que se presentaban de improviso. Yo estaba totalmente segura de que él
  tenía enemigos poderosos, que creía que le seguían la pista, y que
  siempre estaba en guardia contra ellos. Tan segura estaba que llevo
  años aterrorizada cada vez que él llegaba a casa más tarde de lo
  previsto.


  —¿Podría preguntarle —dijo Holmes— cuáles fueron las palabras que le
  llamaron a usted la atención?


  —«El Valle del Terror» —contestó la dama—. Fue una expresión que dijo
  cierta vez que le pregunté. «Yo he estado en el Valle del Terror. Y
  todavía no he salido del todo». «¿Es que nunca podremos salir del Valle
  del Terror?» le preguntaba yo cuando le veía más serio de lo normal. «A
  veces pienso que nunca lo conseguiremos», me contestó.


  —Sin duda le preguntaría usted qué significaba eso del Valle del
  Terror.


  —Claro; pero se puso tremendamente serio y meneó la cabeza. «Bastante
  malo es que uno de nosotros haya estado bajo su sombra», dijo. «Dios
  quiera que nunca caiga encima de ti.» Era algún valle real en que él
  había vivido y donde le había ocurrido algo terrible. De eso estoy
  segura, pero no puedo decir nada más.


  —¿Ha mencionado nombres alguna vez?


  —Sí; en cierta ocasión estaba delirando de fiebre, cuando hace tres
  años tuvo el accidente cazando. Recuerdo que entonces le venía a los
  labios constantemente un nombre. Lo pronunciaba con rabia y con una
  especie de horror. Ese nombre era McGinty... el maestro McGinty. Cuando
  se recuperó, le pregunté quién era el maestro McGinty, y de qué
  organización era maestro. «¡De la mía nunca, gracias a Dios!» respondió
  con una carcajada. Fue todo lo que pude sacarle. Pero hay relación
  entre el maestro McGinty y el Valle del Terror.


  —Otro extremo —dijo el inspector MacDonald—. Usted conoció al señor
  Douglas en una casa de huéspedes de Londres, ¿no es así? Y se
  prometieron allí. ¿Hubo algo de misterioso, secreto o romántico en la
  boda?


  —Sí, claro que hubo algo romántico. Siempre sucede. Pero nada
  misterioso.


  —¿No tenía él ningún rival?


  —No; yo era totalmente libre.


  —Sin duda le habrán dicho a usted que ha desaparecido el anillo de
  boda. ¿Le sugiere esto algo a usted? Suponga que algún enemigo de su
  vida anterior le había seguido y cometió este crimen. ¿Qué razón podía
  tener para quitarle el anillo de boda?


  Por un instante podría haber jurado que a los labios de la mujer asomó
  una sombra de sonrisa.


  —Realmente no puedo decirle —respondió—. Ciertamente, es muy
  extraordinario.


  —Bien, no queremos entretenerla a usted más, y lamentamos haberla
  incomodado en estos momentos —dijo el inspector—. Sin duda, habrá más,
  pero podremos plantearle a usted las cosas conforme averigüemos.


  Ella se levantó y yo capté de nuevo aquella mirada rápida e
  inquisitiva: «¿Qué impresión les ha causado mi declaración?” Como si lo
  hubiese dicho. Luego, con una inclinación de cabeza, salió de la
  habitación.


  —Es una mujer hermosa... muy hermosa —dijo MacDonald, pensativo, una
  vez cerrada la puerta—. Ese hombre, Barker, ha estado mucho aquí, es
  claro. Es un hombre que puede resultar atractivo. Admite que el difunto
  sentía celos, y tal vez él puede saber más sobre el motivo de esos
  celos. Luego tenemos el asunto del anillo de boda. No podemos pasar
  esto por alto. El hombre que le quita un anillo de boda a un difunto...
  ¿Qué dice usted a esto, señor Holmes?


  Mi amigo se encontraba sentado, con la cabeza entre las manos, sumido
  en la más profunda meditación. En este momento se levantó y tocó la
  campanilla.


  —Ames —dijo, cuando entró el mayordomo—, ¿dónde se encuentra ahora el
  señor Cecil Barker?


  —Voy a ver, señor.


  Volvió al momento a decirnos que señor Barker se encontraba en el
  jardín.


  —¿Puede recordar usted, Ames, qué calzado llevaba anoche el señor
  Barker cuando usted le encontró en el estudio?


  —Sí, señor Holmes. Unas zapatillas de dormitorio. Yo le traje las botas
  cuando tuvo que ir a avisar a la policía.


  —¿Dónde están ahora esas zapatillas?


  —Todavía se encuentran bajo el sillón del vestíbulo.


  —Muy bien, Ames. Naturalmente, a nosotros nos interesa saber qué
  huellas corresponden a señor Barker, y cuáles pueden ser de fuera.


  —Sí, señor. Puedo decirle que advertí que las zapatillas estaban
  manchadas de sangre, lo mismo que las mías.


  —Eso es muy natural, teniendo en cuenta el estado de la habitación. Muy
  bien, Ames. Si lo necesitamos le llamaremos.


  Unos minutos más tarde nos encontrábamos en el estudio. Holmes había
  llevado las zapatillas que se encontraban en el vestíbulo. Como había
  señalado Ames, las dos suelas estaban oscurecidas por la sangre.


  —¡Curioso! —murmuró Holmes, en pie ante la ventana, examinando las
  zapatillas a la luz—. ¡Sumamente curioso!


  Agachándose con uno de sus bruscos movimientos felinos, colocó la
  zapatilla encima de la señal de sangre del alféizar. Se ajustaba
  exactamente. Sonrió en silencio a sus colegas.


  El inspector se transfiguró de excitación. Su acento nativo martilleaba
  como un palo que da en unos rieles.


  —¡Hombre! —exclamó—. ¡No cabe duda! Barker puso la huella ahí. Es mucho
  más ancha que la de una bota. Recuerdo que usted dijo que era un
  calzado flexible, y aquí tenemos la explicación. ¿Pero cuál es el
  juego? Señor Holmes, ¿cuál es el juego?


  —¡Ah! ¿Cuál es el juego? —repitió mi amigo, pensativo.


  White Mason bufaba y se frotaba las manos gordezuelas con satisfacción
  profesional.


  —¡Si dije yo que era de aúpa! —exclamaba—. ¡Y es de aúpa!


  - 6 -
  DESTELLOS DE ALBORADA



  Los tres investigadores tenían que verificar muchas cuestiones de
  detalle, por lo cual volví sólo a nuestras modestas habitaciones de la
  posada del pueblo; pero antes me di una vuelta por el curioso jardín de
  viejos tiempos que flanqueaba la casa. Lo rodeaban hileras de tejos muy
  antiguos, recortados siguiendo extraños patrones. En el interior había
  una hermosa extensión de césped, con un reloj de sol antiguo en el
  centro, y el conjunto producía un efecto sedante y reparador que falta
  les hacía a mis nervios un tanto fuera de tono. En aquella atmósfera
  profundamente tranquila era posible olvidar, o al menos recordar sólo
  como una pesadilla fantástica aquel estudio en penumbra con el cuerpo
  lleno de sangre tendido en el suelo. Y sin embargo, al dar una vuelta
  por allí intentando hundir el alma en el bálsamo del lugar, ocurrió un
  extraño incidente que me devolvió a la tragedia y dejó en mi mente una
  impresión siniestra.


  He dicho que el jardín estaba rodeado por un decorado de tejos. En el
  extremo más alejado de la casa éstos se espesaban y constituían un seto
  continuo. Al otro lado del seto, oculto a las miradas de cualquiera que
  se acercase desde la casa, había un banco de piedra. Al aproximarse al
  lugar capté voces, ciertas observaciones en tonos graves masculinos y a
  los que respondía el arroyo cantarín de una risa de mujer. Un instante
  más tarde daba yo vuelta al extremo del seto y podía contemplar a la
  señora Douglas y Barker antes de que ellos fuesen conscientes de mi
  presencia. Su aspecto me produjo gran impacto. En el comedor ella había
  estado discreta y mesurada. Ahora había perdido toda sombra de pena.
  Los ojos le brillaban con la alegría de vivir, y su rostro se
  estremecía todavía divertido por alguna observación de su compañero.
  Estaba sentada, echada hacia adelante, con las manos entrelazadas y los
  antebrazos sobre las rodillas, dirigiendo una sonrisa llena de calor al
  rostro bien proporcionado y enérgico del acompañante. Al percibir mi
  presencia, en un instante volvieron a asumir sus solemnes máscaras,
  pero fue un instante demasiado tarde. Se intercambiaron con premura
  algunas palabras, y entonces Barker se levantó para salir a mi
  encuentro.


  —Perdone, caballero —dijo—, ¿me estoy dirigiendo al doctor Watson?


  Hice una leve inclinación de cabeza con frialdad que sin duda
  demostraba muy a las claras la impresión que me habían causado.


  —Pensábamos que debía de ser usted, pues es bien conocida su amistad
  con el señor Sherlock Holmes. ¿Le importaría a usted venir un momento a
  hablar con la señora Douglas?


  Le seguí con cara malhumorada. Mi mente contemplaba con toda claridad
  aquella figura destrozada del suelo del estudio. Y allí, a las pocas
  horas de la tragedia, su esposa y su mejor amigo estaban juntos
  riéndose tras unas matas, en el que había sido su jardín. Saludé a la
  dama con reserva. Me había conmovido con su dolor en el comedor. Pero
  ahora su atractiva mirada encontró en mis ojos la más indiferente
  respuesta.


  —Me temo que piense usted que soy muy insensible y no tengo
  sentimientos —dijo.


  Me encogí de hombros.


  —No es asunto mío —dije.


  —Tal vez algún día me haga usted justicia. Si supiese usted…


  —No hay necesidad de que el doctor Watson sepa nada —dijo Barker
  rápidamente—. Como él mismo ha dicho, esto no es asunto suyo.


  —Exactamente —dije—, por tanto les ruego que me permitan reanudar mi
  paseo.


  —Un momento, doctor Watson —exclamó la mujer con voz suplicante—. Hay
  una pregunta que usted puede contestar con más autoridad que nadie, y
  que a mí puede importarme mucho. Usted conoce al señor Holmes y sus
  relaciones con la policía mejor que persona alguna. Suponiendo que se
  le ponga en conocimiento confidencialmente de algún asunto, ¿es
  absolutamente necesario que él informe a los policías?


  —Eso, exactamente —dijo Barker muy interesado—. ¿Actúa por su cuenta, o
  está totalmente asociado a ellos?


  —Realmente, no sé si yo soy quién para tratar esa cuestión.


  —Doctor Watson, se lo suplico, le imploro que lo haga. Le aseguro que
  nos puede ayudar... me puede ayudar mucho si nos orienta en este punto.


  La voz de aquella mujer tenía tal tono de sinceridad que por un
  instante olvidé toda su frivolidad y no pude dejar de acceder a sus
  deseos.


  —El señor Holmes es un investigador independiente —dije—. Trabaja por
  su cuenta, y actúa según le guía su propio juicio. Al mismo tiempo,
  naturalmente, es leal para con los funcionarios que están trabajando en
  el mismo caso, y no les ocultaría nada que pueda servir para llevar a
  un criminal ante los tribunales. Más allá de esto, no les puedo decir,
  y si quieren más información, tengo que remitirles al propio señor
  Holmes.


  Dicho lo cual me quité el sombrero y les dejé sentados tras aquel seto.
  Al llegar al extremo de éste volví la cabeza y pude ver que seguían
  hablando muy animadamente, y, a juzgar por las miradas que me dirigían,
  era claro que el tema de discusión era la entrevista que acabábamos de
  mantener.


  —No deseo ninguna confidencia que venga de ellos —dijo Holmes cuando le
  informé de lo sucedido. Había pasado toda la tarde en la Torre
  consultando con los dos colegas, y regresó a eso de las cinco con un
  voraz apetito por el opíparo té que le encargué—. Ninguna confidencia,
  Watson, porque resultaría muy desagradable si nos conduce a una
  detención por conspiración y asesinato.


  —¿Cree usted que llegaremos a esto?


  Estaba de excelente humor, muy jovial.


  —Mi querido Watson, cuando haya exterminado este cuarto huevo estaré en
  condiciones de ponerle al corriente de toda la situación. No digo que
  hayamos llegado al fondo, ni mucho menos, pero cuando descubramos la
  pesa que falta…


  —¡La pesa!


  —Vaya, Watson, ¿es posible que no haya caído usted en la cuenta de que
  todo este caso pende de la pesa que falta? Bien, bien, de todos modos
  no se le puede culpar mucho a usted, porque, entre nosotros, creo que
  ni el inspector Mac ni el excelente funcionario local han captado toda
  la importancia de este detalle. ¡Una pesa, Watson! Imagínese a un
  atleta con una sola pesa. ¿Se da cuenta del desarrollo unilateral que
  tendría... del peligro inminente de una desviación de columna?
  ¡Sorprendente, Watson, sorprendente!


  Se quedó contemplando mi confusión mental, con la boca llena de
  tostadas y la mirada llena de malicia. Sólo ver el excelente apetito
  que tenía era una garantía de éxito, porque yo recordaba muy claramente
  días y noches sin ni pensar en comer, cuando su mente perpleja andaba
  peleándose con algún problema, y las facciones delgadas y enérgicas se
  le acentuaban cada vez más por la ascesis de una concentración mental
  total. Finalmente, encendió la pipa, se sentó en el rincón del hogar de
  la vieja posada y se puso a hablar sobre el caso lentamente y sin mucho
  orden, más como si pensase en alto que como quien hace una declaración
  circunstanciada.


  —De entrada, Watson, nos encontramos con una mentira... una enorme
  mentira, tremenda, aplastante, descarada. Hay que partir de ahí. Toda
  la historia contada por Barker es una mentira. Pero la señora Douglas
  corrobora la historia de Barker. Por tanto también ella miente. Los dos
  mienten y eso es una conspiración. O sea que el problema es claro: ¿por
  qué mienten y cuál es la verdad que tanto se esfuerzan por tapar? Vamos
  a ver, Watson, si entre usted y yo podemos reconstruir la verdad que
  esa mentira nos oculta.


  »¿Que cómo sé que está mintiendo? Pues porque han hecho una invención
  torpe, que simplemente no puede ser verdad. ¡Fíjese! Según la historia
  que nos han vendido, el asesino tuvo menos de un minuto tras cometer el
  asesinato para coger el anillo, que estaba debajo de otro anillo,
  volver a poner éste en el dedo del difunto... algo que sin duda no
  tendría que haber hecho, y dejar esa singular tarjeta junto al cuerpo
  de la víctima. Yo digo que esto es obviamente imposible. Puede usted
  argumentar, pero yo, Watson, espero de su buen juicio que no lo
  intente, que el anillo se lo podían haber quitado antes de matarle. El
  hecho de que la candela estuviese tan poco tiempo ardiendo indica que
  no hubo ninguna entrevista larga. Por lo que hemos oído sobre el
  carácter sin miedo de Douglas, ¿era hombre como para entregar su anillo
  de boda porque le dijesen cuatro cosas? ¿lo hubiera entregado nunca?
  No, no, Watson, el asesino tuvo que estar a solas con el cadáver cierto
  tiempo, con la lámpara encendida. De eso no me cabe ninguna duda. Pero
  al parecer, la causa de la muerte fue el disparo. Por lo tanto, éste
  tiene que haberse producido algún tiempo antes de lo que nos han dicho.
  Y en eso no puede haber habido error. Por lo tanto, nos encontramos
  ante una conspiración deliberada de parte de las dos personas que
  oyeron el tiro: ese Barker y la señora Douglas. Si además de todo esto
  puedo comprobar que la señal de sangre del alféizar fue colocada allí
  deliberadamente por Barker para dar a la policía una pista falsa,
  entonces admitirá usted que ese hombre lo tiene muy negro.


  »Ahora tenemos que preguntarnos a qué hora ocurrió realmente el
  asesinato. Hasta las diez y media los criados andaban por la casa, por
  tanto no pudo ser antes de esa hora. Para las once menos cuarto se
  habían retirado todos a sus aposentos con excepción de Ames, que estaba
  en la antecocina. Esta tarde, después de irse usted, hemos estado
  haciendo algunos experimentos, y he descubierto que ningún ruido que
  hiciese MacDonald en el estudio podía llegarme a la antecocina cuando
  todas las puertas se encontraban cerradas. Ya no sucede lo mismo con el
  aposento del ama de llaves. No está a mucha distancia, y desde ahí yo
  podía escuchar vagamente las voces, si eran muy fuertes. El ruido del
  disparo resulta hasta cierto punto amortiguado cuando es a quemarropa,
  como sin duda fue en este caso. No se oiría mucho, pero sin embargo, en
  el silencio nocturno podía llegar fácilmente hasta la habitación de la
  señora Allen. Según ella nos contó, es algo sorda, pero aun así
  mencionó que oyó algo parecido a un portazo media hora antes de que se
  diese la alarma. Media hora antes de la alarma serían las once menos
  cuarto. No me cabe duda de que ella oyó el ruido de la escopeta y que
  ese fue el momento del asesinato. Si esto es así, nos queda por
  determinar qué pudieron hacer el señor Barker y la señora Douglas,
  suponiendo que no sean los asesinos, entre las once menos cuarto,
  cuando el ruido del disparo les hizo bajar, y las once y cuarto, cuando
  tocaron la campanilla para avisar a los criados. ¿Qué estuvieron
  haciendo y por qué no dieron la alarma al instante? Eso es lo que hay
  que resolver, y cuando lo consigamos sin duda habremos avanzado mucho
  en nuestro problema.»


  —Por mi parte —dije—, estoy convencido de que esas dos personas están
  conchabadas. Y ella tiene que ser una desalmada para estar ahí riéndose
  de cualquier gracia a las pocas horas de la muerte de su esposo.


  —Exactamente. Ni siquiera en su propia relación aparece ella como una
  buena esposa. Como bien sabe usted, Watson, yo no soy ningún admirador
  encendido de las mujeres en general. Pero mi experiencia de la vida me
  ha enseñado que pocas esposas que sientan algo por sus maridos
  permitirían que las palabras de ningún hombre se interpongan entre
  ellas y el cuerpo sin vida de sus maridos. Si alguna vez llego a
  casarme, Watson, espero inspirar a mi esposa el sentimiento suficiente
  para impedir que un ama de llaves pueda apartarla en caso de que mi
  cadáver esté tendido a pocos metros de ella. Esto fue una
  escenificación muy mala, porque el más tosco de los investigadores
  quedará sorprendido por la falta de los habituales lloros femeninos.
  Aunque no fallase nada más, sólo ese detalle indicaría a mi entender
  que todo estaba acordado previamente mediante una conspiración.


  —Entonces, decididamente, ¿piensa usted que Barker y la señora Douglas
  son culpables de asesinato?


  —Sus preguntas tienen una franqueza conmovedora, Watson —dijo Holmes
  golpeándome levemente con la pipa—. Me llegan como si fuesen balas. Si
  usted me dice que la señora Douglas y Barker saben la verdad sobre el
  asesinato y están conspirando para ocultarla, yo le puedo responder con
  plena certeza. Pero su aventurado planteamiento ya no es tan claro.
  Analicemos un instante las dificultades que presenta.


  —Supongamos que esa pareja están unidos por los vínculos de un amor
  culpable y que habían decidido librarse del hombre que se interponía
  entre ambos. Es mucho suponer, porque una discreta investigación entre
  los criados y otras personas no ha podido corroborarlo de ningún modo.
  Al contrario, hay muchas pruebas de que los Douglas estaban muy unidos.


  —Esto yo estoy seguro de que no es cierto —dije, pensando en el bello
  rostro sonriente del jardín.


  —Bien, por lo menos era la impresión que daban. Sin embargo, supongamos
  que eran una pareja extremadamente astuta, que engañaron a todo el
  mundo respecto de eso y conspiraron para asesinar al marido. Resulta
  que él es un hombre sobre el que pesa la amenaza de cierto peligro…


  —Eso sólo nos consta por las declaraciones de ambos.


  Holmes estaba pensativo.


  —Ya veo, Watson. Está usted esbozando una teoría según la cual todo lo
  que nos han dicho es falso de punta a cabo. Según esta idea, nunca hubo
  amenaza oculta ni sociedad secreta, ni Valle del Terror, ni maestro
  McGinty ni nada más. Bien, es una generalización decidida y firme.
  Veamos a dónde puede conducirnos. Inventan esa teoría para explicar el
  crimen. Luego dan aspecto de realidad a la idea dejando la bicicleta en
  el parque como prueba de la existencia de alguien de fuera. La mancha
  de la ventana va a lo mismo. E igualmente la tarjeta al lado del
  cadáver, que pudo ser preparada en la casa. Todo eso encaja con su
  hipótesis, Watson. Pero entonces tropezamos con algunos fragmentos
  angulosos e ineludibles que no hay manera de colocar en el
  rompecabezas. ¿Por qué una escopeta de cañones recortados? ¿Y
  americana? Es el arma peor. ¿Cómo podían estar seguros de que el ruido
  no iba a atraer a nadie? En realidad, fue una simple casualidad que la
  señora Allen no saliese a ver la razón del portazo. ¿Por qué actuaron
  así su pareja de culpables, Watson?


  —Confieso que no puedo explicarlo.


  —Sigamos. Si una mujer y su amante conspiran para asesinar al marido,
  ¿van a dejar indicios de su culpabilidad quitándole al muerto el anillo
  de boda? Eso llama mucho la atención. ¿Le parece muy probable, Watson?


  —No, ciertamente.


  —Y hay más. Si se le hubiese ocurrido a usted dejar una bicicleta, ¿le
  habría parecido conveniente, al pensar que incluso el investigador más
  torpe diría a la primera que eso es una coartada, porque lo primero que
  necesitaba el fugitivo para escapar era la bicicleta?


  —No se me ocurre ninguna explicación.


  —Y, sin embargo, no puede haber combinación ninguna de acontecimientos
  a la que la inteligencia humana no pueda hallar explicación. Como
  simple ejercicio mental, sin afirmar en modo alguno que sea lo cierto,
  permítame indicarle una posible línea de pensamiento. Admito que es
  simplemente algo imaginario, pero ¡cuántas veces la imaginación es la
  madre de la verdad!


  —Supondremos que había efectivamente un secreto culpable, un secreto
  realmente vergonzoso en la vida de ese hombre, Douglas. Esto conduce a
  que lo asesine alguien que podemos suponer un vengador... alguien de
  fuera. Ese vengador, por alguna razón que confieso no estoy todavía en
  condiciones de explicar, cogió el anillo de boda del difunto. Cabe
  pensar que la vendetta databa de la época del primer matrimonio, y le
  quitaron el anillo por una razón de ese tipo. Antes de que el vengador
  se fuese, Barker y la esposa llegaron a la habitación. El asesino les
  convenció de que cualquier intento de detenerle conduciría a la
  publicación de algún escándalo siniestro. Les convenció y prefirieron
  dejarle marchar. Al efecto probablemente bajarían el puente, cosa que
  se puede hacer sin ruido, y lo volverían a levantar. El hombre escapó,
  y por alguna razón pensó que iría más seguro a pie que en bicicleta.
  Por tanto dejó la máquina en un lugar en que no podrían encontrarla
  hasta que él se hubiese puesto a salvo. Hasta aquí nos movemos dentro
  de los límites de lo posible, ¿no?


  —Bien, es posible, sin duda —dije, con ciertas reservas.


  —Watson, debemos recordar que cualquier cosa que haya sucedido tiene
  que tener algo de extraordinario. Bien, continuando con la suposición,
  la pareja —no necesariamente una pareja culpable—, una vez el asesino
  se hubo marchado se dio cuenta de que se encontraban en una situación
  en que les podía ser difícil demostrar que no habían cometido ellos
  mismos el delito ni habían sido cómplices del mismo. Hicieron frente a
  la situación con prisas y cayendo en algunas torpezas. Pusieron en la
  mesilla de la ventana la huella ensangrentada para dar a entender cómo
  se había escapado el fugitivo. Como obviamente eran ellos dos los que
  tenían que haber oído el disparo, dieron la alarma exactamente en la
  forma en que lo habrían hecho, pero media hora después de lo sucedido.


  —¿Y cómo se propone usted demostrar todo esto?


  —Bien, si hubo uno de fuera, es posible seguirle la pista y detenerle.
  Sería la más efectiva de todas las pruebas. Pero de lo contrario... en
  fin, los recursos de la ciencia distan mucho de haberse agotado. Creo
  que una noche en soledad en ese estudio me sería muy útil.


  —¡Una noche en soledad!


  —Pienso irme ahora para allá. Me he puesto de acuerdo con el valioso
  Ames, que de ningún modo las tiene todas consigo en relación a Barker.
  Me sentaré en esa habitación a ver qué me inspira el ambiente. Soy un
  convencido del genius loci(espíritu del lugar). Se sonríe usted, amigo
  Watson. Pues veremos. Por cierto, ¿tendrá usted aquí su gran paraguas,
  no?


  —Aquí está.


  —Pues me lo presta, si no tiene inconveniente.


  —Sin duda... pero ¡menuda arma! Si hay algún peligro…


  —Ningún peligro serio, mi querido Watson, de lo contrario no tenga duda
  que le pediría ayuda. Pero me llevaré el paraguas. Ahora sólo estoy
  aguardando que nuestros colegas vuelvan de Tunbridge Wells, donde se
  encuentran atareados tratando de hallar a quién pudo pertenecer la
  bicicleta.


  Era ya de noche cuando el inspector MacDonald y White Mason volvieron
  de su expedición, y llegaron exultantes, informando de grandes avances
  en nuestra investigación.


  —¡Hombre! Yo admito que tenía mis dudas sobre la intervención de
  alguien de fuera —dijo MacDonald—, pero ya se me han desvanecido. Hemos
  identificado el vehículo, y tenemos una descripción del hombre que
  buscamos, o sea que hemos dado un gran paso.


  —Me da que puede ser el principio del fin —dijo Holmes—; naturalmente,
  les felicito a los dos con toda mi alma.


  —Bien, yo partí del hecho de que el señor Douglas había parecido
  turbado desde la víspera, en que estuvo en Tunbridge Wells. Por tanto,
  era en Tunbridge Wells donde había tomado conciencia de cierto peligro.
  En consecuencia, era claro que si alguien había venido en bicicleta,
  cabía suponer que venía de Tunbridge Wells. Nos llevamos la bicicleta y
  la enseñamos en las fondas. El director del Águila Comercial la
  identificó inmediatamente como perteneciente a un hombre llamado
  Hargrave que había alquilado una habitación allí dos días antes. Todas
  sus pertenencias eran esa bicicleta y un maletín. Se registró como
  proveniente de Londres, pero no indicó dirección. Él maletín estaba
  fabricado en Londres y los contenidos eran británicos, pero el hombre
  era sin duda americano.


  —Bien, bien —dijo Holmes, exultante—, realmente han hecho ustedes un
  trabajo positivo, mientras yo estaba aquí sentado enhebrando teorías
  con mi amigo. Me ha dado usted una lección de hombre práctico, señor
  Mac.


  —Eso, exacto, Mr. Holmes —dijo el inspector lleno de satisfacción.


  —Pero todo esto puede encajar en sus teorías —observé.


  —Puede que sí, o que no. Pero dejemos que el señor Mac termine. ¿No
  había nada que pudiese identificar a ese hombre?


  —Tan poco que resultaba evidente que se había prevenido cuidadosamente
  contra la posibilidad de ser identificado. No había papeles ni cartas,
  ni etiquetas en la ropa. En la mesa del dormitorio tenía un mapa
  ciclista del condado. Había salido en bicicleta del hotel ayer por la
  mañana, y no habían sabido nada más de él hasta que llegamos
  preguntando.


  —Eso es lo que me desconcierta, señor Holmes —dijo White Mason—. Si el
  tipo no quería provocar alarmas, cabría imaginar que hubiese vuelto al
  hotel permaneciendo allí como turista inofensivo. En cambio, de este
  modo tiene que saber que el director del hotel va a informar a la
  policía sobre él, y que su desaparición se va a relacionar con el
  asesinato.


  —Cabría imaginarlo. Sin embargo, lo cierto es que por ahora no ha
  resultado imprudente, porque no ha sido detenido. ¿Y la descripción?
  ¿Qué hay de eso?

  MacDonald echó mano de la libreta.


  —Aquí está lo que hemos podido saber. No parece que se fijasen mucho en
  él, pero aun así, el portero, el administrativo y la camarera han
  coincidido en las apreciaciones. Era un hombre de aproximadamente metro
  setenta y cinco de altura, unos cincuenta años de edad, pelo levemente
  grisáceo, mostacho entrecano, nariz curvada y rostro que todos ellos
  describían como fiero y terrible.


  —En fin, y con perdón, casi parece la descripción del propio Douglas
  —dijo Holmes—. Tiene poco más de los cincuenta, pelo un poco gris,
  bigote y aproximadamente la misma estatura. ¿Averiguaron ustedes algo
  más?


  —Llevaba un traje gris grueso con chaqueta cruzada, un abrigo corto
  amarillo y sombrero flexible.


  —¿Y del arma?


  —No llega a los sesenta centímetros. Podía caber perfectamente en el
  maletín. Y la podía llevar dentro del abrigo sin dificultad.


  —¿Cómo creen que afecta todo esto al conjunto del caso?


  —Pues, Mr. Holmes, cuando tengamos al hombre que buscamos —dijo
  MacDonald—, y puede estar seguro de que a los cinco minutos de oír esta
  descripción la había telegrafiado, podremos juzgar mejor. Pero ya ahora
  creo que hemos andado un buen trecho. Sabemos que hace dos días llegó a
  Tunbridge Wells un americano que se hacía llamar Hargrave, con
  bicicleta y maletín. En éste iba la escopeta de cañones recortados, o
  sea que vino con propósito deliberado de cometer el crimen. Ayer por la
  mañana se fue en su bicicleta, con el arma escondida en el abrigo. Por
  lo que de momento sabemos, nadie le vio llegar, pero para dirigirse a
  las puertas del parque no tenía ninguna necesidad de pasar por el
  pueblo, y en la carretera hay muchos ciclistas. Presumiblemente
  escondió en seguida la bicicleta entre los laureles, donde la
  encontraron, y posiblemente se escondió también él, para vigilar la
  casa a la espera de que saliese el señor Douglas. La escopeta de
  cañones recortados es un arma muy rara para usarla en un interior, pero
  pretendía utilizarla fuera, y ahí tenía ventajas obvias, pues era
  imposible fallar, y el ruido de disparos es tan habitual en una zona
  inglesa de descanso que nadie habría hecho caso.


  —¡Muy claro todo! —dijo Holmes.


  —Bien, el señor Douglas no apareció. ¿Qué iba a hacer? Dejó la
  bicicleta y se aproximó a la casa al atardecer. Encontró el puente
  bajado y nadie por allí. Se arriesgó, pensando sin duda en excusarse si
  daba con alguien. No topó con nadie. Se introdujo en la primera
  habitación que vio y se escondió tras la cortina. Desde allí pudo ver
  que levaban el puente, y con eso supo que la única salida era cruzar el
  foso. Aguardó hasta las once y cuarto, cuando el señor Douglas entró en
  la habitación al realizar la habitual ronda nocturna. Le mató y escapó
  tal como había pensado. Era consciente de que la gente del hotel
  describiría la bicicleta y eso podía comprometerle, por lo que prefirió
  dejarla y dirigirse por otros medios a Londres o a algún refugio seguro
  previamente preparado. ¿Qué tal, señor Holmes?


  —Bien, señor Mac, el desarrollo está bien y es muy claro. Y usted
  termina la historia en esa forma. Yo la termino del siguiente modo: el
  crimen fue cometido media hora antes de lo que se ha informado; la
  señora Douglas y el señor Barker son culpables de conspiración por
  ocultar algo; ayudaron al asesino a escaparse... o, por lo menos,
  llegaron a la habitación antes de que él escapase... y fabricaron
  pruebas de que se había escapado por la ventana cuando en realidad lo
  más probable es que ellos mismos le dejasen salir bajando el puente.
  Así leo yo la primera mitad.


  Los dos inspectores menearon la cabeza.


