Huelga la levedad del ser [45 años de la invasión a Checoslovaquia]
===================================================================
_Víctor Suárez_
14 de agosto de 2013
Después de mucho mangüarear, decidí hacerme periodista en el curso que comenzó
en septiembre-octubre de 1968, hace casi 45 años, como derivación de una
experiencia íntima bastante violenta y desoladora. Andaba por Sofía, la capital
de Bulgaria, en busca de reafirmación de la ilusión libertaria que profesaba en
Venezuela. Pasé a Yugoslavia, cuando era un solo país y no seis como ahora.
Llegué a Checoslovaquia, cuando también era un solo país y no dos. Salté a
Alemania, que estaba dividida en dos. Pero al traspasar la Cortina de Hierro, de
regreso a Occidente, en un tren atestado de diplomáticos occidentales escoltado
por aviones caza y helicópteros de la OTAN, era ya otra persona. En el tris de
un mes.
En la frontera entre Checoslovaquia y República Federal de Alemania, esperaba
una bandada de periodistas impíos que se abalanzaban sobre sus presas
informativas. Con filmadoras, cámaras fotográficas y grabadoras asediaban a los
pasajeros del tren. Correteaban al lado del convoy. Ofrecían dinero a cambio de
asegurarse testimonios de lo que se presumía los viajeros acababan de ver.
Éramos los primeros evacuados, luego de la invasión que se había iniciado unos
diez días atrás, testigos del aplastamiento brutal de La Primavera de Praga.
Aunque no llevaba más que 50 dólares dobladitos en el zapato, y con un futuro
inmediato absolutamente nublado, cuando me abordaron me negué a aportar algún
detalle, a dejarme retratar. Los sucesos de Praga, que comenzaron en la
madrugada del 21 de agosto de 1968 y terminarían 21 años después con la
disolución del régimen totalitario en el otoño de 1989 (La Revolución de
Terciopelo), fueron tan intensos para mí que no podía contarlos por señas, a
falta de idioma adecuado, ni poniendo cara de refugiado, ni tampoco a cambio de
divisas.
Salmo de mil campanas. Me habían advertido que en 1956 hubo una matanza
adicional en Budapest, a raíz de la intervención de tropas soviéticas en
Hungría, transportadas para aniquilar los intentos de reformas en ese país que
también era parte del Pacto de Varsovia. Contaban que la mitad de los mil
estudiantes extranjeros radicados allí habían sido asesinados, no por los
invasores sino por la propia población indignada. La ira popular podría tener
réplica ante esta nueva intromisión militar. De manera que en Praga me dijeron
que corría peligro si salía a la calle porque la gente consideraba igualmente
ocupante a todo extranjero que por casualidad se encontrase de paseo.
Mi paseo había comenzado en julio, como delegado al Festival Mundial de la
Juventud y los Estudiantes que se celebraba en Bulgaria. Tenía 22 años.
El primer indicio de que un enjambre mañoso rondaba el cielo, me lo topé en la
tres veces centenaria cervecería U Fleku la noche del 20 de agosto. Se escuchaba
zumbido de aviones que aterrizaban en el aeropuerto internacional de Ruzyne, a
escasos veinte kilómetros de la ciudad. El grupo de bebedores de cerveza cruda
(la misma que le servían al caballo de Napoleón Bonaparte en ese mismo lagar,
según alardeaba el menú), fue víctima de una golpiza al grito de Comunistas
Kaput. Una pandilla de jóvenes checos más ebrios que nosotros, que sí había
advertido la intención de aquellos bombarderos que sobrevolaban la ciudad, le
cayó encima al grupo tan pronto dejamos la ilustre cervecería. Intervino la
policía, disolvió la gresca y mandó a todo el mundo para sus casas, con los
checos llevando la peor parte, no por nuestra reacción vigorosa sino por la
porra amansaguapo de la milicia. Antes de amanecer, a las cinco y media de la
mañana, un gigantesco tanque verde, piloteado por un soldado mongol, se instaló
a las puertas del lobby de la residencia estudiantil donde habitaba. Un
portugués criollo que estudiaba Ciencias en la UCV, judoka él, que en ese
momento estaba haciendo calistenia en un parque cercano, comenzó desesperado a
tocar puertas y a despertar a todos los huéspedes. Los checos de anoche vinieron
a vengarse, gemía. Pero al primer corte de legañas comprendí que efectivamente
el país había sido invadido. Las tropas del Pacto de Varsovia, que entonces
hacía rutinarios ejercicios militares en Polonia, se habían desplazado hasta el
río Moldava, en busca de un pleito que nadie en ese país estaba dispuesto a
consentir.
