El Regreso de
  Sherlock Holmes

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  Por

  Arthur Conan Doyle



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  La aventura de la casa vacía



  En la primavera de 1894, el asesinato del honorable Ronald Adair,
  ocurrido en las más extrañas e inexplicables circunstancias, tenía
  interesado a todo Londres y consternado al mundo elegante. El público
  estaba ya informado de los detalles del crimen que habían salido a la
  luz durante la investigación policial; pero en aquel entonces se había
  suprimido mucha información, ya que el ministerio fiscal disponía de
  pruebas tan abrumadoras que no se consideró necesario dar a conocer
  todos los hechos. Hasta ahora, después de transcurridos casi diez años,
  no se me ha permitido aportar los eslabones perdidos que faltaban para
  completar aquella notable cadena. El crimen tenía interés por sí mismo,
  pero para mí aquel interés se quedó en nada, comparado con una
  derivación inimaginable, que me ocasionó el sobresalto y la sorpresa
  mayores de toda mi vida aventurera. Aun ahora, después de tanto tiempo,
  me estremezco al pensar en ello y siento de nuevo aquel repentino
  torrente de alegría, asombro e incredulidad que inundó por completo mi
  mente. Aquí debo pedir disculpas a ese público que ha mostrado cierto
  interés por las ocasiones y fugaces visiones que yo le ofrecía de los
  pensamientos y actos de un hombre excepcional, por no haber compartido
  con él mis conocimientos. Me habría considerado en el deber de hacerlo
  de no habérmelo impedido una prohibición terminante, impuesta por su
  propia boca, que no se levantó hasta el día 3 del mes pasado.


  Como podrán imaginarse, mi estrecha relación con Sherlock Holmes había
  despertado en mí un profundo interés por el delito y, aun después de su
  desaparición, nunca dejé de leer con atención los diversos misterios
  que salían a la luz pública e, incluso, intenté más de una vez, por
  pura satisfacción personal, aplicar sus métodos para tratar de
  solucionarlos, aunque sin resultados dignos de mención. Sin embargo,
  ningún suceso me llamó tanto la atención como esta tragedia de Ronald
  Adair. Cuando leí los resultados de las pesquisas, que condujeron a un
  veredicto de homicidio intencionado, cometido por persona o personas
  desconocidas, comprendí con más claridad que nunca la pérdida que había
  sufrido la sociedad con la muerte de Sherlock Holmes. Aquel extraño
  caso presentaba detalles que yo estaba seguro de que le habrían atraído
  muchísimo, y el trabajo de la policía se habría visto reforzado o, más
  probablemente, superado por las dotes de observación y la agilidad
  mental del primer detective de Europa. Durante todo el día, mientras
  hacía mis visitas médicas, no paré de darle vueltas al caso, sin llegar
  a encontrar una explicación que me pareciera satisfactoria. Aun a
  riesgo de repetir lo que todos saben, volveré a exponer los hechos que
  se dieron a conocer al público al concluir la investigación.


  El honorable Ronald Adair era el segundo hijo del conde de Maynooth,
  por aquel entonces gobernador de una de las colonias australianas. La
  madre de Adair había regresado de Australia para operarse de cataratas,
  y vivía con su hijo Adair y su hija Hilda en el 427 de Park Lane. El
  joven se movía en los mejores círculos sociales, no se le conocían
  enemigos y no parecía tener vicios de importancia. Había estado
  comprometido con la señorita Edith Woodley, de Carstairs, pero el
  compromiso se había roto por acuerdo mutuo unos meses antes, sin que se
  advirtieran señales de que la ruptura hubiera provocado resentimientos.
  Por lo demás, su vida discurría por cauces estrechos y convencionales,
  ya que era hombre de costumbres tranquilas y carácter desapasionado. Y
  sin embargo, este joven e indolente(a quien nada le preocupa)
  aristócrata halló la muerte de la forma más extraña e inesperada.


  A Ronald Adair le gustaba jugar a las cartas y jugaba constantemente,
  aunque nunca hacía apuestas que pudieran ponerle en apuros. Era miembro
  de los clubes de jugadores Baldwin, Cavendish y Bagatelle. Quedó
  demostrado que la noche de su muerte, después de cenar, había jugado
  unas manos de whist(juego de cartas para dos parejas) en el último de
  los clubes citados. También había estado jugando allí por la tarde. Las
  declaraciones de sus compañeros de partida -el señor Murray, sir John
  Hardy y el coronel Moran- confirmaron que se jugó al whist y que la
  suerte estuvo bastante igualada. Puede que Adair perdiera unas cinco
  libras, pero no más. Puesto que poseía una fortuna considerable, una
  pérdida así no podía afectarle lo más mínimo. Casi todos los días
  jugaba en un club o en otro, pero era un jugador prudente y por lo
  general ganaba. Por estas declaraciones se supo que, unas semanas
  antes, jugando con el coronel Moran de compañero, les había ganado 420
  libras en una sola partida a Godfrey Milner y lord Balmoral. Y esto era
  todo lo que la investigación reveló sobre su historia reciente.


  La noche del crimen, Adair regresó del club a las diez en punto. Su
  madre y su hermana estaban fuera, pasando la velada en casa de un
  pariente. La doncella declaró que le oyó entrar en la habitación
  delantera del segundo piso, que solía utilizar como cuarto de estar.
  Dicha doncella había encendido la chimenea de esta habitación y, como
  salía mucho humo, había abierto la ventana. No oyó ningún sonido
  procedente de la habitación hasta las once y veinte, hora en que
  regresaron a casa lady Maynooth y su hija. La madre había querido
  entrar en la habitación de su hijo para darle las buenas noches, pero
  la puerta estaba cerrada por dentro y nadie respondió a sus gritos y
  llamadas. Se buscó ayuda y se forzó la puerta. Encontraron al
  desdichado joven tendido junto a la mesa, con la cabeza horriblemente
  destrozada por una bala explosiva de revólver, pero no se encontró en
  la habitación ningún tipo de arma. Sobre la mesa había dos billetes de
  diez libras, y además 17 libras y 10 chelines en monedas de oro y
  plata, colocadas en montoncitos que sumaban distintas cantidades. Se
  encontró también una hoja de papel con una serie de cifras, seguidas
  por los nombres de algunos compañeros de club, de lo que se dedujo que
  antes de morir había estado calculando sus pérdidas o ganancias en el
  juego.


  Un minucioso estudio de las circunstancias no sirvió más que para
  complicar aún más el caso. En primer lugar, no se pudo averiguar la
  razón de que el joven cerrase la puerta por dentro. Existía la
  posibilidad de que la hubiera cerrado el asesino, que después habría
  escapado por la ventana. Sin embargo, ésta se encontraba por lo menos a
  seis metros de altura y debajo había un macizo de azafrán en flor. Ni
  las flores ni la tierra presentaban señales de haber sido pisadas y
  tampoco se observaba huella alguna en la estrecha franja de césped que
  separaba la casa de la calle. Así pues, parecía que había sido el mismo
  joven el que cerró la puerta. Pero ¿cómo se había producido la muerte?
  Nadie pudo haber trepado hasta la ventana sin dejar huellas. Suponiendo
  que le hubieran disparado desde fuera de la ventana, tendría que
  haberse tratado de un tirador excepcional para infligir con un revólver
  una herida tan mortífera. Pero, además, Park Lane es una calle muy
  concurrida y hay una parada de coches de alquiler a cien metros de la
  casa. Nadie había oído el disparo. Y, sin embargo, allí estaba el
  muerto y allí la bala de revólver, que se había abierto como una seta,
  como hacen las balas de punta blanda, infligiendo así una herida que
  debió provocar la muerte instantánea. Estas eran las circunstancias del
  misterio de Park Lane, que se complicaba aún más por la total ausencia
  de móvil, ya que, como he dicho, al joven Adair no se le conocía ningún
  enemigo y, por otra parte, nadie había intentado llevarse de la
  habitación ni dinero ni objetos de valor.


  Me pasé todo el día dándole vueltas a estos datos, intentando encontrar
  alguna teoría que los reconciliase todos y buscando esa línea de mínima
  resistencia que, según mi pobre amigo, era el punto de partida de toda
  investigación. Confieso que no avancé mucho. Por la tarde di un paseo
  por el parque, y a eso de las seis me encontré en el extremo de Park
  Lane que desemboca en Oxford Street. En la acera había un grupo de
  desocupados, todos mirando hacia una ventana concreta, que me indicó
  cuál era la casa que había venido a ver. Un hombre alto y flaco, con
  gafas oscuras y todo el aspecto de ser un policía de paisano, estaba
  exponiendo alguna teoría propia, mientras los demás se apretujaban a su
  alrededor para escuchar lo que decía. Me acerqué todo lo que pude, pero
  sus comentarios me parecieron tan absurdos que retrocedí con cierto
  disgusto. Al hacerlo tropecé con un anciano contrahecho que estaba
  detrás de mí, haciendo caer al suelo varios libros que llevaba.
  Recuerdo que, al agacharme a recogerlos, me fijé en el título de uno de
  ellos, El origen del culto a los árboles, lo que me hizo pensar que el
  tipo debía ser un pobre bibliófilo que, por negocio o por afición,
  coleccionaba libros raros. Le pedí disculpas por el tropiezo, pero
  estaba claro que los libros que yo había maltratado tan
  desconsideradamente eran objetos preciosísimos para su propietario. Dio
  media vuelta con una mueca de desprecio y vi desaparecer entre la
  multitud su espalda encorvada y sus patillas blancas.


  Mi observación del número 427 de Park Lane contribuyó bien poco a
  resolver el enigma que me interesaba. La casa estaba separada de la
  calle por una tapia baja con verja, que en total no pasaban del metro y
  medio de altura. Así pues, cualquiera podía entrar en el jardín con
  toda facilidad; sin embargo, la ventana resultaba absolutamente
  inaccesible, ya que no había tuberías ni nada que sirviera de apoyo al
  escalador, por ágil que éste fuera. Más desconcertado que nunca, dirigí
  mis pasos de vuelta hacia Kensington. No llevaba ni cinco minutos en mi
  estudio cuando entró la doncella, diciendo que una persona deseaba
  verme. Cuál no sería mi sorpresa al ver que el visitante no era sino el
  extraño anciano coleccionista de libros, con su rostro afilado y
  marchito enmarcado por una masa de cabellos blancos, y sus preciosos
  volúmenes, por lo menos una docena encajados bajo el brazo derecho.


  —Parece sorprendido de verme, señor —dijo con voz extraña y cascada.


  Reconocí que lo estaba.


  —Verá usted, yo soy hombre de conciencia, así que vine cojeando detrás
  de usted, y cuando le vi entrar en esta casa me dije: voy a pasar a
  saludar a este caballero tan amable y decirle que aunque me he mostrado
  un poco grosero no ha sido con mala intención, y que le agradezco mucho
  que haya recogido mis libros.


  —Da usted demasiada importancia a una nadería —dije yo—. ¿Puedo
  preguntarle cómo sabía quién era yo?


  —Bien, señor, si no es tomarme excesivas libertades, le diré que soy
  vecino suyo; encontrará usted mi pequeña librería en la esquina de
  Church Street, donde estaré encantado de recibirle, ya lo creo. A lo
  mejor es usted coleccionista, señor; aquí tengo Aves: de Inglaterra, el
  Catulo, La guerra santa..., auténticas gangas todos ellos. Con cinco
  volúmenes podría usted llenar ese hueco del segundo estante. Queda feo,
  ¿no le parece, señor?


  Volví la cabeza para mirar la estantería que tenía detrás y cuando miré
  de nuevo hacia delante vi a Sherlock Holmes sonriéndome al otro lado de
  mi mesa. Me puse en pie, lo contemplé durante algunos segundos con el
  más absoluto asombro, y luego creo que me desmayé por primera y última
  vez en mi vida. Recuerdo que vi una niebla gris girando ante mis ojos,
  y cuando se despejó noté que me habían desabrochado el cuello y sentí
  en los labios un regusto picante a brandy. Holmes estaba inclinado
  sobre mi silla con una botellita en la mano.


  —Querido Watson —dijo la voz inolvidable—. Le pido mil perdones. No
  podía sospechar que le afectaría tanto.


  Yo le agarré del brazo y exclamé:


  —¡Holmes! ¿Es usted de verdad? ¿Es posible que esté vivo? ¿Cómo se las
  arregló para salir de aquel espantoso abismo?


  —Un momento —dijo él—. ¿Está seguro de encontrarse en condiciones de
  charlar? Mi aparición, innecesariamente dramática, parece haberle
  provocado un terrible sobresalto.


  —Estoy bien. Pero, de verdad, Holmes, aún no doy crédito a mis ojos.
  ¡Cielo santo! ¡Pensar que está usted aquí en mi estudio, usted
  precisamente! —volví a agarrarlo de la manga y palpé el brazo delgado y
  fibroso que había debajo—. Bueno, por lo menos sé que no es usted un
  fantasma —dije—. Querido amigo, ¡cómo me alegro de verle! Siéntese y
  cuénteme cómo logró salir vivo de aquel terrible precipicio.


  Se sentó frente a mí y encendió un cigarrillo con el estilo desenfadado
  de siempre. Todavía vestía la raída levita del librero, pero el resto
  de aquel personaje había quedado reducido a una peluca blanca y un
  montón de libros sobre la mesa. Holmes parecía aún más flaco y enérgico
  que antes, pero su rostro aguileño presentaba una tonalidad blanquecina
  que me indicaba que no había llevado una vida muy saludable en los
  últimos tiempos.


  —¡Qué gusto da estirarse, Watson! —dijo—. Para un hombre alto, no es
  ninguna broma rebajar su estatura un palmo durante varias horas
  seguidas. Ahora, querido amigo, con respecto a esas explicaciones que
  me pide..., tenemos por delante, si es que puedo solicitar su
  cooperación, una noche bastante agitada y llena de peligros. Tal vez
  sería mejor que se lo explicara todo cuando hayamos terminado el
  trabajo.


  —Soy todo curiosidad. Preferiría con mucho oírlo ahora.


  —¿Vendrá conmigo esta noche?


  —Cuando quiera y a donde quiera.


  —Como en los viejos tiempos. Tendremos tiempo de comer un bocado antes
  de salir. Pues bien, en cuanto a ese precipicio: no tuve grandes
  dificultades para salir de él, por la sencilla razón de que nunca caí
  en él.


  —¿Que no cayó usted?


  —No, Watson, no caí. La nota que le dejé era absolutamente sincera.
  Tenía pocas dudas de haber llegado al final de mi carrera cuando
  percibí la siniestra figura del difunto profesor Moriarty erguida en el
  estrecho sendero que conducía a la salvación. Leí en sus ojos grises
  una determinación implacable. Así pues, intercambié con él unas cuantas
  frases y obtuve su cortés permiso para escribir la notita que usted
  recibió. La dejé con mi pitillera y mi bastón y luego eché a andar por
  el desfiladero con Moriarty pisándome los talones.


  Cuando llegamos al final, me dispuse a vender cara mi vida. Moriarty no
  sacó Ninguna arma, sino que se abalanzó sobre mí, rodeándome con sus
  largos brazos. También él sabía que su juego había terminado, y sólo
  deseaba vengarse de mí. Forcejeamos al borde mismo del precipicio. Sin
  embargo, yo poseo ciertos conocimientos de baritsu(arte marcial de
  origen británico realmente llamado bartitsu), el sistema japonés de
  lucha, que más de una vez me han resultado muy útiles. Me solté de su
  presa y Moriarty lanzó un grito horrible, pataleó como un loco durante
  unos instantes y trató de agarrarse al aire con las dos manos. Pero, a
  pesar de todos sus esfuerzos, no logró mantener el equilibrio y se
  despeñó. Asomando la cara sobre el borde del precipicio, le vi caer
  durante un largo trecho. Luego chocó con una roca, rebotó y se hundió
  en el agua.


  Yo escuchaba asombrado esta explicación, que Holmes iba dándome entre
  chupada y chupada a su cigarrillo.


  —Pero ¿y las huellas? —exclamé—. Yo vi con mis propios ojos dos series
  de pisadas que entraban en el desfiladero, y ninguna de regreso.


  —Esto es lo que sucedió: en el mismo instante de la muerte del profesor
  me di cuenta de la extraordinaria oportunidad que me ofrecía el
  destino. Sabía que Moriarty no era el único que había jurado matarme.
  Había, por lo menos, otros tres hombres, cuyo afán de venganza se vería
  acrecentado por la muerte de su jefe. Por otra parte, si todo el mundo
  me creía muerto, estos hombres se confiarían, cometerían imprudencias
  y, tarde o temprano, yo podría acabar con ellos. Entonces habría
  llegado el momento de anunciar que todavía pertenecía al mundo de los
  vivos. Es tal la rapidez con que funciona el cerebro, que creo que ya
  había pensado todo esto antes de que el profesor Moriarty llegara al
  fondo de la catarata de Reichenbach.


  Me levanté y examiné la pared rocosa que tenía detrás. En el pintoresco
  relato que usted escribió, y que yo leí con enorme interés varios meses
  más tarde, aseguraba usted que la pared era lisa, lo cual no es del
  todo exacto. Había algunos salientes pequeños y me pareció distinguir
  una cornisa. El precipicio era tan alto que parecía completamente
  imposible trepar hasta arriba, pero también resultaba imposible
  regresar por el sendero mojado sin dejar algunas huellas. Es cierto que
  podría haberme puesto las botas al revés, como ya he hecho otras veces
  en ocasiones similares, pero la presencia de tres series de pisadas en
  la misma dirección habrían hecho sospechar un engaño. En conclusión, me
  pareció que lo mejor era arriesgarme a trepar. Le aseguro, Watson, que
  no fue una escalada agradable. La catarata rugía debajo de mí. Soy
  propenso a imaginar cosas, pero le doy mi palabra que me parecía oír la
  voz de Moriarty llamándome desde el abismo. El menor desliz habría
  resultado fatal. Más de una vez, cuando se desprendía el puñado de
  hierba al que me agarraba o mis pies resbalaban en las grietas húmedas
  de la roca, pensé que todo había terminado. Pero seguí trepando como
  pude, y por fin alcancé una cornisa de más de un metro de anchura,
  cubierta de musgo verde y suave, donde podía permanecer tendido
  cómodamente sin ser visto. Allí me encontraba, querido Watson, cuando
  usted y sus acompañantes investigaban, de la forma más conmovedora e
  ineficaz, las circunstancias de mi muerte.


  Por fin, cuando todos ustedes hubieron sacado sus inevitables y
  completamente erróneas conclusiones, se marcharon al hotel y yo quedé
  solo. Pensaba que ya habían terminado mis aventuras, pero un hecho
  completamente inesperado me demostró que aún me aguardaban sorpresas.
  Un enorme peñasco cayó de lo alto, pasó rozándome, chocó contra el
  sendero y se precipitó en el abismo. Por un momento pensé que se
  trataba de un accidente, pero un instante después miré hacia arriba y
  vi la cabeza de un hombre recortada contra el cielo nocturno, mientras
  una segunda roca golpeaba la cornisa misma en la que yo me encontraba,
  a un palmo escaso de mi cabeza. Por supuesto, aquello sólo podía
  significar una cosa: Moriarty no había estado solo. Un cómplice —y me
  había bastado aquel fugaz vistazo para saber lo peligroso que era dicho
  cómplice había montado guardia mientras el profesor me atacaba. Desde
  lejos, sin que yo lo advirtiera, había sido testigo de la muerte de su
  amigo y de mi escapatoria. Había aguardado su momento y ahora, tras dar
  un rodeo hasta lo alto del precipicio, estaba intentando conseguir lo
  que su camarada no había logrado.


  No tuve mucho tiempo para pensar en ello, Watson. Volví a ver aquel
  siniestro rostro sobre el borde del precipicio y supe que anunciaba la
  caída de otra piedra. Me descolgué hasta el sendero. Creo que habría
  sido incapaz de hacerlo a sangre fría, porque bajar era cien veces más
  difícil que subir, pero no tuve tiempo de pensar en el peligro, pues
  otra roca pasó zumbando junto a mí mientras yo colgaba agarrado con las
  manos al borde de la cornisa. A la mitad del descenso resbalé, pero
  gracias a Dios fui a caer en el sendero, lleno de arañazos y sangrando.
  Eché a correr, recorrí en la oscuridad diez millas de montaña y una
  semana después me encontraba en Florencia, con la certeza de que nadie
  en el mundo sabía lo que había sido de mí.


  Sólo he tenido un confidente, mi hermano Mycroft. Le pido mil perdones,
  querido Watson, pero era fundamental que todos me creyeran muerto, y
  estoy completamente seguro de que usted no habría podido escribir un
  relato tan convincente de mi desdichado final si no hubiera estado
  convencido de que era cierto. Varias veces he tomado la pluma para
  escribirle durante estos tres años, pero siempre temí que el afecto que
  usted siente por mí le impulsara a cometer alguna indiscreción que
  traicionara mi secreto. Por esta razón me alejé de usted esta tarde
  cuando usted tiró mis libros, porque la situación era peligrosa y
  cualquier señal de sorpresa y emoción por su parte podría haber llamado
  la atención hacia mi identidad, con consecuencias lamentables e
  irreparables. En cuanto a Mycroft, tuve que confiar en él para obtener
  el dinero que necesitaba.


  En Londres, las cosas no salieron tan bien como yo había esperado, ya
  que el juicio contra la banda de Moriarty dejó en libertad a dos de sus
  miembros más peligrosos, mis dos enemigos más encarnizados. Así pues,
  me dediqué a viajar durante dos años por el Tíbet, y me entretuve
  visitando Lhassa(capital del Tíbet) y pasando unos días con el Gran
  Lama. Quizás haya leído usted acerca de las notables exploraciones de
  un noruego apellidado Sigerson, pero estoy seguro de que jamás se le
  ocurrió pensar que estaba recibiendo noticias de su amigo.


  Después atravesé Persia, me detuve en La Meca y realicé una breve pero
  interesante visita al califa de Jartum(capital de Sudán), cuyos
  resultados he comunicado al Foreign Office. De regreso a Francia, pasé
  varios meses investigando sobre los derivados del alquitrán de carbón
  en un laboratorio de Montpellier, en el sur de Francia. Habiendo
  concluido la investigación con resultados satisfactorios, y enterado de
  que sólo quedaba en Londres uno de mis enemigos, me disponía a regresar
  cuando recibí noticias de este curioso misterio de Park Lane, que me
  hicieron ponerme en marcha antes de lo previsto porque el caso no sólo
  me resultaba atractivo por sus propios méritos, sino que parecía
  ofrecer interesantes oportunidades de tipo personal. Llegué enseguida a
  Londres, me presenté en Baker Street provocándole un violento ataque de
  histeria a la señora Hudson, y comprobé que Mycroft había mantenido mis
  habitaciones y mis papeles tal y como siempre habían estado. Y así,
  querido Watson, a las dos en punto del día de hoy me encontraba sentado
  en mi vieja butaca, en mi vieja habitación, deseando que mi viejo amigo
  Watson ocupara la otra butaca, que tantas veces había adornado con su
  persona.


  Este fue el extraordinario relato que escuché aquella tarde de abril,
  un relato que me habría parecido absolutamente increíble de no haberlo
  confirmado la visión de la alta y enjuta figura y del rostro agudo y
  vivaz que yo habría creído que nunca volvería a ver. De algún modo,
  Holmes se había enterado de la trágica pérdida que yo había sufrido, y
  demostró sus simpatías con sus maneras mejor que con sus palabras(hay
  quien achaca estas palabras a la muerte de la señora Watson).


  —El trabajo es el mejor antídoto contra las penas, querido Watson —dijo
  —, y esta noche tengo una tarea para nosotros dos que, si consigo
  rematarla con éxito, justificaría por sí sola la vida de un hombre en
  este mundo.


  Le rogué en vano que me explicara algo más.


  —Antes de que amanezca habrá visto y oído lo suficiente —respondió—.
  Hay mucho que hablar sobre los tres últimos años. Así ocuparemos el
  tiempo hasta las nueve y media, hora en que emprenderemos la
  trascendental aventura de la casa vacía.


  A la hora mencionada, verdaderamente como en los viejos tiempos, yo iba
  sentado junto a Holmes en un cabriolé(carruaje de dos ruedas y techo
  abovedado), con un revólver en el bolsillo y la emoción de la aventura
  en el corazón. Cada vez que la luz de las farolas iluminaba sus
  austeras facciones, yo me fijaba en que tenía las cejas fruncidas y los
  finos labios apretados, en señal de reflexión. Yo no sabía qué clase de
  fiera salvaje íbamos a cazar en la tenebrosa selva del delito de
  Londres, pero por la actitud de aquel maestro de cazadores me daba
  perfecta cuenta de que la aventura era de las más serias, y la sonrisa
  sardónica(sarcástica) que de cuando en cuando rompía su
  ascética(sobria) seriedad no presagiaba nada bueno para el objeto de
  nuestra persecución.


  Había pensado que nos dirigíamos a Baker Street, pero Holmes hizo
  detenerse el coche en la esquina de Cavendish Square. Al bajarse, me
  fijé en que dirigía inquisitivas miradas a derecha e izquierda, y cada
  vez que llegábamos a una esquina tomaba las máximas precauciones para
  asegurarse de que nadie nos seguía. Holmes conocía a la perfección
  todas las callejuelas de Londres, y en esta ocasión me llevó con paso
  rápido y seguro a través de una red de cocheras y establos cuya
  existencia yo ni siquiera había sospechado. Salimos por fin a una
  callecita de casas antiguas y fúnebres por las que llegamos a
  Manchester Street, y de ahí a Blanford Street. Aquí nos metimos
  rápidamente por un estrecho pasaje, cruzamos un portón de madera que
  daba a un patio desierto y entonces Holmes sacó una llave y abrió la
  puerta trasera de una casa. Entramos en ella y Holmes cerró la puerta
  con llave.


  Aunque la oscuridad era absoluta, resultaba evidente que se trataba de
  una casa vacía. Nuestros pies hacían crujir y rechinar las tablas
  desnudas del suelo, y al extender la mano toqué una pared cuyo
  empapelado colgaba en jirones. Los fríos y huesudos dedos de Holmes se
  cerraron alrededor de mi muñeca y me guiaron a través de un largo
  vestíbulo, hasta que percibí la luz mortecina que se filtraba por el
  sucio tragaluz de la puerta. Entonces Holmes giró bruscamente a la
  derecha y nos encontramos en una amplia habitación cuadrada,
  completamente vacía, con los rincones envueltos en sombras y el centro
  débilmente iluminado por las luces de la calle. No había ninguna
  lámpara a mano y las ventanas estaban cubiertas por una gruesa capa de
  polvo, de manera que apenas podíamos distinguir nuestras figuras. Mi
  compañero me puso la mano sobre el hombro y acercó los labios a mi
  oreja.


  —¿Sabe usted dónde estamos? —susurró.


  —Yo diría que ésa es Baker Street —respondí, mirando a través de la
  polvorienta ventana.


  —Exacto. Nos encontramos en Candem House, justo enfrente de nuestros
  viejos aposentos.


  —¿Y por qué estamos aquí?


  —Porque aquí disfrutamos de una excelente vista de esa pintoresca mole.
   ¿Tendría la amabilidad, querido Watson, de acercarse un poco más a la
  ventana, con mucho cuidado para que nadie pueda verle, y echar un
  vistazo a nuestras viejas habitaciones, punto de partida de tantas de
  nuestras pequeñas aventuras? Veamos si mis tres años de ausencia me han
  hecho perder la capacidad de sorprenderle.


  Avancé con cuidado y miré hacia la ventana que tan bien conocía. Al
  posar los ojos en ella, se me escapó una exclamación de asombro. La
  persiana estaba bajada y una fuerte luz iluminaba la habitación. A
  través de la persiana iluminada se distinguía claramente la negra
  silueta de un hombre sentado en un sillón. La postura de la cabeza, la
  forma cuadrada de los hombros, las facciones afiladas, todo resultaba
  inconfundible. Tenía la cara medio ladeada, y el efecto era similar al
  de aquellas siluetas de cartulina negra que nuestros abuelos solían
  enmarcar. Se trataba de una imagen perfecta de Holmes. Tan asombrado me
  sentía que extendí la mano para asegurarme que el original se
  encontraba a mi lado. Allí estaba, estremeciéndose de risa silenciosa.


  —¿Qué tal? —preguntó.


  —¡Cielo santo! —exclamé—. ¡Es maravilloso!


  —Parece que ni los años han ajado ni la rutina ha viciado mi infinita
  variedad —dijo Holmes, y se notaba en su voz la alegría y el orgullo
  del artista ante su creación—. Se parece bastante a mí, ¿no cree?


  —Estaría dispuesto a jurar que es usted.


  —El mérito de la ejecución debe atribuirse a monsieur Oscar Meunier, de
  Grenoble, que invirtió varios días en el modelado. Se trata de un busto
  de cera. El resto lo apañé yo esta tarde, durante mi visita a Baker
  Street.


  —Pero ¿por qué?


  —Porque, mi querido Watson, tenía toda clase de razones para desear que
  ciertas personas creyeran que yo estaba aquí, cuando en realidad me
  encontraba en otra parte.


  —¿Sospecha usted que alguien vigilaba esta casa?


  —Sabía que la vigilaban.


  —¿Quiénes?


  —Mis antiguos enemigos, Watson. La encantadora organización cuyo jefe
  yace en la catarata de Reichenbach. Recuerde usted que ellos, y sólo
  ellos, saben que sigo vivo. Suponían que tarde o temprano regresaría a
  mis habitaciones, así que montaron una vigilancia permanente y esta
  mañana me vieron llegar.


  —¿Cómo lo sabe?


  —Porque reconocí a su centinela al mirar por la ventana. Se trata de un
  tipejo inofensivo, apellidado Parker, estrangulador de oficio y muy
  buen tocador de birimbao(pequeño instrumento metálico de percusión que
  usa la boca como caja de resonancia). Él no me preocupaba nada. Pero sí
  que me preocupaba, y mucho, el formidable personaje que tiene detrás,
  el amigo íntimo de Moriarty, el hombre que me arrojó las rocas en el
  desfiladero, el criminal más astuto y peligroso de Londres. Ese es el
  hombre que viene a por mí esta noche, Watson; pero lo que no sabe es
  que nosotros vamos a por él.


  Poco a poco, los planes de mi amigo se iban revelando. Desde aquel
  cómodo escondite podíamos vigilar a los vigilantes y perseguir a los
  perseguidores. La silueta angulosa de la casa de enfrente era el cebo y
  nosotros éramos los cazadores. Aguardamos silenciosos en la oscuridad,
  observando las apresuradas figuras que pasaban y volvían a pasar frente
  a nosotros. Holmes permanecía callado e inmóvil, pero yo me daba cuenta
  de que se mantenía en constante alerta, sin despegar los ojos de la
  corriente de transeúntes. Era una noche fría y turbulenta y el viento
  silbaba estridentemente a lo largo de la calle. Muchas personas iban y
  venían, casi todas embozadas en sus abrigos y bufandas. Una o dos
  veces, me pareció ver pasar una figura que ya había visto antes, y me
  fijé sobre todo en dos hombres que parecían resguardarse del viento en
  el portal de una casa, a cierta distancia calle arriba. Intenté llamar
  la atención de mi compañero hacia ellos, pero Holmes dejó escapar una
  exclamación de impaciencia y continuó clavando la mirada en la calle.
  Más de una vez dio pataditas en el suelo y tamborileó rápidamente con
  los dedos en la pared. Resultaba evidente que se estaba impacientando y
  que sus planes no iban saliendo tal y como había calculado. Por fin, ya
  cerca de la medianoche, cuando la calle se iba vaciando poco a poco,
  Holmes se puso a dar zancadas por la habitación, presa de una agitación
  incontrolable. Me disponía a hacer algún comentario cuando levanté la
  mirada hacia la ventana iluminada y sufrí una nueva sorpresa, casi tan
  fuerte como la anterior. Agarré a Holmes por el brazo y señalé hacia
  arriba.


  —¡La sombra se ha movido!


  Efectivamente, ya no la veíamos de perfil, sino que ahora nos daba la
  espalda. Evidentemente, los tres años de ausencia no habían suavizado
  las asperezas de su carácter ni su irritabilidad ante inteligencias
  menos activas que la suya.


  —¡Pues claro que se ha movido! —bufó—. ¿Me cree tan chapucero, Watson,
  como para colocar un monigote inmóvil y esperar que varios de los
  hombres más astutos de Europa se dejen engañar por él? Llevamos dos
  horas en esta habitación, y durante este tiempo la señora Hudson ha
  cambiado de posición el busto ocho veces, es decir, cada cuarto de
  hora. Se acerca siempre por delante de la figura, de manera que no se
  vea su propia sombra. ¡Ah! — Holmes aspiró con agitación.


  En la penumbra del cuarto pude ver que inclinaba la cabeza hacia
  delante, con todo el cuerpo rígido, en actitud de atención. Es posible
  que los dos hombres que yo había visto siguieran acurrucados en el
  portal, pero ya no los veía. Toda la calle estaba silenciosa y oscura,
  con excepción de aquella brillante ventana amarilla que teníamos
  enfrente, con la negra silueta proyectada en su centro. En medio del
  absoluto silencio volví a oír aquel suave silbido que indicaba una
  intensa emoción reprimida. Un instante después, Holmes me arrastró
  hacia el rincón más oscuro de la habitación y me puso la mano sobre la
  boca en señal de advertencia. Los dedos que me aferraban estaban
  temblando. Jamás había visto tan alterado a mi amigo, a pesar de que la
  oscura calle permanecía aún desierta y silenciosa.


  Pero, de pronto, percibí lo que sus sentidos, más agudos que los míos,
  ya habían captado. A mis oídos llegó un sonido bajo y furtivo que no
  procedía de Baker Street, sino de la parte trasera de la casa en la que
  nos ocultábamos. Una puerta se abrió y volvió a cerrarse. Un instante
  después, se oyeron pasos en el pasillo, pasos que pretendían ser
  sigilosos, pero que resonaban con fuerza en la casa vacía. Holmes se
  agazapó contra la pared y yo hice lo mismo, con la mano cerrada sobre
  la culata de mi revólver. Atisbando a través de las tinieblas, logré
  distinguir los contornos difusos de un hombre, una sombra apenas más
  negra que la negrura de la puerta abierta. Se quedó parado un instante
  y luego avanzó para entrar en la habitación, encogido y amenazador. La
  siniestra figura se encontraba a menos de tres metros de nosotros, y yo
  ya tensaba los músculos, dispuesto a resistir su ataque, cuando me di
  cuenta de que él no había advertido nuestra presencia. Pasó muy cerca
  de nosotros, se acercó con sigilo a la ventana y la alzó como un palmo,
  con mucha suavidad y sin hacer ruido. Al agacharse hasta el nivel de la
  abertura, la luz de la calle, ya sin el filtro del cristal polvoriento,
  cayó de lleno sobre su rostro. El hombre parecía fuera de sí a causa de
  la emoción. Sus ojos brillaban como estrellas y sus facciones
  temblaban. Se trataba de un hombre de edad avanzada, con nariz fina y
  pronunciada, frente alta y calva, y un enorme bigote canoso. Llevaba un
  sombrero de copa echado hacia atrás, y bajo su abrigo desabrochado
  brillaba la pechera de un traje de etiqueta. Su rostro era sombrío y
  atezado(bronceado), surcado por profundas arrugas. En la mano llevaba
  algo que parecía un bastón, pero que al apoyarlo en el suelo resonó con
  ruido metálico. A continuación, sacó del bolsillo de su abrigo un
  objeto voluminoso y se enfrascó en una tarea que concluyó con un fuerte
  chasquido, como el que produce un muelle o un resorte al encajar en su
  sitio. Siempre con las rodillas en el suelo, se inclinó hacia delante,
  aplicando todo su peso y su fuerza sobre alguna especie de palanca; el
  resultado fue un prolongado chirrido que terminó también con un fuerte
  chasquido. Entonces el hombre se enderezó y vi que lo que sostenía en
  la mano era una especie de fusil, con una culata de forma extraña.
  Abrió la recámara, metió algo en ella y cerró de golpe el cerrojo.
  Luego se volvió a agachar, apoyó el extremo del cañón en el borde de la
  ventana abierta y vi cómo sus largos bigotes rozaban la culata mientras
  sus ojos brillaban al enfilar el punto de mira. Oí un ligero suspiro de
  satisfacción cuando se acomodó la culata en el hombro y comprobé el
  magnífico blanco que ofrecía la silueta negra sobre fondo amarillo, en
  plena línea de tiro. El hombre permaneció rígido e inmóvil durante un
  instante y luego su dedo se cerró sobre el gatillo. Se oyó un fuerte y
  extraño zumbido y el prolongado tintineo de un cristal hecho pedazos.
  En aquel instante, Holmes saltó como un tigre sobre la espalda del
  tirador y le hizo caer de bruces. Pero, al momento, volvió a levantarse
  y agarró a Holmes por el cuello con la fuerza de un loco. Le golpeé en
  la cabeza con la culata de mi revólver y cayó de nuevo al suelo. Me
  lancé sobre él y, mientras lo sujetaba, mi compañero hizo sonar con
  fuerza un silbato. Se oyeron pasos que corrían por la acera y dos
  policías de uniforme, más un inspector de paisano, penetraron en tromba
  por la puerta delantera.


  —¿Es usted, Lestrade? —preguntó Holmes.


  —Sí, señor Holmes. Quise ocuparme yo mismo de este asunto. ¡Qué alegría
  volverle a ver en Londres, señor!


  —Pensé que no le vendría mal un poco de ayuda extraoficial. Tres
  asesinatos sin resolver en un año no indican nada bueno, Lestrade. Sin
  embargo, en el misterio de Molesey no se comportó usted con su
  habitual..., quiero decir, lo llevó usted bastante bien.


  Nos habíamos puesto de pie y nuestro prisionero jadeaba ruidosamente
  con un fornido policía a cada lado. En la calle empezaban ya a reunirse
  grupillos de curiosos. Holmes se acercó a la ventana, la cerró y bajó
  las persianas. Lestrade había sacado dos velas y los policías habían
  destapado sus linternas. Entonces pude, por fin, echarle un buen
  vistazo a nuestro prisionero. El rostro que nos encaraba era
  tremendamente viril, pero de expresión siniestra, con la frente de un
  filósofo por arriba y la mandíbula de un depravado por abajo. Debía de
  tratarse de un hombre con grandes dotes tanto para el bien como para el
  mal, pero resultaba imposible mirar sus ojos azules y crueles, con los
  párpados caídos y la mirada cínica, o la agresiva nariz en punta y la
  amenazadora frente surcada de arrugas, sin leer en ellos las claras
  señales de peligro colocadas por la Naturaleza. No hacía caso de
  ninguno de nosotros y mantenía los ojos clavados en el rostro de
  Holmes, con una expresión que combinaba a partes iguales el odio y el
  asombro. Y no dejaba de murmurar entre dientes:


  —¡Maldito demonio! ¡Maldito demonio astuto!


  —¡Ah coronel! —dijo Holmes, arreglándose el arrugado cuello de la
  camisa—. Nunca es tarde si la dicha es buena, como dice el refrán. Creo
  que no he tenido el gusto de verle desde que me hizo objeto de sus
  atenciones cuando yo estaba en aquella cornisa sobre la catarata de
  Reichenbach.


  El coronel seguía mirando a mi amigo como si estuviera en trance.


  —Todavía no les he presentado —dijo Holmes—. Este caballero es el
  coronel Sebastian Moran, que perteneció al ejército de Su Majestad en
  la India y que ha sido el mejor cazador de caza mayor que ha producido
  nuestro Imperio Occidental. ¿Me equivoco, coronel, al decir que nadie
  le ha superado aún en número de tigres cazados?


  El feroz anciano no dijo nada y siguió fulminando con la mirada a mi
  compañero; con sus ojos de salvaje y su hirsuto(disperso y duro)
  bigote, él mismo se parecía prodigiosamente a un tigre.


  —Parece mentira que mi sencillísima estratagema haya engañado a un
  shikari (urdu, cazador y guía) con tanta experiencia —dijo Holmes—.
  Debería resultarle muy conocida. ¿Nunca ha atado usted un cabrito
  debajo de un árbol, para apostarse entre las ramas con su rifle y
  aguardar a que el cebo atrajera al tigre? Pues esta casa vacía es mi
  árbol y usted es mi tigre. Es posible que llevara usted rifles de
  reserva, por si se presentaban varios tigres o por si se daba la
  improbable circunstancia de que le fallara la puntería. Pues bien —dijo
  señalando a su alrededor—, éstos son mis rifles de reserva. El
  paralelismo es exacto.


  El coronel Moran dio un paso adelante, rugiendo de rabia, pero los
  policías le hicieron retroceder. La furia que despedía su rostro era
  algo terrible de contemplar.


  —Confieso que me tenía usted reservada una pequeña sorpresa —continuó
  Holmes—. No se me ocurrió que también usted utilizaría esta casa vacía
  y esta ventana tan conveniente. Había supuesto que actuaría usted desde
  la calle, donde mi amigo Lestrade y sus alegres camaradas le estaban
  aguardando. Exceptuando este detalle, todo ha salido como yo esperaba.


  El coronel Moran se volvió hacia el inspector.


  —Puede que tengan ustedes una causa justificada para detenerme y puede
  que no —dijo—. Pero, desde luego, no existe razón alguna por la que
  tenga que aguantar las burlas de este individuo. Si estoy en manos de
  la ley, que las cosas se hagan de manera legal.


  —Bien, eso es bastante razonable —dijo Lestrade—. ¿No tiene nada más
  que decir antes de que nos vayamos, señor Holmes?


  Holmes había recogido del suelo el potente fusil de aire comprimido y
  estaba examinando su mecanismo.


  —Un arma admirable y originalísima —dijo—. Silenciosa y de tremenda
  potencia. Llegué a conocer a Von Herder, el mecánico alemán ciego que
  la construyó por encargo del difunto profesor Moriarty. Durante años he
  sabido de su existencia, pero hasta ahora no había tenido la
  oportunidad de examinarla. Se la encomiendo de manera muy especial,
  Lestrade, junto con sus correspondientes balas.


  —Puede usted confiarla a nuestro cuidado, señor Holmes —dijo Lestrade
  mientras todo el grupo se dirigía hacia la puerta—. ¿Algo más?


  —Sólo preguntar de qué piensa usted acusar al detenido.


  —¿De qué, señor? Pues, naturalmente, de intentar asesinar al señor
  Sherlock Holmes.


  —De eso, nada, Lestrade. No tengo ninguna intención de aparecer en el
  asunto. A usted, y sólo a usted, le corresponde el mérito de la
  importantísima detención que acaba de practicar. Sí, Lestrade, le
  felicito. Con su habitual combinación de astucia y audacia, ha
  conseguido usted atraparlo.


  —¡Atraparlo! ¿Atrapar a quién, señor Holmes?


  —Al hombre que toda la policía ha estado buscando en vano: al coronel
  Sebastian Moran, que asesinó al honorable Ronald Adair con una bala
  explosiva, disparada con un fusil de aire comprimido a través de la
  ventana del segundo piso de Park Lane, número 427, el día 30 del mes
  pasado. Esa es la acusación, Lestrade. Y ahora, Watson, si es usted
  capaz de soportar la corriente que se forma con una ventana rota, creo
  que le resultará muy entretenido y provechoso pasar media hora en mi
  estudio mientras fuma un cigarro.