  —Pero, señor Holmes, si esto es cierto, salimos de un misterio para
  meternos en otro —dijo el inspector de Londres.


  —Y casi sería un misterio peor —añadió White Mason—. La señora no ha
  estado en su vida en América. ¿Qué relación podía tener con un asesino
  americano para darle cobijo?


  —Admito todas las dificultades —dijo Holmes—. Me propongo realizar
  cierta investigación por mi cuenta esta noche, y es posible que
  contribuya algo a la causa común.


  —¿Podemos ayudarle, señor Holmes?


  —¡No, no! Me basta la oscuridad y el paraguas del doctor Watson. No
  necesito más. Y a Ames... el fiel Ames. Sin duda me echará una mano.
  Todas mis líneas de razonamiento me conducen invariablemente a una
  pregunta fundamental: ¿por qué iba a desarrollar su musculatura un
  hombre atlético con un instrumento tan antinatural como una sola pesa?


  Holmes volvió de su solitaria excursión a altas horas de la noche.
  Dormíamos en una sola habitación con dos camas, que era lo mejor que
  nos podía ofrecer aquella pequeña posada rural. Yo estaba ya dormido,
  cuando medio me desveló con su llegada.


  —Y bien, Holmes —musité—, ¿ha encontrado usted algo?


  Se sentó a mi lado en silencio, con la candela en la mano. Luego
  inclinó hacia mí su alta y flaca figura.


  —Oiga, Watson —susurró—, ¿tendría usted miedo de compartir habitación
  con un lunático, con un hombre que tenga chavetas sueltas, con un
  idiota fuera de sí?


  —De ningún modo —respondí, desconcertado.


  —Ah, menos mal —dijo, y aquella noche no se pronunció ni media palabra
  más.


  - 7 -
  LA SOLUCIÓN



  A la mañana siguiente, después de desayunar, encontramos al inspector
  MacDonald y al señor White Mason enfrascados en intensa consulta en el
  pequeño despacho del sargento de policía local. Tenían encima de la
  mesa montones de cartas y telegramas, que seleccionaban y anotaban
  cuidadosamente. Habían colocado tres a un lado.


  —¿Todavía siguiendo la pista del escurridizo ciclista? —preguntó Holmes
  afablemente—. ¿Cuáles son las últimas noticias que se tienen del
  rufián?


  MacDonald señaló malhumorado el montón de correspondencia.


  —Le han detectado en Leicester, Nottingham, Southampton, Derby, East
  Ham, Richmond, y catorce lugares más. En tres de ellos —East Ham,
  Leicester y Liverpool— hay acusaciones claras contra él y ha sido
  detenido. Todo el país parece lleno de fugitivos con abrigos amarillos.


  —¡Vaya por Dios! —dijo Holmes comprensivo—. Pues bien, señor Mac, y
  usted, señor White Mason, yo quiero hacerles una pequeña advertencia y
  les rogaría encarecidamente que me hagan caso. Sin duda recordarán que
  cuando me metí en este caso con ustedes, acordamos que no les iba a
  presentar teorías a medio demostrar, sino que trabajaría según mis
  propias ideas hasta que comprobase que eran correctas. Por este motivo,
  en este momento, no les digo lo que me ronda la cabeza. Pero también
  dije que iba a jugar limpio con ustedes, y no creo que fuese limpio
  permitir ni por un instante que ustedes malgasten innecesariamente sus
  energías en trabajo inútil. Por eso he venido aquí a avisarles. El
  aviso se puede resumir en tres palabras: abandonen el caso.

  MacDonald y White Mason miraron desconcertados a su famoso colega.


  —¿Lo considera usted sin esperanzas? —exclamó el inspector.


  —Considero que no tiene esperanzas su caso. No considero que sea
  imposible llegar a la verdad.


  —Pero ese ciclista no es ninguna invención. Tenemos su descripción, el
  maletín, la bicicleta. El sujeto tiene que estar en algún lado. ¿Por
  qué no podemos dar con él?


  —Sí, sí; claro que está en alguna parte, y que vamos a dar con él, pero
  no quiero que malgasten sus energías buscándole en East Ham o en
  Liverpool. Estoy convencido de que podemos encontrar un atajo que nos
  lleve más directamente al resultado.


  —Usted se guarda algún dato. Esto no es muy limpio, señor Holmes. —El
  inspector estaba irritado.


  — Señor Mac, usted conoce mis métodos de trabajo. Pero voy a guardarme
  ese dato el menor tiempo posible. Sólo quiero verificar los detalles en
  un sentido, cosa que puede hacerse rápidamente, y entonces les saludaré
  a ustedes y me volveré a Londres, dejando mis resultados totalmente a
  su disposición. Les debo a ustedes demasiado como para actuar de otro
  modo, pues en toda mi experiencia no puedo recordar ningún estudio más
  singular e interesante.


  —Me desborda usted claramente, señor Holmes. Le vimos a usted anoche, a
  la vuelta de Tunbridge Wells, y parecía estar de acuerdo en general con
  nuestros resultados. ¿Qué ha sucedido desde entonces para que se haya
  formado una idea enteramente nueva sobre el caso?


  —Pues ya que me lo pregunta, le diré que anoche pasé algunas horas en
  la Torre, tal como les dije que haría.


  —Bien, ¿y qué ocurrió?


  —¡Ah! Por el momento, sólo le puedo dar una respuesta muy general. Por
  cierto, he estado leyendo un estudio sobre el vetusto edificio, muy
  breve, pero claro y sumamente interesante. Lo venden por la modesta
  suma de un penique en el estanco local. —A esto, Holmes se sacó del
  bolsillo del chaleco un pequeño folleto, adornado con un tosco grabado
  de la antigua Torre—. Mi querido señor Mac, familiarizarse
  conscientemente con la atmósfera histórica del entorno contribuye
  tremendamente a dar aliciente a una investigación. No ponga usted esa
  cara de impaciencia, porque le aseguro que incluso una relación tan
  somera como ésta le da a uno cierta idea del pasado. Permítame que le
  dé un ejemplo: «Erigida en el año V del reinado de Jaime I, y enclavada
  sobre los restos de una edificación muy anterior, la Torre del
  Mayorazgo de Birlstone ofrece uno de los más exquisitos ejemplos que
  nos quedan de residencia jacobina fosada...»


  —Se está usted burlando de nosotros, señor Holmes.


  —¡Ea, ea, señor Mac! Es la primera vez que le veo una salida
  temperamental. Bien, ya que se lo toma con tanta animosidad no voy a
  leérselo. Pero le diré que aquí se relata que en 1644 tomó el lugar un
  coronel del Parlamento, que Carlos estuvo escondido ahí durante varios
  días durante la guerra civil, y finalmente el segundo Jorge lo visitó.
  Admitirá que esa antigua Torre tiene unas evocaciones históricas
  significativas.


  —No lo dudo, señor Holmes, pero eso no nos importa.


  —¿No? ¿Usted cree? Mi querido Mac, la amplitud de visión es una de las
  cosas esenciales en nuestra profesión. Con frecuencia es de sumo
  interés relacionar ideas y buscar las ramificaciones de nuestros
  conocimientos. Me perdonará que le haga estas observaciones, pero,
  aunque mero aficionado a la ciencia del crimen, soy algo mayor e
  incluso es posible que tenga algo más de experiencia que usted.


  —Soy el primero en admitirlo —dijo el investigador, con franqueza—.
  Admito que usted llega a donde quiere ir, pero tiene una forma tan
  condenadamente rebuscada de hacerlo…


  —Bien, bien, dejaré la historia pasada para atenerme a los hechos
  actuales. Como les dije, anoche fui a la Torre. No vi ni a señor Barker
  ni a la señora Douglas. No tenía necesidad de molestarles, pero me
  complació saber que la señora no parecía muy destrozada y había
  compartido una excelente cena. Yo quería visitar sobre todo al bueno de
  señor Ames, con el que departimos amigablemente, hasta el punto de que
  me permitió permanecer solo durante un tiempo en el estudio, sin
  informar a nadie.


  —¡Cómo! ¿Con aquello? —salté.


  —No, no; ya está todo en orden. Me han informado de que usted dio
  permiso para que se hiciese así, señor Mac. La habitación se encontraba
  en el estado normal, y pasé allí un instructivo cuarto de hora.


  —¿Qué hacía usted allí?


  —Bien, no hay que hacer un misterio de algo tan sencillo. Estaba
  buscando la pesa que faltaba. Siempre le di mucha importancia en mi
  apreciación del caso. Acabé por dar con ella.


  —¿Dónde?


  —¡Ah! Ahí llegamos al borde de lo inexplorado. Permítame avanzar algo
  más, muy poco más, y le prometo que compartirá usted todo lo que sé.


  —Bien, no tenemos más remedio que aceptar sus condiciones —dijo el
  inspector—; pero cuando se le ocurre decirnos que abandonemos el
  caso... ¿Por qué demonios íbamos a abandonar el caso?


  —Por la simple razón, mi querido señor Mac, de que todavía no tienen
  idea de qué están investigando.


  —Estamos investigando el asesinato del señor John Douglas, de la Torre
  de Birlstone.


  —Sí, sí; en eso están: pero no se molesten en seguir la pista del
  misterioso caballero de la bicicleta. Les aseguro que por ahí no van a
  sacar nada.


  —Entonces, ¿qué propone que hagamos?


  —Si me hacen caso, les voy a decir exactamente qué han de hacer.


  —Bien, tengo que reconocer que siempre he visto que tras sus extrañas
  formas de proceder, al final tenía razón. Haré lo que aconseje.


  —¿Y usted, señor White Mason?


  El investigador rural, abrumado, les miraba alternativamente a uno y
  otro. El señor Holmes y sus métodos le resultaban nuevos.


  —Pues lo que está bien para el inspector está bien para mí —dijo al
  cabo.


  —¡Fundamental! —dijo Holmes—. Bien, entonces les recomiendo a los dos
  que se dan un agradable y confortante paseo por el campo. Me han dicho
  que desde Birlstone Ridge se ve un panorama excelente del Weld. Sin
  duda podrían almorzar en alguna fonda recomendable, aunque mi
  desconocimiento del país no me permite indicarles ninguna. A la tarde,
  cansados pero felices…


  —¡Hombre! ¡Una cosa son las bromas, y otra pasarse! —exclamó MacDonald
  levantándose irritado.


  —Pues bien, pasen ustedes el día como quieran —dijo Holmes dándole una
  palmadita cariñosa en el hombro—. Hagan lo que quieran y vayan a donde
  quieran, pero reúnanse ustedes conmigo aquí sin falta antes de
  anochecer... Sin falta, señor Mac.


  —Esto parece más razonable.


  —Todo lo que he dicho eran consejos excelentes, pero no voy a insistir
  con tal de que ustedes estén aquí a la hora en que voy a necesitarles.
  Pero ahora, antes de despedirnos, querría que le escribiesen una nota
  al señor Barker.


  —¿Cómo?


  —Si le parece, voy a dictársela. ¿Está a punto?


  «Querido señor:


  »He llegado a la convicción de que tenemos el deber de vaciar el foso,
  con la esperanza de poder encontrar...»


  —Es imposible —dijo el inspector—; ya he investigado.


  —¡Ea, ea, mi querido señor! Por favor, haga lo que le pido.


  —Bien, siga.


  «...con la esperanza de poder encontrar algo que sea útil a nuestra
  investigación. He dispuesto lo necesario, y los obreros iniciarán la
  labor mañana por la mañana a primera hora, desviando la corriente...»


  —¡Imposible!


  «...desviando la corriente, por lo cual me pareció mejor informarle a
  usted previamente.»


  —Ahora, fírmelo, y mándelo a mano a eso de las cuatro. A esa misma hora
  nos volveremos a reunir en esta habitación. Hasta entonces, pueden
  hacer ustedes lo que quieran, pues les aseguro que esta investigación
  está claramente en un compás de espera.


  Nos encontramos de nuevo a la caída de la tarde. Holmes tenía aspecto
  muy serio, yo estaba curioso, y los inspectores obviamente críticos e
  irritados.


  —Muy bien, caballeros —dijo gravemente mi amigo—. Ahora les ruego que
  comprueben todo rigurosamente conmigo, y ustedes mismos juzgarán si las
  observaciones que he realizado justifican las conclusiones a que llego.
  Hace una tarde fría, y no sé cuánto puede durar nuestra expedición, por
  tanto les pediría que lleven las prendas de más abrigo. Es de la mayor
  importancia que hayamos llegado al lugar antes de que anochezca, por lo
  tanto, con su permiso, partiríamos inmediatamente.


  Bordeamos los límites del parque de la Torre hasta que llegamos a un
  punto en que había una brecha en la valla. Nos deslizamos por allí y
  luego, en una creciente oscuridad, seguimos a Holmes hasta llegar a
  unos matorrales que se encuentran casi enfrente de la puerta principal
  y el puente levadizo. Éste no había sido levantado. Holmes se agachó
  tras la pantalla de laurel, y los otros tres seguimos su ejemplo.


  —Bien, ¿qué tenemos que hacer ahora? —preguntó MacDonald con cierta
  acritud.


  —Armarse de paciencia y hacer el menor ruido posible —respondió Holmes.


  —¿Pero a qué hemos venido? Creo que podría ser usted más franco con
  nosotros.


  Holmes se rió.


  —Watson está empeñado en que yo soy un dramaturgo en la vida real
  —dijo—. Debo llevar dentro alguna vena de artista que anda siempre
  exigiendo una buena escenificación. Señor Mac, está claro que nuestra
  profesión sería agobiante y sórdida si a veces no montásemos un
  escenario para dar realce a nuestros resultados. La acusación
  descarnada, la brutal palmada en el hombro... ¿qué se puede hacer con
  desenlaces de ese tipo? En cambio, la deducción ágil, la trampa sutil,
  la previsión perspicaz de lo que va a suceder, la reivindicación
  triunfante de teorías atrevidas... ¿no es todo eso el orgullo y la
  justificación del trabajo de toda una vida? En este momento vibra usted
  con el hechizo de la situación, como un cazador a la espera. ¿Cómo iba
  a sentir esa emoción si yo hubiese sido tan claro como un calendario?
  Sólo le pido un poco de paciencia, señor Mac, y lo verá usted todo muy
  claro.


  —Bien, espero que consigamos el orgullo, la justificación y todo lo
  demás antes de que nos muramos todos de frío —dijo el inspector
  londinense, con cómica resignación.


  Todos teníamos motivos sobrados para compartir esa esperanza, pues la
  vigilia fue larga y desapacible. Lentamente se fueron oscureciendo las
  sombras sobre la fachada alargada y sombría de la antigua casa. Del
  foso se elevaba una niebla fría y húmeda que nos helaba hasta los
  huesos y nos hacía castañetear de dientes. Encima de la puerta había
  una sola lámpara, y en el estudio fatal un globo luminoso. Todo lo
  demás estaba oscuro y en calma.


  —¿Cuánto va a durar esto? —preguntó de repente el inspector—. ¿Y qué
  estamos vigilando?


  —Sé tan poco como usted lo que va a durar esto —respondió Holmes con
  cierta aspereza—. Si los criminales anunciasen siempre la hora en que
  van a actuar, como los ferrocarriles, sin duda nos iría mucho mejor a
  todos. En cuanto al motivo de nuestra vigilancia... Bien, ése es el
  motivo.


  Conforme hablaba, la brillante luz amarilla del estudio quedó tapada
  por alguien que pasaba delante de ella para un lado y para el otro. Los
  laureles tras los que nos encontrábamos se hallaban justo enfrente de
  la ventana y a no más de treinta metros de ella. Ésta se abrió
  completamente, con un chirrido de las bisagras, y pudimos entrever la
  silueta oscura de la cabeza y hombros de un hombre asomado a la
  oscuridad. Estuvo unos minutos mirando furtivamente, como quien quiere
  asegurarse de que no le observa nadie. Luego se inclinó hacia adelante
  y en aquel profundo silencio tuvimos conciencia del suave chapoteo de
  agua agitada. Parecía como si estuviese removiendo el agua con algo que
  tuviese en la mano. Luego, de repente, sacó algo como el pescador que
  tira del sedal... un objeto grande, redondeado, que tapó la luz al
  pasar por el vano abierto de la ventana.


  —¡Ahora! —exclamó Holmes—. ¡Ahora!


  Nos pusimos todos en pie, y le seguimos tambaleándonos por el
  entumecimiento de las piernas mientras él, con una de aquellas
  erupciones de energía nerviosa que en ocasiones eran capaces de
  convertirle en el hombre más activo y fuerte que haya conocido nunca,
  corría desalado por el puente y tocaba enérgicamente la campanilla. Del
  otro lado se oyó el chirrido de cerrojos, y apareció en la entrada el
  desconcertado Ames. Holmes le apartó a un lado sin decir palabra y,
  seguido por todos nosotros, se precipitó en la habitación que había
  ocupado el hombre al que vigilábamos.


  El resplandor que habíamos visto desde fuera correspondía a la lámpara
  de aceite de encima de la mesa. Ahora la tenía en la mano Cecil Parker,
  y cuando entramos la levantó en dirección a nosotros. La luz daba
  relieve al rostro recio, decidido, afeitado de aquel hombre, y a sus
  ojos amenazadores.


  —¿Qué diablos significa todo esto? —exclamó—. ¿Qué buscan ustedes?


  Holmes examinó rápidamente la habitación y se agachó para coger un hato
  sucio atado con una cuerda, que se hallaba oculto bajo el escritorio.


  —Eso es lo que buscamos, señor Barker. Este hatillo, lastrado con una
  pesa, que acaba usted de sacar del fondo del foso.


  Barker miraba a Holmes con el mayor asombro.


  —¿Cómo truenos llegó usted a tener idea de esto? —preguntó.


  —Por la sencilla razón de que yo lo puse ahí.


  —¡Que usted lo puso ahí! ¡Usted!


  —Tal vez hubiera debido decir que yo lo volví a poner ahí —dijo
  Holmes—. Inspector MacDonald, usted recordará que a mí me llamó la
  atención la falta de una pesa. Se lo hice observar, pero con la presión
  de otros acontecimientos no tuvo usted mucho tiempo para analizar esto
  con detención y poder sacar conclusiones. Cuando hay agua cerca y falta
  un peso no es muy aventurado pensar que haya algo hundido en el agua.
  Por lo menos, valía la pena comprobarlo, y por tanto, con ayuda de
  Ames, que me dio entrada a la habitación, y con el gancho del paraguas
  del doctor Watson, anoche pude pescar e inspeccionar ese hato. Sin
  embargo, era de la mayor importancia poder demostrar quién lo había
  puesto ahí. Esto se ha conseguido con el sencillo truco de anunciar que
  mañana se secaría el foso, lo cual tenía que provocar que el que
  hubiese ocultado el hatillo tuviese que retirarlo en el momento en que
  la oscuridad se lo permitiese. Tenemos nada menos que cuatro testigos
  de quien aprovechó la ocasión para cogerlo, de modo, señor Barker, que
  creo que ahora le toca a usted explicarse.


  Sherlock Holmes puso el hato chorreante encima de la mesa, junto a la
  lámpara, y desató la cuerda. Extrajo una pesa, que puso en un rincón
  junto a la pareja. Luego sacó un par de botas.


  —Americanas, como pueden ver ustedes —observó, señalando las puntas.
  Luego dejó en la mesa un cuchillo largo, temible, enfundado. Finalmente
  desplegó un lío de ropa, que incluía una muda interior completa,
  calcetines, un traje gris de tweed y un abrigo amarillo corto—. La ropa
  es común —observó Holmes—, con excepción del abrigo, lleno de
  connotaciones sugerentes. —Lo sostuvo con cuidado delante de la luz,
  mientras sus dedos largos y finos lo revolvían—. Aquí, como pueden ver,
  está el bolsillo interior, prolongado de tal forma que da amplio
  espacio para alojar la escopeta de cañones recortados. En el cuello
  lleva la etiqueta del sastre: Neale, Sastre, Vermissa, U.S.A. He pasado
  una tarde instructiva en la biblioteca del párroco, y he aprendido
  cosas como el hecho de que Vermissa es una floreciente población
  situada en la cabeza de una de las cuencas de carbón y hierro más
  conocidas de los Estados Unidos. Señor Barker, creo recordar que usted
  asoció los distritos del carbón con la primera esposa de señor Douglas,
  y sin duda no sería demasiado deducir que V.V., la inscripción de la
  tarjeta, puede significar Valle de Vermissa, ni que ese mismo valle,
  que envía emisarios asesinos, pueda ser el Valle del Terror de que
  oímos hablar. Todo esto parece bastante claro. Pero la verdad, señor
  Barker, tengo la impresión de que estoy impidiendo que usted nos de una
  explicación.


  Era digno de verse el expresivo rostro de Cecil Barker durante aquella
  exposición del gran detective. Rabia, asombro, consternación e
  indecisión se iban alternando. A fin se refugió en una ironía un tanto
  acre.


  —Ya que usted sabe tantas cosas, señor Holmes, tal vez fuese mejor que
  nos contase algunas más —espetó.


  —No le quepa duda de que podría contar muchísimas, señor Barker, pero
  usted puede hacerlo con más gracia.


  —¿Ah, sí? ¿Usted cree? Bien, todo lo que yo puedo decir es que si aquí
  hay algún secreto, no me pertenece, y yo no voy a traicionar a nadie.


  —Señor Barker, si toma usted esta actitud —dijo tranquilamente el
  inspector—, tendremos que tenerle a la vista hasta que consigamos un
  mandato para detenerle.


  —Haga usted como le dé la condenada gana —dijo Batker, desafiante.


  Las diligencias parecían haber terminado en cuanto a él se refería,
  pues bastaba con mirar aquel rostro de granito para saber que no había
  suplicio capaz de hacerle declarar contra su voluntad. Pero salimos del
  punto muerto gracias a una voz de mujer. La señora Douglas había estado
  escuchando por la puerta entreabierta, y en ese momento entró en la
  habitación.


  —Bastante ha hecho ya por nosotros, Cecil —dijo—. Ocurra lo que ocurra
  en el futuro, usted ha hecho ya todo lo que podía.


  —Todo lo que podía y más —subrayó Sherlock Holmes, gravemente—. Señora,
  siento la mayor simpatía por usted, y le ruego encarecidamente que
  tenga alguna confianza en el sentido común de nuestra profesión y se
  confíe plenamente a la policía por propia voluntad. Es posible que yo
  sea culpable por no haber hecho caso de la insinuación que me hizo
  llegar usted a través de mi amigo el doctor Watson, pero en aquel
  momento todo me inducía a creer que usted estaba directamente implicada
  en el crimen. Ahora estoy convencido de que no es así. Al mismo tiempo,
  quedan muchas cosas por explicar, y le recomendaría con toda mi alma
  que le pida usted al señor Douglas que nos cuente su propia historia.


  Al oír las palabras de Holmes, la señora Douglas dio un grito de
  asombro. Los inspectores y yo podríamos haberlo coreado, pero en ese
  momento tuvimos conciencia de que había un hombre que parecía salido de
  alguna pared, y que se dirigía hacia nosotros desde la oscura esquina
  por la que había aparecido. La señora Douglas se volvió y al instante
  le rodeó con sus brazos.


  —Es mejor así, Jack —repetía la esposa—. Estoy segura de que es mejor.


  —Sin ninguna duda, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes—. Estoy
  convencido de que no se arrepentirá.


  Él hombre nos miraba parpadeando, como quien sale de la oscuridad.
  Tenía un rostro de gran personalidad, con francos ojos grises, bigote
  grisáceo fuerte, muy recortado, mentón cuadrado y saliente, y boca
  jovial. Nos contempló pausadamente a todos y luego, con gran sorpresa
  mía, se me acercó y me dio un legajo de papeles.


  —He oído hablar de usted —dijo con una voz ni totalmente inglesa ni
  totalmente americana, pero en conjunto suave y agradable—. Usted es el
  historiador de este enredo. Pues bien, doctor Watson, apostaría hasta
  el último dólar a que nunca ha pasado por sus manos una historia como
  ésta. Cuéntela a su manera, pero aquí tiene los hechos, y una vez en su
  poder no sabrá estar mucho tiempo sin darlos a conocer al público. He
  pasado dos días encerrado, y he aprovechado las horas de luz —la luz
  que puede haber en aquella ratonera— para poner esos hechos por
  escrito. Están a su disposición, y a disposición de su público. Aquí
  tiene la historia del Valle del Terror.


  —Eso es cosa del pasado, señor Douglas —dijo Sherlock Holmes,
  pausadamente—. Lo que ahora deseamos es que nos cuente la historia del
  presente.


  —Y lo voy a hacer, caballero —dijo Douglas—. ¿Puedo fumar mientras
  hablo? Gracias, señor Holmes; usted también es un fumador, si no
  recuerdo mal, y podrá hacerse una idea de lo que es pasar dos días con
  tabaco en el bolsillo pero con miedo de que el humo le delate a uno.
  —Se apoyó en el tablero de la chimenea y aspiró el cigarro que Holmes
  le había dado—. Había oído hablar de usted, señor Holmes; nunca me
  imaginé que nos encontraríamos. Pero cuando empiece a leer esto —señaló
  mis papeles— se dará cuenta de que ha dado con un filón nuevo.

  El inspector MacDonald había estado mirando al recién llegado con el
  mayor asombro.


  —¡Vaya! ¡Pues sí que está esto bien! —exclamó al fin—. Si usted es el
  señor John Douglas, de la Torre de Birlstone, entonces ¿qué muerte
  hemos estado investigando estos dos días, y de dónde diablos sale usted
  ahora? Me pareció como si saliese del suelo, al estilo de los pajaritos
  del reloj.


  —¡Ah, señor Mac! —dijo Holmes, blandiendo el índice como para
  regañarle—, usted no quiso leer el excelente resumen local que
  describía cómo se ocultó el Rey Carlos. En aquella época la gente no se
  escondía más que en escondrijos realmente de fiar, y el escondrijo que
  sirvió una vez puede ser utilizado de nuevo. Yo había llegado a la
  convicción de que encontraríamos a señor Douglas bajo este techo.


  —¿Y cuánto tiempo ha estado usted jugándonos esta broma, señor Holmes?
  —dijo el inspector airado. ¿Cuánto tiempo ha dejado que nos dedicásemos
  intensamente a una investigación que sabía que era absurda?


  —Ni un solo instante, mi querido señor Mac. Sólo anoche llegué a
  formarme una idea del caso. Y como no se podía demostrar hasta esta
  tarde, les invité a usted y a su colega a que se tomasen un día de
  descanso. Dígame qué más podía hacer. Cuando encontré esas ropas en el
  foso me resultó evidente en seguida que el cadáver que habíamos
  encontrado no podía ser en absoluto el del señor John Douglas, sino que
  tenía que ser el del ciclista de Tunbridge Wells. No cabía otra
  conclusión. Por tanto, tuve que pensar dónde estaría el propio señor
  Douglas, y llegué a concluir que lo más probable era que con la
  connivencia de su esposa y su amigo se hubiese ocultado en una casa que
  ofrecía recursos para ello, aguardando a tiempos más tranquilos para
  escapar.


  —Pues imaginó bastante bien —dijo el señor Douglas asintiendo—. Pensé
  en burlar la ley inglesa, porque no estaba seguro de cuál era mi
  situación respecto de ella, y también porque vi una ocasión de
  borrarles para siempre mis huellas a esos perros ventores. Con todos
  mis respetos, en todo este caso, desde el principio hasta el fin no hay
  nada de que me avergüence, volvería a hacer lo mismo. Pero ustedes
  mismos podrán juzgar mejor cuando les cuente la historia. No se moleste
  en advertirme, inspector; estoy dispuesto a atenerme puntualmente a la
  verdad.


  »No voy a empezar por el principio. Está todo ahí —señaló el legajo de
  papeles—. Y sin duda les resultará sorprendente. En definitiva: hay
  cierta gente que tienen muchos motivos para odiarme y que darían hasta
  el último dólar para saber que me han dado caza. Mientras ellos y yo
  estemos vivos, no hay en el mundo lugar seguro para mí. Me persiguieron
  de Chicago a California; luego me echaron de América; pero cuando me
  casé y me instalé en este lugar tranquilo pensé que mis últimos años
  serían tranquilos. Nunca le expliqué a mi esposa la situación. ¿Para
  qué iba a meterla en eso? No tendría ya un momento de sosiego, sino que
  siempre imaginaría peligros. Creo que ella sabía algo, porque yo debí
  dejar caer una palabra acá y otra allá... pero hasta ayer, después de
  que ustedes, caballeros, se entrevistasen con ella, ella no sabía de
  qué iba eso. Les contó todo lo que sabía, y lo mismo hizo Barker, pues
  la noche en que ocurrió todo eso hubo muy poco tiempo para
  explicaciones. Ahora ella está al corriente de todo, y ya habría sido
  más prudente si se lo hubiese contado antes. Pero era una cosa muy
  dura, querida —le asió un instante la mano— y pensé que sería mejor
  así.


  »Bien, caballeros, el día anterior a los hechos estuve en Tunbridge
  Wells y pude entrever en la calle a un hombre. Fue sólo un instante,
  pero tengo buen ojo para esas cosas, y le identifiqué sin ninguna duda.
  Era el peor enemigo que tenía yo entre esa gente... uno que me ha
  estado persiguiendo durante todos estos años como persigue al caribú un
  lobo hambriento. Sabía que habría problemas y vine a casa a prepararme.
  Me dispuse a librar la batalla yo solo. Hubo un tiempo en que todos los
  Estados Unidos se asombraron de mi buena estrella. Nunca dudé de que
  seguía teniéndola.


  »Estuve todo el día siguiente en guardia, y no salí al parque. Menos
  mal, pues de lo contrario me habría disparado con esa escopeta de
  postas antes de que pudiese ni siquiera detectarle. Una vez levado el
  puente —yo siempre estaba más tranquilo en la noche, cuando se
  levantaba el puente— me quité eso de la cabeza. Nunca se me ocurrió que
  pudiese entrar en la casa a apostarse. Pero al hacer la ronda, en bata,
  como solía, tan pronto como entré en el estudio me olí el peligro.
  Supongo que cuando un hombre ha pasado por muchos peligros en su vida
  —y en tiempos atravesé más trances difíciles que nadie— se desarrolla
  como un sexto sentido que ante el peligro levanta una bandera roja.
  Sentí claramente la alarma, aunque no podría decir cómo ni por qué. Al
  instante percibí una bota bajo la cortina de la ventana, y entonces lo
  vi todo claro.


  »Sólo tenía la candela que llevaba en la mano, pero por la puerta
  abierta entraba bastante luz de la lámpara del vestíbulo. Dejé la
  candela en la mesa y me lancé de un salto a por el martillo que había
  dejado sobre la repisa de la chimenea. En el mismo momento se abalanzó
  hacia mí. Vi el brillo de un cuchillo y me lancé hacia él con el
  martillo. Le di en algún lado, porque el cuchillo cayó al suelo. Él
  rodeó la mesa rápido como una anguila, y al instante se sacó la
  escopeta de debajo del abrigo. Oí que la martillaba, pero la así antes
  de que pudiese disparar. Yo la tenía cogida por el cañón, y los dos
  tratamos de torcerla durante un minuto o más. El que la soltase era
  hombre muerto. Él no la soltó, pero mantuvo la culata hacia abajo un
  momento demasiado largo. Tal vez apreté el gatillo yo. O simplemente lo
  disparamos entre los dos. En cualquier caso, recibió los dos cartuchos
  en pleno rostro, y yo me encontré allí, contemplando lo que quedaba de
  Ted Baldwin. Le había reconocido en el pueblo, y también cuando saltó
  sobre mí, pero tal como estaba no le hubiera reconocido nadie. Estoy
  hecho a todo, pero tuve que apartar la mirada.


  »Estaba apoyado en la mesa cuando llegó corriendo Barker. Oí que venía
  mi esposa, y corrí a la puerta a detenerla. No era espectáculo para una
  mujer. Le prometí que en seguida iba a donde ella. Le dije un par de
  palabras a Barker —que se hizo cargo de la situación con una mirada— y
  aguardamos a que viniesen los demás. Pero no aparecía nadie. Entonces
  comprendimos que no podían oír el disparo, y que los únicos que
  sabíamos lo ocurrido éramos nosotros.