A las 8 am, Checoslovaquia estaba totalmente ocupada por la "ayuda fraternal"
soviética. Sin escuchar las advertencias, tanto de la representación del PCV
como de los estudiantes residentes, escapé al cerco. En la parte posterior del
edificio, tras una loma, se anclaba una escuela de paracaidistas, frente a una
plaza con la escultura de un tanque victorioso erigida en honor al Ejército Rojo
y se veían las caras de los reclutas acantonados mirando aterrados a través de
los barrotes de las ventanas altas. El perímetro había sido acordonado por el
mismo ejército que los había liberado del yugo nazi en 1945, tras una estela de
millones de muertos, regados entre el Sena y el Volga. El motivo de la
concentración militar en ese lugar era que allá arriba en aquel cerro se
encontraba una torre retransmisora de Praha TV.
Llegué a la Plaza de San Wenceslao, en el centro de la ciudad vieja. Decenas de
manifestaciones populares tenían lugar simultáneamente en el gran boulevard que
va desde el Museo Nacional hasta el Mustek (donde comienza la ciudad nueva),
unas tras otras por los carriles de la derecha, hacia arriba, y otras tantas por
los de la izquierda, hacia abajo. Al final de esos 700 metros lineales de
caminata se encuentra la imponente estatua ecuestre de bronce dedicada a
Wenceslao, el patrono de los bohemios, que se erigió por orden del rey Carlos IV
en 1879.
El rechazo a la invasión era unánime. Una semana antes la ciudad había sido
abanderada con enseñas patrias debido a la visita de Josip Broz Tito, el jefe ni
alineado ni alienado de Yugoslavia, y esas banderas habían sido arriadas y
servían ahora de capotes para torear y abochornar al invasor. Desde furgonetas
Lada lanzaban en las esquinas bojotes con las ediciones de los periódicos que
habían logrado imprimir la noticia. Salían asimismo las publicaciones de las
fábricas, de las cooperativas, de los gremios profesionales, los manifiestos
también eran leídos por los soldados soviéticos y afines que a cada tanto
sacaban la cabeza porque, al paso, les habían averiado los periscopios. El Rude
Pravo, el diario oficial, traía fotos del líder reformista Alexander Dubček,
secretario general del PCCH, y de Ludvík Sbovoda, presidente del país, cuyo
apellido en castellano traduce Libertad. Socialismo real versus socialismo con
rostro humano. Tres mil tanques y 200 mil tropas (dicen que hasta 600 mil)
versus la convicción general de que libertad y socialismo no podían ni debían
ser incompatibles. La radio y la TV llamaban a la resistencia.
Con Jesús Sotillo, compañero de estudios en Psicología de la Universidad Central
de Venezuela (UCV), que nos habíamos ganado el viaje al Festival porque se nos
consideraba los mejores militantes en la Facultad de Humanidades, me junté con
un grupo de anarquistas españoles que habían tenido la ilusa idea de despistar
al invasor mediante el cambio de las placas y señalizaciones que indicaban las
rutas y los nombres de las calles. (Algo de razón tendrían los anarquistas: "Las
señales de tráfico en las ciudades fueron eliminadas o sobrepintadas, a
excepción de las que indicaban el camino hacia Moscú. Muchos pueblos pequeños se
denominaron a sí mismos "Dubček" o "Svoboda", con lo cual, sin equipos
electrónicos de navegación, los invasores se confundieron a menudo", según
resumen de la acción en la actual Wikipedia).