  Nuestras antiguas habitaciones se habían mantenido inalteradas gracias
  a la supervisión de Mycroft Holmes y a los servicios inmediatos de la
  señora Hudson. Es cierto que al entrar observé una pulcritud
  desacostumbrada, pero los viejos puntos de referencia seguían todos en
  su sitio. Allí estaba el rincón de química, con la mesa de madera
  manchada de ácido. Sobre un estante se veía la formidable hilera de
  álbumes de recortes y libros de consulta que tantos de nuestros
  conciudadanos habrían quemado con sumo placer. Los gráficos, el estuche
  de violín, el colgador de pipas..., hasta la babucha persa que contenía
  el tabaco..., todo me saltaba a la vista al mirar a mi alrededor. En la
  habitación había dos ocupantes: uno de ellos era la señora Hudson, que
  nos miró radiante al vernos entrar; el otro era el extraño maniquí que
  tan importante papel había desempeñado en las aventuras de aquella
  noche. Era un busto de mi amigo en cera de color, admirablemente
  ejecutado y con un parecido absoluto. Estaba colocado sobre una mesita
  que le servía de pedestal y envuelto en una vieja bata de Holmes, de
  manera que, visto desde la calle, la ilusión era perfecta.


  —Confío en que tomaría usted todas las precauciones, señora Hudson —
  dijo Holmes.


  —Me acerqué de rodillas, señor Holmes, tal como usted me dijo.


  —Excelente. Lo ha hecho usted muy bien. ¿Se fijó en dónde fue a pegar
  la bala?


  —Sí, señor. Me temo que ha estropeado su magnífico busto, porque le
  atravesó la cabeza y fue a aplastarse contra la pared. La recogí de la
  alfombra y aquí la tiene.


  Holmes me la mostró.


  —Una bala de revólver blanda, como puede ver, Watson. Una idea genial.
  ¿Quién iba a imaginar que se podía disparar esto con un fusil de aire
  comprimido? Muy bien, señora Hudson, le estoy agradecido por su
  cooperación. Y ahora, Watson, haga el favor de ocupar una vez más su
  antiguo asiento, ya que me gustaría discutir con usted varios detalles.


  Se había despojado de la raída levita y era de nuevo el Holmes de los
  viejos tiempos, con el batín de color parduzco con que había vestido a
  su efigie.


  —Los nervios del viejo shikari siguen tan bien templados como siempre,
  y su vista igual de aguda —dijo riendo, mientras inspeccionaba la
  frente reventada de su busto—. Un balazo en el centro de la nuca, que
  atraviesa el cerebro de parte a parte. Era el mejor tirador de la India
  y no creo que haya muchos en Londres que le superen. ¿No había oído
  hablar de él?


  —Nunca.


  —¡Qué injusta es la fama! Aunque, si no recuerdo mal, tampoco había
  usted oído hablar del profesor James Moriarty, que poseía uno de los
  mejores cerebros de este siglo. Haga el favor de pasarme mi índice de
  biografías, que está en ese estante.


  Fue pasando las páginas con indolencia, echándose hacia atrás en su
  asiento y emitiendo grandes nubes de humo con su cigarro.


  —Mi colección de emes es de lo mejorcito —dijo—. Sólo con Moriarty
  bastaría para dar prestigio a una letra, y aquí tenemos además a
  Morgan, el envenenador, Merridew, de funesto recuerdo, y Mathews, que
  me saltó el colmillo izquierdo de un puñetazo en la sala de espera de
  Charing Cross. Y aquí tenemos por fin a nuestro amigo de esta noche.


  Me pasó el libro y leí: «Moran, Sebastian, coronel. Sin empleo. Sirvió
  en el 1° de Zapadores de Bengalore. Nacido en Londres en 1840. Hijo de
  sir Augustus Moran, C.B., ex embajador británico en Persia. Educado en
  Eton y Oxford. Sirvió en la campaña de Jowaki, en la campaña de
  Afganistán, en Charasiab (menciones elogiosas), Sherpur y Kabul. Autor
  de Caza mayor en el Himalaya occidental, 1881; Tres meses en la jungla,
  1884. Dirección: Conduit Street. Clubes: el Anglo-Indio, el
  Tankerville, el Bagatelle Card Club.»


  Al margen aparecía escrito, con la letra precisa de Holmes:


  «El segundo hombre más peligroso de Londres.»


  —Es asombroso —dije, devolviéndole el volumen—. La carrera de este
  hombre es la de un militar honorable.


  —Es cierto —respondió Holmes—. Hasta cierto punto, se portó muy bien.
  Siempre fue un hombre con nervios de acero, y todavía se cuenta en la
  India la historia de cuando se arrastró por una acequia persiguiendo a
  un tigre herido, devorador de hombres. Algunos árboles, Watson, crecen
  derechos hasta cierta altura y de pronto desarrollan cualquier extraña
  deformidad. Lo mismo sucede a menudo con las personas. Sostengo la
  teoría de que el desarrollo de cada individuo representa la sucesión
  completa de sus antepasados, y que cualquier giro repentino hacia el
  bien o hacia el mal obedece a una poderosa influencia introducida en su
  árbol genealógico. La persona se convierte, podríamos decir, en una
  recapitulación de la historia de su familia.


  —Una teoría bastante extravagante, diría yo.


  —Bien, no insistiré en ello. Por la causa que fuera, el coronel Moran,
  empezó a descarriarse. Aún sin dar lugar a ningún escándalo público, la
  India le llegó a resultar demasiado incómoda. Se retiró, vino a Londres
  y también aquí adquirió mala reputación. Fue entonces cuando le
  localizó el profesor Moriarty, para quien actuó durante algún tiempo
  como jefe de su Estado Mayor. Moriarty le proporcionaba dinero en
  abundancia, y sólo le utilizó en uno o dos trabajos de primerísima
  categoría, que quedaban fuera del alcance de un criminal corriente.
  Quizás recuerde usted la muerte de la señora Stewart, de Lauder, en
  1887. ¿No? Bueno, pues estoy seguro que Moran estuvo en el fondo del
  asunto; pero no se pudo demostrar nada. El coronel tenía las espaldas
  tan bien cubiertas que, incluso después de la desarticulación de la
  banda de Moriarty, resultó imposible acusarle de nada. ¿Se acuerda de
  aquella noche en que fui a su casa y cerré las contraventanas por temor
  a los fusiles de aire comprimido? Sabía muy bien lo que me hacía:
  estaba enterado de la existencia de este extraordinario fusil y sabía
  también que lo manejaba uno de los mejores tiradores del mundo. Cuando
  fuimos a Suiza, él nos siguió en compañía de Moriarty, y no cabe duda
  de que fue él quien me hizo pasar aquellos cinco minutos de infierno en
  la cornisa de Reichenbach.

  Como podrá usted suponer, durante mi estancia en Francia leí con
  bastante atención los periódicos, a la espera de una oportunidad de
  echarle el guante. Mi vida no tenía sentido mientras él anduviese
  suelto por Londres. Su sombra pesaría sobre mí noche y día, y tarde o
  temprano encontraría una oportunidad de caer sobre mí. ¿Qué podía
  hacer? No podía buscarle y pegarle un tiro, porque iría a parar a la
  cárcel. Tampoco serviría de nada recurrir a un magistrado. Los jueces
  no pueden actuar basándose en lo que a ellos tiene que parecerles una
  sospecha disparatada. Así que no podía hacer nada. Pero seguía leyendo
  los sucesos, porque estaba seguro de que tarde o temprano le pillaría.
  Y entonces se produjo la muerte de este Ronald Adair. ¡Por fin había
  llegado mi oportunidad! Sabiendo lo que yo sabía, ¿no resultaba
  evidente que el coronel Moran era el culpable? Había jugado a las
  cartas con el joven; le había seguido a su casa desde el club; le había
  disparado a través de la ventana abierta. No cabía duda alguna. Sólo
  con las balas bastaría para echarle la soga al cuello. Así que vine
  inmediatamente. El hombre que vigilaba mi casa me vio, y yo estaba
  seguro de que informaría a su jefe de mi presencia. Como es natural, el
  coronel relacionaría mi súbito regreso con su crimen y se alarmaría
  terriblemente. No me cabía duda de que intentaría quitarme de en medio
  cuanto antes, para lo cual traería su arma asesina. Le dejé un blanco
  perfecto en la ventana y, después de avisar a la policía de que sus
  servicios podrían ser necesarios —por cierto, Watson, usted los
  localizó a la perfección en aquel portal—, me instalé en lo que me
  pareció un excelente puesto de observación, sin imaginar que él
  elegiría el mismo lugar para atacar. Y ahora, querido Watson, ¿queda
  algo por aclarar?


  —Sí —dije—. No ha explicado todavía qué motivos tenía el coronel Moran
  para asesinar al honorable Ronald Adair.


  —¡Ah, querido Watson, aquí entramos en el terreno de las conjeturas,
  donde la mente más lógica puede fracasar! Cada uno puede elaborar su
  propia hipótesis, basándose en las pruebas existentes, y la suya tiene
  tantas posibilidades de acertar como la mía.


  —Pero usted tiene ya la suya, ¿no?


  —Creo que no resulta difícil explicar los hechos. Quedó demostrado que
  el coronel Moran y el joven Adair habían ganado una suma considerable
  jugando de compañeros. Ahora bien, es indudable que Moran hizo trampas;
  sé desde hace mucho tiempo que las hacía. Supongo que el día del crimen
  Adair se dio cuenta que Moran era un tramposo. Lo más probable es que
  hablara con él en privado, amenazándole con revelar la verdad a menos
  que Moran se diese de baja en el club y prometiera no volver a jugar a
  las cartas. Es muy poco probable que un joven como Adair provocase un
  escándalo de buenas a primeras denunciando a un hombre muy conocido y
  mucho mayor que él. Lo lógico es que actuara tal como yo digo. Para
  Moran, quedar excluido de los clubes significaba la ruina, ya que vivía
  de lo que ganaba trampeando a las cartas. Así que asesinó a Adair, que
  en aquel mismo momento estaba calculando el dinero que tenía que
  devolver, ya que consideraba inaceptable quedarse con el fruto de las
  trampas de su compañero. Cerró la puerta para que las damas no le
  sorprendieran e insistieran en que les explicara lo que estaba haciendo
  con la lista y el dinero. ¿Qué tal se sostiene esto?


  —Estoy convencido de que ha dado usted en el clavo.


  —El juicio lo confirmará o lo desmentirá. Mientras tanto, y pase lo que
  pase, el coronel Moran no nos molestará más, el famoso fusil de aire
  comprimido de Von Herder pasará a adornar el museo de Scotland Yard, y
  Sherlock Holmes queda libre de nuevo para dedicar su vida a examinar
  los interesantes problemillas que la complicada vida de Londres nos
  plantea sin cesar.

  - 2 -
  La aventura del constructor de Norwood



  —Desde el punto de vista del experto criminalista —dijo Sherlock Holmes
  —, Londres se ha convertido en una ciudad particularmente aburrida
  desde la muerte del llorado profesor Moriarty.


  —No creo que encuentre usted muchos ciudadanos honrados que compartan
  su opinión —respondí yo.


  —Bien, bien, ya sé que no debo ser egoísta —dijo él, sonriendo,
  mientras apartaba su silla de la mesa del desayuno—. Desde luego, la
  sociedad sale ganando y nadie sale perdiendo, con excepción del pobre
  especialista sin trabajo que ve desaparecer su oficio. Mientras aquel
  hombre se mantuvo activo, el periódico de cada mañana ofrecía infinitas
  posibilidades. Muchas veces se trataba tan sólo de una mínima huella,
  Watson, del indicio más leve, y, sin embargo, bastaba para que yo
  supiera que por allí andaba aquel magnífico y maligno cerebro, del
  mismo modo que el más ligero temblor en los bordes de la telaraña nos
  recuerda la existencia de la repugnante araña que acecha en el centro.
  Pequeños hurtos, asaltos violentos, agresiones sin objeto aparente...
  Para quien conociera la clave, todo se podía encajar de un modo
  coherente. No existía entonces una sola capital en Europa que ofreciera
  las oportunidades que Londres ofrecía para el estudio científico de las
  altas esferas del crimen. Pero ahora... —se encogió de hombros, en
  burlona desaprobación del estado de cosas al que tanto había
  contribuido él mismo.


  En la época de la que estoy hablando, hacía varios meses que Holmes
  había reaparecido, y yo, a petición suya había traspasado mi
  consultorio y volvía a compartir con él los antiguos aposentos de Baker
  Street. Un joven doctor apellidado Verner había adquirido mi pequeño
  consultorio de Kensington, pagando con asombrosa celeridad el precio
  más alto que yo me atreví a pedir, un asunto que no quedó explicado
  hasta varios años más tarde, cuando descubrí que Verner era pariente
  lejano de Holmes y que en realidad había sido mi amigo el que aportó el
  dinero. Nuestros meses de asociación no habían sido tan anodinos como
  Holmes afirmaba, ya que, revisando mis notas, veo que este período
  incluye el caso de los documentos del ex-presidente Murillo y también
  el escandaloso asunto del vapor holandés Friesland, que estuvo a punto
  de costarnos la vida a los dos. Sin embargo, su carácter frío y
  orgulloso rechazaba por sistema todo lo que se pareciera al aplauso
  público y me hizo prometer, en los términos más estrictos, que no diría
  una sola palabra sobre él, sus métodos o sus éxitos; una prohibición
  que, como ya he explicado, no levantó hasta hace muy poco.


  Tras expresar su excéntrica protesta, Sherlock Holmes se arrellanó en
  su sillón, y estaba desplegando el periódico de la mañana con aire
  despreocupado cuando a ambos nos sobresaltó un tremendo campanillazo en
  la puerta, seguido de inmediato por un fuerte repiqueteo, como si
  alguien estuviera aporreando con los puños la puerta de la calle.
  Cuando ésta se abrió, oímos una ruidosa carrera a través del vestíbulo
  y unos pasos que subían a toda prisa las escaleras. Un instante
  después, irrumpía en nuestra habitación un joven excitadísimo, con los
  ojos desorbitados, desmelenado y jadeante. Nos miró primero al uno y
  luego al otro, y al advertir nuestras miradas inquisitivas cayó en la
  cuenta de que debía ofrecer algún tipo de excusas por su desaforada
  entrada.


  —Lo siento, señor Holmes —exclamó—. Le ruego que no se ofenda. Estoy a
  punto de volverme loco. Señor Holmes, soy el desdichado John Hector
  McFarlane.


  Hizo esta presentación como si sólo con el nombre bastara para explicar
  su visita y sus modales, pero por el rostro impasible de mi compañero
  me di cuenta de que aquello le decía tan poco a él como a mí.


  —Tome un cigarrillo, señor McFarlane —dijo Holmes, empujando su
  pitillera hacia él—. Estoy seguro de que, a la vista de sus síntomas,
  mi amigo el doctor Watson le recomendaría un sedante. Ha hecho tanto
  calor estos últimos días... Ahora, si se siente usted más tranquilo, le
  agradecería que tomara asiento en esa silla y nos contara muy despacio
  y con mucha calma quién es usted y qué desea. Ha pronunciado usted su
  nombre como si yo tuviera necesariamente que conocerlo, pero le aseguro
  que, aparte de los hechos evidentes de que es usted soltero,
  procurador, masón y asmático, no sé nada en absoluto de usted.


  Habituado como estaba a los métodos de mi amigo, no me resultó difícil
  seguir sus deducciones y observar el atuendo descuidado, el legajo de
  documentos legales, el amuleto del reloj y la respiración jadeante en
  que se había basado. Sin embargo, nuestro cliente se quedó
  boquiabierto.


  —Sí, señor Holmes, soy todas esas cosas, pero además soy el hombre más
  desgraciado que existe ahora mismo en Londres. ¡Por amor de Dios, no me
  abandone, señor Holmes! Si vienen a detenerme antes de que haya
  terminado de contar mi historia, haga que me dejen tiempo de explicarle
  toda la verdad. Iría contento a la cárcel sabiendo que usted trabaja
  para mí desde fuera.


  —¡Detenerlo! —exclamó Holmes—. ¡Caramba, qué estupen..., qué
  interesante! ¿Y bajo qué acusación espera que lo detengan?


  —Acusado de asesinar al señor Jonas Oldacre, de Lower Norwood.


  El expresivo rostro de mi compañero dio muestras de simpatía, que,
  mucho me temo, no estaba exenta de satisfacción.


  —¡Vaya por Dios! —dijo—. ¡Y yo que hace un momento, durante el
  desayuno, le decía a mi amigo el doctor Watson que ya no aparecen casos
  sensacionales en los periódicos!


  Nuestro visitante extendió una mano temblorosa y recogió el Daily
  Telegraph que aún reposaba sobre las rodillas de Holmes.


  —Si lo hubiese leído, señor, habría sabido a primera vista qué es lo
  que me ha traído a su casa esta mañana. Tengo la sensación de que mi
  nombre y mi desgracia son la comidilla del día —desdobló el periódico
  para enseñarnos las páginas centrales.


  —Aquí está y, con su permiso, se lo voy a leer. Escuche esto, señor
  Holmes. Los titulares dicen: «Misterio en Lower Norwood. Desaparece un
  conocido constructor. Sospechas de asesinato e incendio provocado. Se
  sigue la pista del criminal.» Esta es la pista que están siguiendo,
  señor Holmes, y sé que conduce de manera infalible hacia mí. Me han
  seguido desde la estación del Puente de Londres y estoy convencido de
  que sólo esperan que llegue el mandamiento judicial para detenerme.
  ¡Esto le romperá el corazón a mi madre, le romperá el corazón! —se
  retorció las manos, presa de angustiosos temores, y comenzó a oscilar
  en su asiento, hacia delante y hacia atrás.


  Examiné con interés a aquel hombre, acusado de haber cometido un crimen
  violento. Era rubio y poseía un cierto atractivo, aunque fuera más bien
  del tipo enfermizo. Tenía los ojos azules y asustados, el rostro bien
  afeitado y la boca de una persona débil y sensible. Podría tener unos
  veintidós años; su vestimenta y su porte eran los de un caballero. Del
  bolsillo de su abrigo de entretiempo sobresalía un manojo de documentos
  sellados que delataban su profesión.


  —Aprovecharemos el tiempo lo mejor que podamos —dijo Holmes—. Watson,
  ¿sería usted tan amable de coger el periódico y leerme el párrafo en
  cuestión?


  Bajo los sonoros titulares que nuestro cliente había citado, leí el
  siguiente y sugestivo relato:


  «A última hora de la noche pasada, o a primera hora de esta mañana, se
  ha producido en Lower Norwood un incidente que induce a sospechar un
  grave crimen, cometido en la persona del señor Jonas Oldacre, conocido
  residente de este distrito, donde llevaba muchos años al frente de su
  negocio de construcción. El señor Oldacre era soltero, de 52 años, y
  residía en Deep Dene House, en el extremo más próximo a Sydenham de la
  calle del mismo nombre. Tenía fama de hombre excéntrico, reservado y
  retraído. Llevaba algunos años prácticamente retirado de sus negocios,
  con los cuales se dice que había amasado una considerable fortuna. No
  obstante, todavía existe un pequeño almacén de madera en la parte de
  atrás de su casa, y esta noche, a eso de las doce, se recibió el aviso
  de que una de las pilas de madera estaba ardiendo. Los bomberos
  acudieron de inmediato, pero la madera seca ardía de manera
  incontenible y resultó imposible apagar la conflagración(incendio, en
  desuso) hasta que toda la pila quedó consumida por completo. Hasta
  aquí, el suceso tenía toda la apariencia de un vulgar accidente, pero
  nuevos datos parecen apuntar hacia un grave crimen. En un principio,
  causó extrañeza la ausencia del propietario del establecimiento en el
  lugar del incendio, y se inició una investigación que demostró que
  había desaparecido de su casa. Al examinar su habitación, se descubrió
  que no había dormido en ella. La caja fuerte estaba abierta, había un
  montón de papeles importantes esparcidos por toda la habitación y, por
  último, se encontraron señales de una lucha violenta, pequeñas manchas
  de sangre en la habitación y un bastón de roble que también presentaba
  manchas de sangre en el puño. Se ha sabido que aquella noche, a horas
  bastante avanzadas, el señor Jonas Oldacre recibió una visita en su
  dormitorio, y se ha identificado el bastón encontrado como
  perteneciente a un visitante, que es un joven procurador de Londres
  llamado John Hector McFarlane, socio más joven del bufete Graham &
  McFarlane, con sede en el 426 de Gresham Buildings, E.C. La policía
  cree disponer de pruebas que indican un móvil muy convincente para el
  crimen, y no cabe duda de que muy pronto se darán a conocer noticias
  sensacionales.


  Última hora. - A la hora de entrar en máquinas ha corrido el rumor de
  que John Hector McFarlane ha sido detenido ya, acusado del asesinato de
  Mr. Jonas Oldacre. Al menos, se sabe a ciencia cierta que se ha
  expedido una orden de detención. La investigación en Norwood ha
  revelado nuevos y siniestros detalles. Además de encontrarse señales de
  lucha en la habitación del desdichado constructor, se ha sabido ahora
  que se encontraron abiertas las ventanas del dormitorio (situado en la
  planta baja), y huellas que parecían indicar que alguien había
  arrastrado un objeto voluminoso hasta la pila de madera. Por último, se
  dice que entre las cenizas del incendio se han encontrado restos
  carbonizados. La policía maneja la hipótesis de que se ha cometido un
  crimen, y supone que la víctima fue muerta a golpes en su propia
  habitación, tras lo cual el asesino registró sus papeles y luego
  arrastró el cadáver hasta la pila de madera, incendiándola para borrar
  todas las huellas de su crimen. El trabajo de investigación policial se
  ha encomendado en las expertas manos del inspector Lestrade, de
  Scotland Yard, que sigue las pistas con su energía y sagacidad
  habituales.»


  Sherlock Holmes escuchó este extraordinario relato con los ojos
  cerrados y las puntas de los dedos juntos.


  —Desde luego, el caso presenta algunos aspectos interesantes —dijo con
  su acostumbrada languidez—. ¿Puedo preguntarle en primer lugar, señor
  McFarlane, cómo es que todavía sigue en libertad, cuando parecen
  existir pruebas suficientes para justificar su detención?


  —Vivo en Torrington Lodge, Blackheath, con mis padres; pero anoche,
  como tenía que entrevistarme bastante tarde con el señor Jonas Oldacre,
  me quedé en un hotel de Norwood y fui a mi despacho desde allí. No supe
  nada de este asunto hasta que subí al tren y leí lo que usted acaba de
  oír. Me di cuenta al instante del terrible peligro que corría y me
  apresuré a poner el caso en sus manos. No me cabe duda de que me
  habrían detenido en mi despacho de la City o en mi casa. Un hombre me
  ha venido siguiendo desde la estación del Puente de Londres y estoy
  seguro... ¡Cielo santo! ¿Qué es eso?


  Era un campanillazo en la puerta, seguido al instante por fuertes
  pisadas en la escalera. Al cabo de un momento, nuestro amigo Lestrade
  apareció en el umbral. Por encima de su hombro pude advertir la
  presencia de uno o dos policías de uniforme.


  —¿El señor John Hector McFarlane? —dijo Lestrade.


  Nuestro desdichado cliente se puso en pie con el rostro descompuesto.


  —Queda detenido por el homicidio intencionado del señor Jonas Oldacre,
  de Lower Norwood.


  McFarlane se volvió hacia nosotros con gesto de desesperación y se
  hundió de nuevo en su asiento, como aplastado por un peso.


  —Un momento, Lestrade —dijo Holmes—. Media hora más o menos no
  significa nada para usted, y el caballero se disponía a darnos una
  información sobre este caso tan interesante, que podría servirnos de
  ayuda para esclarecerlo.


  —No creo que resulte nada difícil esclarecerlo —dijo Lestrade muy
  serio.


  —A pesar de todo, y con su permiso, me interesaría mucho oír su
  explicación.


  —Bueno, señor Holmes, me resulta muy difícil negarle nada, teniendo en
  cuenta la ayuda que ha prestado al Cuerpo en una o dos ocasiones.
  Scotland Yard está en deuda con usted —dijo Lestrade—. Pero al mismo
  tiempo debo permanecer junto al detenido, y me veo obligado a
  advertirle que todo lo que diga puede utilizarse como prueba en contra
  suya.


  —No deseo otra cosa —dijo nuestro cliente—. Todo lo que les pido es que
  escuchen y reconocerán la pura verdad.


  Lestrade consultó su reloj.


  —Le doy media hora —dijo.


  —Antes que nada, debo explicar —dijo McFarlane— que yo no conocía de
  nada al señor Jonas Oldacre. Su nombre sí que me era conocido, porque
  mis padres tuvieron tratos con él durante muchos años, aunque luego se
  distanciaron. Así pues, me sorprendió muchísimo que ayer se presentara,
  a eso de las tres de la tarde, en mi despacho de la City. Pero todavía
  quedé más asombrado cuando me explicó el objeto de su visita. Llevaba
  en la mano varias hojas de cuaderno, cubiertas de escritura garabateada
  —son éstas—, que extendió sobre la mesa.


  —Este es mi testamento —dijo—, y quiero que usted, señor McFarlane, lo
  redacte en forma legal. Me sentaré aquí mientras lo hace.


  Me puse a copiarlo, y pueden ustedes imaginarse mi asombro al descubrir
  que, con algunas salvedades, me dejaba a mí todas sus propiedades. Era
  un hombrecillo extraño, con aspecto de hurón y pestañas blancas, y
  cuando alcé la vista para mirarlo encontré sus ojos grandes y
  penetrantes clavados en mí con una expresión divertida. Al leer los
  términos del testamento, no di crédito a mis ojos. Pero él me explicó
  que era soltero, que apenas le quedaban parientes vivos, que había
  conocido a mis padres cuando era joven y que siempre había oído decir
  que yo era un joven de muchos méritos, por lo que estaba seguro de que
  su dinero quedaría en buenas manos. Por supuesto, no pude hacer otra
  cosa que balbucir algunos agradecimientos. El testamento quedó
  debidamente redactado y firmado, con mi escribiente respaldándolo como
  testigo. Es este papel azul, y estas hojas, como ya he explicado, son
  el borrador. A continuación el señor Oldacre me informó de la
  existencia de una serie de documentos —contratos de arrendamiento,
  títulos de propiedad, hipotecas, cédulas y esas cosas— que era preciso
  que yo examinase. Dijo que no se sentiría tranquilo hasta que todo el
  asunto hubiera quedado arreglado, y me rogó que acudiese aquella misma
  noche a su casa de Norwood, llevando el testamento, para dejarlo todo a
  punto. "Recuerde, muchacho, no diga ni una palabra de esto a sus padres
  hasta que todo quede arreglado. Entonces les daremos una pequeña
  sorpresa." Insistió mucho en este detalle y me hizo prometérselo
  solemnemente.


  Como podrá imaginar, señor Holmes, yo no estaba de humor para negarle
  nada que me pidiera. Ante semejante benefactor, lo único que yo deseaba
  era cumplir su voluntad hasta el menor detalle. Así que envié un
  telegrama a casa, diciendo que tenía un trabajo importante y que me
  resultaba imposible saber a qué hora podría regresar. El señor Oldacre
  me dijo que le gustaría que yo fuera a cenar con él a las nueve, ya que
  antes de esa hora no se encontraría en su casa. Pero tuve algunas
  dificultades para encontrar la casa y eran casi las nueve y media
  cuando llegué. Lo encontré...


  —¡Un momento! —interrumpió Holmes—. ¿Quién abrió la puerta?


  —Una mujer madura, supongo que su ama de llaves.


  —Y supongo que fue ella la que facilitó su nombre.


  —Exacto —dijo McFarlane.


  —Continúe, por favor.


  McFarlane se enjugó el sudor de la frente y prosiguió con su relato:


  —Esta mujer me hizo pasar a un cuarto de estar, donde ya estaba servida
  una cena ligera. Después de cenar, el señor Oldacre me condujo a su
  habitación, donde había una pesada caja de caudales. La abrió y sacó de
  ella un montón de documentos, que empezamos a revisar juntos. Serían
  entre las once y las doce cuando terminamos. Oldacre comentó que no
  debíamos molestar al ama de llaves y me hizo salir por la ventana, que
  había permanecido abierta todo el tiempo.


  —¿Estaba bajada la persiana? —preguntó Holmes.


  —No estoy seguro, pero creo que sólo estaba medio bajada. Sí, recuerdo
  que él la levantó para abrir la ventana de par en par. Yo no encontraba
  mi bastón, y él me dijo: «No se preocupe, muchacho, a partir de ahora
  espero que nos veamos con frecuencia, y guardaré su bastón hasta que
  venga a recogerlo.» Allí lo dejé, con la caja abierta y los papeles
  ordenados en paquetes sobre la mesa. Era tan tarde que no pude volver a
  Blackheath; así que pasé la noche en el «Anerley Arms» y no supe nada
  más hasta que leí la horrible crónica del suceso por la mañana.


  —¿Hay algo más que quiera usted preguntar, señor Holmes? —dijo
  Lestrade, cuyas cejas se habían alzado una o dos veces durante la
  sorprendente narración.


  —No, hasta que haya estado en Blackheath.


  —Querrá usted decir en Norwood —dijo Lestrade.


  —Ah, sí, seguramente eso es lo que quería decir —respondió Holmes, con
  su sonrisa enigmática.


  Lestrade había aprendido, a lo largo de más experiencias que las que le
  gustaba reconocer, que aquel cerebro afilado como una navaja podía
  penetrar en lo que a él le resultaba impenetrable. Vi que miraba a mi
  compañero con expresión de curiosidad.


  —Creo que me gustaría cambiar unas palabras con usted ahora mismo,
  señor Holmes —dijo—. Señor McFarlane, hay dos de mis agentes en la
  puerta y un coche aguardando.


  El angustiado joven se puso en pie y, dirigiéndonos una última mirada
  suplicante, salió de la habitación. Los policías lo condujeron al
  coche, pero Lestrade se quedó con nosotros.


  Holmes había recogido las hojas que formaban el borrador del testamento
  y las estaba examinando, con el más vivo interés reflejado en su
  rostro.


  —Este documento tiene su miga, ¿no cree usted, Lestrade? —dijo,
  pasándole los papeles.


  El inspector los miró con expresión de desconcierto.


  —Las primeras líneas se leen bien, y también éstas del centro de la
  segunda página, y una o dos al final. Tan claro como si fuera letra de
  imprenta —dijo—. Pero entre medias está muy mal escrito, y hay tres
  partes donde no se entiende nada.


  —¿Y qué saca de eso? —preguntó Holmes.


  —Bueno, ¿qué saca usted?


  —Que se escribió en un tren; la buena letra corresponde a las
  estaciones, la mala letra al tren en movimiento, y la malísima al paso
  por los cambios de agujas. Un experto científico dictaminaría en el
  acto que se escribió en una línea suburbana, ya que sólo en las
  proximidades de una gran ciudad puede haber una sucesión tan rápida de
  cambios de agujas. Si suponemos que la redacción del testamento ocupó
  todo el viaje, entonces se trataba de un tren expreso, que sólo se
  detuvo una vez entre Norwood y el Puente de Londres.


  Lestrade se echó a reír.


  —Me abruma usted cuando empieza con sus teorías, señor Holmes —dijo —.
  ¿Qué relación tiene esto con el caso?


  —Para empezar, corrobora el relato del joven en lo referente a que
  Jonas Oldacre redactó el testamento durante su viaje de ayer. Es
  curioso, ¿no le parece?, que alguien redacte un documento tan
  importante de una forma tan a la ligera. Parece dar a entender que el
  hombre no pensaba que aquello fuera a tener mucha importancia práctica.
  Como si no pretendiera que el testamento se llevase a efecto.


  —Pues al mismo tiempo estaba redactando su sentencia de muerte —dijo
  Lestrade.


  —¿Eso cree usted?


  —¿Usted no?


  —Bueno, es bastante posible; pero aún no veo claro el caso.


  —¿Que no lo ve claro? Pues si esto no está claro, no sé qué puede
  estarlo. Tenemos un joven que se entera de repente de que si cierto
  anciano fallece, él heredará la fortuna. ¿Qué es lo que hace? No le
  dice nada a nadie y se las arregla, con cualquier pretexto, para
  visitar a su cliente esa misma noche; espera hasta que se haya acostado
  la única otra persona de la casa y entonces, en la soledad de la
  habitación, asesina al viejo, quema el cadáver en la pila de madera y
  se marcha a dormir a un hotel cercano. Las manchas de sangre
  encontradas en la habitación y en el bastón son muy ligeras. Es
  probable que creyera que el crimen no había derramado sangre, y
  confiara en que si el cuerpo quedaba consumido desaparecerían todas las
  huellas del método empleado, huellas que por una u otra razón lo
  señalarían a él. ¿No resulta evidente todo esto?


  —Mi buen Lestrade, para mi gusto es un pelín demasiado evidente —dijo
  Holmes—. La imaginación no figura entre sus grandes cualidades, pero si
  pudiera por un momento ponerse en el lugar de este joven, ¿habría usted
  escogido para cometer el crimen precisamente la primera noche después
  de redactar el testamento? ¿No le habría parecido peligroso establecer
  una relación tan próxima entre los dos hechos? Y lo que es más: ¿habría
  usted elegido una ocasión en la que se sabía que estaba usted en la
  casa, ya que un sirviente le ha abierto la puerta? Y por último: ¿se
  tomaría usted tantas molestias para hacer desaparecer el cuerpo,
  dejando al mismo tiempo su bastón para que todos supieran que es usted
  el asesino? Confiese, Lestrade, todo eso es muy improbable.


  —En cuanto al bastón, señor Holmes, usted sabe tan bien como yo que los
  criminales a veces se ofuscan y hacen cosas que un hombre sereno no
  haría. Probablemente, le dio miedo entrar otra vez en la habitación. A
  ver si puede presentarme otra teoría que encaje con los hechos.


  —Podría presentarle media docena con toda facilidad —respondió Holmes
  —. Aquí tiene, por ejemplo, una muy posible, e incluso probable. Se la
  ofrezco gratis, como regalo. Un vagabundo que pasa por allí los ve a
  través de la ventana, que sólo tiene la persiana medio bajada. El
  abogado se marcha. El vagabundo entra. Coge un bastón que encuentra por
  ahí, mata a Oldacre y se larga después de quemar el cadáver.


  —¿Para qué iba el vagabundo a quemar el cadáver?


  —¿Y para qué iba a quemarlo McFarlane?


  —Para hacer desaparecer alguna prueba.


  —Puede que el vagabundo quisiera ocultar el hecho mismo de que se había
  cometido un asesinato.


  —¿Y cómo es que el vagabundo no se llevó nada?


  —Porque se trataba de documentos no negociables. Lestrade sacudió la
  cabeza, aunque me pareció que ya no sentía la misma seguridad absoluta
  que antes.


  —Bien, señor Sherlock Holmes, puede usted buscar a su vagabundo, y
  mientras lo busca nosotros nos quedaremos con nuestro hombre. El futuro
  dirá quién tiene razón. Pero fíjese tan sólo en esto, señor Holmes:
  hasta donde sabemos, no falta ninguno de los papeles, y el detenido es
  la única persona del mundo que no tenía ningún motivo para llevárselos,
  ya que, como heredero legal, pasarían a su poder de todas formas.


  Mi amigo pareció impresionado por este comentario.


  —No pretendo negar que, en algunos aspectos, las pruebas se inclinan
  hacia su teoría —dijo—. Lo único que quiero hacer ver es que existen
  otras teorías posibles. Como usted ha dicho, el futuro decidirá. Buenos
  días. Creo poder asegurar que en el transcurso de la jornada me dejaré
  caer por Norwood para ver cómo le va.


  Cuando el policía se hubo marchado, mi amigo se puso en pie y comenzó
  sus preparativos para la jornada de trabajo, con el aire animado de
  quien tiene por delante una tarea que le encanta.


  —Mi primer movimiento, Watson —dijo mientras se enfundaba en su
  levita—, será, como ya he dicho, en dirección a Blackheath.


  —¿Y por qué no a Norwood?


  —Porque en este caso tenemos un suceso muy curioso que viene pisándole
  los talones a otro suceso igualmente curioso. La policía está
  cometiendo el error de concentrar su atención en el segundo, porque da
  la casualidad de que es el único verdaderamente criminal. Pero para mí
  resulta evidente que la única manera lógica de abordar el caso es
  comenzando por arrojar alguna luz sobre el primer suceso: ese extraño
  testamento, redactado tan aprisa y con un heredero tan inesperado. Eso
  podría contribuir a aclarar lo que sucedió después. No, querido amigo,
  no creo que pueda usted ayudar. No se vislumbra ningún peligro; de lo
  contrario, ni se me ocurriría dar un paso sin usted. Confío en que,
  cuando nos veamos esta tarde, pueda comunicarle que he conseguido hacer
  algo en favor de este desdichado joven que ha venido a ponerse bajo mi
  protección.


  Era ya tarde cuando regresó mi amigo, y se notaba a primera vista, por
  su expresión preocupada y ansiosa, que las grandes esperanzas con que
  había salido de casa no se habían cumplido. Se pasó una hora sacándole
  sonidos al violín, en un intento de apaciguar sus excitados ánimos. Por
  último, dejó a un lado el instrumento y me soltó un relato detallado de
  sus desventuras.


  —Todo va mal, Watson. No podría ir peor. Mantuve el tipo ante Lestrade,
  pero por mi alma que parece que, por una vez, el tipo anda por buen
  camino y nosotros por el malo. Todos mis instintos apuntan en una
  dirección y todos los hechos en la otra, y mucho me temo que los
  jurados británicos aún no han alcanzado el nivel de inteligencia
  necesario para que den preferencia a mis teorías sobre los hechos de
  Lestrade.


  —¿Ha estado usted en Blackheath?


  —Sí, Watson, estuve allí y no tardé en averiguar que el difunto y
  llorado Oldacre era un pájaro de mucho cuidado. El padre había salido a
  ver a su hijo. La madre estaba en casa: una mujercita tierna, de ojos
  azules, que temblaba de miedo e indignación. Naturalmente, se negaba a
  admitir la mera posibilidad de que su hijo fuera culpable, pero tampoco
  manifestó ni sorpresa ni pena por la suerte de Oldacre. Por el
  contrario, habló de él con tal rabia que, sin darse cuenta, estaba
  reforzando considerablemente la hipótesis de la policía, ya que si su
  hijo la hubiera oído hablar del muerto en semejantes términos, no cabe
  duda de que se habría sentido predispuesto al odio y a la violencia.
  «Más que un ser humano, era un mono astuto y maligno —dijo—, y siempre
  lo fue, desde que era joven.»


  —¿Lo conoció usted entonces? —pregunté yo.


  —Sí, lo conocí muy bien; en realidad, fue pretendiente mío. Gracias a
  Dios que tuve el buen sentido de dejarlo y casarme con un hombre mejor,
  aunque fuera más pobre. Estábamos prometidos, señor Holmes, pero
  entonces me contaron una historia espantosa sobre él: que había soltado
  un gato dentro de una pajarera, y aquella crueldad tan brutal me
  horrorizó tanto que no quise saber nada más de él —se puso a rebuscar
  en un escritorio y por fin sacó una fotografía de una mujer, toda
  cortada y apuñalada con un cuchillo—. Esta fotografía es mía, dijo. Él
  me la envió en este estado, junto con una maldición, la mañana de mi
  boda.


  —Bueno —dije yo—, al menos parece que al final la perdonó, puesto que
  le dejó a su hijo todo lo que poseía.


  —Ni mi hijo ni yo queremos nada de Jonas Oldacre, ni vivo ni muerto —
  exclamó ella con mucha dignidad—. Hay un Dios en los cielos, señor
  Holmes, y ese mismo Dios, que ha castigado a ese malvado, demostrará a
  su debido tiempo que las manos de mi hijo no se han manchado con su
  sangre.


  Procuré seguir una o dos pistas, pero no encontré nada a favor de
  nuestra hipótesis, y sí varios detalles en contra. Por último, me rendí
  y me dirigí a Norwood. La casa en cuestión, Deep Dene House, es una
  residencia grande y moderna, de ladrillo descubierto, con terrenos
  propios y un césped delante, en el que hay plantados varios grupos de
  laureles. A la derecha, y a cierta distancia de la carretera, se
  encuentra el almacén de madera donde se produjo el incendio. Aquí tiene
  un plano aproximado, en esta hoja de mi cuaderno. Esta ventana de la
  izquierda es la de la habitación de Oldacre. Como puede ver, la
  habitación se ve perfectamente desde la carretera. Es el único detalle
  consolador que he obtenido en todo el día. Lestrade no estaba allí,
  pero un cabo de la policía me hizo los honores. Acababan de hacer un
  gran descubrimiento. Se habían pasado la mañana hurgando entre las
  cenizas de madera quemada y, además de los restos orgánicos
  carbonizados que tenían, encontraron varios discos metálicos
  desconocidos. Los examiné con atención y no cabía la menor duda de que
  se trataba de botones de pantalón. Hasta se distinguía en uno de ellos
  la marca “Hyams”, que es el nombre del sastre de Oldacre. A
  continuación, examiné minuciosamente el césped, en busca de rastros y
  huellas, pero esta sequía lo ha dejado todo duro como el hierro. No se
  veía nada, exceptuando que un cuerpo o un bulto grande había sido
  arrastrado a través de un seto bajo de aligustre que hay delante de la
  pila de madera. Todo eso, por supuesto, concuerda con la teoría
  oficial. Me arrastré por el césped bajo el sol de agosto. Pero al cabo
  de una hora tuve que levantarme, sin haber sacado nada en limpio.


  Después de este fracaso, pasé al dormitorio y lo inspeccioné también.
  Las manchas de sangre eran muy ligeras, meras gotitas borrosas, pero
  recientes sin lugar a dudas. Se habían llevado el bastón, pero sabemos
  que también en él las manchas eran pequeñas. No hay duda de que el
  bastón pertenece a nuestro cliente. Él mismo lo reconoce. En la
  alfombra se advertían las pisadas de los dos hombres, pero no había ni
  rastro de una tercera persona; otra baza para la parte contraria. Ellos
  no paran de anotarse tantos y nosotros seguimos parados. Sólo vislumbré
  una chispita de esperanza, y aun así se quedó en nada. Examiné el
  contenido de la caja fuerte, que estaba casi todo sacado y colocado
  sobre la mesa. Los papeles se habían distribuido en sobres lacrados,
  uno o dos de los cuales habían sido abiertos por la policía. Por lo que
  pude apreciar, no tenían mucho valor, y tampoco la cuenta bancaria
  indicaba que el señor Oldacre se encontrara en una situación muy
  boyante. Sin embargo, me dio la impresión de que allí faltaban
  documentos. Encontré alusiones a ciertas escrituras —posiblemente las
  más valiosas— que no aparecían por ninguna parte. Naturalmente, si
  pudiéramos demostrar esto, volveríamos el argumento de Lestrade en
  contra suya, porque ¿quién iba a robar una cosa que sabe que no tardará
  en heredar?


