Me pregunto si se acordará de mí
 ================================

 2017

 Lloro con facilidad. No como oficioso lagrimita, pero lo
 hago. Lloro. Lloro mucho. Si hablo del honor de alguien no
 infamable. Si del trabajo excepcional que realiza. Si de su
 hermoso trazo con el lápiz. Si del portento de su prosa. Si
 de su lógica impoluta. Si del esfuerzo de sus medios. Si de
 su arreglo perfectamente calculado. No importa de qué hable.
 Si es loable, si parece hermoso, si me alegra, lloro.

 Es cierto. Y no sé por qué lo hago. Lo juro: no sé, no
 entiendo. Es como si algo parecido a una idea del bien –que
 en realidad no sé concebir– se apoderase de mí,
 irresistiblemente, hasta las lágrimas. Y como si el llanto
 fuese una prueba de honradez absoluta para defender en verdad
 no sé qué cosa.

 Es absurdo, porque lloro hasta sin querer. Y por eso ya
 nadie, ni mi compañera, cree en mí cuando me pilla
 conmovido. Es terrible, en serio, ser un cocodrilo idiota.

 Pero lo peor ocurrió cuando Gaba quiso ver una película.
 Todo hacía parecer que sería un domingo como cualquier
 otro. Palomitas en la cama, cobertores, abracitos, todo eso.
 Lo de siempre. Y entonces vino el *play*.

 El investigador oceánico Steve Zissou, medio viejo, medio
 loco, tuvo una vez un amigo a quien vio morir durante un
 trabajo de campo, devorado por alguna especie rarísima de
 tiburón. Así que el distraído Ahab decidió perseguir a la
 bestia hasta el fin del mundo, un poco por venganza, un poco
 por científico y, otro tanto, por idiota.

 En el camino, mientras eso pasa, uno se entera de que una
 excompañera, al parecer, le ocultó un hijo (de quien ha
 oído hablar) que ahora será tripulante de su expedición
 submarina. El amor, sin embargo es un laberinto de espejos y,
 tal vez, quién sabe, el verdadero padre fuera el amigo
 muerto.

 Entonces, un día, el tiburón mítico reaparece. Al
 encontrarse de frente con la bestia ―que se llevó al amigo
 a la barriga, y con él al amor y el derecho a revelar el
 secreto―, Steve dice en voz alta aquello que nos interroga,
 pero que no sabemos definir con claridad hasta ese momento.
 Steve dice: «me pregunto si se acordará de mí».

 El mundo se detiene para siempre. Uno siente que algo
 profundo, inmenso y, aun así, vacío, lo golpea de pronto
 como una tonelada de fotos o barriles de ron. Y no se
 entiende bien si lo que dijo se refiere al tiburón o al
 amigo devorado.

 En mi caso, da igual. Porque desde entonces he soñado
 algunas noches con bestias submarinas, bichos que me
 aterrorizan tanto como me entristecen y una pregunta ―no
 tan breve ni inocente―, que por mi cuenta no habría sabido
 formular, pero que me interroga desde el centro mismo de lo
 que voy abandonando mientras vivo.

 Despierto algunas mañanas con los párpados pegados. Pienso
 de vez en cuando en el imbécil Nervo: «Oh, Kempis, Kempis,
 asceta yermo, pálido asceta, qué mal me hiciste...». Abro
 los ojos y miro a Gaba. Me besa. Veo a mis hijos y me besan,
 me abrazan, se acurrucan en mi hombro un ratito. Bajo las
 escaleras, encuentro a mi perro y, a su modo, creo, también
 me besa. Pero ciertas mañanas no puedo dejar de pensar si se
 acordarán alguna vez de mí.

--
escrito por ~alberto en texto-plano.xyz
gopher://texto-plano.xyz/1/~alberto/archivo

cc by-sa