Para las doce en punto fue convocada la huelga general. Estaba comprando
duraznos en una tienda de abarrotes cuando sonaron juntas las 27 campanas
meridianas del carrillón de la iglesia de Loreto y las de la torre del reloj
astronómico y las de las otras noventa y ocho torres de la ciudad de las cúpulas
doradas, además de las sirenas de las fábricas, edificios educacionales o
ministeriales y de los antiguos reductos de la defensa anti-aérea. En huelga la
levedad del ser. La plaza y la gran avenida se paralizaron, centenares de miles
de personas dejaron de moverse, al mismo tiempo, como por pasmo. El hombre que
pesaba los duraznos se quedó lívido y petrificado con la bolsa a dos centímetros
del plato de la balanza, y yo no sabía si respirar o volver la cara para mirar
esa escena de congelamiento masivo durante cinco minutos continuos que resumían
20 años de protesta acumulados desde que los soviéticos proclamaron en el país
el socialismo inducido (golpe de Estado de 1948) y se consumó la supremacía
absoluta del Partido Comunista en todos los órdenes de la sociedad checoslovaca.
¿Quién pudo dar la orden de que todos los relojes se detuvieran y de que todos
los corazones latieran en mi menor? Nadie, si se descuenta la voluntad de ser.
En 1968 Europa era un escándalo, una eclosión juvenil. La Primavera de Praga
había comenzado en marzo, El Mayo Francés en mayo, El Verano Caliente italiano
en agosto, la dinamita verbal de Daniel Cohn-Bendit recorría Alemania del Oeste,
al igual que el fantasma del comunismo había comenzado a recorrer el mundo en
1848 en forma de Manifiesto. Buena parte de la humanidad, pero yo aún no, había
comprobado lo que significaba la Dictadura del Proletariado, que no era más que
la Dictadura del Partido, y, más que eso, la Dictadura del Secretario General.
Los soviéticos inauguraban la Doctrina Brézhnev, según la cual la URSS tenía
derecho a intervenir militarmente en caso de que cualquier gajo de la mandarina
del Bloque del Este se quisiera desprender, por sí o por influencia osmótica, de
la macolla original. En este caso, consideraban que con las reformas el país
estaba girando hacia el capitalismo.
Con la reforma constitucional de inicios de ese año en Checoslovaquia había sido
implantado el derecho irrestricto a la libertad de expresión y el pueblo y los
medios la estaban practicando como traje nuevo. Se la ponían todos los días. Esa
mañana de sol radiante salí a buscar al opresor, como cantaban los partisanos
italianos en su Bella Ciao. La televisión pública, no había más, continuaba
funcionando, pero era obvio que tendría que ser callada. Me fui a la sede de
Praha TV. Allí se había formado un tumulto defensivo. No podía ver televisión y
al mismo tiempo ayudar con mi presencia a defender su integridad (?). Voy por lo
último. En el centro de la ciudad las calles están surcadas por los rieles de
los viejos tranvías.
Una caravana de tanques soviéticos avanzaba, rodeada de manifestantes. Desde los
pisos altos de los edificios, los vecinos comenzaron a lanzar enseres a la
calle, tratando de obstruir el paso de los blindados. Cayeron cocinas,
lavadoras, neveras, muebles, colchones, macetas, sillas y poltronas, que al
molinete de las orugas eran aplastados como cotufas. La gente de a pie comenzó a
encender fuego en la vía y a aventar pipotes de basura al centro de la calle.
Ocurrió algo extraordinario: al conteo de tres, centenares de personas
comenzaron a levantar los rieles del tranvía, mientras otros grupos trataban de
voltear los tanques aplicándoles fuerza bruta al coro de canciones patrióticas.
Algunos pintaban en los tanques lo que dos días antes habría sido una
monstruosidad ideológica que ameritaba querella criminal: esvástica = estrella
roja (Nazismo igual Comunismo). Los soldados sacaban torsos y ametralladoras por
las escotillas. Hasta que el patriota más valiente de los valientes saltó sobre
el primero de la columna, con un tubo asestó un golpe al tanquista asomado e
hizo que se hundiera en su madriguera acerada. Luego desmontó una granada y la
arrojó dentro del tanque. Cerró la escotilla y al gentío gritó con todas sus
fuerzas que se apartara. Al medio minuto comenzaron los estallidos intermitentes
de la carga interna. El humo salía a borbotones y el tanque incendiado se
removía como si tuviera cólicos. Esos fueron los primeros muertos, los
tripulantes. Por eso los otros vehículos no podían avanzar. El jaleo se mantuvo
durante largo rato, hasta que ordenaron a los soldados que asaltaran el edificio
de la televisora. Como era única, checos, eslovacos y bohemios se quedaron a
oscuras de noticias y realidad.
