Burocracia
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Agosto de 2013
Aborrezco a los burócratas. Todo mundo aborrece a los
burócratas. Los mismos burócratas, incluso, aborrecen a los
otros burócratas cuando les llega el turno de lidiar con
ellos. El burócrata es una anomalía, un error, una renuncia
rotunda y voluntaria al género humano. Su tarea carece de
importancia, y lo sabe. Pero basta que la ordene un jefe, que
la estipule la norma doscientos cincuenta y siete guión eme
cero veintitrés, para que milagrosamente la tarea se vuelva
«necesaria» y nos arrastre a todos en ese vendaval de
estulticia, de informes, de cuotas y solicitudes en lista de
espera, con el único fin ―pobrecitos nosotros― de que no
nos vaya a llevar el diablo o, peor aún, ni dios lo mande,
caigamos sin remedio en «la anarquía» (así dicen).
A ninguna burocracia debemos ―que se sepa― la invención
o construcción de nada. Naves espaciales, submarinos, globos
aerostáticos, pirámides, satélites, libros,
radiotransmisores, internet, etc. Nada de eso existiría hoy
si todos decidiéramos como única vocación esa subvariante
de vida vegetal sin provecho ni belleza que llamamos
burocracia.
Pero hay algo peor, algo que me resulta todavía más
intolerable y que otorga a mi vulgar odio, digamos, una
dimensión espiritual: el burócrata es el perfecto ejemplo
de cómo tirar al caño, con indolente desparpajo, la única
vida de la que hasta hoy tenemos noticias ciertas. No
entiendo a esos padres que respiran aliviados cuando alguno
de sus hijos les suelta a rajatabla: «papá, soy el nuevo
flamante subdirector de obras públicas de la oficina
municipal». Vergüenza debería darles.
Si hubiera justicia, si la poesía sirviera de algo, si
suponemos que aún nos resta algo de fe en la humanidad, la
especie debiera darles también a los dueños de esos genes
una patada en el trasero. Con sello en el reverso. La vida no
está aquí. Haga el favor de formarse en la otra fila.
* * *
Por fortuna, contra el sopor infinito de la burocracia, hay
remedios. Consisten, la mayoría de ellos, en volver
serenamente la espalda al mundo, sin gritos ni consignas, sin
alharaca. Así nomás. Y ponerse, porque sí, a soñar otras
vidas posibles. Vidas con pasión. Vidas de taberneros que
reúnen con paciencia las historias de sus parroquianos
(aunque luego haya que huir de la Gestapo).[^1] Vidas de
vagabundos que buscan la extraviada virtud del corazón
humano.[^2] Vidas de exploradores,[^3] incansables,
frenéticos, poetas. Vidas que parecen singularmente humanas.
Pero no es sencillo.
Te hablarán de la prudencia, de la seguridad, de la familia.
Te dirán que estás loco y que la locura es pasajera,
mentirosa (igual a la vida, y sin embargo...). Te hablarán
del dinero y la seguridad de tu casa y de ciudades, tan
inmensas, tan feas, tan hermosas. Te dirán que la soledad es
dura y mala consejera. Y sabrás que es verdad. Te dirán que
hubo un día alguien como tú y que no le fue bien, nada,
pero nada bien. Y en el fondo de ti, si eres sincero, sabrás
que todo, en absoluto, será cierto. Los perdonarás por eso
y les darás la espalda, rumbo a cualquier ciudad portuaria.
Vagarás perdido por sus calles olorosas a salitre y
sentirás que todo está mal, muy mal, horriblemente mal.
Pero buscarás alojo en la posada más barata que puedan
pagar las cinco monedas de tu bolso. Y te alimentarás de
chowder de almejas y de bacalao a todas horas, en el
desayuno, en el almuerzo y en la cena, hasta que tu esqueleto
mismo y la triste carne sobre él y tu sangre, tus orines y
excrementos hiedan a pescado. Bien pronto buscarás un barco,
se llamará Pecquod y te contratarán. Pondrás ahí tu alma
al servicio de un orate vengativo que, pese a todo, sabrás
reconocer como infinitamente más grande y espiritual y
demoníaco que todo tú y la tripulación entera. Contagiado,
una noche jurarás con tus compañeros de cubierta
–borracho tú también– perseguir hasta el fin del mundo
y dar muerte al cachalote blanco, sin saber por qué. Te
sentirás idiota, el más idiota de los hombres. Y, acaso,
con suerte, si te fue bien del modo más terrible, si
sobrevives al naufragio, arrancarás un pedacito de gloria al
mundo y sabrás que es tuya y sólo tuya, aunque nadie más
lo sepa. Todo eso será tonto y acaso sin sentido, pero no
menos que todo lo demás del mundo.
Antes de todo ello, sin embargo, apenas un instante
―frágil, rotundo, irrefutable― antes de darte vuelta,
responderás algo a todos los que te aconsejaron con sus
buenas intenciones, roto el corazón de pena y miedo. Les
dirás sencillamente, sin encono ni tristeza: Llamadme
Ismael. Y ya no puedo más con la oficina.
El mundo será entonces un lugar mejor. Aunque ―ni modo―
tampoco lo sepas con certeza.
--
[^1]:
https://elpais.com/diario/2006/09/10/eps/1157869619_850215.html
[^2]:
https://es.wikipedia.org/wiki/Di%C3%B3genes_de_Sinope
[^3]:
http://marenostrum.org/bibliotecadelmar/personajes/cousteau/
--
escrito por ~alberto en texto-plano.xyz
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