Stoner
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 16 de julio de 2021

 *Stoner*, de John Williams, fue publicada en 1965. Sin
 embargo, a pesar de su moderada fama, de su origen y de la
 influencia estadounidense en el resto de las literaturas, no
 parece que haya pasado demasiado con esa novela en medio
 siglo. La reeditaron hace algunos años y, tras ser
 recomendada por algunos nombres famosos, de Vila-Matas a Tom
 Hanks, *Stoner* se convirtió de pronto en un bestseller.

 Suena a guion conocido, es verdad; sobre todo, por esa
 tendencia de la industria editorial dispuesta a encumbrar,
 cada cierto tiempo, a cambio de que las cuentas cuadren,
 cualquier «rescate» del pasado o actual amontonamiento de
 palabras. Pero no fue el caso esta vez. *Stoner* es una gran
 novela. Sólo que la explicación del porqué puede resultar
 simplona. Radica apenas en la efectividad de su escritura y
 de su tono para indagar en el significado de una vida casi
 ordinaria, casi indistinguible de cualquier otra; y como
 cualquier otra, con un centro vivo hecho, sin embargo, como
 no podría ser de otro modo, de profundo silencio y soledad.
 *Stoner* es un esfuerzo bellísimo de interrogar ese silencio
 en cada página.

 Busca reseñas. Las encontrarás a menudo inhóspitas,
 bonitas, enamoradas. Pero vacías en el fondo. No es culpa
 del todo, creo, de los reseñistas. Pasa nomás que no hay en
 *Stoner* una gran historia que vender. Una hazaña. Una
 denuncia. Una aventura tremenda. Lo tremendo es el modo en
 que está contada. La potencia de una voz que avanza sin
 prisa, desprovista de adornos, confiada en la fuerza de lo
 que subyace e impulsa las vidas humanas, un día detrás del
 otro. Y hay también ahí una búsqueda difícil de definir.

 Si sólo nos atenemos a la anécdota, va así: el joven
 granjero William Stoner llega a la universidad a estudiar
 agronomía, pero en el camino descubre a Shakespeare y se
 enamora de la literatura y de la vida universitaria. Porque
 ¿en qué otro sitio del mundo, en vez de criar vacas y
 cosechar maíz, la gente podría dedicar la vida, día y
 noche si quiere, a leer y estudiar, sin ninguna finalidad
 útil ni precisa, las palabras de personas muertas hace
 siglos? ¿En qué otro lugar, si no en el monasterio, la
 aristocracia o la universidad? William cambia entonces de
 carrera y se convierte en académico. Con el tiempo, hace
 amigos y enemigos. Se casa. Tiene un matrimonio infeliz y una
 hija a la que ama profundamente, pero cuya vida es apenas
 rozada por la suya (una tragedia sutil, silenciosa y
 terrible, que pasará de largo como todo en el mundo y en esa
 novela). En algún momento se ve envuelto en otro amor, que
 también resuelve con torpeza. Escribe un libro, importante
 como todos, seguramente olvidable como casi todos. Un día
 envejece. Otro día muere. Fin.

 Si odias los spoilers, pasa de largo de una vez. Lo más
 probable es que no haya nada para ti en *Stoner*. Tal vez,
 tampoco en el mundo, pero no quieres saberlo.

 Si los spoilers son, en cambio, el napalm que respiran cada
 mañana tus pulmones; si sospechas que quizá buena parte de
 la vida humana sea una sucesión de decisiones mediocres y
 mayormente incomprensibles, pero que de algún modo llegan a
 parecernos significativas porque así nos relatamos el
 devenir propio. Si encuentras algo, lo que sea, en el
 heroísmo inútil, la belleza inútil, los signos y gestos
 absolutamente inútiles; quiero decir, si amas todo eso que
 la gente llama nomás literatura, tal vez entonces *Stoner*
 sí sea tu tipo de novela. Porque *Stoner* es, de hecho, pura
 literatura: una voz imparable que te habla del mundo como de
 cualquier cosa. De la guerra. De la vida. Del amor. De la
 posibilidad del amor. De la imposibilidad del amor. De lo que
 significan las palabras. De lo que significa venir y de lo
 que significa irse, aceptar, abandonar, vivir, morirse. Pura
 agonía, pura intrascendencia o puro amor. Según se vea.

 * * *

 *Hasta ahí la reseña. Los siguientes párrafos son nomás
 algunos apuntes.*


 **UNO. Planetas distantes.** ¿Quiénes son los demás?
 ¿Quién es uno para ellos? ¿A quién llegamos a conocer, de
 verdad en el fondo, en su sustancia, en su ser mismo?
 ¿Quién realmente llega a conocernos, a tocarnos, a ser en
 nosotros y nosotros en ellos?