  Por último, tras husmear por todas partes sin llegar a olfatear nada,
  probé suerte con el ama de llaves, la señora Lexington, una mujer
  pequeña, morena y callada, de ojos recelosos y mirada torva(fiera o
  airada). Si quisiera, podría decirnos algo, estoy convencido de ello.
  Pero se cerró como una tumba. Sí, había abierto la puerta al señor
  McFarlane a las nueve y media. Ojalá se le hubiera secado la mano antes
  de hacerlo. Se había ido a la cama a las diez y media. Su habitación
  está al otro extremo de la casa y no oyó nada de lo que ocurría. El
  señor McFarlane había dejado en el vestíbulo su sombrero y, según creía
  recordar, también su bastón. Se había despertado al oír la alarma de
  incendio. Era indudable que su pobre y querido señor había sido
  asesinado. ¿Tenía Oldacre algún enemigo? Bueno, todo el mundo tiene
  algún enemigo, pero el señor Oldacre sólo se ocupaba de sus asuntos y
  no se trataba con nadie más que por cuestiones de negocios. Había visto
  los botones y estaba segura de que pertenecían a la ropa que Oldacre
  llevaba puesta aquella noche. La madera estaba muy seca, porque llevaba
  un mes sin llover. Ardió como la estopa, y cuando ella llegó al almacén
  no se veían más que llamas. Tanto ella como los bomberos habían notado
  el olor a carne quemada. No sabía nada de los documentos, ni de los
  asuntos privados del señor Oldacre.


  Y aquí tiene, querido Watson, el informe completo de mi fracaso. Y sin
  embargo..., y sin embargo... —apretó sus huesudas manos en un
  paroxismo(exaltación extrema) de convicción—, yo sé que todo es un
  error. Lo siento en los huesos. Hay algo que no ha salido a la luz, y
  esa ama de llaves está enterada de ello. Había en sus ojos una especie
  de desafío rencoroso que siempre acompaña al sentimiento de culpa. Sin
  embargo, de nada sirve seguir hablando de ello, Watson; como no
  tengamos un golpe de suerte, mucho me temo que el Caso de la
  Desaparición de Norwood no figurará en esta futura crónica de nuestros
  éxitos que el paciente público tendrá que soportar tarde o temprano.


  —Supongo —dije yo— que el aspecto del joven influirá favorablemente en
  cualquier jurado.


  —Ese argumento es muy peligroso, querido Watson. Acuérdese de Bert
  Stevens, aquel terrible asesino que pretendió que le sacásemos de
  apuros en el


  ¿Ha conocido a algún hombre de modales tan suaves, tan de catequesis,
  como aquél?


  —Es cierto.


  —A menos que consigamos establecer una hipótesis alternativa, nuestro
  hombre está perdido. Resulta difícil encontrar un punto flaco en la
  acusación que ahora mismo puede presentarse contra él, y todas las
  investigaciones realizadas han servidlo para reforzarla. Por cierto,
  existe un detalle curioso en esos papeles que quizás podría servirnos
  de punto de partida para nuestras pesquisas. Al examinar la cuenta
  bancaria, descubrí que el saldo tan bajo que presenta se debe
  principalmente a una serie de cheques por cantidades importantes que se
  han librado durante el último año a favor de un tal Cornelius. Confieso
  que me gustaría mucho saber quién puede ser este señor Cornelius al que
  un constructor retirado transfiere sumas tan elevadas. ¿Es posible que
  tenga algo que ver en el asunto? Podría tratarse de un agente de bolsa,
  pero no hemos encontrado ningún título que corresponda a dichos pagos.
  Mucho me temo, querido camarada, que nuestro caso tenga un final poco
  glorioso, con Lestrade ahorcando a nuestro cliente, lo cual, sin duda,
  constituirá un triunfo para Scotland Yard.


  Ignoro si Sherlock Holmes llegó a dormir algo aquella noche, pero
  cuando bajé a desayunar me lo encontré, pálido e inquieto, con sus
  brillantes ojos aún más brillantes a causa de las oscuras ojeras que
  los rodeaban. Alrededor de su silla, la alfombra estaba cubierta de
  colillas y de las primeras ediciones de los periódicos de la mañana.
  Sobre la mesa había un telegrama abierto.


  —¿Qué le parece esto, Watson? —preguntó, extendiéndomelo.


  Venía de Norwood y decía lo siguiente:


  «Nuevas e importantes pruebas. Culpabilidad McFarlane demostrada
  definitivamente. Aconsejo abandone caso.


  Lestrade.»


  —Parece que va en serio —dije.


  —Es el cacareo de victoria de Lestrade —respondió Holmes con una
  sonrisa amarga—. Sin embargo, sería prematuro abandonar el caso. Al fin
  y al cabo, las pruebas nuevas e importantes son un arma de doble filo,
  y bien pudiera ser que cortaran en dirección muy diferente a la que
  Lestrade imagina. Tómese el desayuno, Watson, e iremos juntos a ver qué
  podemos hacer. Me parece que hoy voy a necesitar su compañía y su apoyo
  moral.


  Mi amigo no había desayunado, porque una de sus manías era la de no
  tomar alimento alguno en los momentos de más tensión, y alguna vez lo
  he visto confiar en su resistencia de hierro hasta caer desmayado por
  pura inanición. «En estos momentos no puedo malgastar energías y fuerza
  nerviosa en una digestión», solía decir en respuesta a mis
  recriminaciones médicas. Así pues, no me sorprendió que aquella mañana
  dejara el desayuno sin tocar y saliera conmigo hacia Norwood. Todavía
  había un montón de mirones morbosos en torno a Deep Dene House, que era
  una típica residencia suburbana, tal como yo me la había imaginado.
  Lestrade salió a recibirnos nada más cruzar la puerta, con la victoria
  reflejada en el rostro y los modales agresivos de un triunfador.


  —Y bien, señor Holmes, ¿ha demostrado ya lo equivocados que estamos?
  ¿Encontró ya a su vagabundo? —exclamó.


  —Todavía no he llegado a ninguna conclusión —respondió mi compañero.


  —Pero nosotros ya llegamos a la nuestra ayer, y ahora se ha demostrado
  que era la acertada. Tendrá que reconocer que esta vez le hemos sacado
  un poco de delantera, señor Holmes.


  —Desde luego, da usted la impresión de que ha ocurrido algo
  extraordinario —dijo Holmes.


  Lestrade se echó a reír ruidosamente.


  —No le gusta que le venzan, como a cualquiera —dijo—. Pero uno no puede
  esperar salirse siempre con la suya, ¿no cree, doctor Watson? Pasen por
  aquí, por favor, caballeros, y creo que podré convencerles de una vez
  por todas de que fue John McFarlane quien cometió este crimen.


  Nos guio a través de un pasillo que desembocaba en un oscuro vestíbulo.


  —Por aquí debió venir el joven McFarlane a recoger su sombrero después
  de cometer el crimen —dijo—. Y ahora, fíjese en esto.


  Con un gesto dramático, encendió una cerilla e iluminó con su llama una
  mancha de sangre en la pared encalada. Era la huella inconfundible de
  un dedo pulgar.


  —Examínela con su lupa, señor Holmes.


  —Sí, eso hago.


  —Estará usted al corriente de que no existen dos huellas dactilares
  iguales.


  —Algo de eso he oído decir.


  —Muy bien, pues entonces haga el favor de comparar esta huella con esta
  impresión en cera del pulgar derecho del joven McFarlane, tomada por
  orden mía esta mañana.


  Colocó la impresión en cera junto a la mancha de sangre, y no hacía
  falta ninguna lupa para darse cuenta de que las dos marcas estaban
  hechas, sin lugar a dudas, por el mismo pulgar. Tuve la seguridad de
  que nuestro desdichado cliente estaba perdido.


  —Esto es definitivo —dijo Lestrade.


  —Sí, es definitivo —repetí yo, casi sin darme cuenta.


  —Es definitivo —dijo Holmes.


  Creí percibir algo raro en su tono y me volví para mirarlo. En su
  rostro se había producido un cambio extraordinario. Estaba temblando de
  regocijo contenido. Sus ojos brillaban como estrellas. Me pareció que
  hacía esfuerzos desesperados por contener un ataque convulsivo de risa.


  —¡Caramba, caramba! —exclamó por fin—. ¡Vaya, vaya! ¿Quién lo iba a
  pensar? ¡Qué engañosas pueden ser las apariencias, ya lo creo! ¡Un
  joven de aspecto tan agradable! Debe servirnos de lección para que no
  nos fiemos de nuestras impresiones, ¿no cree, Lestrade?


  —Pues sí, hay gente que tiende a creerse infalible, señor Holmes —dijo
  Lestrade.


  Su insolencia resultaba insufrible, pero no podíamos darnos por
  ofendidos.


  —¡Qué cosa más providencial que el joven fuera a apretar el pulgar
  derecho contra la pared al coger su sombrero de la percha! ¡Una acción
  tan natural, si nos ponemos a pensar en ello! —Holmes estaba tranquilo
  por fuera, pero todo su cuerpo se estremecía de emoción reprimida
  mientras hablaba—. Por cierto, Lestrade, ¿quién hizo este sensacional
  descubrimiento?


  —El ama de llaves, la señora Lexington, fue quien se lo hizo notar al
  policía que hacía la guardia de noche.


  —¿Dónde estaba el policía de noche?


  —Se quedó de guardia en el dormitorio donde se cometió el crimen, para
  que nadie tocase nada.


  —¿Y cómo es que la policía no vio esta huella ayer?


  —Bueno, no teníamos ningún motivo especial para examinar con detalle el
  vestíbulo. Además, no está en un lugar muy visible, como puede
  apreciar.


  —No, no, claro que no. Supongo que no hay ninguna duda de que la huella
  estaba aquí ayer.


  Lestrade miró a Holmes como si pensara que éste se había vuelto loco.
  Confieso que yo mismo estaba sorprendido, tanto de, su comportamiento
  jocoso como de aquel extravagante comentario.


  —A lo mejor piensa usted que McFarlane salió de su celda en el silencio
  de la noche con objeto de reforzar la evidencia en su contra —dijo
  Lestrade—. Emplazo a cualquier especialista del mundo a que diga si
  ésta es o no la huella de su pulgar.


  —Es la huella de su pulgar, sin lugar a discusión.


  —Bien, pues con eso me basta —dijo Lestrade—. Soy un hombre práctico,
  señor Holmes, y cuando reúno mis pruebas saco mis conclusiones. Si
  tiene usted algo que decir, me encontrará en el cuarto de estar,
  redactando mi informe.


  Holmes había recuperado su ecuanimidad, aunque todavía me parecía
  detectar en su expresión destellos de regocijo.


  —Vaya por Dios, qué mal se ponen las cosas, ¿no cree, Watson? —dijo—. Y
  sin embargo, existen algunos detalles que parecen ofrecer alguna
  esperanza a nuestro cliente.


  —Me alegra mucho saberlo —dije yo, de todo corazón—. Me temía ya que
  todo había terminado para él.


  —Pues yo no diría tanto, querido Watson. Lo cierto es que existe un
  fallo verdaderamente grave en esta evidencia a la que nuestro amigo
  atribuye tanta importancia.


  —¿De verdad, Holmes? ¿Y cuál es?


  —Tan sólo esto: que me consta que esa huella no estaba ahí cuando yo
  examiné esta pared ayer. Y ahora, Watson, salgamos a dar un paseíto al
  sol.


  Con la mente confusa, pero sintiendo renacer en el corazón una llama de
  esperanza, acompañé a mi amigo en su paseo por el jardín. Holmes
  examinó una a una y con gran interés todas las fachadas de la casa. A
  continuación, entró en ella e inspeccionó todo el edificio, desde el
  sótano a los áticos. La mayoría de las habitaciones estaban
  desamuebladas, pero aun así, Holmes las examinó minuciosamente. Por
  último, en el pasillo del piso superior, al que daban tres habitaciones
  deshabitadas, volvió a acometerle el espasmo de risa.


  —Desde luego, esta casa tiene aspectos muy curiosos, Watson —dijo—.
  Creo que va siendo hora de que pongamos al corriente a nuestro amigo
  Lestrade. Él ha pasado un buen rato a costa nuestra, y puede que
  nosotros lo pasemos a costa suya, si mi interpretación del problema
  resulta ser correcta. Sí, sí, creo que ya sé cómo tenemos que hacerlo.


  El inspector de Scotland Yard estaba aún escribiendo en la salita
  cuando llegó Holmes a interrumpirle.


  —Tengo entendido que está usted redactando un informe sobre este caso
  —dijo.


  —Así es.


  —¿No le parece que quizá sea un poco prematuro? No puedo dejar de
  pensar que sus pruebas no son concluyentes.


  Lestrade conocía demasiado bien a mi amigo para no hacer caso de sus
  palabras. Dejó la pluma y le miró con gesto de curiosidad.


  —¿Qué quiere usted decir, señor Holmes?


  —Sólo que hay un testigo muy importante, al que usted todavía no ha
  visto.


  —¿Puede usted presentármelo?


  —Creo que sí.


  —Pues hágalo.


  —Haré lo que pueda. ¿Cuántos policías tiene usted aquí?


  —Hay tres al alcance de mi voz.


  —¡Excelente! —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntar si son todos hombres
  grandes y fuertes, con voces potentes?


  —Estoy seguro de que sí, aunque no sé qué tienen que ver sus voces con
  esto.


  —Tal vez yo pueda ayudarle a comprender eso, y una o dos cosillas más
  —dijo Holmes—. Haga el favor de llamar a sus hombres y lo intentaré.


  Cinco minutos más tarde, los tres policías estaban reunidos en el
  vestíbulo.


  —En el cobertizo de fuera encontrarán una considerable cantidad de paja
  —dijo Holmes—. Les ruego que traigan un par de brazadas. Creo que
  resultarán de suma utilidad para convocar al testigo que necesitamos.
  Muchas gracias. Watson, creo que lleva usted cerillas en el bolsillo. Y
  ahora, señor Lestrade, le ruego que me acompañe al piso de arriba.


  Como ya he dicho, en aquel piso había un amplio pasillo al que daban
  tres habitaciones vacías. Sherlock Holmes nos condujo hasta un extremo
  de dicho pasillo. Los policías sonreían y Lestrade miraba a mi amigo
  con una expresión en la que se alternaban el asombro, la impaciencia y
  la burla. Holmes se plantó ante nosotros con el aire de un mago que se
  dispone a ejecutar un truco.


  —¿Haría el favor de enviar a uno de sus agentes a por dos cubos de
  agua? Pongan la paja aquí en el suelo, separada de las paredes. Bien,
  creo que todo está listo.


  La cara de Lestrade había empezado a ponerse roja de irritación.


  —¿Es que pretende jugar con nosotros, señor Sherlock Holmes? —dijo—. Si
  sabe algo, podría decirlo sin tanta payasada.


  —Le aseguro, mi buen Lestrade, que tengo excelentes razones para todo
  lo que hago. Tal vez recuerde usted el pequeño pitorreo que se corrió a
  costa mía cuando el sol parecía dar en su lado de la valla, así que no
  debe reprocharme ahora que yo le eche un poco de pompa y ceremonia.
  ¿Quiere hacer el favor, Watson, de abrir la ventana y luego aplicar una
  cerilla al borde de la paja?


  Hice lo que me pedía, y pronto se levantó una columna de humo gris, que
  la corriente hizo girar a lo largo del pasillo mientras la paja seca
  ardía y crepitaba.


  —Ahora, veamos si logramos encontrar a su testigo, Lestrade. Hagan
  todos el favor de gritar «fuego». Vamos allá: uno, dos, tres...


  —¡Fuego! —gritamos todos a coro.


  —Gracias. Por favor, otra vez.


  —¡Fuego!


  —Sólo una vez más, caballeros, todos a una.


  —¡¡Fuego!! —el grito debió resonar en todo Norwood.


  Apenas se habían extinguido sus ecos cuando sucedió algo asombroso. De
  pronto se abrió una puerta en lo que parecía ser una pared maciza al
  extremo del pasillo, y un hombrecillo arrugado salió corriendo por
  ella, como un conejo de su madriguera.


  —¡Perfecto! —dijo Holmes muy tranquilo—. Watson, eche un cubo de agua
  sobre la paja. Con eso bastará. Lestrade, permita que le presente al
  testigo fundamental que le faltaba: el señor Jonas Oldacre.


  El inspector miraba al recién llegado mudo de asombro. Éste, a su vez,
  parpadeaba a causa de la fuerte luz del pasillo y nos miraba a nosotros
  y al fuego a punto de apagarse. Tenía una cara repugnante, astuta,
  cruel, maligna, con ojos grises e inquietos y pestañas blancas.


  —¿Qué significa esto? —dijo por fin Lestrade—. ¿Qué ha estado usted
  haciendo todo este tiempo, eh?


  Oldacre dejó escapar una risita nerviosa, retrocediendo ante el rostro
  furioso y enrojecido del indignado policía.


  —No he causado ningún daño.


  —¿Qué no ha causado daño? Ha hecho todo lo que ha podido para que
  ahorquen a un inocente. Y de no ser por este caballero, no estoy seguro
  de que no lo hubiera conseguido.


  La miserable criatura se puso a gimotear.


  —Se lo aseguro, señor, no era más que una broma.


  —¿Conque una broma, eh? Pues le prometo que no será usted quien se ría.
  Llévenselo abajo y ténganlo en la salita hasta que yo llegue. Señor
  Holmes — continuó cuando los demás se hubieron ido—, no podía hablar
  delante de los agentes, pero no me importa decir, en presencia del
  doctor Watson, que esto ha sido lo más brillante que ha hecho usted en
  su vida, aunque para mí sea un misterio cómo lo ha logrado. Ha salvado
  la vida de un inocente y ha evitado un escándalo gravísimo, que habría
  arruinado mi reputación en el Cuerpo.


  Holmes sonrió y palmeó a Lestrade en el hombro.


  —En lugar de verla arruinada, amigo mío, va usted a ver enormemente
  acrecentada su reputación. Basta con que introduzca unos ligeros
  cambios en ese informe que estaba redactando, y todos comprenderán lo
  difícil que es pegársela al inspector Lestrade.


  —¿No desea usted que aparezca su nombre?


  —De ningún modo. El trabajo lleva consigo su propia recompensa. Quizás
  yo también reciba algún crédito en un día lejano, cuando permita que mi
  leal historiador vuelva a emborronar cuartillas, ¿eh, Watson?, ahora,
  veamos cómo era el escondrijo de esa rata.


  A unos dos metros del extremo del pasillo se había levantado un tabique
  de listones y yeso, con una puerta hábilmente disimulada. El interior
  recibía la luz a través de ranuras abiertas bajo los aleros. Dentro del
  escondrijo había unos pocos muebles, provisiones de comida y agua y una
  buena cantidad de libros y documentos.


  —Estas son las ventajas de ser constructor —dijo Holmes al salir—. Uno
  puede arreglarse un escondite sin necesidad de ningún cómplice...,
  exceptuando, por supuesto, a esa alhaja(joya) de ama de llaves, a la
  que yo metería también al saco sin pérdida de tiempo, Lestrade.


  —Seguiré su consejo. Pero ¿cómo descubrió usted este lugar, señor
  Holmes?


  —Llegué a la conclusión de que el tipo estaba escondido en la casa. Y
  cuando medí este pasillo, contando los pasos, y descubrí que era dos
  metros más corto que el del piso de abajo, me resultó evidente dónde se
  encontraba. Pensé que le faltarían agallas para quedarse quieto al oír
  la alarma de fuego. Naturalmente, podríamos haber irrumpido por las
  buenas y detenerlo, pero me pareció divertida la idea de hacer que se
  descubriera él mismo. Y además, Lestrade, le debía a usted una pequeña
  mascarada por sus chuflas de esta mañana.


  —Pues la verdad, señor, ahora hemos quedado en paz. Pero ¿cómo demonios
  sabía que ese individuo estaba en la casa?


  —La huella del pulgar, Lestrade. Usted mismo dijo que era definitiva, y
  ya lo creo que lo era, aunque en otro sentido. Yo sabía que el día
  anterior no estaba ahí. Presto mucha atención a los detalles, como
  quizás haya observado, y había examinado la pared. Me constaba que el
  día anterior estaba limpia. Por tanto, la huella se había dejado
  durante la noche.


  —Pero, ¿cómo?


  —Muy sencillo. Cuando estuvieron lacrando esos paquetes, Jonas Oldacre
  hizo que McFarlane sujetara uno de los sellos colocando el dedo pulgar
  sobre el lacre aún caliente. Debió de suceder de manera tan rápida y
  natural que me atrevería a decir que el joven ni se dio cuenta. Lo más
  probable es que ocurriera como le digo, y que ni el mismo Oldacre
  pensara en sacarle partido. Pero luego, mientras le daba vueltas al
  asunto en esa madriguera suya, se le debió ocurrir de pronto que la
  huella del pulgar podía servirle para aportar una prueba absolutamente
  condenatoria contra McFarlane. Era la cosa más fácil del mundo sacar
  una impresión en cera del sello, humedecerla con la sangre que saliera
  de un pinchazo y aplicar la marca a la pared durante la noche, bien por
  su propia mano, bien por la de su ama de llaves. Si examina estos
  documentos que se llevó a su refugio, le apuesto lo que quiera a que
  encuentra el sello con la huella del pulgar.


  —¡Maravilloso! —exclamó Lestrade—. ¡Maravilloso! Tal como usted lo
  expone, está claro como el agua. Pero ¿qué objeto tenía este siniestro
  engaño, señor Holmes?


  Resultaba divertidísimo ver cómo los modales presuntuosos del inspector
  se habían transformado de pronto en los de un niño que hace preguntas a
  su maestro.


  —Bueno, no creo que sea difícil de explicar. Ese caballero que nos
  aguarda abajo es una persona de lo más astuta, maligna y vengativa.
  ¿Sabía usted que la madre de McFarlane lo rechazó hace tiempo? ¡Claro
  que no! Ya le dije que primero había que ir a Blackheath y luego a
  Norwood. Pues bien, aquel insulto, que es como él lo consideraba, quedó
  enquistado en su mente malvada y calculadora. Toda su vida ha anhelado
  vengarse, pero nunca se le presentó la oportunidad. Durante los últimos
  años, las cosas no le han ido bien — especulaciones secretas, supongo—
  y se encontraba en situación apurada. Entonces decidió defraudar a sus
  acreedores, y para ello pagó fuertes cantidades a un tal señor
  Cornelius, que sospecho que es él mismo con otro nombre. Aún no he
  seguido la pista de estos cheques, pero estoy seguro de que el propio
  Oldacre los cobró en algún pueblo de provincias donde, de cuando en
  cuando, lleva una doble vida. Se proponía cambiar definitivamente de
  nombre, recoger el dinero y desaparecer, para iniciar una nueva vida en
  otra parte.


  —Parece bastante verosímil.


  —Debió ocurrírsele que desapareciendo se libraba para siempre de sus
  acreedores y, al mismo tiempo, podría disfrutar de una cumplida y
  demoledora venganza contra su antigua novia, si conseguía dar la
  impresión de que el hijo de ésta lo había asesinado. Como canallada,
  era una obra maestra y la ha llevado a cabo como un auténtico maestro.
  La idea del testamento, que aportaría un móvil convincente para el
  crimen, la visita secreta sin que los padres lo supieran, el escamoteo
  del bastón, la sangre, los restos de animales y los botones encontrados
  entre las cenizas... todo ha sido admirable. Pero le ha faltado el don
  supremo del artista, el de saber cuándo hay que pararse. Quiso mejorar
  lo que ya era perfecto, estrechar aún más el lazo en torno al cuello de
  su desgraciada víctima... y lo echó todo a perder. Bajemos, Lestrade,
  hay una o dos preguntas que me gustaría hacerle a ese tipo.


  La maligna criatura estaba sentada en su propia sala, con un policía a
  cada lado.


  —Era una broma, señor, nada más que una broma —gemía sin cesar—. Le
  aseguro, señor, que me escondí sólo para ver qué efecto producía mi
  desaparición, y estoy seguro de que no cometerá usted la injusticia de
  imaginar que yo habría permitido que le ocurriese nada malo al pobre
  joven McFarlane.


  —Eso lo decidirá el jurado —dijo Lestrade—. En cualquier caso, vamos a
  detenerlo bajo la acusación de conspiración, si es que no le acusamos
  de asesinato frustrado.


  —Y es muy probable que se encuentre con que sus acreedores embargan la
  cuenta bancaria del señor Cornelius —dijo Holmes.


  El hombrecillo dio un respingo y clavó sus malignos ojos en mi amigo.


  —Tengo mucho que agradecerle —dijo—. Puede que algún día ajustemos
  cuentas.


  Holmes sonrió con aire indulgente.


  —Me temo que durante unos cuantos años va a estar muy ocupado —dijo —.
  Por cierto, ¿qué es lo que metió en la pila de madera, junto a sus
  pantalones viejos? ¿Un perro muerto, conejos o qué? ¿No quiere decirlo?
  ¡Vaya por Dios, qué poco amable es usted! En fin, me atrevería a decir
  que con un par de conejos bastaría para explicar la sangre y los restos
  calcinados. Si alguna vez escribe usted un pequeño relato de esto,
  Watson, puede apañarse con los conejos.


  - 3 -
  La aventura de los bailarines



  Holmes llevaba varias horas sentado en silencio, con su larga y delgada
  espalda doblada sobre un recipiente químico en el que hervía un
  preparado particularmente maloliente. Tenía la cabeza caída sobre el
  pecho y, desde donde yo lo miraba, parecía un pajarraco larguirucho,
  con plumaje gris mate y un copete negro.


  —Y bien, Watson —dijo de repente—, ¿de modo que no piensa usted
  invertir en valores sudafricanos?


  Di un respingo de sorpresa. Aunque estaba acostumbrado a las asombrosas
  facultades de Holmes, aquella repentina intromisión en mis pensamientos
  más íntimos resultaba completamente inexplicable.


  —¿Cómo demonios sabe usted eso? —pregunté.


  Holmes dio media vuelta sin levantarse de su banqueta, con un humeante
  tubo de ensayo en la mano y un brillo burlón en sus hundidos ojos.


  —Vamos, Watson, confiese que se ha quedado completamente estupefacto.


  —Así es.


  —Debería hacerle firmar un papel reconociéndolo.


  —¿Por qué?


  —Porque dentro de cinco minutos dirá usted que todo era sencillísimo.


  —Estoy seguro de que no diré nada semejante.


  —Verá usted, querido Watson —colocó el tubo de ensayo en su soporte y
  comenzó a disertar con el aire de un profesor dirigiéndose a su clase—,
  la verdad es que no resulta muy difícil construir una cadena de
  inferencias(deducciones), cada una de las cuales depende de la anterior
  y es, en sí misma, muy sencilla. Si después de hacer eso se suprimen
  todas las inferencias intermedias y sólo se le presentan al público el
  punto de partida y la conclusión, se puede conseguir un efecto
  sorprendente, aunque puede que un tanto chabacano. Pues bien: lo cierto
  es que no resultó muy difícil, con sólo inspeccionar el surco que
  separa su dedo pulgar del índice, deducir con toda seguridad que no
  tiene usted intención de invertir su modesto capital en las minas de
  oro.


  —No veo ninguna relación.


  —Seguro que no; pero se la voy a hacer ver en seguida. He aquí los
  eslabones que faltan en la sencillísima cadena: Uno: cuando regresó
  anoche del club, tenía usted tiza entre el dedo pulgar y el índice.
  Dos: usted se aplica tiza en ese lugar cuando juega al billar, para
  dirigir el taco. Tres: usted no juega al billar más que con Thurston.
  Cuatro: hace cuatro semanas, me dijo usted que Thurston tenía una
  opción para comprar ciertas acciones sudafricanas, que expiraría al
  cabo de un mes y que deseaba compartir con usted. Cinco: su talonario
  de cheques está guardado en mi escritorio y no me ha pedido usted la
  llave. Seis: por tanto, no tiene usted intención de invertir su dinero
  en este negocio.


  —¡Pero si es sencillísimo! —exclamé.


  —Ya lo creo —dijo él, un poco escocido—. Todos los problemas le parecen
  infantiles después de que se los hayan explicado. Pues aquí tiene uno
  sin explicación. A ver qué saca usted de esto, amigo Watson.


  Arrojó sobre la mesa una hoja de papel y volvió a enfrascarse en sus
  análisis químicos. Yo miré desconcertado el absurdo jeroglífico
  dibujado en el papel.


  —¡Pero, Holmes, si es un dibujo hecho por un niño! —exclamé.


  —Ah, ¿eso le parece?


  —¿Qué otra cosa puede ser?


  —Eso es precisamente lo que le gustaría saber al señor Hilton Cubitt,
  de Ridling Thorpe Manor, Norfolk. Este pequeño rompecabezas llegó con
  el primer reparto del correo, y el caballero en cuestión iba a venir en
  el siguiente tren. Han llamado a la puerta, Watson. No me extrañaría
  que fuera él.


  Se oyeron fuertes pasos en la escalera y un instante después entró en
  la habitación un caballero alto, colorado, bien afeitado, con ojos
  claros y mejillas sonrosadas que indicaban que vivía lejos de las
  nieblas de Baker Street. Al entrar, pareció que entraba con él un soplo
  del aire fresco, sano y vivificante de la costa este. Después de
  estrecharnos las manos a los dos, se disponía a sentarse cuando su
  mirada fue a posarse en el papel con los extraños dibujos, que yo
  acababa de examinar y había dejado sobre la mesa.


  —Y bien, señor Holmes ¿qué ha sacado de eso? —preguntó—. Me dijeron que
  le gustaban a usted los misterios extravagantes, y no creo que pueda
  encontrar uno más extravagante que éste. Le envié el papel por delante
  para que tuviera tiempo de estudiarlo antes de que llegara yo.


  —Desde luego, se trata de un documento muy curioso —dijo Holmes—. A
  primera vista, podría pensarse que no es más que un juego de niños. Son
  una serie de monigotes ridículos que parecen estar bailando. ¿Por qué
  le atribuye usted tanta importancia a una cosa tan grotesca?


  —No soy yo, señor Holmes, es mi esposa. Esto la tiene muerta de miedo.
  No dice nada, pero puedo advertir el terror en sus ojos. Por eso quiero
  llegar al fondo del asunto.


  Holmes levantó el papel para que le diera de lleno la luz del sol. Era
  una página arrancada de un cuaderno. Los dibujos estaban hechos a
  lápiz. Holmes examinó el papel durante un buen rato y después lo dobló
  con cuidado y lo guardó en su cuaderno de bolsillo.




  —Este promete ser un caso de lo más interesante e insólito —dijo—. En
  su carta me informaba usted de algunos pormenores, señor Cubitt, pero
  le agradecería muchísimo que lo repitiera todo, en beneficio de mi
  amigo el señor Watson.


  —No se me da muy bien contar historias —dijo nuestro visitante,
  cerrando y abriendo con nerviosismo sus grandes y fuertes manos—, así
  que no vacile en preguntarme si algo no queda claro. Empezaré por mi
  boda, que tuvo lugar hace un año. Pero, antes que nada, quiero decirles
  que, aunque no soy un hombre rico, mi familia lleva viviendo en Ridling
  Thorpe desde hace cinco siglos, y no existe una familia más conocida en
  todo el condado de Norfolk. El año pasado vine a Londres para la Fiesta
  de Aniversario y me alojé en una casa de huéspedes de Russell Square,
  porque allí era donde se alojaba Parker, el vicario de nuestra
  parroquia. También estaba allí una señorita americana apellidada
  Patrick, Elsie Patrick. No sé cómo, nos hicimos amigos, y antes de un
  mes yo estaba tan enamorado como puede estarlo un hombre. Nos casamos
  discretamente en el registro civil y regresamos a Norfolk convertidos
  en matrimonio. Le parecerá a usted una locura, señor Holmes, que un
  hombre perteneciente a una antigua e ilustre familia se case de esta
  manera, sin saber nada del pasado ni de la familia de su esposa; pero
  si la viera y la conociera, no le costaría tanto entenderlo.


  Ella se portó con absoluta honradez. No se puede decir que no me diera
  toda clase de facilidades para romper el compromiso si yo lo deseaba.
  He tenido en mi vida algunas compañías muy desagradables —me dijo—.
  Quiero olvidarme de ellas y preferiría no mencionar nunca el pasado,
  porque me resulta muy doloroso. Si me aceptas, Hilton, te llevarás una
  mujer que no tiene nada de qué avergonzarse personalmente; pero tendrás
  que aceptar mi palabra y permitirme guardar silencio sobre todo lo que
  sucedió hasta el momento en que llegué a ser tuya. Si estas condiciones
  te resultan inaceptables, regresa a Norfolk y déjame seguir con la vida
  solitaria que llevaba cuando me encontraste. Estas fueron las palabras
  exactas que me dijo el día antes de nuestra boda. Yo le contesté que
  aceptaba gustoso sus condiciones, y hasta ahora he cumplido mi palabra.


  Pues bien, llevamos ya casados un año y hemos sido muy felices. Pero
  hace aproximadamente un mes, a finales de junio, advertí las primeras
  señales de que algo andaba mal. Un día, mi esposa recibió una carta de
  América. Pude ver el sello. Se puso pálida como un muerto, leyó la
  carta y la arrojó al fuego. No hizo ningún comentario y tampoco lo hice
  yo, porque una promesa es una promesa; pero desde aquel momento, mi
  mujer no ha conocido un instante de sosiego. Tiene una expresión
  constante de miedo, como si estuviera esperando algo terrible. Lo mejor
  que podría hacer es confiar en mí; descubriría que soy su mejor amigo.
  Pero mientras no hable, yo no puedo decir nada. Le aseguro, señor
  Holmes, que es una mujer sincera, y que si en el pasado se vio metida
  en algún lío, no fue por culpa suya. No soy más que un simple hacendado
  de Norfolk, pero no existe en Inglaterra un hombre que valore más que
  yo el honor de su familia. Ella lo sabe bien, y lo sabía antes de
  casarse conmigo.


  Jamás arrojaría una mancha sobre nuestro honor..., de esto estoy
  seguro.


  Y ahora llegamos a la parte extravagante de la historia. Hace como una
  semana, el martes de la pasada semana, encontré en el alféizar de una
  ventana un conjunto de monigotes bailarines, como los de este papel,
  dibujados con tiza. Pensé que los habría dibujado el mozo de cuadras,
  pero éste juró que no sabía nada del asunto. En cualquier caso, los
  pintaron durante la noche. Hice que los borraran y no se lo comenté a
  mi mujer hasta más tarde. Con gran sorpresa por mi parte, ella se lo
  tomó muy en serio y me rogó que si aparecían más se los dejara ver. No
  sucedió nada durante una semana, pero ayer por la mañana encontré este
  papel sobre el reloj de sol del jardín. Se lo enseñé a Elsie y cayó
  desmayada al instante. Desde entonces parece como sonámbula, medio
  aturdida y con el terror constantemente pintado en los ojos. Fue
  entonces cuando decidí escribirle y enviarle el papel, señor Holmes. No
  es una cosa que se pueda denunciar a la policía, porque se habrían
  reído de mí, pero usted me dirá qué se puede hacer. No soy rico, pero
  si algún peligro amenaza a mi mujercita, gastaría hasta el último
  penique para protegerla.


  Era un gran tipo aquel hijo de la antigua Inglaterra, sencillo, honesto
  y amable, con sus grandes y expresivos ojos azules y su rostro amplio y
  simpático. Llevaba reflejados en el rostro el amor y la confianza que
  sentía por su esposa. Holmes había escuchado su relato con la máxima
  atención, y luego se quedó un buen rato callado, sumido en profundas
  reflexiones.


  —¿No cree usted, señor Cubitt —dijo por fin—, que lo mejor sería
  abordar directamente a su esposa y pedirle que le confíe su secreto?


  Hilton Cubbit sacudió su enorme cabeza.


  —Una promesa es una promesa, señor Holmes. Si Elsie quisiera decírmelo,
  me lo diría. Si no, no seré yo quien viole su confianza. Pero tengo
  derecho a actuar por mi cuenta, y pienso hacerlo.


  —Entonces, le ayudaré de todo corazón. En primer lugar, ¿sabe usted si
  ha aparecido algún extranjero por su vecindario?


  —No.


  —Supongo que se trata de un lugar muy tranquilo, y que una cara nueva
  provocaría comentarios.


  —En la vecindad inmediata, sí. Pero no muy lejos hay varios pueblos con
  balnearios, y los granjeros aceptan huéspedes.


  —Es evidente que estos jeroglíficos significan algo. Si se trata de una
  clave arbitraria, puede resultarnos imposible descifrarla. Pero si es
  sistemática, no me cabe duda de que llegaremos al fondo del asunto. Sin
  embargo, esta muestra en particular es tan pequeña que no puedo hacer
  nada con ella, y la información que usted me ha dado es tan inconcreta
  que carecemos de base para una investigación. Yo le aconsejaría
  regresar a Norfolk, mantenerse ojo avizor y hacer una copia exacta de
  todo nuevo monigote que aparezca. Es una verdadera lástima que no
  dispongamos de una copia de los que se dibujaron con tiza en el
  alféizar de la ventana. Además de esto, investigue discretamente acerca
  de la presencia de extranjeros por los alrededores. Cuando haya reunido
  algún dato nuevo, vuelva a verme. Es el mejor consejo que puedo darle,
  señor Cubbit. Si se presentara alguna novedad apremiante, me tendrá
  siempre dispuesto a acudir corriendo a su casa de Norfolk.


  La entrevista dejó a Sherlock Holmes muy pensativo, y durante los días
  siguientes le vi en varias ocasiones sacar la hoja de papel de su
  cuaderno y contemplar durante largo rato y con gran interés las
  curiosas figuras dibujadas en ella. Sin embargo, no volvió a hacer
  mención del asunto hasta una tarde, unos quince días después. Yo me
  disponía a salir cuando él me llamó.


  —Será mejor que se quede, Watson.


  —¿Por qué?


  —Porque esta mañana he recibido un telegrama de Hilton Cubitt. ¿Se
  acuerda usted de Hilton Cubitt, el de los monigotes? Ha debido llegar a
  la estación de Liverpool Street a la una y veinte. Estará aquí de un
  momento a otro. Su telegrama parece sugerir que se han producido
  novedades de importancia.


  No tuvimos que esperar mucho. Nuestro caballero de Norfolk vino
  directamente desde la estación, tan rápido como pudo llevarlo un coche
  de alquiler. Se le veía angustiado y deprimido, con los ojos fatigados
  y la frente llena de arrugas.


  —Este asunto me está destrozando los nervios, señor Holmes —dijo,
  dejándose caer en una butaca como si estuviera agotado—. Ya es bastante
  malo sentirse rodeado por gente invisible y misteriosa que parece estar
  tramando algo contra uno; pero si, además, uno sabe que eso está
  matando poco a poco a su esposa, la cosa se hace verdaderamente
  insoportable. Elsie se está consumiendo..., se está consumiendo ante
  mis propios ojos.


  —¿Todavía no ha dicho nada?


  —No, señor Holmes, no ha dicho nada. Y sin embargo, ha habido momentos
  en que la pobre chica quería hablar, pero no acababa de decidirse a dar
  el paso. He intentado ayudarla, pero me temo que no fui muy hábil y
  sólo conseguí asustarla y que siguiera callando. Me hablaba de la
  antigüedad de mi familia, de nuestra reputación en el condado, del
  orgullo que sentimos por nuestro honor intachable, y siempre me parecía
  que estaba a punto de explicarse; pero por una cosa o por otra, nunca
  llegaba a hacerlo.


  —Y usted, ¿ha descubierto algo por su cuenta?


  —Mucho, señor Holmes. Traigo varios dibujos nuevos de monigotes para
  que usted los examine y, lo que es más importante, he visto al sujeto.


  —¡Cómo! ¿Al hombre que los dibuja?


  —Sí, lo sorprendí en plena faena. Pero es mejor que se lo cuente todo
  en orden. Cuando regresé después de visitarle a usted, lo primero que
  vi a la mañana siguiente fue una nueva cosecha de monigotes. Estaban
  dibujados con tiza en la puerta negra de madera del cobertizo donde se
  guardan las herramientas, que está junto al césped, bien a la vista
  desde las ventanas. Saqué una copia exacta y aquí la tengo —desplegó un
  papel y lo extendió sobre la mesa—. He aquí el jeroglífico.



  —¡Excelente! —dijo Holmes—. ¡Excelente! Por favor, continúe.


  —Después de copiarlos, borré los dibujos. Pero dos días después
  apareció una nueva inscripción. Aquí tengo la copia.



  Holmes se frotó las manos y soltó una risita de placer.


  —Vamos acumulando material con mucha rapidez —dijo.


  —Tres días después, apareció un mensaje dibujado en papel, que dejaron
  sobre el reloj de sol, sujeto con una piedra. Como ve, las figuras son
  exactamente las mismas que en el dibujo anterior. Después de eso,
  decidí ponerme al acecho; cogí mi revólver y me senté en mi estudio,
  desde donde se domina el césped y el jardín. A eso de las dos de la
  mañana, seguía sentado junto a la ventana, completamente a oscuras,
  excepto por la luz de la luna que brillaba fuera, cuando oí pasos a mi
  espalda y allí estaba mi mujer en camisón. Me rogó que fuera a la cama
  y yo le dije sin rodeos que quería averiguar quién estaba jugando con
  nosotros un juego tan absurdo. Me respondió que se trataba de alguna
  broma idiota y que no debía prestarle atención.


  —Si tanto te molesta, Hilton, podríamos irnos de viaje los dos, y nos
  evitaríamos esta molestia.


  —¿Qué? ¿Dejar que un bromista nos expulse de nuestra casa? —dije—.
  ¡Seríamos el hazmerreír de todo el condado!


  —Vamos, ven a acostarte —dijo ella—, y ya lo discutiremos por la
  mañana.


  De pronto, mientras ella hablaba, vi que su rostro, ya pálido, se ponía
  aún más pálido a la luz de la luna, y su mano se aferró a mi hombro.
  Algo se movía en la sombra del cobertizo. Distinguí una figura negra y
  encogida que doblaba la esquina arrastrándose y se agachaba delante de
  la puerta. Cogí mi revólver y me disponía a salir a la carrera cuando
  mi esposa me rodeó con los brazos, sujetándome con una fuerza
  histérica. Intenté desprenderme de ella, pero se agarraba a mí con
  absoluta desesperación. Por fin logré soltarme, pero para cuando abrí
  la puerta y llegué al cobertizo, el individuo había desaparecido. Sin
  embargo, había dejado huellas de su presencia: en la puerta se veía el
  mismo conjunto de monigotes que ya había aparecido dos veces y que está
  copiado en ese papel. Por lo demás, no se veía ni rastro del intruso, a
  pesar de que recorrí la finca de cabo a rabo. Y sin embargo, lo
  asombroso es que debió de estar allí todo el tiempo, porque cuando
  volví a examinar la puerta por la mañana había dibujado varias
  figuritas más bajo la serie que yo ya había visto.


  —¿Tiene usted ese nuevo dibujo?


  —Sí. Es muy breve, pero hice una copia y aquí está.



  Sacó un nuevo papel.


  —Dígame —dijo Holmes, y se veía en sus ojos que estaba excitadísimo—,
  ¿esto era un añadido al primer dibujo, o parecía simplemente
  independiente?


  —Estaba dibujado en una tabla distinta de la puerta.


