La justicia para Assange es justicia para todos
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John Pilger 5/11/2021

El autor relata el infierno en el que vive el fundador de
Wikileaks desde hace una década, y defiende su inocencia:
“No ha cometido ningún otro delito que no sea desvelar la
enorme cantidad de crímenes que han llevado a cabo los
gobiernos”


Cuando vi por primera vez a Julian Assange en la cárcel de
Belmarsh, en 2019, poco después de que lo sacaran a rastras
de la Embajada de Ecuador en Londres, me dijo: “Creo que
estoy perdiendo la cabeza”. 

Estaba chupado y demacrado, con los ojos hundidos y la
magrura de sus brazos enfatizada por un pañuelo amarillo
identificativo que rodeaba su brazo izquierdo, un evocador
símbolo de control institucional. 

Durante las dos horas que duró mi visita estuvo confinado
en una celda de aislamiento que se encontraba en un ala de
la cárcel conocida como “atención sanitaria”, un nombre
orwelliano. En la celda de al lado un hombre profundamente
perturbado gritó toda la noche. Otro ocupante sufría de
cáncer terminal. Otro tenía una grave discapacidad. 

“Un día nos dejaron jugar al Monopoly,” me dijo, “como
terapia. Esa fue nuestra asistencia sanitaria”. 

“Esto es como Alguien voló sobre el nido del cuco”, dije
yo. 

“Así es, solo que más demencial”.

A menudo, el negro sentido del humor de Julian es lo único
que le ha salvado, pero poco más. La insidiosa tortura que
ha sufrido en Belmarsh ha tenido unos efectos demoledores.
Solo hay que leer los informes de Nils Melzer, el relator
especial de la ONU sobre la tortura, y las opiniones
médicas de Michael Kopelman, profesor emérito de
neuropsiquiatría del King’s College de Londres, y del
doctor Quentin Deeley, y reservarse el desprecio para el
pistolero a sueldo que representa a Estados Unidos en el
juicio, James Lewis QC, que los tildó de “fingidos”. Pero
lo que realmente me impactó fueron las palabras de la
experta Kate Humphrey, una neuropsicóloga clínica del
Imperial College de Londres. El año pasado, ante el
Tribunal Central de Londres, el Old Bailey, Humphrey afirmó
que el intelecto de Julian había pasado de encontrarse “en
el rango superior, o más probablemente muy superior” a
estar “claramente por debajo” de este grado óptimo, hasta
el punto de que tenía dificultades para retener información
y “desempeñarse en el rango entre bajo y promedio”. En una
de las audiencias judiciales de todo este vergonzoso drama
kafkiano yo mismo observé las dificultades que tuvo Julian
para recordar su propio nombre cuando el juez le pidió que
lo dijera. 

>    Durante la mayor parte del primer año que pasó en
>    Belmarsh, Julian estuvo encerrado. Se le negó el
>    ejercicio adecuado, y solo caminaba la distancia de su
>    pequeña celda

Durante la mayor parte del primer año que pasó en Belmarsh,
Julian estuvo encerrado. Se le negó el ejercicio adecuado,
y solo caminaba la distancia de su pequeña celda, adelante
y atrás, adelante y atrás, en “mi propia media maratón”,
describió. El comentario sonaba a desesperación. En su
celda se encontró una cuchilla. Escribió “cartas de
despedida”. Llamaba al teléfono de la esperanza
constantemente. Nada más llegar se le negaron sus gafas de
lectura, que se quedaron en la embajada cuando lo
secuestraron a lo bestia. Cuando finalmente llegaron las
gafas a la cárcel, pasaron días hasta que se las
entregaron. Su abogado, Gareth Peirce, escribió una carta
tras otra al director de la prisión protestando por la
retención de documentación jurídica y por denegarle tanto
el acceso a la biblioteca como el uso de un simple portátil
para poder preparar su caso. La cárcel tardaba semanas, y
hasta meses, en responder. (Al director, Rob Davis, se le
ha concedido la Orden del Imperio Británico). Los libros
que le envió un amigo, el periodista Charles Glass, también
él superviviente de una toma de rehenes en Beirut, fueron
devueltos. Julian no podía llamar a sus abogados
estadounidenses. Desde el principio se le ha medicado
constantemente. En una ocasión le pregunté qué le estaban
dando, pero no supo decirme. 