 *Stoner* aventura una respuesta cuyo sentido, sin ser
 devastador, es profundamente triste. Y lo hace con una voz
 que resulta casi murmullo, un montón de silencios que se
 sospechan entre sí en una habitación a oscuras, pero sin
 tocarse ―y a veces ni buscarse―, casi nunca.

 La vida interior suele ser el lugar donde la búsqueda de
 sentido de la consciencia nos crea o nos destruye; donde nos
 narramos, a veces de forma engañosa o poco clara, el curso
 de nuestras acciones y lo que sentimos ante ellas; donde nos
 preguntamos por su fracaso o su victoria y para qué sirve
 todo eso a quienes somos. Y, sobre todo, eso: quiénes somos,
 para nosotros y para los demás; y también quiénes son
 ellos, cómo se viven a sí mismos, cuáles son sus
 búsquedas, en qué piensan cuando ven el mundo o nos miran.
 Son esas dudas un mar que hay que cruzar a nado para
 conocerse, para llegar al otro, por necesidad de tocar y ser
 tocado, así sea por un instante. Cada cual, atrapado en el
 mismo recorrido a través de sí, sin garantía de
 encontrarse en el medio. Náufragos unos de otros, divididos
 por océanos de incomprensión; planetas distantes de aire
 desconocido, a veces irrespirable, cuya fuerza de gravedad
 nos acerca tanto como nos aleja, los encuentros son
 rarísimos (mucho más que los desencuentros). Pero hay
 caminos: el arte, la verdad, el amor a veces.

 *Stoner* nos cuenta una historia de esa búsqueda. De amor,
 de comprensión, de verdad. De como quieras llamarle a la
 sustancia de aquello que tal vez todos persigamos en la
 soledad de la consciencia, desde donde nos asomamos al mundo
 y a los otros.

 **DOS. La vieja enfermedad.** Stoner, le dice su amigo David
 Masters, tiene el mal, la vieja enfermedad: «crees que hay
 algo *aquí*, algo que encontrar». Y tiene razón, en cierto
 modo. Stoner reflexionará sobre eso alguna vez, más
 adelante:

 > Sin piedad vio su existencia como debía de parecerle a los
 otros. Desapasionada y objetivamente, examinó el fracaso
 que, aparentemente, había sido su vida. Había buscado
 amistad, la amistad más cercana que pudiera acercarle a la
 raza humana. Había tenido dos amigos, uno de los cuales
 había muerto sin sentido antes de conocerle; el otro se
 había alejado ahora tanto por avatares de la vida que...
 Había buscado la singularidad y la tranquila pasión
 conjunta del matrimonio. Había tenido eso también, no supo
 qué hacer con ello y murió. Había buscado amor y había
 tenido amor. [...] Y había querido ser profesor, y lo fue,
 aunque sabía, siempre lo supo, que durante la mayor parte de
 su vida había sido uno cualquiera. Había soñado con un
 tipo de integridad, un tipo de pureza cabal, había hallado
 compromiso y la desviación violenta de la trivialidad. Se le
 había concedido la sabiduría y al cabo de largos años
 había encontrado ignorancia. ¿Y qué más?, pensó. ¿Qué
 más? ¿Qué esperabas?, se preguntó. [...] Le sobrevino
 cierta alegría, como traída por la brisa del verano.
 Recordó vagamente que había estado pensando en el
 fracaso... como si importara. Ahora le parecía que tales
 pensamientos eran negativos, indignos de lo que había sido
 su vida. Nebulosas presencias se agolparon en los márgenes
 de su conciencia; no podía verlas, pero sabía que estaban
 ahí, reuniendo fuerzas para convertirse en una clase de
 evidencia que no podía ver ni oír. Se aproximaba a ellas,
 lo sabía, pero no había ninguna prisa. Podía ignorarlas si
 quería, tenía todo el tiempo que quedara.

 > Había suavidad a su alrededor y lasitud creciente en sus
 extremidades. El sentido de su propia identidad le llegó con
 fuerza repentina y sintió su poder. Era él mismo y sabía
 lo que había sido.

 > ―*Stoner*, John Williams, 1965. Trad. Antonio Diez
 Fernández, España, Baile del Sol (5a edición).

 Tal vez no haya nada *aquí* o, si lo hay, signifique
 también nada. Quizá algunas clases de búsquedas
 trascendentales sean, como dice Masters de la universidad,
 «un sanatorio para los enfermos, los ancianos, los infelices
 y los incompetentes en general». Podría ser. Pero eso nunca
 ha detenido a nadie de emprender la misma exploración a
 ciegas que lleva a cabo Stoner, en la consciencia de su
 pequeñez, en la sospecha o el deseo de ser parte de algo
 más, de estar aquí con otros. Después de todo, ¿qué otra
 cosa haríamos con vivir?

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escrito por ~alberto en texto-plano.xyz
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