  —¡Excelente! Para nuestros propósitos, esto es de la máxima
  importancia. Me llena de esperanzas. Ahora, señor Cubitt, le ruego que
  continúe con su interesantísima narración.


  —No tengo nada más que decir, señor Holmes, excepto que me irrité con
  mi mujer por haberme sujetado cuando podría haber atrapado a aquel
  granuja merodeador. Me dijo que tuvo miedo de que pudieran hacerme
  algún daño, y por un instante me asaltó el pensamiento de que tal vez
  lo que ella temía en realidad es que pudiera hacerle algún daño a él,
  porque estaba convencido de que ella sabía quién era aquel hombre y lo
  que significaban sus extraños mensajes. Sin embargo, señor Holmes, hay
  algo en la forma de hablar de mi esposa y en la mirada de sus ojos que
  disipa toda duda, y ahora estoy convencido de que pensaba
  verdaderamente en mi seguridad. Esto es todo lo que hay, y ahora espero
  que usted me aconseje lo que debo hacer. Por mi gusto, pondría media
  docena de peones escondidos entre los arbustos, y cuando volviera ese
  fulano le darían tal paliza que nos dejaría en paz para siempre.


  —Me temo que el caso es demasiado grave para remedios tan simples —
  dijo Holmes—. ¿Cuánto tiempo puede usted quedarse en Londres?


  —Tengo que regresar hoy mismo. Por nada del mundo dejaría sola a mi
  esposa por la noche. Está muy nerviosa y me ha suplicado que vuelva.


  —Creo que hace usted bien. Pero si hubiera podido quedarse, es posible
  que dentro de uno o dos días yo habría podido regresar con usted.
  Mientras tanto, déjeme esos papeles, y creo muy probable que pueda ir a
  visitarle muy pronto y arrojar alguna luz sobre el caso.


  Sherlock Holmes mantuvo su actitud serena y profesional hasta que
  nuestro visitante se hubo marchado, aunque yo, que le conocía bien,
  veía perfectamente que se encontraba excitadísimo. En cuanto las anchas
  espaldas de Hilton Cubitt desaparecieron por la puerta, mi compañero
  corrió a la mesa, extendió todos los papeles con monigotes dibujados y
  se enfrascó en intrincados y laboriosos cálculos.


  Durante dos horas le vi llenar hojas y hojas de papel con figuras y
  letras, tan absorto en su tarea que resultaba evidente que se había
  olvidado de mi presencia. De cuando en cuando hacía progresos y
  entonces silbaba y cantaba al trabajar; otras veces se quedaba
  desconcertado y permanecía sentado durante largo rato con la frente
  fruncida y la mirada ausente. Por fin, saltó de su asiento con un grito
  de satisfacción y se puso a dar zancadas por la habitación mientras se
  frotaba las manos. A continuación, escribió un largo mensaje en un
  impreso para telegramas.


  —Si esto recibe la contestación que espero, Watson, podrá usted añadir
  un precioso caso a su colección —dijo—. Espero que mañana podamos
  acercarnos a Norfolk para llevarle a nuestro amigo información muy
  concreta sobre este secreto que tanto le atormenta.


  Confieso que me sentía lleno de curiosidad, pero sabía bien que a
  Holmes le gustaba hacer las revelaciones en su momento y a su manera,
  así que esperé a que tuviera a bien confiarme sus conocimientos.


  Sin embargo, el telegrama de respuesta se retrasó y vivimos dos días de
  impaciencia, durante los cuales Holmes estiraba las orejas cada vez que
  sonaba el timbre de la puerta. El segundo día por la tarde nos llegó
  una carta de Hilton Cubitt. Todo seguía tranquilo, pero aquella mañana
  había aparecido una larga inscripción en el pedestal del reloj del sol.



  Holmes estudió este absurdo friso durante unos minutos y de pronto se
  puso en pie de un salto, con una exclamación de sorpresa y desaliento.
  Su rostro expresaba una terrible ansiedad.


  —Hemos dejado que esto vaya demasiado lejos —dijo—. ¿Hay algún tren
  para North Walsham esta noche?


  Consulté el horario de ferrocarriles. El último tren acababa de salir.


  —Entonces, desayunaremos temprano y tomaremos el primero de la mañana
  —dijo Holmes—. Nuestra presencia es necesaria con la máxima urgencia.
  ¡Ah, aquí está el telegrama que esperábamos! Un momento, señora Hudson,
  quizás haya respuesta... No, es justo lo que esperaba. Este mensaje
  hace aún más imprescindible que no perdamos un momento en informar a
  Hilton Cubitt del estado de las cosas, porque nuestro simpático
  hacendado de Norfolk se encuentra enredado en una extraña y peligrosa
  telaraña.


  Los hechos demostraron que tenía razón. Aun ahora, al acercarme a la
  conclusión de la historia que al principio me había parecido una
  fantasía infantil, vuelvo a experimentar la angustia y el horror que
  entonces sentí. Ojalá hubiera tenido un final más feliz para
  comunicárselo a mis lectores; pero la crónica debe atenerse a los
  hechos, y yo debo seguir hasta su siniestro desenlace la extraña cadena
  de sucesos que durante unos días convirtieron a Ridling Thorpe Manor en
  tema de conversación a todo lo largo y ancho de Inglaterra.


  Apenas si habíamos descendido del tren en North Walsham y mencionado
  nuestro lugar de destino, cuando el jefe de estación se acercó
  corriendo a nosotros.


  —¿Son ustedes los policías de Londres? —preguntó.


  Por el rostro de Holmes cruzó una expresión de preocupación.


  —¿Qué le hace pensar semejante cosa?


  —Es que acaba de pasar por aquí el inspector Martin, de Norwich. Pero
  tal vez sean ustedes los médicos. Ella no ha muerto... por lo menos,
  esto es lo último que se supo. Quizás aún lleguen a tiempo de salvarla,
  aunque sea salvarla para la horca.


  La frente de Holmes se nubló de ansiedad.


  —Nos dirigimos a Ridling Thorpe Manor —dijo—, pero no sabemos nada de
  lo que ha ocurrido allí.


  —Una cosa terrible —dijo el jefe de estación—. Heridos a tiros los dos,
  el señor Cubitt y su esposa. Ella le disparó y luego se pegó un tiro,
  al menos eso dicen los criados. Él ha muerto y a ella no hay muchas
  esperanzas de salvarla. ¡Señor, Señor! ¡Una de las familias más
  antiguas del condado de Norfolk, y una de las más honorables!


  Sin decir palabra, Holmes corrió hacia un coche de alquiler y no abrió
  la boca en todo el largo recorrido de siete millas. Pocas veces lo he
  visto tan abatido. Se había mostrado inquieto durante todo el viaje
  desde Londres, y me había llamado la atención la ansiedad con que
  hojeaba los diarios de la mañana; pero el hecho de que sus peores
  temores se hubieran convertido en realidad de manera tan brusca lo dejó
  sumido en una ciega melancolía. Permanecía recostado en su asiento,
  perdido en fúnebres especulaciones. Sin embargo, había muchas cosas
  interesantes a nuestro alrededor, ya que atravesábamos uno de los
  paisajes más curiosos de Inglaterra, en el que unas pocas casas
  desperdigadas representaban a la población actual, mientras que a ambos
  lados del camino se alzaban enormes iglesias de torres cuadradas, que
  surgían del paisaje verde y llano pregonando la gloria y la prosperidad
  de la antigua East Anglia. Por fin divisamos el borde violáceo del mar
  del Norte sobre el verde de la costa de Norfolk, y el cochero señaló
  con su látigo dos viejos tejadillos de ladrillo y madera que
  sobresalían de un bosquecito.


  —Esa es Ridling Thorpe Manor —dijo.


  Cuando el coche se detuvo frente a la puerta principal, pude ver, junto
  al campo de tenis, el cobertizo negro y el reloj de sol con su
  pedestal, que tan siniestro significado encerraban para nosotros. Un
  hombrecillo bien vestido, de aspecto sagaz y con bigote engomado,
  acababa de apearse de un carricoche. Se presentó como el inspector
  Martin, de la comisaría de Norfolk, y se sorprendió muchísimo al oír el
  nombre de mi compañero.


  —¡Caramba, señor Holmes, pero si el crimen se ha cometido a las tres de
  la mañana! ¿Cómo es posible que se haya enterado en Londres y haya
  llegado al mismo tiempo que yo?


  —Es que lo preveía. Vine con la esperanza de poder impedirlo.


  —En tal caso, debe disponer de importante información, de la que
  nosotros carecemos. Por aquí se decía que eran una pareja muy bien
  avenida.


  —El único dato de que dispongo son los monigotes —dijo Holmes—. Ya se
  lo explicaré más tarde. Mientras tanto, dado que ya es demasiado tarde
  para evitar la tragedia, lo que me urge es utilizar la información que
  poseo para procurar que se haga justicia. ¿Colaborará usted conmigo en
  la investigación, o prefiere que yo actúe por mi cuenta?


  —Será para mí un orgullo que actuemos juntos, señor Holmes —dijo el
  inspector de todo corazón.


  —En ese caso, me gustaría escuchar los testimonios y examinar la casa
  sin perder un instante.


  El inspector Martin tuvo el buen sentido de dejar que mi amigo hiciera
  las cosas a su manera, y se conformó con tomar cuidadosa nota de los
  resultados. El médico de la localidad, un anciano de cabellos blancos,
  acababa de bajar de la habitación de la señora Cubitt y nos comunicó
  que sus heridas eran graves, aunque no mortales de necesidad. La bala
  había atravesado el cráneo por delante del cerebro y lo más probable
  era que tardara algún tiempo en recuperar la conciencia. Al
  preguntársele si se había disparado ella misma o lo había hecho otra
  persona, no se atrevió a dar una opinión definitiva. Desde luego, el
  disparo se había hecho desde muy cerca. En la habitación sólo se había
  encontrado un revólver, con dos casquillos vacíos. El señor Hilton
  Cubitt había recibido un tiro en el corazón. Tan verosímil era que él
  hubiera disparado contra su mujer para después matarse, como que fuera
  ella la asesina, ya que el revólver estaba caído en el suelo entre
  ellos, a la misma distancia de los dos.


  —¿Han movido el cadáver?


  —No hemos movido más que a la señora. No podíamos dejarla tirada
  estando herida.


  —¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, doctor?


  —Desde las cuatro.


  —¿Ha venido alguien más?


  —Sí, el policía de aquí.


  —¿Y no han tocado ustedes nada?


  —Nada.


  —Han actuado ustedes con mucha prudencia. ¿Quién le hizo llamar?


  —La doncella, Saunders.


  —¿Fue ella la que dio la voz de alarma?


  —Ella y la señora King, la cocinera.


  —¿Dónde están ahora?


  —Creo que en la cocina.


  —Entonces, me parece que lo mejor es oír cuanto antes su testimonio.


  El antiguo vestíbulo de paredes de roble y altas ventanas se había
  transformado en un juzgado de instrucción. Holmes se sentó en un enorme
  y anticuado sillón, con sus inexorables ojos brillando desde el fondo
  de su rostro apesadumbrado. Se leía en ellos el firme propósito de
  dedicar su vida a esta investigación, hasta que quedara vengado el
  cliente al que él no había logrado salvar. El atildado inspector
  Martin, el anciano y barbudo médico rural, un obtuso policía del pueblo
  y yo componíamos el resto de aquel extraño equipo.


  Las dos mujeres contaron su historia con bastante claridad. Estaban
  durmiendo y se habían despertado al oír un estampido, al que siguió
  otro un instante después. Dormían en habitaciones contiguas, y la
  señora King había corrido a la de Saunders. Bajaron juntas las
  escaleras. La puerta del estudio estaba abierta y había una vela
  encendida sobre la mesa. Su señor estaba caído boca abajo en el centro
  de la habitación, muerto. Cerca de la ventana estaba acurrucada su
  esposa, con la cabeza apoyada en la pared. Estaba gravemente herida,
  con todo un lado de la cabeza rojo de sangre. Respiraba
  entrecortadamente, pero fue incapaz de decir nada. Tanto el pasillo
  como la habitación estaban llenos de humo y olor a pólvora. La ventana
  estaba bien cerrada y asegurada por dentro, las dos mujeres estaban
  seguras de eso. Habían hecho llamar inmediatamente al doctor y al
  policía y luego, con ayuda del lacayo y el mozo de cuadras, habían
  trasladado a su maltrecha señora a su habitación. Tanto ella como su
  marido habían estado acostados en la cama. La señora estaba en camisón
  y él tenía puesto un batín encima del pijama. No se había tocado nada
  en el estudio. Por lo que ellas sabían, jamás se había producido una
  riña entre marido y mujer. Siempre los habían considerado como una
  pareja muy unida.


  Estos eran los principales detalles del testimonio de las sirvientas.
  En respuesta a las preguntas del inspector Martin, aseguraron que todas
  las puertas estaban cerradas por dentro y que nadie podía haber
  escapado de la casa. En respuesta a las de Holmes, las dos recordaron
  haber notado el olor a pólvora desde el momento en que salieron de sus
  habitaciones en el piso alto.


  —Le recomiendo que preste especial atención a este detalle —le dijo
  Holmes a su colega—. Y ahora, creo que podemos proceder a un
  concienzudo examen de la habitación del crimen.


  El estudio resultó ser un cuartito pequeño, con tres de sus paredes
  cubiertas de libros y con un escritorio situado frente a una ventana
  corriente qué daba al jardín. En primer lugar, dedicamos nuestras
  atenciones al cadáver del desdichado hacendado, cuyo voluminoso cuerpo
  seguía tendido en medio de la habitación. Su desordenada vestimenta
  indicaba que se había despertado y levantado a toda prisa. Le habían
  disparado de frente, y la bala había quedado dentro del cuerpo después
  de traspasar el corazón. Su muerte tuvo que ser instantánea y sin
  dolor. No se veían señales de pólvora ni en su batín ni en sus manos.
  Según el médico rural, la señora tenía marcas de pólvora en la cara,
  pero no en las manos.


  —La falta de marcas no significa nada, aunque su presencia puede
  significarlo todo —dijo Holmes—. A menos que haya un cartucho mal
  encajado que deje salir la pólvora hacia atrás, se pueden disparar
  muchos tiros sin que quede marca. Yo diría que se puede retirar el
  cuerpo del señor Cubitt. Supongo, doctor, que no habrá usted extraído
  la bala que hirió a la señora.


  —Para hacerlo se necesitaría una operación muy delicada. Pero todavía
  quedan cuatro cartuchos en el revólver. Se han disparado dos y se han
  infligido dos heridas, de manera que sabemos qué ha sido de cada bala.


  —Al menos, eso parece —dijo Holmes—. Quizás sepa usted también qué ha
  sido de la bala que, como puede verse, ha pegado en el borde de la
  ventana.


  Había dado media vuelta de pronto, y su largo y fino dedo señalaba un
  orificio que atravesaba el marco inferior de la ventana, a unos dos
  centímetros del borde.


  —¡Por San Jorge! —exclamó el inspector—. ¿Cómo ha podido encontrar eso?


  —Porque lo estaba buscando.


  —¡Admirable! —dijo el médico rural—. Desde luego, tiene usted razón,
  señor. Entonces, se hizo un tercer disparo y, por tanto, tuvo que estar
  presente una tercera persona. Pero ¿quién puede haber sido y cómo pudo
  escapar?


  —Ese es el problema que intentamos resolver ahora —dijo Sherlock
  Holmes—. ¿Recuerda usted, inspector Martin, que cuando las sirvientas
  dijeron que habían notado el olor a pólvora nada más salir de su
  habitación yo le comenté que se trataba de un detalle de suma
  importancia?


  —Lo recuerdo, pero confieso que no sé a qué se refería.


  —Eso indica que, en el momento de hacerse los disparos, tanto la puerta
  como la ventana del estudio estaban abiertas. De lo contrario, el humo
  de la pólvora no se habría difundido por la casa con tanta rapidez.
  Para eso se necesita una corriente de aire. Sin embargo, la puerta y la
  ventana sólo estuvieron abiertas durante un espacio de tiempo muy
  corto.


  —¿Cómo demuestra usted eso?


  —Porque la vela no ha chorreado.


  —¡Fantástico! —exclamó el inspector—. ¡Fantástico!


  —Como tenía la seguridad de que la ventana había estado abierta en el
  momento de la tragedia, supuse que pudo haber intervenido una tercera
  persona, que estaría fuera y habría disparado a través de la ventana.
  Los disparos dirigidos contra esta persona podrían haber dado en el
  marco. Busqué allí y, como esperaba, encontré la señal del balazo.


  —¿Y cómo es que la ventana se encontró cerrada y asegurada?


  —El primer impulso de la mujer debió de ser cerrar y asegurar la
  ventana. Pero... ¡Ajá! ¿Qué es esto?


  Era un bolso de mujer sobre la mesa del estudio. Un bolsito muy
  elegante, de piel de cocodrilo y plata. Holmes lo abrió y volcó sobre
  la mesa su contenido. Había veinte billetes de cincuenta libras del
  Banco de Inglaterra sujetos con una goma, y nada más.


  —Habrá que guardar esto para presentarlo en el juicio —dijo Holmes,
  entregando al inspector el bolso con su contenido—. Ahora es necesario
  que intentemos arrojar alguna luz sobre esta tercera bala que, resulta
  evidente por el astillamiento de la madera, ha sido disparada desde el
  interior de la habitación. Me gustaría hablar de nuevo con la señora
  King, la cocinera... Dijo usted, señora King, que las despertó un
  fuerte estampido. Al decir eso, ¿quería usted decir que le pareció más
  fuerte que el segundo?


  —Bueno, señor, yo estaba dormida y me despertó, así que resulta difícil
  juzgar... Pero me pareció muy fuerte.


  —¿Podría haberse tratado de dos tiros, disparados casi al mismo tiempo?


  —No sabría decirle, señor.


  —Yo creo que eso fue, sin duda, lo que sucedió. Me parece, inspector
  Martín, que hemos agotado ya las posibilidades de esta habitación. Si
  tiene la amabilidad de acompañarme, veremos qué nueva información nos
  ofrece el jardín.


  Había un macizo de flores que llegaba hasta la ventana del estudio, y
  al acercarnos, todos dejamos escapar una exclamación. Las flores
  estaban pisoteadas, y la tierra blanda estaba cubierta de marcas de
  pisadas. Pisadas grandes, masculinas, con punteras particularmente
  largas y puntiagudas. Holmes husmeó entre la hierba y las hojas como un
  perro de caza que busca un ave herida. De pronto, con un grito de
  satisfacción, se agachó y recogió del suelo un pequeño cilindro de
  latón.


  —Lo que pensaba —dijo—. La pistola tenía un expulsor, y aquí está el
  tercer casquillo. Creo, inspector Martín, que nuestro caso está casi
  terminado.


  El rostro del inspector del condado había ido reflejando su intenso
  asombro ante el rápido y magistral avance de las investigaciones de
  Holmes. Al principio, había mostrado cierta tendencia a afirmar su
  propia posición, pero ahora se encontraba abrumado de admiración y
  dispuesto a seguir a Holmes donde fuera sin hacer preguntas.


  —¿De quién sospecha usted?


  —Ya llegaremos a eso. Hay varios aspectos del problema que aún no he
  tenido ocasión de explicarle. Pero ahora que hemos llegado hasta aquí,
  creo que lo mejor será que conduzca el asunto a mi manera, y luego se
  lo aclararé todo de una vez por todas.


  —Como usted desee, señor Holmes, siempre que atrapemos a nuestro
  hombre.


  —No es mi intención hacerme el misterioso, pero cuando llega el momento
  de actuar resulta imposible entretenerse en largas y complicadas
  explicaciones. Tengo en la mano todos los hilos del asunto. Aunque la
  señora no llegara a recuperar la conciencia, todavía podríamos
  reconstruir lo que sucedió anoche y encargarnos de que se haga
  justicia. En primer lugar, necesito saber si por estos alrededores hay
  alguna posada que se llame «Elrigeʼs».


  Se interrogó a los sirvientes, pero ninguno de ellos había oído hablar
  de semejante lugar. Sin embargo, el mozo de cuadras aclaró la cuestión
  al recordar que a varios kilómetros de allí, en dirección a East Rust,
  vivía un granjero que se apellidaba así.


  —¿Es una granja aislada?


  —Muy aislada, señor.


  —¿Incluso es posible que aún no se hayan enterado de lo que sucedió
  aquí esta noche?


  —Puede que no, señor.


  Holmes reflexionó un momento y una curiosa sonrisa apareció en su
  rostro.


  —Ensilla un caballo, muchacho —dijo—. Quiero que lleves una nota a la
  granja de Elrige.


  Sacó de un bolsillo una serie de papeles con los dibujos de monigotes,
  los colocó delante de él en la mesa del estudio y estuvo trabajando
  durante un rato, al cabo del cual le pasó una nota al mozo,
  encargándole que la entregara en propia mano a la persona a quien iba
  dirigida, e insistiéndole de manera especial en que no respondiera a
  ninguna pregunta que pudieran hacerle. Pude ver el sobre de la carta,
  escrito con letra irregular y desordenada, que no se parecía nada a la
  letra pulcra de Holmes. Iba dirigido al señor Abe Slaney, Granja
  Elrige, East Ruston, Norfolk.


  —Creo, inspector —comentó Holmes—, que lo mejor será que telegrafíe
  pidiendo refuerzos, pues si mis cálculos son correctos, puede usted
  tener que conducir a la cárcel del condado a un preso muy peligroso.
  Seguro que el mismo muchacho que lleva esta carta puede llevar su
  telegrama. Si sale esta tarde algún tren para Londres, Watson, creo que
  haríamos bien en cogerlo, porque tengo que terminar un análisis químico
  bastante interesante y esta investigación está a punto de concluir.


  Cuando el joven hubo partido con la nota, Sherlock Holmes dio
  instrucciones a la servidumbre. Si llegaba alguna visita preguntando
  por la señora Cubitt, no se le debía dar ninguna información sobre su
  estado, sino que tenían que hacerla pasar inmediatamente al recibidor.
  Puso la máxima insistencia en que se grabaran esto en la mente. Por
  último, nos condujo al recibidor, mientras comentaba que el asunto
  había quedado ya fuera de sus manos y que procurásemos pasar el tiempo
  lo mejor que pudiéramos hasta que viésemos lo que nos aguardaba. El
  doctor se había marchado a atender a sus pacientes y sólo quedábamos el
  inspector y yo.


  —Creo que puedo ayudarles a pasar una hora muy entretenida y provechosa
  —dijo Holmes, acercando su silla a la mesa y extendiendo delante de él
  los diversos papeles donde habían quedado registrados los bailes de los
  monigotes—. En cuanto a usted, querido Watson, le debo toda clase de
  reparaciones por haber dejado transcurrir tanto tiempo sin satisfacer
  su natural curiosidad. A usted, inspector, el asunto le resultará muy
  atractivo como estudio profesional. Antes que nada, debo informarle de
  las interesantes circunstancias relativas a las consultas que el señor
  Hilton Cubitt me hizo en Baker Street.


  A continuación, Holmes resumió en pocas palabras los hechos que el
  lector ya conoce.


  —Tengo aquí delante estas curiosas obras de arte, que nos harían
  sonreír si no hubieran demostrado ser el anuncio de una tragedia tan
  terrible. Estoy bastante versado en todos los tipos de escritura
  secreta, e incluso he escrito una modesta monografía sobre el tema, en
  la que analizo ciento sesenta cifrados diferentes, pero confieso que
  éste era completamente nuevo para mí. Al parecer, la intención de los
  inventores del sistema era que nadie notara que los dibujos encerraban
  un mensaje, dando la impresión de que se trataba de meros dibujos
  infantiles hechos al azar.


  Sin embargo, una vez que sabemos que los símbolos representan letras y
  aplicando las reglas que se utilizan para descifrar toda clase de
  escrituras en clave, la solución resulta bastante sencilla. El primer
  mensaje que llegó a mí era tan corto que me resultó imposible hacer
  nada con él, excepto determinar con relativa confianza que el símbolo


  correspondía a la letra E. Como saben ustedes, la letra E es la letra
  más corriente del alfabeto inglés, y predomina de tal manera que,
  incluso en las frases muy cortas, podemos tener la seguridad de que
  aparecerá con más frecuencia que las demás. De los quince símbolos que
  componían el primer mensaje, cuatro eran iguales, por lo que cabía
  suponer que representaban la letra E. Es cierto, en algunos casos la
  figurita aparece llevando una bandera y en otros casos no, pero por el
  modo en que estaban distribuidas las banderas, parecía razonable
  suponer que servían para separar las palabras de la frase. Partí, pues,
  de la hipótesis de que la siguiente figura representaba la E.


  Pero ahora venía lo verdaderamente difícil del problema. Después de la
  E, el orden de frecuencia de las demás letras en el idioma inglés no es
  tan claro, y las preponderancias que pueden advertirse en una hoja de
  texto impreso pueden no presentarse en una frase breve. Hablando en
  general, el orden numérico de frecuencia de las letras sería T, A, O,
  I, N, S, H, R, D y L; pero la T, la A y la O aparecen casi con la misma
  frecuencia, y resultaría interminable probar una a una todas las
  combinaciones hasta obtener una frase que tuviera sentido. En
  consecuencia, esperé a disponer de más material de estudio. En mi
  segunda entrevista con el señor Hilton Cubitt, éste me proporcionó
  otras dos breves fases y un mensaje que, puesto que no tenía banderas,
  parecía consistir en una sola palabra. Aquí están los símbolos. Ahora
  bien, en esta única palabra tenemos dos E, en segunda y cuarta posición
  de una palabra de cinco letras. Podría tratarse de sever(ing. cortar),
  lever(ing. palanca) o never(ing. nunca). No cabe duda de que la última
  posibilidad es la más probable, como respuesta a una petición, y las
  circunstancias parecían indicar que se trataba de una respuesta escrita
  por la señora. Si aceptamos esto como correcto, podemos ya afirmar que
  los siguientes símbolos corresponden, respectivamente, a las letras N,
  V y R.


  Aun así, las dificultades seguían siendo considerables, pero una idea
  afortunada me proporcionó varias letras más. Se me ocurrió que, si
  estas peticiones procedían, como yo sospechaba, de alguien que había
  conocido íntimamente a la dama en su vida anterior, era muy probable
  que la combinación formada por dos E y tres letras intermedias
  significara el nombre ELSIE. Examinando los dibujos, descubrí este tipo
  de combinación al final del mensaje que se había repetido tres veces.
  No cabía duda de que se trataba de un llamamiento a "Elsie". De este
  modo conseguí la L, la S y la I. Pero ¿qué podía estarle pidiendo? La
  palabra que venía delante de "Elsie" tenía sólo cuatro letras y
  terminaba en E. Lo más probable era que se tratara de COME(ing. ven).
  Probé con otras muchas palabras terminadas en E, pero ninguna parecía
  adecuada al caso. Así pues, disponía ya de la C, la O y la M, y me
  encontraba ya en situación de atacar de nuevo el primer mensaje,
  dividiéndolo en palabras y colocando puntos en lugar de símbolos aún no
  descifrados. Una vez sometido a este tratamiento, el mensaje arrojó el
  siguiente resultado:


  .M .ERE ..E SL.NE.


  Ahora bien, la primera letra no podía ser más que la A, lo cual
  constituía un descubrimiento utilísimo, ya que se repite no menos de
  tres veces en esta frase tan breve. Además, la H se hace evidente en la
  segunda palabra, con lo cual, el mensaje queda así:


  AM HERE A.E SLANE.


  Y rellenando los huecos evidentes del nombre:


  AM HERE ABE SLANEY (ing. Estoy aquí Abe Slaney)


  Ahora ya disponía de tantas letras que podía acometer con bastante
  confianza el segundo mensaje, que quedó de la siguiente manera:


  A. ELRI.ES


  Esto sólo cobraba sentido sustituyendo los puntos por las letras T y G,
  y suponiendo que se trataba del nombre de alguna casa o posada en la
  que se aloja el autor del mensaje.


  El inspector Martin y yo escuchábamos con el máximo interés la clara y
  completa explicación de cómo mi amigo había obtenido los resultados que
  le habían proporcionado un control tan completo de nuestra difícil
  situación.


  —¿Y qué hizo usted entonces? —preguntó el inspector.


  —Tenía toda clase de razones para suponer que este Abe Slaney era
  americano, ya que Abe es un diminutivo norteamericano y además sabíamos
  que una carta procedente de Estados Unidos había sido el punto de
  partida de todo el problema. También tenía razones de sobra para
  sospechar que el asunto encerraba algún secreto criminal. Las alusiones
  de la dama a su pasado y su negativa a confiarle su secreto al marido
  señalaban en la misma dirección. Así pues, telegrafié a mi amigo Wilson
  Hargreave, del Departamento de Policía de Nueva York, que más de una
  vez se ha beneficiado de mis conocimientos sobre el delito en Londres,
  y le pregunté si conocía algo del nombre Abe Slaney. Aquí está su
  respuesta: «El maleante más peligroso de Chicago.» La misma tarde que
  recibí esta respuesta, Hilton Cubitt me envió el último mensaje de
  Slaney. Utilizando las letras ya conocidas, quedó de esta forma:


  ELSIE .RE .ARE TO MEET THY GO.


  Añadiendo una P y una D se completaba el mensaje “Elsie prepare to meet
  thy god” (ing. Elsie prepárate a comparecer ante Dios), que demostraba
  que el canalla había pasado de la persuasión a las amenazas; y,
  conociendo como conozco a los granujas de Chicago, estaba seguro de que
  no tardaría en pasar de las palabras a la acción. Así que vine a toda
  prisa a Norfolk con mi amigo y compañero el doctor Watson, pero, por
  desgracia, sólo llegamos a tiempo de comprobar que ya había sucedido lo
  peor.


  —Es un privilegio colaborar con usted en la resolución de un caso —dijo
  el inspector con gran convicción—. Sin embargo, me perdonará que le
  hable con franqueza. Usted sólo tiene que responder ante sí mismo, pero
  yo debo responder ante mis superiores. Si este Abe Slaney que vive
  donde Elrige es, efectivamente, el asesino, y consigue escapar mientras
  yo me quedo aquí sentado, me veré sin duda en un grave apuro.


  —No debe usted preocuparse. No intentará escapar.


  —¿Cómo lo sabe?


  —Huir equivaldría a confesar su crimen.


  —Entonces, vayamos a detenerlo.


  —Estoy esperando que venga él aquí, de un momento a otro.


  —¿Por qué habría de venir?


  —Porque le he escrito pidiéndole que venga.


  —¡Pero esto es increíble, señor Holmes! ¿Cree que va a venir sólo
  porque usted se lo pida? ¿No ve que una petición semejante despertará
  sus sospechas y le impulsará a huir?


  —Creo que he sabido presentar la carta del modo adecuado —dijo Sherlock
  Holmes—. De hecho, o mucho me equivoco o aquí tenemos al caballero en
  persona, que viene por el sendero.


  En efecto, un hombre avanzaba por el sendero que llegaba hasta la
  puerta. Era un tipo alto, apuesto y moreno, que vestía un traje de
  franela gris, con sombrero panamá, barba negra y encrespada, nariz
  grande, aguileña y agresiva y un bastón con el que hacía florituras al
  andar. Por los aires que se daba al caminar por el sendero, se diría
  que el lugar le pertenecía, y llamó a la puerta con un campanillazo
  fuerte y lleno de confianza.


  —Creo, caballeros —dijo Holmes en voz baja—, que lo mejor será tomar
  posiciones detrás de la puerta. Toda precaución es poca cuando se trata
  de un sujeto como éste. Necesitará usted sus esposas, inspector. Deje
  que sea yo el que hable.


  Aguardamos en silencio un momento —uno de esos momentos que ya no se
  olvidan— y luego se abrió la puerta y entró nuestro hombre. Al
  instante, Holmes le aplicó una pistola a la cabeza y Martin cerró las
  esposas en torno a sus muñecas. Todo se hizo con tal rapidez y destreza
  que el individuo se encontró indefenso antes de poder darse cuenta de
  que le atacaban. Nos miró con sus ojos negros y llameantes y entonces
  estalló en una amarga carcajada.


  —Bien caballeros, esta vez me han ganado por la mano. Parece que fui a
  topar con algo duro. Pero vine aquí en respuesta a una carta de la
  señora Hilton Cubitt. ¿No me dirán que ella está metida en esto? ¿No me
  dirán que ella los ayudó a tenderme esta trampa?


  —La señora Cubitt está gravemente herida y se encuentra a las puertas
  de la muerte.


  El hombre soltó un alarido de dolor que resonó en toda la casa.


  —¡Está usted loco! —exclamó con ferocidad—. ¡Fue él quien resultó
  herido, no ella! ¿Quién iba a hacerle daño a la pequeña Elsie? Yo podía
  amenazarla, que Dios me perdone, pero jamás le habría tocado ni un pelo
  de su preciosa cabeza. ¡Retire lo que ha dicho! ¡Dígame que no está
  herida!


  —La encontraron malherida al lado del cadáver de su esposo.


  El hombre se dejó caer en el sofá, lanzando un profundo gemido y
  hundiendo el rostro en sus manos esposadas. Permaneció en silencio
  durante cinco minutos. Luego volvió a alzar el rostro y habló con la
  fría compostura que da la desesperación.


  —No tengo por qué ocultarles nada, caballeros —dijo—. Si le disparé a
  ese hombre, también él me disparó a mí, y no veo que eso sea un crimen.
  Pero si piensan ustedes que yo habría sido capaz de hacerle daño a esa
  mujer, es que no nos conocen ni a mí ni a ella. Les aseguro que jamás
  hubo en el mundo un hombre que amara a una mujer como yo la amaba a
  ella. Y tenía mis derechos sobre ella, porque nos habíamos prometido
  hace años. ¿Quién era este inglés para interponerse entre nosotros? Les
  aseguro que yo tenía más derecho, y sólo estaba reclamando lo que era
  mío.


  —Perdió usted su influencia sobre ella cuando ella descubrió la clase
  de hombre que es usted —dijo Holmes con tono severo—. Huyó de
  Norteamérica para librarse de usted y se casó en Inglaterra con un
  caballero honorable. Usted le siguió la pista, la acosó y le hizo
  insoportable la vida, con la intención de inducirla a abandonar al
  marido al que amaba y respetaba para fugarse con usted, a quien temía y
  odiaba. Y lo que ha conseguido es provocar la muerte de un hombre
  honrado y empujar a su esposa al suicidio. Esta ha sido su
  participación en el asunto, señor Abe Slaney, y tendrá usted que
  responder de ello ante la justicia.


  —Si Elsie muere, no me importa lo que me pase a mí —dijo el americano.
  A continuación, abrió una mano y miró un papel arrugado que llevaba en
  ella


  —. ¡Oiga usted! —exclamó con un brillo de sospecha en la mirada—. ¿No
  estará usted tratando de asustarme, eh? Si la señora está tan malherida
  como usted dice, ¿quién escribió esta nota? —preguntó, arrojándola
  sobre la mesa.


  —La escribí yo para atraerlo aquí.


  —¿Que la escribió usted? Fuera de la banda, nadie en el mundo conoce el
  secreto de los monigotes. ¿Cómo pudo usted escribirla?


  —Lo que un hombre inventa, otro lo puede descifrar —dijo Holmes—. Aquí
  viene un coche que lo llevará a Norwich, señor Slaney. Pero, mientras
  tanto, tiene usted tiempo de reparar una pequeña parte del mal que ha
  causado. ¿Se da usted cuenta de que sobre la señora Cubitt han recaído
  fuertes sospechas de que hubiera asesinado a su esposo, y que sólo mi
  presencia aquí, con los conocimientos que sólo yo poseía, la ha librado
  de la acusación? Lo menos que puede usted hacer por ella es dejar claro
  ante todo el mundo que ella no ha sido responsable, ni directa ni
  indirectamente, del trágico final de su marido.


  —No deseo otra cosa —respondió el americano—. Creo que lo que más me
  conviene a mí mismo es decir la verdad absoluta.


  —Es mi deber advertirle que lo que diga se utilizará en contra suya —
  exclamó el inspector, con la admirable deportividad del sistema legal
  británico.


  Slaney se encogió de hombros.


  —Correré ese riesgo —dijo—. En primer lugar, quiero que sepan ustedes
  que conozco a esta mujer desde que era niña. Éramos siete en nuestra
  cuadrilla, allá en Chicago, y el padre de Elsie era el jefe de la
  banda. Un tipo listo, el viejo Patrick. Fue él quien inventó esa
  escritura, que parecía garabatos de niños a menos que tuviera uno la
  clave. Pues bien, Elsie se enteró de algunas de nuestras andanzas, pero
  no le gustaba ese tipo de negocios y disponía de un poco de dinero
  honrado, así que nos dejó plantados y se largó a Londres. Había sido
  novia mía, y estoy seguro de que se habría casado conmigo si yo me
  hubiera dedicado a otra cosa; pero no quería saber nada de negocios
  turbios. No conseguí localizarla hasta después de que se hubiera casado
  con el inglés. La escribí, pero no me contestó. Entonces me vine para
  acá y, como las cartas no servían de nada, empecé a dejar mensajes
  donde ella pudiera leerlos.


  Llevo aquí ya un mes. Me alojaba en esa granja, donde disponía de una
  habitación en la planta baja y podía entrar y salir por las noches sin
  que nadie se enterara. Intenté convencer a Elsie por todos los medios.
  Yo sabía que ella leía los mensajes, porque una vez me escribió una
  respuesta debajo de uno de ellos. Por fin, perdí la paciencia y empecé
  a amenazarla. Ella entonces me envió una carta implorándome que me
  marchara y asegurando que le rompería el corazón ver a su esposo
  envuelto en un escándalo. Decía que bajaría a las tres de la mañana,
  cuando su esposo estuviera dormido, para hablar conmigo a través de la
  ventana si luego yo me marchaba y la dejaba en paz. Bajó y trajo
  dinero, intentando sobornarme para que me marchara. Aquello me sacó de
  quicio; la agarré del brazo y traté de sacarla por la ventana, pero en
  aquel momento llegó corriendo el marido con el revólver en la mano.
  Elsie cayó al suelo y nosotros quedamos frente a frente. Yo también iba
  armado, y saqué mi revólver para asustarlo y que me dejara ir. Él
  disparó y falló. Yo disparé casi al mismo tiempo y lo tumbé. Me
  escabullí por el jardín, y mientras me retiraba oí que la ventana se
  cerraba a mis espaldas. Esa es la pura verdad, caballeros, hasta la
  última palabra, y no supe nada más hasta que llegó ese chico a caballo
  con una nota que me hizo venir aquí como un primo, para caer en sus
  manos.


  Mientras el americano hablaba, un coche había llegado hasta la puerta.
  En su interior venían dos policías de uniforme. El inspector Martin se
  puso en pie y tocó el hombro del detenido.


  —Es hora de irse.


  —¿Puedo verla antes?


  —No, está inconsciente. Señor Holmes, mi único deseo es que si alguna
  otra vez me cae un caso importante, tenga la suerte de tenerlo a usted
  a mano.


  Nos quedamos de pie junto a la ventana, mirando cómo se alejaba el
  coche. Al volverme, mi mirada cayó sobre la bola de papel que el
  detenido había tirado sobre la mesa. Era la nota que Holmes había usado
  como reclamo.


  —A ver, Watson, si es usted capaz de leerla —dijo sonriente.



  No contenía palabras, sino una pequeña hilera de monigotes.


  —Si utiliza el código que les he explicado —dijo Holmes—, verá que
  significa simplemente Come here at once(ing. Ven aquí inmediatamente).
  Estaba convencido de que se trataba de una invitación que no
  rechazaría, ya que no podía sospechar que viniera de nadie más que de
  la dama. Y así, querido Watson, hemos conseguido sacar algún bien de
  estos monigotes que con tanta frecuencia fueron agentes del mal, y creo
  haber cumplido mi promesa de proporcionarle algo fuera de lo corriente
  para su archivo. Nuestro tren pasa a las tres cuarenta. Podemos llegar
  a Baker Street a tiempo para la cena.


  Unas breves palabras a manera de epílogo:


  El norteamericano Abe Slaney fue condenado a muerte en la sesión de
  invierno del Tribunal de Apelación de Norwich; pero se le conmutó la
  pena por otra de trabajos forzados, teniendo en cuenta ciertas
  circunstancias atenuantes y la convicción de que Hilton Cubitt había
  disparado el primer tiro.


  De la señora de Hilton Cubitt, sólo sé que oí decir que se recuperó por
  completo y ha permanecido viuda, dedicando su vida al cuidado de los
  pobres y la administración de las propiedades de su esposo.


  - 4 -
  La aventura de la ciclista solitaria



  Entre los años 1894 y 1901, ambos incluidos, Sherlock Holmes se mantuvo
  muy activo. Podría decirse que durante estos ocho años no hubo caso
  público de cierta dificultad en el que no se le consultase, y fueron
  cientos los casos privados -algunos de ellos, los más complicados y
  extraordinarios- en los que desempeñó un papel destacado. Muchos éxitos
  sorprendentes y unos pocos fracasos inevitables fueron el resultado de
  este largo período de continuo trabajo. Dado que he conservado notas
  muy completas de todos estos casos, y que intervine personalmente en
  muchos de ellos, podrán imaginar que no resulta fácil decidir cuáles
  debería seleccionar para presentarlos al público.


  No obstante, me atendré a mi antigua norma, dando preferencia a
  aquellos casos cuyo interés no se basa tanto en la brutalidad del
  crimen como en el ingenio y las cualidades dramáticas de la solución.
  Por esta razón, me decido a exponer al lector los hechos referentes a
  la señorita Violet Smith, la ciclista solitaria de Charlington, y el
  curioso curso que tomaron nuestras investigaciones, que culminaron en
  una tragedia inesperada. Es cierto que las circunstancias no se
  prestaron a ninguna exhibición deslumbrante de las facultades que
  hicieron famoso a mi amigo, pero el caso presentaba algunos detalles
  que lo hacen destacar en los abundantes archivos del delito de los que
  saco el material para estas pequeñas narraciones.


  Consultando mi libro de notas del año 1895, compruebo que la primera
  vez que oímos hablar de la señorita Violet Smith fue el sábado 23 de
  abril. Recuerdo que su visita incomodó muchísimo a Holmes, que en aquel
  momento se encontraba inmerso en un abstruso(de difícil comprensión) y
  complicadísimo problema referente a la misteriosa persecución de que
  era objeto John Vincent Harden, el célebre magnate del tabaco. Mi
  amigo, que valoraba la precisión y concentración del pensamiento por
  encima de todas las cosas, no soportaba que nada distrajera su atención
  del asunto que se traía entre manos. Sin embargo, so pena de incurrir
  en grosería, lo cual no hubiera sido propio de él, resultaba imposible
  negarse a escuchar la historia de aquella mujer joven y guapa, alta,
  simpática y distinguida, que se presentó en Baker Street a última hora
  de la tarde, solicitando su ayuda y consejo. De nada sirvió insistir en
  que se encontraba completamente ocupado, ya que la joven había venido
  absolutamente decidida a contar su historia, y resultaba evidente que
  sólo por la fuerza podríamos sacarla de la habitación antes de que lo
  hubiera hecho. Con expresión resignada y una cierta sonrisa de
  fastidio, Holmes rogó a la bella intrusa que tomara asiento y nos
  informara de aquello que tanto la preocupaba.


