Los alimentos de la madrugada
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Porque la noche es un viaje, la noche tiene puertos. Todos,
inevitables una vez que asoman a la vista. El hambre, por
ejemplo. Por ahí, mientras se apura el deseo, el alcohol, la
alegría o una conversación que teme a la mañana, en algún
momento, la maquinaria del cuerpo demandará nutrientes menos
metafísicos. El ojo avizor de los marineros brillará
entonces en la oscuridad, al divisar las luces de un farol en
tierra, un foco, una tregua en forma de anuncio de tamales,
tacos, hamburguesas, caldos de gallina o cualquier fritura,
gracias al diablo, lejos, muy lejos, del santo olor de la
panadería).[^1]
Pero atención, porque no es cualquier cosa lo que ahí pasa.
Hay algo en ese amontonamiento de gente, de un hambre junto a
otra, en las ganas de comer, pero también de encontrarse.
Hay algo de última oportunidad o de primera, según el caso,
en una garita o anafre rodeado de fantasmas. Algo sucede en
el ritual de pasar la salsa o los limones, de mano en mano,
mientras completamos el chiste de la señora a cuatro
personas de distancia y reímos todos o casi todos ante la
ocurrencia. O nos callamos de sopetón, ante el paso
despacito de una patrulla aguafiestas. Hay algo que ocurre
ahí, en esa reunión espectral, en esa comunión espontánea
que no resiste a la luz de la mañana.
* * *
Por el rumbo de los Sauces, en Xalapa, doña Tifo abría en
un horario extraño: de 12 a 6 am. Vendía tacos de guisado:
de rajas, de papas con chorizo, de chicharrón... siete u
ocho guisados y huevos duros (porque no hay cocina en el
mundo que iguale, creo, la producción de huevos duros de
Xalapa cualquier día). Dentro de la caseta, tres señoras
–alguna de ellas, supongo, doña Tifo (por tifoidea), como
llamábamos al local cuyo nombre verdadero no recuerdo–
repartían tacos con la puntería precisa de un ballenero
hereje.
Lo difícil era llevar la cuenta entre tanto grito pelón de
écheme otro de rajas y, más allá, dele dos de carne en
salsa verde al compañero. Por eso al final el personal no
tenía más remedio que preguntarle a uno cuántos tacos se
había empacado. Y uno, qué más, decía la verdad casi
siempre. Porque no hay deshonra como la ingratitud contra
quien nos sirve un alimento cuando ya toda nuestra
gallardía, igual que un dios, nos ha abandonado,[^2]
ojerosos, un poco ridículos, a las tres o cuatro am.
Porque los dioses abandonan. Doña Tifo, no. Bastaba sólo
torcer tantito el rumbo de la noche y llevar el hambre a su
garita, bajo el cielo lluvioso de Xalapa, por completo
indiferente al hormiguero humano ahogándose en la noche.
* * *
Tiene puertos, la noche, y sed y apetito. Por eso, igual que
la maldad,[^3] la noche viene y te lleva, te arrastra al
fondo y te devuelve. La noche abierta, como la oscuridad,
como el mar, como el hocico de un perro o la vida antes de
que te trague y te arroje, otra vez, quién sabe cómo, a tu
cama en la mañana, en otra mañana o la siguiente, y otra y
otra, repetida como el hambre o el despertar en una película
de Bill Murray.
* * *
Solía creer que los tacos y cervezas a deshoras durarían
hasta el fin del mundo. Y a lo mejor. Pero antes que el fin
del mundo, en mi caso, llegaron los hijos, el sueño temprano
(cuando el insomnio no pasa a cobrar la renta), las mañanas
y –quién lo diría– la felicidad.
Más tarde, la pandemia y el confinamiento han terminado con
otras certezas. Y terminarán también, probablemente, al
menos durante un rato, con buena parte de las formas de vida
que proliferaban en la madrugada. En tanto, miramos todavía
a ratos por la ventana en mitad de la noche, destanteados,
como polillas a las que hubieran apagado el foco.
No sé si envejecí, pero no extraño la parranda ni los
tacos de doña Tifo. Tampoco el hambre ni el frío, ni el
olor a humedad o las resacas de cigarro. No sé bien por qué
me acordé ahora de esa caseta de lámina sobre una banqueta
de Xalapa. No extraño nada de eso. Pero sé cuán improbable
es que doña Tifo –o cualquier puestecito así, de horario
extraño– sobreviva a todo esto. Y sé también que algo le
va a faltar al mundo un tiempo. Mientras dure el mundo o la
pandemia. Lo que acabe primero.
* * *
Desde luego, doña Tifo no se llamaba doña Tifo. Y me da
pena no recordar el nombre del local ni haber nunca
preguntado: «¿cuál es su nombre?». Porque no hay deshonra
como ser ingrato con quien ofrece puerto y alimento a deshora
―cuando ya no queda destino posible o tal vez nada― a los
tripulantes de los barcos fantasmas que huyen de la luz del
día y se pierden en el mar, mientras intentan tararear una
canción que habrán olvidado en la mañana.
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[^1]: Éstos son, claro, los manoseadísimos versos donde
López Velarde le dice a la patria (a la que quién sabe por
qué imagina suave):
Tu barro suena a plata, y en tu puño
su sonora miseria es alcancía;
y por las madrugadas del terruño,
en calles como espejos, se vacía
el santo olor de la panadería».
[^2]: Los dioses abandonan. Pero no hay por qué perder
dignidad ni gratitud. Lo dice así Kavafis en «El dios
abandona a Antonio», traducido por José María Álvarez
(*Konstantino Kavafis: Poesías completas,* Hiperión,
Madrid, 1976):
Cuando de pronto a media noche oigas
pasar una invisible compañía
con admirables músicas y voces,
no lamentes tu suerte,
tus obras fracasadas, las ilusiones
de una vida que llorarás en vano.
Como dispuesto desde hace mucho, como un valiente,
saluda, saluda a Alejandría que se aleja.
Y sobre todo no te engañes. Nunca digas
que es un sueño, que tus oídos te confunden;
a tan vana esperanza no desciendas.
Como dispuesto desde hace mucho, como un valiente,
como quien digno ha sido de tal ciudad,
acércate a la ventana con firmeza,
escucha con emoción, mas nunca
con lamentos y quejas de cobarde,
goza por vez final los sones,
la música exquisita de esa tropa divina,
y despide, despide a Alejandría que así pierdes.
[^3]: Dice el Gaucho Dorda, en *Plata quemada*, de Ricardo
Piglia: «La maldad no es algo que se haga con la voluntad.
Es una luz que viene y que te lleva».
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escrito por ~alberto en texto-plano.xyz
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