  »Fue en ese instante cuando se me ocurrió la idea. Era tan brillante
  que me deslumbre. Al hombre se le había subido la manga, y en su
  antebrazo se veía la señal de la Logia. Vean».


  El hombre al que conocíamos como Douglas se remangó levita y camisa
  para enseñarnos el antebrazo: llevaba un triángulo marrón dentro de un
  círculo, exactamente igual que el que habíamos visto en el difunto.


  —Al ver esto fue cuando se me ocurrió. En seguida me pareció todo
  claro. Tenía mi estatura y un pelo y complexión parecidos. Nadie podía
  aventurar qué cara tenía, ¡pobre diablo! Le quitamos toda esa ropa y en
  un cuarto de hora Barker y yo le habíamos puesto la bata y lo dejamos
  como ustedes lo encontraron. Formamos un hatillo con todo esto y lo
  lastré con el único peso que pude encontrar. Lo tiramos por la ventana.
  La tarjeta que pretendía dejar sobre mi cadáver la dejamos junto al
  suyo. Le puse mis anillos pero al llegar al de boda —nos mostró su mano
  musculosa— como pueden ver ustedes, choqué con un obstáculo. No lo he
  tocado desde el día que me casé, y hubiera necesitado una sierra para
  quitármelo. De todos modos, tampoco sé si hubiera querido desprenderme
  de él, pero aun queriendo no podía. Por tanto, tuvimos que dejar que
  este detalle se las compusiese como pudiese. Por lo demás, bajé un
  trozo de esparadrapo y se lo puse en el mismo lugar en que pueden ver
  que llevo yo uno. Aquí resbaló usted, señor Holmes, con toda su
  inteligencia, porque si por casualidad llega a levantar ese parche se
  habría encontrado con que no había herida debajo.


  »Bien, ésta era la situación. Si podía agazaparme un tiempo y luego
  irme lejos, a donde pudiese seguirme mi esposa, tendríamos la
  posibilidad de vivir al fin en paz el resto de nuestras vidas. Esos
  demonios no me dejarían en paz en tanto yo anduviese bajo el sol, pero
  si veían en la prensa que Baldwin había abatido a su presa, todos mis
  problemas se habrían terminado. No tuve mucho tiempo para explicárselo
  a Barker y a mi esposa, pero comprendieron lo suficiente como para
  poder ayudarme. Yo conocía todos los rincones de esta casa-escondite, y
  también Ames, pero a él ni se le ocurrió relacionarlo con el asunto. Me
  metí en el escondrijo, y dejé que Barker se ocupase de lo restante.


  »Creo que ustedes mismos pueden darse cuenta de lo que hizo. Abrió la
  ventana y puso en la mesilla la huella para dar a entender cómo se
  había escapado el asesino. Era difícil de creer, pero no había otra
  salida, porque el puente estaba levantado. Luego, cuando todo estuvo
  preparado, tocó la campanilla con todas sus fuerzas. Lo que ocurrió
  luego lo saben ustedes, y por tanto caballeros, pueden hacer lo que les
  plazca, pero yo les he contado la verdad, y la verdad entera, y ahora,
  ¡que Dios me ayude! Lo que quería preguntarles era cuál es mi situación
  ante la ley inglesa.»


  Hubo un silencio, interrumpido por Sherlock Holmes.


  —En lo fundamental, la ley inglesa es una ley justa. No le va a dar
  ningún castigo inmerecido. Pero yo quería preguntarle cómo sabía ese
  hombre que usted vivía aquí, o la forma de entrar en su casa y
  esconderse para poderle atacar.


  —No tengo ni la menor idea de todo esto.


  La cara de Holmes estaba muy pálida y grave


  —Me temo que esta historia no ha terminado todavía —dijo—. Puede usted
  topar con peligros mayores que la ley inglesa, y más terribles incluso
  que sus enemigos de América. Presiento que va usted a tener problemas,
  señor Douglas. Hágame caso, y manténgase en guardia.


  Y ahora, mis sufridos lectores, les voy a pedir que se vengan conmigo
  un tanto lejos, lejos de la Torre del Mayorazgo de Birlstone, en
  Sussex, y lejos también del año de gracia en que hicimos el accidentado
  viaje que terminó con la extraña historia del hombre al que conocíamos
  como John Douglas. Les propongo viajar veinte años atrás en el tiempo y
  bastantes miles de kilómetros en el espacio, para poderles presentar
  una narración singular y terrible, tan singular y terrible que es
  posible les resulte difícil creer que todo ocurrió tal como lo cuento.
  No crean que estoy metiéndome en otra historia antes de haber puesto
  fin a la primera. Conforme lean se darán cuenta de que no es así. Y
  cuando les haya puesto en antecedentes de esos distantes
  acontecimientos y hayan resuelto ustedes ese misterio del pasado,
  volveremos a encontrarnos en esas salas de Baker Street donde tendrá
  fin éste como tantos otros acontecimientos maravillosos.











  SEGUNDA PARTE

  LOS SCOWRERS

  ***


  Nota del traductor: en esta parte aparece cierta cantidad de jerga
  americana de principios de siglo. Comprenda el lector las licencias de
  traducción necesarias.

  - 8 -
  EL HOMBRE



  Era el cuatro de febrero de 1875. Había hecho un invierno duro, y la
  nieve era aún espesa en el fondo de las gargantas de la Sierra de
  Gilmerton. Pero el quitanieves de vapor había mantenido abierta la vía
  férrea, y el tren de la tarde que enlaza la larga hilera de minas de
  carbón y ferrerías estaba subiendo lentamente a gruñidos las
  pronunciadas pendientes que conducen de Stagville, en el llano, a
  Vermissa, el poblado central situado en la cabeza del Valle de
  Vermissa. A partir de ahí, los raíles se hundían de nuevo en dirección
  a Bartonʼs Crossing, Helmdale y el condado puramente agrícola de
  Merton. Era una vía sencilla, pero tenía muchos apartaderos, y en cada
  uno de ellos aguardaban largas filas de plataformas repletas de carbón
  y mineral de hierro, señal de la oculta riqueza que había llevado una
  población ruda y una vida exuberante al rincón más desolado de los
  Estados Unidos de América.


  Porque era realmente desolado. El primer pionero que lo atravesó nunca
  hubiera podido imaginar que las mejores praderas y los pastos más
  abundantes carecían de valor en comparación con aquella tierra sombría
  de negros peñascos y bosques intransitables. Por encima de las laderas
  boscosas, a ambos lados del valle, se elevaban las cimas desnudas de
  los montes, blanca nieve y rocas desabridas. En el centro, serpenteaba
  un valle alargado y tortuoso. Por él trepaba lentamente aquel
  trenecillo.


  Acababan de encender las lámparas de aceite en el primer vagón de
  viajeros, un carruaje largo y desnudo en que iban sentadas veinte o
  treinta personas. La mayor parte de ellos eran obreros que volvían de
  trabajar en el segmento inferior del valle.


  Doce por lo menos tenían que ser mineros por los rostros tiznados y las
  linternas de seguridad que llevaban. Estaban sentados formando un grupo
  y hablaban en voz baja, echando de cuando en cuando miradas a los dos
  hombres del extremo opuesto del vagón, a los que uniforme y chapas
  delataban como policías. El resto del pasaje lo formaban algunas
  mujeres de la clase trabajadora y un par de pasajeros que podían
  perfectamente ser tenderos locales, a los que había que añadir un joven
  solitario sentado en un rincón. Este hombre es el que nos interesa.
  Obsérvenle bien, pues merece la pena.


  Es un joven de tez fresca y estatura media, que a juzgar por el aspecto
  ronda los treinta años. Tiene grandes ojos grises, maliciosos y
  alegres, que parpadean inquisitivos de cuando en cuando al mirar por
  las gafas a la gente que le rodea. Se echa de ver que es persona de
  talante sociable y posiblemente sencillo, deseoso de ser amigo de todo
  quisqui. Se le podría tomar de entrada por hombre de hábitos gregarios
  y natural comunicativo, de ingenio pronto y sonrisa a flor de labios.
  Sin embargo, quien le estudiase más de cerca podría distinguir cierta
  firmeza en la mandíbula y una tensión en los labios que advertían que
  tras esa primera impresión había profundidades desconocidas, y que muy
  posiblemente aquel agradable joven irlandés de pelo castaño dejase su
  impronta, para bien o para mal, en cualquier sociedad a la que se
  incorporase.


  Tras hacer un par de observaciones al minero más próximo en plan de
  tanteo y recibir sólo respuestas breves y hoscas, el viajero se resignó
  a un silencio no natural en él, dedicándose a observar malhumorado el
  paisaje fugitivo. No era una perspectiva halagadora. En medio de una
  oscuridad creciente destacaban intermitentemente los resplandores
  rojizos de los hornos de las laderas. A ambos lados se sucedían enormes
  montones de escombro y depósitos de ceniza, sobre los que se elevaban
  los respiraderos de las minas. De cuando en cuando aparecían
  desordenados grupos de casitas de madera, cuyas ventanas empezaban a
  iluminarse, y sus habitantes se aglomeraban en los frecuentes apeaderos
  del trayecto. Los valles de hierro y carbón del distrito de Vermissa no
  eran parajes para gente acomodada ni culta. Todo estaba lleno de
  señales inequívocas de una durísima batalla por la vida, del duro
  trabajo que había que hacer y de los rudos y recios obreros que lo
  hacían.


  El joven viajero contemplaba aquel país deprimente con expresión que
  combinaba la repulsión y el interés, evidenciando que el espectáculo le
  resultaba nuevo. De vez en vez se sacaba del bolsillo una gruesa carta
  de presentación y garrapateaba en los márgenes algunas notas. En un
  momento dado se sacó de la espalda del chaleco algo que difícilmente
  hubiera uno esperado ver en manos de un hombre de maneras tan suaves.
  Era un revólver gris-morado de los grandes. Al girarlo oblicuamente a
  la luz, los destellos del borde de las cápsulas de cobre de dentro del
  tambor dejaron ver que estaba completamente cargado. Lo volvió a meter
  rápidamente en el bolsillo secreto, pero ya había sido observado por un
  trabajador sentado en el banco vecino.


  —¡Hala, compañero! —dijo—. Parece que andamos alerta y preparados.


  El joven le sonrió con aspecto embarazado.


  —Sí —dijo—; en el lugar de donde vengo a veces lo necesitamos.


  —¿Qué lugar puede ser ese?


  —Ahora vengo de Chicago.


  —¿Forastero aquí?


  —Sí.


  —Pues igual lo necesitas aquí también —dijo el trabajador.


  —¡Ah! ¿Sí? —El joven pareció interesarse.


  —¿No has oído hablar de cómo están las cosas por aquí?


  —Nada de particular.


  —Vaya, pues yo creía que todo el país andaba lleno de estas historias.
  Pronto te enterarás. ¿A qué has venido?


  —Oí decir que aquí siempre hay trabajo para el que quiera hacerlo.


  —¿Eres de la Unión del Trabajo?


  —Claro.


  —Entonces supongo que tendrás trabajo. ¿Tienes amigos?


  —Todavía no, pero tengo forma de conseguirlos.


  —¿Cómo así?


  —Soy de la Orden Antigua de los Hombres Libres. No hay villa que no
  tenga una logia, y si hay una logia tendré amigos.


  Esta observación produjo un efecto notable en el compañero. Miró en
  torno con recelo. Los mineros seguían hablando en voz baja. Los
  policías dormitaban. El hombre cruzó el pasillo, se sentó junto al
  joven viajero y extendió la mano.


  —Pon la tuya ahí —dijo.


  Se dieron un apretón.


  —Veo que dices la verdad. Pero hay que asegurarse. Se llevó la mano
  derecha a la ceja derecha. El viajero levantó inmediatamente la mano
  izquierda hasta la ceja izquierda.


  —Las noches oscuras son desagradables —dijo el obrero.


  —Sí, para que los extraños viajen —contestó el otro.


  —Vale con esto. Soy el Hermano Scanlan, de la logia trescientos
  cuarenta y uno, del Valle de Vermissa. Me alegro de verte por aquí.


  —Gracias. Soy el Hermano John McMurdo, de la logia veintinueve, de
  Chicago. Maestro: J. H. Scott. Ha sido una suerte encontrar tan pronto
  a un hermano.


  —Bien, aquí somos muchos. En ninguna parte de los Estados hallarás a la
  Orden más floreciente que acá. Pero unos cuantos como tú nos pueden ir
  bien. No entiendo que un tipo despierto de la Unión del Trabajo no
  encuentre ocupación en Chicago.


  —Tenía todos los empleos que quisiese —dijo McMurdo.


  —Entonces, ¿por qué te fuiste?


  McMurdo señaló con la cabeza a los dos policías y sonrió.


  —Seguro que a ésos les gustaría saberlo —dijo.


  Scanlan dio un bufido de simpatía.


  —¿Apuros? —preguntó susurrando.


  —Tremendos.


  —¿Cosa de penal?


  —Y más.


  —¿No será una muerte?


  —Es muy pronto para hablar tanto —dijo McMurdo con el aspecto de quien
  de repente se da cuenta de que ha hablado más de lo conveniente—. Tenía
  buenos motivos para irme de Chicago. Te puede bastar con esto. ¿Quién
  eres tú para ponerte a preguntar todo eso?


  Tras las gafas se dejaba ver el brillo de unos ojos repentinamente
  llenos de una ira peligrosa.


  —Está muy bien, compañero. No quería ofenderte. Los muchachos no te
  mirarán mal, hayas hecho lo que hayas hecho. ¿A dónde te diriges ahora?


  —A Vermissa.


  —Es la tercera estación. ¿Dónde vas a parar? McMurdo sacó el sobre y lo
  acercó a la mugrienta lámpara de aceite.


  —Aquí está la dirección: Jacob Shafter, calle Sheridan. Es una casa de
  huéspedes que me recomendó un tipo que conocí en Chicago.


  —No la conozco, pero yo no soy de allí. Vivo en Hobsonʼs Patch, que es
  el pueblo al que estamos llegando. Pero mira, antes de separarnos te
  voy a dar un pequeño consejo. Si tienes problemas en Vermissa, vete
  derecho a la Casa del Sindicato, a ver al jefe McGinty. Es el Maestro
  de la Logia de Vermissa, y en esta zona no puede suceder nada sin
  permiso del negro Jack McGinty. Esto es todo, compañero. Tal vez nos
  veamos en la Logia cualquier noche. Pero recuerda lo que te he dicho:
  si tienes problemas, ve a donde el jefe McGinty.


  Scanlan bajó, y McMurdo quedó de nuevo solo con sus pensamientos. Era
  ya noche cerrada, y las llamas de los frecuentes hornos rugían y
  saltaban en la oscuridad. Sobre ese fondo rojizo se recortaban figuras
  oscuras encorvadas, tensas, retorcidas, giratorias, que seguían el
  movimiento del torno o el malacate, al ritmo de un martilleo y un
  rugido eternos.


  —Apostaría a que el infierno tiene un aspecto así —dijo una voz.


  McMurdo se volvió y vio que uno de los policías había cambiado de
  postura y estaba contemplando aquella extensión salvaje.


  —Bien, en realidad —repuso el otro policía—, yo diría que el infierno
  tiene que ser algo así. Me sorprendería francamente que allá abajo haya
  diablos peores que algunos que podría mencionar. Apostaría a que es
  usted nuevo en la zona, ¿no, joven?


  —Y si lo soy, ¿qué? —respondió McMurdo con voz segura.


  —Sólo una cosa, señor; que le aconsejaría que lleve ojo al elegir
  amigos. En su lugar, yo no empezaría por Mike Scanlan o su banda.


  —¿Qué cuernos le importa a usted los amigos que yo tenga? —rugió
  McMurdo con una voz que hizo se volviesen en redondo todas las cabezas
  del vagón para contemplar el altercado—. ¿Le he pedido yo a usted
  consejo? ¿O me ha tomado por un tonto que no puede prescindir de sus
  consejos? Hable usted cuando alguien se lo pida, y si tengo que ser yo,
  Dios sabe que le va a salir barba de tanto esperar.


  Echó la cabeza hacia adelante y les hizo a los policías una mueca como
  de perro que ladra.


  Los dos policías, hombres pesados y de buen natural, se hicieron atrás
  ante la extraordinaria vehemencia con que resultaban rechazadas sus
  amigables advertencias.


  —No queríamos ofenderle, forastero —dijo uno de ellos—. Era una
  advertencia que le hicimos por su bien al ver que tenía aspecto de ser
  nuevo en el lugar.


  —Y soy nuevo en el lugar, pero no me resultan nuevos ustedes ni los de
  su especie —gritó McMurdo presa de rabia fría—. Juraría que son iguales
  en todas partes, siempre dando consejos cuando nadie los pide.


  —Tal vez nos veamos las caras pronto —dijo uno de los policías
  sonriendo—. O me equivoco o es usted una buena pieza.


  —Lo mismo estaba yo pensando señaló el otro—. Apostaría a que nos
  volveremos a ver pronto.


  —Si piensan que les tengo miedo, quítenselo de la cabeza —gritó
  McMurdo—. Me llamo Jack McMurdo, para que vean. Si desean encontrarme,
  búsquenme en casa de Jacob Shafter, en la calle Sheridan, de Vermissa.
  ¿No me estoy escondiendo, verdad? Yo a la gente como ustedes les miro a
  la cara lo mismo de día que de noche. No se confundan ustedes.


  La osadía del recién llegado arrancó un murmullo de simpatía y
  admiración por parte de los mineros, mientras los dos policías se
  encogieron de hombros y volvieron a sus conversaciones. Pocos minutos
  más tarde el tren hacía su entrada en la mal iluminada estación, donde
  poco menos que se vació, pues Vermissa era con diferencia el mayor
  poblado del trayecto. McMurdo cogió el bolso de mano de cuero y se
  disponía a salir a la oscuridad cuando se le acercó uno de los mineros.


  —Demonios, compañero, tú sabes cómo hay que hablarles a los bofios
  —dijo con gran respeto—. Daba gusto escucharte. Deja que te lleve el
  bolso y te muestre el camino. Tengo que pasar por casa de Shafter de
  camino para mi chamizo.


  Al salir del andén, los otros mineros les dieron un «Buenas noches» a
  coro. Antes incluso de haber puesto el pie en Vermissa, el turbulento
  McMurdo se había convertido en un personaje de la localidad.


  Aquel país había resultado un lugar terrible, pero el pueblo era casi
  más depresivo todavía. Por lo menos, el largo valle tenía cierta
  grandeza sombría por las colosales llamaradas y las nubes errantes de
  humo, y la fuerza e industria humanas tenían adecuados monumentos en
  aquellas colinas que habían levantado junto a las bocas de sus ingentes
  excavaciones. Pero el pueblo ofrecía un nivel mortal de miseria y
  fealdad. El tráfico había dejado la ancha calle convertida en un
  horrible amasijo de rodadas de nieve embarrada. Las aceras eran
  angostas y desiguales. Las numerosas farolas de gas sólo servían para
  mostrar más claramente una larga hilera de casas de madera, todas con
  porches que flanqueaban la calle desaliñada y sucia. Al acercarse al
  centro del pueblo, una fila de tiendas bien iluminadas hacían más
  vistoso el escenario, a lo que había que añadir un grupo de saloon y
  casas de juego, donde los mineros gastaban unos salarios duramente
  trabajados pero abundantes.


  —Ésa es la Casa del Sindicato —observó el guía señalando a un saloon
  que se alzaba con aires casi de hotel—. El jefe de ahí es Jack McGinty.


  —¿Qué clase de tío es? —preguntó McMurdo.


  —¡Cómo! ¿Nunca has oído hablar del jefe?


  —¿Cómo voy a haber oído hablar de él si sabes que soy un forastero?


  —Ya, pero yo creía que se le conocía en toda la Unión. Ha salido muchas
  veces en los periódicos.


  —¿A cuenta de qué?


  —Bueno... —el minero bajó la voz—. Por los negocios.


  —¿Qué negocios?


  —¡Santo Dios! Con perdón, pero eres un tipo raro, y un desastre. En
  esta zona sólo se habla de un tipo de negocios, que son los de los
  Scowrers.


  —Ah, creo que sí leí cosas sobre los Scowrers en Chicago. Es una banda
  de asesinos, ¿no?


  —¡Chitón! ¡Por lo que más quieras! —gritó el minero, quedándose
  inmóvil, como de piedra, y mirando sorprendido a su compañero—. Tío, en
  esta zona no vas a vivir mucho si hablas de esta forma en plena calle.
  A muchos les han mandado al otro barrio por menos que eso.


  —Bien, yo no sé nada de esa gente. Sólo dije lo que he leído.


  —Y yo no digo que no hayas leído cosas ciertas. —El hombre hablaba
  mirando muy nervioso en torno, escudriñando las sombras como si temiese
  ver algún peligro agazapado allí—. Si matar es asesinar, entonces sabe
  Dios que aquí hay asesinatos a manta. Pero no se te ocurra susurrar el
  nombre de Jack McGinty en relación con eso, forastero, porque aquí
  todos los susurros llegan a sus oídos, y no es hombre que tolere eso.
  Bien, esa es la casa que buscas..., esa que está un poco metida para
  adentro. Verás que el viejo Jacob Shafter que la lleva es el hombre más
  honesto de toda esta ciudad.


  —Gracias —dijo McMurdo, dando un apretón de manos al nuevo conocido
  para adentrarse luego, bolso en mano, en el camino que llevaba a la
  casa de huéspedes, a cuya puerta llamó con fuerza. Le abrió
  inmediatamente alguien muy distinto a lo que esperaba.


  Era una mujer joven, singularmente bella. Tenía tipo sueco, rubia y
  bonita cabellera, y el atractivo contraste de un par de hermosos ojos
  oscuros, que observaban al forastero con sorpresa y agradable embarazo
  reflejado en la ola de color que cubrió su pálido rostro. Enmarcada por
  la luz intensa de la puerta abierta, le pareció a McMurdo el retrato
  más bello que hubiese visto nunca, resaltando su atractivo el entorno
  sórdido y sombrío del poblado. No le hubiera resultado más sorprendente
  ver crecer una violeta preciosa en uno de aquellos montones negros
  situados a la boca de las minas. Tan absorto quedó por la visión que
  quedó inmóvil y mudo, y tuvo que ser ella la que rompiese el silencio.


  —Creí que sería padre —dijo con un leve deje sueco muy agradable—.
  ¿Viene usted a verle? Anda por el centro del pueblo. Le estoy esperando
  de un momento a otro.


  McMurdo siguió contemplándola embelesado hasta que ella bajó la mirada
  confundida ante aquel soberbio visitante.


  —No, señorita —dijo él al cabo—; no tengo ninguna prisa por verle. Pero
  me recomendaron esta casa para alojarme. Pensé que podía convenirme, y
  ahora estoy seguro de ello.


  —Toma usted las decisiones con mucha rapidez —dijo ella sonriendo.


  —Cualquiera que no fuese ciego habría hecho lo mismo —contestó el otro.


  La chica se rió del cumplido.


  —Entre, señor —dijo—. Soy miss Ettie Shafter, la hija de señor Shafter.
  Mi madre murió y yo me encargo ahora de llevar la casa. Puede sentarse
  junto a la estufa en esa habitación de enfrente hasta que venga mi
  padre. Ah, ahí está, o sea que puede ponerse de acuerdo con él
  inmediatamente.


  Por el sendero subía un hombre anciano y pesado. McMurdo le explicó en
  dos palabras a qué había venido. El viejo Shafter se mostró muy bien
  dispuesto. El forastero no regateó las condiciones, estuvo de acuerdo
  en todo, y al parecer no andaba escaso de dinero. Tendría comida y
  alojamiento por doce dólares semanales, pagados de antemano. Con esto
  se instaló bajo el techo de los Shafter aquel McMurdo que se confesaba
  fugitivo de la justicia, y ése fue el primer paso de los que condujeron
  a la larga serie de negros acontecimientos que terminaría en tierras
  muy lejanas.


  - 9 -
  EL MAESTRO



  McMurdo era hombre que dejaba enseguida su impronta. Se hacía célebre
  en cuanto pisaba un lugar. Al cabo de una semana se había convertido en
  el personaje más importante de casa de los Shafter, con mucha
  diferencia. Había para entonces diez o doce huéspedes, pero eran
  honestos capataces u oficinistas de los almacenes, de un calibre muy
  distinto al del joven irlandés. Cuando a las noches se juntaban, éste
  era siempre el que tenía el chiste más pronto, la conversación más
  brillante y las mejores canciones. Era por naturaleza un compañero
  alegre, dotado de un magnetismo que les llenaba a todos de buen humor.


  Y sin embargo, de vez en vez mostraba, como había ocurrido en el vagón,
  una capacidad de irritación repentina y fiera que infundía respeto y
  aun miedo a los que se le acercaban. Por lo demás, hacía ostentación de
  un acre desprecio hacia la ley y todo lo relacionado con ella, cosa que
  deleitaba a algunos y alarmaba a otros de sus compañeros de pensión.


  Desde el primer momento dejó en evidencia con una ostensible admiración
  que la hija de la casa le había conquistado el corazón desde el
  instante en que sus ojos se posaron en su belleza y gracia. No era de
  los que persiguen a una chica a escondidas. Al segundo día le dijo que
  la amaba, y desde entonces repetía lo mismo sin que le cortase en
  absoluto nada de lo que ella pudiese decir para desanimarle.


  —¿Que hay otro? —exclamaba—. Bien, pues mala suerte para el otro. ¡Que
  se despabile! ¿Voy a perder yo la ocasión de mi vida y todo el deseo de
  mi corazón por otro? Tú, Ettie, sigue diciendo «No». Algún día dirás
  «Sí», y yo soy lo bastante joven como para aguardar.


  Era un pretendiente peligroso, con su facilidad de palabra irlandesa y
  sus modales encantadores llenos de seducción. Le envolvía ese halo de
  experiencia y misterio que atrae el interés de una mujer y al cabo su
  amor. Podía hablar de los dulces valles del Condado de Monaghan del que
  procedía, de la querida isla lejana, cuyas bajas colinas y verdes
  praderas parecían más bellas cuando la imaginación las evocaba desde
  aquel lugar de nieves y suciedad. Luego había conocido la vida de las
  ciudades del Norte, de Detroit y las explotaciones forestales de
  Michigan, de Búfalo y finalmente de Chicago, donde había trabajado en
  una serrería. A esto se añadían sugerencias de aventuras, la sensación
  de que en aquella gran ciudad le habían sucedido cosas extrañas, tan
  extrañas e íntimas que no podía hablar de ellas. Explicaba abiertamente
  que había roto antiguos lazos, había partido de repente volando a un
  mundo extraño para aterrizar en aquel valle terrible, y Ettie escuchaba
  con ojos brillantes de piedad y simpatía... esas dos cualidades que
  pueden tornarse tan rápida y naturalmente en amor.


  McMurdo había conseguido un trabajo temporal como contable, pues era
  hombre de educación. Esto le hacía pasar fuera de la casa la mayor
  parte del tiempo, y todavía no había encontrado ocasión para
  presentarse al jefe de la Logia de la Orden Antigua de los Hombres
  Libres. Omisión que, sin embargo, le fue recordada cierta noche por
  Mike Scanlan, el compañero que había encontrado en el tren. Scanlan,
  hombre pequeño, de facciones duras y ojos negros, nervioso, pareció
  alegrarse al verle. Tras tomar un par de whiskies, abordó el objeto de
  su visita.


  —Mira, McMurdo —dijo—, recordé tu dirección, y me animé a venir. Me
  sorprende que no te hayas presentado todavía al maestro. ¿Qué ocurre
  que aún no has ido a ver al jefe McGinty?


  —Pues que tenía que encontrar trabajo. Estuve ocupado.


  —Tienes que hallar tiempo para él aunque no lo tengas para nada más.
  Santo Dios, hombre, estás loco. No haber ido a la Casa del Sindicato a
  registrarte la primera mañana que estuviste aquí. Mira que si le caes
  mal... que no, que no tienes que hacer eso, y basta.


  McMurdo mostró una cierta sorpresa.


  —Scanlan, llevo dos años siendo miembro de una logia, pero nunca me
  dijeron que las obligaciones fuesen tan acuciantes como dices.


  —¡Tal vez en Chicago no!


  —Pero es la misma sociedad.


  —¿Sí? —Scanlan le miró fijamente un rato. En su mirada había algo
  siniestro.


  —¿No?


  —Dentro de un mes me lo explicarás. Oí decir que tuviste unas palabras
  con los polis del tren después de irme yo.


  —¿Cómo lo sabes?


  —Ah, se cuenta por ahí... En este distrito todo circula enseguida, para
  bien o para mal.


  —Pues sí. Les dije a voces lo que pienso de ellos.


  —Por Dios que eres un tipo de los que le gustan a McGinty.


  —¿Cómo? ¿Él también odia a la policía?


  Scanlan soltó una carcajada.


  —Ve a verle, muchacho —dijo despidiéndose—. Si no lo haces va a ser a
  ti a quien odie. Oye, haz caso del consejo de un amigo y ve
  inmediatamente.


  Quiso la suerte que la misma noche McMurdo tuviese otra entrevista más
  apremiante que le empujó en la misma dirección. Es posible que sus
  atenciones hacia Ettie hubiesen sido particularmente ostensibles aquel
  día, o que los repetidos gestos hubiesen llegado a llenar la cabeza
  reflexiva del hostalero sueco; el caso es que éste llamó al joven a su
  habitación privada y entró en materia sin rodeos.


  —Señor, me parece —dijo—, que usted anda detrás de mi Ettie. ¿Ser así o
  me equivoco?


  —Sí, así es —respondió el joven.


  —Bien, mí querer decirle ahora mismo que es inútil. Alguno se le
  adelantó.


  —Lo mismo me dijo ella.


  —Bien, ¡le dijo verdad! Pero ¿le dijo quién es?


  —No; yo se lo pregunté, pero no me lo dijo.


  —Me lo imagino, pobrecilla. Tal vez no quiso asustarrle.


  —¡Asustarme! —McMurdo se encendió al instante.


  —¡Oh, sí, amigo! No tiene que tener vergüenza de que le asuste. Es
  Teddy Baldwin.


  —¿Y quién diablos es?


  —Un jefe de los Scowrers.


  —¡Los Scowrers! He oído hablar. Siempre salen los Scowrers, y siempre
  en voz baja. ¿De qué tienen miedo todos ustedes? ¿Quiénes son los
  Scowrers?


  El hostalero bajó instintivamente la voz, como hacía todo el que
  mentaba a aquella sociedad terrible.


  —Los Scowrers —dijo—, son la Orden Antigua de los Hombres Libres.


  El joven saltó.


  —¿Cómo? Si yo mismo soy miembro de esa Orden.


  —¡Usted! De haberlo sabido, nunca le hubiera admitido en mi casa...
  aunque me pagase cien dólares a la semana.


  —¿Qué problema hay con la Orden? Se dedica a la caridad y a fomentar el
  compañerismo. Así lo dicen sus reglas.


  —En algunos lugares, tal vez. ¡Aquí, no!


  —¿Y aquí qué es?


  —Una sociedad de asesinos, eso es lo que es.


  McMurdo se echó a reír incrédulo.


  —¿Cómo lo demuestra usted? —preguntó.


  —¿Demostrrrar? ¿No hay cincuenta asesinatos que lo demuestrran? ¿Qué
  pasó con Milman y Van Shorst, y la familia Nicholson, y el viejo señor
  Hyam, y el pequeño Billy James, y los demás? ¡Demostrrar! ¿Hay algún
  hombrre o mujerr en este valle que no lo sepa?


  —¡Mire! —dijo McMurdo con decisión—. Quiero que retire usted lo que ha
  dicho o lo demuestre. Una de dos. Antes de que yo salga de esta
  habitación. Póngase usted en mi lugar. Yo me encuentro aquí, soy
  forastero. Pertenezco a una sociedad a la que conozco sólo como
  inocente. Se la encuentra a todo lo largo y ancho de los Estados, pero
  siempre como sociedad inocente. Y ahora, cuando yo me dispongo a
  incorporarme aquí a ella, viene usted a decirme que coincide con una
  sociedad criminal llamada los «Scowrers». Creo que me debe usted una
  explicación o unas excusas, señor Shafter.