En la audiencia del Tribunal Supremo que tuvo lugar la
semana pasada para decidir si finalmente se le extradita a
Estados Unidos, Julian solo apareció brevemente por
videoconferencia el primer día. Parecía indispuesto y
agitado. Se informó al tribunal de que había sido
“excusado” por su “medicación”. Julian había solicitado
participar en la vista, pero su petición fue denegada,
según afirmó su pareja Stella Moris. Participar en un
juicio sobre ti seguramente tiene que ser un derecho. Este
hombre profundamente orgulloso también exige su derecho a
aparecer en público fuerte y coherente, como apareció el
año pasado en el Old Bailey. En aquella ocasión consultó
constantemente con sus abogados a través de la ranura de su
celda de cristal, tomó abundantes notas, se puso de pie y
protestó con una indignación elocuente contra las mentiras
y los abusos procesales. 

El daño que se le ha infringido en esta década de encierro
e incertidumbre, sumada a los más de dos años que pasó en
Belmarsh (cuyo régimen brutal se celebra en la última
película de James Bond), está fuera de toda duda. Pero lo
que también está fuera de toda duda es su valentía y una
capacidad de resistencia que resulta heroica. Puede que
esto sea lo que le ayude a superar la presente pesadilla
kafkiana, si logra salvarse del infierno estadounidense. 

Conozco a Julian desde que vino al Reino Unido por primera
vez en 2009. En nuestra primera entrevista, describió el
imperativo moral que justificaba WikiLeaks: que nuestro
derecho a la transparencia de los gobiernos y los poderosos
era un derecho democrático básico. He podido ver cómo se
aferraba a este principio incluso cuando a veces hacía que
su vida fuera más precaria. Sin embargo, casi ninguno de
estos aspectos de su personalidad ha aparecido publicado en
la llamada “prensa libre”, cuyo futuro, se dice, está en
peligro si finalmente se extradita a Julian. Eso puede ser
verdad, pero es que nunca ha existido una “prensa libre”.
Ha habido extraordinarios periodistas que han ocupado
posiciones en los “medios dominantes”, aunque estos
espacios ya no existen y el periodismo independiente se ha
visto obligado a mudarse a internet. Allí se ha convertido
en un “quinto Estado”, una especie de samizdat en el que
trabajan con dedicación, y a menudo gratis, esas personas
que eran las honrosas excepciones de unos medios que ahora
han quedado reducidos a una simple cadena de producción de
alabanzas. Palabras como “democracia”, “reforma” o
“derechos humanos” han sido despojadas de su definición y
la censura se produce por omisión o exclusión. 

La decisiva audiencia de la semana pasada en el Tribunal
Supremo estuvo “desaparecida” de la “prensa libre”. La
mayoría de las personas desconocen que un tribunal situado
en el corazón de Londres se permitió juzgar sobre el
derecho que tienen a saber: el derecho a cuestionar y a
disentir. Muchos estadounidenses, si saben algo sobre el
caso de Assange, creen una fantasía que afirma que Julian
es un agente ruso que provocó que Hillary Clinton perdiera
las elecciones presidenciales de 2016 frente a Donald
Trump. Es sorprendente el parecido de este relato con la
mentira de que Saddam Hussein tenía armas de destrucción
masiva, utilizada para justificar la invasión de Irak y la
muerte de un millón, o más, de personas. Es poco probable
que sepan que el principal testigo de la acusación en el
que se basa uno de los cargos inventados contra Julian
admitió hace poco que había mentido y que había fabricado
sus “pruebas”. Tampoco habrán oído o leído sobre la
revelación de que la CIA, bajo mando de su anterior
director, el doble de Hermann Goering, Mike Pompeo, tenía
planes para asesinar a Julian. Y eso ni siquiera era algo
nuevo. Desde que conozco a Julian, siempre ha vivido bajo
la amenaza de sufrir lesiones, o cosas peores. 

En su primera noche en la embajada ecuatoriana en 2012,
unas personas sin identificar atacaron en masa la puerta
principal de la embajada y golpearon las ventanas con
intenciones de entrar. En EE.UU., personajes públicos
(entre ellos Hillary Clinton, que acababa de destruir
Libia) han hecho llamamientos a favor del asesinato de
Julian. El actual presidente Biden lo ha tachado de
“terrorista tecnológico”. La antigua primera ministra de
Australia, Julia Gillard, tenía tantas ganas de agradar a
los que denominaba “nuestros mejores colegas” de Washington
que pidió que se le retirara el pasaporte a Julian, hasta
que alguien le aclaró que eso sería ilegal. El actual
primer ministro, Scott Morrison, un hombre de relaciones
públicas, cuando le preguntaron por Assange, declaró: “Debe
atenerse a las consecuencias”. 

