#Codos


En la última novela de Lucía Litmaje, "Cauterio", hay una divagación sobre las fotografías que me ha fascinado. Una de las dos protagonistas y narradoras -que alternan sus historias desde dos espacios y dos épocas- se pone a imaginar, evocando una antigua relación de pareja, que pasaba mucho tiempo en una plaza de Barcelona, cuántas fotos de sus codos habría en los carretes de tantos turistas como hacían fotos por allí.

No solo codos, sino orejas, mechones de pelo… Imágenes testigo, azarosas, misteriosas en su fragmentaridad, pero suyas. La divagación se expande por nuestro tiempo de móviles y fotos compartidas en Internet, con la acostumbrada multiplicación geométrica en las redes sociales. Codos famosos, como si dijéramos…

La fascinación que he sentido tiene que ver con mi propia condición de habitante y poblador de plazas. Siempre han sido el lugar al que he arribado en mis paseos por las ciudades en las que he vivido. Las veo como desaguaderos -lagos, mares- de esos ríos que son las calles. El primer texto que publiqué, en una revista que hacíamos en Osuna, se llamaba, justamente, «Nuestra alameda». La alameda de mi pueblo no tenía álamos, pero era el lugar de encuentro y paseo con amigos y amores, bajo la presencia omnipresente y adusta de la Colegiata.

Como la protagonista del libro de Lucía Mitmajer, no tengo ninguna foto de aquella plaza y, lo mismo que a ella, me ha consolado la idea de que mis codos o mis cabellos o mis piernas cruzadas o mis manos y orejas sobrevivan en algún álbum o perfil de instagram, anónimos y sin significado pero entrañable y fieramente míos: pecios de mi paso por el mundo cuando todo ya sea naufragi