Más tarde, ya fuera del país, pude ver repeticiones de lo que había salido en
pantalla en esa oportunidad de La Caída de Praha TV, como habían bautizado ese
pedazo del recopilatorio documental. Uno de los principales animadores de la
planta se encontraba al aire en ese momento. Era un hombre del espectáculo, muy
popular, presentador de noticias y de shows musicales. De siempre, Praga fue la
más occidental de todas las capitales del este de Europa, donde primero se
reflejaban las tendencias y las modas, en contraste con la grisura generalizada
que caracterizaba la vida cotidiana socialista. Pues, ese hombre se volvió como
loco de nacionalismo, de querencia patriótica, leía con pasión las proclamas del
rebelde Partido Comunista Checoslovaco escritas horas antes de ser secuestrados
sus dirigentes y llevados en confinamiento a Moscú hasta que firmaran la
capitulación. Advertía que los tanques se acercaban y que muy pronto la señal se
perdería, pues las tropas estaban inutilizando a la vez las torres
retransmisoras. Llegó el humo a los estudios y la imagen desapareció, pero le
dio tiempo de decir hasta luego. La TV y el país volvían a vestirse a rayas
verticales.
Afuera, en el exterior, la libertad de expresión era pervertida por los medios
occidentales, adentro la libertad de expresión era triturada por el socialismo
real, le conté a Roberto Giusti la vez que me entrevistó.
Cuando regresé a Venezuela, me inscribí en la Escuela de Periodismo de la UCV.
Un revulsivo. Freddy Díaz, profesor en el liceo Núñez Ponte en Caracas y
dirigente de la Juventud Comunista y luego del Movimiento al Socialismo, siempre
decía que las versiones que ofrecieron los asistentes a ese Festival de la
Juventud en Sofía y que también pasaron por Praga, habían sido fundamentales en
la rebelión política e ideológica ocurrida en el seno del Partido Comunista de
Venezuela, la cual desembocó en su división y en el nacimiento del MAS en enero
de 1971. Víctor Hugo D´Paola, en su libro "Mirando atrás sin rencor", publicado
en 2009 por la Fundación Espacio Abierto, sostiene que quienes "habíamos
regresado de Praga nos convertimos en divulgadores de la verdad de los hechos,
de la agresión contra un pueblo. Habíamos sido testigos de un acontecimiento de
importancia histórica. Ahí comenzó el debate que condujo al cisma comunista y a
la aparición del MAS".
En efecto, la mayoría de los testigos, en informes, conferencias de base,
asambleas, en artículos y análisis de todo tipo, que se colaron inmediatamente
por el país, presentó una visión tan desoladora del socialismo real que por
mucho que los resortes estalinistas de la dirección reinante entonces les
impulsara a hacerlo, no podían recurrir a las ridículas acusaciones de agentes
de la CIA y otras charlotadas al uso. En el Buró Político la disidencia era
ínfima. En el Comité Central no llegaban a seis o siete los portavoces de nuevos
aires. Pero en la Juventud Comunista, que era la savia, la proporción era
exactamente la contraria.
Dos revulsivos. Para mí, el inicio de la desilusión con el credo rojo sobrevino
una mañana en Viena, donde nos habíamos estacionado un par de días antes de
pasar al reino de la felicidad, del a cada quien según su trabajo, a cada cual
según su necesidad.