  —Al menos, sabemos que no se trata de su salud —dijo, clavando en ella
  sus penetrantes ojos—. Una ciclista tan entusiasta debe estar rebosante
  de energía.


  La joven, sorprendida, se miró los pies, y yo pude observar la ligera
  rozadura producida en un lado de la suela por la fricción con el borde
  del pedal.


  —Sí, señor Holmes, monto mucho en bicicleta, y eso tiene algo que ver
  con esta visita que le hago.


  Mi amigo tomó la mano sin guante de la joven y la examinó con tanta
  atención y tan poco sentimiento como un científico examinando una
  muestra.


  —Estoy seguro de que me perdonará. Es mi oficio —dijo al soltarla—.
  Casi cometo el error de suponer que escribía usted a máquina. Pero se
  nota con toda claridad que toca un instrumento musical. ¿Se ha fijado,
  Watson, en que el aplastamiento de las puntas de los dedos es común a
  ambas profesiones? Sin embargo, el rostro expresa una espiritualidad
  —al decir esto, la hizo volverse hacia la luz— que la máquina de
  escribir no genera. Esta señorita se dedica a la música.


  —Sí, señor Holmes, soy profesora de música.


  —En el campo, deduzco del color de su piel.


  —Sí, señor; cerca de Farnham, en los límites de Surrey.


  —Una zona preciosa, llena de recuerdos interesantes. ¿Se acuerda usted,
  Watson, que fue cerca de allí donde agarramos a Archie Stamford, el
  falsificador? Y bien, señorita Violet, ¿qué es lo que le ha ocurrido
  cerca de Farnham, en los límites de Surrey?


  Con gran claridad y presencia de ánimo, la joven inició el siguiente y
  curioso relato:


  —Mi padre murió, señor Holmes. Se llamaba James Smith y dirigía la
  orquesta del antiguo Teatro Imperial. Mi madre y yo quedamos sin ningún
  pariente en el mundo, con excepción de un tío llamado Ralph Smith, que
  se marchó a África hace veinticinco años, sin que desde entonces
  hayamos sabido una palabra de él. Cuando murió mi padre, quedamos en la
  pobreza, pero un día nos dijeron que había salido un anuncio en el
  Times interesándose por nuestro paradero. Ya podrá imaginarse lo
  emocionadas que estábamos, pensando que alguien nos había legado una
  fortuna. Acudimos de inmediato al abogado cuyo nombre figuraba en el
  anuncio, y allí nos presentaron a dos caballeros, el señor Carruthers y
  el señor Woodley, que habían llegado de Sudáfrica. Dijeron que eran
  amigos de mi tío, el cual había fallecido pocos meses antes en
  Johannesburgo, en la más absoluta pobreza, y que con su último aliento
  les había pedido que localizasen a sus familiares y se asegurasen que
  nada les faltara. Nos pareció muy raro que el tío Ralph, que jamás se
  preocupó de nosotras en vida, se mostrase tan atento al morir; pero el
  señor Carruthers nos explicó que la razón era que mi tío acababa de
  enterarse de la muerte de su hermano y se sentía responsable de
  nosotras.


  —Perdone —dijo Holmes—, ¿cuándo tuvo lugar esta entrevista?


  —En diciembre; hace cuatro meses.


  —Continúe, por favor.


  —El señor Woodley me pareció una persona despreciable. Todo el tiempo
  se lo pasó haciéndome guiños... Es un joven sin modales, con el rostro
  hinchado, un bigote pelirrojo y el pelo repeinado a los lados de la
  frente. Me resultó absolutamente odioso, y estoy segura de que a Cyril
  no le gustaría nada que yo me tratase con semejante individuo.


  —¡Oh, así que él se llama Cyril! —dijo Holmes, sonriendo.


  La joven se sonrojó y se echó a reír.


  —Sí, señor Holmes; Cyril Morton, ingeniero electrotécnico. Esperamos
  casarnos a finales de verano. ¡Cielo santo! ¿Cómo hemos llegado a
  hablar de él? Lo que quería decir es que el señor Woodley me pareció
  absolutamente odioso, pero el señor Carruthers, que era mucho mayor,
  resultaba más agradable. Era un hombre moreno, cetrino(amarillo
  verdoso), bien afeitado y muy callado, pero tenía buenos modales y una
  sonrisa simpática. Preguntó por nuestra situación económica, y al
  enterarse de lo pobres que éramos me propuso ir a su casa para darle
  clases de música a su hija de diez años. Yo dije que no me gustaba la
  idea de dejar sola a mi madre, y él respondió que podía ir a visitarla
  los fines de semana, y me ofreció cien libras al año, que desde luego
  es un salario espléndido. Así que acabé por aceptar y me trasladé a
  Chiltern Grange, a unas seis millas de Farnham. El señor Carruthers es
  viudo, pero tiene contratada un ama de llaves, una anciana respetable
  que se llama señora Dixon, para que cuide de la casa. La niña es un
  encanto y todo prometía ir bien. El señor Carruthers era muy amable y
  muy aficionado a la música, y pasamos juntos veladas muy agradables.
  Cada fin de semana, yo volvía a Londres para visitar a mi madre.


  La primera grieta en mi felicidad fue la llegada del señor Woodley y su
  bigote rojo. Vino para pasar una semana y le aseguro que a mí me
  parecieron tres meses. Es un tipo horrible... Se portaba como un matón
  con todo el mundo, pero conmigo era algo infinitamente peor. Me hacía
  la corte de la manera más odiosa, presumía de su riqueza, me decía que
  si me casaba con él tendría los mejores diamantes de todo Londres y,
  por último, viendo que no quería saber nada de él, un día, después de
  comer, me sujetó entre sus brazos (es asquerosamente fuerte) y juró que
  no me soltaría hasta que le diese un beso. Apareció el señor Carruthers
  y le obligó a soltarme, pero él entonces se revolvió contra su propio
  anfitrión, derribándolo y produciéndole un corte en la cara. Como podrá
  imaginar, allí se terminó su visita. Al día siguiente, el señor
  Carruthers me presentó sus excusas, y me aseguró que jamás volvería a
  verme expuesta a semejante ofensa. Desde entonces no he vuelto a ver al
  señor Woodley.


  Y ahora, señor Holmes, llegamos por fin al extraño suceso que me ha
  hecho venir hoy a solicitar su ayuda. Debe usted saber que todos los
  sábados por la mañana voy en bicicleta hasta la estación de Farnham
  para tomar el tren de las 12,22 a Londres. El camino desde Chiltern
  Grange es bastante solitario, sobre todo en un trecho de algo más de
  una milla, que pasa entre los descampados de Charlington Heath y los
  bosques que rodean la mansión de Charlington Hall. Sería difícil
  encontrar un tramo de carretera más solitario que ése. Es rarísimo
  cruzarse con un carro o con un campesino hasta que se sale a la
  carretera que pasa cerca de Crooksbury Hill. Hace dos semanas, iba yo
  por ese tramo cuando, al volver la cabeza por casualidad, vi que a unos
  doscientos metros detrás de mí venía un hombre, también en bicicleta.
  Parecía un hombre de edad madura, con barba corta y negra. Miré de
  nuevo hacia atrás antes de llegar a Farnham, pero el hombre había
  desaparecido y no volví a pensar en él. Pero puede usted imaginarse mi
  sorpresa, señor Holmes, cuando al regresar el lunes lo vi de nuevo en
  el mismo tramo de carretera. Mi asombro fue en aumento cuando el
  incidente se repitió, exactamente igual que la primera vez, el sábado y
  el lunes siguientes. El hombre mantenía siempre la distancia y no me
  molestó en modo alguno, pero aquello seguía pareciéndome muy raro. Se
  lo comenté al señor Carruthers, que pareció interesado y me dijo que
  había encargado un coche de caballos, de manera que en el futuro no
  tendría que recorrer sin compañía esos caminos solitarios.


  El coche y el caballo tendrían que haber llegado esta semana, pero por
  alguna razón se retrasó la entrega y otra vez tuve que hacer en
  bicicleta el trayecto a la estación. Esto ha sido esta misma mañana.
  Como podrá suponer, estuve muy atenta al a llegar a Charlington Heath
  y, en efecto, allí estaba el hombre, exactamente igual que las dos
  semanas anteriores. Se mantiene siempre a tanta distancia de mí que no
  puedo verle la cara con claridad, pero estoy segura de que no lo
  conozco. Va vestido de oscuro, con una gorra de paño. Lo único que he
  podido distinguir bien es su barba negra. Yo no estaba asustada, pero
  sí muy intrigada, así que decidí averiguar quién era y qué pretendía.
  Aminoré la marcha, pero él también lo hizo. Entonces me detuve, y él se
  detuvo también. Decidí tenderle una trampa. Al llegar a una curva muy
  pronunciada, la doblé a toda velocidad y luego me paré a esperar.
  Suponía que él tomaría la curva tan rápido que me pasaría antes de
  poder detenerse, pero el caso es que no apareció. Volví hacia atrás y
  miré al otro lado de la curva. Se veía una milla de carretera, pero de
  él no había ni rastro. Y lo más extraño del caso es que no existe allí
  ninguna desviación por la que hubiera podido marcharse.


  Holmes soltó una risita y se frotó las manos.


  —Desde luego, el caso presenta algunos aspectos originales —dijo—
  ¿Cuánto tiempo transcurrió desde que usted dobló la curva hasta que
  descubrió que no había nadie en la carretera?


  —Dos o tres minutos.


  —Entonces, no pudo haber retrocedido por donde vino, y dice usted que
  no hay desviaciones.


  —Ninguna.


  —Tuvo que meterse por algún sendero, a un lado o a otro.


  —No pudo ser por el lado del descampado, porque lo habría visto.


  —En tal caso, por el procedimiento de exclusión, tenemos que suponer
  que se dirigió hacia Charlington Hall, que, según tengo entendido, es
  una mansión con terrenos propios, situada a un lado de la carretera.
  ¿Algo más?


  —Nada, señor Holmes, excepto que me quedé tan perpleja que sentí que no
  quedaría satisfecha hasta haberle visto a usted y recibido sus
  consejos.


  Holmes permaneció callado durante un rato.


  —¿Dónde trabaja el caballero con el que va usted a casarse? —preguntó
  al


  fin.


  —Trabaja en la Compañía Eléctrica Midland, de Coventry.


  —¿No se le habrá ocurrido darle una sorpresa?


  —¡Oh, señor Holmes! ¿Cree que yo no lo iba a reconocer?


  —¿Ha tenido usted otros admiradores?


  —Tuve varios antes de conocer a Cyril.


  —¿Y después?


  —Bueno, está ese horrible Woodley, si es que a eso se le puede llamar
  un admirador.


  —¿Y nadie más?


  Nuestra bella cliente pareció un poco confusa.


  —¿Quién es él? —insistió Holmes.


  —Bueno, quizás sean puras figuraciones mías, pero a veces me ha dado la
  impresión de que mi patrón, el señor Carruthers, está muy interesado en
  mí. Pasamos bastante tiempo juntos. Yo le acompaño al piano por las
  tardes. Nunca ha dicho nada, es un perfecto caballero, pero las chicas
  siempre nos damos cuenta.


  —¡Ajá! —Holmes parecía serio—. ¿Y de qué vive este señor?


  —Es rico.


  —¿Y no tiene coches ni caballos?


  —Bueno, por lo menos tiene una posición bastante acomodada. Pero viene
  a Londres dos o tres veces por semana. Le interesan mucho las acciones
  de minas de oro sudafricanas.


  —Señorita Smith, le ruego que me mantenga informado de cualquier nuevo
  giro de los acontecimientos. Por el momento, me encuentro muy ocupado,
  pero encontraré tiempo para hacer algunas averiguaciones sobre su caso.
  Mientras tanto, no dé ningún paso sin hacérmelo saber. Hasta la vista,
  y espero que no recibamos de usted más que buenas noticias.


  —El que a una chica como ésa la siga alguien forma parte del orden
  establecido de la Naturaleza —dijo Holmes, dando chupadas a su pipa de
  meditación—, pero no precisamente en bicicleta y por solitarios caminos
  rurales. Sin duda alguna, se trata de algún enamorado secreto. Pero el
  caso presenta algunos detalles curiosos y sugerentes, Watson.


  —¿Cómo que sólo aparezca en ese punto concreto?


  —Exacto. Nuestro primer paso debe consistir en averiguar quiénes son
  los inquilinos de la mansión Charlington. Tampoco estaría mal enterarse
  de la relación que existe entre Carruthers y Woodley, dos hombres que
  parecen tan diferentes. ¿Cómo es que los dos se muestran tan
  interesados por los familiares de Ralph Smith? Y otra cosa: ¿Qué clase
  de casa es esta, que le paga a una institutriz el doble de lo normal,
  pero no dispone ni de un caballo estando a seis millas de la estación?
  Es raro, Watson, muy raro.


  —¿Va usted a ir allí?


  —No, querido amigo, va a ir usted. Podría muy bien tratarse de una
  intriga sin importancia, y no puedo interrumpir por ella esta otra
  investigación, que sí que es importante. El lunes llegará usted a
  Farnham a primera hora; se esconderá cerca de Charlington Heath;
  observará con sus propios ojos lo que ocurra y actuará como le indique
  su buen criterio. Y después, tras averiguar quién ocupa la mansión,
  regresará a informarme. Y ahora, Watson, ni una palabra más sobre el
  asunto hasta que dispongamos de algún asidero firme que nos permita
  avanzar hacia la solución.


  Sabíamos por la propia joven que regresaría el lunes en el tren que
  sale de Waterloo a las 9,50, de manera que yo madrugué para tomar el de
  las 9,13. Una vez en la estación de Farnham, no tuve dificultades para
  que me indicaran el camino a Charlington Heath. Resultaba imposible
  confundirse respecto al escenario de la aventura de la joven ciclista,
  ya que la carretera discurría entre un brezal abierto por un lado y un
  antiguo seto de tejo por el otro, un seto que rodeaba un parque repleto
  de árboles magníficos. Había una entrada principal, de piedra cubierta
  de liquen, con los pilares de cada lado rematados por vetustos emblemas
  heráldicos; pero además de esta entrada principal para carruajes,
  observé varias aberturas más en el seto, de las que partían senderos.
  La casa no se veía desde la carretera, pero todo el entorno daba una
  impresión de tristeza y decadencia.


  El descampado estaba cubierto de manchones dorados de tojos en flor,
  que brillaban de un modo magnífico a la radiante luz del sol
  primaveral. Me situé detrás de uno de estos grupos de arbustos, desde
  donde podía controlar la entrada al parque de la mansión y un buen
  tramo de carretera a cada lado. La carretera estaba vacía cuando yo
  salía a ella, pero ahora se veía un ciclista que venía en dirección
  contraria a la que yo había traído. Iba vestido de oscuro y pude ver
  que tenía barba negra. Al llegar al final de los terrenos de
  Charlington Hall, se apeó de su máquina y se metió con ella por una
  abertura del seto, desapareciendo de mi vista.


  Transcurrió un cuarto de hora y entonces apareció un segundo ciclista.
  Esta vez se trataba de la señorita Smith, que venía de la estación. Al
  acercarse al seto, la vi mirar a su alrededor. Un instante después, el
  hombre salió de su escondite, montó en su bicicleta y empezó a
  seguirla. En todo el extenso paisaje, aquellas eran las únicas figuras
  en movimiento: la atractiva muchacha, sentada muy derecha en su
  máquina, y el hombre que la seguía, doblado sobre el manillar, con un
  misterioso aire furtivo en todos sus movimientos. Ella se volvió para
  mirarlo y redujo la velocidad. Él la redujo también. La chica se
  detuvo. El hombre se detuvo al instante, manteniéndose a unos
  doscientos metros detrás de ella. El siguiente movimiento de la
  muchacha fue tan inesperado como valeroso: hizo girar bruscamente su
  bicicleta y se lanzó a toda velocidad hacia él. Pero el hombre actuó
  con igual rapidez y salió disparado en una huida desesperada. Poco
  después, la muchacha volvió a aparecer carretera arriba, con la cabeza
  orgullosamente erguida, sin dignarse a reconocer la presencia de su
  silencioso acompañante. También él había dado la vuelta, y siguió
  manteniendo la distancia hasta que la curva de la carretera los ocultó
  de mi vista.


  No me moví de mi escondite, e hice muy bien, porque al poco rato
  reapareció el hombre pedaleando despacio. Se metió por la entrada a la
  mansión y desmontó de su bicicleta. Tenía las manos alzadas y parecía
  estar arreglándose la corbata. Luego montó de nuevo en la bicicleta y
  se alejó por el camino que llevaba a la mansión. Yo atravesé corriendo
  el brezal y atisbé entre los árboles. Pude ver a lo lejos algunos
  retazos del antiguo edificio gris, con sus erguidas chimeneas Tudor,
  pero el camino atravesaba una zona muy frondosa y no volví a ver a mi
  hombre.


  Sin embargo, me pareció qué había aprovechado bastante bien la mañana y
  regresé a Farnham muy animado. El agente local de la propiedad no pudo
  darme ninguna información acerca de Charlington Hall, y me remitió a
  una conocida firma de Pall Mall. Pasé por ella al regresar a Londres y
  fui recibido por un representante muy educado. No, no podían alquilarme
  Charlington Hall para el verano. Llegaba un poco tarde. La habían
  alquilado hacía aproximadamente un mes. El inquilino era un tal señor
  Williamson, un caballero mayor y respetable. El atento agente lamentaba
  no poder decirme más, ya que no estaba autorizado a comentar los
  asuntos de sus clientes.


  Sherlock Holmes escuchó con atención el largo informe que le presenté
  aquella misma tarde, pero que no consiguió arrancarle las breves
  palabras de elogio que yo había esperado y que tanto habría apreciado.
  Por el contrario, su rostro austero adoptó una expresión más severa que
  de costumbre al comentar todo lo que yo había hecho y dejado de hacer.


  —Su escondite, querido Watson, estuvo muy mal elegido. Debió usted
  esconderse detrás del seto; de ese modo habría podido ver de cerca a
  ese personaje tan interesante. En cambio, se situó usted a varios
  cientos de metros de distancia y me trae aún menos información que la
  señorita Smith. Ella cree no conocer al hombre; yo estoy convencido de
  que lo conoce. De lo contrario, ¿por qué iba a poner tanto empeño en
  que ella no se le acerque lo suficiente como para verle la cara? Usted
  lo describe doblado sobre el manillar. Más ocultamiento, como puede
  ver. La verdad es que lo ha hecho usted fatal. El tipo vuelve a casa y
  usted quiere averiguar quién es. ¡Y no se le ocurre más que acudir a
  una agencia de Londres!


  —¿Qué tendría que haber hecho? —pregunté algo irritado.


  —Entrar en el bar más cercano. Ese es el centro de todos los cotilleos
  del pueblo. Allí le habrían dado todos los nombres, desde el del
  propietario hasta el de la última fregona(criada que limpia y cocina).
  ¡Williamson! Eso no me dice nada. Si se trata de un anciano, entonces
  no puede ser él el activo ciclista que escapa a toda velocidad de la
  atlética joven que le persigue. ¿Qué hemos sacado en limpio de su
  expedición? Sólo que la chica decía la verdad. Eso yo nunca lo dudé.
  Que existe una relación entre el ciclista y la mansión. Tampoco tenía
  dudas sobre eso. Que el inquilino de la mansión se llama Williamson.
  ¿Qué adelantamos con eso? Vamos, vamos, querido amigo, no ponga esa
  cara. Poco más podemos hacer hasta el próximo sábado, y mientras tanto
  quizás yo pueda averiguar una o dos cosas.


  A la mañana siguiente llegó una carta de la señorita Smith, relatando
  en términos breves y precisos los hechos que yo había presenciado. Pero
  la miga de la carta estaba en la posdata:


  «Estoy segura, señor Holmes, de que respetará usted la confidencia que
  voy a hacerle. Mi situación se ha vuelto incómoda, debido a que mi
  patrón me ha pedido que me case con él. Estoy convencida de que sus
  sentimientos son sinceros y completamente honrados. Pero, por supuesto,
  yo ya estoy comprometida. Se tomó muy a pecho mi negativa, pero se
  mostró muy amable. No obstante, lo comprenderá, la situación es un poco
  tensa.»


  —Parece que nuestra joven amiga está metida en un buen lío —dijo
  Holmes, pensativo, al acabar la carta—. La verdad es que el caso
  presenta más aspectos interesantes y más posibilidades de lo que yo
  suponía al principio. No me sentaría nada mal pasar un día tranquilo y
  apacible en el campo, y estoy por acercarme allí esta tarde para poner
  a prueba una o dos teorías que se me han ocurrido.


  El tranquilo día de campo de Holmes tuvo un desenlace inesperado, ya
  que llegó a Baker Street bastante tarde, con un labio partido y un
  chichón amoratado en la frente, además de presentar un aspecto general
  tan desastrado que su persona habría despertado las justificadas
  sospechas de Scotland Yard. Se había divertido muchísimo con sus
  aventuras y se reía alegremente al relatarlas.


  —Hago tan poco ejercicio que siempre resulta gratificante —dijo—. Como
  sabe, poseo ciertos conocimientos del noble y antiguo deporte británico
  del boxeo. De cuando en cuando resultan útiles. Hoy, por ejemplo, lo
  habría pasado bochornosamente mal de no ser por ellos.


  Le rogué que me contara lo que había sucedido.


  —Localicé ese bar de pueblo que le había recomendado visitar, y allí
  inicié mis discretas averiguaciones. Me instalé en la barra y el
  charlatán del propietario me fue dando toda la información que deseaba.
  Williamson es un hombre de barba blanca que vive solo en la mansión,
  con unos pocos sirvientes. Corre el rumor de que es o ha sido clérigo,
  pero uno o dos incidentes ocurridos durante su breve estancia en la
  mansión me parecieron muy poco eclesiásticos. He hecho ya algunas
  indagaciones en una agencia eclesiástica, y allí me han dicho que
  existió un clérigo con ese apellido, que tuvo una carrera
  particularmente turbulenta. Además, el tabernero me dijo que a la
  mansión solían acudir visitas de fin de semana, «gente de pasta», según
  él, y en especial cierto caballero con bigote rojo apellidado Woodley,
  que estaba siempre por allí. Hasta aquí habíamos llegado cuando ¿quién
  dirá que vino a entrometerse? Pues el propio caballero en cuestión, que
  estaba bebiendo una cerveza allí mismo y había escuchado toda la
  conversación. ¿Quién era yo? ¿Qué quería? ¿A qué venían tantas
  preguntas?


  Su lenguaje era de lo más fluido y sus adjetivos muy vigorosos, y
  remató una sarta de insultos con un revés traicionero que no pude
  esquivar del todo. Los minutos siguientes fueron deliciosos. Mis
  directos de izquierda contra los porrazos del rufián. Yo acabé como
  usted ve. Al señor Woodley se lo llevaron en un carro. Así terminó mi
  excursión al campo, y debo confesar que, aunque ha sido muy divertida,
  mi expedición a los límites de Surrey no ha resultado mucho más
  provechosa que la suya.


  El jueves nos llegó otra carta de nuestra cliente:


  «Señor Holmes, no creo que le sorprenda saber que voy a dejar mi empleo
  en casa del señor Carruthers. Ni siquiera un sueldo tan alto puede
  compensarme de lo incómodo de mi situación. El sábado iré a Londres y
  no tengo intención de regresar. El señor Carruthers ha comprado un
  cochecito, de manera que los peligros de la carretera solitaria, si es
  que alguna vez existieron, han desaparecido. En cuanto al motivo
  concreto de que me vaya, no se trata sólo de la tensa situación con el
  señor Carruthers, sino que además ha vuelto a aparecer ese odioso señor
  Woodley. Siempre fue repugnante, pero ahora está más feo que nunca,
  porque parece que ha tenido un accidente y está todo desfigurado. Lo he
  visto por la ventana, pero gracias a Dios aún no he coincidido con él.
  Tuvo una larga conversación con el señor Carruthers, que después de eso
  parecía muy excitado. Woodley debe de estar alojado por aquí cerca,
  porque no durmió en casa y, sin embargo, lo volví a ver esta mañana,
  merodeando entre los arbustos. Preferiría que anduviese suelta una
  fiera salvaje antes que él. Le odio y le temo más de lo que soy capaz
  de expresar. ¿Cómo puede el señor Carruthers soportar ni por un segundo
  a semejante bicho? Menos mal que el sábado se acabarán mis problemas.»


  —Eso espero, Watson, eso espero —dijo Holmes muy serio—. Alrededor de
  esta mujercita se está tramando alguna turbia intriga, y nuestro deber
  es procurar que nadie la moleste en este último viaje. Creo, Watson,
  que debemos prepararlo todo para desplazarnos allí el sábado por la
  mañana y asegurarnos que esta curiosa e incipiente investigación no
  tenga un final trágico.


  Confieso que hasta aquel momento no me había tomado muy en serio el
  caso, que me parecía más grotesco y extravagante que verdaderamente
  peligroso. Que un hombre acechara y siguiera a una mujer tan guapa no
  tenía nada de nuevo, y si el tipo era tan poco decidido que no sólo no
  se atrevía a abordarla sino que incluso huía cuando ella se le
  acercaba, no podía tratarse de un asaltante muy peligroso. Aquel rufián
  de Woodley era muy diferente, pero, excepto en una ocasión, nunca había
  molestado a nuestra cliente y ahora visitaba la casa de Carruthers sin
  importunarla a ella. El hombre de la bicicleta tenía que ser uno de los
  que visitaban la mansión los fines de semana, como había dicho el
  tabernero, aunque seguíamos sin saber quién era y qué pretendía. Sin
  embargo, la actitud grave de Holmes y el hecho de que al salir de
  nuestras habitaciones se metiera un revólver en el bolsillo me hizo
  pensar por primera vez en la posibilidad de que detrás de aquella
  curiosa cadena de sucesos acechase la tragedia.


  Después de una noche de lluvia amaneció un día espléndido, y los campos
  cubiertos de brezo y salpicados de vistosos matorrales de tojo en flor
  parecían aún más hermosos a unos ojos hastiados de los pardos sombríos
  y el gris pizarra de Londres. Holmes y yo avanzábamos por la ancha y
  arenosa carretera, aspirando el aire fresco de la mañana y disfrutando
  del canto de los pájaros y la suave brisa primaveral.


  Desde una altura del camino en la ladera de la colina Crooksbury
  pudimos divisar la sombría mansión, sobresaliendo entre los añosos
  robles que, aun siendo muy viejos, eran más jóvenes que el edificio que
  rodeaban. Holmes señaló el largo tramo de carretera que formaba una
  franja rojo-amarillenta entre el color pardo del brezal y el verde
  primaveral del bosque. A lo lejos se veía un punto negro que resultó
  ser un vehículo que avanzaba hacia nosotros.


  Holmes soltó una exclamación de impaciencia.


  —Yo había calculado un margen de media hora —dijo—, pero si aquél es su
  carricoche, es que debe de haber decidido tomar un tren anterior. Me
  temo, Watson, que va a pasar por Charlington antes de que podamos
  encontrarnos con ella.


  Desde el momento en que dejamos la elevación, perdimos de vista el
  vehículo, pero avanzamos a un paso tan rápido que mi vida sedentaria
  empezó a hacerse sentir, y me fui quedando rezagado. Holmes, sin
  embargo, se mantenía siempre en forma, porque disponía de reservas
  inagotables de energía nerviosa a las que recurrir. Ni por un momento
  aminoró su paso elástico hasta que, de pronto, cuando ya iba unos cien
  metros por delante de mí, se detuvo y le vi levantar el brazo con un
  gesto de dolor y desesperación. En aquel mismo momento, por la curva de
  la carretera apareció un carricoche vacío, con el caballo al trote y
  las riendas colgando, que se acercó rápidamente a nosotros.


  —¡Demasiado tarde, Watson, demasiado tarde! —exclamó Holmes mientras yo
  corría resoplando hacia él—. ¡Qué idiota he sido en no pensar en el
  tren anterior! ¡Secuestro, Watson! ¡Secuestro! ¡Asesinato! ¡Dios sabe
  qué! ¡Ciérrele el paso y pare al caballo! Muy bien. Ahora monte, y
  veremos si puedo remediar las consecuencias de mi estupidez.


  Subimos los dos al coche y Holmes hizo que el caballo diera la vuelta,
  dio un trallazo con el látigo y salimos volando carretera adelante. Al
  doblar la curva quedó visible todo el tramo de carretera que discurría
  entre el brezal y la mansión. Yo agarré a Holmes del brazo.


  —¡Allí está el hombre! —jadeé.


  Un ciclista solitario venía hacia nosotros. Traía la cabeza agachada y
  los hombros encorvados y pedaleaba con todas sus fuerzas. Volaba como
  un corredor de carreras. De pronto, levantó el rostro barbudo, nos vio
  cerca de él y frenó, saltando a continuación de su máquina. La barba,
  negra como el carbón, contrastaba de manera extraña con la palidez de
  su rostro, y los ojos le brillaban como si tuviera fiebre. Se quedó
  mirándonos a nosotros y al carruaje y en su rostro se formó una
  expresión de asombró.


  —¿Qué es esto? ¡Alto ahí! —grito, cerrándonos el paso con su
  bicicleta—. ¿De dónde han sacado este coche? ¡Pare usted! —vociferó,
  sacando una pistola del bolsillo—. ¡Pare le digo, o por San Jorge que
  le meto un tiro al caballo!


  Holmes arrojó las riendas sobre mis rodillas y saltó del coche.


  —Usted es el hombre al que queríamos ver. ¿Dónde está la señorita
  Violet Smith? —dijo con su característica rapidez y claridad.


  —Eso mismo le pregunto yo. Viene usted en su coche y tiene que saber
  dónde está.


  —Encontramos el coche en la carretera, pero no había nadie en él. Hemos
  venido para ayudar a la señorita.


  —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Qué voy a hacer? —exclamó el desconocido,
  frenético de angustia—. ¡La han atrapado, ese demonio de Woodley y el
  cura renegado! Venga usted, venga, si de verdad es su amigo. Ayúdenme y
  la salvaremos, aunque tenga que dejar mi pellejo en el bosque de
  Charlington.


  Corrió como un loco, pistola en mano, hacia una abertura en el seto.
  Holmes le siguió y yo seguí a Holmes, dejando al caballo pastando junto
  a la carretera.


  —Se han metido por aquí —dijo Holmes, señalando las huellas de varios
  pies en el sendero embarrado—. ¡Caramba! ¡Quietos un momento! ¡Hay
  alguien caído en los matorrales!


  Se trataba de un joven de unos diecisiete años, vestido como mozo de
  cuadras, con pantalones y polainas de cuero. Yacía caído de espaldas,
  con las rodillas dobladas y una terrible brecha en la cabeza. Estaba
  sin sentido, pero vivo. Me bastó una mirada a la herida para saber que
  no había penetrado en el hueso.


  —Es Peter, el lacayo —exclamó el desconocido—. Él conducía el coche.
  Esos salvajes le han hecho bajar y lo han golpeado. Dejémoslo aquí; no
  podemos hacer nada por él, pero a ella aún podemos salvarla de lo peor
  que le puede ocurrir a una mujer.


  Corrimos frenéticamente por el sendero, que serpenteaba entre los
  árboles. Habíamos llegado a los arbustos que rodeaban la casa cuando
  Holmes se detuvo en seco.


  —No han ido a la casa. Sus pisadas van hacia la izquierda. ¡Allí, junto
  a los laureles! ¡Ah, lo que yo decía!


  Mientras él hablaba, del verde macizo de arbustos que teníamos delante
  surgió un alarido de mujer, un alarido que vibraba con un paroxismo de
  horror, y que se cortó de golpe en la nota más aguda, con un gemido de
  ahogo.


  —¡Por aquí! ¡Por aquí! ¡Está en la pista de bolos! —gritó el
  desconocido, lanzándose de cabeza entre los arbustos—. ¡Perros
  cobardes! ¡Síganme, caballeros! ¡Demasiado tarde! ¡Por todos los
  diablos!


  Habíamos salido de pronto a un precioso claro cubierto de césped y
  rodeado de viejos árboles. En el punto más alejado, a la sombra de un
  corpulento roble, había un curioso grupo de tres personas. Una era una
  mujer, nuestra cliente, amordazada con un pañuelo y con aspecto de
  estar a punto de desmayarse. Frente a ella se erguía un hombre joven de
  aspecto brutal, rostro macizo y bigote pelirrojo, con las piernas bien
  abiertas y enfundadas en polainas. Tenía un brazo en jarras y con el
  otro hacía ondear una fusta. Su actitud era la de un fanfarrón en un
  momento de triunfo. Entre los dos había un hombre mayor, con barba
  blanca, que vestía una sobrepelliz(túnica eclesiástica) corta sobre un
  traje claro de lana, y que al parecer acababa de celebrar un rito
  nupcial, ya que al aparecer nosotros se guardó en el bolsillo el libro
  de oraciones y felicitó jovialmente al siniestro novio con una palmada
  en el hombro.


  —¡Se han casado! —balbucí.


  —¡Vamos! ¡Vamos! —exclamó nuestro guía.


  Atravesó corriendo el claro, con Holmes y yo pisándole los talones. Al
  acercarnos, la joven se tambaleó y tuvo que apoyarse en el tronco del
  árbol. Williamson, el ex sacerdote, nos saludó con una reverencia
  burlona, y el fanfarrón de Woodley nos salió al paso con una brutal
  carcajada de júbilo.


  —Ya puedes quitarte esa barba, Bob —dijo—. Se te conoce perfectamente.
  Pues bien, tú y tus amigos llegáis justo a tiempo para que os presente
  a la señora Woodley.


  La respuesta de nuestro guía fue sorprendente. Se arrancó la barba
  negra que le servía de disfraz y la tiró al suelo, dejando al
  descubierto un rostro alargado, cetrino y bien afeitado. A
  continuación, levantó su revólver y apuntó al joven rufián, que
  avanzaba hacia él blandiendo su peligrosa fusta.


  —Sí —dijo nuestro aliado—. Soy Bob Carruthers y pienso defender a esta
  mujer aunque me ahorquen por ello. Ya te advertí lo que haría si
  volvías a molestarla, y por Dios que cumpliré mi promesa.


  —Llegas tarde. ¡Es mi esposa!


  —No, es tu viuda.


  El revólver detonó y vi brotar la sangre de la pechera del chaleco de
  Woodley. Giró sobre sus pies con un gemido y cayó de espaldas, mientras
  su rostro odioso y enrojecido adquiría de repente una terrible palidez.
  El anciano, que todavía vestía su sobrepelliz, estalló en una sarta de
  blasfemias como no he oído jamás y sacó también un revólver, pero antes
  de que pudiera levantarlo se encontró frente a los ojos el cañón del
  arma de Holmes.


  —¡Se acabó! —dijo mi amigo fríamente—. Tire esa pistola. Recójala,
  Watson, y apúntele a la cabeza. Gracias. Usted, Carruthers, deme ese
  revólver. Ya está bien de violencia. Vamos, entréguemelo.


  —Pero ¿quién es usted?


  —Me llamo Sherlock Holmes.


  —¡Santo Dios!


  —Veo que ha oído hablar de mí. Hasta que llegue la policía, yo actuaré
  en representación suya. ¡Eh, muchacho! —le gritó al asustado lacayo,
  que acababa de aparecer en el borde del claro—. Ven aquí. Lleva esta
  nota a Farnham lo más deprisa que puedas —garabateó unas cuantas
  palabras en una hoja de su cuaderno—. Entrégasela al inspector jefe del
  puesto de policía. Y mientras él llega, todos ustedes quedan bajo mi
  custodia personal.


  La personalidad fuerte y arrolladora de Holmes dominaba la trágica
  escena, y todos por igual éramos como marionetas en sus manos.
  Williamson y Carruthers cargaron con el herido Woodley para meterlo en
  la casa y yo ofrecí mi brazo a la asustada muchacha. Tendieron al
  herido en una cama y, a petición de Holmes, lo examiné. Presenté mi
  informe en el antiguo comedor adornado con tapices, donde Holmes se
  había instalado con sus dos prisioneros delante.


  —Vivirá —dije.


  —¿Cómo? —gritó Carruthers, poniéndose en pie de un salto—. Entonces
  subiré a rematarlo antes que nada. No me digan que esa muchacha, ese
  ángel, va a quedar atrapada para toda su vida a Jack Woodley «el
  Rugiente».


  —No debe preocuparse por eso —dijo Holmes—. Existen dos excelentes
  razones para que no se la pueda considerar su esposa, bajo ningún
  concepto. En primer lugar, tenemos motivos de sobra para poner en duda
  el derecho del señor Williamson a celebrar un matrimonio.


  —He sido ordenado —exclamó el viejo granuja.


  —Y también suspendido.


  —Cuando uno es sacerdote, es sacerdote para siempre.


  —No lo veo yo así. ¿Y qué hay de la licencia?


  —Sacamos una licencia de matrimonio. La tengo en el bolsillo.


  —La conseguiría con engaños. Pero, en cualquier caso, un matrimonio
  forzado no tiene validez; en cambio, constituye un delito muy grave,
  como comprobará usted antes de que esto termine. O mucho me equivoco, o
  tendrá tiempo de sobra para reflexionar sobre el tema durante los
  próximos diez años, más o menos. En cuanto a usted, Carruthers, más le
  habría valido guardarse la pistola en el bolsillo.


  —Empiezo a creer que sí, señor Holmes, pero cuando pensé en todas las
  precauciones que había tomado para proteger a esta muchacha..., porque
  yo la amaba, señor Holmes, y es la única vez en mi vida que he sabido
  lo que es el amor... me volví loco al saber que estaba en poder del
  matón más brutal de Sudáfrica, un tipo cuyo solo nombre infunde un
  terror supersticioso desde Kimberley a Johannesburgo. Sí, señor Holmes,
  usted no lo creerá, pero desde que esta chica empezó a trabajar para
  mí, ni una sola vez dejé que pasara delante de esta casa, donde yo
  sabía que se ocultaban estos canallas, sin seguirla en mi bicicleta
  para asegurarme de que no le ocurriera nada malo. Me mantenía
  distanciado de ella, y me ponía una barba postiza para que no me
  reconociera, porque se trata de una joven decente y orgullosa, que no
  se habría quedado mucho tiempo en mi casa de haber sabido que yo la iba
  siguiendo por las carreteras rurales.


  —¿Por qué no la advirtió del peligro?


  —Porque también en este caso se habría marchado, yo no podía soportar
  la idea. Aunque no me amara, significaba mucho para mí ver su preciosa
  figura por la casa y oír el sonido de su voz.


  —Usted llama a eso amor, señor Carruthers —dije yo—, pero yo lo llamo
  egoísmo.


  —Puede que las dos cosas vayan unidas. Fuera como fuere, no quería que
  se marchara. Además, con esta gente por aquí, convenía que hubiera
  alguien cerca para cuidar de ella. Y cuando llegó el telegrama, tuve la
  seguridad de que pronto entrarían en acción.


  —¿Qué telegrama?


  —Este —dijo Carruthers, sacándolo del bolsillo. El texto era breve y
  conciso:


  «El viejo ha muerto.»


  —¡Hum! —dijo Holmes—. Creo que ya sé cómo se desarrollaron las cosas, y
  me doy cuenta de que este telegrama debió impulsarlos a entrar en
  acción, como usted dice. Pero, mientras aguardamos, podría usted
  explicarme algunos detalles.


  El viejo renegado de la sobrepelliz soltó una explosiva descarga de
  palabrotas.


  —Por mi alma, Bob Carruthers —dijo—, que si nos delatas te voy a hacer
  lo mismo que tú le hiciste a Jack Woodley. Puedes rebuznar todo lo que
  quieras acerca de la chica, porque ese es asunto tuyo, pero si
  traicionas a tus compañeros con este poli de paisano, será la peor
  faena que has hecho en tu vida.


  —No se excite, reverendo —dijo Holmes, encendiendo un cigarrillo—. Los
  cargos contra usted están bastante claros, y sólo quiero preguntar unos
  cuantos detalles por curiosidad personal. Sin embargo, si existe algún
  problema en que ustedes me lo cuenten, seré yo quien hable y veremos
  qué posibilidades tienen de ocultar sus secretos. En primer lugar, tres
  de ustedes llegaron de Sudáfrica para dar este golpe: usted,
  Williamson, usted, Carruthers, y Woodley.


  —Error número uno —dijo el anciano—. Yo no conocía a ninguno de los dos
  hasta hace dos meses, y jamás en mi vida he estado en África, así que
  puede meter eso en su pipa y fumárselo, señor Metomentodo Holmes.


  —Es cierto lo que dice —confirmó Carruthers.


  —Bien, bien, vinieron sólo dos. El reverendo es un producto del país.
  Ustedes conocieron a Ralph Smith en Sudáfrica y tenían motivos para
  suponer que no viviría mucho. Entonces averiguaron que su sobrina
  heredaría su fortuna. ¿Qué tal voy?


  Carruthers asintió y Williamson soltó una palabrota.


  —No cabe ninguna duda de que ella era el pariente más próximo, y
  ustedes estaban seguros de que el viejo no haría testamento.


  —No sabía ni leer ni escribir —dijo Carruthers.


  —Así que ustedes dos se plantaron aquí y localizaron a la chica. El
  plan era que uno de los dos se casara con ella y el otro recibiría una
  parte del botín. Por alguna razón, Woodley salió elegido como marido.
  ¿Cómo fue eso?


  —Nos la jugamos a las cartas en el viaje. Él ganó.


  —Comprendo. Usted tomó a la joven a su servicio, y así Woodley podría
  cortejarla. Pero ella se dio cuenta de que era un bruto borracho y no
  quiso saber nada de él. Mientras tanto, su plan se trastornó porque
  usted mismo se enamoró de la chica, y no podía soportar la idea de que
  este rufián se la quedase.


  —¡No, por San Jorge, no podía!


  —Hubo una pelea entre ustedes. Woodley se marchó enfurecido y comenzó a
  hacer sus propios planes sin contar con usted.


  —Empiezo a pensar, Williamson, que no hay mucho que podamos decirle a
  este caballero —dijo Carruthers con una risa amarga—. Sí, nos peleamos
  y él me derribó. Pero ahora ya estamos en paz. Entonces lo perdí de
  vista. Fue entonces cuando él reclutó a este padre renegado. Descubrí
  que se habían instalado juntos aquí, en el trayecto que ella recorría
  para ir a la estación. A partir de entonces, no la perdí de vista,
  porque sabía que se estaba cociendo alguna diablura. Hace dos días,
  Woodley se presentó en mi casa con este telegrama, que nos comunicaba
  la muerte de Ralph Smith. Me preguntó si estaba dispuesto a seguir
  adelante con el trato. Le respondí que no. Preguntó entonces si
  accedería a casarme con la chica y darle a él una parte. Le dije que lo
  haría de muy buena gana, pero que ella no me aceptaba. Entonces,
  Woodley dijo: «Primero vamos a casarla, y puede que al cabo de una o
  dos semanas vea las cosas de diferente manera». Le respondí que me
  negaba a utilizar la violencia, y se marchó maldiciendo, como el
  canalla malhablado que siempre ha sido, y jurando que sería suya de un
  modo u otro. Ella se iba a marchar de mi casa esta semana y yo había
  conseguido un coche para llevarla a la estación, pero me sentía tan
  intranquilo que la seguí en bicicleta. Sin embargo, dejé que me tomara
  demasiada delantera, y antes de que pudiera alcanzarla el mal ya estaba
  hecho. No supe nada más hasta que los vi a ustedes dos regresando con
  el coche.