  —No puedo contarle más que lo que todo el mundo sabe, señor. Los jefes
  de una son los jefes de la otra. Si usted ofende a una, es la otra la
  que se lo hace pagar. Lo hemos comprrobado demasiadas veces.


  —¡Simples habladurías! ¡Quiero pruebas! —dijo McMurdo.


  —Si usted vive aquí un tiempo tendrá prruebas. Pero me olvidaba de que
  usted es uno de ellos. Pronto será tan malo como todos los demás. Pero
  tendrrá que buscarse otrro alojamiento, señor. No puedo tenerrle aquí.
  Bastante malo es que uno de esos ande persiguiendo a mi Ettie, y yo no
  me atrrevo a echarle, ¿voy a tener encima a otro como huésped? Sí, es
  claro, usted no tiene que dormir aquí ninguna noche más, sólo hoy.


  Así se encontró McMurdo condenado al destierro tanto de su confortable
  residencia como de la chica a la que amaba. La halló sola en la sala de
  estar aquella misma noche, y le susurró al oído sus penas.


  —Sí, su padre acaba de anunciármelo —dijo—. No me importaría mucho si
  sólo se tratase de la habitación; pero Ettie, de verdad, aunque sólo
  hace una semana que la conozco, usted es para mí el mismísimo aliento
  de la vida, y no puedo vivir sin usted.


  —¡Oh! ¡Calle, McMurdo! ¡No hable así! —dijo la muchacha—. Ya le dije
  que llegaba tarde, ¿no? Hay otro, y aunque no le he prometido a él
  casarme enseguida, por lo menos no puedo comprometerme con ningún otro.


  —Supongamos, Ettie, que yo hubiese sido el primero. ¿Tendría
  posibilidades?

  La muchacha hundió el rostro entre las manos.


  —¡Ojalá el cielo hubiese querido que fuese usted el primero! —sollozó.


  McMurdo se arrodilló al instante ante ella.


  —Por el amor de Dios, Ettie, ¡con esto basta! —gritó—. ¿Va a arruinar
  usted su vida y la mía por culpa de esa promesa? Haga caso al corazón,
  preciosa. Es una guía más segura que ninguna promesa dada sin saber lo
  que decía.


  Había cogido la blanca mano de Ettie entre sus manos morenas y recias.


  —Diga que será mía, y afrontaremos juntos la situación.


  —¿Fuera de aquí?


  —Aquí mismo.


  —¡No, no, Jack! —Él la estaba abrazando—. Aquí no podría ser. ¿No
  podría llevarme lejos?


  En el rostro de McMurdo hubo unos instantes de lucha, pero al cabo
  quedó como de granito.


  —No, aquí —dijo—. La defenderé contra el mundo entero, Ettie. Aquí
  mismo, donde estamos.


  —¿Por qué no nos vamos juntos?


  —No, Ettie, no puedo irme de aquí.


  —¿Pero por qué?


  —Nunca podría ir con la frente alta si sintiese que me habían echado.
  Además, ¿qué hay que temer aquí? ¿No somos gente libre en un país
  libre? Si usted me ama y yo la amo, ¿quién puede osar interponerse?


  —Usted no lo sabe, Jack. Lleva aquí demasiado poco tiempo. No conoce a
  ese Baldwin. No conoce a McGinty y a sus Scowrers.


  —No, no les conozco, ni les temo, ni creo en ellos —dijo McMurdo—.
  Cariño, yo he vivido entre gente violenta, y en lugar de temerles yo,
  siempre han acabado temiéndome ellos... siempre, Ettie. ¡Eso es una
  locura! Si esos hombres han cometido en este valle un crimen tras otro,
  como dice su padre, y si todo el mundo conoce sus nombres, ¿cómo no han
  llevado a ninguno a los tribunales? ¡Respóndame, Ettie!


  —Porque ninguno se atreve a testimoniar contra ellos. El que lo hiciese
  no viviría ni un mes. Y también porque siempre tienen preparados a sus
  hombres para jurar que el acusado estaba lejos del lugar del crimen.
  Pero Jack, si todo esto tiene que haberlo leído. Tengo entendido que no
  hay en los Estados ningún periódico que no lo haya contado.


  —Sí, he leído algunas cosas, es cierto, pero pensé que eran cuentos.
  Tal vez esa gente tenga algún motivo para actuar como hacen. Tal vez
  les han hecho daño y no tienen otra manera de defenderse.


  —¡Oh, Jack! No me hable así. Es lo mismo que dice él... ¡el otro!


  —Baldwin... ¿Baldwin habla así, no?


  —Y por eso le aborrezco tanto. Oh, Jack, ahora le puedo contar la
  verdad. Le aborrezco con toda mi alma; pero también le tengo miedo.
  Temo por mí, pero sobre todo tengo miedo por padre. Sé la desgracia que
  se nos vendría encima si me atreviese a decir lo que siento realmente.
  Por eso le he tenido a raya con medias promesas. En realidad, nuestra
  única esperanza era la verdad pura. Pero si quiere escaparse conmigo,
  Jack, podríamos llevarnos al padre y vivir siempre lejos del poder de
  esos malvados.


  De nuevo hubo una lucha evidente en el rostro de McMurdo, hasta que
  pronto quedó otra vez firme como el granito.


  —No le ocurrirá ningún mal, Ettie... ni a su padre tampoco. En cuanto a
  esos malvados, supongo que no tardará usted mucho en descubrir que yo
  soy tan malo como el peor de ellos.


  —¡No, no, Jack! Yo confiaré en usted pase lo que pase.


  McMurdo rió con amargura.


  —¡Dios santo! ¡Qué poco me conoce! Cariño, su alma inocente no podría
  ni sospechar lo que sucede en la mía. Pero ea, ¿quién es esa visita?


  La puerta se había abierto bruscamente, y entró un joven con las
  maneras arrogantes de quien es el amo. Era un joven agraciado y vivaz,
  más o menos de la misma edad y complexión que el propio McMurdo. Bajo
  el negro sombrero de fieltro de anchas alas, que no se molestó en
  quitarse, un rostro agradable con ojos fieros y dominadores y una nariz
  aguileña, casi de halcón, miraba salvajemente a la pareja, sentada
  junto a la estufa.


  Ettie se puso en pie de un brinco, llena de confusión y alarma.


  —Me alegra verle, señor Baldwin —dijo—. Viene usted antes de lo que
  pensaba. Venga acá a sentarse.


  Baldwin permaneció en pie con las manos en las caderas, mirando a
  McMurdo.


  —¿Quién es éste? —preguntó secamente.


  —Un amigo mío, señor Baldwin... un huésped nuevo. Señor McMurdo, ¿me
  permite que le presente a señor Baldwin?


  Los jóvenes se saludaron con la cabeza, hoscamente.


  —Posiblemente la señorita Ettie le haya contado nuestra relación —dijo
  Baldwin.


  —No entendí que hubiese nada entre ustedes.


  —¿Ah, no? Bien, pues entérese. Oiga lo que le digo, esa joven dama es
  mía, y hace una buena noche para que se de usted un paseo.


  —Gracias, no me apetece.


  —¿No? —los salvajes ojos del hombre lanzaban destellos de ira—. ¿Y le
  apetecería una pelea, señor huésped?


  —Eso, sí —gritó McMurdo poniéndose en pie de un salto—. No se le pudo
  ocurrir idea mejor.


  —¡Por el amor de Dios, Jack! ¡Oh! ¡Por el amor de Dios! —gritó la pobre
  Ettie, hecha un lío—. ¡Oh, Jack, Jack, que le va a hacer daño!


  —¡Ah! ¿Ahora le llama «Jack»? —dijo Baldwin, añadiendo un juramento—.
  ¿Tan amigos se han hecho, no?


  —Oh, Ted, sea razonable... ¡sea amable! Hágalo por mí, Ted, si alguna
  vez me ha amado, sea magnánimo y perdone.


  —Creo, Ettie, que si nos dejase solos podríamos arreglar cuentas —dijo
  McMurdo con serenidad—. O tal vez, señor Baldwin, podríamos irnos los
  dos a darnos una vuelta, usted y yo. Hace una noche excelente, y más
  allá de la manzana siguiente hay un buen descampado.


  —A usted le ajustaré yo las cuentas sin necesidad de ensuciarme las
  manos —dijo su enemigo—. Y antes de que acabe con usted tendrá tiempo
  de arrepentirse de haber puesto los pies en esta casa.


  —No habrá mejor ocasión que ésta —gritó McMurdo.


  —Caballero, yo elegiré el momento. Puede dejarme a mí la elección del
  tiempo. ¡Mire! —De repente se remangó y mostró en el antebrazo una
  señal peculiar que parecía grabada a fuego. Era un círculo con un
  triángulo dentro—. ¿Sabe lo que significa?


  —¡Ni lo sé ni me importa!


  —Pues bien, te enterarás. Te lo prometo. Y no vas a llegar a viejo. Tal
  vez la señorita Ettie te pueda contar algo al respecto. En cuanto a ti,
  Ettie, volverás a mí de rodillas. ¿Lo oyes, muchacha? ¡De rodillas! Y
  entonces te voy a decir qué castigo te puede tocar. Has sembrado... y
  por Dios que yo me encargaré de que coseches. —Les miró a los dos
  furioso. Luego giró en redondo, y un instante más tarde el portal se
  cerraba con estrépito tras él.


  McMurdo y la muchacha permanecieron unos momentos en silencio. Luego
  ella le echó los brazos al cuello.


  —¡Oh, Jack, qué valiente eres! Pero es inútil... tienes que escapar.
  Esta misma noche, Jack, ¡esta noche! Es la única esperanza que tenemos.
  Va a matarnos. Lo leí en sus terribles ojos. ¿Qué puedes hacer tú
  contra un montón de ellos, respaldados por el jefe McGinty y todo el
  poder de la Logia?


  McMurdo apartó los brazos de ella, la besó y la empujó delicadamente
  hasta sentarla de nuevo en un sillón.


  —¡Ahí, prenda, ahí! No te preocupes ni temas por mí. Yo también soy un
  Hombre Libre. Acabo de hablar de ello con tu padre. Es posible que no
  sea mejor que los demás, o sea que no me tomes por un santo. Tal vez me
  odies también ahora que te he dicho esto.


  —¡Odiarte, Jack! No podría hacerlo en la vida. He oído decir que ser
  Hombre Libre no tiene nada de malo en otras partes, sólo aquí, de modo
  que ¿por qué iba a cambiar de opinión sobre ti? Pero si eres un Hombre
  Libre, Jack, ¿por qué no puedes ir allá y hacerte amigo del jefe
  McGinty? ¡Oh, Jack, date prisa, date prisa! Habla tú primero con él,
  porque si no lanzarán a los sabuesos a seguirnos la pista.


  —Lo mismo estaba pensando —dijo McMurdo—. Voy a ir ahora mismo a
  arreglar este asunto. Puedes decirle a tu padre que esta noche dormiré
  aquí y a la mañana me buscaré otro alojamiento.


  El bar del saloon de McGinty estaba tan repleto como de costumbre, pues
  era el lugar favorito de todos los camorristas de la ciudad. El hombre
  era popular, pues tenía un talante duro y jovial que formaba una
  máscara capaz de cubrir lo mucho que tras ella se escondía. Pero aparte
  de esa popularidad, bastaba para llenarle el bar el miedo que se le
  tenía en todo el poblado, y también en los cincuenta kilómetros del
  valle y más allá de las montañas que lo rodeaban. Nadie podía
  permitirse el lujo de prescindir de la amistad de McGinty.


  Además de los poderes secretos que según creencia universal detentaba
  en forma tan despiadada, era también un alto cargo público, consejero
  municipal y comisario de transportes, elegido para el puesto gracias a
  los votos de los rufianes que a su vez esperaban recibir favores de sus
  manos. Los impuestos y las tasas eran enormes, las obras públicas se
  encontraban en el mayor abandono, las cuentas eran encubiertas por
  auditores sobornados, y los ciudadanos decentes se veían obligados por
  el terror a pagar el chantaje público y morderse la lengua para evitar
  algo peor. Con todo ello, cada año llevaba el jefe McGinty diamantes
  más voluminosos en la corbata, cadenas de oro más pesadas y trajes más
  lujosos, al tiempo que el saloon se ampliaba cada vez más, hasta el
  punto de que amenazaba con invadir todo un flanco de la Plaza del
  Mercado.


  McMurdo empujó la puerta oscilante del saloon y se abrió paso entre la
  multitud, por una atmósfera llena de humo de tabaco y aroma de licores.
  El lugar se encontraba muy iluminado, y unos grandes espejos llenos de
  dorados reflejaban y multiplicaban la luz cegadora desde todas las
  paredes. Varios barmans de smoking trabajaban duro confeccionando
  combinados para los ociosos que se alineaban junto al mostrador cargado
  de metal. En el extremo del fondo, apoyado en la barra, con un pitillo
  colgando de la comisura de los labios, estaba un sujeto alto, fuerte,
  cuadrado, que no podía ser otro que el propio McGinty. Era un gigante
  de gran melena negra, con barba hasta los pómulos y una masa de pelo
  azabache que le caía hasta el cuello de la camisa. Su tez era tan
  oscura como la de un italiano, los ojos de un extraño negro intenso
  que, combinado con un leve estrabismo, les daba un aire particularmente
  siniestro. Todo lo demás, sus nobles proporciones, sus facciones
  delicadas, y el talante franco, encajaba con aquellos modales joviales
  y sinceros que constituían su pose. Cualquiera hubiera dicho que se
  trataba de un tío franco y honrado, de corazón indudablemente sano por
  muy rudas que pudiesen parecer sus palabras. Sólo cuando aquellos ojos
  negros, profundos y despiadados, se volvían hacia alguien, se
  sobresaltaba uno sintiendo que se hallaba frente a una posibilidad
  infinita de maldad latente, con una fuerza, valor e inteligencia que
  podía hacer mil veces más mortal aquella maldad.


  Habiendo contemplado pausadamente al hombre que buscaba, McMurdo se
  abrió paso a codazos con su habitual despreocupación y audacia,
  consiguiendo penetrar por entre el pequeño grupo de cortesanos que
  adulaban al jefe riéndole estruendosamente cualquier gracia. Los
  atrevidos ojos grises del forastero devolvieron sin temor a través de
  las gafas las miradas letales que se volvieron hoscas hacia él.


  —Y bien, joven, no puedo recordar su cara.


  —Soy nuevo aquí, señor McGinty.


  —No será tan nuevo que no pueda dirigirse a un caballero con el
  tratamiento que le corresponde.


  —Es el Consejero McGinty, joven —dijo uno de los del grupo.


  —Lo lamento, Consejero. Soy ajeno a las costumbres del lugar. Pero me
  han dicho que le vea a usted.


  —Pues ya me está viendo. No hay más. ¿Qué le parezco?


  —Bien, es pronto para decirlo. Si su corazón es tan grande como el
  cuerpo, y su alma tan agradable como el rostro, no se puede pedir más
  —dijo McMurdo.


  —Diablos, menuda lengua irlandesa, la verdad —exclamó el patrón del
  saloon, que no tenía muy claro si debía bromear con aquel audaz
  visitante o tenía que mantener la dignidad—. O sea que es capaz de
  atravesar mis apariencias.


  —Sin duda —dijo McMurdo.


  —¿Y le dijeron que hablase conmigo?


  —Exactamente.


  —¿Y quién se lo dijo?


  —Él hermano Scanlan, de la Logia trescientos cuarenta y uno, de
  Vermissa. Brindo por su salud, Consejero, y para que nos conozcamos
  mejor. —Levantó hasta los labios el vaso que le habían servido, y al
  beberlo levantó el dedo meñique.


  McGinty, que le había estado observando detenidamente, arqueó las
  espesas cejas negras.


  —¡Ah, pues parece que sí! —dijo—. Tendré que analizar esto un poco más
  de cerca, señor…


  —McMurdo.


  —Un poco más de cerca, señor McMurdo, porque aquí no admitimos a la
  gente fiándonos a la primera, ni creemos todo lo que nos dicen. Véngase
  un momento detrás del mostrador.


  Había allí una pequeña habitación repleta de barriles. McGinty cerró
  con cuidado la puerta, y luego se sentó en uno de ellos, mascando el
  cigarro con aire pensativo, y observando al compañero con aquellos ojos
  inquietantes. Estuvo un par de minutos en completo silencio.


  McMurdo aguantó divertido la inspección, con una mano en el bolsillo de
  la chaqueta y retorciéndose con la otra el mostacho castaño. De repente
  McGinty se agachó y sacó un revólver de mala catadura.


  —Mira esto, tío —dijo—; como se me ocurra que pretendes engañarnos,
  pronto tienes la absolución encima.


  —Es una extraña forma de dar la bienvenida —respondió McMurdo con
  cierta dignidad—, por parte de un maestro de una Logia de Hombres
  Libres, tratándose de un hermano forastero.


  —Ah, pero es que lo que tiene que demostrar es precisamente esto —dijo
  McGinty—, y que Dios le ayude como no lo consiga. ¿Dónde ingresó usted?


  —En la Logia veintinueve, en Chicago.


  —¿Cuándo?


  —El veinticuatro de junio de mil ochocientos setenta y dos.


  —¿Qué maestro?


  —James H. Scott.


  —¿Quién es el gobernante de tu distrito?


  —Bartholomew Wilson.


  —¡Hum! Parece muy rápido contestando. ¿Qué está haciendo aquí?


  —Trabajando, como usted, pero en un trabajo más pobre.


  —¿No digo yo que responde muy rápido?


  —Siempre tuve facilidad de palabra.


  —¿Es también rápido actuando?


  —Ésa es la fama que tengo entre los que me conocen.


  —Bien, vamos a ponerle a prueba antes de lo que espera. ¿Ha oído contar
  algo de la Logia en esta zona?


  —Me han dicho que para ser hermano hay que ser todo un hombre.


  —Ni más ni menos, señor McMurdo. ¿Por qué dejó Chicago?


  —Si se lo digo me cuelgan.


  McGinty abrió los ojos. No estaba acostumbrado a que le contestasen de
  esa forma, y le divirtió.


  —¿Por qué no me lo quiere contar?


  —Porque ningún hermano le puede mentir a otro.


  —¿Tan mala es la verdad?


  —Pongamos que es eso.


  —Mire, señor; no puede pensar que yo, como maestro, admita en la Logia
  a un hombre sin poder responder de su pasado.


  McMurdo parecía desconcertado. Entonces se sacó de un bolsillo interior
  un recorte de periódico muy gastado.


  —¿No se chivará de un compañero...? —dijo.


  —Lo que voy a hacer será cruzarte la cara como me digas cosas así
  —exclamó McGinty encendido.


  —Tiene usted razón, Consejero —dijo McMurdo compungido—. Tengo que
  pedirle excusas. Hablé sin pensar qué decía. Bien, sé que estoy seguro
  en sus manos. Mire ese recorte.


  McGinty leyó en diagonal la relación de la muerte a tiros de un tal
  Jonas Pinto, en el Lake Saloon, de la calle del Mercado, de Chicago, en
  la semana de Año Nuevo del 74.


  —¿Obra tuya? —preguntó devolviéndole el periódico. McMurdo asintió con
  la cabeza.


  —¿Por qué te lo cargaste?


  —Yo estaba ayudando al Tío Sam a fabricar dólares. Es posible que los
  míos no fuesen de tan buen cuño como los suyos, pero parecían iguales y
  resultaban más baratos. Ese Pinto me ayudó a mover la gansa falsa…


  —¿A qué?


  —Bien, quiere decir a poner en circulación los dólares. Luego dijo que
  lo iba a dejar. Y tal vez rompió los compromisos. Yo no aguardé a ver
  qué hacía. Le maté y me las piré para la cuenca del carbón.


  —¿Por qué a la cuenca?


  —Porque había leído en los periódicos que en esta zona la gente no era
  demasiado mirada.


  McGinty se rió.


  —O sea que primero te dedicaste a falsificar, luego a asesinar, y
  viniste aquí porque pensaste que serías bien recibido.


  —Algo así —respondió McMurdo.


  —Bien, apostaría a que llegarás lejos. Dime, ¿todavía puedes hacer
  dólares de esos?


  McMurdo se sacó media docena del bolsillo.


  —Estos nunca han pasado por la ceca(fábrica de acuñación) de Washington
  —dijo.


  —¡No me digas! —McGinty los sostuvo a la luz en su enorme mano, peluda
  como la de un gorila—. ¡No puedo ver ninguna diferencia! Diablos, me
  parece que vas a ser un hermano muy útil. Amigo McMurdo, no nos importa
  tener entre nosotros algún que otro tío malo, porque a veces tenemos
  que tomar nuestras medidas. Si no les diésemos su merecido a los que
  nos presionan, pronto estaríamos perdidos.


  —Bien, en tal caso, espero poder contribuir con el resto de compañeros
  a darles alguna que otra lección a esos tipos.


  —Parece que tienes nervio. Ni siquiera pestañeaste cuando te apunté con
  la pistola.


  —No era yo el que peligraba.


  —¿Quién, pues?


  —Usted, Consejero —McMurdo se sacó del bolsillo lateral del tabardo una
  pistola con el seguro quitado—. Le estuve cubriendo todo el rato.
  Apuesto a que habría disparado tan rápido como usted.


  McGinty se ruborizó de ira y luego estalló en carcajadas y rugidos.


  —¡Diablo! —dijo—. Mira, no hemos dado con nadie tan temible como tú en
  todo el año. Estoy convencido de que la Logia llegará a estar orgullosa
  de ti. Bien, ¿qué canastos quieres? ¿No puedo estar ni cinco minutos
  hablando a solas con un caballero sin que nos incomodes?


  El barman estaba acongojado.


  —Lo siento, Consejero, pero está señor Ted Baldwin. Dice que tiene que
  verle al instante.


  El recado era superfluo, pues el rostro firme y cruel de aquel
  individuo se asomaba ya por encima del hombro del camarero. Empujó a
  éste y cerró la puerta tras él.


  —Vaya —dijo, dirigiendo a McMurdo una mirada furiosa—, ¿llegaste antes
  aquí, no? Consejero, tengo que decirle dos palabras sobre ese sujeto.


  —Entonces dilo aquí mismo, delante mío —gritó McMurdo.


  —Lo diré cuando me parezca y como me parezca.


  —¡Eh, eh! —dijo McGinty saltando del barril—. Eso de ningún modo. Aquí
  tenemos a un nuevo hermano, Baldwin, y no está bien recibirle de ese
  modo. Muchacho, saca la mano y levántala.


  —¡Nunca! —exclamó Baldwin rabioso.


  —Me he ofrecido a pelear con él si piensa que le he ofendido —dijo
  McMurdo—. Estoy dispuesto a luchar con los puños o si lo prefiere, de
  cualquier otro modo. Ahora, Consejero, dejo en sus manos el juzgar
  entre nosotros como corresponde a un maestro.


  —¿De qué se trata, pues?


  —De una chica. Es libre para elegir según le parezca.


  —¿Sí? —exclamó Baldwin.


  —Tratándose de dos hermanos de la Logia, yo diría que ella tiene
  libertad para elegir —dijo el jefe.


  —¡Ah! ¿Ésa es su decisión, eh?


  —Desde luego, Ted Baldwin —dijo McGinty con una mirada capaz de
  atravesarle—. ¿Vas a ser tú quien lo discuta?


  —¿Sería capaz de tirar a uno que ha estado junto a usted durante cinco
  años en beneficio de un hombre al que no ha visto en la vida? El cargo
  de maestro no es vitalicio, Jack McGinty, y Dios sabe que la próxima
  vez que haya que votar...

  El Consejero se le lanzó encima como un tigre. Cerró la mano en torno
  al cuello del otro y le empujó hacia atrás hasta tumbarle encima de uno
  de los barriles. Estaba tan fuera de sí que era perfectamente capaz de
  dejarle allí seco, pero se interpuso McMurdo.


  —¡Calma, Consejero! ¡Por Dios, calma! —exclamó reteniéndole.


  McGinty soltó a su presa, y Baldwin, intimidado y maltrecho,
  ahogándose, temblando de pies a cabeza, como quien ha visto a la muerte
  de cerca, se sentó en el barril sobre el que le iban a aplastar.


  —Hace mucho tiempo que te buscabas esto, Ted Baldwin. Ya lo has
  conseguido —exclamó McGinty, cuyo enorme pecho se elevaba y bajaba—.
  Tal vez pienses que si yo pierdo la elección para maestro tú ocuparás
  mi lugar. Eso ha de decidirlo la Logia. Pero mientras yo sea el jefe,
  no voy a permitir que nadie levante la voz contra mí ni contra mis
  decisiones.


  —No tengo nada contra usted —musitó Baldwin, palpándose el pescuezo.


  —Bien —dijo el otro, pasando en un instante a la mayor jovialidad—,
  entonces, somos de nuevo buenos amigos, y no se hable más.


  Sacó una botella de champán de la estantería y la descorchó.


  —Vamos —continuó, llenando tres vasos altos—, bebamos y hagamos el
  brindis de pelea de la Logia. Luego, ya sabéis que no puede haber más
  mala sangre entre nosotros. Y ahora, con la mano izquierda en la nuez
  de la garganta, te voy a preguntar, Ted Baldwin, ¿cuál es la ofensa,
  señor?


  —Las nubes son densas —respondió Baldwin.


  —Pero se hará la luz para siempre.


  —Así lo juro.


  Bebieron ambos el vino, y se repitió la misma ceremonia entre Baldwin y
  McMurdo.


  —Con esto —exclamó McGinty frotándose las manos—, se acabó la mala
  leche. Si la cosa continuase, tendría que actuar la disciplina de la
  Logia, que en esta zona tiene una mano muy pesada, como sabe el hermano
  Baldwin y como sabrás tú pronto, hermano McMurdo, en caso de que te
  busques problemas.


  —Os juro que no tengo ningunas ganas —dijo McMurdo. Le tendió la mano a
  Baldwin—. Con la misma facilidad con que me peleo, soy capaz de
  perdonar. Dicen que es la caliente sangre irlandesa. Pero por mi parte
  esto se acabó, y no me queda resquemor.


  Baldwin tuvo que apretar la mano que le tendía, porque tenía encima la
  siniestra mirada del jefe. Pero su rostro avinagrado mostraba lo poco
  que le habían conmovido las palabras del otro.


  McGinty les dio una palmada en el hombro a los dos.


  —¡Ea! ¡Esas chicas, esas chicas! —exclamó—. Pensar que las mismas
  faldas tengan que meterse entre dos de mis muchachos. ¡Qué jodida mala
  suerte! En fin, la que tiene que decidir es la chica que va dentro,
  este asunto cae fuera de la jurisdicción de un maestro, y gracias a
  Dios. Bastantes problemas hay, como para que encima tuviésemos que
  ocuparnos de las mujeres. Tú tienes que ingresar en la Logia
  trescientos cuarenta y uno, hermano McMurdo. Tenemos nuestros propios
  métodos y procedimientos, distintos a los de Chicago. Nuestro día de
  reunión es el sábado por la noche, y si vienes quedarás convertido para
  siempre en un hombre libre del Valle de Vermissa.


  - 10 -
  LOGIA 341, VERMISSA



  A la mañana siguiente de aquella noche tan llena de acontecimientos y
  sobresaltos, McMurdo trasladó sus pertenencias desde la casa de Jacob
  Shafter a la de la viuda de MacNamara, situada en los últimos arrabales
  de la ciudad. Scanlan, el amigo del tren, tuvo ocasión poco después de
  trasladarse a Vermissa, y se alojó también allí. No había ningún otro
  huésped, y la patrona era una anciana irlandesa de muy buen carácter
  que les dejaba hacer como gustasen, con lo que tenían una libertad de
  palabra y de movimientos muy conveniente para gente que compartía
  secretos. Shafter se había ablandado hasta el punto de permitir que
  McMurdo comiese en su casa siempre que quisiese, con lo que su relación
  con Ettie no se interrumpió en absoluto. Por el contrario, se hizo más
  estrecha e íntima con el transcurso de las semanas. McMurdo consideró
  que la habitación de su nueva pensión reunía condiciones para sacar los
  moldes de acuñar, y cierto número de hermanos de la Logia pudieron ir a
  verlos tomando numerosas precauciones y llevándose en el bolsillo
  algunas muestras de la moneda falsa, tan perfectamente acuñada que
  nunca hubo el menor peligro ni problema al colocarla. Para sus
  compañeros, era un misterio incomprensible que, dominando como dominaba
  aquel arte, McMurdo trabajase, aunque él les explicó a todos que si
  vivía sin ningún trabajo visible la policía le seguiría pronto la
  pista.


  Y efectivamente, ya tenía un policía tras sus pasos, pero por suerte el
  incidente benefició al aventurero más que perjudicarle. Después de
  haberse presentado hubo pocas noches en que no apareciese por el saloon
  de McGinty, para conocer mejor a los «muchachos», que era el simpático
  título con que se conocían entre sí los miembros de aquella peligrosa
  banda que infestaba la ciudad. Su desenvoltura y libertad de palabra le
  convirtieron en un favorito indiscutido, mientras que la forma rápida y
  científica en que dio cuenta de sus adversarios en un combate de lucha
  libre en el bar, le ganó el respeto de toda aquella comunidad de gente
  dura. Pero hubo otro incidente que todavía le elevó más alto.


  Cierta noche, en la hora de mayor afluencia, se abrió la puerta, y
  entró un hombre con el discreto uniforme azul y gorra de plato de la
  Policía del Carbón y el Hierro. Era un cuerpo especial establecido por
  los propietarios de las vías férreas y las minas de carbón para
  complementar la labor de la policía civil ordinaria, perfectamente
  impotente frente al rufianismo organizado que aterrorizaba al distrito.
  En cuanto entró se produjo un murmullo, y se clavaron en él muchas
  miradas curiosas, pero en los Estados Unidos las relaciones entre
  policías y criminales son muy peculiares, y el propio McGinty, situado
  tras el mostrador, no mostró la menor sorpresa al ver que el inspector
  se introducía entre sus parroquianos.


  —Un whisky solo, que la noche es desapacible —dijo el oficial de
  policía—. No sé si nos hemos visto alguna otra vez, Consejero…


  —Usted será el nuevo capitán —dijo McGinty.


  —Así es. Esperamos que usted, Consejero, y los demás ciudadanos con
  influencia en la población, nos ayudarán a mantener la ley y el orden
  en este lugar. Me llamo capitán Marvin... de la del Carbón y el Hierro.


  —Nos arreglaríamos mejor sin ustedes, capitán Marvin —dijo fríamente
  McGinty—. Ya tenemos nuestra propia policía municipal, y no necesitamos
  artículos de importación. ¿Qué son ustedes sino una herramienta pagada
  de los capitalistas, que les contratan para dar palos y tiros a los
  conciudadanos más pobres?


  —Bien, bien, no vamos a discutir esto —dijo el oficial de policía con
  muy buen humor—. Supongo que todos cumplimos con nuestro deber tal como
  lo entendemos, pero no todos lo entendemos de la misma forma. —Cuando
  se hubo terminado el trago y se disponía a irse, su mirada tropezó con
  la cara de Jack McMurdo, que estaba haciendo muecas de desagrado a un
  lado—. ¡Vaya, hombre! —exclamó mirándole de arriba abajo—. Si hay aquí
  un viejo conocido.


  McMurdo se apartó retorciéndose como si le hubiese herido un rayo.


  —En mi vida he sido amigo tuyo ni de ningún maldito policía como tú
  —dijo.


  —No todos los conocidos son amigos —dijo el capitán de policía
  sonriendo—. Tú eres Jack McMurdo, de Chicago, que lo digo yo, y no
  pretendas negarlo.


  McMurdo se encogió de hombros.


  —¿Es que lo he negado? —dijo—. ¿Crees que me avergüenzo de mi propio
  nombre?


  —Pues no te faltarían motivos, la verdad.