Una gran ciudad, asiento de imperios, segunda, después de Berlín, por número de
espías (según El Tercer Hombre, 1949), industrializada, potente, debía, a mi
parecer, ostentar una gran clase trabajadora organizada y una vanguardia
política relevante. Eso lo estábamos comentando a bordo de una barcaza que
habíamos alquilado para pasear un rato por el Danubio, provistos de salchichas,
pan negro, mostaza y litros de vino de tonel, cuando se nos ocurrió la idea de
visitar a la mañana siguiente la sede del Partido Comunista de Austria. En
efecto, Sotillo y yo buscamos un mapa, la guía telefónica y ubicamos la sede
principal. No estaba muy lejos del hotel donde nos hospedábamos. Fuimos
caminando. Kommunistische Partei Österreich, decía una placa en el portal de un
edificio de unos cuatro o cinco pisos de la Drechslergasse 42. La puerta
centenaria estaba cerrada, pero un cartelito decía Pulse el timbre, en alemán.
Pulsamos. A la tercera o cuarta vez salió un señor de unos 80 años, malhumorado,
pregunta qué quieren. Somos comunistas venezolanos y queremos saludar a nuestros
camaradas de Viena, decimos en español. No entiende, pero tampoco busca manera
de entender. Más bien nos enseña otro cartelito que decía: Horario de trabajo:
De 13:00 a 15:00, lunes, miércoles y viernes, en alemán.
"No me jodas, comunistas con horario. Y de dos horas cada jornada. ¿Cómo coño
van a hacer la revolución estos carajos?", nos comentamos en la retirada
despavorida.
Mi vivencia era totalmente opuesta. Ni jubilado querría ser vienés.
El tren de las delicias. Si sales de la estación Westbahnhof de Viena, en el
único directo de largas distancias, a diez para las siete de la noche, llegas a
Sofía a las 5:27 de la tarde del día siguiente, pasando por Budapest y Belgrado,
en cuyas estaciones centrales añadían o cambiaban vagones y colocan en los baños
más papel satinado resbaladizo o más periódicos cortados en trozos 12 x 12 cms,
colgados de un ganchito. En los dedos quedaba la muestra de que el tanino
mancha.
La ventolera libertaria se manifestaba en ese tren. Para qué dormir. Italianos,
franceses, españoles, alemanes y latinos, que también iban rumbo al Festival, se
habían ocupado de pintar grafitis en el exterior de los coches con consignas
anti-estalinistas que en los peajes fronterizos los soldados de cada nuevo país
se encargaban de borrar, y los zagaletones de volverlas a pintar.
Los héroes de esa juventud no eran los triunfadores de la Gran Guerra Patria,
que ventitrés años atrás habían salvado al mundo del nazi-fascismo, o los
líderes que estaban construyendo el socialismo en la mitad del universo,
incluyendo China, sino los pequeñajos vietnamitas, los temerarios laosianos y
los flacuchentos camboyanos, y a quienes más veneraban era a Ernesto Che Güevara
(enjugando bastante la diéresis) y al Tío Ho Chi Minh. Al uno porque clamaba por
dos, tres Viet-Nam, y al otro porque luchaba por un Viet-Nam unificado.
Un purgante. Parecerá una tontería. El segundo golpe inolvidable contra la
ilusión igualitaria ocurrió en el momento de la distribución de las habitaciones
en la residencia que nos asignaron en Sofía. Tocaba a dos por cuarto. De repente
se arma una discusión en el pasillo. Dos jovencitos, imberbes aún pero ya con
peso en la nomenklatura, hijos de un miembro del Buró Político del PCV, que
vivía en Praga, gritan que se retirarían del Festival si no les cambiaban de
habitación. Al preguntárseles por qué, dijeron que habían encontrado dos
chinches debajo de la almohada. "Inaceptable". "No puede haber chinches en el
socialismo". "Nos vamos a quejar". "Vamos a llamar a mi papá". No voy a
mencionar el nombre de los muchachos engreídos ni el del gran dirigente porque
éste murió recién en Caracas, con el cargo de presidente de los restos del PCV.
