Los pájaros dicen fofó, fo, fo
23 de agosto de 2023
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¿Y qué es el corazón de un pájaro comparado
con el corazón de un hombre?
---Oscar Wilde, «El ruiseñor y la rosa».
Considérese la vida de los pájaros. Habitantes
del mundo tras la antropocéntrica ventana.
Correteados de los niños. Cagaestatuas.
Proscritos de las leyes de urbanidad.
Equilibristas del mástil, de la rama y del
cableado citadino de electricidad y
telecomunicaciones; los humildes, aburridamente
literales, pájaros en el alambre de la lente del
recién llegado a la fotografía. Considérense
sus vidas, su brevedad, su dureza, desde que
aprenden a volar hasta que mueren: cada hora
útil, desde el alba hasta el ocaso (o viceversa
en algunos casos), de cada día, de lunes a
domingo, sin feriados, durante uno, dos, diez,
cincuenta años, o lo que sea que dure su
fatigosa, inacabable, lucha por la vida; su
búsqueda de grano, de fruta, de gusano, de
insecto y de animal, de la golosina que algún
niño deje caer en la banqueta, del cuerpo muerto
de otro. Considérese el frío en invierno, la
dolorosa sed en la canícula y la invasión, en
el verano, de la lluvia, tan estropicia para el
vuelo y los esfuerzos cotidianos contra el
hambre. Considérense sus vidas. Cada día de sus
vidas. Sopésense en la balanza idiota de
comparación humana en los índices de bienestar.
Y muramos de vergüenza.[^1]
Tampoco hay vanidad en la vida de las aves. Ni
crimen ni heroísmo. Sólo un presente continuo
hecho de necesidad y satisfacción de la
necesidad. De guerra y de cortejo. De canto. De
profunda voluntad y aceptación. Un día se nace.
Otro más, por enfermedad o por devenir alimento
de otro, se muere. Fin de la historia.
Ésa es, a grandes rasgos, la vida de los
animales. Digo pájaros solamente porque de todos
los animales salvajes, son, creo, para nuestra
especie, si no los más cercanos, sí los más
visibles, evidentes. Casi basta asomarse a la
ventana, levantar la vista o afinar el oído para
encontrar alguno.
En todo caso, incluso vistas de lejos, esas vidas
son el intimidante recordatorio de lo que cuesta
la libertad. La libertad que nos llena la boca de
aire tantas veces, pero a la que somos tan poco
aficionados.
* * *
Pienso cosas parecidas cada vez que me encuentro
con el «Fofó», un muchacho, calculo que a la
mitad de sus veinte, que deambula por mi rumbo,
entre una iglesia de mi barrio y el mercado
cercano. El mercado, casi siempre.
Se pone a veces en la parada a imitar a los
checadores del transporte, invitando a la gente a
subir al colectivo. Gesticula, señala con brazos
y manos, mientras dice «Fofó, fofó, fofó»,
que es lo mismo que dice para todo. Para señalar
las nubes o algún objeto así lejano, para
indagar por el juguete que lleva un niño, para
saludar a los transeúntes que lo ignoran. Él se
ríe igual, cualquiera que sea la respuesta o el
desplante. A veces también se sube al
transporte. Incomoda a alguna gente, pero no
molesta. Sólo es que quiere saber algo siempre.
«¿Fofó?», pregunta y uno no sabe bien qué
contestarle, excepto cuando pregunta por la hora
señalando un reloj. Tampoco puede uno imaginar
para qué le sirve al Fofó el horario.
El otro día, mi hijo me platicó que lo ha visto
en ocasiones llegar a la escuela. Y ha visto que
le encargan pequeñas tareas. Mover unos tablones
de lugar, barrer un patio, cosas así. Le dan
comida. No sé si también ahí mismo o en otros
lugares le den albergue y alimento. El caso es
que parece fuerte y no se ve nunca demasiado
sucio. La ropa sí, un poco. Pero es que siempre
es la misma, una sobre otra sudadera, ni siquiera
altera el orden de las capas.
No sé si tendrá familia. Si se llama Rodolfo,
Adolfo o algo así de donde de tanto escucharlo,
se le haya quedado como única lengua la última
sílaba en la memoria. O si tiene un lugar que
signifique casa, del que salga cada mañana y
vuelva cada noche. Y si le preguntara, ¿diría
Fofó con desamparo o con la exaltada,
inexplicable alegría que emplea tan seguido para
la gente invisible o real que lo ignora? ¿Fofó?
¿Fo? ¿Fo? ¡Fofó! ¡Fofóóóóó!
A veces, me da no sé qué pensar que el Fofó
sobrevive cada día de modo semejante a los
pájaros. Se ríe, juega[^2] y, tal vez, también
como ellos, no lo sé, haga la guerra de vez en
vez. Sólo que las aves tienen a otros, forman
parvadas, o si no, se juntan a veces, heredan su
conocimiento a sus hijos. El Fofó no. Está
solo. Es una isla que vagabundea por ahí, junto
a varios miles de ejemplares humanos. Si hay
pájaros solos, el Fofó tal vez encaje mejor en
esa especie. Ése es el costo de su libertad
particular.
Pienso en eso tras el cristal del colectivo, en
la parada, mientras lo veo hacer migas de
tortilla y arrojarlas a una tortolita en el piso
que ha captado su atención. Fo, fo, fo, dice con
suavidad, invitándola a comer.
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[^1]: Por cierto, no menos dura ni tan distinta
que la de los bípedos emplumados es la vida de
nuestra propia especie en la pobreza. Y es un
misterio cómo lo toleramos, cómo no hacemos
nada, cómo hacemos para no morir a diario de
vergüenza y de verdad, cómo no le prendemos
fuego a la lógica demente de ese mundo que nos
inventamos.
[^2]: No estoy seguro, pero creo que todas las
especies animales conocen la alegría del juego.
Incluso los pájaros. Lo descubrí en una casa
donde viví. Había ahí una escalera interior
con una cubierta inclinada de acrílico o alguna
clase de plástico, que un grupo de zanates
usaban cada amanecer como resbaladilla. Volaban
hasta la parte más alta y se dejaban resbalar
hasta caer al aire, de donde regresaban volando
varias veces. Naturalmente, el ruido infernal de
sus patitas y garras nos despertaba a diario.
«Pinches pájaros cabrones, ya empezaron»,
decíamos a veces. Pero igual era difícil no
reírse, contagiarse de esa alegría sencilla de
cinco minutos, tras los cuales volvían a sus
ocupaciones, a rascar el suelo en busca de
gusano, a robar algún resto de la comida del
perro, a buscarse la vida, pues, hasta caer por
ahí algún día y convertirse en alimento de
hormiga, como nos pasa a todos los animales,
conscientes o no.