  —¿Qué diablos quieres decir con esto? —rugió con los puños cerrados.


  —No, no, Jack, conmigo las bravatas no valen. Yo era oficial de la
  policía de Chicago antes de venirme a este condenado almacén de carbón,
  y cuando me tropiezo con un bribón de Chicago le conozco.


  McMurdo bajó la cabeza.


  —¡No me digas que eres el Marvin de la Central de Chicago! —exclamó.


  —El mismísimo Teddy Marvin, para servirte. Y allí no se ha olvidado que
  a Jonas Pinto le acribillaron a balazos.


  —Yo no disparé contra él.


  —¿Ah, no? Es un testimonio muy imparcial, ¿verdad? El caso es que esa
  muerte fue muy oportuna para ti, pues de lo contrario te habrían echado
  el guante por mover pasta falsa. En fin, esto es agua pasada porque,
  entre nosotros, y aunque tal vez me pase un poco al decírtelo, no
  pudieron encontrar pruebas convincentes contra ti, y si quieres puedes
  volver tranquilamente a Chicago mañana mismo.


  —Me encuentro muy bien donde estoy.


  —Bien, te doy el soplo y eres tan soso que no me das ni las gracias.


  —Pues bueno, voy a suponer que habla en serio. Agradecido —dijo McMurdo
  en tono que nada tenía de simpático.


  —Yo me voy a callar en tanto te comportes como es debido —dijo el
  capitán—. Pero te juro que como te vuelvas a pasar de la raya, te
  acordarás. Y que tengas buenas noches. Buenas noches, Consejero.


  Salió del bar, pero ya había creado un héroe local. Antes de eso habían
  abundado ya los comentarios sobre las hazañas de McMurdo en el lejano
  Chicago. Él contestaba a todas las preguntas con una sonrisa, como
  quien no desea darse bombo. Pero ahora los hechos habían quedado
  confirmados oficialmente. Los parroquianos del bar se arremolinaron
  alrededor de él y le estrecharon rondas pagadas. Era capaz de beber
  como una cuba sin que se le notase apenas, pero aquella noche, de no
  haber estado allí su amigo Scanlan para llevarle a casa, sin duda
  alguna el héroe festejado habría pasado la noche tendido al pie de la
  barra.


  McMurdo fue admitido en la Logia un sábado por la noche. Había pensado
  que la incorporación se produciría sin ceremonias por haber sido
  iniciado ya en Chicago; pero en el valle de Vermissa había ritos
  particulares de los que estaban muy orgullosos, y todo postulante tenía
  que pasar por ellos. La asamblea se reunió en una gran sala reservada a
  tales efectos en la Casa del Sindicato. Eran unos sesenta los miembros
  de la sociedad que se reunían en Vermissa, pero eso no representaba ni
  de lejos la fuerza de la organización, pues había varias logias más en
  el mismo valle, y otras al otro lado de las montañas, y cuando había
  algún asunto serio se intercambiaban miembros para que los crímenes
  fuesen cometidos por forasteros no conocidos en la localidad. En
  conjunto, no eran menos de quinientos los Hombres Libres esparcidos por
  el distrito del carbón.


  Se encontraban reunidos en la desnuda sala de asambleas, en torno a una
  larga mesa. Al lado había otra llena de botellas y vasos, hacia la que
  dirigían ya la mirada algunos miembros de la asociación. McGinty
  ocupaba la cabecera tocado con un sombrero blando de terciopelo negro
  que le cubría la mata de cabello negro y enmarañado. En torno al
  cuello, ostentaba una estola púrpura, con lo que semejaba un sacerdote
  que presidiese algún ritual diabólico. A su derecha y a su izquierda se
  habían colocado los altos cargos de la Logia, entre los que se veía el
  rostro cruel y agraciado de Ted Baldwin. Todos esos llevaban alguna
  banda o medalla como distintivo del cargo. En su mayor parte eran
  hombres de edad madura, pero el resto de los reunidos eran jóvenes de
  edades comprendidas entre los dieciocho y los veinticinco años, agentes
  dispuestos y capaces de llevar a cabo las órdenes de los veteranos. A
  muchos de éstos se les veía en el rostro el alma de tigres sin ley,
  pero al mirar a los de la base era difícil creer que aquellos jóvenes
  de rostro franco y ánimo pronto fuesen realmente una peligrosa banda de
  asesinos, cuyas mentes hubiesen padecido una perversión moral tan
  completa que se enorgullecían tremendamente de su eficacia en el
  oficio, y miraban con el más profundo respeto al hombre que tenía fama
  de hacer lo que llamaban «un trabajo limpio». Sus naturalezas
  distorsionadas habían llegado a considerar como audaz y valiente el
  ofrecerse como voluntarios para acciones dirigidas contra gente que
  nunca les habían ofendido y a los que en muchos casos no habían visto
  en la vida. Una vez cometido el crimen, discutían sobre quién había
  asestado el golpe fatal, y se divertían y divertían a los compañeros
  comentando los gritos y convulsiones del asesinado. Al principio,
  habían rodeado de cierto secreto sus actividades, pero en la época que
  estamos describiendo sus procedimientos eran extraordinariamente
  abiertos, dado que los fracasos repetidos de la ley les habían
  demostrado que, de un lado, nadie osaría testificar contra ellos, y de
  otro, tenían innumerables testigos sin vergüenza a los que poder
  recurrir, y unas arcas repletas de las que podían sacar fondos para
  contratar al mejor talento jurídico del Estado. En diez largos años de
  fechorías no se había producido ni una sola condena, y el único peligro
  que podía amenazar a los Scowrers era en todo caso la propia víctima
  que aun en inferioridad numérica y tomada por sorpresa podía dejar un
  mal recuerdo a los que la asaltaban, y a veces lo hacía.


  A McMurdo le habían advertido que le esperaba alguna dura prueba, pero
  nadie quiso contarle en qué consistía. Dos solemnes hermanos le
  condujeron a una habitación exterior. Por el tabique de madera podía
  oír el murmullo de múltiples voces en la asamblea. Una o dos veces pudo
  captar el sonido de su propio nombre, y supo que estaban discutiendo
  sobre su candidatura. Luego entró un guardián de dentro que llevaba el
  pecho cruzado por una banda verde y oro.


  —El maestro ordena que se le remangue, se le tapen los ojos y se le
  introduzca —dijo. Entonces, los tres procedieron a quitarle la levita,
  subirle la manga del brazo derecho y luego le pasaron una cuerda por
  encima del codo y la ataron fuerte. A continuación le pusieron encima
  de la cabeza y la parte superior del rostro un grueso sombrero negro,
  con lo que no podía ver nada. Entonces le introdujeron en la sala de
  asamblea.


  Bajo aquella capucha había una oscuridad total y muy opresiva. Oía el
  murmullo y movimientos de la gente que le rodeaba, y luego sonó apagada
  y distinta la voz de McGinty.


  —John McMurdo —dijo aquella voz—, ¿sois ya miembro de la Orden Antigua
  de los Hombres Libres?


  Él asintió con la cabeza.


  —¿Es vuestra Logia la número veintinueve, de Chicago? Asintió de nuevo.


  —Las noches oscuras son desagradables —dijo la voz.


  —Sí, para que los extraños viajen —contestó él.


  —Las nubes están cargadas.


  —Sí; se acerca una tormenta.


  —¿Están satisfechos los hermanos? —preguntó el maestro.


  —Hermano, las contraseñas nos dicen que eres realmente uno de nosotros
  —dijo McGinty—. Pero queremos que sepas que en este condado y en otros
  de la zona tenemos unos ritos determinados y también unos deberes
  particulares, que exigen hombres de fuste. ¿Estás dispuesto a someterte
  a la prueba?


  —Sí.


  —¿Tienes un corazón valiente?


  —Sí.


  —Da un paso adelante para demostrarlo.


  En el mismo momento de pronunciarse esas palabras sintió dos puntas
  duras delante de los ojos, que ejercían presión sobre ellos en forma
  que parecía que no podría avanzar sin peligro de perderlos. Sin
  embargo, se impuso caminar decididamente, y al hacerlo la presión
  desapareció. Hubo un sordo murmullo de aprobación.


  —Tiene corazón firme —dijo la voz—. ¿Puedes soportar el dolor?


  —Como el que más.


  —¡Probadle!


  No pudo hacer otra cosa más que refrenarse para no chillar, pues un
  dolor de agonía le perforó el antebrazo. Casi se desmaya por el
  repentino impacto, pero se mordió los labios y apretó los puños para
  ocultar su agonía.


  —Puedo aguantar más que esto —dijo.


  Esta vez hubo un aplauso cerrado. Nunca se había visto en la Logia una
  presentación mejor. Le daban palmadas en la espalda, y le quitaron la
  capucha. Quedó allí en pie parpadeando y sonriendo entre las
  felicitaciones de los hermanos.


  —Una última palabra, hermano McMurdo —dijo McGinty—. ¿Has jurado ya
  secreto y lealtad, y eres consciente de que el castigo por cualquier
  quebrantamiento de ese juramento es la muerte inmediata e inevitable?


  —Soy consciente de ello —dijo McMurdo.


  —¿Y aceptas la autoridad del maestro actual en todo y para todo?


  —Acepto.


  —Entonces, en nombre de la Logia trescientos cuarenta y uno, de
  Vermissa, te doy la bienvenida a sus privilegios y debates. Hermano
  Scanlan, pon el licor en la mesa para que brindemos por nuestro valioso
  hermano.


  Le habían devuelto a McMurdo la levita, pero antes de ponérsela se
  examinó el brazo derecho, que seguía doliéndole mucho. En la carne del
  antebrazo de veía un círculo muy bien dibujado con un triángulo dentro,
  señal profunda y roja dejada por el hierro de marcar. Algunos de los
  que tenía al lado se remangaron para mostrarle sus propias señales.


  —Todos la llevamos —dijo uno—, pero ninguno ha sabido ser tan valiente
  como tú.


  —¡Bah! No ha sido nada —dijo él; pero no por ello dejó de dolerle y
  quemarle.


  Una vez hubieron dado cuenta de las bebidas que se tomaban tras la
  ceremonia de iniciación, continuaron las discusiones de la Logia.
  McMurdo, habituado sólo a las actividades prosaicas de Chicago, escuchó
  lo que allí se dijo con mucha atención y más sorprendido de lo que
  creyera.


  El primer asunto del orden del día —dijo McGinty—, es leer la siguiente
  carta del Maestro de División Windle, del Condado de Merton, Logia
  doscientos cuarenta y nueve. Dice lo siguiente:


  «Querido Señor:

  »Hay que hacer un trabajo en relación a Andrew Rae, de Rae y Surmash,
  propietarios de carbón cerca de este lugar. Recordará usted que su
  Logia nos debe la devolución de los servicios prestados por dos
  hermanos en el asunto del policía, el otoño pasado. Si manda a dos
  hombres de valía se hará cargo de ellos el Tesorero Higgins, de esta
  Logia, cuya dirección conoce. Él les indicará cuándo y dónde tienen que
  actuar. Suyo en la libertad,

  »J. W. Windle, D. M. Oahl»


  —Windle nunca se ha negado a prestarnos hombres, en todas las ocasiones
  en que se los hemos pedido, y no vamos a negarnos. —McGinty se detuvo y
  recorrió la habitación con su mirada apagada y malévola—. ¿Quién se
  ofrece voluntario?


  Varios jóvenes levantaron la mano. El maestro les miró con sonrisa de
  aprobación.


  —Lo harás tú, Tigre Cormac. Si lo realizas tan bien como la última vez,
  se te tendrá en cuenta. Y tú, Wilson.


  —Yo no tengo pistola —dijo el voluntario, que era todavía un
  adolescente.


  —¿Es la primera vez, no? Bien, algún día tienes que foguearte. Será un
  buen principio. En cuanto a la pistola, si no me equivoco, te estará
  aguardando. Si os presentáis el lunes, va bien. A la vuelta tendréis un
  buen recibimiento.


  —¿Hay alguna recompensa esta vez? —preguntó Cormac, un joven cuadrado
  de tez oscura y aspecto brutal, cuya ferocidad le había valido el apodo
  de «El Tigre».


  —Tú no te preocupes nunca de la recompensa. Hazlo sólo porque es un
  honor. Quién sabe si una vez realizado no resultará que en el fondo de
  la caja hay algunos dólares perdidos.


  —¿Qué ha hecho ese hombre? —preguntó el joven Wilson.


  —Pues no te toca a ti preguntar qué ha hecho. Le han juzgado allí. No
  es cosa nuestra. Todo lo que debemos hacer es actuar por cuenta de
  ellos, lo mismo que harían ellos por nosotros. A propósito, dos
  hermanos de la Logia de Merton van a venir la próxima semana para
  atender a un asunto de esta zona.


  —¿Quiénes son? —preguntó alguien.


  —Te aseguro que es mejor no preguntar. Si no sabes nada no puedes
  testificar nada, y te evitas problemas. Pero son gente que cuando
  pongan manos a la obra van a hacer un buen trabajo.


  —¡Y ya es hora! —exclamó Ted Baldwin—. En esta parte la gente se está
  desmandando. La semana pasada mismo tres de nuestros hombres fueron
  despedidos por Foreman Blaker. Hace tiempo que se la busca, y va a
  cobrar bien.


  —¿Qué va a cobrar? —preguntó McMurdo al oído a su vecino.


  —Un cartucho bien cargado de plomo —exclamó el hombre con una
  risotada—. ¿Qué te parecen nuestros métodos, hermano?


  El alma criminal de McMurdo parecía haber asimilado ya el espíritu de
  la vil sociedad de la que era miembro.


  —Me convencen —dijo—. Buen sitio este para tipos valientes.


  Varios de los que estaban sentados cerca oyeron esta frase y la
  aplaudieron.


  —¿Qué sucede? —exclamó el hirsuto maestro desde el extremo de la mesa.


  —El hermano nuevo, señor, que dice que nuestros métodos le gustan.


  McMurdo se puso en pie un instante.


  —Venerable maestro, si se me permite diría que en caso de que se
  necesite a alguien sería un honor que me eligiesen para ayudar a la
  Logia.


  Palabras recibidas con un gran aplauso. Había la sensación de que un
  nuevo sol empezaba a aparecer en el horizonte. A algunos de los
  veteranos les parecía que progresaba demasiado rápido.


  —Yo propondría —dijo el secretario, Harraway, un viejo de barba gris y
  cara de buitre sentado junto al presidente—, que el hermano McMurdo
  espere hasta que la Logia tenga a bien emplearle.


  —Llegará tu momento, hermano —dijo el presidente—. Te hemos considerado
  hombre dispuesto, y pensamos que podrás hacer buen trabajo en esta
  zona. Esta noche hay un pequeño asunto en el que podrías echar una
  mano, si es lo que quieres.


  —Aguardaré a que haya algo que merezca la pena.


  —De todos modos puedes venir esta noche, y te ayudará a comprender la
  lucha que lleva esta comunidad. Más adelante explicaré el caso.
  Entretanto —echó una mirada al orden del día—, quiero someter a vuestra
  consideración uno o dos puntos más. En primer lugar, quiero preguntarle
  al tesorero cuál es el saldo bancario. Tenemos el asunto de la pensión
  de la viuda de Jim Carnaway. Se lo cargaron cuando trabajaba para la
  Logia, y tenemos que garantizar que ella no salga perdiendo.


  —A Jim le mataron el mes pasado cuando intentaban matar a Chester
  Wilcox, de Marley Creek —le informó el vecino a McMurdo.


  —Por el momento, los fondos van bien —dijo el tesorero con la cuenta
  bancaria delante—. Últimamente las empresas han sido generosas. Max
  Linder and Co. pagó quinientos para que les dejemos en paz. Walker
  Brothers mandaron cien, pero yo mismo me encargué de devolverlos y
  pedir cinco. Si para el miércoles no tengo respuesta, el caballete de
  cabria(maquinaria para levantar cargas) puede estropeárseles. El año
  pasado para que se pusiesen razonables hubo que quemarles la amoladora.
  La West Section Coaling Company ha pagado su contribución anual. Con lo
  que tenemos ahora mismo en mano podemos hacer frente a cualquier
  obligación.


  —¿Y qué pasa con Archie Swindon?


  —Vendió todo y se fue del distrito. El viejo diablo dejó una nota
  dirigida a nosotros en la que decía que prefería ser un barrendero
  libre en Nueva York antes que un gran propietario de minas sometido a
  una banda de chantajistas. Demonios, ¡menos mal que se las piró antes
  de que la nota nos llegase! Apuesto a que no se atreve a asomar la jeta
  por este valle en la vida.


  Un hombre mayor, bien afeitado, de rostro afable y frente amplia, se
  puso en pie en el extremo de la mesa opuesto al del presidente.


  —Señor Tesorero —preguntó—, ¿puedo preguntar quién ha comprado la
  propiedad de ese hombre al que hemos echado del distrito?


  —Sí, hermano Morris. La ha comprado la State and Merton County Railroad
  Company.


  —¿Y quién compró las minas de Todman y de Lee que se pusieron a la
  venta el año pasado por el mismo sistema?


  —La misma compañía, hermano Morris.


  —¿Y quién compró las instalaciones siderúrgicas de Manson, de Shuman,
  de Van Deher y de Atwood, que han abandonado últimamente?


  —Las compró la West Wilmerton General Mining Company.


  —Hermano Morris —dijo el presidente—, no veo que a nosotros nos importe
  un comino quién compra, porque, al fin y al cabo, no pueden llevarse
  las minas del distrito.


  —Con todo el respeto, Venerable Maestro, pienso que este asunto puede
  importarnos mucho. Llevamos diez años largos con este proceso. Poco a
  poco, estamos eliminando a todos los pequeños empresarios. ¿Cuál es el
  resultado? En lugar de ellos nos encontramos con grandes compañías como
  la Railroad o la General Iron, que tienen la dirección en Nueva York o
  en Filadelfia, y no se inmutan en absoluto por nuestras amenazas.
  Podemos arrearles a sus jefes locales, pero esto sólo significa que
  mandarán a otros. Y esto se pone más peligroso para nosotros. Los
  pequeños no pueden hacernos daño. No tienen dinero ni poder suficiente.
  Mientras no les apretemos demasiado, los tenemos bajo control. Pero si
  esas grandes compañías llegan a la conclusión de que nosotros somos un
  obstáculo para sus beneficios, no van a ahorrar esfuerzos ni gastos
  para darnos caza y llevarnos a los tribunales.


  Esas ominosas palabras suscitaron un murmullo intenso, y la gente se
  miraba con caras cada vez más sombrías. Habían sido tan omnipotentes,
  tan dueños del terreno, que el simple pensamiento de que podían
  encontrar su merecido había desaparecido de sus mentes. Y al pensarlo
  incluso los más desalmados sintieron un escalofrío.


  —En mi opinión —continuó el que hablaba—, tendríamos que apretar menos
  a los pequeños. El día que se hayan marchado todos, la fuerza de esta
  sociedad se habrá terminado.


  Las verdades desagradables no son populares. Al sentarse el hombre hubo
  gritos muy airados. McGinty se levantó con ceño hosco.


  —Hermano Morris —dijo—, siempre has sido pájaro de mal agüero. Mientras
  los miembros de la Logia estén aquí juntos no hay poder en los Estados
  Unidos que pueda tocarles. ¿O es que no lo hemos comprobado una y mil
  veces en los tribunales? Espero que a las grandes compañías les resulte
  más cómodo pagar que luchar, igual que a las pequeñas. Y ahora,
  hermanos —al decir estas palabras McGinty se sacó el sombrero negro y
  la estola— esta Logia ha Terminado su labor por hoy, salvo un asunto
  pequeño que podemos comentar al irnos. Ahora ha llegado el momento del
  descanso fraterno y la armonía.


  La naturaleza humana es realmente extraña. Allí estaban aquellos
  hombres familiarizados con el crimen, que habían abatido una y otra vez
  a padres de familia, a hombres contra los que no tenían ningún odio
  personal, sin ni asomo de compungimiento o compasión por la viuda
  llorosa o los hijos desamparados, y sin embargo la ternura o el
  patetismo de la música les podía hacer llorar. McMurdo tenía una buena
  voz de tenor, y si no hubiese conseguido conquistar la simpatía de la
  Logia antes, sin duda lo habría logrado al hacerles vibrar cantando
  «Iʼm Sitting on the Stile, Mary», y «On the Banks of Allan Water». La
  primera noche le había bastado al nuevo recluta para convertirse en uno
  de los hermanos más populares, candidato ya a un lugar prominente y
  altos cargos. Pero para ser un buen Hombre Libre, además de ser un buen
  compañero, se precisaban otras cualidades y aquella misma noche tuvo
  ocasión de ver un ejemplo. La botella de whisky había dado muchas
  vueltas, y los hombres estaban ya enardecidos, a punto para las
  fechorías. Entonces se levantó una vez más el maestro para dirigirles
  la palabra.


  —Muchachos —dijo—, en esta ciudad hay un hombre que quiere una paliza,
  y tenéis que satisfacerle. Me refiero a James Stanger, del Herald. ¿No
  habéis visto que vuelve a abrir el pico contra nosotros?


  Hubo un murmullo de asentimiento, y muchos lanzaron juramentos. McGinty
  se sacó del bolsillo del chaleco un recorte de periódico.


  —«¡Ley y Orden!» Así lo titula. «Reina el terror en el Distrito del
  Carbón y el Acero. Han transcurrido ya doce años desde los primeros
  asesinatos que demostraron la existencia de una organización criminal
  en nuestro seno. Desde aquel día las fechorías han sido incesantes,
  hasta que hemos llegado a hundirnos en un abismo que nos convierte en
  el oprobio del mundo civilizado. ¿Es para esto para lo que nuestro gran
  país acoge en su seno al forastero que huye de los despotismos de
  Europa? ¿Tienen que convertirse ellos en tiranos por encima de los
  mismos hombres que les dan cobijo? ¿Tiene que establecerse un estado de
  terrorismo e ilegalidad a la sombra misma de los pliegues sagrados de
  la bandera estrellada de libertad? ¿Una situación que horrorizaría
  nuestras mentes si leyésemos que se da bajo la monarquía más abominable
  del Oriente? Los responsables de lo que ocurre son conocidos. La
  organización es notoria y pública. ¿Cuánto tiempo vamos a soportarlo?
  Que podamos vivir para siempre …»¡Claro ya hemos leído bastante basura:
  —exclamo el presidente tirando el papel encima de la mesa—. Así habla
  de nosotros. Lo que os pregunto es esto: ¿qué hacemos con él?


  —¡Matarle! —gritaron a coro multitud de voces.


  —Protesto contra esto —dijo el hermano Morris, el hombre de cara
  afeitada y frente clara—. Hermanos, os digo que estamos castigando
  demasiado a este valle, y que llegará un momento en que para defenderse
  se van a juntar todos decididos a aplastarnos. James Stanger es un
  anciano. Goza de gran respeto en la ciudad y en el distrito. Su
  periódico es de lo más sólido del valle. Si ese hombre cae, habrá una
  conmoción en todo el Estado que sólo puede terminar con nuestra
  destrucción.


  —¿Y cómo van a destruirnos, Señor echado para atrás? —exclamó McGinty—.
  ¿Con la policía? Si a la mitad los tenemos a sueldo y la otra mitad
  tienen pánico de nosotros. ¿O con los tribunales y jueces? ¿No hemos
  probado ya a dónde puede conducir esto?


  —Hay un juez que se llama Lynch que podría intentarlo —dijo el hermano
  Morris.


  Un griterío indignado recibió la sugerencia.


  —Basta con que yo levante el dedo —exclamó McGinty—, para tener en esta
  ciudad a doscientos hombres que la limpien de punta a cabo. —Entonces
  levantó de repente la voz y arqueó sus espesas cejas frunciendo
  terriblemente el ceño—. Mira, hermano Morris, no te quito el ojo de
  encima, y desde hace tiempo. No tienes valor, y quieres quitárselo a
  los demás. Llegará tu día, hermano Morris, el día en que aparezca en el
  orden del día tu propio nombre, y ya estoy pensando en ponerte en la
  lista.


  Morris quedó pálido de muerte, y al sentarse parecía que las rodillas
  no le sostenían. Levantó el vaso con mano temblorosa y echó un trago
  antes de poder responder.


  —Pido excusas, Venerable Maestro, a usted y a todos los hermanos de
  esta Logia. He dicho más de lo que debía. Soy un miembro leal, todos
  los sabéis, y lo que me ha hecho hablar con ansiedad es el miedo de que
  le ocurra algún mal a la Logia. Pero tengo más confianza en vuestro
  juicio que en el mío, Venerable Maestro, y os prometo que no volveré a
  faltar.


  Estas humildes palabras relajaron el semblante del maestro.


  —Muy bien, hermano Morris. Yo sería el primero en lamentar que hubiese
  que darte una lección. Pero mientras yo me siente en esta silla esta
  Logia estará unida en la palabra y en la acción. Y ahora, muchachos
  —siguió, mirando en torno a los reunidos—, os digo lo siguiente: que si
  le damos a Stanger todo lo que se merece tendremos más problemas de los
  necesarios. Esos directores de periódicos están muy unidos, y no habría
  periódico en todo el Estado que no pidiese a gritos policía y tropas.
  Pero yo diría que le podemos dar una buena advertencia. ¿Te encargas
  tú, hermano Baldwin?


  —Naturalmente —dijo el joven, lanzado.


  —¿Cuántos hombres quieres?


  —Media docena, y dos para guardar la puerta. Ven tú, Gower, y tú,
  Mansel, y tú, Scanlan, y los dos Willaby.


  —Le prometí al nuevo hermano que él iría —dijo el presidente.


  Ted Baldwin miró a McMurdo con ojos que mostraban que no había olvidado
  ni perdonado.


  —Bien, que venga si quiere —dijo con voz hosca—. Y basta. Cuanto antes
  hagamos el trabajo, mejor.


  Los reunidos prorrumpieron en gritos, chillidos, y se pusieron a
  tararear canciones de borracho. El bar estaba aún lleno de gente
  alegre, y muchos de los hermanos se quedaron allí. El pequeño grupo
  designado para la misión salió a la calle, yendo en grupos de dos o
  tres y por la acera, para no llamar la atención. Hacía una noche muy
  cruda, y brillaba media luna en un cielo helado lleno de estrellas. Los
  hombres se detuvieron y juntaron en un patio situado ante un gran
  edificio. «Vermissa Herald», decían letras doradas entre dos ventanas
  profusamente iluminadas. Dentro se oía el ruido de una imprenta.


  —Aquí, tú —le dijo Baldwin a McMurdo—; puedes quedarte abajo, en la
  puerta, y ver que tengamos vía libre. Arthur Willaby puede quedarse
  contigo. Los demás veníos conmigo. No tengáis miedo, muchachos, que
  tenemos un montón de testigos de que en este mismo momento nos
  encontramos en el bar del Sindicato.


  Era casi medianoche, y la calle estaba desierta salvo algunos
  juerguistas que se iban a casa. El grupo cruzó la calle y abriendo la
  puerta de las oficinas del periódico, Baldwin y sus hombres entraron en
  tromba y subieron las escaleras que encontraron enfrente. McMurdo y el
  otro se quedaron abajo. En el piso de arriba se oyó un grito, una voz
  de auxilio, y luego el ruido de sillas que caen y pies que saltan. Un
  instante más tarde un hombre de pelo gris salió corriendo al rellano.
  Le cazaron en seguida, y las gafas se cayeron hasta los pies de
  McMurdo. Se oyó un golpe y un lamento. Había caído de bruces y media
  docena de palos se cruzaron al caerle sobre las costillas. Jadeaba, y
  sus largas y delgadas extremidades saltaban a cada golpe. Al final, los
  demás se detuvieron, pero Baldwin, con una sonrisa infernal congelada
  en el rostro, le estaba atizando a la cabeza, que el atacado trataba en
  vano de proteger con los brazos. Las canas estaban surcadas por hilos
  de sangre. Baldwin seguía agachado sobre la víctima dando golpes secos
  y peligrosos dondequiera veía un buen blanco. McMurdo se precipitó
  escaleras arriba y le apartó.


  —Vas a matarle —dijo—. ¡Déjalo!


  Baldwin le miró desconcertado.


  —¡Maldito! —exclamó—. ¿Quién eres tú para interponerte... tú que eres
  nuevo en la Logia? ¡Quítate de ahí! —Levantó el palo, pero McMurdo se
  había sacado la pistola del bolsillo trasero.


  —¡Quítate tú! —gritó—. Como me pongas la mano encima te destrozo la
  cara. En cuanto a la Logia, ¿no dio orden el maestro de que no se le
  matase? ¿Y qué estás haciendo sino matarle?


  —Lo que dice es cierto —observó uno de los hombres.


  —¡Diablos, mejor os deis prisa! —gritó el hombre de abajo—. Están
  empezando a iluminarse las ventanas, y dentro de cinco minutos vais a
  tener a toda la ciudad encima.


  Efectivamente, en la calle ya se oían gritos, y en la sala de abajo se
  estaba formando un pequeño grupo de cajistas que se disponían a actuar.
  Dejando en lo alto de las escaleras el cuerpo maltrecho e inmóvil del
  director, los criminales bajaron corriendo y salieron rápidamente a la
  calle. Una vez llegados a la Casa del Sindicato, algunos se mezclaron
  con la multitud del saloon de McGinty y diciéndole a éste en voz baja
  que se había hecho la labor. Otros, entre ellos McMurdo, se metieron
  por calles secundarias para ir a sus respectivas casas por lugares
  solitarios.


  - 11 -
  EL VALLE DEL TERROR



  Al despertar a la mañana siguiente, McMurdo tuvo buenos motivos para
  recordar su iniciación en la Logia. La cabeza le dolía por la bebida, y
  el brazo marcado estaba ardiendo e hinchado. Como tenía una fuente de
  ingresos un tanto peculiar, acudía al trabajo con irregularidad, de
  modo que se permitió almorzar tarde y permaneció en casa por la mañana,
  escribiendo una larga carta a un amigo. Luego leyó el Daily Herald. En
  una columna especial, insertada en el último minuto, pudo leer:
  «Agresión a las oficinas del Herald. El director, herido gravemente».
  Era una breve relación de hechos que él conocía mejor que el redactor.
  Acababa con esta declaración:


  «El caso está ahora en manos de la policía, pero difícilmente puede
  esperarse que sus esfuerzos consigan mejores resultados que en el
  pasado. Fueron reconocidos algunos de los asaltantes, y hay esperanzas
  de conseguir alguna condena. No es preciso decir que el origen de la
  agresión fue esa infame sociedad que ha tenido sometida a esta
  comunidad durante tanto tiempo, y contra la cual el Herald ha tomado
  una posición tan insobornable. Los numerosos amigos de señor Stanger
  tendrán la alegría de saber que aunque fue apaleado cruel y brutalmente
  y ha sufrido diversas heridas en la cabeza, su vida no corre ningún
  peligro inmediato.»


   A continuación señalaba que se había designado una guardia de la
  Policía del Carbón y el Hierro, armada con Winchester, para defender
  las oficinas.


  McMurdo acababa de dejar el periódico y estaba encendiendo la pipa con
  mano trémula por los excesos de la víspera, cuando oyó que llamaban a
  la puerta y la patrona le llevó una nota que acababa de ser entregada
  por un muchacho. No llevaba firma y decía así:


  «Desearía hablar con usted, pero prefiero que no sea en su casa. Me
  encontrará junto al mástil de lo alto de Miller Hill. Si quiere venir
  ahora, hay algo que a mí me importa mucho decirle y a usted escuchar.»


  McMurdo leyó la nota por dos veces con la mayor sorpresa, pues no podía
  imaginar qué significaba ni quién era el autor. De haber sido letra de
  mujer, podría haber imaginado que era el inicio de alguna de las
  aventuras a que tan dado había sido en épocas anteriores. Pero era
  letra de hombre, y de hombre de educación. Tras dudar un poco, decidió
  ver de qué se trataba.