La verga de Triana. No había representado nunca a nadie, ni siquiera había sido
electo delegado de curso en la UCV ni en el liceo del pueblo de donde venía,
pero inesperadamente, quizá para hacer bulto, en Sofía formé parte, junto con el
también estudiante de Psicología José Luis Vera, de la delegación que se reunió
con los guerrilleros de Zimbabue y del Congo exbelga. Intercambio de
informaciones. Estos pensaban, como en el resto de los movimientos insurgentes
de toda Africa, del sudeste asiático y mucho más en Europa oriental y
occidental, que los estudiantes venezolanos eran La Verga de Triana, o su
equivalente en cualquier otro idioma. La principal razón de tal muestra de
admiración y respeto, según pude apreciar y tras preguntar a su principal
protagonista, fue la Operación Nguyen Van Troi, realizada en octubre del año
1964 por un comando de las Fuerzas Armadas de Liberación Nacional (FALN, Brigada
Uno), que consistió en el secuestro del coronel Michael Smolen, segundo jefe de
la Misión Aérea de EEUU en Venezuela, por cuyo rescate se solicitaba la
liberación del joven electricista sud-vietnamita Nguyen Van Troi. Este había
sido sentenciado a muerte en Saigón luego de haber sido apresado cuando minaba
un puente por el que pasaría la caravana del secretario de Defensa de EEUU,
Robert McNamara, y del embajador Cabot Lodge. Debido a ese secuestro la
sentencia fue aplazada, pero inmediatamente después de la liberación del rehén
en Venezuela, Van Troi fue fusilado.
En Praga me encontré con el jefe de esa Operación, el más tarde cineasta Luis
Correa, el Comandante Gregorio. ¿Qué hacía allí? La Operación tuvo gran
repercusión mundial, la cual fue compensada, entre otras cosas, con una
vicepresidencia de la Unión Internacional de Estudiantes (UIE) y otra en la
Federación Mundial de la Juventud Democrática (FMJD), ambas organizadoras de los
Festivales de la Juventud. Venezuela tenía vara alta. El Catire Correa manejaba
el trueque de divisas duras por coronas checas. El cambio oficial era de 16
coronas por dólar. El boleto estudiantil en tranvía, por ejemplo, costaba una
corona. La UIE había logrado con el gobierno un cambio preferencial para los
estudiantes latinoamericanos trashumantes: 35 coronas por dólar, de las que se
quedaba con cinco por dólar "para mantener al partido". De manera que Gregorio
era sumamente solicitado.
En marzo de 2010 murió. Poco antes de fallecer nos reunimos en mi casa de
Caracas. Llegó con su hijo Fausto, un joven abogado nacido de su unión con la
bella ex reina universitaria Corina Bruzual. Al llegar, lo primero que hizo fue
colocar una vieja Browning 45 encima del equipo de sonido. "Si te habían estado
buscando desde los tiempos del asalto al Tren del Encanto, si estabas fichado
por la Interpol, ¿cómo fue que ingresaste al país tan limpiamente?" "Un 24 de
diciembre aterricé en Maiquetía con una esposa eslava y un niño en brazos. En
Inmigración se habían ido a comer perniles y a tomarse los guiscachos navideños,
y dejaron eso solo", me dijo. 46 años después de la Operación, en mayo de 2009,
fue invitado al Viet-Nam unificado donde fue agasajado por las autoridades de
ese país en calidad de héroe de la patria.
El estallido. El Comité Central del PCV había votado una resolución de apoyo a
la "gesta de solidaridad" de los ejércitos del Pacto de Varsovia en
Checoslovaquia, con el voto en contra de los íngrimos Teodoro Petkoff, Germán
Lairet (+), Freddy Muñoz (desde su exilio en Italia), Alfredo Maneiro (desde el
Cuartel San Carlos, +), Caraquita Urbina (Secretario General de la JC, +),
Alexis Adam (presidente de la Federación de Centros Universitarios de la UCV, +)
y Luis Bayardo Sardi (integrante del secretariado de la JC, +).
Los tres mil tanques que habían aplastado La Primavera de Praga abrieron hasta
hacerlas purulentas las graves diferencias que existían en el movimiento
comunista internacional. Tres puntos se mostraban allí incompatibles con el
socialismo real: la soberanía nacional, la democracia y las libertades de
expresión y de prensa.