  Holmes se puso en pie y tiró la colilla de su cigarrillo a la chimenea.


  —He sido un obtuso(torpe), Watson —dijo—. Cuando me presentó usted su
  informe dijo que le había parecido ver al ciclista arreglarse la
  corbata entre los arbustos. Sólo con esto tendría que haberlo
  comprendido todo. Sin embargo, podemos felicitarnos por haber
  intervenido en un caso bastante curioso y en algunos aspectos único.
  Veo venir por el sendero a tres policías del condado, y me alegra
  comprobar que el pequeño mozo de cuadras se mantiene a su paso; es
  probable que ni él ni el fascinante novio sufran daños permanentes a
  causa de las aventuras de esta mañana. Creo, Watson, que en su calidad
  de médico debería atender a la señorita Smith y decirle que si se
  encuentra suficientemente recuperada tendremos mucho gusto en
  acompañarla a casa de su madre. Y si su recuperación no es completa, ya
  verá usted como una ligera alusión a la posibilidad de enviar un
  telegrama a cierto joven electricista de las Midlands la deja curada
  del todo. En cuanto a usted, señor Carruthers, creo que ha hecho todo
  lo que ha podido por reparar su participación en un plan maligno. Aquí
  tiene mi tarjeta, y si mi declaración puede servirle de ayuda en el
  juicio, me tendrá a su disposición.


  El lector probablemente habrá observado que, sumido en el torbellino de
  nuestra incesante actividad, suele resultarme difícil redondear mis
  relatos añadiendo esos detalles finales que tanto aprecian los
  curiosos. Cada caso ha servido de preludio a otro y, una vez pasada la
  crisis, los actores desaparecen para siempre de nuestras ajetreadas
  vidas. Sin embargo, al final de los manuscritos referentes a este caso
  he encontrado una breve anotación que confirma que la señorita Violet
  Smith heredó una gran fortuna y que actualmente es la esposa de Cyril
  Morton, socio principal de Morton & Kennedy, conocidos electricistas de
  Westminster. Williamson y Woodley fueron procesados por secuestro y
  agresión; al primero le cayeron siete años y al segundo diez. No consta
  ningún dato acerca de Carruthers, pero estoy seguro de que el tribunal
  no juzgaría con mucha severidad su agresión, teniendo en cuenta que
  Woodley tenía reputación de ser un maleante peligrosísimo, y creo que
  con unos meses bastaría para satisfacer las exigencias de la justicia.


  - 5 -
  La aventura del colegio Priory



  En nuestro pequeño escenario de Baker Street hemos presenciado entradas
  y salidas espectaculares, pero no recuerdo ninguna tan repentina y
  sorprendente como la primera aparición del doctor Thorneycroft
  Huxtable, M.A.(posgrado en humanidades), Ph.D.(doctor en filosofía),
  etc. Su tarjeta, que parecía demasiado pequeña para soportar el peso de
  tanto título académico, le precedió en unos segundos y luego entró él:
  tan grande, tan pomposo y tan digno que parecía la encarnación misma
  del aplomo(serenidad, gravedad) y la solidez. Y sin embargo, lo primero
  que hizo en cuanto la puerta se cerró a sus espaldas fue tambalearse y
  apoyarse en la mesa, tras lo cual se desplomó en el suelo y allí quedó
  su majestuosa figura, postrada e inconsciente sobre la alfombra de piel
  de oso colocada delante de nuestra chimenea.


  Nos pusimos en pie de un salto y durante unos instantes contemplamos
  con silencioso asombro aquel enorme resto de naufragio, que parecía el
  resultado de una repentina y letal tempestad ocurrida en algún lugar
  lejano del océano de la vida. Luego corrimos a socorrerlo, Holmes con
  un almohadón para la cabeza y yo con brandy para la boca. El rostro
  blanco y macizo estaba surcado por arrugas de preocupación, las
  fláccidas bolsas de debajo de los ojos tenían un color plomizo, la boca
  entreabierta se curvaba en una mueca de dolor y sus rollizas mejillas
  estaban sin afeitar. La camisa y el cuello mostraban las mugrientas
  señales de un largo viaje, y el cabello se encrespaba desordenadamente
  sobre la bien formada cabeza. El hombre que yacía ante nosotros había
  sufrido sin duda un duro golpe.


  —¿Qué tiene, Watson? —preguntó Holmes.


  —Agotamiento total, puede que simple hambre y cansancio —respondí,
  tomándole el pulso y verificando que el torrente de vida se había
  reducido a un débil goteo.


  —Billete de ida y vuelta desde Mackleton, en el norte de Inglaterra
  —dijo Holmes, sacándoselo del bolsillo del reloj—. Y aún no son ni las
  doce. No cabe duda de que ha madrugado.


  Los párpados fruncidos empezaron a temblar y un par de ojos grises y
  ausentes alzaron su mirada hacia nosotros. Un instante después, nuestro
  hombre se ponía en pie con dificultades y rojo de vergüenza.


  —Perdone esta muestra de debilidad, señor Holmes; temo que me han
  fallado las fuerzas. Gracias. Si pudiera tomar un vaso de leche y una
  galleta, estoy seguro de que me pondría bien. He venido personalmente,
  señor Holmes, para asegurarme de que me acompañará usted a la vuelta.
  Temía que un simple telegrama no lograría convencerlo de la absoluta
  urgencia del caso.


  —Cuando se haya repuesto usted del todo...


  —Ya me siento perfectamente otra vez. No me explico cómo me dio este
  desfallecimiento. Señor Holmes, quiero que venga usted a Mackleton
  conmigo en el primer tren.


  Mi amigo sacudió la cabeza.


  —Mi compañero, el doctor Watson, podrá decirle que en estos momentos
  estamos ocupadísimos. No puedo dejar este caso de los documentos
  Ferrers, y además está a punto de comenzar el juicio por el crimen de
  Abergavenny. Sólo un asunto muy importante podría sacarme de Londres en
  estos momentos.


  —¡Importante! —nuestro visitante levantó las manos—. ¿No se ha enterado
  del secuestro del único hijo del duque de Holdernesse?


  —¿Cómo? ¿El que fue ministro?


  —Exacto. Hemos tratado de ocultárselo a la prensa, pero anoche el Globe
  publicaba algunos rumores. Pensé que tal vez estuviera usted al
  corriente.


  Holmes estiró su largo y delgado brazo y sacó el volumen «H» de su
  enciclopedia de consulta.


  —«Holdernesse, sexto duque de K.G., P.C..., y así medio alfabeto...;
  barón de Beverley, conde de Carston... ¡Caramba, menuda lista!... Señor
  de Hallamshire desde 1900. Casado con Edith, hija de sir Charles
  Appledore, en 1888. Hijo único y heredero: lord Saltire. Propietario de
  unos 250,000 acres. Minas en Lancashire y Gales. Residencias: Carlton
  House Terrace, Londres; Mansión Holdernesse, en Hallamshire; castillo
  de Carston, en Bangor, Gales. Lord Almirante en 1872. Primer secretario
  de Estado...» ¡Vaya, vaya! Se trata, sin duda, de uno de los grandes
  personajes del reino.


  —El más grande, y puede que el más rico. Ya sé, señor Holmes, que es
  usted un profesional de primera fila y que está dispuesto a trabajar
  por mero amor al trabajo. Sin embargo, puedo decirle que su excelencia
  ha prometido entregar un cheque de cinco mil libras a la persona que
  pueda indicarle el paradero de su hijo, y otras mil a quien pueda
  identificar a la persona o personas que lo han secuestrado.


  —Una oferta principesca — dijo Holmes—. Watson, creo que  acompañaremos
  al doctor Huxtable al norte de Inglaterra. Y ahora, doctor Huxtable, en
  cuanto se haya terminado la leche, le agradecería que nos contara lo
  que ha ocurrido, cuándo ocurrió, cómo ocurrió y, por último, qué tiene
  que ver en ello el doctor Thorneycroft Huxtable, del colegio Priory,
  cerca de Mackleton, y por qué viene a solicitar mis humildes servicios
  tres días después del suceso, como se deduce del estado de su barba.


  Nuestro visitante había dado cuenta de su leche y sus galletas.
  Recuperado el brillo de sus ojos y el color de sus mejillas, comenzó a
  explicar la situación con considerable energía y lucidez.


  —Debo informarles, caballeros, de que el Priory es un colegio
  preparatorio, del que soy fundador y director. Tal vez les resulte más
  familiar mi nombre si lo asocian a los Comentarios a Horacio por
  Huxtable. El Priory es el mejor y más selecto colegio preparatorio de
  Inglaterra, sin excepción alguna. Lord Leverstoke, el conde de
  Blackwater, sir Cathcart Soames..., todos ellos me han confiado a sus
  hijos. Pero cuando me pareció que mi colegio había alcanzado el cenit
  fue hace tres semanas, cuando el duque de Holdernesse envió a su
  secretario, el señor James Wilder, para notificarme la intención de
  poner a mi cargo al joven lord Saltire, de diez años de edad, hijo
  único y heredero suyo. ¡Qué poco imaginaba yo que aquello iba a ser el
  preludio de la desgracia más terrible de mi vida!


  El muchacho llegó el 1 de mayo, que es cuando comienza el semestre de
  verano. Era un joven encantador, que se adaptó en seguida a nuestras
  normas. Debo decirle..., espero no estar cometiendo una indiscreción,
  pero en un caso como éste es absurdo andarse con medias verdades...,
  que el chico no era muy feliz en su casa. Es un secreto a voces que la
  vida matrimonial del duque no ha sido muy apacible y acabó desembocando
  en una separación por mutuo acuerdo. La duquesa se ha establecido en el
  sur de Francia. Esto ocurrió hace muy poco, y se sabe que las simpatías
  del muchacho estaban del lado de la madre. Cuando ella se marchó de la
  mansión Holdernesse, el chico se quedó muy deprimido, y por eso decidió
  el duque enviarlo a mi colegio. A los quince días se había adaptado por
  completo y parecía absolutamente feliz con nosotros.


  Se le vio por última vez la noche del 13 de mayo, es decir, la noche
  del lunes pasado. Su cuarto está en el segundo piso y para llegar a él
  hay que pasar por otra habitación más grande, en la que duermen dos
  alumnos. Estos muchachos no vieron ni oyeron nada, de manera que es
  imposible que el joven Saltire pasara por allí. La ventana de su cuarto
  estaba abierta y hay una hiedra bastante sólida que llega hasta el
  suelo. No encontramos pisadas abajo, pero no cabe duda de que esta es
  la única salida posible.


  Su ausencia se descubrió a las siete de la mañana del martes. Se notaba
  que había dormido en su cama. Antes de marcharse se había vestido del
  todo, con el uniforme escolar de chaqueta negra, estilo Eton, y
  pantalones gris oscuro. No se advertían señales de que hubiera entrado
  alguien en su habitación y estamos seguros de que si hubiera habido
  gritos o forcejeo se habrían oído, porque Caulder, el mayor de los dos
  muchachos que duermen en la habitación interior, tiene el sueño muy
  ligero.


  Cuando descubrimos la desaparición de lord Saltire, pasé lista
  inmediatamente a todo el personal del colegio: alumnos, profesores y
  servicio. Y entonces nos dimos cuenta de que lord Saltire no se había
  fugado solo. Faltaba también Heidegger, el profesor de alemán. Su
  habitación está también en el segundo piso, al otro extremo del
  edificio, pero dando a la misma fachada que la de lord Saltire. También
  había dormido en su cama; pero al parecer se había marchado a medio
  vestir, porque su camisa y sus calcetines estaban tirados en el suelo.
  No cabe duda de que bajó descolgándose por la hiedra, porque
  encontramos pisadas suyas abajo en el césped. Junto a este césped hay
  un pequeño cobertizo donde guardaba su bicicleta, que también ha
  desaparecido.


  Llevaba con nosotros dos años, y había llegado con las mejores
  referencias. Pero era un tipo callado y poco simpático, que no se
  llevaba muy bien ni con los alumnos ni con los profesores. No se pudo
  encontrar ni rastro de los fugitivos, y hoy, jueves, sabemos tan poco
  como el martes. Naturalmente, fuimos de inmediato a preguntar a la
  mansión Holdernesse. Se encuentra a sólo unas millas de distancia, y
  pensamos que un repentino ataque de nostalgia le habría hecho volver
  con su padre. Pero allí no sabían nada de él. El duque está
  excitadísimo, y en cuanto a mí, ya han visto ustedes el estado de
  postración nerviosa al que me han reducido la incertidumbre y la
  responsabilidad. Señor Holmes, si alguna vez se ha empleado usted a
  fondo, le suplico que lo haga ahora, porque nunca en su vida encontrará
  un caso que más lo merezca.


  Sherlock Holmes había escuchado con el mayor interés el relato del
  afligido director de escuela. Sus cejas fruncidas y el profundo surco
  que había entre ellas demostraban que no era preciso insistirle para
  que concentrase toda su atención en un problema que, aparte de las
  enormes sumas que en él se barajaban, tenía forzosamente que atraerle,
  dada su afición a lo enigmático y lo extraño. Sacó su cuaderno de notas
  y garabateó en él algunas anotaciones.


  —Ha sido una torpeza por su parte no acudir a mí antes —dijo en tono
  severo—. Me obliga a iniciar mi investigación con una grave desventaja.
  Es impensable, por ejemplo, que esa hiedra y ese césped no le revelaran
  nada a un observador experto.


  —No ha sido culpa mía, señor Holmes. Su excelencia estaba empeñado en
  evitar a toda costa un escándalo público. Le asustaba que sus
  desgracias familiares quedaran expuestas a la vista de todos. Siente
  horror por ese tipo de cosas.


  —¿Pero se ha realizado alguna investigación oficial?


  —Sí, señor, pero sin ningún resultado. Al principio pareció que se
  había encontrado una pista, ya que alguien declaró haber visto a un
  hombre joven y un niño saliendo de una estación cercana en uno de los
  primeros trenes. Pero anoche supimos que se había seguido la pista de
  la pareja hasta Liverpool, y se ha comprobado que no tienen nada que
  ver con el asunto. Entonces fue cuando, desesperado, defraudado y tras
  una noche sin dormir, decidí tomar el primer tren y venir directamente
  a verle.


  —Supongo que la investigación sobre el terreno aflojaría mientras se
  seguía esa pista falsa.


  —Se interrumpió por completo.


  —Con lo cual se han perdido tres días. No se podía haber manejado peor
  el asunto.


  —Eso me parece a mí, lo reconozco.


  —Sin embargo, debería poderse resolver el problema. Tendré mucho gusto
  en echarle un vistazo. ¿Ha descubierto usted alguna conexión entre el
  chico perdido y este profesor alemán?


  —Absolutamente ninguna.


  —¿Ni siquiera estaba en su clase?


  —No; por lo que yo sé, jamás intercambiaron una palabra.


  —Desde luego, esto es muy curioso. ¿Tenía bicicleta el chico?


  —No.


  —¿Se ha echado en falta alguna otra bicicleta?


  —No.


  —¿Está usted seguro?


  —Completamente.


  —Vamos a ver: ¿no pensará usted en serio que este alemán se marchó en
  bicicleta en plena noche con el chico en brazos?


  —Claro que no.


  —Entonces, ¿cuál es su teoría?


  —Lo de la bicicleta pudo ser un truco para despistar. Pueden haberla
  escondido en cualquier parte y luego marcharse a pie.


  —Desde luego; pero parece un truco bastante absurdo, ¿no cree? ¿Había
  más bicicletas en ese cobertizo?


  —Varias.


  —¿Y no cree que si hubieran querido dar la impresión de que se
  marcharon de ese modo habrían escondido un par de bicicletas?


  —Supongo que sí.


  —Desde luego que sí. La teoría del truco para despistar no se sostiene.
  Sin embargo, el incidente constituye un magnífico punto de partida para
  una investigación. Al fin y al cabo, una bicicleta no es fácil de
  esconder o destruir. Otra pregunta: ¿Recibió el chico alguna visita el
  día antes de su desaparición?


  —No.


  —¿Recibió alguna carta?


  —Sí, una.


  —¿De quién?


  —De su padre.


  —¿Abren ustedes las cartas de los alumnos?


  —No.


  —Y entonces, ¿cómo sabe que era de su padre?


  —Porque el sobre llevaba el escudo de armas y la dirección estaba
  escrita con la letra del duque, que es característicamente rígida.
  Además, el duque recuerda haber escrito.


  —¿Recibió otras cartas antes de ésa?


  —Ninguna en varios días.


  —¿Y alguna vez ha recibido carta de Francia?


  —No, nunca.


  —Supongo que se da usted cuenta de hacia dónde apuntan mis preguntas.
  Una de dos: o se llevaron al chico a la fuerza o se marchó por su
  propia voluntad. En este último caso, cabría suponer que sólo una
  llamada de fuera podría empujar a un muchacho tan joven a hacer
  semejante cosa. Si no recibió visitas, la llamada tuvo que llegar por
  carta. Por tanto, estoy intentando averiguar quién la escribió.


  —Me temo que no puedo ayudarle mucho. Que yo sepa, el único que le
  escribía era su padre.


  —El cual le escribió el mismo día de su desaparición. ¿Se llevaban muy
  bien el padre y el hijo?


  —Su excelencia no se lleva bien con nadie. Vive sumergido por completo
  en los grandes asuntos públicos y resulta bastante inaccesible a las
  emociones normales. Pero, a su manera, siempre se portó bien con el
  niño.


  —Sin embargo, las simpatías de éste se inclinaban por la madre, ¿no?


  —Sí.


  —¿Lo dijo él?


  —No.


  —Entonces, ¿el duque?


  —¡Santo cielo, no!


  —Entonces, ¿cómo lo sabe usted?


  —Tuve algunas conversaciones confidenciales con el señor James Wilder,
  secretario de su excelencia. Fue él quien me informó acerca de los
  sentimientos de lord Saltire.


  —Ya veo. Por cierto, esa última carta del duque, ¿se encontró en la
  habitación del muchacho después de que éste desapareciera?


  —No, se la había llevado. Creo, señor Holmes, que deberíamos ponernos
  en camino hacia la estación de Euston.


  —Pediré un coche. Dentro de un cuarto de hora estaremos a su servicio.
  Y si va usted a telegrafiar, señor Huxtable, convendría que la gente de
  por allí creyera que las investigaciones aún siguen centradas en
  Liverpool, o dondequiera que conduzca esa pista falsa. De ese modo, yo
  podré trabajar tranquilamente en las puertas de su establecimiento, y
  tal vez el rastro no esté tan borrado como para que no podamos
  olfatearlo dos viejos sabuesos como Watson y yo.


  Aquella noche la pasamos en la fría y vigorizante atmósfera de la
  región de Peak, donde se encuentra el famoso colegio del doctor
  Huxtable. Ya había oscurecido cuando llegamos. Sobre la mesa del
  vestíbulo había una tarjeta, y el mayordomo susurró algo al oído del
  director, que se volvió hacia nosotros con la alegría reflejada en
  todos sus macizos rasgos.


  —¡El duque está aquí! —dijo—. El duque y el señor Wilder están en mi
  despacho. Vengan, caballeros, y los presentaré. Como es natural, yo
  había visto muchos retratos del famoso estadista, pero el hombre de
  carne y hueso era muy distinto de sus imágenes. Se trataba de una
  persona alta y majestuosa, vestida de manera inmaculada, con un rostro
  flaco y chupado, y una nariz grotescamente larga y encorvada. La mortal
  palidez de su piel contrastaba con la larga y ondulada barba roja que
  le caía por encima del chaleco blanco, en el que una cadena de reloj
  brillaba a través de las guedejas(mechones). Así era el majestuoso
  personaje que nos miraba con fría mirada desde el centro de la alfombra
  de la chimenea del doctor Huxtable. A su lado había un hombre muy
  joven, que supuse que sería Wilder, el secretario privado. Era pequeño,
  nervioso, inquisitivo, con ojos inteligentes de color azul claro y
  expresión cambiante. Fue él quien inició en el acto la conversación, en
  tono cortante y decidido.


  —Vine esta mañana, doctor Huxtable, pero llegué demasiado tarde para
  impedirle partir hacia Londres. Me enteré de que tenía la intención de
  solicitar al señor Sherlock Holmes que se hiciera cargo del caso. A su
  excelencia le sorprende, doctor Huxtable, que haya usted dado un paso
  semejante sin consultarlo.


  —Al saber que la policía había fracasado...


  —Su excelencia no está en modo alguno convencido del fracaso de la
  policía.


  —Pero señor Wilde...


  —Sabe usted muy bien, doctor Huxtable, que su excelencia tiene especial
  interés en evitar todo escándalo público. Prefiere que su intimidad la
  conozcan las menos personas posibles.


  —La cosa tiene fácil remedio —dijo el acobardado doctor—. El señor
  Sherlock Holmes puede regresar a Londres en el tren de la mañana.


  —Nada de eso, doctor, nada de eso —dijo Holmes con su voz más
  meliflua(suave y delicada)—. Este aire del Norte resulta muy
  vigorizante y agradable, y me parece que voy a pasar unos días en estos
  páramos, ocupando la mente lo mejor que pueda. Naturalmente, a usted le
  toca decidir si me alojo bajo su techo o en la posada del pueblo.


  Pude darme cuenta de que el pobre doctor se encontraba sumido en la más
  profunda indecisión, de donde fue rescatado por la voz grave y sonora
  del duque barbirrojo, que resonó como un gong llamando a comer.


  —Doctor Huxtable, estoy de acuerdo con el señor Wilder en que tendría
  usted que haberme consultado. Pero ya que el señor Holmes está enterado
  de todo, sería verdaderamente absurdo no aprovechar sus servicios. En
  lugar de ir a la posada, señor Holmes, me agradaría mucho que se
  quedara conmigo en la mansión Holdernesse.


  —Gracias, excelencia. Pero, a efectos de la investigación, creo que
  será más juicioso que me quede en el escenario del misterio.


  —Como desee, señor Holmes. Por supuesto, cualquier información que el
  señor Wilder o yo podamos proporcionarle está a su disposición.


  —Lo más probable es que tenga que ir a visitarlos a la mansión —dijo
  Holmes—. Por el momento, señor, sólo deseo preguntarle si tiene formada
  alguna hipótesis que explique la misteriosa desaparición de su hijo.


  —No, señor; ninguna.


  —Perdóneme si hago alusión a algo que le resulta doloroso, pero no
  tengo más remedio. ¿Cree usted que la duquesa puede tener algo que ver
  con el asunto?


  El ilustre ministro dio claras muestras de vacilación.


  —No creo —dijo por fin.


  —La otra explicación más evidente es que el chico haya sido secuestrado
  con objeto de pedir rescate por él. ¿No ha recibido ninguna petición en
  ese sentido?


  —No, señor.


  —Una pregunta más, excelencia. Tengo entendido que escribió usted a su
  hijo el día mismo del incidente.


  —No; le escribí el día antes.


  —Eso es. ¿Pero él recibió la carta ese día?


  —Sí.


  —¿Había algo en su carta que pueda haberlo trastornado o inducido a dar
  ese paso?


  —No, señor, claro que no.


  —¿Echó usted mismo la carta al correo?


  La contestación del aristócrata quedó interrumpida por el secretario,
  que intervino algo acalorado.


  —Su excelencia no tiene por costumbre llevar personalmente las cartas
  al correo —dijo—. La carta se dejó con las demás en la mesa del
  despacho, y yo mismo las eché al buzón.


  —¿Está usted seguro de haber echado esta carta?


  —Sí; me fijé en ella.


  —¿Cuántas cartas escribió su excelencia aquel día?


  —Veinte o treinta —dijo el duque—. Mantengo mucha correspondencia. Pero
  ¿no le parece esto un poco irrelevante?


  —No del todo —respondió Holmes.


  —Por mi parte —prosiguió el duque—, he aconsejado a la policía que
  dirija su atención hacia el sur de Francia. Ya he dicho que no creo que
  la duquesa haya incitado un acto tan monstruoso, pero el chico tenía
  ideas muy equivocadas, y es posible que haya huido para irse con ella,
  inducido y ayudado por ese alemán. Bien, doctor Huxtable, nos volvemos
  a la mansión.


  Me di cuenta de que a Holmes aún le habría gustado hacer algunas
  preguntas más, pero el brusco comportamiento del noble daba a entender
  que la entrevista había terminado. Era evidente que aquello de discutir
  sus intimidades familiares con un extraño le resultaba absolutamente
  aborrecible a su exquisito carácter aristocrático, y que temía que
  cualquier nueva pregunta arrojara una desagradable luz sobre los
  rincones discretamente oscurecidos de su historia ducal.


  En cuanto el aristócrata y su secretario se marcharon, mi amigo se
  lanzó de inmediato a la investigación, con su vehemencia habitual.


  Examinamos minuciosamente la habitación del muchacho, que no nos
  proporcionó información alguna, aparte de dejarnos convencidos de que
  sólo pudo haber escapado por la ventana. Tampoco la habitación y los
  objetos personales del profesor alemán nos ofrecieron ninguna pista
  nueva. En este caso, un tallo de hiedra había cedido bajo su peso, y a
  la luz de la linterna pudimos ver en el césped la huella dejada por sus
  talones al bajar al suelo. Aquella marca solitaria en el bien cortado
  césped constituía el único testimonio material de la inexplicable fuga
  nocturna.


  Sherlock Holmes salió del colegio solo y no regresó hasta después de
  las once. Se había hecho con un mapa militar de la zona y lo trajo a mi
  cuarto, lo extendió sobre la cama, colgó encima una lámpara y se puso a
  fumar mientras lo examinaba, señalando de cuando en cuando los puntos
  de interés con la humeante boquilla de ámbar de su pipa.


  —Cada vez me gusta más este caso, Watson —dijo—. Decididamente,
  presenta aspectos muy interesantes. En esta fase inicial, quiero que se
  fije en estos detalles geográficos, que pueden tener mucha importancia
  para nuestra investigación. Mire este mapa. Este cuadrado oscuro es el
  colegio Priory. Voy a marcarlo con un alfiler. Y esta línea es la
  carretera principal. Ya ve que corre de Este a Oeste, pasando frente a
  la escuela, y que en ninguna de las dos direcciones existe una
  desviación en más de una milla. Si los dos fugitivos se marcharon por
  carretera, tuvo que ser por esta carretera.


  —Exacto.


  —Por una curiosa y afortunada casualidad, podemos saber hasta cierto
  punto lo que pasó por esta carretera durante la noche de autos. Aquí,
  donde señalo con la pipa, había un policía rural de servicio desde las
  doce hasta las seis. Como puede ver, se trata del primer cruce que
  existe por el lado este. El guardia declara que no se movió de su
  puesto ni un instante, y está seguro de que ni el hombre ni el niño
  pudieron pasar por allí sin que él los viera. He hablado esta noche con
  el policía en cuestión, y me ha parecido una persona de absoluta
  confianza. Con eso queda descartado este camino. Pasemos a ocuparnos
  del otro. Aquí hay una fonda, «El Toro Rojo», cuya propietaria estaba
  enferma. Había hecho llamar al médico de Mackleton, pero éste no llegó
  hasta por la mañana, porque estaba ocupado con otro caso. La gente de
  la fonda pasó toda la noche en vela, aguardando su llegada, y parece
  que en todo momento había alguien vigilando la carretera. También ellos
  han declarado que no pasó nadie. Si hemos de creer en su declaración,
  podemos descartar también el lado oeste, y estamos en condiciones de
  asegurar que los fugitivos no utilizaron para nada la carretera.


  —¿Y la bicicleta, qué? —objeté.


  —Eso es. Ahora llegaremos a la bicicleta. Continuemos nuestro
  razonamiento: si estas personas no se marcharon por la carretera,
  tuvieron que ir campo a través, hacia el norte o hacia el sur del
  colegio. De eso no cabe duda. Consideremos las dos posibilidades. Al
  sur del colegio, como puede ver, hay una gran extensión de tierra
  cultivable, dividida en campos pequeños, separados por tapias de
  piedra. Por ahí hay que reconocer que la bicicleta no sirve para nada.
  Podemos descartar la idea. Veamos ahora el terreno que hay al Norte.
  Aquí tenemos una arboleda, señalada en el mapa como Ragged Shaw, más
  allá de la cual comienza un extenso páramo, Lower Gill Moor, que se
  prolonga unas diez millas con una pendiente gradual hacia arriba. Aquí,
  a un lado de esta desolación, está la mansión Holdernesse, a diez
  millas de distancia por carretera, pero sólo a seis atravesando el
  páramo. Toda esta llanura es tremendamente árida. Hay unos pocos
  granjeros que tienen arrendadas pequeñas parcelas en el páramo, donde
  crían ovejas y vacas. Exceptuándolos a ellos, los únicos habitantes que
  uno encuentra hasta llegar a la carretera de Chesterfield son chorlitos
  y zarapitos. Aquí, como ve, hay una iglesia, unas pocas granjas y otra
  posada. Más allá comienzan a empinarse las montañas. Así pues, nuestra
  investigación debe dirigirse hacia aquí, hacia el Norte.


  —¿Y la bicicleta, qué? —insistí.


  —¡Ya va, ya va! —dijo Holmes con impaciencia—. Un buen ciclista no
  necesita carreteras. Hay muchos senderos que atraviesan el páramo, y
  esa noche había luna llena. ¡Caramba! ¿Qué pasa?


  Alguien llamaba frenéticamente a la puerta, y un instante después el
  doctor Huxtable había entrado en la habitación. Traía en la mano una
  gorra azul de bicicleta, con una insignia blanca en lo alto.


  —¡Al fin tenemos una pista! —exclamó—. ¡Gracias al cielo, por fin hemos
  encontrado el rastro del pobre chico! ¡Esta es su gorra!


  —¿Dónde la encontraron?


  —En el carromato de unos gitanos que habían acampado en el páramo. Se
  marcharon el martes. Hoy los localizó la policía, que registró la
  caravana y encontró esto.


  —¿Qué explicación dieron?


  —Evasivas y mentiras... Dicen que la encontraron en el páramo el martes
  por la mañana. ¡Los muy canallas saben dónde está el chico! Gracias a
  Dios, están a buen recaudo, guardados bajo siete llaves. El miedo a la
  justicia o la bolsa del duque acabarán por hacerles soltar todo lo que
  saben.


  —De momento, no está mal —dijo Holmes cuando el doctor salió por fin de
  la habitación—. Por lo menos, concuerda con la teoría de que es por el
  lado del páramo donde podemos esperar obtener resultados. La verdad es
  que la policía de aquí no ha hecho nada, aparte de detener a esos
  gitanos. ¡Mire aquí, Watson! Hay una corriente de agua que atraviesa el
  páramo. Aquí la tiene, marcada en el mapa. En algunas partes se
  ensancha, formando una ciénaga. Con este tiempo tan seco sería inútil
  buscar huellas en cualquier otro sitio; pero aquí sí que es posible que
  haya quedado algún rastro. Vendré a despertarlo mañana temprano y
  veremos si entre usted y yo podemos arrojar alguna luz sobre este
  misterio.


  Apenas había amanecido cuando me desperté, descubriendo junto a mi cama
  la figura alta y delgada de Holmes. Estaba completamente vestido y, al
  parecer, ya había salido.


  —Ya he visto el césped y el cobertizo de las bicicletas —dijo—. También
  he dado un paseo por la arboleda de Ragged Shaw. Y ahora, Watson,
  tenemos servido chocolate en el cuarto de al lado. Debo rogarle que se
  dé prisa, porque nos aguarda un gran día.


  Le brillaban los ojos y tenía las mejillas coloreadas por la excitación
  con la que un maestro artesano contempla la tarea preparada ante él.
  Aquel Holmes activo y despierto era un hombre muy diferente del soñador
  pálido e introspectivo de Baker Street. Al mirar su elástica figura,
  que irradiaba energía nerviosa, tuve la sensación de que, en efecto,
  nos aguardaba un día agotador.


  Y sin embargo, comenzó con una terrible decepción. Nos adentramos
  llenos de esperanza en la turba color canela del páramo, surcada por
  millares de senderos de ovejas, hasta llegar a la ancha franja de color
  verde claro correspondiente a la ciénaga que se extendía entre nosotros
  y Holdernesse.


  Indudablemente, si el muchacho se hubiera dirigido a su casa, habría
  pasado por allí, y no habría podido pasar sin dejar huellas. Pero no se
  veía ni rastro de él ni del alemán. Mi amigo recorrió los bordes de la
  ciénaga con expresión abatida, inspeccionando con ansiedad cada mancha
  de barro en el musgo que cubría el suelo. Abundaban las huellas de
  ovejas, y varias millas más abajo encontramos también huellas de vacas.
  Nada más.


  —Chasco número uno —dijo Holmes, mirando con expresión abatida la
  ondulante extensión de páramo—. Allí abajo hay otra ciénaga, con un
  estrecho cuello entre las dos. ¡Caramba, caramba, caramba! ¿Qué tenemos
  aquí?


  Habíamos llegado a un corto y negro tramo de sendero, en cuyo centro,
  perfectamente impresa sobre la tierra húmeda, se veía la huella de una
  bicicleta.


  —¡Hurra! —exclamé—. ¡Ya lo tenemos!


  Pero Holmes estaba sacudiendo la cabeza y su expresión, más que de
  alegría; era de desconcierto y curiosidad.


  —Una bicicleta, desde luego, pero no la bicicleta —dijo—. Conozco a la
  perfección cuarenta y dos huellas de neumáticos diferentes. Esta, como
  puede ver, es de un Dunlop con un parche en la parte de fuera. La
  bicicleta de Heidegger llevaba neumáticos Palmer, que dejan una huella
  con franjas longitudinales. Aveling, el profesor de matemáticas, estaba
  seguro de eso. Por tanto, no son las huellas de Heidegger.


  —¿Las del niño, entonces?


  —Podría ser, si pudiéramos demostrar que disponía de una bicicleta.
  Pero en este aspecto hemos fracasado por completo. Esta huella, como
  puede usted ver, la ha dejado un ciclista que venía desde la zona del
  colegio.


  —O que iba hacia allí.


  —No, no, querido Watson. La impresión más profunda es, naturalmente, la
  de la rueda de atrás, que es donde se apoya el peso del cuerpo. Fíjese
  en que en varios puntos ha pasado por encima de la huella de la rueda
  delantera, que es menos profunda, borrándola. No cabe duda de que venía
  del colegio. Puede que esto tenga relación con nuestra investigación y
  puede que no, pero lo primero que vamos a hacer es seguir esta huella
  hacia atrás. Así lo hicimos, pero a los pocos cientos de metros salimos
  de la zona pantanosa del páramo y perdimos la pista. Recorrimos el
  sendero en dirección inversa y encontramos otro punto por donde lo
  atravesaba un arroyo. Allí volvimos a descubrir las huellas de la
  bicicleta, aunque casi borradas por las pezuñas de las vacas. Más allá
  no se veía ni rastro, pero el sendero penetraba en el bosque de Ragged
  Shaw, situado detrás del colegio. De este bosque tenía que haber salido
  la bicicleta. Holmes se sentó sobre una piedra y apoyó la barbilla en
  las manos.


  Antes de que volviera a moverse, yo ya me había fumado dos cigarrillos.


  —Bien, bien —dijo por fin—. Desde luego, entra dentro de lo posible que
  un hombre astuto cambie los neumáticos de su bicicleta para dejar
  huellas diferentes. Un delincuente al que se le ocurriera esto sería un
  hombre con el que me sentiría orgulloso de medirme. Dejaremos pendiente
  esta cuestión y volveremos a nuestra ciénaga, porque hemos dejado mucho
  sin explorar.


  Continuamos nuestra sistemática inspección de las orillas de la zona
  cenagosa del páramo, y nuestra perseverancia no tardó en verse
  magníficamente recompensada. Un sendero embarrado cruzaba la parte baja
  de la ciénaga. Al acercarnos a él, Holmes dejó escapar un grito de
  alegría. Es su mismo centro se veía una huella que parecía un fino haz
  de cables de telégrafo. Era el neumático Palmer.


  —¡Aquí sí que tenemos a Herr(al. señor) Heidegger! —exclamó Holmes,
  radiante de júbilo—. Parece, Watson, que mi razonamiento ha estado
  bastante acertado.


  —Le felicito.


  —Pero aún nos queda mucho camino por andar. Haga el favor de salirse
  del sendero. Y ahora, sigamos la pista. Me temo que no nos llevará muy
  lejos.


  Sin embargo, según avanzábamos, descubrimos que en aquella parte del
  páramo abundaban las zonas blandas, y aunque perdíamos la pista con
  frecuencia, siempre conseguíamos encontrarla de nuevo.


  —¿Se fija usted —dijo Holmes— en que el ciclista está apretando la
  marcha de manera inequívoca? No cabe ninguna duda. Fíjese aquí, donde
  las dos huellas se ven con claridad. Están las dos igual de marcadas.
  Eso sólo puede significar que el ciclista está doblado sobre el
  manillar, como en una carrera de velocidad. ¡Por Júpiter! ¡Se ha caído!


  Un manchón de forma irregular cubría algunos metros de sendero. Más
  allá había unas pocas pisadas y luego reaparecían los neumáticos.


  —Un patinazo de costado —aventuré.


  Holmes recogió una rama aplastada de tojo en flor. Observé horrorizado
  que las flores amarillas estaban todas manchadas de sangre. También en
  el sendero y entre los brezos se veían manchas de sangre coagulada.


  —¡Mala cosa! —dijo Holmes—. ¡Mala cosa! ¡Apártese, Watson! ¡No quiero
  pisadas innecesarias! ¿Qué sacamos de aquí? Cayó herido, se levantó,
  volvió a montar y siguió su camino. Pero no se ve ninguna otra huella.
  Sí, por aquí ha pasado ganado. ¿No le habrá corneado un toro?
  ¡Imposible! Pero no se ve ninguna otra clase de huellas. Sigamos
  adelante, Watson. Ahora que tenemos manchas de sangre además de las
  huellas de neumáticos, no es posible que se nos escape.


  No tuvimos que buscar mucho. Las huellas de la bicicleta empezaron a
  describir fantásticas curvas sobre el sendero húmedo y brillante. De
  pronto, al mirar hacia adelante, distinguí un brillo metálico entre los
  espesos arbustos, de donde sacamos una bicicleta, con neumáticos
  Palmer, un pedal doblado y toda la parte delantera espantosamente
  manchada y embadurnada de sangre. Por el otro lado de los arbustos
  asomaba un zapato. Dimos corriendo la vuelta al matorral y allí
  encontramos al desdichado ciclista. Era un hombre alto, con barba
  poblada y gafas, uno de cuyos cristales se había desprendido. La causa
  de su muerte había sido un terrible golpe en la cabeza que le había
  aplastado el cráneo. El hecho de que hubiera sido capaz de seguir
  adelante después de recibir semejante herida decía mucho de la
  vitalidad y el valor de aquel hombre. Llevaba zapatos, pero no
  calcetines, y bajo su chaqueta desabrochada se veía una camisa de
  noche. Sin duda alguna, se trataba del profesor alemán.


  Holmes dio la vuelta al cuerpo con respeto y lo examinó con gran
  atención. Después permaneció bastante tiempo sentado, sumido en
  profundas reflexiones, y de su frente arrugada pude deducir que, en su
  opinión, aquel macabro descubrimiento no nos había hecho avanzar gran
  cosa en nuestra investigación.


  —Es un poco difícil decir qué hacer ahora, Watson —dijo por fin—. Si
  fuera por mí, seguiríamos adelante con nuestra investigación, porque ya
  hemos perdido tanto tiempo que no podemos perder ni una hora más. Sin
  embargo, nuestra obligación es informar a la policía de este
  descubrimiento y procurar que el cuerpo de este pobre hombre reciba las
  atenciones debidas.


  —Yo podría llevar una nota.


  —Pero es que necesito su compañía y su ayuda. ¡Un momento! Allá lejos
  hay un tipo cortando turba. Hágalo venir aquí y él traerá a la policía.


  Fui a buscar al campesino y Holmes lo envió, muerto del susto, con una
  nota para el doctor Huxtable.


  —Y ahora, Watson —dijo—, esta mañana hemos encontrado dos pistas. Una,
  la de la bicicleta con los neumáticos Palmer, que ya hemos visto a
  dónde lleva. Otra, la de la bicicleta con el neumático Dunlop
  parcheado. Antes de ponernos a investigar ésa, hagamos balance de lo
  que sabemos para tratar de sacarle el máximo partido y poder separar lo
  esencial de lo accidental. En primer lugar, quiero que quede bien claro
  para usted que el muchacho se marchó, sin duda alguna, por su propia
  voluntad. Se descolgó por la ventana y se largó, solo o acompañado. De
  eso no cabe la menor duda.


  Asentí con la cabeza.


  —Muy bien, pasemos ahora a este desdichado profesor alemán. El chico
  estaba completamente vestido cuando huyó. Pero el alemán salió sin
  calcetines. Está claro que tuvo que actuar con mucha precipitación.


  —No cabe duda.


  —¿Por qué salió? Porque presenció la fuga del chico desde la ventana de
  su dormitorio. Porque quería alcanzarlo y hacerle volver. Montó en su
  bicicleta, salió en persecución del muchacho y, persiguiéndolo,
  encontró la muerte.


  —Eso parece.


  —Ahora llegamos a la parte crítica de mi argumentación. Lo natural es
  que un hombre que persigue a un niño eche a correr detrás de él. Sabe
  que podrá alcanzarlo. Pero este alemán no actúa así, sino que coge su
  bicicleta. Me han dicho que era un excelente ciclista. No habría hecho
  eso de no haber visto que el chico disponía de algún medio de escape
  rápido.


  —La otra bicicleta.


  —Continuamos con nuestra reconstrucción. Encuentra la muerte a cinco
  millas del colegio... no de un tiro, fíjese, que eso tal vez podría
  haberlo hecho un muchacho, sino de un golpe salvaje, asestado por un
  brazo vigoroso. Así pues, el muchacho iba acompañado en su huida. Y la
  huida fue rápida, ya que un consumado ciclista necesitó cinco millas
  para alcanzarlos. Sin embargo, examinamos el terreno en torno al lugar
  de la tragedia y ¿qué encontramos? Nada más que unas cuantas pisadas de
  vaca. Eché un buen vistazo alrededor, y no hay ningún sendero en
  cincuenta metros. El crimen no pudo cometerlo otro ciclista. Y tampoco
  hay pisadas humanas.


  —¡Holmes! —exclamé—. ¡Esto es imposible!


  —¡Admirable! —dijo él—. Un comentario de lo más esclarecedor. Es
  imposible tal como yo lo expongo, y por tanto debo haber cometido algún
  error en mi exposición. Sin embargo, usted ha visto lo mismo que yo.
  ¿Es capaz de sugerir dónde está el fallo?


  —¿No podría haberse roto el cráneo al caerse?


  —¿En una ciénaga, Watson?


  —No se me ocurre otra cosa.


  —¡Bah, bah! Peores problemas hemos resuelto. Por lo menos, disponemos
  de material abundante, siempre que sepamos utilizarlo. En marcha, pues,
  y puesto que el Palmer ya no da más de sí, veamos lo que puede
  ofrecernos el Dunlop con el parche.