  Miller Hill es un parque público descuidado situado en el centro mismo
  de la ciudad. En verano es un lugar muy concurrido, pero en invierno
  está bastante desierto. Desde lo alto se ve no sólo todo el miserable y
  mal distribuido pueblo, sino también el valle que yace a sus pies, con
  sus minas y factorías dispersas que ennegrecen el cielo, y las moles
  que lo flanquean, llenas de bosques y tocadas de blanco. McMurdo
  recorrió el camino lleno de curvas y bordeado de coníferas hasta
  alcanzar el vacío restaurante que era centro del bullicio veraniego. Al
  lado había un mástil desnudo, y bajo él un hombre, con el sombrero
  calado y el cuello del abrigo levantado. Cuando volvió el rostro,
  McMurdo pudo ver que era el hermano Morris, el que la víspera había
  incurrido en las iras del maestro. Se intercambiaron la señal de la
  Logia.


  —Quería hablar unas palabras con usted, señor McMurdo —dijo aquel
  hombre maduro, hablando con una vacilación que mostraba que pisaba
  terreno movedizo—. Ha sido muy amable al venir.


  —¿Por qué no puso el nombre en la nota?


  —Uno tiene que ser cauto, señor. En unos tiempos como éstos, nunca se
  sabe con qué reacciones puede encontrarse. Nunca sabe uno en quién
  puede confiar y en quién no.


  —Pero hay que confiar en los hermanos de la Logia…


  —No, no; no siempre —exclamó Morris, con vehemencia—. Todo lo que
  decimos, e incluso lo que pensamos, parece llegar a oídos de ese
  hombre, McGinty.


  —Mire —dijo McMurdo con dureza—; sabe usted muy bien que anoche mismo
  juré lealtad a nuestro maestro. ¿Va usted a pedirme que rompa ese
  juramento?


  —Si toma usted esa posición —dijo Morris con tristeza—, lo único que
  puedo decirle es que lamento haberle hecho venir hasta aquí. Cuando dos
  ciudadanos libres no pueden comunicarse sus pensamientos, es que las
  cosas andan mal.


  McMurdo, que había estado observando cuidadosamente a su compañero,
  aflojó un tanto su actitud.


  —Bueno, en realidad hablaba sólo para mí —dijo—. Soy un recién llegado,
  como usted bien sabe, y ajeno a todo esto. Yo no pienso abrir la boca,
  señor Morris, y si usted considera conveniente decirme algo, aquí me
  tiene.


  —Para ir a contárselo al jefe McGinty —dijo Morris con amargura.


  —La verdad, me está tratando usted injustamente —exclamó McMurdo—. Por
  mi parte soy leal a la Logia, y se lo digo a usted claramente, pero
  sería un mezquino si tuviese que andar repitiendo a cualquier otra
  persona lo que usted diga como confidencia. Eso me lo guardo, aunque le
  advierto que es muy posible que no consiga usted ni mi ayuda ni mi
  simpatía.


  —Ya no busco ni lo uno ni lo otro —dijo Morris—. Es posible que con lo
  que voy a decir ponga mi vida en sus manos, siendo usted canalla como
  es —y anoche me pareció que estaba usted siendo tan canalla como el
  peor— pero sin embargo, es nuevo en esto y su conciencia no puede estar
  tan encallecida como la de ellos. Por eso pensé en hablar con usted.


  —Y bien, ¿qué es lo que tiene que decir?


  —Si me traiciona usted, maldito sea.


  —Ya le he dicho que no.


  —Entonces, le voy a preguntar si cuando se unió a la Sociedad de
  Hombres Libres en Chicago, y juró solemnemente caridad y fidelidad, se
  le cruzó alguna vez por la mente que ese juramento le llevaría al
  crimen.


  —Si usted le llama crimen —contestó McMurdo.


  —¡Si le llamo crimen! —exclamó Morris, con voz apasionada—. Poco ha
  visto usted, si puede darle algún otro nombre. Fue un crimen lo de la
  noche pasada, que a un hombre que tiene edad para ser su padre le
  golpeasen hasta sangrarle todas las canas. ¿No era eso un crimen? ¿O
  cómo lo llamaría usted?


  —Los hay que dirían que era la guerra —dijo McMurdo—. Una guerra entre
  dos clases, en toda regla, de modo que cada cual ataca como puede.


  —Bien, ¿pensaba usted esto cuando se adhirió a los Hombres Libres en
  Chicago?


  —Debo reconocer que no.


  —Tampoco yo cuando entré en Filadelfia. La sociedad era sólo un club de
  ayuda y un lugar de encuentro con los compañeros. Luego oí hablar de
  este lugar —¡maldita la hora en que mis oídos conocieron este nombre!—
  y vine para mejorar mi situación. ¡Dios mío, para mejorar! Me traje a
  la mujer y tres críos. Puse una droguería en la Plaza del Mercado, y me
  fue bien. Había corrido la voz de que era un Hombre Libre, y tuve que
  entrar en la Logia local, lo mismo que usted anoche. Llevo en el
  antebrazo la señal de la vergüenza, y en el corazón llevo marcado a
  fuego algo peor. Me encontré a las órdenes de un siniestro canalla,
  empantanado en un lodazal de crimen. ¿Qué podía hacer? Cada palabra que
  decía para arreglar la situación era considerada una traición, lo mismo
  que sucedió anoche. No puedo irme, porque todo lo que tengo en el mundo
  es esa tienda. Si dejo la sociedad, sé que eso significa mi asesinato,
  y Dios sabe qué les aguardaría a mi mujer e hijos. ¡Ah! ¡Es horrible...
  horrible! —Se llevó las manos al rostro, y los sollozos le
  conmocionaban todo el cuerpo.


  McMurdo se encogió de hombros.


  —Era usted demasiado blando para esta labor —dijo—. Usted no es persona
  adecuada para esto.


  —Yo tenía una conciencia y una religión, pero me han convertido en un
  criminal como ellos. Me designaron para un trabajo. Si me echaba para
  atrás, ya sabía a qué atenerme. Tal vez sea un cobarde. Tal vez me hace
  cobarde pensar en mi pobre mujer y los chicos. En cualquier caso, fui.
  Creo que el recuerdo de aquello me perseguirá toda la vida. Era una
  casa solitaria, a treinta kilómetros de aquí, allí en aquellos montes.
  Me asignaron vigilar la puerta, lo mismo que a usted anoche. No podían
  confiarme la faena. Los demás entraron. Cuando volvieron, llevaban las
  manos de púrpura hasta las muñecas. Al irnos dejamos a un niño gritando
  en la casa. Era un crío de cinco años que había visto asesinar a su
  padre. Casi me desmayé de horror, pero tenía que mantener un aspecto
  osado y sonriente, pues sabía bien que de lo contrario la próxima vez
  aquellas manos se llenarían de sangre en mi propia casa, y el que
  gritaría por su padre sería mi pequeño Fred. Pero entonces yo era un
  criminal, había tomado parte en un asesinato, me había perdido para
  siempre en este mundo, y también en el otro. Soy un buen católico, pero
  el sacerdote no quiso saber nada conmigo desde que se enteró de que era
  un Scowrer, y me excomulgó. Ésta es mi situación. Y veo que usted va a
  seguir el mismo camino, y le pregunto a dónde puede conducir esto.
  ¿Está usted dispuesto a ser también un asesino a sangre fría, o podemos
  hacer algo para parar esto?


  —¿Y que iba a hacer usted? —preguntó McMurdo bruscamente—. ¿Acaso
  informaría?


  —¡Por Dios! —exclamó Morris—. Si sólo pensar en ello me costaría la
  vida.


  —Bien, pues —dijo McMurdo—. Se me ocurre que es usted un hombre débil,
  y le da demasiada importancia a esto.


  —¡Demasiada importancia! Aguarde a vivir aquí algo más de tiempo. Mire
  ese valle. Fíjese en la nube de cien chimeneas que lo ensombrece. Pues
  le digo que para todos los habitantes del valle la nube de asesinatos
  es más espesa y más baja, más opresora. Es el Valle del Terror... el
  Valle de la Muerte. La gente lleva el terror en el alma desde el
  atardecer hasta el alba. Aguarde un poco, joven, y usted mismo lo verá.


  —Bien, pues cuando haya visto más le diré a usted qué opinión tengo
  —dijo McMurdo despreocupadamente—. Lo que es clarísimo es que usted no
  es hombre para este lugar, y que cuanto antes se vaya, mejor para
  usted. Aunque tenga que vender el negocio cobrando sólo diez centavos
  por cada dólar de valor. No tiene que preocuparse por lo que me ha
  dicho, ahora bien, por todos los demonios, si yo pensase que usted es
  un chivato…


  —¡No, no! —exclamó Morris, suplicante.


  —Bien, dejémoslo así. Tendré en cuenta todo lo que me ha dicho, y tal
  vez algún día volveré a considerarlo. Espero que usted me haya contado
  todo esto con buena intención. Ahora me iré a casa.


  —Sólo una cosa antes de irse —dijo Morris—. Es posible que nos hayan
  visto juntos.


  —Ah, bien pensado.


  —Le ofrezco un trabajo administrativo en mi tienda.


  —Yo lo rechazo. Esto era el asunto. Bien, basta por hoy, hermano
  Morris, y que en el futuro encuentre usted cosas que se le acomoden
  mejor.


  Aquella misma tarde, cuando McMurdo estaba sentado junto a la estufa de
  la sala de estar, fumando, perdido en sus pensamientos, la puerta se
  abrió y el marco quedó lleno por la enorme mole del jefe McGinty. Se
  hicieron la señal, y entonces, sentándose frente al joven, el jefe le
  estuvo mirando fijamente un tiempo, mirada que fue correspondida con
  igual firmeza.


  —No suelo hacer muchas visitas, hermano McMurdo —dijo al cabo—.
  Bastante tengo con las visitas que recibo. Pero se me ocurrió
  desentumecerme un poco y dejarme caer para verte en tu propia casa.


  —Es un honor verle aquí, Consejero —respondió McMurdo.


  —¿Qué tal el brazo? —preguntó el jefe.


  McMurdo puso mala cara.


  —Pues no me deja que lo olvide —dijo—. Pero merece la pena.


  —Sí, la merece —respondió el otro—, para los que son leales, y se
  mantienen firmes hasta el fin y ayudan a la Logia. ¿Qué hay de una
  conversación tuya con el hermano Morris esta mañana?


  La pregunta vino tan de repente que menos mal que tenía la respuesta
  preparada. Soltó una cordial carcajada.


  —Morris ignoraba que yo me podía ganar la vida aquí en casa. Y va a
  seguir ignorándolo, porque tiene demasiada conciencia para mi gusto.
  Pero es un colega de buen corazón. Tenía la idea de que yo estaría sin
  recursos, y quería hacerme un favor ofreciéndome un puesto de
  administrativo en una droguería.


  —¿Ah, era esto?


  —Sí, era esto.


  —Y tú te negaste.


  —Claro. ¿No puedo ganar diez veces más en cuatro horas de trabajo sin
  moverme de mi aposento?


  —Así es. Pero yo no andaría mucho por ahí con Morris.


  —¿Por qué no?


  —Pues, pongamos que porque te lo digo yo. En esta zona a la mayor parte
  de la gente suele bastarle con esto.


  —Puede bastar a muchos, pero no a mí, Consejero —dijo McMurdo con
  osadía—. Si usted conoce a la gente ya sabe que es así.


  El hirsuto gigante le miró y su peluda garra se cerró un instante en
  torno al vaso como si fuese a arrojárselo a la cabeza del compañero.
  Luego se echó a reír a su modo ruidoso, fanfarrón e insincero.


  —Ya, eres un bicho raro, sin duda —dijo—. Bien, si quieres razones te
  las voy a dar. ¿Te dijo algo Morris contra la Logia?


  —No.


  —¿Ni contra mí?


  —No.


  —Bien, eso es porque no se atreve a confiar en ti. Pero por dentro, no
  es un hermano leal. Lo sabemos perfectamente, de modo que le vigilamos
  y aguardamos el momento de darle un aviso. Y estoy pensando que ese
  momento ya está llegando. Entre nosotros no hay sitio para esquiroles.
  Por eso, si andas con gente desleal, podríamos pensar que también eres
  desleal. ¿Lo entiendes?


  —No hay peligro que yo ande mucho con él, porque es un tipo que me
  disgusta —respondió McMurdo—. En cuanto a lo de desleal, si llega a
  decirlo cualquiera que no fuese usted, no me lo podría decir dos veces.


  —Bien, con esto basta —dijo McGinty vaciando el vaso—. Vine para
  avisarte a tiempo, y ya estás avisado.


  —Me gustaría saber —dijo McMurdo—, ¿cómo diablos pudo saber que yo
  había hablado con Morris?


  McGinty se rió.


  —Yo tengo que saber todo lo que ocurre en esta ciudad —dijo—. Y creo
  que deberías suponer que me entero de todo. Bien, ya hemos pasado un
  rato, y sólo quiero decirte…


  Pero la despedida fue interrumpida de forma muy inesperada. La puerta
  se abrió de golpe, y tres rostros ceñudos y muy atentos les
  contemplaron desde debajo de las viseras de unas gorras de policía.
  McMurdo se puso en pie de un salto y echó mano del revólver, pero
  detuvo el movimiento a mitad de camino al darse cuenta de que dos
  Winchester le apuntaban a la cabeza. Entró en la habitación un hombre
  de uniforme con un revólver de seis tiros en la mano. Era el capitán
  Marvin, antiguo policía de Chicago, y perteneciente ahora a la Policía
  del Carbón y el Hierro. Se dirigió a McMurdo meneando la cabeza y medio
  sonriendo.


  —Me imaginé que se metería en líos, Señor Sinvergüenza McMurdo, de
  Chicago —dijo—. ¿No puede evitarlo, verdad? Póngase el sombrero y venga
  con nosotros.


  —Apostaría a que usted pagará esto caro, capitán Marvin —dijo McGinty—.
  Me gustaría saber quién es usted para irrumpir en una casa de esa forma
  a molestar a ciudadanos honestos y respetuosos de la ley.


  —Usted no tiene nada que ver en esto, Consejero McGinty —dijo el
  capitán de policía—. No le buscamos a usted sino a ese hombre, McMurdo.
  Y usted tiene que ayudarnos a desempeñar nuestro cometido, en lugar de
  obstaculizarlo.


  —Es amigo mío, y respondo de su conducta —dijo el jefe.


  —Todo indica que cualquier día de estos tendrá usted que responder de
  su propia conducta, señor McGinty —respondió el capitán de policía—.
  Ese hombre, McMurdo, era ya un rufián antes de venir aquí, y sigue
  siéndolo. Policía, apúntele mientras le desarmo.


  —Ahí tengo la pistola —dijo McMurdo fríamente—. Si estuviésemos solos
  cara a cara, capitán Marvin, es posible que no me cogiese con tanta
  facilidad.


  —¿Dónde tienen la orden? —preguntó McGinty—. ¡Demonios! Con gente como
  usted al mando de la policía, da lo mismo vivir en Rusia que en
  Vermissa. Es una agresión capitalista, y juraría que se van a enterar
  de esto.


  —Usted cumple lo que cree ser su deber del mejor modo que puede,
  Consejero. Nosotros cumplimos el nuestro.


  —¿De qué se me acusa? —preguntó McMurdo.


  —De estar implicado en el apaleamiento del anciano director Stanger en
  las oficinas del Herald. No tienen ustedes la culpa de que no se les
  acuse de asesinato.


  —Bien, si eso es todo lo que tienen contra él —exclamó McGinty, con una
  risotada—, pueden ahorrarse mucho trabajo soltándole ahora mismo. Este
  hombre estuvo conmigo en mi saloon jugando al póker hasta medianoche, y
  puedo presentarles los testigos que quieran.


  —Eso es cosa suya, y me imagino que podrá declararlo mañana ante el
  tribunal. Entretanto, McMurdo, vámonos, y pórtese bien si no quiere
  recibir un balazo en la cabeza. Y usted, McGinty, déjenos paso, porque
  le advierto que no estoy dispuesto a admitir ninguna resistencia cuando
  estoy de servicio.


  Tan decidida fue la aparición del capitán que McMurdo y su jefe se
  vieron obligados a aceptar la situación. Este último se las compuso
  para decirle unas palabras al oído al prisionero antes de que se lo
  llevasen.


  —¿Y qué pasa con... ? —señaló hacia arriba con el pulgar para referirse
  a la prensa de acuñar.


  —Todo en orden —susurró McMurdo, que había encontrado un escondrijo
  seguro bajo el suelo.


  —Que haya suerte —dijo el jefe estrechándole la mano—. Voy a ver a
  Reilly, el abogado, y me ocuparé yo mismo de la defensa. Te doy palabra
  de que no conseguirán empapelarte.


  —Yo no lo juraría. Vosotros dos, guardad al prisionero, y si intenta
  cualquier truco, disparadle. Voy a registrar la casa antes de irnos.


  Así lo hizo Marvin, pero al parecer no encontró ni rastro de la
  instalación oculta. Cuando bajó, él y sus hombres escoltaron a McMurdo
  hasta la Comandancia. Había anochecido y caía una fina lluvia, las
  calles estaban casi desiertas, pero algunos ociosos siguieron al grupo
  y amparándose en la oscuridad lanzaron imprecaciones contra el
  prisionero.


  —¡Linchemos al maldito Scowrer! —gritaban—. ¡Linchamiento! —Cuando le
  introdujeron en la comisaría se rieron y dieron vivas. Tras un breve
  interrogatorio formal por parte del inspector encargado del caso, le
  metieron en la celda común. Allí se encontró con Baldwin y otros tres
  criminales de la noche anterior, todos ellos arrestados aquella tarde
  para ser juzgados a la mañana siguiente.


  Pero el largo brazo de los Hombres Libres llegaba incluso a aquel
  reducto interno de la fortaleza de la ley. A altas horas de la noche
  llegó un carcelero con un jergón de paja para que durmiesen, de cuyo
  interior sacó dos botellas de whisky, algunos vasos y una baraja.
  Pasaron una noche alegre sin ninguna angustia por la prueba que les
  aguardaba a la mañana.


  No había motivos para la angustia, como pronto se vería. Las pruebas no
  daban base para que el magistrado pudiese emitir una sentencia que
  trasladase el caso a un tribunal más elevado. De un lado, los
  cajistas(impresores) y periodistas se vieron obligados a admitir que no
  había mucha luz, que estaban muy nerviosos en aquellos momentos, y que
  les resultaba difícil afirmar con absoluta certeza la identidad de los
  agresores, aunque creían que los acusados se hallaban entre ellos. Este
  testimonio se volvió aún más inconsistente con las preguntas del
  inteligente abogado contratado por McGinty. El agredido había declarado
  ya que se vio pillado tan de sorpresa por lo repentino del ataque que
  sólo había podido ver que el que le atacó primero llevaba bigote.
  Añadió que estaba seguro de que era cosa de los Scowrers, pues nadie
  más de la comunidad podía tener absolutamente nada contra él, y había
  recibido ya repetidas amenazas a cuenta de sus francos editoriales. De
  otro lado, el testimonio unánime y sin resquicios de seis ciudadanos,
  incluido el alto funcionario Municipal del Consejo McGinty, dejó
  establecido sin lugar a dudas que aquellos hombres habían estado
  jugando una partida de cartas en la Casa del Sindicato hasta una hora
  mucho más tardía que la del atentado. No es preciso decir que fueron
  absueltos de forma que casi equivalía a una disculpa del tribunal por
  las molestias causadas, junto con una crítica implícita al capitán
  Marvin y a la policía por su desmesurado celo.


  El veredicto fue recibido con un sonoro aplauso por una sala en la que
  McMurdo vio muchos rostros familiares. Los hermanos de la Logia
  sonreían y saludaban con la mano. Pero había otra gente que permaneció
  sentada con los labios apretados y mirada hostil mientras los hombres
  abandonaban el banquillo. Uno de ellos, un tipo de barba oscura y muy
  decidido, al pasar junto a él los ex presos dijo en voz alta lo que
  todos pensaban.


  —¡Malditos asesinos! —dijo—. ¡Ya arreglaremos cuentas!


  - 12 -
  LAS HORAS MÁS NEGRAS



  Si algo faltaba para dar mayor vuelo aún a la popularidad de Jack
  McMurdo entre sus compañeros, era esta detención y puesta en libertad.
  Que la misma noche de incorporarse a la Logia hubiese uno hecho algo
  que le llevase ante el juez era un récord sin precedentes en los anales
  de la sociedad. Ya se había ganado fama de ser un magnífico y alegre
  compañero, un juerguista de primera, y al tiempo un hombre de mucho
  genio, que no estaba dispuesto a aguantar insultos ni en boca del
  mismísimo Jefe todopoderoso. Pero además de eso impresionó a sus
  compañeros con la idea de que entre ellos no había sólo uno con cerebro
  capaz de trazar planes sangrientos, o con mano capaz de realizarlos.


  —Es el tipo ideal para hacer un trabajo limpio —se decían entre sí los
  veteranos, y aguardaban el momento de poderle emplear bien. McGinty
  tenía ya bastantes instrumentos, pero reconocía que ése era sumamente
  capaz. Se sentía como un cazador que lleva un potente perro de presa
  atado. Había gozques(perro pequeño y ladrador) para las labores
  menores, pero algún día lanzaría a aquella criatura sobre su presa.
  Unos pocos miembros de la Logia, entre ellos Ted Baldwin, estaban
  resentidos por el rápido ascenso del forastero, y le odiaban por ello,
  pero guardaban las distancias porque el tipo estaba tan dispuesto a
  pelear como a reír.


  Ahora bien, mientras se ganaba el aprecio de los compañeros, lo perdía
  en otro terreno que para él había venido a ser más vital. El padre de
  Ettie Shafter no quería saber ya nada de él, ni le permitía entrar en
  la casa. Ettie estaba tan profundamente enamorada que se rendía
  totalmente ante él, y sin embargo el sentido común le advertía lo que
  podía ser casarse con un hombre considerado como un criminal. Una
  mañana, tras una noche sin dormir, decidió verle, posiblemente por
  última vez, para intentar de convencerlo por todos los medios y
  apartarlo de aquellas influencias malignas que le estaban llevando a la
  perdición. Fue a su casa, como él le había pedido muchas veces que
  hiciese, y entró en la habitación que él utilizaba como salita. Lo
  encontró sentado ante una mesa, de espaldas, con una carta delante. Se
  apoderó de ella un impulso juguetón infantil —sólo tenía diecinueve
  años—. Él no la había oído entrar. Avanzó de puntillas y puso la mano
  suavemente sobre los hombros encorvados.


  Si esperaba asustarle, ciertamente lo consiguió, pero al cabo se llevó
  ella un susto mayor todavía. Con un salto de tigre se volvió hacia
  ella, buscándole el cuello con la mano derecha. Mientras, con la otra
  mano arrugaba el papel que tenía delante. Quedó un momento mirando.
  Luego el asombro y la alegría sustituyeron a la ferocidad que había
  contorsionado sus facciones —una ferocidad que la había hecho
  retroceder a ella horrorizada como si hubiese topado con algo que no
  había conocido en su agradable vida.


  —¡Eres tú! —dijo él pasándose la mano por la frente—. ¡Y pensar que
  vienes a verme tú, vida de mi vida, y a mí no se me ocurre otra cosa
  que estrangularte! Ven aquí, cariño —y le tendió los brazos—. Deja que
  te lo compense.


  Pero ella no se había repuesto de aquel súbito destello de temor
  culpable que había leído en el rostro del hombre. Todo su instinto de
  mujer le decía que no era simplemente el miedo propio de quien se
  sobresalta. Era un sentimiento de culpa, eso, de culpa y miedo.


  —¿Qué te ocurre, Jack? —exclamó—. ¿Por qué tenías tanto miedo de mí?
  ¡Oh, Jack, si tuvieses la conciencia en paz, no me habrías mirado de
  esa manera!


  —Es que estaba pensando en otras cosas, y cuando viniste tan sigilosa
  con esos lindos pies tuyos…


  —No, no; era más que esto, Jack. —La invadió una sospecha repentina—.
  Déjame ver la carta que escribías.


  —Pero Ettie, eso no puedo hacerlo.


  Las sospechas de la chica se convirtieron en certezas.


  —¡Hay otra mujer! —exclamó—. Lo sé. ¿Qué otro motivo habría para que me
  ocultes la carta? ¿Es que estabas escribiendo a tu esposa? ¿Cómo puedo
  yo saber que no estás casado, si eres un forastero y nadie te conoce?


  —No estoy casado, Ettie. Mira, te lo juro. Para mí no hay más mujer en
  el mundo que tú. Por la cruz de Cristo, ¡te lo juro!


  Protestaba con tanto apasionamiento que ella no podía creerle.


  —Bien, entonces —exclamó ella—, ¿por qué no me dejas ver la carta?


  —Te lo diré, cariño —dijo—. He jurado no enseñarla, y lo mismo que no
  faltaría a la palabra que te he dado, voy a ser leal a los que han
  recibido mi promesa. Es cosa de la Logia, y tiene que ser secreta hasta
  para ti. Y si me asusté al sentir tu mano, ¿no puedes comprender que
  podría haber sido la mano de un poli?


  La muchacha sintió que le estaba diciendo la verdad. Él la tomó en sus
  brazos y ahuyentó a besos todos los temores y dudas.


  —Entonces, siéntate aquí a mi lado. No es el trono que se merece una
  reina como tú, pero es lo mejor que ha podido encontrar tu pobre amor.
  Cualquier día de estos, espero poder conseguirte algo mejor. ¿Estás
  tranquila ya, no?


  —¿Cómo puedo estar tranquila, Jack, si sé que eres un criminal que anda
  entre criminales? Si nunca sé qué día van a decirme que estás preso por
  un asesinato. McMurdo el Scowrer... así te llamó ayer uno de los
  huéspedes. Me atravesó el corazón como un cuchillo.


  —Las palabras duras no rompen ningún hueso.


  —Pero eran palabras ciertas.


  —Cariño, no es tan malo eso como crees. Somos pobres hombres que
  tratamos de conseguir nuestros derechos a nuestro modo.


  Ettie echó los brazos en torno al cuello de su amor.


  —¡Déjalo, Jack! Por mí... Por Dios, ¡déjalo! Vine aquí para pedírtelo.
  Oh, Jack, mira, te lo suplico de rodillas. Aquí de rodillas delante de
  ti, te suplico que lo dejes.


  Él la levantó y la consoló apretando la cabeza de ella contra su pecho.


  —Pero cariño, si no sabes lo que me pides. ¿Cómo puedo dejarlo si sería
  romper el juramento y abandonar a los camaradas? Si pudieses comprender
  mi situación, ni se te ocurriría decirme esto. Además, aunque yo
  quisiese hacerlo, ¿cómo iba a poder? No vas a imaginar que la Logia
  permitiría que quedase uno por ahí libre en posesión de todos sus
  secretos.


  —He pensado en esto, Jack. Lo he planeado todo. Padre tiene algún
  dinero ahorrado. Está cansado de este lugar, en que el miedo a esa
  gente ensombrece nuestras vidas. Está dispuesto a irse. Podríamos
  escapar juntos a Filadelfia o a Nueva York, y allí estaríamos seguros.


  McMurdo se rió.


  —La Logia tiene un brazo muy largo. ¿Piensas que no podría alcanzarnos
  en Filadelfia o en Nueva York?


  —Bien, pues entonces vamos al Oeste, o a Inglaterra, o a Suecia, que es
  de donde vino padre. A cualquier lado, con tal de escapar de este Valle
  de Miedo.


  McMurdo pensó en el hermano Morris.


  —Pues es la segunda vez que oigo llamar así a este valle —dijo—. Parece
  que realmente pese una sombra muy fuerte sobre algunos de vosotros.


  —Oscurece cada uno de los momentos de nuestra vida. ¿Supones que Ted
  Baldwin nos ha perdonado? Si no fuese porque te tiene miedo, ¿qué
  posibilidades crees que tendríamos? Si vieses la mirada de esos ojos
  oscuros y famélicos posados sobre mí…


  —¡Demonios! Como le pille, le enseñaré a tener mejor educación. Pero
  mira, niña, no puedo irme de aquí. No puedo. Tienes que hacerte a la
  idea de una vez por todas. Pero si me dejas hacer las cosas a mi modo,
  buscaré la forma de salir de esto de forma honorable.


  —No hay honor en eso.


  —Bien, bien, esa es tu forma de verlo. Pero si me das seis meses
  trabajaré de forma que pueda irme sin tener que bajar la mirada ante
  los demás.


  La chica rió de alegría.


  —¡Seis meses! —exclamó—. ¿Es una promesa?


  —Bien, pueden ser siete u ocho. Pero en un año a más tardar dejaremos
  este valle.


  Fue lo más que pudo conseguir Ettie, pero ya era algo. Era una luz
  lejana que iluminaba el sombrío futuro inmediato. La chica volvió a
  casa de su padre con el corazón más ligero que en todo el tiempo
  transcurrido desde que Jack McMurdo se había cruzado en su vida.


  Cabía pensar que como miembro tendría conocimiento de todas las
  actividades de la sociedad, pero pronto descubrió que la organización
  era más amplia y compleja que aquella simple Logia. Incluso el jefe
  McGinty ignoraba muchas cosas, pues había un alto cargo llamado
  delegado del condado que vivía en Hobsonʼs Patch, mucho más abajo, y
  tenía autoridad sobre varias logias y la ejercía de forma repentina y
  arbitraria. McMurdo sólo le vio una vez. Era un hombrecillo miserable y
  astuto de pelo entrecano que cojeaba un poco y miraba de reojo con
  tremenda malicia. Se llamaba Evans Pott, e incluso el gran jefe de
  Vermissa sentía por él una repulsión y miedo semejantes a los que podía
  sentir el corpulento Danton por el enclenque pero peligroso
  Robespierre(revolucionarios franceses, el primero fue guillotinado por
  orden del segundo).


  Cierto día Scanlan, que era el compañero de pensión de McMurdo, recibió
  una nota de McGinty que incluía otra de Evans Pott, para informarle de
  que iba a mandar a donde ellos a dos tipos de confianza, Lawler y
  Andrews, que tenían instrucciones para actuar en la zona, aunque era
  mejor para la causa que no se diese ninguna indicación sobre su
  objetivo. ¿Quería el maestro encargarse de que se les ofreciese
  alojamiento y todo lo que necesitasen hasta que llegase el momento de
  la acción? McGinty añadía que nadie podía pasar desapercibido en la
  Casa del Sindicato y que por tanto, agradecería a McMurdo y Scanlan que
  acomodasen a los forasteros en su casa por unos pocos días.


  Aquella misma tarde llegaron los dos hombres, con sendos sacos de mano.
  Lawler era un hombre mayor, mezquino, callado y reservado, enfundado en
  un viejo abrigo negro que, junto con el sombrero de fieltro y la barba
  desvaída y gris le daba un aspecto general de predicador itinerante. Su
  compañero, Andrews, era todavía un muchacho, de rostro franco y jovial,
  con el aire desenvuelto de quien está de vacaciones y quiere
  disfrutarlas aprovechando el tiempo. Ambos hombres eran totalmente
  abstemios, y se comportaban en todo como miembros ejemplares de la
  sociedad, con la única salvedad de que eran asesinos que habían
  demostrado muchas veces ser instrumentos excelentes para aquella
  Asociación del crimen. Lawler había desempeñado ya catorce misiones de
  ese tipo, y Andrews tres.


  A McMurdo le llamó la atención que estuviesen tan dispuestos a hablar
  de las hazañas pasadas, que contaban con el orgullo medio pudoroso de
  quien ha hecho un valioso y desinteresado servicio a la comunidad. En
  cambio, eran muy reticentes en cuanto a la tarea que tenían ahora entre
  manos.


  —Nos eligieron porque ninguno de los dos bebemos —explicó Lawler—.
  Pueden confiar en que no diremos ni una palabra más de la cuenta. No
  debéis tomarlo a mal, pero son órdenes del delegado del condado y
  tenemos que obedecerlas.


  —Claro que todos estamos en el lío —dijo Scanlan, el compañero de
  McMurdo, cuando los cuatro se sentaron a cenar.


  —Cierto, y podríamos tirarnos hasta el año que viene hablando de la
  muerte de Charlie Williams, o de Simon Bird, o de cualquier otra faena
  ya pasada. Pero no decimos ni palabra hasta que el trabajo está hecho.


