Tacolandia
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 2019

 Hace ocho años la crisis nos dejó en la lona. Juntamos las
 cosas y nos fuimos a vivir a esa otra sucursal del purgatorio
 que la buena gente llama Tuxtla Gutiérrez. Pensamos, mi
 compañera y yo, que la casa ahí heredada y por la cual no
 debíamos pagar renta supondría así un respiro en nuestra
 economía. Con suerte, además, al tratarse de una ciudad
 más grande, tal vez podríamos conseguir empleo estable.
 Nada de eso ocurrió. Porque como es sabido, en México la
 crisis no es un evento pasajero, sino un estigma, una lluvia
 de sal, irrevocable, como la mala suerte en un poema de
 Joaquín Vázquez.[^1] En cualquier caso, como no todo puede
 ser tan malo ni uno tan menso que no busque alivio para sus
 males, el consuelo llegó rápidamente en forma de nuevas
 amistades y comida. Y a veces, las dos juntas, como nos
 sucedió con Joao Luiz, un taquero brasilero de quien
 resultamos vecinos.

 Cualquiera que haya pasado por ahí supone que hay en el
 Apocalipsis –o debería haber– un apartado especial
 dedicado a Tuxtla. Pero no cualquiera imagina que la agonía
 del comal de asfalto llega a ser algo más digno que sólo
 soportable, nomás por la comida que emerge de las
 prodigiosas cocinas, mercados, taquerías, fondas,
 marisquerías, mesitas de empanadas con pozol y miles de
 estanquillos tuxtlecos, donde día a día, noche a noche, se
 apelotona la febril muchedumbre condenada a habitar la ciudad
 y a clamar hasta el fin del mundo por su ración diaria de
 motivos para vivir, preferentemente con tortilla. Y la
 *polis*, qué más, maltratada y todo, se la entrega con
 profundo, injustificado amor.

 Así fue como a pesar de la crisis engordamos mucho en
 Tuxtla. No fue tanto, sin embargo, por su oferta de sabores
 –que la tiene, ya dije–, como por la amistad de Joao Luiz.

 En un mundo justo, nuestro vecino gaucho habría inundado las
 bibliotecas con su cultura gastronómica, tejida alrededor de
 la resurrección de la carne en su muy peculiar versión,
 donde todo y todos somos alimento del mismo barro que otros
 llaman el universo. En éste, en cambio, le alcanzó para
 migrar de algún lugar de Rio Grande do Sul a Chiapas y
 oficiar misa cada noche, de miércoles a domingo, tras su
 plancha de taquero, donde su genio en asuntos de carne (de
 buey, de cerdo, de cordero) estaba –como está aún en
 alguna parte, espero– fuera de toda duda.

 En Tacolandia –que así se llamaba el templo de Joao,
 frente a mi casa–, pasé muchísimas noches de aquel
 terrible 2011. Acudía con la familia alguna que otra vez.
 Otras tantas pasaba yo solo al localito, nomás por saludar y
 conversar un rato. Compartíamos el espíritu pueril
 alrededor del chisme, la maledicencia inocente y cierta clase
 de humor que padecemos la gente desencantada pero con hambre
 de vivir. Hablábamos un poco de todo: de las películas de
 canal cinco que veíamos a ratos en la telecita del fondo; de
 la crisis y el calor, que nos hacía soñar con palapas, con
 ríos, con albercas; o de los extraños giros que daban las
 excavaciones arqueológicas de cierto alcalde tuxtleco cuyo
 rastro abominable perdura hasta hoy. Tal vez inspirados por
 la taquería, sin embargo, nuestros temas recurrentes solían
 girar alrededor de los animales. O para decirlo con
 propiedad: de la carne de los animales. Íbamos de la
 geometría de sus divisiones a los delicados acentos de sabor
 escondidos en la quijada; del tratamiento herbáceo de las
 vísceras, a la tristeza irredimible de ser quienes somos,
 matando como matamos y devorando al prójimo como lo
 devoramos.

 Mi gula engordaba, avergonzada pero agradecida, al calor de
 aquellas charlas, pues con tal de probar sus afirmaciones
 –que por lo demás yo no tenía por qué poner en duda–,
 el cuchillo de Joao atacaba al animal sobre la plancha con la
 velocidad de una catástrofe. ¡Zas! ¡Pum! ¡Zoc! Y en menos
 de cinco minutos terminaba yo con tres o cuatro tacos en la
 barriga y otros tantos para llevar («para que no te regañe
 la familia»), envueltos en papel, con su aliño de rábanos
 y salsa de pepino. Y no siempre me los cobró. En 2011. En
 una crisis. Y no cobraba esos tacos. De ese tamaño era la fe
 de Joao Luiz en las verdades que elegía defender, en un
 mundo hecho de carne triste, de mentiras y –cantó
 Borges–[^2] de infelicidad.