  Encontramos la pista y la seguimos durante un buen trecho; pero en
  seguida el páramo empezó a elevarse, formando una larga curva cubierta
  de brezo, y dejamos atrás la corriente de agua. En aquel terreno, las
  huellas ya no podían ayudarnos más. En el punto donde vimos las últimas
  señales de neumáticos Dunlop, éstas lo mismo habrían podido dirigirse a
  la mansión Holdernesse, cuyas señoriales torres se alzaban a varias
  millas de distancia por nuestra izquierda, que a una aldea de casas
  bajas y grises situada frente a nosotros y que indicaba la situación de
  la carretera de Chesterfield.


  Al acercarnos a la destartalada y cochambrosa posada, sobre cuya puerta
  se veía la figura de un gallo de pelea, Holmes soltó un súbito gemido y
  se agarró a mi hombro para no caer. Había sufrido una de esas violentas
  torceduras de tobillo que le dejan a uno incapacitado. Cojeando con
  dificultad, llegó hasta la puerta, donde un hombre moreno, achaparrado
  y entrado en años, fumaba una pipa de arcilla negra.


  —¿Cómo está usted, señor Reuben Hayes? —dijo Holmes.


  —¿Quién es usted y cómo conoce tan bien mi nombre? —replicó el
  campesino, con un brillo receloso en sus astutos ojos.


  —Bueno, está escrito en el letrero que tiene sobre su cabeza. Y se nota
  cuando un hombre es el dueño de la casa. Supongo que no tendrá usted en
  sus establos nada parecido a un coche.


  —No, no lo tengo.


  —Apenas puedo apoyar el pie en el suelo.


  —Pues no lo apoye en el suelo.


  —Entonces no podré andar.


  —Pues salte.


  Los modales del señor Reuben Hayes no tenían nada de graciosos, pero
  Holmes se lo tomó con un buen humor admirable.


  —Mire, amigo —dijo—. Me encuentro en un apuro algo ridículo y no me
  importa cómo salir de él.


  —A mí tampoco —dijo el huraño posadero.


  —Se trata de un asunto muy importante. Le pagaría un soberano si me
  dejara una bicicleta.


  El posadero aguzó el oído.


  —¿Dónde quiere ir usted?


  —A la mansión Holdernesse.


  —Supongo que son amigos del duque —dijo el posadero, observando con
  mirada irónica nuestras ropas manchadas de barro.


  Holmes se echó a reír alegremente.


  —En cualquier caso, se alegrará de vernos.


  —¿Por qué?


  —Porque le traemos noticias de su hijo desaparecido.


  —¿Cómo? ¿Le siguen ustedes la pista?


  —Se han tenido noticias suyas en Liverpool y esperan encontrarlo de un
  momento a otro.


  De nuevo se produjo un rápido cambio en el rostro macizo y sin afeitar.


  Sus modales se hicieron de pronto más simpáticos.


  —Tengo menos motivos que casi nadie para desearle buena suerte al duque
  —dijo—, porque en otro tiempo fui su jefe de cocheras y se portó muy
  mal conmigo. Me echó a la calle sin un certificado, fiándose de la
  palabra de un tratante de piensos mentiroso. Pero me alegra saber que
  se ha localizado al joven señor en Liverpool, y les ayudaré a llevar la
  noticia a la mansión.


  —Se lo agradezco —dijo Holmes—. Pero primero comeremos algo. Luego me
  traerá usted la bicicleta.


  —No tengo bicicleta.


  Holmes le enseñó un soberano.


  —Le digo que no tengo, hombre. Les prestaré dos caballos para llegar a
  la mansión.


  Fue asombrosa la rapidez con que aquel tobillo torcido se curó en
  cuanto nos quedamos solos en la cocina embaldosada. Estaba a punto de
  anochecer y no habíamos probado bocado desde primeras horas de la
  mañana, de manera que dedicamos un buen rato a la comida. Holmes estaba
  sumido en sus pensamientos, y un par de veces se acercó a la ventana
  para mirar con gran interés hacia fuera. Daba a un patio mugriento, en
  cuyo rincón más alejado había una herrería, donde trabajaba un muchacho
  muy sucio. Al otro lado estaban los establos. Holmes acababa de
  sentarse después de una de estas excursiones, cuando de pronto saltó de
  la silla, lanzando una ruidosa exclamación.


  —¡Por el cielo, Watson, creo que ya lo tengo! ¡Sí, sí, tiene que ser
  así! Watson, ¿recuerda usted haber visto hoy huellas de vaca?


  —Sí, bastantes.


  —¿Dónde?


  —Bueno, por todas partes. Las había en la ciénaga, y también en el
  sendero, y también cerca de donde murió el pobre Heidegger.


  —Exacto. Y ahora, Watson, ¿cuántas vacas ha visto usted en el páramo?
  —No recuerdo haber visto ninguna.


  —Qué raro, Watson, que hayamos visto huellas de vaca por todo nuestro
  recorrido, pero ni una sola vaca en todo el páramo. ¿No le parece muy
  raro, Watson?


  —Sí, es raro.


  —Ahora, Watson, haga un esfuerzo. Intente recordar. ¿Puede ver esas
  pisadas en el sendero?


  —Sí que puedo.


  —¿Y no recuerda, Watson, que a veces las pisadas eran así —colocó una
  serie de miguitas de pan de esta forma :::::— y otras veces así .:..: y
  muy de cuando en cuando así . . . ¿Se acuerda de eso?


  —No, no me acuerdo.


  —Pues yo sí. Podría jurarlo. No obstante, podemos volver cuando
  queramos a comprobarlo. He estado más ciego que un topo al no darme
  cuenta antes.


  —¿Y de qué se ha dado cuenta?


  —De lo extraordinaria que es esa vaca, que tan pronto anda al paso como
  al trote como al galope. ¡Por San Jorge, Watson, que una treta como ésa
  no ha podido salir del cerebro de un tabernero rural! Parece que el
  terreno está despejado, con excepción de ese chico de la herrería.
  Escurrámonos fuera, a ver qué encontramos.


  En el destartalado establo había dos caballos de pelo áspero y
  alborotado.


  Holmes levantó la pata trasera de uno de ellos y se echó a reír en voz
  alta.


  —Zapatos viejos, pero recién calzados: herraduras viejas, pero clavos
  nuevos. Este caso merece pasar a la historia. Acerquémonos a la
  herrería.


  El muchacho seguía trabajando sin fijarse en nosotros. Vi que la mirada
  de Holmes pasaba como un rayo de derecha a izquierda, revisando los
  fragmentos de hierro y madera que había desparramados por el suelo.
  Pero de pronto oímos pasos detrás de nosotros y apareció el
  propietario, con las pobladas cejas fruncidas sobre sus feroces ojos y
  sus morenas facciones retorcidas por la ira. Llevaba en la mano una
  garrota corta con puño metálico y avanzaba de manera tan amenazadora
  que me alegré de palpar el revólver en mi bolsillo.


  —¡Condenados espías! —gritó el hombre—. ¿Qué están haciendo aquí?


  —¡Caramba, señor Reuben Hayes! —dijo Holmes muy tranquilo—.


  Cualquiera pensaría que tiene usted miedo de que descubramos algo.


  El hombre se dominó con un violento esfuerzo y su crispada(contraída)
  boca se aflojó en una risa falsa, aún más amenazadora que su ceño.


  —Pueden ustedes descubrir lo que quieran en mi herrería —dijo—. Pero
  mire, señor, no me gusta que la gente ande fisgando por mi casa sin mi
  permiso, así que, cuanto antes paguen ustedes su cuenta y se larguen de
  aquí, más contento quedaré.


  —Muy bien, señor Hayes, no teníamos intención de molestar —dijo
  Holmes—. Hemos estado echando un vistazo a sus caballos; pero me parece
  que, después de todo, iremos andando. Creo que no está muy lejos.


  —No hay más que dos millas hasta las puertas de la mansión. Por la
  carretera de la izquierda.


  No nos quitó de encima sus ojos huraños hasta que salimos de su
  establecimiento. No llegamos muy lejos por la carretera, ya que Holmes
  se detuvo en cuanto la curva nos ocultó de la vista del posadero.


  —Como dicen los niños, en esa posada se estaba caliente, caliente —dijo

  —. A cada paso que doy alejándome de ella, me siento más frío. No, no;
  de aquí yo no me marcho.


  —Estoy convencido —dije yo— de que ese Reuben Hayes lo sabe todo.


  En mi vida he visto un bandido al que se le note tanto.


  —¡Vaya! ¿Esa impresión le dio, eh? Y además, tenemos los caballos, y
  tenemos la herrería. Sí, señor, un sitio muy interesante este «Gallo de
  Pelea». Creo que deberíamos echarle otro vistazo sin molestar a nadie.


  Detrás de nosotros se extendía una prolongada ladera, salpicada de
  peñascos de caliza gris. Habíamos salido de la carretera y empezábamos
  a subir la cuesta cuando, al mirar en dirección a la mansión
  Holdernesse, vi un ciclista que se acercaba a toda velocidad.


  —¡Agáchese, Watson! —exclamó Holmes, posando una pesada mano sobre mi
  hombro.


  Apenas nos había dado tiempo a ocultarnos cuando el ciclista pasó como
  un rayo ante nosotros. En medio de una turbulenta nube de polvo pude
  vislumbrar un rostro pálido y agitado, con la boca abierta y los ojos
  mirando enloquecidos hacia delante. Era como una extraña caricatura del
  impecable James Wilder que habíamos conocido la noche anterior.


  —¡El secretario del duque! —exclamó Holmes—. ¡Vamos, Watson, a ver qué
  hace!


  Nos escabullimos de roca en roca y en pocos momentos alcanzamos una
  posición desde la que podíamos divisar la puerta delantera de la
  posada. Junto a ella, apoyada en la pared, estaba la bicicleta de
  Wilder. No se advertía ningún movimiento en la casa ni pudimos
  distinguir ningún rostro en las ventanas.


  Poco a poco, el crepúsculo fue avanzando y el sol hundiéndose tras las
  altas torres de Holdernesse Hall. Entonces, en la oscuridad, vimos que
  en el patio de la posada se encendían los dos faroles laterales de un
  carricoche y poco después oímos el repicar de los cascos, mientras el
  coche salía a la carretera y se alejaba a galope tendido en dirección a
  Chesterfield.


  —¿Qué piensa usted de esto, Watson? —susurró Holmes.


  —Parece una huida.


  —Un hombre solo en un cochecillo, por lo que he podido ver. Y desde
  luego, no era el señor James Wilder, porque está ahí, en la puerta.


  En la oscuridad había surgido un rojo cuadrado de luz, y en medio de él
  se encontraba la negra figura del secretario, con la cabeza adelantada,
  escudriñando en la noche. Era evidente que estaba esperando a alguien.
  Por fin se oyeron pasos en la carretera, una segunda figura se hizo
  visible por un instante, recortada en la luz, se cerró la puerta y todo
  quedó de nuevo a oscuras. Cinco minutos más tarde se encendió una
  lámpara en una habitación del primer piso.


  —La clientela del «Gallo de Pelea» parece de lo más curiosa —dijo
  Holmes.


  —El bar está por el otro lado.


  —Efectivamente. Éstos deben de ser lo que podríamos llamar huéspedes
  privados. Ahora bien, ¿qué demonios hace el señor James Wilder en ese
  antro a estas horas de la noche, y quién es el individuo que se cita
  aquí con él? Vamos, Watson, tenemos que arriesgarnos y procurar
  investigar esto un poco más de cerca.


  Nos deslizamos juntos hasta la carretera y la cruzamos sigilosamente
  hasta la puerta de la posada. La bicicleta seguía apoyada en la pared.
  Holmes encendió una cerilla y la acercó a la rueda trasera. Le oí reír
  por lo bajo cuando la luz cayó sobre un neumático Dunlop con un parche.
  Por encima de nosotros estaba la ventana iluminada.


  —Tengo que echar un vistazo ahí dentro, Watson. Si dobla usted la
  espalda y se apoya en la pared, creo que podré arreglármelas.


  Un instante después, tenía sus pies sobre mis hombros. Pero apenas se
  había subido cuando volvió a bajar.


  —Vamos, amigo mío —dijo—. Ya hemos trabajado bastante por hoy. Creo que
  hemos cosechado todo lo posible. Hay un largo trayecto hasta el
  colegio, y cuanto antes nos pongamos en marcha, mejor.


  Durante la penosa caminata a través del páramo, Holmes apenas si abrió
  la boca. Tampoco quiso entrar en el colegio cuando llegamos a él, sino
  que seguimos hasta la estación de Mackleton, desde donde Holmes envió
  varios telegramas. Aquella noche, ya tarde, le oí consolar al doctor
  Huxtable, abrumado por la trágica muerte de su profesor, y más tarde
  entró en mi habitación, tan despierto y vigoroso como cuando salimos
  por la mañana.


  —Todo va bien, amigo mío —dijo—. Le prometo que antes de mañana por la
  tarde habremos dado con la solución del misterio.


  A las once de la mañana del día siguiente, mi amigo y yo avanzábamos
  por la famosa avenida de los tejos de Holdernesse Hall. Nos franquearon
  el magnífico portal isabelino y nos hicieron pasar al despacho de su
  excelencia. Allí encontramos al señor James Wilder, serio y cortés,
  pero todavía con algunas huellas del terrible espanto de la noche
  anterior acechando en su mirada furtiva y sus facciones temblorosas.


  —¿Vienen ustedes a ver a su excelencia? Lo siento, pero el caso es que
  el duque no se encuentra nada bien. Le han trastornado muchísimo las
  trágicas noticias. Ayer por la tarde recibimos un telegrama del doctor
  Huxtable informándonos de lo que ustedes habían descubierto.


  —Tengo que ver al duque, señor Wilder.


  —Es que está en su habitación.


  —Entonces, tendré que ir a su habitación.


  —Creo que está en la cama.


  —Pues lo veré en la cama.


  La actitud fría e inexorable de Holmes convenció al secretario de que
  era inútil discutir con él.


  —Muy bien, señor Holmes; le diré que están ustedes aquí.


  Tras media hora de espera, apareció el gran personaje. Su rostro estaba
  más cadavérico que nunca, tenía los hombros hundidos y, en conjunto,
  parecía un hombre mucho más viejo que el de la mañana anterior. Nos
  saludó con señorial cortesía y se sentó ante su escritorio, con su
  barba roja cayéndole sobre la mesa.


  —¿Y bien, señor Holmes? —dijo.


  Pero los ojos de mi amigo estaban clavados en el secretario, que
  permanecía de pie junto al sillón de su jefe.


  —Creo, excelencia, que hablaría con más libertad si no estuviera
  presente el señor Wilder.


  El aludido palideció un poco más y dirigió a Holmes una mirada
  malévola.


  —Si su excelencia lo desea...


  —Sí, sí, será mejor que se retire. Y ahora, señor Holmes, ¿qué tiene
  usted que decir?


  Mi amigo aguardó hasta que la puerta se hubo cerrado tras la salida del
  secretario.


  —El caso es, excelencia, que mi compañero el doctor Watson y yo
  recibimos del doctor Huxtable la seguridad de que se había ofrecido una
  recompensa, y me gustaría oírlo confirmado por su propia boca.


  —Desde luego, señor Holmes.


  —Si no estoy mal informado, ascendía a cinco mil libras para la persona
  que le diga dónde se encuentra su hijo.


  —Exacto.


  —Y otras mil para quien identifique a la persona o personas que lo
  tienen retenido.


  —Exacto.


  —Y sin duda, en este último apartado están incluidos no sólo los que se
  lo llevaron, sino también los que conspiran para mantenerlo en su
  actual situación.


  —¡Sí, sí! —exclamó el duque con impaciencia—. Si hace usted bien su
  trabajo, señor Sherlock Holmes, no tendrá motivos para quejarse de que
  se le ha tratado con tacañería.


  Mi amigo se frotó las huesudas manos con una expresión de codicia que
  me sorprendió, conociendo como conocía sus costumbres frugales.


  —Me parece ver el talonario de cheques de su excelencia sobre la mesa —
  dijo—. Me gustaría que me extendiera un cheque por la suma de seis mil
  libras, y creo que lo mejor sería que lo cruzase. Tengo mi cuenta en el
  Capital and Counties Bank, sucursal de Oxford Street.


  Su excelencia se irguió muy serio en su sillón y dirigió a mi amigo una
  mirada gélida.


  —¿Se trata de una broma, señor Holmes? No es un asunto como para hacer
  chistes.


  —En absoluto, excelencia. En mi vida he hablado más en serio.


  —Entonces, ¿qué significa esto?


  —Significa que me he ganado la recompensa. Sé dónde está su hijo y
  conozco por lo menos a algunas de las personas que lo retienen.


  La barba del duque parecía más rabiosamente roja que nunca, en
  contraste con la palidez cadavérica de su rostro.


  —¿Dónde está? —preguntó con voz entrecortada.


  —Está, o al menos estaba anoche, en la posada del «Gallo de Pelea», a
  unas dos millas de las puertas de su finca.


  El duque se dejó caer hacia atrás en su asiento.


  —¿Y a quién acusa usted?


  La respuesta de Sherlock Holmes fue asombrosa. Dio un rápido paso hacia
  delante y tocó al duque en el hombro.


  —Lo acuso a usted —dijo—. Y ahora, excelencia, tengo que insistir en lo
  del cheque.


  Jamás olvidaré la expresión del duque cuando se levantó de un salto
  agarrando el aire con la mano, como quien cae en un abismo. Después,
  con un extraordinario esfuerzo de aristocrático autodominio, se sentó y
  sepultó la cabeza entre las manos. Transcurrieron algunos minutos antes
  de que hablara.


  —¿Cuánto sabe usted? —preguntó por fin, sin levantar la cabeza.


  —Los vi a ustedes dos juntos anoche.


  —¿Lo sabe alguien más, aparte de su amigo?


  —No se lo he contado a nadie.


  El duque tomó una pluma con sus dedos temblorosos y abrió su talonario
  de cheques.


  —Cumpliré mi palabra, señor Holmes. Voy a extenderle su cheque, por
  mucho que me desagrade la información que usted me ha traído. Poco
  sospechaba, cuando ofrecí la recompensa, el giro que iban a tomar los
  acontecimientos. Supongo, señor Holmes, que usted y su amigo son
  personas discretas.


  —Temo no entender a su excelencia.


  —Lo diré claramente, señor Holmes. Si sólo ustedes dos están al
  corriente de los hechos, no hay razón para que esto siga adelante. Creo
  que la suma que les debo asciende a doce mil libras, ¿no es así?


  Pero Holmes sonrió y sacudió la cabeza.


  —Me temo, excelencia, que las cosas no podrán arreglarse con tanta
  facilidad. Hay que tener en cuenta la muerte de ese profesor.


  —Pero James no sabía nada de eso. No puede usted culparle de ello. Fue
  obra de ese canalla brutal que tuvo la desgracia de utilizar.


  —Excelencia, yo tengo que partir del supuesto de que cuando un hombre
  se embarca en un delito es moralmente culpable de cualquier otro delito
  que se derive del primero.


  —Moralmente, señor Holmes. Desde luego, tiene usted razón. Pero no a
  los ojos de la ley, sin duda. No se puede condenar a un hombre por un
  crimen en el que no estuvo presente y que le resulta tan odioso y
  repugnante como a usted. En cuanto se enteró de lo ocurrido me lo
  confesó todo, lleno de espanto y remordimiento. No tardó ni una hora en
  romper por completo con el asesino. ¡Oh, señor Holmes, tiene usted que
  salvarle! ¡Tiene que salvarle, le digo que tiene que salvarle! —el
  duque había abandonado todo intento de dominarse y daba zancadas por la
  habitación, con el rostro convulso y agitando furiosamente los puños en
  el aire. Por fin consiguió controlarse y se sentó de nuevo ante su
  escritorio—. Agradezco lo que ha hecho al venir aquí antes de hablar
  con nadie más. Al menos, así podremos cambiar impresiones sobre la
  manera de reducir al mínimo este horroroso escándalo.


  —Exacto —dijo Holmes—. Creo, excelencia, que eso sólo podremos lograrlo
  si hablamos con absoluta y completa sinceridad. Estoy dispuesto a
  ayudar a su excelencia todo lo que pueda, pero para hacerlo necesito
  conocer hasta el último detalle del asunto. Creo haber entendido que se
  refería usted al señor James Wilder, y que él no es el asesino.


  —No; el asesino ha escapado.


  Sherlock Holmes sonrió con humildad.


  —Se nota que su excelencia no está enterado de la modesta reputación
  que poseo, pues de lo contrario no pensaría que es tan fácil escapar de
  mí. El señor Reuben Hayes fue detenido en Chesterfield, por indicación
  mía, a las once en punto de anoche. Recibí un telegrama del jefe local
  de policía esta mañana antes de salir del colegio.


  El duque se recostó en su silla y miró atónito a mi amigo.


  —Parece que tiene usted poderes más que humanos —dijo—. ¿Así que han
  cogido a Reuben Hayes? Me alegro de saberlo, siempre que ello no
  perjudique a James.


  —¿Su secretario?


  —No, señor. Mi hijo.


  Ahora le tocaba a Holmes asombrarse.


  —Confieso que esto es completamente nuevo para mí, excelencia. Debo
  rogarle que sea más explícito.


  —No le ocultaré nada. Estoy de acuerdo con usted en que la absoluta
  sinceridad, por muy penosa que me resulte, es la mejor política en esta
  desesperada situación a la que nos ha conducido la locura y los celos
  de James. Cuando yo era joven, señor Holmes, tuve un amor de esos que
  sólo se dan una vez en la vida. Me ofrecí a casarme con la dama, pero
  ella se negó, alegando que un matrimonio semejante podría perjudicar mi
  carrera. De haber seguido ella viva, jamás me habría casado con otra.
  Pero murió y me dejó este hijo, al que yo he cuidado y mimado por amor
  a ella. No podía reconocer la paternidad ante el mundo, pero le di la
  mejor educación y desde que se hizo hombre lo he mantenido cerca de mí.
  Descubrió mi secreto, y desde entonces se ha aprovechado de la
  influencia que tiene sobre mí y de su posibilidad de provocar un
  escándalo, que es algo que yo aborrezco. Su presencia ha tenido
  bastante que ver en el fracaso de mi matrimonio. Por encima de todo,
  odiaba a mi joven y legítimo heredero, desde el primer momento y con un
  odio incontenible. Se preguntará usted por qué mantuve a James bajo mi
  techo en semejantes circunstancias. La respuesta es que en él veía el
  rostro de su madre, y por devoción a ella aguanté sufrimientos sin fin.
  No sólo su rostro, sino todas sus maravillosas cualidades... no había
  una que él no me sugiriera y recordara. Pero tenía tanto miedo de que
  le hiciera algún daño a Arthur..., es decir, a lord Saltire... que, por
  su seguridad, envié a éste al colegio del doctor Huxtable.


  James se puso en contacto con este individuo Hayes, porque el hombre
  era arrendatario mío y James actuaba como apoderado. Este sujeto fue
  siempre un canalla, pero por alguna extraña razón James hizo amistad
  con él. Siempre le atrajeron las malas compañías. Cuando James decidió
  secuestrar a lord Saltire, recurrió a los servicios de este hombre.
  Recordará usted que yo escribí a Arthur el último día. Pues bien, James
  abrió la carta e introdujo una nota citando a Arthur en un bosquecillo
  llamado Ragged Shaw, que se encuentra cerca del colegio. Utilizó el
  nombre de la duquesa y de este modo consiguió que el muchacho acudiese.
  Aquella tarde, James fue al bosque en bicicleta — le estoy contando lo
  que él mismo me ha confesado— y le dijo a Arthur que su madre quería
  verlo, que le aguardaba en el páramo y que si volvía al bosque a
  medianoche encontraría a un hombre con un caballo que lo llevaría hasta
  ella. El pobre Arthur cayó en la trampa. Acudió a la cita y encontró a
  este individuo, con un poni para él. Arthur montó, y los dos partieron
  juntos. Parece ser, aunque de esto James no se enteró hasta ayer, que
  los siguieron, que Hayes golpeó al perseguidor con su bastón y que el
  hombre murió a consecuencia de las heridas. Hayes llevó a Arthur a esa
  taberna, "El Gallo de Pelea", donde lo encerraron en una habitación del
  primer piso, al cuidado de la señora Hayes, una mujer bondadosa pero
  completamente dominada por su brutal marido.


  Pues bien, señor Holmes, así estaban las cosas cuando nos vimos por
  primera vez, hace dos días. Yo sabía tan poco como usted. Me preguntará
  usted qué motivos tenía James para cometer semejante fechoría. Yo le
  respondo que había mucho de locura y fanatismo en el odio que sentía
  por mi heredero. En su opinión, él era quien debería heredar todas mis
  propiedades, y experimentaba un profundo resentimiento por las leyes
  sociales que lo hacían imposible. Pero, al mismo tiempo, tenía también
  un motivo concreto. Pretendía que yo alterase el sistema de herencia,
  creyendo que entraba dentro de mis poderes hacerlo, y se proponía hacer
  un trato conmigo: devolverme a Arthur si yo alteraba el sistema, de
  manera que pudiera dejarle las tierras en testamento. Sabía muy bien
  que yo, por iniciativa propia, jamás recurriría a la policía contra él.
  He dicho que pensaba proponerme este trato, pero en realidad no llegó a
  hacerlo, porque todo ocurrió demasiado deprisa para él y no tuvo tiempo
  de poner en práctica sus planes.


  Lo que dio al traste con toda su malvada maquinación fue que usted
  descubriera el cadáver de ese Heidegger. La noticia dejó a James
  horrorizado. La recibimos ayer, estando los dos en este despacho. El
  doctor Huxtable envió un telegrama. James quedó tan abrumado por el
  dolor y la angustia, que las sospechas que yo no había podido evitar
  sentir se convirtieron al instante en certeza, y lo acusé del crimen.
  Hizo una confesión completa y voluntaria, y a continuación me suplicó
  que mantuviera su secreto durante tres días más, para darle a su
  miserable cómplice una oportunidad de salvar su criminal vida. Accedí a
  sus súplicas, como siempre he accedido, y al instante James salió
  disparado hacia "El Gallo de Pelea" para avisar a Hayes y
  proporcionarle medios de huida. Yo no podía presentarme allí a la luz
  del día sin provocar comentarios, pero en cuanto se hizo de noche acudí
  corriendo a ver a mi querido Arthur. Lo encontré sano y salvo, pero
  aterrado hasta lo indecible por el espantoso crimen que había
  presenciado. Ateniéndome a mi promesa, y de muy mala gana, consentí en
  dejarlo allí tres días, al cuidado de la señora Hayes, ya que,
  evidentemente, era imposible informar a la policía de su paradero sin
  decirles también quién era el asesino, y yo no veía la manera de
  castigar al criminal sin que ello acarreara la ruina a mi desdichado
  James. Me pidió usted sinceridad, señor Holmes, y le he cogido la
  palabra. Ya se lo he contado todo, sin circunloquios ni ocultaciones. A
  su vez, sea usted igual de sincero conmigo.


  —Lo seré —dijo Holmes—. En primer lugar, excelencia, tengo que decirle
  que se ha colocado usted en una posición muy grave a los ojos de la
  ley. Ha ocultado un delito y ha colaborado en la huida de un asesino.
  Porque no me cabe duda de que si James Wilder llevó algún dinero para
  ayudar a la fuga de su cómplice, este dinero salió de la cartera de su
  excelencia.


  El duque asintió con la cabeza.


  —Se trata de un asunto verdaderamente grave. Pero en mi opinión,
  excelencia, aún más culpable es su actitud para con su hijo pequeño. Lo
  ha dejado tres días en ese antro...


  —Bajo solemnes promesas...


  —¿Qué son las promesas para esa clase de gente? No tiene usted ninguna
  garantía de que no se lo vuelvan a llevar. Para complacer a su culpable
  hijo mayor, ha expuesto a su inocente hijo menor a un peligro inminente
  e innecesario. Ha sido un acto absolutamente injustificable.


  El orgulloso señor de Holdernesse no estaba acostumbrado a que lo
  tratasen de ese modo en su propio palacio ducal. Se le subió la sangre
  a su altiva frente, pero la conciencia le hizo permanecer mudo.


  —Le ayudaré, pero sólo con una condición: que llame usted a su lacayo y
  me permita darle las órdenes que yo quiera.


  Sin pronunciar palabra, el duque apretó un timbre eléctrico. Un
  sirviente entró en la habitación.


  —Le alegrará saber —dijo Holmes— que su joven señor ha sido encontrado.
  El duque desea que salga inmediatamente un coche hacia la posada "El
  Gallo de Pelea" para traer a casa a lord Saltire. Y ahora — prosiguió
  Holmes cuando el jubiloso lacayo hubo desaparecido—, habiendo asegurado
  el futuro, podemos permitirnos ser más indulgentes con el pasado. Yo no
  ocupo un cargo oficial y mientras se cumplan los objetivos de la
  justicia no tengo por qué revelar todo lo que sé. En cuanto a Hayes, no
  digo nada. Le espera la horca, y no pienso hacer nada para salvarlo de
  ella. No puedo saber lo que va a declarar, pero estoy seguro de que su
  excelencia podrá hacerle comprender que le interesa guardar silencio.
  Desde el punto de vista de la policía, parecerá que ha secuestrado al
  niño con la intención de pedir rescate. Si no lo averiguan ellos por su
  cuenta, no veo por qué habría yo de ayudarlos a ampliar sus puntos de
  vista. Sin embargo, debo advertir a su excelencia de que la continua
  presencia del señor James Wilder en su casa sólo puede acarrear
  desgracias.


  —Me doy cuenta de eso, señor Holmes, y ya está decidido que me dejará
  para siempre y marchará a buscar fortuna en Australia.


  —En tal caso, excelencia, puesto que usted mismo ha reconocido que fue
  su presencia lo que estropeó su vida matrimonial, le aconsejaría que
  procurara arreglar las cosas con la duquesa e intentara reanudar esas
  relaciones que fueron tan lamentablemente interrumpidas.


  —También eso lo he arreglado, señor Holmes. He escrito a la duquesa
  esta mañana.


  —En tal caso —dijo Holmes, levantándose—, creo que mi amigo y yo
  podemos felicitarnos por varios excelentes resultados obtenidos en
  nuestra pequeña visita al Norte. Hay otro pequeño detalle que me
  gustaría aclarar. Este individuo Hayes había herrado sus caballos con
  herraduras que imitaban las pisadas de vacas. ¿Fue el señor Wilder
  quien le enseñó un truco tan extraordinario?


  El duque se quedó pensativo un momento, con una expresión de intensa
  sorpresa en su rostro. Luego abrió una puerta y nos hizo pasar a un
  amplio salón, arreglado como museo. Nos guio a una vitrina de cristal
  instalada en un rincón y señaló la inscripción.


  «Estas herraduras —decía— se encontraron en el foso de Holdernesse
  Hall. Son para herrar caballos, pero por abajo tienen la forma de una
  pezuña hendida para despistar a los perseguidores. Se supone que
  pertenecieron a alguno de los barones de Holdernesse que actuaron como
  salteadores en la Edad Media.»


  Holmes abrió la vitrina, se humedeció un dedo, lo pasó por la
  herradura.


  Sobre su piel quedó una fina capa de barro reciente.


  —Gracias —dijo, volviendo a cerrar el cristal—. Es la segunda cosa más
  interesante que he visto en el Norte.


  —¿Y cuál es la primera?


  Holmes dobló su cheque y lo guardó con cuidado en su cuaderno de notas.


  —Soy un hombre pobre —dijo, dando palmaditas cariñosas al cuaderno
  antes de introducirlo en las profundidades de un bolsillo interior.


  - 6 -
  La aventura de Peter el Negro



  Nunca he visto a mi amigo en mejor forma, tanto mental como física,
  como en el año 95. Su creciente fama atraía a una inmensa clientela y
  sería indiscreto por mi parte hacer la más ligera alusión a la
  identidad de algunos de los ilustres clientes que cruzaron nuestro
  humilde umbral de Baker Street. Sin embargo, Holmes, como todos los
  grandes artistas, vivía para su arte y, excepto en el caso del duque de
  Holdernesse, casi nunca le vi pedir un pago importante por sus
  inestimables servicios. Era tan poco materialista, o tan caprichoso,
  que con frecuencia se negaba a ayudar a los ricos y poderosos cuando su
  problema no le resultaba interesante, mientras que dedicaba semanas de
  intensa concentración a los asuntos de cualquier humilde cliente cuyo
  caso presentara aquellos aspectos extraños y dramáticos que excitaban
  su imaginación y ponían a prueba su ingenio.


  En aquel memorable año de 1895, una curiosa y extravagante serie de
  casos había atraído su atención: desde la famosa investigación sobre la
  súbita muerte del cardenal Tosca, investigación que llevó a cabo por
  expreso deseo de Su Santidad el Papa, hasta la detención de Wilson, el
  conocido amaestrador de canarios, con la que eliminó un foco de
  infección en el East End de Londres. Pisándoles los talones a estos dos
  célebres casos llegó la tragedia de Woodmanʼs Lee, con las
  misteriosísimas circunstancias que rodearon la muerte del capitán Peter
  Carey. La crónica de las hazañas del señor Sherlock Holmes quedaría
  incompleta si no incluyera algunos informes sobre este caso tan
  insólito.


  Durante la primera semana de julio, mi amigo se estuvo ausentando de
  nuestros aposentos tan a menudo y durante tanto tiempo que comprendí
  que algo se traía entre manos. El hecho de que durante aquellos días se
  presentaran varios hombres de aspecto patibulario(presencia parecida a
  un preso de la peor condición) preguntando por el capitán Basil me dio
  a entender que Holmes estaba operando en alguna parte bajo uno de los
  numerosos disfraces y nombres con los que ocultaba su formidable
  identidad. Tenía por lo menos cinco pequeños refugios en diferentes
  partes de Londres en los que podía cambiar de personalidad. No me
  contaba nada de sus actividades y yo no tenía por costumbre sonsacar
  confidencias. La primera señal concreta que me dio acerca del rumbo de
  sus investigaciones fue verdaderamente extraordinaria. Había salido
  antes del desayuno, y yo me había sentado a tomar el mío cuando entró
  dando zancadas en la habitación, con el sombrero puesto y una enorme
  lanza de punta dentada bajo el brazo, como si fuera un paraguas.


  —¡Válgame Dios, Holmes! —exclamé—. No me irá usted a decir que ha
  estado andando por Londres con ese trasto.


  —Fui en coche a la carnicería y volví.


  —¿La carnicería?


  —Y vuelvo con un apetito excelente. No cabe duda, querido Watson, de lo
  bueno que es hacer ejercicio antes de desayunar. Pero apuesto a que no
  adivina usted qué clase de ejercicio he estado haciendo.


  —No pienso ni intentarlo.


  Holmes soltó una risita mientras se servía café.


  —Si hubiera usted podido asomarse a la trastienda de Allardyce, habría
  visto un cerdo muerto colgado de un gancho en el techo y un caballero
  en mangas de camisa dándole furiosos lanzazos con esta arma. Esa
  persona tan enérgica era yo, y he quedado convencido de que por muy
  fuerte que golpeara no podía traspasar al cerdo de un solo lanzazo. ¿Le
  interesaría probar a usted?


  —Por nada del mundo. Pero ¿por qué hace usted esas cosas?


  —Porque me pareció que tenía alguna relación indirecta con el misterio
  de Woodmanʼs Lee. ¡Ah, Hopkins!, recibí su telegrama anoche y le estaba
  esperando. Pase y únase a nosotros.


  Nuestro visitante era un hombre muy despierto, de unos treinta años de
  edad, que vestía un discreto traje de lana, pero conservaba el porte
  erguido de quien estaba acostumbrado a vestir uniforme. Lo reconocí al
  instante como Stanley Hopkins, un joven inspector de policía en cuyo
  futuro Holmes tenía grandes esperanzas, mientras que él, a su vez,
  profesaba la admiración y el respeto de un discípulo por los métodos
  científicos del famoso aficionado. Hopkins traía un gesto sombrío y se
  sentó con aire de profundo abatimiento.


  —No, gracias, señor. Ya desayuné antes de venir. He pasado la noche en
  Londres, porque llegué ayer para presentar mi informe.


  —¿Y qué informe tenía usted que presentar?


  —Un fracaso, señor, un fracaso absoluto.


  —¿No ha hecho ningún progreso?


  —Ninguno.


  —¡Vaya por Dios! Tendré que echarle un vistazo al asunto.


  —Hágalo, señor Holmes, por lo que más quiera. Es mi primera gran
  oportunidad y ya no sé qué hacer. Por amor de Dios, venga y écheme una
  mano.


  —Bien, bien, da la casualidad de que ya he leído con bastante atención
  toda la información disponible, incluyendo el informe de la
  investigación policial. Por cierto, ¿qué le parece a usted esa petaca
  encontrada en el lugar del crimen? ¿No hay ahí ninguna pista?


  Hopkins se mostró sorprendido.


  —Era la petaca del muerto, señor Holmes. Tenía sus iniciales en la
  parte de dentro. Y además, era de piel de foca y él había sido cazador
  de focas.


  —Pero no tenía pipa.


  —No, señor, no encontramos ninguna pipa; la verdad es que fumaba muy
  poco. Sin embargo, es posible que llevara algo de tabaco para sus
  amigos.


  —Sin duda. Lo menciono tan sólo porque si yo hubiera estado encargado
  del caso me habría sentido inclinado a tomar eso como punto de partida
  de mi investigación. Sin embargo, mi amigo el doctor Watson no sabe
  nada de este asunto y a mí no me vendría mal escuchar una vez más el
  relato de los hechos. Háganos un breve resumen de lo más esencial.


  Stanley Hopkins sacó del bolsillo una hoja de papel.


  —Tengo unos cuantos datos que resumen la carrera del difunto, el
  capitán Peter Carey. Nació en el 45, así que tenía cincuenta años.
  Había sido un valeroso y próspero cazador de ballenas y focas. En 1883
  mandaba el vapor Sea Unicorn, de Dundee, dedicado a la caza de focas.
  Realizó varios viajes seguidos, bastante provechosos, y al año
  siguiente, 1884, se retiró. Después se dedicó a viajar durante unos
  años, y por fin adquirió una pequeña propiedad llamada Woodmanʼs Lee,
  cerca de Forest Row, en Sussex. Allí ha vivido durante seis años, y
  allí murió, hoy hace una semana.


  El hombre tenía algunas facetas bastante peculiares. En su vida privada
  era un estricto puritano, un tipo callado y sombrío. Vivía con su
  esposa, su hija de veinte años y dos sirvientas. Estas dos cambiaban
  constantemente, ya que la vida en su casa no era muy alegre y, a veces,
  resultaba totalmente insoportable. El hombre se emborrachaba con
  frecuencia, y cuando le daba el ataque se convertía en un completo
  demonio. Más de una vez sacó de casa a su mujer y a su hija en mitad de
  la noche, persiguiéndolas a latigazos por el jardín hasta que todo el
  pueblo se despertaba con los gritos.


  Una vez compareció ante el juez por haber agredido brutalmente al
  anciano vicario, que había ido a casa a reprenderle por su conducta. En
  pocas palabras, señor Holmes, costaría trabajo encontrar un tipo más
  peligroso que el capitán Peter Carey, y me han dicho que tenía el mismo
  carácter cuando estaba al mando de su barco. En el oficio se le conocía
  como Peter el Negro, no sólo por su rostro atezado y el color de su
  poblada barba, sino también por sus arrebatos, que eran el terror de
  todos los que le rodeaban. Ni que decir tiene que todos sus vecinos lo
  odiaban y procuraban evitarlo, y que no he oído una sola palabra de
  lamentación por su terrible final.


  Seguramente, señor Holmes, en el informe de la indagación habrá leído
  acerca del camarote de Carey, pero puede que su amigo no sepa nada de
  esto. Se había construido una cabaña de madera, que él siempre llamaba
  “el camarote", a unos cientos de metros de la casa, y dormía en ella
  todas las noches. Era una cabañita pequeña, con una sola habitación de
  dieciséis pies por diez(5x3 m. aprox.). Guardaba la llave en el
  bolsillo, y él mismo se hacía la cama, limpiaba y no permitía que nadie
  más traspasara el umbral. A cada lado hay unas ventanas pequeñas,
  cubiertas por cortinas, y que nunca se abrían. Una de estas ventanas
  daba a la carretera, y la gente que veía la luz por la noche solía
  señalarla, preguntándose qué estaría haciendo allí Peter el Negro.
  Esta, señor Holmes, es la ventana que nos proporcionó uno de las pocas
  informaciones concretas que salieron a relucir en la indagación.


  Recordará usted que un albañil llamado Slater, que venía andando desde
  Forest Row a eso de la una de la madrugada, dos días antes del crimen,
  se detuvo al pasar junto al terreno y se fijó en el cuadrado de luz que
  brillaba entre los árboles. Este albañil jura que a través de la
  cortina se veía claramente la silueta de un hombre con la cabeza girada
  hacia un lado, y que esta silueta no era de ningún modo la de Peter
  Carey, al que él conocía muy bien. Era la silueta de un hombre barbudo,
  pero de barba corta y erizada hacia delante, muy diferente de la del
  capitán. Eso es lo que dice, pero había estado dos horas en el bar y
  hay bastante distancia desde la carretera hasta la ventana. Además,
  esto sucedió el lunes, y el crimen se cometió el miércoles.


  El martes, Peter Carey se encontraba en uno de sus peores momentos,
  cegado por la bebida y tan peligroso como una fiera salvaje. Anduvo
  rondando por la casa y las mujeres salieron huyendo al oírlo venir. A
  última hora de la tarde se fue a su cabaña. A eso de las dos de la
  mañana, su hija, que dormía con la ventana abierta, oyó un grito
  espantoso que venía de aquella dirección; pero como no tenía nada de
  extraño que aullara y vociferara cuando estaba borracho, no hizo caso.
  A las siete, al levantarse, una de las sirvientas se fijó en que la
  puerta de la cabaña estaba abierta, pero tal era el terror que aquel
  hombre inspiraba que hasta mediodía nadie se atrevió a acercarse a ver
  qué le había sucedido. Al atisbar por la puerta abierta vieron un
  espectáculo que las hizo salir corriendo hacia el pueblo con el rostro
  lívido de espanto. En menos de una hora yo ya estaba allí y me había
  hecho cargo del caso.


  Bueno, como usted sabe, señor Holmes, yo tengo los nervios bastante
  bien templados, pero le doy mi palabra de que me estremecí cuando metí
  la cabeza en aquella cabaña. Estaba llena de moscas y moscardones que
  zumbaban como un armonio(instrumento de viento parecido a un órgano), y
  las paredes parecían las de un matadero. Él la llamaba el camarote, y
  verdaderamente era un camarote; cualquiera podría pensar que estaba en
  un barco. Había una litera en un extremo, un cofre de marino, mapas y
  cartas de navegación, una fotografía del Sea Unicorn, una hilera de
  cuadernos de bitácora en un estante...; exactamente todo lo que uno
  esperaría encontrar en el camarote de un capitán. Y en medio de todo
  ello estaba él, con el rostro contorsionado como un alma condenada y
  sometida a tormento, y la frondosa barba apuntando hacia arriba en un
  gesto de agonía. Su ancho pecho estaba atravesado por un arpón de
  acero, que le salía por la espalda y se hundía profundamente en la
  pared que tenía detrás. Estaba clavado igual que un escarabajo de
  colección. Por supuesto, estaba muerto, y así había estado desde el
  instante en que lanzó aquel último grito de agonía.