  —Por aquí hay media docena de elementos a los que me gustaría darles un
  escarmiento —dijo McMurdo con un juramento—. Supongo que no iréis a por
  Jack Knox, de Ironhill. Me gustaría ver cómo recibe ése su merecido.


  —No; no es él todavía.


  —¿Ni Herman Strauss?


  —No, tampoco.


  —Bien, si no queréis decírnoslo, no podemos obligaros, pero a mí me
  gustaría saberlo.


  Lawler sonrió y meneó la cabeza. A él no había quien le sonsacase.


  A pesar de la reticencia de sus huéspedes, Scanlan y McMurdo estaban
  totalmente decididos a asistir a lo que llamaban «lo divertido». Por
  tanto, cuando una mañana a horas muy tempranas McMurdo oyó que los
  visitantes estaban bajando de puntillas las escaleras, despertó a
  Scanlan y los dos se vistieron precipitadamente. Cuando estuvieron
  vestidos vieron que los otros se habían largado, dejando la puerta
  abierta. No había amanecido aún, y a la luz de las farolas pudieron ver
  a dos hombres que caminaban calle abajo. Les siguieron disimuladamente,
  andando sin ruido por la espesa nieve.


  La pensión donde estaban se encontraba casi en el extremo del poblado,
  y pronto estuvieron en la encrucijada de las afueras. Allí estaban
  aguardando tres hombres, con los que Lawler y Andrews mantuvieron una
  breve y rápida conversación. Luego avanzaron todos juntos. Era evidente
  que se trataba de algún trabajo de importancia, que requería mucha
  gente. En aquel punto se juntaban varios caminos que conducían a
  diversas minas. Los forasteros cogieron el que conducía a Crow Hill,
  una gran empresa que estaba en buenas manos y que había sido capaz de
  mantener cierto orden y disciplina durante el largo reinado del terror,
  gracias al enérgico y valiente director Josiah H. Dunn, de Nueva
  Inglaterra.

  Estaba rayando el alba, y una hilera de trabajadores se abría paso, de
  a uno o en grupos, por el oscuro sendero.


  McMurdo y Scanlan caminaron entre ellos, sin perder de vista a los
  hombres a quienes seguían. Había una niebla densa, y de las entrañas de
  ésta salió de repente el grito de una sirena de vapor. Era la señal que
  se daba diez minutos antes de que los montacargas descendiesen a los
  pozos para empezar la jornada.


  Cuando llegaron a la explanada que rodeaba la boca de la mina había
  cien mineros aguardando, dando patadas y palmadas por el tremendo frío
  que hacía. Los forasteros formaban un pequeño grupo resguardado en la
  sombra del pabellón de la mina. Scanlan y McMurdo se subieron a un
  montón de escombros desde el que podían dominar toda la escena. Vieron
  que el ingeniero de la mina, un escocés muy barbudo llamado Menzies,
  salía de las oficinas y daba un pitido para que descendiesen las
  jaulas. En el mismo instante, un joven alto y desgarbado, de rostro
  afeitado y vivaz, se adelantó rápidamente hacia la boca de la chimenea.
  Al pasar se fijó en el grupo silencioso e inmóvil situado junto a las
  oficinas. Los del grupo se habían calado los sombreros y levantado los
  cuellos para taparse el rostro. Por un instante, el presentimiento de
  la muerte puso su fría mano en el corazón del director. Pero
  inmediatamente lo apartó para centrar su atención en el deber hacia los
  forasteros intrusos.


  —¿Quiénes sois? —preguntó conforme avanzaba—. ¿Qué hacéis ahí?


  No hubo respuesta, pero el joven Andrews avanzó y le disparó al
  estómago. Los cien mineros que aguardaban permanecieron tan inmóviles e
  impotentes como si estuviesen paralizados. El director se llevó las dos
  manos a la herida y se dobló. Se tambaleó, pero otro de los asesinos
  disparó y el hombre cayó de lado dando con los pies y las manos contra
  los trozos de ladrillo renegrido que allí se amontonaban. Al verlo,
  Menzies, el escocés, dio un rugido de rabia y se abalanzó hacia los
  asesinos con una gran llave de hierro, pero le recibieron un par de
  tiros y cayó derribado a los pies mismos de los forasteros. Algunos de
  los mineros se disponían a avanzar, y se oía un grito inarticulado de
  dolor y rabia, pero un par de los forasteros vaciaron sus revólveres de
  seis balas al aire, por encima de la multitud, y ésta se dispersó,
  volviendo parte de la gente como alocados hacia sus casas de Vermissa.
  Cuando lograron reunirse algunos de los más valientes, y volvieron a la
  mina, la banda asesina se había desvanecido entre la niebla de la
  mañana sin que quedase ni un solo testigo capaz de jurar quiénes eran
  los hombres que habían realizado el doble crimen delante de cien
  espectadores.


  Scanlan y McMurdo se volvieron, el primero un tanto impresionado por
  ser el primer asesinato que veía con sus propios ojos, y le pareció
  menos divertido de lo que le habían hecho creer. Los gritos terribles
  de la esposa del director muerto les persiguieron durante todo el
  apresurado regreso a la ciudad. McMurdo estaba silencioso y absorto,
  pero no mostró ninguna simpatía por la debilidad de su compañero.


  —Es como la guerra —repetía—. Que es sino una guerra entre ellos y
  nosotros. Tenemos que responder como mejor podamos.


  Aquella noche hubo celebración por todo lo alto en la sala de la Logia
  de la Casa del Sindicato, no sólo por la muerte del director y el
  ingeniero de la mina de Crow Hill, que obligaría a esa organización a
  mantenerse a raya junto con las demás compañías del distrito
  aterrorizadas y objeto de chantaje, sino también por un triunfo
  distante que había sido obra de la propia Logia. Al parecer, cuando el
  delegado del condado mandó cinco hombres de primera a dar un golpe en
  Vermissa, había pedido que a cambio tres hombres de Vermissa fuesen
  elegidos en secreto y enviados a matar a William Hales, de Stake Royal,
  uno de los propietarios de minas más conocidos y populares del distrito
  de Gilmerton, un hombre que se creía no tenía ningún enemigo, pues era
  en todos los aspectos un empresario modelo. Sin embargo, había
  insistido en la necesidad de trabajar eficazmente, y por tanto despidió
  a algunos empleados borrachos y ociosos que eran miembros de la
  sociedad todopoderosa. Los avisos de muerte colocados en su puerta no
  habían debilitado su decisión y así se vio condenado a muerte en un
  país libre y civilizado.


  La ejecución se había llevado a cabo debidamente. Ted Baldwin, que
  estaba arrellanado en el lugar de honor, al lado del maestro, había
  sido el jefe de la partida. El ardor del rostro y el brillo sangriento
  de sus ojos denotaban poco sueño y mucha bebida. Él y los dos
  compañeros habían pasado la noche anterior en el monte. Iban
  desaliñados y llenos de humedad. Nunca unos héroes fueron objeto de un
  recibimiento más caluroso por parte de los compañeros a la vuelta de
  una expedición victoriosa. Se contó mil veces lo sucedido entre gritos
  de satisfacción y grandes risotadas. Habían aguardado a que el hombre
  se dirigiese a su casa por la noche, apostados en la cima de una
  empinada colina, donde el caballo del tipo tendría que ir al paso. La
  víctima iba tan arrebujada por causa del frío que no pudo ni echar mano
  a la pistola. Le habían descabalgado y dispararon sobre él
  repetidamente.


  Ninguno de ellos conocía al muerto, pero una muerte conlleva siempre un
  drama eterno, y les habían demostrado a los Scowrers de Gilmerton que
  los tipos de Vermissa eran gente de confianza. Habían tenido un
  contratiempo: que un hombre y su mujer se habían acercado al lugar
  cuando todavía se encontraban ellos vaciando sus cargadores en el
  cuerpo silencioso. Se pensó en abatirlos a tiros a los dos, pero no
  eran gente peligrosa, no tenían ninguna relación con las minas, y por
  tanto les dieron orden de seguir adelante y cerrar el pico si no
  querían que les ocurriese algo peor. Y con esto dejaron allí aquel
  rostro empapado de sangre, como advertencia para todos los empresarios
  de corazón duro, y los tres nobles vengadores se habían refugiado a
  toda prisa en el monte, donde la naturaleza llega hasta el borde mismo
  de los hornos y los montones de escombros.


  Había sido un gran día para los Scowrers. La sombra que planeaba sobre
  el valle se había hecho más densa aún. Pero el general avisado elige el
  momento de la victoria para redoblar sus esfuerzos a fin de no permitir
  que el enemigo se recupere del desastre sufrido, y por tanto el jefe
  McGinty, contemplando el tablero de operaciones con mirada maliciosa y
  resuelta, había ideado un nuevo ataque contra los que le ofrecían
  resistencia. Aquella misma noche, al disolverse la reunión de
  semiborrachos, le dio un toque en el brazo a McMurdo y se lo llevó a la
  habitación interior donde habían celebrado su primera entrevista.


  —Mira, muchacho —dijo—, por fin tengo un trabajo digno de ti. Dejo en
  tus manos la forma de hacerlo.


  —Me siento orgulloso —respondió McMurdo.


  —Puedes disponer de dos hombres: Manders y Reilly. Ya están advertidos.
  En este distrito no tendremos paz hasta que no hayamos ajustado las
  cuentas con Chester Wilcox, y si te lo cargas tendrás el agradecimiento
  de todas las logias de la cuenca.


  —Entonces, haré todo lo posible. ¿Quién es y dónde puedo encontrarle?


  McGinty se sacó de la boca el eterno cigarro medio mascado y medio
  consumido, y procedió a trazar un rudimentario esquema en una página
  que arrancó de la agenda.


  —Es el principal encargado de la Iron Dyke Company. Un tipo duro,
  antiguo sargento de la guerra, lleno de cicatrices y pólvora. Hemos
  intentado cargárnoslo dos veces, pero no hubo suerte, y Jim Carnaway
  perdió la vida en el intento. Ahora te toca a ti. Ésta es la casa,
  completamente solitaria, en el cruce de Iron Dyke, tal como ves aquí en
  el mapa. No hay ninguna otra casa desde la que se pueda oír. De día es
  mal plan. Va armado y dispara rápido y bien, sin hacer preguntas. Pero
  a la noche... ahí lo tienes, con la mujer, tres niños y un criado. No
  podemos actuar de forma selectiva. O nos los cargamos a todos, o a
  ninguno. Si pudieses poner un saco de dinamita en la puerta principal
  con una mecha lenta…


  —¿Qué ha hecho ese tipo?


  —¿No te digo que mató a Jim Carnaway?


  —¿Por qué le disparó?


  —¿Y a ti qué diablos te importa? Carnaway merodeaba alrededor de su
  casa por la noche, y él le disparó. Eso basta para mí y para ti. Tienes
  que hacerlo bien.


  —Y esas dos mujeres y tres niños... ¿tienen que volar por los aires
  también?


  —Tiene que ser así, porque de lo contrario, ¿cómo le pillamos?


  —Me parece muy injusto si no han hecho nada.


  —¿Pero qué dices? ¿No te echarás atrás?


  —Calma, Consejero, calma. ¿He dicho o hecho yo algo que le pueda hacer
  pensar que voy a echarme atrás de una orden del maestro de mi propia
  Logia? A usted le toca decidir si está bien o mal.


  —¿Lo harás, entonces?


  —Naturalmente.


  —¿Cuándo?


  —Bien, mejor me dé una noche o dos para poder observar la casa y
  hacerme planes. Entonces…


  —Muy bien —dijo McGinty, estrechándole la mano—. Lo dejo en tus manos.
  El día que nos des la noticia será un gran día. Será el golpe decisivo
  para ponerles a todos de rodillas.


  McMurdo pensó mucho tiempo y muy intensamente en el encargo que le
  habían asignado tan de repente. La solitaria casa en que vivía Chester
  Wilcox se encontraba a unos ocho kilómetros, en un valle adyacente.
  Aquella misma noche fue allí completamente solo para preparar el
  atentado. Al amanecer aún no había vuelto de la misión de
  reconocimiento. Al día siguiente se entrevistó con sus dos
  subordinados, Manders y Reilly, jóvenes despiadados, que estaban tan
  orgullosos como si anduviesen en una cacería de bisontes. Dos noches
  más tarde se encontraron fuera de la ciudad, armados los tres, y
  llevando uno de ellos un saco lleno de explosivo que se usa en las
  canteras. Llegaron a la casa a las dos de la madrugada. Era una noche
  de mucho viento, y nubes entrecortadas pasaban rápidamente por delante
  del rostro de una luna casi llena. Les habían advertido que llevasen
  ojo con los dogos, y por tanto avanzaron con cautela, llevando en la
  mano las pistolas cargadas. Pero no hubo más ruido que el ulular del
  viento, ni más movimientos que los de las ramas que se sacudían sobre
  sus cabezas. McMurdo puso el oído a la puerta de la solitaria casa,
  pero todo estaba en calma. Luego apoyó el saco de explosivos contra
  ella, abrió un boquete en el saco con la navaja, y puso la mecha.
  Cuando estuvo bien encendida, él y los dos compañeros pusieron pies en
  polvorosa, y se cobijaron a cierta distancia, tras un terraplén, antes
  de que el ensordecedor estruendo de la explosión y el derrumbamiento
  sordo y total del edificio les advirtiesen que habían cumplido la
  misión. En todos los anales llenos de sangre de la sociedad no se había
  dado un trabajo más limpio. Lástima que una labor tan bien organizada y
  concebida con tanta audacia resultase al cabo enteramente inútil.
  Advertido por la suerte que habían corrido las recientes víctimas, y
  sabiendo que estaba en la lista, Chester Wilcox se había trasladado
  aquel mismo día junto con su familia a una residencia más segura y
  menos conocida, donde estaba bajo protección de la policía. La casa
  destruida por la pólvora estaba vacía, y el sombrío ex sargento seguía
  imponiendo disciplina a los mineros de la Iron Dyke.


  —Déjemelo a mí —dijo McMurdo—. Ese hombre es mío, y voy a pillarle,
  aunque tenga que aguardar un año.


  El pleno de la Logia votó una resolución de agradecimiento y confianza,
  y ahí quedó el asunto por un tiempo. Cuando pocas semanas más tarde los
  periódicos informaron de que a Wilcox le habían tendido una emboscada y
  habían disparado contra él, fue un secreto a voces que McMurdo seguía
  trabajando en su labor inconclusa.


  Tales eran los métodos de la Sociedad de los Hombres Libres, y tales
  las hazañas con que los Scowrers extendían su ley del miedo por aquel
  distrito grande y rico que tan largo tiempo se vio hostigado por su
  terrible presencia. ¿Para qué manchar estas páginas con más crímenes?
  ¿No he dicho lo suficiente para presentar a esa gente y sus métodos?
  Sus hazañas están escritas en la historia, y el que quiera conocer más
  pormenores puede recurrir a los fieles registros que los contienen. En
  ellos podemos saber del acribillamiento de los policías Hunt y Evans
  por haberse aventurado a detener a dos miembros de la sociedad
  —atentado doble planificado en la Logia de Vermissa y realizado a
  sangre fría contra dos hombres inermes sin posibilidad de defenderse—.
  También puede leerse el asesinato a tiros de la señora Larbey, mientras
  cuidaba a su marido, que había recibido una paliza casi mortal por
  orden del jefe McGinty. La muerte del anciano Jenkins, seguida al poco
  por la de su hermano, la mutilación de James Murdoch, la voladura de la
  familia Staphouse, y él asesinato de los Stendals, toda una rápida
  sucesión durante un invierno terrible. Oscura era la sombra que cubría
  el Valle del Terror. Llegó la primavera con torrenteras impetuosas y
  árboles verdecientes. Después de verse sometida a una garra de hierro,
  toda la naturaleza estaba llena de esperanza; pero no la había para los
  hombres y mujeres que vivían bajo el yugo del terror. La nube que se
  cernía sobre sus cabezas nunca había sido tan espesa y desesperanzada
  como a principios de verano del año 75.

  - 13 -
  PELIGRO



  El reino del terror se encontraba en su apogeo. McMurdo, que ya había
  sido nombrado diácono, y tenía todas las bazas para suceder algún día a
  McGinty en el puesto de maestro, era ya tan necesario en los consejos
  de sus compañeros que nada se hacía sin su ayuda y parecer. Sin
  embargo, cuanto más popular era entre los Hombres Libres, más negras
  eran las miradas que se le dirigían al pasar por las calles de
  Vermissa. A pesar del terror, los ciudadanos se estaban animando a
  unirse contra los opresores. A la Logia habían llegado rumores de
  reuniones secretas celebradas en las oficinas del Herald, y de un
  reparto de armas entre la gente partidaria de la ley. Pero McGinty y
  sus compañeros no se turbaban por esos informes. Eran muchos, decididos
  y bien armados. Sus adversarios estaban desperdigados e impotentes.
  Como siempre había ocurrido, todos aquellos amagos acabarían en
  chácharas sin salida, y posiblemente en importantes detenciones. Así
  decían McGinty, McMurdo y los más valientes.


  Era un sábado por la tarde del mes de mayo. El sábado era siempre la
  noche de la Logia, y McMurdo salía de su casa para acudir a la asamblea
  en el momento en que se presentó a verle Morris, el más débil de la
  Orden. Iba cuidadosamente peinado y su afable rostro parecía demacrado
  y anguloso.


  —¿Puedo hablar libremente con usted, señor McMurdo?


  —Claro.


  —No puedo olvidar que en cierta ocasión le abrí mi corazón y que usted
  se lo calló, a pesar de que vino a hacerle preguntas el jefe en
  persona.


  —¿Qué otra cosa podía yo hacer si usted había confiado en mí? Esto no
  significa que yo estuviese de acuerdo con lo que me dijo.


  —Lo sé bien. Pero usted es el único al que puedo hablar con seguridad.
  Tengo aquí un secreto... —se llevó la mano al pecho—, que me está
  quemando y matando. Ojalá se hubiese enterado cualquier otro que no
  fuese yo. Si lo digo, va a tener como consecuencia un asesinato, sin
  duda alguna. Si no lo digo, puede ser el fin de todos nosotros. Que
  Dios me ayude, porque esto me tiene casi fuera de mis casillas.


  McMurdo le miró con interés. El hombre temblaba de pies a cabeza. Le
  puso un poco de whisky en un vaso y se lo tendió.


  —Esto es una medicina para gente como usted —dijo—. Ahora cuénteme.

  Morris bebió y su cara tomó algo de color.


  —Se lo puedo decir todo en una frase —dijo—. Hay un detective que nos
  sigue los pasos.


  McMurdo le miró asombrado.


  —Pero hombre, ¿está usted loco? —dijo—. Si está todo esto lleno de
  policías y secretas, y ¿qué mal nos han hecho?


  —No, no; no es ninguno del distrito. Como usted dice, a estos les
  conocemos, y poco pueden hacer. ¿Pero ha oído usted hablar de los
  Pinkerton?


  —He leído algunas cosas de gente que se llamaban así.


  —Bien, yo puedo asegurarle que si esa gente le siguen a uno, no hay
  escapatoria. No es un plan del gobierno que puede tener mejores o
  peores resultados. Es una decisión absolutamente firme de una empresa
  que busca unos resultados, y no ceja hasta conseguirlos de la forma que
  sea. Si hay un Pinkerton que se ha metido a fondo en este asunto,
  estamos todos destruidos.


  —Tenemos que matarle.


  —¡ Ah! Es lo primero que se le ocurrió, ¿no? Igual va a suceder en la
  Logia. ¿No le dije que esto acabaría en asesinato?


  —¿Pero qué es el asesinato? ¿No es algo muy corriente por aquí?


  —Exactamente, pero yo no quiero señalar a quién hay que asesinar. Nunca
  me quitaría el remordimiento de encima. Sin embargo, pueden estar en
  juego nuestros pescuezos. En nombre de Dios, ¿qué tengo que hacer?
  —Andaba de un lado para otro, la indecisión era para él una agonía.


  Pero sus palabras habían impresionado profundamente a McMurdo. Era
  fácil ver que compartía la opinión del otro en cuanto al peligro y la
  necesidad de hacerle frente. Cogió a Morris del hombro y le sacudió con
  decisión.


  —Mire, hombre —exclamó con palabras que casi eran gritos exaltados—, si
  se queda ahí sentado lamentándose como una viuda en el velatorio, no va
  a conseguir nada. Vamos a ver los hechos. ¿Quién es ese tipo? ¿Dónde se
  encuentra? ¿Cómo se enteró usted? ¿Por qué vino a verme a mí?


  —Vine a verle porque es el único que puede aconsejarme. Le dije que
  antes de venir aquí yo tenía una tienda en el Este. Dejé allí buenos
  amigos, y uno de ellos trabaja en telégrafos. Aquí tengo una carta suya
  que recibí ayer. Es ese trozo de la parte de arriba de la página. Puede
  leer usted mismo.


  Esto fue lo que McMurdo leyó:


  «¿Qué tal les va a los Scowrers en vuestra zona? Los periódicos hablan
  mucho de ellos. Entre nosotros, espero tener noticias tuyas pronto.
  Cinco grandes empresas y los dos ferrocarriles han decidido acabar con
  el asunto. Se han empeñado en ello, y puedes apostar a que lo
  conseguirán. Ya lo tienen muy preparado. Siguiendo sus órdenes,
  Pinkerton se ha ocupado del caso, y tiene en la labor a su mejor
  hombre, Birdy Edwards. Hay que cortar eso inmediatamente.»


  —Ahora lea la postdata.


  «Naturalmente, lo que te he contado es lo que he podido saber en el
  trabajo, o sea que no hay más. Son mensajes con una cifra muy rara que
  los manejas cada día en la oficina sin poder saber qué significan.»


  McMurdo permaneció sentado en silencio con la carta en las manos,
  inmóvil. En un momento, se había desvanecido la niebla, y se encontraba
  con el abismo delante.


  —¿Sabe esto alguno más? —preguntó.


  —No se lo he dicho a nadie.


  —Pero ese hombre, su amigo, ¿tiene algún otro conocido al que pueda
  escribirle?


  —Yo diría que conoce a uno o dos más.


  —¿De la Logia?


  —Probablemente.


  —Se lo pregunto porque es muy posible que haya dado alguna descripción
  de ese sujeto, de Birdy Edwards. Y eso nos permitiría seguirle la
  pista.


  —Pues es posible. Pero no creo que lo sepa. Me dice que se ha enterado
  por el oficio. Por tanto, ¿cómo va a conocer a ese Pinkerton?


  McMurdo tuvo un exabrupto.


  —¡Demonios! —exclamó—. Ya le tengo. ¡Qué burro fui al no darme cuenta!
  ¡Dios, menos mal! Le vamos a pillar antes de que pueda hacer ningún
  daño. Mire usted, Morris, ¿por qué no deja este asunto en mis manos?


  —Con mucho gusto, si me lo quita de las mías.


  —Se lo quito. Usted manténgase tranquilamente al margen y déjeme hacer
  a mí. No necesito ni mencionarle a usted. Me encargo yo, como si la
  carta la hubiese recibido yo. ¿Contento?


  —Es lo que iba a pedirle.


  —Entonces dejémoslo así y pico cerrado. Ahora iré a la Logia, y le juro
  que el viejo Pinkerton pronto tendrá de qué lamentarse.


  —¿No van a matar a ese hombre?


  —Amigo Morris, cuanto menos sepa usted, más tranquila tendrá la
  conciencia y mejor va a dormir. No haga preguntas, y deje que las cosas
  se arreglen solas. Este asunto queda en mis manos.


  Morris se despidió abatido, meneando la cabeza.


  —Siento que tengo las manos manchadas con la sangre de ese tipo —gruñó.


  —La defensa propia no es ningún asesinato, ¿sabe? —dijo McMurdo
  sonriendo con malicia—. O él, o nosotros. Si a ese hombre le dejásemos
  actuar un tiempo en el Valle, sin duda acabaría con todos nosotros.
  Vamos, hermano Morris, que todavía tendremos que elegirle a usted
  maestro por salvar a la Logia.


  Las acciones de McMurdo revelaban a las claras que se tomaba el asunto
  de esa infiltración mucho más en serio que lo que dejaban entrever sus
  palabras. Fuese por mala conciencia, por la fama de la organización de
  Pinkerton, por saber que grandes empresas se habían decidido a
  exterminar a los Scowrers, o por la razón que fuese, actuaba como quien
  se prepara para lo peor. Antes de salir de casa destruyó todo papel que
  le pudiese comprometer. Luego suspiró profundamente aliviado, pues le
  pareció que estaba a salvo; y sin embargo, todavía debía sentirse
  amenazado, pues de camino para la Logia pasó por casa del viejo
  Shafter. Tenía prohibida la entrada, pero cuando repicó en los
  cristales de cierta ventana, Ettie salió a verle. La malicia juguetona
  irlandesa había desaparecido de sus ojos de enamorada. En su tenso
  rostro se revelaba la conciencia de peligro.


  —¡Ha ocurrido algo! —exclamó—. ¡Oh, Jack, estás en peligro!


  —No pasa nada importante, corazón. Pero convendría tomar medidas antes
  de que las cosas se pongan peor.


  —¿Tomar medidas?


  —En cierta ocasión te prometí que algún día me iría. Creo que está
  llegando el momento. Esta noche he tenido ciertas noticias... malas. Y
  veo que va a haber problemas.


  —¿La policía?


  —Un Pinkerton. Pero bueno, claro, tú no debes saber qué es eso, prenda,
  ni qué significa para la gente como yo. Estoy demasiado metido en este
  asunto, y es posible que tenga que volar rápidamente. Dijiste que si yo
  me iba irías conmigo.


  —¡Oh, Jack! Sería tu salvación.


  —En algunas cosas soy un hombre honrado, Ettie. Por nada del mundo le
  haría yo daño ni a un solo pelo de tu encantadora cabecita, ni te
  rebajaría ni un centímetro del trono de oro situado sobre las nubes
  donde siempre te veo. ¿Puedes confiar en mí?


  Ella puso la mano en la de él sin decir palabra.


  —Bien, entonces escucha lo que te digo y hazlo, porque es la única
  salida que nos queda. En este valle van a ocurrir muchas cosas. Mi
  cuerpo lo presiente. Para muchos de nosotros será el sálvese quien
  pueda. Y es mi caso. Si yo me voy, sea de día o de noche, ¡tienes que
  venir conmigo!


  —Te seguiré, Jack.


  —No, no; tienes que venir conmigo. Si este valle queda cerrado para mí
  y no puedo volver nunca, ¿cómo iba a dejarte aquí, si puede que yo ande
  escondido de la policía sin poder hacerte llegar ni un mensaje? Tienes
  que venir cuando me vaya. Conozco a una buena mujer del sitio de donde
  vine, y te dejaré con ella hasta que nos podamos casar. ¿Vendrás?


  —Sí, Jack, iré.


  —Que Dios te bendiga por confiar en mí. Si yo abusase lo más mínimo de
  esa confianza sería el diablo más maligno del infierno. Ahora presta
  atención, Ettie. Te haré llegar una sola palabra, y cuando la recibas
  tienes que dejar todo lo que tengas entre manos e ir enseguida a la
  sala de espera de la estación a aguardar hasta que yo te recoja.


  —Sea de día o de noche, cuando me llegue esa palabra iré, Jack.


  Algo más tranquilo al haber iniciado los preparativos para su propia
  fuga, McMurdo se dirigió a la Logia. Se encontraba ya reunida, y sólo
  gracias a complicadas señas y contraseñas pudo cruzar la guardia
  exterior y la interior que preservaban herméticamente la asamblea. Al
  entrar fue acogido por un murmullo de alegría y bienvenida. La larga
  habitación estaba hasta los topes, y entre la humareda de tabaco pudo
  distinguir la enmarañada melena negra del maestro, las facciones
  crueles y hoscas de Baldwin, la cara de buitre de Harraway, el
  secretario, y otra serie de dirigentes de la Logia. Se alegró de que
  estuviesen todos allí para poder deliberar sobre las noticias que
  traía.


  —¡Hombre, hermano, nos alegramos realmente de verte! —exclamó el
  presidente—. Tenemos un caso aquí que sólo un Salomón(en referencia al
  Rey Salomón y su sabiduría) puede solucionar.


  —Se trata de Lander y Egan —le explicó el vecino al sentarse—. Los dos
  pretenden que se les dé la parte principal del dinero adjudicado por la
  Logia por la muerte a tiros del anciano Crabbe en Stulestown, ¿y cómo
  se puede saber quién le dio?


  McMurdo se puso en pie y levantó la mano. La expresión de su rostro
  dejó helado al auditorio. Hubo un inquieto murmullo de expectación.


  —Venerable Maestro —dijo con voz solemne—. Planteo una moción de
  urgencia.


  —El hermano McMurdo plantea urgencia —dijo McGinty—. Según las normas
  de la Logia, tiene preferencia. Hermano, te escuchamos.


  McMurdo se sacó la carta del bolsillo.


  —Venerable Maestro, venerables hermanos —dijo—, traigo malas noticias,
  pero es mejor conocer el peligro y discutirlo a que nos caiga
  inesperadamente un golpe que nos destruya a todos. Tengo información de
  que las organizaciones más potentes y ricas de este Estado se han
  coaligado para destruirnos, y que en este mismo momento hay un agente
  de Pinkerton, un tal Birdy Edwards, que está trabajando en el Valle,
  recogiendo pruebas para poner una soga al cuello a muchos de nosotros,
  y mandar a todos los aquí reunidos a una celda por criminales. He
  pedido la urgencia para discutir esta situación.


  Se produjo un silencio de muerte. Lo interrumpió el presidente.


  —¿Qué pruebas tienes, hermano McMurdo? —preguntó.


  —Ésta carta que ha caído en mis manos —dijo McMurdo. Leyó el trozo en
  voz alta—. Por una cuestión de honor no puedo daros más detalles sobre
  esta carta, ni ponerla en vuestras manos, pero os aseguro que no hay en
  ella nada más que pueda afectar a los intereses de la Logia. Os he
  planteado el caso tal como lo he conocido.


  —Señor Presidente —dijo uno de los veteranos—, permítaseme decir que he
  oído hablar de ese Birdy Edwards, y que tiene fama de ser el mejor de
  la agencia de Pinkerton.


  —¿Le conoce alguien de vista? —preguntó McGinty.


  —Sí —dijo McMurdo—. Yo.


  Hubo en la sala un murmullo de asombro.


  —Y creo que le tenemos en la palma de la mano —continuó con una sonrisa
  exultante en el rostro—. Si actuamos rápidamente y bien, podemos atajar
  esto de inmediato. Si cuento con vuestra confianza y vuestra ayuda, no
  hay mucho que temer.


  —¿Y qué íbamos a temer? ¿Qué puede saber de nuestros asuntos?


  —Consejero, esto podría decirlo si todos fuesen tan firmes como usted.
  Pero ese hombre está respaldado por todos los millones de los
  capitalistas. ¿Piensa que no hay en todas nuestras logias ningún
  hermano débil que pueda ser comprado? Conseguirá nuestros secretos, eso
  si no los ha conseguido ya. Sólo hay un remedio seguro.


  —Que nunca salga del valle —dijo Baldwin.


  McMurdo asintió.


  —Eso, hermano Baldwin —dijo—. Usted y yo hemos tenido nuestras
  diferencias, pero esta noche habéis dado en el clavo.


  —¿Dónde está, entonces? ¿Cómo podemos conocerle?


  —Venerable Maestro —dijo McMurdo con decisión—, yo os plantearía que
  este asunto es demasiado vital como para discutirlo en el pleno de la
  Logia. Que Dios no permita que yo ponga en duda a ninguno de los aquí
  presentes, pero si llega a oídos de ese hombre aunque sea un pequeño
  rumor, ya no tendríamos ninguna posibilidad de pillarle. Yo pediría a
  la Logia que elija un comité de confianza, Señor Presidente: Usted
  mismo, si se me permite hacer sugerencias, el hermano Baldwin, y cinco
  más. Entonces os podría hablar libremente de lo que sé y de lo que
  pienso que hay que hacer.