>    En 2011, The Guardian explotó el trabajo de Julian como
>    si fuera propio, acumuló premios de periodismo y
>    acuerdos con Hollywood, y luego le dio la espalda a su
>    fuente

La veda contra el fundador de WikiLeaks lleva abierta más
de una década. En 2011, The Guardian explotó el trabajo de
Julian como si fuera propio, acumuló premios de periodismo
y acuerdos con Hollywood, y luego le dio la espalda a su
fuente. Lo siguiente fueron años de injurias contra el
hombre que rechazó unirse a su club. Se le acusó de no
borrar de los documentos los nombres de las personas que
podrían estar en peligro. En un libro publicado por The
Guardian y escrito por David Leigh y Luke Harding, se cita
a Assange diciendo durante una cena en un restaurante de
Londres que le daba igual si los informantes que aparecían
en las filtraciones sufrían daños. Ni Harding ni Leigh
estuvieron presentes en esa cena. John Goetz, un periodista
de investigación de Der Spiegel, sí estuvo en esa cena y
testificó que Assange nunca dijo nada parecido. 

El gran denunciante Daniel Ellsberg afirmó el año pasado en
el Old Bailey que Assange había editado personalmente
15.000 archivos. El periodista de investigación neozelandés
Nicky Hager, que trabajó con Assange durante las
filtraciones de guerra de Afganistán e Irak, explicó que
Assange tomó “precauciones extraordinarias para borrar los
nombres de los informantes”. En 2013, le pregunté al
cineasta Mark Davis sobre esto. Davis, que es un respetado
presentador de la cadena SBS Australia, fue testigo
presencial y acompañó a Assange durante la preparación de
los archivos filtrados para su posterior publicación en el
Guardian y el New York Times. Lo que me dijo fue: “Assange
fue el único que trabajó día y noche para eliminar 10.000
nombres de personas que podrían ser objeto de represalias
por lo que se revelaba en los documentos”.

En una conferencia frente a un grupo de universitarios de
la City University, David Leigh se burló de la idea de que
Julian Assange fuese a terminar “en un traje naranja”. Sus
temores no eran más que una exageración, afirmó con
desprecio. Edward Snowden reveló, sin embargo, poco después
que Assange era objeto de una “persecución contrarreloj”. 

Luke Harding, que coescribió con Leigh el libro del
Guardian en el que se reveló la contraseña que protegía una
enorme cantidad de cables diplomáticos que Julian le había
confiado al periódico, estaba fuera de la embajada de
Ecuador la noche que Julian pidió asilo. Junto a una fila
de policías, escribió con regocijo en su blog: “Puede que
Scotland Yard sea la última en reír”. 

La campaña contra Assange no ha cesado nunca. Los
columnistas del Guardian descendieron a lo más profundo:
“Es realmente un pedazo de mierda gigante”, llegó a
escribir Suzanne Moore de un hombre que no había conocido
nunca. 

El redactor jefe que supervisó todo esto, Alan Rusbridger,
se ha sumado recientemente al coro que afirma que “defender
a Assange es proteger la prensa libre”. Tras haber
publicado las primeras revelaciones de WikiLeaks,
Rusbridger debe preguntarse si la posterior excomunión de
Assange que promulgó el periódico será suficiente para
proteger su pellejo de la ira de Washington.

Los jueces del Tribunal Supremo seguramente harán público
su fallo sobre la apelación de EE.UU. a principios del año
que viene. Su decisión determinará si el sistema judicial
del Reino Unido ha pisoteado finalmente los últimos
vestigios de su famosa reputación. En la tierra de la Carta
Magna, este bochornoso caso hace tiempo que debería haber
sido arrojado lejos del tribunal. Lo fundamental ahora no
es el efecto que tendrá sobre una “prensa libre”
connivente, sino la justicia para un hombre al que se ha
perseguido y al que se le ha negado. 

Julian Assange es una persona que dice verdades y que no ha
cometido ningún otro delito que no sea desvelar la enorme
cantidad de crímenes y mentiras que han llevado a cabo y
contado los gobiernos, y haciéndolo ha prestado uno de los
mayores servicios públicos que he visto en mi vida. ¿Hace
falta que nos recuerden que la justicia para uno es
justicia para todos? 

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Este artículo se publicó originalmente en inglés en
Counterpunch.

Traducción de Álvaro San José.

John Pilger, nacido en 1939 en Sidney (Australia), ha sido
documentalista y corresponsal de guerra. Se puede contactar
con él a través de su sitio web: www.johnpilger.com


## Vía

https://ctxt.es/es/20211101/Firmas/37794/Julian-Assange-justicia-libertad-extradiccion-Reino-Unido-Guardian.htm