El auge y variedad de los ambientalismos
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Bajo la espada de Damocles del industrialismo hacia la
segunda mitad del siglo XX, e instalados en la comodidad del
auge económico de la Posguerra, confluyeron los distintos
ambientalismos y la ecología, levantando todo tipo de
advertencias con tono catastrófico; desde los hippies
sembrando la simiente de la aguerrida e influyente
Greenpeace, pasando por las adineradas estadounidenses
indignadas por las «matanzas» de delfines a cargo de la
flota camaronera mexicana y los insufribles partidos verdes,
haste el célebre libro de Rachel Carson, La primavera
silenciosa. Todos inician la cruzada pro natura desde
distintos frentes y con diversos fines, algunos econonómica
y políticamente inconfesables. Hay de todo, como en botica.

Los ambientalistas prístinos han organizado su acción en
diversas asociaciones. Para ellos, la naturaleza guarda un
valor por sí misma y llega a tener connotaciones místicas y
sacras. Su tesis es que la naturaleza merece y debe ser
preservada «tal y como es». En esta línea destaca la Sierra
Club, de rancio abolengo, ocupado desde 1892 en preservar
los entornos «salvajes». También es protagonista la World
Wildlife Fund —WWF—, poderosa organización no gubernamental
que pretende «revertir los daños infringidos a la
naturaleza». La mayoría de sus fondos, severamente
criticados, provienen de aportaciones privadas de sus
simpatizantes, de empresas como Exxon y Philip Morris, del
Banco Muncial y de la Organización de las Naciones Unidas.

La versión local es Pronatura México, cuya misión a la letra
dice: «...es la conservación de la flora, la fauna y los
ecosistemas prioritarios, promoviendo un desarrollo de la
sociedad en armonía con la naturaleza». Este estilo de
ambientalismo, llamado con sarcasmo «ambientalismo de los
ricos», ha sido acusado de estar más preocupados por las
condiciones de las «plantitas, pajaritos y animalitos» que
por las condiciones de vida de las personas. Los prístinos
han logrado que se legisle, internacional y nacionalmente,
para preservar especies y entornos. Fomentan la
anticoncepción porque estiman que la sobrepoblación es la
causa del deterioro de la naturaleza y abogan por «que lo
spobres dejen de reproducirse aunque no mejoren su situación
de carencia».

Por su parte, los ecoeficientes no desarrollan un espíritu
de cuerpo como el de los prístinos, pero destacan por su
pragmatismo, actúan incrustados en dependencias
gubernamentales, partidos políticos y grandes corporaciones.
Son una masa difusa de ingenieros, científicos, abogados y
profesionistas diversos, ocupados en cómo se puede hacer
rentable y sostenible la relación entre las economías
contemporáneas y los recursos naturales. Fueron entrenados
desde sus universidades en el enfoque de «aprovechar
preservando», asistidos por la ciencia y el desarrollo
tecnológico. La prioridad es atender las necesidades de los
consumidores porque son oportunidades para hacer negocio en
un contexto mercantil con viabilidad ambiental. Enarbolan la
bandera de «manejo sustentable» de los recursos para su
aprovechamiento óptimo e ilimitado. Sus logros no son
desdeñables, son los responsables de la reducción de
emisiones industriales y de los automotores, de mitigar y
revertir la contaminación del agua, de impulsar el reciclaje
de todo lo que pasa por nuestras manos, de la separación de
los desechos, del desarrollo de tecnologías «limpias», de
cultivar productos «verdes», de crear reservas ambientales y
el ecoturismo de gran lujo. Promueven leyes que sancionan a
los dispendiosos y contaminadores, pues «tienen que pagar
por su ineficiencia», Su lema podría ser: «haz negocio, pero
con responsabilidad ambiental». El éxito de su prxis los
conduce a una hybris científica, la cual termina en
cientificismo. Piensan que siempre encontrarán las
respuestas y soluciones adecuadas para revertir los daños.
Desdeñan a sus colegas ambientalistas por sentirse
depositarios del saber «verdadero» y los tildan de
portadores de ideas sin sustento, que además carecen de las
soluciones «adecuadas».

Finalmente, los ecólogos sociales están interesados en los
impactos derivados de la interrelación entre la economía de
mercado y la naturaleza que dañan a los grupos
desfavorecidos. Existe una diversidad de movimientos. Los
hay moderados, como los de la ecología mística o espiritual,
que abrevan en las ideologías más dispares como el budismo,
las prédicas de San Francisco de Asís, de la metafísica de
los indios de América del Norte, la mística derivada de la
Teoría de Gaia y del New Age. También existen los radicales,
urgidos de una «transformación profunda e inmediata en bien
de las clases subalternas y de la naturaleza». Estos últimos
alentados por singulares personajes que son verdaderas
sandías —verdes por fuera y rojos por dentro— que se
transmutan en rábanos —rojos por fuera y blancos por
dentro—, ya que alientan la lucha por el cambio desde la
comodidad y seguridad de sus cátedras y cubículos
universitarios. No podemos olvidar el ecofeminismo, el cual
denuncia que además de los pobres y la naturaleza, las
mujeres son víctimas del ultraje de una sociedad machista a
la que hay que cambiar.

Para concluir, los que se pueden denominar partidarios de la
«autonomía alimentaria», denuncian a la transnacional
Monsanto por el desarrollo de alimentos transgénicos y
agroquímicos. Defienden y divulgan la milpa tradicional o
los cafetales «orgánicos» como apropiados para que las
comunas agrarias puedan alcanzar la autonomía,
autosuficiencia, dignidad y un estilo de vida «en armonía»
con el entorno.