En Venezuela, el disparo más certero, que provocó anatemas y dicterios en el
Kremlin, fue el libro de Teodoro Petkoff, "Checoslovaquia, el socialismo como
problema", el cual inició oficialmente el debate interno en el PCV.
Poco más de dos años tuvieron que pasar para que el PCV se escindiera y naciera
el MAS. Antes de ello, de oficio, me habían expulsado de ese reino de los
ciegos, como parte de la depuración más grande y sin sentido que se haya
producido en las filas de algún partido político venezolano. Desconocieron a los
delegados disidentes que irían al IV Congreso. Para los hermanos García Ponce,
Guillermo y Antonio, dirigentes del ala estalinista del PCV, mi rostro, y el de
toda esa juventud anhelante, no era humano. No apelé. Podrán cortar todas las
flores pero no podrán detener la primavera, había escrito Pablo Neruda, quien
tomó para sí ese apellido en honor al poeta checo Jan Neruda. Antonio, tiempo
después, adjuró de su postura. Guillermo nunca lo hizo.
Vuelta al siglo XXI. En 2005 volví a Praga, 37 años después de aquel bombardeo
inclemente a todo mi sistema de creencias. Turisteaba con mi gran amigo Aquiles
Gutiérrez, profesor jubilado de la UCV. Visité el café en donde se reunían los
intelectuales y artistas, Vaclav Havel el primero, que firmaron la Carta de los
77, la cual desató La Revolución de Terciopelo en el otoño de1989. Ramón
Salgueiro Pérez, cineasta y profesor venezolano residente allí, me cuenta su
participación en aquellos hechos, cuando pasó de contrabando desde Alemania gran
parte de los afiches que llamaron a la huelga general que hizo desmoronar
pacíficamente lo que La Primavera de Praga no pudo, pero dejó dicho. Visité el
Museo del Comunismo (muy escaso y malo, al lado de un McDonald´s), recorrí de
nuevo el gran boulevard y la plaza de San Wenceslao, llegué tarde al museo de
Kafka, planté un deseo en la calle de los Alquimistas, fui a la casa de Kepler,
el alemán que viviendo en Praga formuló dos de sus tres leyes que establecieron
los fundamentos de la gravitación universal. Viajamos en tren a Karlovy Vary, el
balneario de aguas termales donde los Romanov pacían en verano. Compré dos
gorras de cuero. De vuelta a U Fleku, la cervecería más antigua del mundo, donde
comenzó todo, al Castillo de Praga, al puente Carlos IV con sus 30 estatuas, al
barrio judío, al gueto ominoso y a la antigua sede de la Unión Internacional de
Estudiantes, donde se encuentra ahora un casino que también troca divisas por
coronas, pero esta vez al cambio oficial de 25 por dólar. Aquiles tomó un bote y
navegó por el Moldava apacible, como en el Don de Mijaíl Shólojov.
Percibo que me siguen. Me detengo. Un joven de unos 30 años, venezolano, dice
que quiere hablar conmigo. Vamos a un pivovar, una franquicia de La Bodeguita
del Medio cubana: "Sé que usted es periodista. Aquí en Praga están estafando al
ministerio de Relaciones Exteriores con la compra de una nueva sede para el
consulado, son muchos centenares de miles de dólares, hay un gran sobreprecio,
tengo los papeles con la oferta inicial y los papeles que le entregaron a la
agencia inmobiliaria con el monto abultado. Son militares, pero se están
peleando con los civiles por el reparto", cuenta. "Eso Chávez nunca lo va a
remediar, no le importa, él los puso allí para eso, ese es apenas el hocico del
Socialismo Real, allá apenas están comenzando", le digo. Pela los ojos y
desaparece.
45 años. Qué sabio el santo bohemio Wenceslao, que sin decir una sola palabra
convirtió de nuevo el afán universal de libertad en latido diario. Aún se
escuchan en Praga aquellas campanas infinitas que convocaron a la elevación del
alma nacional para horadar y disolver la moral horrenda de un invasor insaciable
y cruel, siempre cruel. Jamás otro tañido pudo cambiarme tanto. Cursi, ¿no? Es
que así es la primavera, que hasta las cigarras se acuerdan de ella y la
celebran en la canícula de verano.