  La propuesta fue adoptada de inmediato, y se eligió el comité. Además
  del Presidente y de Baldwin, estaban el secretario de cara de buitre,
  Harraway; Tigre Cormac, el brutal y joven asesino; Cárter, el tesorero;
  y los hermanos Willaby, que eran hombres desesperados y sin miedo,
  dispuestos a todo.


  La fiesta habitual de la Logia fue breve y mustia, porque negros
  nubarrones embargaban el ánimo de la gente, y muchos de los presentes
  empezaban a vislumbrar por primera vez en su vida la tormenta de la Ley
  vengadora en aquel cielo sereno bajo el que habían morado tanto tiempo.
  Los horrores con que castigaban a los demás habían venido a ser parte
  integrante de la rutina de sus vidas hasta tal punto que la idea de
  recibir su merecido era para ellos completamente remota, y al verla de
  cerca les resultaba increíble. Se levantaron pronto, dejando a los
  dirigentes que deliberasen.


  —Adelante, McMurdo —dijo McGinty cuando se quedaron solos. Los siete
  hombres estaban helados.


  —Os acabo de decir que conocía a Birdy Edwards —explicó McMurdo—. No es
  preciso decir que no se encuentra aquí con ese nombre. Apostaría a que
  es valiente, pero no loco. Se camufla tras el nombre de Steve Wilson, y
  se aloja en Hobsonʼs Patch.


  —¿Cómo lo sabes?


  —Porque hablé con él. En su momento, no hice caso, ni habría vuelto a
  pensar en él, de no ser por esta carta, pero ahora estoy seguro de que
  es él. Me lo encontré en el tren el miércoles... toda una casualidad.
  Dijo que era periodista, y en aquel momento le creí. Quería saber todo
  lo posible sobre los Scowrers y lo que él llamaba «los atentados», para
  el New York Press. Me preguntó todo tipo de cosas para tener algo que
  decir en el periódico. Podéis imaginar que no solté prenda. «Estoy
  dispuesto a pagar, y pagaría bien —dijo—, si puedo conseguir material
  que le interese al director.» Yo le conté lo que me imaginé le podía
  gustar más, y me entregó un billete de veinte dólares por la
  información. «Puedes ganar diez veces más si me averiguas todo lo que
  necesito», dijo.


  —¿Qué le contaste?


  —Lo que se me ocurrió.


  —¿Pero cómo sabes que no era un periodista?


  —Ahora voy. Bajó en Hobsonʼs Patch, y yo también. Resultó que fui a la
  oficina de telégrafos, y le encontré que salía.


  —«Fíjese usted», dijo el operador cuando salió, «creo que para cosas
  así tendrían que cobrarles tarifa doble». «Sin duda», respondí. Había
  llenado el impreso de un galimatías que se entendía como si fuese
  chino. «Y cada día manda una hoja como ésta», dijo el empleado. «Sí»,
  dije; «son noticias especiales para su periódico, y tiene miedo de que
  se las pisen otros». Eso era lo que pensaba el operador, y lo que pensé
  yo entonces, pero ahora no lo veo igual.


  —¡Diablos! Creo que tienes razón —dijo McGinty—. ¿Pero qué piensas que
  tenemos que hacer?


  —¿Por qué no vamos ahora mismo y le dejamos seco? —sugirió alguno.


  —Eso, cuanto antes mejor.


  —Yo saldría ahora mismo si supiese dónde le podemos encontrar —dijo
  McMurdo—. Está en Hobsonʼs Patch, pero no conozco la casa. Sin embargo,
  se me ha ocurrido un plan, y quiero proponéroslo.


  —¿De qué se trata?


  —Yo voy mañana por la mañana a Patch. Le localizo a través del
  operador. Me imagino que él sabrá dónde para. Bien, entonces le digo
  que yo mismo soy un Hombre Libre. Le ofrezco todos los secretos de la
  Logia por un precio determinado. Apuesto a que se lanza sobre la presa.
  Le digo que tengo todos los papeles en mi casa, y que me jugaría la
  vida si le recibo cuando haya gente por allí. Tendrá que reconocer que
  es elemental. Por tanto, que venga a las diez de la noche, y le
  mostraré todo. Yo creo que es un buen cebo.


  —¿Y entonces?


  —El resto lo podéis planear vosotros mismos. La casa de la viuda
  MacNamara es muy solitaria. La mujer es leal, y sorda como una tapia.
  Allí sólo paramos Scanlan y yo. Si consigo que el elemento se
  comprometa a subir —y eso os lo haría saber— entonces podríais veniros
  todos a las nueve en punto. Le recibimos allí. Y si consigue salir
  vivo... pues entonces podrá hablar toda su vida de la suerte de Birdy
  Edwards.


  —O mucho me equivoco o habrá una baja en las filas de los Pinkerton
  —dijo McGinty—. Quedemos así, McMurdo. Mañana a las nueve estamos en tu
  casa. Una vez cierres la puerta tras él, lo demás corre de nuestra
  cuenta.


  - 14 -
  LA CAZA DE BIRDY EDWARDS



  Tal como había dicho McMurdo, la casa en que vivía era solitaria y
  resultaba muy adecuada para un crimen como el que habían planeado. Se
  encontraba en el extremo mismo del pueblo, y bastante apartada del
  camino. En cualquier otro caso los conspiradores se habrían limitado a
  citar al elemento, como muchas veces habían hecho, y vaciar los
  cargadores cuando llegase; pero en esta ocasión era necesario averiguar
  cuánto sabía, cómo lo había averiguado, y qué información había pasado
  a su empresa. Era posible que ya llegasen tarde, y la faena estuviese
  hecha. En tal caso, por lo menos podrían vengarse del hombre que lo
  había hecho. Pero esperaban que todavía no hubiese llegado a
  conocimiento del detective nada de gran importancia, pues de otro modo,
  pensaban, no se habría molestado en escribir y recompensar una
  información tan trivial como la que McMurdo decía haberle dado. Sin
  embargo, todo esto lo sabrían de sus propios labios. Una vez le
  tuviesen, encontrarían la forma de hacerle cantar. No era la primera
  vez que tenían que habérselas con un testigo reticente.


  McMurdo fue a Hobsonʼs Patch como habían convenido. La policía parecía
  interesarse particularmente por él aquella mañana, y el capitán Marvin
  —que se las daba de ser viejo conocido suyo en Chicago— llegó a
  dirigirse a él cuando aguardaba en la estación. McMurdo se apartó
  negándose a hablar con él. A primeras horas de la tarde había regresado
  de su misión, y vio a McGinty en la Casa del Sindicato.


  —Viene —dijo.


  —¡Bien! —dijo McGinty. El gigante estaba en mangas de camisa, con el
  amplio pecho del chaleco repleto de cadenas y medallas rutilantes, y un
  diamante centelleante bajo el borde de la exuberante barba. El bar y la
  política habían hecho al jefe muy rico y poderoso. O sea que esa fugaz
  visión de la cárcel o la horca que se había aparecido la noche anterior
  le resultaba tanto más terrible.


  —¿Crees que sabe mucho? —preguntó con ansia.


  McMurdo meneó la cabeza sombrío.


  —Lleva cierto tiempo aquí... por lo menos seis semanas. Y no creo que
  se haya venido para conocer el panorama. Si lleva todo ese tiempo
  trabajando entre nosotros con el respaldo del dinero de los
  ferrocarriles, hay que suponer que ha conseguido algunos resultados, y
  ha informado.


  —En la Logia no hay ni un solo hombre débil —exclamó McGinty—. Todos y
  cada uno son como el acero. Y sin embargo, por Dios, ahí tenemos a esa
  rata de Morris. ¿Qué hacemos con él? Si hay alguno que pueda
  traicionarnos, es él. Creo que voy a mandar a un par de hombres que se
  den una vuelta por su casa antes de la noche, le peguen una paliza y
  vean qué pueden sonsacarle.


  —Con eso no perderíamos nada —respondió McMurdo—. No voy a negar que
  siento cierta simpatía por Morris y me apenaría ver que le ocurre algo
  malo. Me ha hablado una vez o dos sobre cosas de la Logia, y aunque es
  posible que no las vea lo mismo que usted o yo podemos verlas, nunca
  pensé que fuese un tipo de los que se van del pico. De todos modos, no
  voy a interponerme.


  —A ese viejo diablo le voy a pillar —dijo McGinty con un juramento—.
  Llevo un año sin sacarle ojo de encima.


  —Bien, usted sabrá mejor lo que conviene hacer —respondió McMurdo—.
  Pero lo que piense hacer, hágalo mañana, porque no interesa armar ruido
  hasta que resolvamos el caso del Pinkerton. Hoy es el día que menos nos
  interesa alertar a la policía.


  —Tienes toda la razón —dijo McGinty—. Y el propio Birdy Edwards nos
  podrá contar de dónde sacó su información, aunque para ello tengamos
  que arrancarle la piel a tiras. ¿Se puede oler la trampa?


  McMurdo se rió.


  —Apostaría a que le enganché por su punto flaco —dijo—. Si puede
  conseguir una buena pista de los Scowrers está dispuesto a seguirla
  hasta el fin. Le cogí el dinero —McMurdo sonrió y sacó un legajo de
  billetes de dólar—, y otro tanto cuando haya visto todos mis papeles.


  —¿Qué papeles?


  —No hay papeles. Pero le he embaucado contándole de constituciones y
  libros de normas y formas de adhesión. Espera conseguir una información
  completa antes de irse.


  —Sin duda es él —dijo McGinty, sombrío—. ¿No te preguntó por qué no le
  llevabas tú los papeles?


  —¡Como si yo pudiese ir por ahí con eso! Si soy un tipo sospechoso, y
  esta misma mañana el capitán Marvin vino a buscarme a la estación.


  —¡Ay, eso ya me lo han contado! —dijo McGinty—. Me temo que la carga de
  este asunto va a caer sobre ti. Cuando acabemos con él le podemos tirar
  al fondo de un pozo abandonado, pero hagamos lo que hagamos no podemos
  tapar que ese hombre vivía en Hobsonʼs Patch y que tú estuviste hoy
  allí.


  McMurdo se encogió de hombros.


  —Si nos lo hacemos bien; nunca podrán demostrar que hubo asesinato
  —dijo—. Nadie podrá ver que viene a casa una vez haya oscurecido, y yo
  juraría que nadie le verá salir. Ahora, vamos a ver, Consejero. Le voy
  a explicar mi plan, y le pediré que se encargue de que los demás lo
  sigan. Ustedes llegan puntuales. Muy bien. Él viene a las diez. Tiene
  que llamar tres veces, y entonces yo le abro la puerta. Me pongo detrás
  de él y cierro. Entonces ya es nuestro.


  —Todo muy fácil y sencillo.


  —Sí, pero hay que calcular muy bien el paso siguiente. Es un caso que
  se las trae. Va fuertemente armado. Le he engatusado bien, pero aun así
  es posible que esté en guardia. Supongamos que yo le meto de improviso
  en una habitación donde hay siete hombres, siendo así que esperaba
  encontrarme solo. Habría tiros, y alguno saldría herido.


  —Cierto.


  —Y con el ruido atraeríamos hasta el último maldito madero que esté por
  el pueblo.


  —Creo que llevas razón.


  —Yo lo montaría de esta forma. Ustedes están todos en la habitación
  grande —la misma que vio usted cuando estuvimos charlando—. Yo le abro
  la puerta, le introduzco en la salita que hay junto a la puerta, y le
  dejo allí para ir a buscar los papeles. Esto me dará ocasión para
  decirles cómo van las cosas. Luego vuelvo a donde él con algunos
  papeles falsos. Cuando esté leyéndolos, me abalanzo sobre él y le cojo
  la pistola. Ustedes oyen que llamo, y vienen corriendo. Cuanto más
  rápido mejor, porque es tan fuerte como yo, y puede ser demasiado para
  mí solo. Pero creo que le puedo aguantar hasta que vengan.


  —Es muy buen plan —dijo McGinty—. La Logia tendrá una gran deuda
  contigo después de esto. Apostaría a que acierto quién va a sucederme
  cuando yo deje la presidencia.


  —Pero Consejero, si sólo soy un recluta —dijo McMurdo, pero su rostro
  denotaba que el cumplido del gran hombre no le había dejado
  indiferente.


  De vuelta a casa, hizo los preparativos para la terrible noche que le
  aguardaba. En primer lugar limpió, engrasó y cargó el Smith and Wesson.
  Luego pasó revista a la habitación en que tenían que atrapar al
  detective. Era una sala amplia, con una mesa de pino alargada en el
  centro y una gran estufa en el extremo. A ambos lados había ventanas.
  No tenían postigos... sólo unas leves cortinas corridas. McMurdo las
  examinó atentamente. Sin duda, tuvo la impresión de que era una
  habitación demasiado a la vista para un asunto tan secreto. Pero no
  tenía importancia, porque el camino quedaba muy lejos. Finalmente,
  trató el caso con su compañero de pensión. Scanlan, aunque era un
  Scowrer, era un hombrecillo inofensivo, demasiado débil para
  enfrentarse a la opinión de los compañeros, pero interiormente
  horrorizado por las hazañas sangrientas en que a veces se había visto
  obligado a participar. McMurdo le dijo en dos palabras lo que había.


  —En tu caso, Mike Scanlan, yo pasaría la noche fuera, lejos de todo
  esto. Aquí correrá la sangre antes de que amanezca.


  —Bien, en tal caso, Mac —respondió Scanlan—, a mí lo que me falta no es
  la voluntad sino el carácter. Cuando vi caer al director Dunn en la
  mina de allá abajo, aquello fue demasiado para mí. No estoy hecho para
  esto, no soy como tú o McGinty. Si la Logia no ha de verlo mal,
  seguiría tu consejo y os dejaría.


  Los compañeros llegaron a la hora convenida. Tenían aspecto de
  respetables ciudadanos, bien vestidos y limpios, pero un buen conocedor
  de caras habría pensado que pocas esperanzas había para Birdy Edwards
  en aquellas bocas duras y aquellos ojos despiadados. No había en toda
  la estancia un solo hombre cuyas manos no se hubiesen teñido de rojo
  decenas de veces. Eran tan insensibles a la muerte humana como el
  carnicero a la del ganado. Sin lugar a dudas, el formidable Jefe
  destacaba entre todos, tanto por el aspecto como por la culpa.
  Harraway, el secretario, era un hombre flaco y acre, de cuello largo y
  huesudo y extremidades nerviosas que se movían a espasmos. Un hombre de
  incorruptible fidelidad en cuanto a las finanzas de la Orden y que no
  conocía más allá de eso noción alguna de justicia ni honradez. El
  tesorero, Cárter, era hombre de media edad, expresión impasible, más
  bien sombría, y una tez amarillenta y apergaminada. Era un organizador
  muy dotado, y los detalles concretos de casi todos los atentados habían
  salido de su incansable cerebro. Los dos Willaby eran hombres de
  acción, jóvenes altos y ágiles, de rostro decidido, en tanto que su
  compañero el Tigre Cormac era un joven pesado y moreno, temido incluso
  por sus camaradas por la ferocidad de su temperamento. Esos eran los
  hombres reunidos aquella noche bajo el techo de McMurdo para matar al
  agente de Pinkerton.


  El anfitrión había puesto whisky en la mesa, y se apresuraron a
  regalarse con él como recompensa por el trabajo que les esperaba.
  Baldwin y Cormac estaban ya medio borrachos, y el licor les había
  privado de toda su ferocidad. Cormac puso las manos en la estufa un
  instante... estaba encendida, porque las noches de primavera eran
  todavía frías.


  —Va a ser útil —dijo, con un juramento.


  —¡Ahí! —dijo Baldwin al captar el sentido de la frase—. Si le tendemos
  ahí le sacaremos todo lo que sepa.


  —Le vamos a sacar todo, no tengas miedo —dijo McMurdo. Aquel hombre
  tenía nervios de acero, porque aunque todo el peso del asunto cargaba
  sobre él, su comportamiento era tan frío y despreocupado como siempre.
  Los demás se daban cuenta y lo aplaudían.


  —Eres el tipo ideal para pillarle —dijo el Jefe satisfecho—. No hay que
  dar señales de vida mientras tú no le hayas echado mano al cuello. Es
  una lástima que las ventanas no tengan postigos.


  McMurdo las recorrió para colocar lo mejor posible las cortinas.


  —Nadie puede vernos. Y ya va a ser la hora.


  —Tal vez no venga. Es posible que se haya olido el peligro —dijo el
  secretario.


  —Vendrá, no temáis —respondió McMurdo—. Está tan ansioso por venir como
  vosotros de verle. ¡Alerta!


  Permanecieron todos sentados como figuras de cera, algunos de ellos con
  los vasos paralizados a mitad del trayecto hacia los labios. Habían
  sonado en la puerta tres recios golpes.


  —¡Chssst!


  McMurdo levantó la mano indicando precaución. En todos los rostros
  aparecieron miradas exultantes, y todas las manos buscaron el revólver.


  —¡Ni un solo ruido, por vuestras vidas! —susurró McMurdo antes de salir
  de la habitación cerrando cuidadosamente la puerta.


  Los asesinos aguardaron con el oído alerta. Contaron los pasos del
  camarada en el pasillo. Luego oyeron que abría la puerta de la calle.
  Unas pocas palabras de saludo. Luego detectaron unos pasos de forastero
  y una voz que no les era familiar. Un instante más tarde se cerró la
  puerta y la llave dio vuelta en la cerradura. La presa estaba bien
  atrapada. El Tigre Cormac se reía terriblemente, y el jefe McGinty le
  puso la manaza encima de la boca.


  —¡Estate quieto, loco! —susurró—. Vas echarlo todo a perder.


  De la habitación vecina llegaba un murmullo de conversación. Parecía
  interminable. Luego se abrió la puerta y apareció McMurdo con el dedo
  encima de los labios.


  Fue hasta el extremo de la mesa y les miró a uno tras otro. Había
  experimentado un cambio sutil. Su pose era la de quien anda muy
  ocupado. El rostro tenía firmeza de granito. Tras las gafas, se veía el
  brillo de una mirada tremendamente excitada. Se había convertido
  claramente en un dirigente de hombres. Le miraron todos con interés y
  atención, pero él no dijo nada. Les seguía observando uno a uno con
  aquella mirada singular.


  —Y bien —exclamó al cabo el jefe McGinty—, ¿está aquí? ¿Tenemos a Birdy
  Edwards aquí?


  —Sí —respondió lentamente McMurdo—. Birdy Edwards está aquí. ¡Birdy
  Edwards soy yo!


  Durante diez segundos tras aquellas escuetas palabras la habitación
  parecía vacía por la profundidad del silencio. El silbido de una tetera
  situada sobre la estufa martilleaba estridente los oídos. Siete rostros
  blancos, todos vueltos hacia aquel hombre que les dominaba, estaban
  inmóviles y aterrorizados. Luego, con un súbito estrépito de cristales
  rotos, brillaron en todas las ventanas los destellos de cañones de
  rifle, mientras las cortinas saltaban arrancadas de sus soportes. Al
  verlo, el jefe McGinty lanzó el rugido de un oso herido y se lanzó
  hacia la puerta entreabierta. Le salió al paso un revólver a la altura
  de los ojos, y tras la mirilla brillaban los ojos azules y serenos del
  capitán Marvin, de la Policía del Carbón y el Hierro. El jefe
  retrocedió y se derrumbó de nuevo en el sillón.


  —Ahí está usted más seguro, Consejero —dijo el hombre al que habían
  conocido como McMurdo—. Y tú, Baldwin, como no quites la mano del arma,
  el verdugo puede perderse una pieza. Quita la mano de ahí, o, por el
  Dios que me hizo... Así, ahí está mejor. Esta casa está rodeada por
  cuarenta hombres armados, o sea que vosotros mismos podéis imaginaros
  las posibilidades de escapar que hay. ¡Desármales, Marvin!


  Bajo la amenaza de aquellos rifles, no había resistencia posible. Les
  desarmaron. Quedaron allí en torno a la mesa sombríos, atontados,
  asombrados.


  —Quería deciros cuatro cosas antes de separarnos —dijo el hombre que
  les había atrapado—. Creo que es posible que no volvamos a encontrarnos
  hasta que me veáis en el estrado de la audiencia. Os voy a dar algo en
  que reflexionar entretanto. Ahora sabéis quién soy. Al fin puedo poner
  mis cartas sobre la mesa. Soy Birdy Edwards, de los Pinkerton. Me
  eligieron para acabar con vuestra banda. Tuve que jugar un juego muy
  duro y peligroso. Ni una sola persona, absolutamente nadie, ni siquiera
  los seres más próximos y queridos sabían cuál era mi papel aquí. Sólo
  lo sabían el capitán Marvin, aquí presente, y mis empresarios. Pero
  ahora, gracias a Dios, se acabó, y yo he ganado.


  Los siete rostros lívidos y rígidos le miraron. En sus ojos latía un
  odio inextinguible. Él leyó la temible amenaza.


  —Tal vez creáis que la partida no ha terminado aún. Bueno, es un
  riesgo. De todos modos, algunos de vosotros no tendréis ocasión de
  jugar ninguna otra ronda, y además de vosotros, hay otros sesenta que
  darán esta noche con sus huesos en la cárcel. Tengo que deciros que
  cuando me encomendaron esta misión, yo no creía de ningún modo que
  existiese una sociedad como la vuestra. Creí que eran cuentos, y que
  podría demostrarlo. Me dijeron que guardaba relación con los Hombres
  Libres, de modo que me fui a Chicago y entré en la sociedad. Entonces
  me convencí más que nunca de que eran cuentos, pues no encontré nada
  malo en la asociación, sino todo lo contrario. Pero tenía que cumplir
  el encargo, y me vine a las cuencas mineras. Al llegar aquí descubrí
  que estaba equivocado, y que no había ni pizca de novela en lo que me
  habían contado. Por tanto, me puse a indagar. Yo nunca maté a nadie en
  Chicago. Y en mi vida he falsificado un dólar. Los que os entregué eran
  tan buenos como los demás, pero nunca gasté dinero más útilmente. Sabía
  cómo ganar vuestra confianza, y por eso fingí ser un perseguido por la
  justicia. Todo funcionó como había previsto.


  »Así que me metí en vuestra Logia infernal y tomé parte en vuestras
  asambleas. Tal vez dirán que era tan malo como vosotros. Que digan lo
  que quieran, el caso es que os engañé. Pero ¿cuál es la realidad? La
  noche que me incorporé a vosotros, apaleasteis al anciano Stanger. No
  pude avisarle porque no me dio tiempo, pero detuve tu mano en el
  momento en que ibas a matarle, Baldwin. Siempre que he propuesto planes
  para mantener mi prestigio entre vosotros, eran planes que sabía que
  podría abortar. No pude salvar a Dunn y a Menzies porque no sabía
  bastante, pero me ocuparé de que cuelguen a sus asesinos. Avisé a
  Chester Wilcox, y por eso cuando volé su casa él y su gente se habían
  refugiado en otra parte. Hubo muchos crímenes que no pude evitar, pero
  si miráis atrás y reflexionáis veréis que muchas veces el hombre al que
  aguardabais fue a casa pasando por otro camino, o estaba en la ciudad
  cuando fuisteis a por él, o se quedó en casa cuando esperabais que
  saliese. Eso es obra mía.


  —¡Condenado traidor! —jadeó McGinty con los dientes apretados.


  —Ay, John McGinty, llámame así si eso te calma la rabia. Tú y los de tu
  ralea habéis sido en esta zona los enemigos de Dios y del hombre. Se
  necesitaba ser muy valiente para interponerse entre vosotros y los
  pobres diablos a los que teníais bajo vuestro dominio. Sólo había una
  forma de hacerlo, y yo lo hice. Me llamáis «traidor», pero juraría que
  hay muchos miles que me van a llamar «liberador» que bajó al infierno
  para salvarles. He estado tres meses. No pasaría otros tres meses como
  éstos ni aunque me diesen toda la Tesorería de Washington. Tuve que
  aguantar hasta que lo tuve todo en la mano, a todos los hombres y todos
  los secretos, todo en esta mano. Hubiera aguardado un poco más de no
  haber llegado a mi conocimiento que se estaba desvelando mi secreto.
  Había llegado al pueblo una carta que podía poneros a todos sobre
  aviso. Tuve que actuar, y rápido. No tengo más que deciros, sólo que
  cuando llegue mi hora moriré más tranquilo al pensar en el trabajo que
  he hecho en este valle. Ahora, Marvin, no le voy a hacer esperar más.
  Arréstelos y acabe con esto.


  No hay mucho más que contar. Scanlan había recibido una misiva lacrada
  para que la dejase a la atención de la señorita Ettie Shafter... misión
  que él aceptó guiñando el ojo y sonriendo con aire de complicidad. A
  primeras horas de la mañana una hermosa mujer y un hombre muy tapado
  subían a un tren especial mandado por la compañía de ferrocarriles para
  realizar un viaje rápido y directo hasta fuera de aquella tierra
  peligrosa. Fue la última vez que pusieron pie en el Valle del Terror
  Ettie o su amante. Diez días más tarde se casaban en Chicago, haciendo
  de testigo el viejo Jacob Shafter.


  El juicio a los Scowrers se celebró lejos de la zona en que los
  afiliados podían haber aterrorizado a los guardianes de la ley. En vano
  lucharon. En vano corrió como el agua para intentar salvarles todo el
  dinero de la Logia —un dinero sacado del chantaje a todo un país—. La
  fría, clara y desapasionada declaración de un hombre que conocía todos
  los detalles de sus vidas, de su organización y de sus crímenes,
  permaneció inconmovible frente a todas las alegaciones de los
  defensores. Al fin, al cabo de tantos años, fueron desarticulados y
  dispersados. Los nubarrones se alejaron del valle para siempre. McGinty
  se vio destinado al patíbulo, y cuando llegó la hora se estremeció y
  sollozó. Ocho de sus más destacados seguidores compartieron idéntica
  suerte. Más de cincuenta cumplieron diversas penas de cárcel. La obra
  de Birdy Edwards fue completa.


  Y sin embargo, como él había supuesto, la partida no había terminado.
  Hubo otra ronda, y otra, y otra. Por un lado, Ted Baldwin había
  escapado de la horca; lo mismo los Willaby; y varios otros de los más
  temibles de la banda. Estuvieron diez años fuera del mundo, y llegó un
  día en que se vieron de nuevo en libertad. Un día que Edwards, que les
  conocía bien, sabía que representaría el fin de su vida tranquila. Se
  habían juramentado todos a darle muerte para vengar la de sus
  compañeros. Y no ahorraron esfuerzos para cumplir esta promesa. Tuvo
  que dejar Chicago tras dos atentados de los que se libró tan por los
  pelos que quedó convencido de que a la tercera iba la vencida. Con
  nombre supuesto se trasladó de Chicago a California, y allí su vida
  quedó un tiempo a oscuras por la muerte de Ettie Edwards. De nuevo
  estuvo a punto de que le matasen y de nuevo trabajó en un cañón
  solitario con el nombre de Douglas, amasando allí una fortuna en
  compañía de un socio inglés llamado Barker. Al cabo le avisaron de que
  los sabuesos le seguían otra vez la pista, y se fugó —en el último
  minuto— en dirección a Inglaterra. A este país llegó el John Douglas
  que por segunda vez se casó con una digna compañera y vivió cinco años
  en Sussex como notable rural, una vida que terminó con los extraños
  acontecimientos de que hemos tenido noticia.


  EPÍLOGO



  Se habían terminado las diligencias policiales, que dejaron el caso en
  manos de un alto tribunal. Y también las sesiones de éste, al cabo de
  las cuales fue absuelto por haber obrado en defensa propia.


  —Sáquele de Inglaterra a toda costa —escribió Holmes a la esposa—. Aquí
  hay fuerzas que pueden ser más peligrosas que las que le atacaron
  anteriormente. En Inglaterra no puede haber seguridad para su marido.


  Habían transcurrido dos meses desde esto, y ya habíamos olvidado el
  caso hasta cierto punto. Entonces, una mañana encontramos una curiosa
  nota que habían dejado caer en el buzón. «Ay, señor Holmes! ¡Ay de mí!»
  —decía la singular epístola. No había firma ni figuraba dirección. Yo
  me reí del pintoresco mensaje, pero Holmes mostró una extraordinaria
  seriedad.


  —¡Por todos los diablos, Watson! —observó, arrellanándose con el ceño
  fruncido.

  Aquella noche, en hora tardía, la señora Hudson, la patrona, nos trajo
  recado de que había un caballero que deseaba ver a Holmes por un asunto
  de la mayor importancia. Pisando los talones de la mensajera apareció
  señor Cecil Barker, nuestro amigo de la torre fosada. Parecía demacrado
  y gastado.


  —Tengo malas noticias..., noticias terribles, señor Holmes —dijo.


  —No sabe usted cómo me lo temía —dijo Holmes.


  —¿No habrá recibido usted ningún cable, verdad?


  —He recibido una nota de alguien que recibió el cable.


  —Se trata del pobre Douglas. Me dicen que se llama Edwards, pero para
  mí siempre será el Jack Douglas del Cañón de Benito. Le conté que
  habían salido los dos para Sudáfrica hace tres semanas, a bordo del
  Palmyra.


  —Exactamente.


  —El barco atracó anoche en Ciudad del Cabo. Esta mañana he recibido el
  siguiente cable de la señora Douglas:


  «Jack perdido cerca de Santa Helena. El huracán se lo llevó por la
  borda. Nadie sabe cómo ocurrió el accidente. — Ivy Douglas.»


  —¡Ajá! Entonces, ¿ocurrió así, eh? —dijo Holmes pensativo—. Bien, no
  cabe duda de que montaron una buena escenificación.


  —Quiere usted decir que no cree que haya sido un accidente…


  —En absoluto.


  —¿Le asesinaron?


  —Sin duda.


  —Así me parece también a mí. Esos infernales Scowrers, esa maldita
  carnada de criminales vengativos…


  —No, no, buen caballero —dijo Holmes—. Aquí ha intervenido una mano
  maestra. Nada de escopetas de cañones recortados ni miserables
  revólveres de seis tiros. A los viejos maestros se les puede distinguir
  por la firmeza de las pinceladas. Yo sé distinguir bien las de
  Moriarty. Este crimen no viene de América, es de Londres.


  —¿Pero por qué?


  —Porque lo ha hecho un hombre que no puede fallar... alguien cuya
  situación única depende del hecho de que tiene que tener éxito en todo
  lo que hace. Un gran cerebro y una enorme organización se han lanzado a
  exterminar a un hombre. Es como aplastar una nuez con un martillo... un
  derroche absurdo de energías... pero lo seguro es que la nuez queda
  aplastada con toda eficacia.


  —¿Y cómo se ha metido este hombre con él?


  —Lo único que puedo decirle es que la primera noticia que tuvimos
  nosotros del caso nos la dio uno de sus lugartenientes. Los americanos
  sabían lo que se hacían. Como tenían que hacer una labor en Inglaterra,
  buscaron como socio a este gran asesor en materia criminal, como
  hubiera podido hacer cualquier malhechor extranjero. A partir de ese
  momento, el hombre estaba perdido. Al principio se contentaron con
  utilizar la maquinaria de que disponen para encontrar a la víctima.
  Luego verían como tratar el caso. Finalmente, cuando leyeron los
  reportajes que indicaban el fracaso de su agente, entró directamente en
  acción él, con toda su maestría. Usted recuerda que yo le advertí a ese
  hombre en la Torre de Birlstone que el próximo peligro sería peor que
  el pasado. ¿Tenía razón?


  Barker se dio un puñetazo en la cabeza, lleno de rabia impotente.


  —¿Y me dice usted que tenemos que aguantar con los brazos cruzados?
  ¿Que nadie podrá con ese diabólico rey?


  —No, yo no he dicho esto —dijo Holmes, con mirada que parecía perdida
  en el futuro—. No he dicho que no se le pueda derrotar. Pero tiene que
  darme usted tiempo... ¡tiene que darme tiempo!


  Quedamos todos en silencio algunos minutos, mientras aquellos ojos
  llenos de presagios seguían esforzándose por atravesar el velo.


  FIN













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