 * * *

 Siempre fui carnívoro igual que se hereda la religión de la
 familia: sin saber por qué.[^3] Pero bajo la guía de Joao y
 su modo de argumentar, acero en mano, la piedra bruta de mi
 alma de especista[^4] se hizo, si no menos bruta, sí más
 atenta a la sustancia abrazada por sus tacos.

 No hubo en aquella época suculencia del cerdo –accidentes
 de cocción y fritura incluidos– cuya exploración no
 emprendiera con afán naturalista. Recuerdo, por ejemplo, que
 durante los meses posteriores al hallazgo del cachete (esa
 carnita que parece flotar sobre una sustancia cuya gentileza
 es mezquino llamar grasa), lo extraje de pescados, aves,
 cerdos, chivos, vacas. Examiné, comparé y registré mejillas
 directamente con los dedos, igual que un Humboldt desquiciado.

 Fui así, durante casi un año, acólito del sagrado
 evangelio de Joao. Hasta que un día las necesidades
 terrenales obligaron al Maestro a cerrar su taquería, para
 aceptar el puesto de cocinero en un lujoso restaurante de
 carnes. Prometí visitarlo alguna vez. Pero era una de esas
 promesas de circunstancia que hacemos a veces, mientras
 miramos el reloj y fingimos prisa de llegar a algún sitio,
 nunca sabremos cuál. Como era de esperar, los precios de la
 nueva carta separaron al fin lo que había unido la virtud y
 no volvimos a vernos.

 Al poco tiempo, el local de Tacolandia fue ocupado por una
 lavandería, luego por una fonda, después un cervecentro y
 quién sabe cuánto más. Mi casa ahí siguió, envejeciendo
 mal y sin nuestra familia. Porque la siguiente polvareda nos
 echó también a otra calle, y más tarde a otra ciudad, a
 otras mentiras, al mismo país, donde la crisis da y quita y
 nos levanta y arroja a cualquier parte como basuritas,
 mientras comemos tacos, mientras todavía comemos, antes de
 que por fin, ora sí, nos lleve un día la chingada.



 --

 [^1]: Es un estigma / una mala voluntad de la suerte / una
 sal que me llueve a cada paso dado / una maligna calle que se
 alarga y se alarga / impidiéndome llegar hasta la casa / y
 aunque la quiero entrañablemente / ella me embiste como una
 oscura carcajada: / tal hablo de mi vida. —Joaquín
 Vásquez Aguilar.

 [^2]:Deja de leer un ratito a Cioran. Madurar no es otra cosa
 que sufrir con dignidad. Tema: «La vida es un
 sueño», de Arsenio Rodríguez, interpretado por Lino Borges:
 https://www.youtube.com/watch?v=x2I8Kugq1Ew

 [^3]: La frase es un robo evidente a Bernardo Soares (a. k.
 a. Fernando Pessoa), en el *Libro del desasosiego*: «He
 nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes
 habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que
 sus mayores la habían tenido: sin saber por qué. Y
 entonces, porque el espíritu humano tiende naturalmente a
 criticar porque siente y no porque piensa, la mayoría de los
 jóvenes ha escogido a la Humanidad como sucedáneo de Dios.
 Pertenezco, sin embargo, a esa especie de hombres que están
 siempre al margen de aquello a lo que pertenecen, no ven
 sólo la multitud de la que son, sino también los grandes
 espacios que hay al lado. Por eso no he abandonado a Dios tan
 ampliamente como ellos ni he aceptado nunca a la Humanidad.
 He considerado que Dios, siendo improbable, podría ser,
 pudiendo, pues, ser adorado; pero que la Humanidad, siendo
 una mera idea biológica, y no significando más que la
 especie animal humana, no era más digna de adoración que
 cualquier otra especie animal. Este culto de la Humanidad,
 con sus ritos de Libertad e Igualdad, me ha parecido siempre
 una resurrección de los cultos antiguos, en que los animales
 eran como dioses, o los dioses tenían cabezas de animales».

 [^4]: Al parecer, eso que llamamos «especismo» es lo que
 nos hace considerar que el *Homo sapiens* tiene más derechos
 que cualquier otra especie; o bien que hay unas especies más
 dignas de consideración que otras. Por ejemplo, que está
 bien comernos un cochi, pero no a un perrito. O algo así.
 Como sea, para qué te desinformo. Si te interesa el tema,
 siempre será buena idea leer *Liberación animal*, de Peter
 Singer.


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