  Conozco sus métodos, señor, y los apliqué. Sin permitir que nadie
  tocase nada, examiné con la máxima atención los alrededores de la
  cabaña y el suelo de la misma. No había ninguna pisada.


  —Quiere usted decir que no encontró ninguna.


  —Le aseguro, señor, que no las había.


  —Mi buen Hopkins, he investigado muchos crímenes, pero aún no he
  encontrado ninguno cometido por un ser volador. Y mientras el criminal
  se sostenga sobre dos piernas, siempre quedará alguna señal, alguna
  rozadura, algún minúsculo desplazamiento detectable por un investigador
  científico. Resulta increíble que esta habitación embadurnada de sangre
  no contuviera ninguna huella que pudiera ayudarnos. Sin embargo, tengo
  entendido, por el informe de la indagación, que había ciertos objetos
  que usted no dejó de examinar.


  El joven inspector acusó los comentarios irónicos de mi compañero con
  un estremecimiento.


  —He sido un tonto al no acudir a usted en su momento, señor Holmes. Sin
  embargo, ya de nada vale lamentarse. En efecto, había en la habitación
  varios objetos que exigían especial atención. Uno de ellos era el arpón
  con el que se cometió el crimen. Lo habían cogido de un armero en la
  pared; allí había otros dos y quedaba un espacio vacío para el tercero.
  En el mango tenía grabadas las palabras «S.S. Sea Unicorn, Dundee».
  Esto parecía indicar que el crimen se cometió en un arrebato de furia y
  que el asesino había echado mano a la primera arma que encontró a su
  alcance. El hecho de que el crimen se cometiera a las dos de la
  madrugada y que, a pesar de la hora, Peter Carey estuviera
  completamente vestido, permitía suponer que se había citado con su
  asesino, lo cual parece confirmado por la presencia en la mesa de una
  botella de ron y dos vasos vacíos.


  —Sí —dijo Holmes—. Creo que las dos inferencias son aceptables. ¿Había
  algún otro licor en la habitación aparte del ron?


  —Sí, encima del cofre de marino había un botellero con brandy y whisky;
  pero no tiene interés para nosotros, porque las frascas(botella  de
  base rectangular y cuello bajo) estaban llenas y, por tanto, no se
  habían usado.


  —Aun así, su presencia tiene algún significado —dijo Holmes—. Sin
  embargo, oigamos algo más acerca de los objetos que, según usted,
  parecen guardar relación con el caso.


  —Tenemos la petaca de tabaco, que estaba encima de la mesa.


  —¿En qué parte de la mesa?


  —En el centro. Era de piel de foca, piel áspera con pelo tieso, con una
  correíta de cuero para cerrarla. En la parte de dentro tenía las
  iniciales «P.C.».


  Contenía una media onza de tabaco fuerte de marinero.


  —¡Excelente! ¿Qué más?


  Stanley Hopkins sacó del bolsillo un cuaderno de notas con tapas
  grisáceas muy gastadas y hojas descoloridas. En la primera página
  estaban escritas las iniciales «J.H.N.» y la fecha «1883». Holmes lo
  puso sobre la mesa y lo examinó con su minuciosidad habitual, mientras
  Hopkins y yo mirábamos, cada uno por encima de sus hombros. La segunda
  página llevaba estampadas las iniciales «C.P.R.», y a continuación
  venían varias hojas llenas de números. Había un encabezamiento que
  decía «Argentina», otro «Costa Rica» y otro «San Paulo», todos ellos
  seguidos por páginas llenas de signos y cifras.


  —¿Qué le dice a usted esto? —preguntó Holmes.


  —Parecen ser listas de valores de Bolsa. Es posible que «J.H.N.» sean
  las iniciales de un corredor de Bolsa, y «C.P.R.» las de su cliente.


  —¿Y qué opina de «Canadian Pacific Railway»? —dijo Holmes.


  Stanley Hopkins soltó un taco entre dientes y se golpeó el muslo con el
  puño cerrado.


  —¡Qué estúpido he sido! —exclamó—. ¡Claro que es lo que usted dice!
  Ahora sólo nos quedan por descifrar las iniciales «J.H.N.». Ya he
  examinado las listas antiguas de la Bolsa, pero no he encontrado ningún
  corredor, ni de los oficiales ni de los de fuera, cuyas iniciales
  coincidan con ésas. Sin embargo, tengo la impresión de que esta es la
  pista más importante con la que cuento. Reconocerá usted, señor Holmes,
  que existe la posibilidad de que estas iniciales correspondan a la otra
  persona allí presente..., es decir, al asesino. Insisto, además, en que
  la aparición en el caso de un documento referente a grandes cantidades
  de acciones de gran valor nos proporciona la primera indicación de un
  posible móvil para el crimen.


  El rostro de Sherlock Holmes revelaba que este nuevo giro del asunto le
  había desconcertado por completo.


  —Tengo que admitir esos dos argumentos suyos —dijo—. Confieso que este
  cuaderno, que no se mencionaba en el informe, modifica cualquier
  opinión que yo me pudiera haber formado. Había elaborado ya una teoría
  sobre el crimen en la que esto no tiene cabida. ¿Se ha molestado usted
  en seguir la pista a alguno de los valores que aquí se mencionan?


  —Se está investigando en las oficinas, pero me temo que las listas
  completas de los accionistas de estos valores sudamericanos estén en
  Sudamérica, y tardaremos varias semanas en seguir la pista de las
  acciones.


  Holmes había estado examinando con su lupa las tapas del cuaderno.


  —Parece que aquí hay una mancha de color —dijo.


  —Sí, señor, es una mancha de sangre. Ya le he dicho que recogí el
  cuaderno del suelo.


  —¿La mancha estaba encima o debajo?


  —Por el lado del suelo.


  —Lo cual, naturalmente, demuestra que el cuaderno cayó al suelo después
  de cometerse el crimen.


  —Exacto, señor Holmes. Me di cuenta de ese detalle y supuse que se le
  caería al asesino cuando éste huyó precipitadamente. Estaba muy cerca
  de la puerta.


  —Supongo que no se habrá encontrado ninguna de estas acciones entre las
  propiedades del difunto.


  —No, señor.


  —¿Tiene alguna razón para sospechar que el móvil fue el robo?


  —No, señor. No parece que hayan tocado nada.


  —Caramba, caramba, sí que es un caso interesante. Había también un
  cuchillo, ¿no es así?


  —Un cuchillo metido en su vaina. Se encontraba caído a los pies de la
  víctima. La señora Carey lo ha identificado como perteneciente a su
  esposo.


  Holmes se sumió en reflexiones durante un buen rato.


  —Bueno —dijo por fin—, supongo que tendré que acercarme a echar un
  vistazo.


  Stanley Hopkins soltó una exclamación de alegría.


  —Gracias, señor. No sabe el peso que me quita de encima.


  Holmes amonestó al inspector con el dedo.


  —La tarea habría resultado más sencilla hace una semana —dijo—. Pero,
  aun ahora, puede que mi visita no sea del todo infructuosa. Si dispone
  usted de tiempo, Watson, me gustaría mucho que me acompañara. Haga el
  favor de llamar un coche, Hopkins; estaremos listos para salir hacia
  Forest Row en un cuarto de hora.


  Tras apearnos en una pequeña estación junto a la carretera, recorrimos
  en coche varias millas a través de lo que quedaba de un extenso bosque
  que en otro tiempo formó parte de la gran selva que durante tanto
  tiempo mantuvo a raya a los invasores sajones: la impenetrable región
  arbolada, que fue durante sesenta años el baluarte de Gran Bretaña. Se
  habían talado grandes extensiones, ya que en esta zona se instalaron
  las primeras fundiciones de hierro del país, los árboles se utilizaron
  como leña para fundir el mineral. En la actualidad, los ricos
  yacimientos del Norte han absorbido esta industria, y sólo los bosques
  arrasados y las grandes cicatrices de la tierra dan testimonio del
  pasado. En un claro que se abría en la verde ladera de una colina se
  alzaba una casa de piedra baja y alargada, a la que se llegaba por un
  sendero curvo que atravesaba el terreno. Más cerca de la carretera,
  rodeada de arbustos por tres de sus lados, había una pequeña cabaña con
  la puerta y una ventana orientadas en nuestra dirección. Aquel era el
  lugar del crimen.


  Stanley Hopkins nos condujo primero a la casa, donde nos presentó a una
  mujer ojerosa, de cabellos grises: la viuda del hombre asesinado, cuyo
  rostro demacrado y surcado por profundas arrugas, con una furtiva
  mirada de terror en el fondo de sus ojos enrojecidos, revelaba los años
  de sufrimiento y malos tratos que había soportado. Con ella se
  encontraba su hija, una muchacha rubia y pálida, cuyos ojos llamearon
  desafiantes al decirnos que se alegraba de que su padre hubiera muerto
  y que bendecía la mano que lo había abatido. Peter Carey el Negro se
  había creado un ambiente doméstico terrible, y sentimos verdadero
  alivio al salir de nuevo a la luz del sol y recorrer el sendero que los
  pies del difunto habían ido abriendo a través de los campos. La cabaña
  era una construcción de lo más sencillo, con paredes de madera, tejado
  a un agua, una ventana junto a la puerta y otra en el lado contrario.
  Stanley Hopkins sacó la llave del bolsillo, y se había inclinado hacia
  la cerradura cuando de pronto se detuvo, con una expresión de
  curiosidad y sorpresa en el rostro.


  —Alguien ha estado manipulando esto —dijo.


  No cabía la menor duda: la madera estaba rayada y las rayas estaban
  blancas por debajo de la pintura, como si se hubieran hecho un momento
  antes. Holmes había estado inspeccionando la ventana.


  —También han intentado forzarla. Pero quien fuera no consiguió entrar.


  Tiene que haber sido un ladrón muy torpe.


  —Esto es muy sorprendente —dijo el inspector—. Podría jurar que estas
  marcas no estaban ayer por la tarde.


  —Puede haber sido algún curioso del pueblo —sugerí.


  —No lo creo. Muy pocos se atreverían a poner el pie en este terreno, y
  mucho menos a intentar forzar la entrada de la cabaña. ¿Qué opina de
  esto, señor Holmes?


  —Opino que la suerte nos ha sido muy propicia.


  —¿Quiere decir que esta persona volverá?


  —Es muy probable. Vino esperando encontrar la puerta abierta. Trató de
  forzarla con la hoja de una navajita de bolsillo y no lo consiguió.
  ¿Qué va a hacer a continuación?


  —Volver a la noche siguiente con una herramienta más eficaz.


  —Eso me parece a mí. Sería un fallo por nuestra parte no estar aquí
  para recibirlo. Mientras tanto, déjeme ver el interior de la cabaña.


  Se habían borrado las huellas de la tragedia, pero el mobiliario de la
  pequeña habitación seguía igual que la noche del crimen. Durante dos
  horas, Holmes examinó con la máxima concentración todos los objetos,
  uno por uno, pero al final su expresión demostraba que la búsqueda no
  había dado frutos. Sólo una vez hizo una pausa en su concienzuda
  investigación.


  —¿Ha sacado algo de este estante, Hopkins?


  —No; no he tocado nada.


  —Se han llevado algo. En la esquina del estante hay menos polvo que en
  el resto. Puede haber sido un libro que estaba tumbado. O una caja. En
  fin, no puedo hacer más. Demos un paseo por este hermoso bosque,
  Watson, y dediquemos unas horas a los pájaros y a las flores. Nos
  reuniremos aquí mismo más tarde, Hopkins, y veremos si podemos entablar
  contacto con el caballero que vino de visita anoche.


  Eran más de las once cuando tendimos nuestra pequeña emboscada. Hopkins
  era partidario de dejar abierta la puerta de la cabaña, pero Holmes
  opinaba que aquello despertaría las sospechas del intruso. La cerradura
  era de las más sencillas, y bastaba con un cuchillo fuerte para hacerla
  saltar. Además, Holmes propuso que no aguardáramos dentro de la cabaña,
  sino fuera, entre los arbustos que crecían en torno a la ventana del
  fondo. De este modo podríamos observar a nuestro hombre si éste
  encendía la luz y descubrir cuál era el objeto de su furtiva visita
  nocturna.


  Fue una guardia larga y melancólica, pero aun así sentimos algo de la
  emoción que experimenta el cazador cuando acecha junto a la charca de
  agua, en espera de la llegada de la fiera sedienta. ¿Qué clase de
  bestia salvaje podía caer sobre nosotros desde la oscuridad? ¿Sería un
  feroz tigre del crimen, al que sólo podríamos capturar tras dura lucha
  con uñas y dientes, o resultaría ser un taimado(astuto) chacal,
  peligroso tan sólo para los débiles y descuidados? Permanecimos
  agazapados en absoluto silencio entre los arbustos, esperando que
  llegara lo que pudiera llegar. Al principio, los pasos de algunos
  aldeanos rezagados o el sonido de voces procedentes de la aldea
  entretenían nuestra espera; pero, poco a poco, estas interrupciones se
  fueron extinguiendo, y quedamos envueltos en un silencio absoluto, con
  la excepción de las campanas de la lejana iglesia, que nos informaban
  del avance de la noche, y del repiqueteo de una fina lluvia que caía
  entre el follaje que nos cobijaba.


  Acababan de sonar las dos y media, en las horas más oscuras que
  preceden al amanecer, cuando todos nos sobresaltamos al oír un ligero
  pero inconfundible chasquido procedente de la puerta de la finca.
  Alguien había entrado en el sendero. De nuevo se hizo un largo
  silencio, y yo empezaba a temer que hubiera sido una falsa alarma,
  cuando oímos pasos sigilosos al otro lado de la cabaña, seguidos al
  instante por roces y chasquidos metálicos. ¡El desconocido trataba de
  forzar la cerradura! Esta vez fue más hábil o contaba con un
  instrumento mejor, porque se oyó un brusco chasquido y el chirriar de
  las bisagras. Luego se encendió una cerilla, y un instante después la
  firme llama de una vela iluminaba el interior de la cabaña. Nuestros
  ojos se clavaron, a través de los visillos de gasa, en la escena que se
  desarrollaba dentro.


  El visitante nocturno era un hombre joven, delgado y frágil, con un
  bigote negro que acentuaba la palidez mortal de su rostro. No podía
  tener mucho más de veinte años. Jamás he visto un ser humano que diera
  tan patéticas muestras de miedo: le castañeteaban los dientes y
  temblaba de pies a cabeza. Iba vestido como un caballero, con chaqueta
  Norfolk y pantalones de media pierna, y se tocaba(cubrirse la cabeza)
  con una gorra de paño. Le vimos mirar en torno suyo con ojos asustados.
  A continuación colocó el cabo de vela sobre la mesa y desapareció de
  nuestra vista, hacia uno de los rincones. Reapareció con un libro
  voluminoso, uno de los cuadernos de bitácora alineados sobre los
  estantes, se apoyó en la mesa y fue pasando hojas rápidamente hasta
  encontrar la anotación que buscaba. Entonces hizo un gesto iracundo con
  el puño, cerró el libro, volvió a colocarlo en el rincón y apagó la
  luz. Apenas había dado media vuelta para salir de la cabaña, cuando la
  mano de Hopkins cayó sobre su cuello y pude oír el fuerte gemido de
  espanto que el individuo dejó escapar al comprender que estaba
  atrapado. Se encendió de nuevo la vela y contemplamos a nuestro
  miserable prisionero, tembloroso y encogido en manos del policía. Se
  dejó caer sobre el cofre de marino y nos miró uno a uno con expresión
  de desamparo.


  —Y ahora, querido amigo —dijo Stanley Hopkins—, ¿quién es usted y qué
  busca aquí?


  El hombre se recompuso y se enfrentó a nosotros, esforzándose por
  mantener la serenidad.


  —Son ustedes policías, ¿verdad? —dijo—. Y creen que estoy complicado en
  la muerte del capitán Peter Carey. Les aseguro que soy inocente.


  —Eso ya lo veremos —dijo Hopkins—. En primer lugar, ¿cómo se llama
  usted?


  —John Hopley Neligan.


  Vi que Holmes y Hopkins intercambiaban una rápida mirada.


  —¿Qué está usted haciendo aquí?


  —¿Puedo hablar confidencialmente?


  —No, desde luego que no.


  —¿Y por qué iba a decírselo?


  —Si no tiene respuesta, puede pasarlo muy mal en el juicio.


  El joven se estremeció.


  —Está bien, se lo diré. ¿Por qué no habría de hacerlo? Aunque me
  repugna la idea de que el viejo escándalo vuelva a salir a la luz. ¿Han
  oído hablar de Dawson & Neligan?


  Por la expresión de Hopkins, me di cuenta de que él conocía el nombre;
  pero Holmes mostró un vivo interés.


  —¿Se refiere usted a los banqueros del West Country? —dijo—. Se
  declararon en quiebra dejando a deber un millón, arruinando a la mitad
  de las familias del condado de Cornualles, y Neligan desapareció.


  —Exacto. Neligan era mi padre.


  Por fin estábamos llegando a algo concreto, aunque todavía parecía
  existir un largo trecho de distancia entre un banquero fugitivo y el
  capitán Peter Carey, clavado a la pared con uno de sus propios arpones.
  Todos escuchamos con la máxima atención las palabras del joven.


  —Mi padre era el verdadero responsable. Dawson estaba ya retirado. Yo
  sólo tenía diez años por entonces, pero era lo bastante mayor para
  sentir la vergüenza y el horror del asunto. Siempre se ha dicho que mi
  padre robó todas las acciones y huyó, pero no es verdad. El creía que
  si le daban tiempo para negociarlas todo iría bien y se podría pagar a
  todos los acreedores. Zarpó rumbo a Noruega en su yatecito justo antes
  de que se dictara su orden de detención. Aún me acuerdo de aquella
  última noche, cuando se despidió de mi madre. Nos dejó una lista de
  valores que se llevaba y juró que regresaría con su honor reparado y
  que ninguno de los que habían confiado en él saldría perjudicado. Pero
  ya no se volvió a saber nada de él. Tanto él como el yate
  desaparecieron por completo. Mi madre y yo creímos que ambos estaban en
  el fondo del mar, junto con las acciones que se había llevado. Sin
  embargo, teníamos un amigo de confianza que se dedica a los negocios y
  que descubrió hace algún tiempo que algunos de los valores que se llevó
  mi padre habían reaparecido en el mercado de Londres. Pueden ustedes
  imaginarse nuestro asombro. Me pasé meses intentando seguirles la
  pista, y por fin, tras muchas decepciones y dificultades, descubrí que
  el vendedor original había sido el capitán Peter Carey, propietario de
  esta choza.


  Como es natural, hice algunas averiguaciones acerca de este hombre, y
  así supe que había estado al mando de un ballenero que regresaba del
  Ártico precisamente cuando mi padre navegaba hacia Noruega. El otoño de
  aquel año fue muy tormentoso, con una larga serie de galernas del Sur.
  Cabía la posibilidad de que hubieran arrastrado el yate de mi padre
  hacia el Norte, donde pudo encontrarse con el barco del capitán Carey.
  Y si esto fue lo que ocurrió, ¿qué había sido de mi padre? En cualquier
  caso, si la declaración de Peter Carey me servía para demostrar cómo
  habían llegado al mercado aquellas acciones, podría demostrar que mi
  padre no las había vendido y que no se las llevó con afán de lucro
  personal.


  Vine a Sussex con la intención de ver al capitán, pero justo entonces
  ocurrió su terrible muerte. En el informe de la indagación leí una
  descripción de esta cabaña, en la que se decía que aquí se guardaban
  los viejos cuadernos de bitácora de su barco. Se me ocurrió entonces
  que, si podía enterarme de lo que ocurrió a bordo del Sea Unicorn en el
  mes de agosto de 1883, podría resolver el misterio de la desaparición
  de mi padre. Vine anoche, dispuesto a mirar los libros, pero no
  conseguí abrir la puerta. Esta noche lo volví a intentar, con éxito,
  pero descubrí que las páginas correspondientes a ese mes habían sido
  arrancadas del libro. Y en ese momento caí preso en sus manos.


  —¿Eso es todo? —preguntó Hopkins.


  —Sí, es todo —dijo el joven, desviando la mirada.


  —¿No tiene nada más que decirnos?


  El joven vaciló.


  —No, nada.


  —¿No había estado aquí antes de anoche?


  —No.


  —Entonces, ¿cómo explica esto? —exclamó Hopkins, esgrimiendo el
  cuaderno acusador, con las iniciales de nuestro prisionero en la
  primera hoja y la mancha de sangre en la cubierta.


  El desdichado se desmoronó. Sepultó la cara entre las manos y se puso a
  temblar de pies a cabeza.


  —¿De dónde lo ha sacado? —gimió—. No lo sabía. Creía que lo había
  perdido en el hotel.


  —Con esto basta —dijo Hopkins secamente—. Si tiene algo más que decir,
  podrá decírselo al tribunal. Ahora tendrá que venir andando conmigo
  hasta la comisaría. Bien, señor Holmes, le quedo muy agradecido a usted
  y a su amigo por haber venido a ayudarme. Tal como han salido las
  cosas, su presencia ha resultado innecesaria, y yo habría podido llevar
  el caso a buen término sin ustedes; pero a pesar de todo, les estoy
  agradecido. He hecho reservar habitaciones para ustedes en el hotel
  Brambletye, así que podemos ir todos juntos hasta el pueblo.


  —Bien, Watson, ¿qué opina usted de todo esto? —me preguntó Holmes a la
  mañana siguiente, durante el viaje de regreso a Londres.


  —Me doy cuenta de que usted no ha quedado satisfecho.


  —Oh, sí, querido Watson, estoy muy satisfecho. Claro que los métodos de
  Stanley Hopkins no me convencen. Me ha decepcionado este Stanley
  Hopkins; esperaba mejores cosas de él. Siempre hay que buscar una
  posible alternativa y estar preparado para ella. Es la primera regla de
  la investigación criminal.


  —¿Y cuál es aquí la alternativa?


  —La línea de investigación que yo he venido siguiendo. Puede que no
  conduzca a nada, es imposible saberlo, pero al menos la voy a seguir
  hasta el final.


  Varias cartas aguardaban a Holmes en Baker Street. Echó mano a una de
  ellas, la abrió y estalló en una triunfal explosión de risa.


  —Excelente, Watson. La alternativa se va desarrollando. ¿Tiene usted
  impresos para telegramas? Escriba por mí un par de mensajes: «Sumner,
  agente naviero, Ratcliff Highway. Envíe tres hombres, que lleguen
  mañana a las diez de la mañana. Basil.» Ese es mi nombre por esos
  barrios. El otro es para el inspector Stanley Hopkins, 46 Lord Street,
  Brixton: «Venga a desayunar mañana a las nueve y media. Importante.
  Telegrafíe si no puede venir. - Sherlock Holmes.» Ya está, Watson, este
  caso infernal me ha estado atormentando durante diez días. Con esto lo
  destierro por completo de mi presencia y confío en que a partir de
  mañana no volvamos ni a oírlo mencionar.


  El inspector Stanley Hopkins se presentó a la hora exacta y los tres
  nos sentamos a degustar el excelente desayuno que la señora Hudson
  había preparado. El joven policía estaba muy animado por su éxito.


  —¿Está usted convencido de que su solución es la correcta? —preguntó
  Holmes.


  —No podría imaginar un caso más completo.


  —A mí no me pareció concluyente.


  —Me asombra usted, señor Holmes. ¿Qué más se puede decir?


  —¿Es que su explicación abarca todos los hechos?


  —Sin duda alguna. He averiguado que el joven Neligan llegó al hotel
  Brambletye el mismo día del crimen. Alegó que venía a jugar al golf.
  Aquella misma noche se presentó en Woodmanʼs Lee, vio a Peter Carey en
  la cabaña, se peleó con él y lo mató con el arpón. Después, horrorizado
  por lo que había hecho, huyó de la cabaña, y al huir se le cayó el
  cuaderno de notas que había llevado con el fin de interrogar a Peter
  Carey acerca de esos valores. Se habrá fijado usted en que algunos de
  ellos estaban marcados con una rayita, y otros, la gran mayoría, no lo
  estaban. Las acciones marcadas se han localizado en el mercado de
  Londres; las otras, seguramente, estaban todavía en poder de Carey, y
  el joven Neligan, según su propia declaración, estaba ansioso por
  recuperarlas para quedar en paz con los acreedores de su padre. Después
  de huir no se atrevió a acercarse a la cabaña durante algún tiempo;
  pero por fin se decidió a hacerlo, para poder obtener la información
  que necesitaba. ¿No le parece bastante sencillo y evidente?


  Holmes sonrió y negó con la cabeza.


  —Me parece que sólo tiene un fallo, Hopkins: que es intrínsecamente
  imposible. ¿Ha probado usted a atravesar un cuerpo con un arpón? Ay,
  ay, señor mío, debería usted prestar atención a estos detalles. Mi
  amigo Watson podrá decirle que yo me pasé toda una mañana practicando
  ese ejercicio. No es cosa fácil, y exige un brazo fuerte y
  experimentado. Ese golpe se asestó con tal violencia que la punta del
  arpón se clavó a bastante profundidad en la pared. ¿Cree usted que ese
  jovenzuelo anémico es capaz de una violencia tan tremenda? ¿Es este el
  hombre que estuvo bebiendo ron y agua mano a mano con Peter el Negro en
  mitad de la noche? ¿Es su perfil el que fue visto a través de la
  cortina dos noches antes? No, no, Hopkins; a quien tenemos que buscar
  es a otra persona, mucho más formidable.


  La cara del policía se había ido poniendo cada vez más larga durante la
  parrafada de Holmes. Sus esperanzas y ambiciones se derrumbaban a su
  alrededor. Pero no estaba dispuesto a abandonar sus posiciones sin
  lucha.


  —No puede usted negar, Holmes, que Neligan estuvo presente aquella
  noche. El cuaderno lo demuestra. Creo disponer de pruebas suficientes
  para satisfacer a un jurado, aunque usted aún pueda encontrarles algún
  fallo. Además, señor Holmes, yo ya le he echado el guante a mi hombre.
  En cambio, ese terrible personaje suyo, ¿dónde está?


  —Yo diría que está subiendo la escalera —dijo Holmes muy tranquilo—.
  Creo, Watson, que lo mejor será que tenga ese revólver al alcance de la
  mano —se levantó y colocó un papel escrito sobre una mesita lateral—.
  Ya estamos listos.


  Se oyó una conversación de voces roncas fuera de la habitación y, de
  pronto, la señora Hudson abrió la puerta para anunciar que había tres
  hombres que preguntaban por el capitán Basil.


  —Hágalos pasar de uno en uno —dijo Holmes.


  El primero que entró era un hombrecillo rechoncho como una manzana, de
  mejillas sonrosadas y sedosas patillas blancas. Holmes había sacado una
  carta del bolsillo y preguntó:


  —¿Su nombre?


  —James Lancaster.


  —Lo siento, Lancaster, pero el puesto está ocupado. Aquí tiene medio
  soberano por las molestias. Haga el favor de pasar a esta habitación y
  esperar unos minutos.


  El segundo era un individuo alto y enjuto, de pelo lacio y mejillas
  hundidas. Dijo llamarse Hugh Pattins. También él recibió una negativa,
  medio soberano y la orden de esperar.


  El tercer aspirante era un hombre de aspecto poco corriente, con un
  feroz rostro de bulldog enmarcado en una maraña de pelo y barba, y un
  par de ojos oscuros y penetrantes que brillaban tras la pantalla que
  formaban unas cejas espesas, greñudas y salientes. Saludó y permaneció
  en pie con aire marinero, dándole vueltas a la gorra entre las manos.


  —¿Su nombre? —preguntó Holmes.


  —Patrick Cairns.


  —¿Arponero?


  —Sí, señor. Veintiséis campañas.


  —De Dundee, tengo entendido.


  —Sí, señor.


  —¿Dispuesto a zarpar en un barco explorador?


  —Sí, señor.


  —¿Cuál es su tarifa?


  —Ocho libras al mes.


  —¿Podría embarcar inmediatamente?


  —En cuanto recoja mi equipaje.


  —¿Ha traído sus documentos?


  —Sí, señor —sacó del bolsillo un fajo de papeles desgastados y
  grasientos.


  Holmes los echó una ojeada y se los devolvió.


  —Es usted el hombre que yo buscaba —dijo—. En esa mesita está el
  contrato. No tiene más que firmarlo y asunto concluido.


  El marinero cruzó la habitación y tomó la pluma.


  —¿Tengo que firmar aquí? —preguntó, inclinándose sobre la mesa.


  Holmes miró por encima de su hombro y pasó las dos manos sobre el
  cuello del hombre.


  —Con esto bastará —dijo.


  Se oyó un chasquido de acero y un bramido como el de un toro furioso.
  Un instante después, Holmes y el marinero rodaban juntos por el suelo.
  Aquel hombre tenía la fuerza de un gigante, e incluso con las esposas
  que Holmes había cerrado tan hábilmente en torno a sus muñecas habría
  dominado con facilidad a mi amigo si Hopkins y yo no hubiéramos corrido
  en su ayuda. Sólo cuando apreté el frío cañón de mi revólver contra su
  sien comprendió al fin que su resistencia era inútil. Le atamos los
  tobillos con una cuerda y nos incorporamos jadeando por el esfuerzo de
  la pelea.


  —La verdad es que tengo que pedirle disculpas, Hopkins —dijo Sherlock
  Holmes—. Me temo que los huevos revueltos se habrán quedado fríos. Sin
  embargo, estoy seguro de que saboreará mejor el resto de su desayuno
  pensando en que ha logrado resolver su caso de manera triunfal.


  Stanley Hopkins estaba mudo de asombro.


  —No sé qué decir, señor Holmes —balbuceó por fin con el rostro
  enrojecido—. Me da la impresión de que he estado haciendo el ridículo
  de principio a fin. Ahora me doy cuenta de algo que nunca debí olvidar:
  que yo soy el alumno y usted el maestro. Aun ahora, veo lo que usted ha
  hecho, pero no sé cómo lo hizo ni lo que significa.


  —Bien, bien —dijo Holmes de buen humor—. Todos aprendemos a fuerza de
  experiencia, y esta vez su lección es que nunca se debe perder de vista
  la alternativa. Estaba usted tan absorto en el joven Neligan que no
  tuvo tiempo para pensar en Patrick Cairns, el verdadero asesino de
  Peter Carey.


  La ruda voz del marinero interrumpió nuestra conversación.


  —Alto ahí, amigo —dijo—. No me quejo de la forma en que se me ha
  maltratado, pero me gustaría que llamaran a las cosas por su nombre.
  Dice usted que yo asesiné a Peter Carey; yo digo que maté a Peter
  Carey, que es algo muy distinto. A lo mejor no me creen ustedes. A lo
  mejor se piensan que les estoy colocando un cuento.


  —Nada de eso —dijo Holmes—. Oigamos lo que tiene usted que decir.


  —Se cuenta en pocas palabras, y por Dios que cada palabra es la pura
  verdad. Yo conocía bien a Peter el Negro, así que cuando él sacó el
  cuchillo yo lo atravesé de parte a parte con un arpón, porque sabía que
  era su vida o la mía. Así es como murió. A ustedes puede parecerles un
  asesinato. Al fin y al cabo, tanto da morir con una cuerda al cuello
  como con el cuchillo de Peter el Negro clavado en el corazón.


  —¿Cómo llegó usted allí? —preguntó Holmes.


  —Se lo contaré desde el principio. Pero permitan que me incorpore un
  poco para que pueda hablar con más facilidad. Todo sucedió en el 83...,
  en agosto de aquel año, Peter Carey era capitán del Sea Unicom y yo era
  segundo arponero. Acabábamos de dejar los hielos con rumbo a casa, con
  vientos en contra y una galerna de Sur cada semana, cuando divisamos
  una pequeña embarcación que había sido arrastrada hacia el Norte. Sólo
  llevaba un hombre a bordo, un hombre de tierra firme. La tripulación
  había creído que el barco se iba a pique y había tratado de alcanzar
  las costas de Noruega en el bote salvavidas. Seguramente se ahogaron
  todos. Bien, izamos a bordo a aquel hombre, y el capitán mantuvo con él
  varias conversaciones bastante largas en el camarote. El único equipaje
  que recogimos con él era una caja de lata. Por lo que yo sé, jamás se
  llegó a pronunciar el nombre de aquel hombre, y a las dos noches
  desapareció como si nunca hubiera estado allí. Se dio por supuesto que
  se habría arrojado al mar o que habría caído por la borda a causa del
  temporal que sufríamos. Sólo un hombre sabía lo que había sucedido, y
  ese hombre era yo, que había visto con mis propios ojos cómo el capitán
  lo volteaba y lo arrojaba por la borda, durante la segunda guardia de
  una noche oscura, dos días antes de que avistáramos los faros de las
  Shetland.


  Pues bien, me guardé para mí lo que sabía y esperé a ver en qué iba a
  parar el asunto. Cuando regresamos a Escocia, se echó tierra al asunto
  y nadie hizo preguntas. Un desconocido había muerto por accidente y
  nadie tenía por qué andar haciendo averiguaciones. Poco después, Peter
  Carey dejó de navegar y tardé muchos años en dar con su paradero.
  Supuse que había hecho aquello para quedarse con el contenido de la
  caja de lata, y que ahora podría permitirse pagarme bien por mantener
  la boca cerrada.


  Descubrí dónde vivía gracias a un marinero que se lo había encontrado
  en Londres, y me planté allí para exprimirlo. La primera noche se
  mostró bastante razonable, y estaba dispuesto a darme lo suficiente
  para no tener que volver al mar por el resto de mi vida. Íbamos a
  dejarlo todo arreglado dos noches después. Cuando llegué, lo encontré
  casi completamente borracho y con un humor de perros. Nos sentamos a
  beber y hablamos de los viejos tiempos, pero cuanto más bebía él, menos
  me gustaba la expresión de su cara. Me fijé en el arpón colgado de la
  pared y pensé que quizás lo iba a necesitar antes de que pasara mucho
  tiempo. Y por fin se lanzó sobre mí, escupiendo y maldiciendo, con ojos
  de asesino y un cuchillo grande en la mano. Pero antes de que lo
  pudiera sacar de la vaina, yo lo atravesé con el arpón. ¡Cielos! ¡Qué
  grito pegó! ¡Y su cara todavía no me deja dormir! Me quedé allí parado,
  mientras su sangre chorreaba por todas partes, y esperé un poco; todo
  estaba tranquilo, así que fui recuperando el ánimo. Miré a mi alrededor
  y descubrí la caja de lata en un estante. Yo tenía tanto derecho a ella
  como Peter Carey, así que me la llevé y salí de la cabaña. Pero fui tan
  estúpido que me dejé la petaca olvidada en la mesa.


  Y ahora voy a contarles la parte más rara de toda la historia. Apenas
  había salido de la cabaña cuando oí que alguien se acercaba y me
  escondí entre los arbustos. Un hombre llegó andando con sigilo, entró
  en la cabaña, soltó un grito como si hubiera visto un fantasma y salió
  corriendo a toda la velocidad de sus piernas hasta perderse de vista.
  No tengo ni idea de quién era y qué quería. Por mi parte, caminé diez
  millas, tomé un tren en Turnbridge Wells y llegué a Londres sin que
  nadie se enterara.


  Cuando me puse a examinar el contenido de la caja, vi que no había en
  ella dinero, nada más que papeles que yo no me atrevía a vender. Ya no
  podía sacarle nada a Peter el Negro y me encontraba embarrancado en
  Londres sin un chelín. Lo único que me quedaba era mi oficio. Leí esos
  anuncios para arponeros a buen sueldo, así que me pasé por la agencia y
  ellos me enviaron aquí. Eso es todo lo que sé, y repito que la justicia
  debería darme las gracias por haber matado a Peter el Negro, ya que les
  he ahorrado el precio de una cuerda de cáñamo.


  —Una narración muy clara —dijo Holmes, levantándose y encendiendo su
  pipa—. Creo, Hopkins, que debería usted conducir a su detenido a lugar
  seguro sin pérdida de tiempo. Esta habitación no reúne condiciones para
  servir de celda, y el señor Patrick Cairns ocupa demasiado espacio en
  nuestra alfombra.


  —Señor Holmes —dijo Hopkins—, no sé cómo expresarle mi gratitud.


  Todavía no me explico cómo ha obtenido usted estos resultados.


  —Pues, sencillamente, porque tuve la suerte de encontrar la pista
  correcta nada más empezar. Es muy posible que si hubiera sabido que
  existía ese cuaderno, me habría despistado como le pasó a usted. Pero
  todo lo que yo sabía apuntaba en una misma dirección: la fuerza
  tremenda, la pericia en el manejo del arpón, el ron con agua, la petaca
  de piel de foca con tabaco fuerte..., todo aquello hacía pensar en un
  marinero, y más concretamente, en un ballenero. Estaba convencido de
  que las iniciales «P.C.» grabadas en la petaca eran pura coincidencia,
  y que no eran las de Peter Carey, porque ése casi no fumaba y no se
  encontró ninguna pipa en la cabaña. Recordará usted que le pregunté si
  había whisky y brandy en la cabaña, y que dijo usted que sí. ¿Cuántos
  hombres de tierra adentro conoce usted que prefieran beber ron habiendo
  a mano otros licores? Sí, estaba seguro de que se trataba de un
  marinero.


  —¿Y cómo pudo encontrarlo?


  —Querido amigo, el problema era muy sencillo. Si se trataba de un
  marinero, tenía que ser uno que hubiera navegado con él en el Sea
  Unicorn. Por las noticias que yo tenía, Carey no había navegado en
  ningún otro barco. Me pasé tres días poniendo telegramas a Dundee, y al
  cabo de ese tiempo disponía ya de los nombres de todos los tripulantes
  del Sea Unicorn en 1883. Cuando encontré un Patrick Cairns entre los
  arponeros, comprendí que mi investigación se acercaba a su fin. Deduje
  que lo más probable era que mi hombre se encontrara en Londres y
  deseara ausentarse del país durante algún tiempo. Así que me pasé unos
  días en el East End, corriendo la voz de una expedición al Ártico y
  ofreciendo pagas tentadoras a los arponeros dispuestos a embarcarse a
  las órdenes del capitán Basil. Y aquí puede ver los resultados.


  —¡Maravilloso! —exclamó Hopkins—. ¡Maravilloso!


  —Tiene usted que hacer que pongan en libertad al joven Neligan lo antes
  posible —dijo Holmes—. Confieso que opino que le debe usted algunas
  disculpas. Habrá que devolverle la caja de lata, aunque, por supuesto,
  las acciones que Peter Carey vendió están perdidas para siempre. Aquí
  viene el coche, Hopkins, ya puede usted llevarse a su hombre. Si me
  necesita para el juicio, nos encontrará a Watson y a mí en alguna parte
  de Noruega. Ya le enviaré detalles concretos.


  - 7 -
  La aventura de Charles Augustus Milverton



  Han transcurrido años desde que tuvieron lugar los acontecimientos que
  me dispongo a relatar, a pesar de lo cual aún siento cierto reparo en
  comentarlos. Durante mucho tiempo habría resultado imposible sacar a la
  luz pública estos hechos, ni siquiera con la mayor discreción y
  prudencia; pero ahora, la persona más implicada se encuentra ya fuera
  del alcance de las leyes humanas y, con las debidas supresiones, se
  puede contar la historia de manera que no perjudique a nadie.
  Constituyó una experiencia absolutamente única, tanto en la carrera de
  Sherlock Holmes como en la mía. El lector sabrá disculpar que oculte la
  fecha y cualquier otro dato que pudiera servirle para identificar el
  verdadero suceso.


  Holmes y yo habíamos salido a uno de nuestros vagabundeos vespertinos,
  y habíamos regresado a eso de las seis de la tarde de un día crudo y
  frío de invierno. Al encender Holmes la lámpara, la luz cayó sobre una
  tarjeta dejada encima de la mesa. Le echó un vistazo y, soltando una
  exclamación de repugnancia, la tiró al suelo. Yo la recogí y leí:


  «CHARLES AUGUSTUS MILVERTON


  APPLEDORE TOWERS


  HAMPSTEAD


  Agente.»


  —¿Quién es? —pregunté.


  —El hombre más perverso de Londres —respondió Holmes, sentándose y
  estirando las piernas hacia el fuego—. ¿Dice algo al dorso de la
  tarjeta?


  Le di la vuelta y leí:


  —«Pasaré a verlo a las 6,30. - C.A.M.»


  —¡Hum! Es casi la hora. Dígame, Watson: ¿no siente usted una especie de
  escalofrío o estremecimiento cuando mira las serpientes en el parque
  zoológico y ve esos bichos deslizantes, sinuosos, venenosos, con su
  mirada asesina y sus rostros malignos y achatados? A lo largo de mi
  carrera he tenido que vérmelas con cincuenta asesinos, pero ni el peor
  de todos ellos me ha inspirado la repulsión que siento por este
  individuo. Y sin embargo, no puedo evitar tener tratos con él... La
  verdad es que viene porque yo le invité.


  —Pero ¿quién es?


  —Se lo voy a decir, Watson. Es el rey de los chantajistas. ¡Que Dios se
  apiade del hombre, y aún más de la mujer, cuyos secretos y reputación
  caigan en manos de Milverton! Con una sonrisa en los labios y un
  corazón de mármol, los exprimirá y seguirá exprimiendo hasta dejarlos
  secos. A su manera, el tipo es un genio, y habría destacado en
  cualquier oficio más digno. Utiliza el método siguiente: hace correr la
  voz de que está dispuesto a pagar sumas muy elevadas por cartas que
  comprometan a personas ricas o de alta posición. Recibe esta mercancía
  no sólo de criados y doncellas que traicionan a sus señores, sino
  también de rufianes elegantes que se han ganado la confianza y el
  cariño de mujeres demasiado confiadas. No es nada tacaño en sus tratos.
  Sé, por ejemplo, que le pagó setecientas libras a un lacayo por una
  nota con sólo dos líneas de texto, y el resultado fue la ruina de una
  distinguida familia. Todo lo que sale al mercado va a parar a
  Milverton, y hay cientos de personas en esta gran ciudad que se ponen
  blancos con sólo oír su nombre.


  Nadie sabe dónde caerá su garra, porque es lo bastante rico y lo
  bastante astuto para no actuar con apremios. Es capaz de guardarse una
  carta durante años, para jugarla en el momento en que las apuestas sean
  más sustanciosas. Ya le he dicho que es el hombre más malo de Londres,
  y ahora le pregunto si se puede comparar al rufián que en un momento de
  arrebato le atiza un garrotazo a su compinche, con este hombre que, de
  manera metódica y a sangre fría, tortura el alma y retuerce los nervios
  con el fin de seguir llenando sus ya hinchados sacos de dinero.


  Pocas veces había yo oído a mi amigo hablar con tal intensidad de
  sentimiento.


  —Pero supongo yo que la justicia podrá echarle el guante —dije.


  —Técnicamente, qué duda cabe, pero en la práctica no. ¿Qué ganaría una
  mujer, por ejemplo, con que le cayeran unos pocos meses de cárcel, si
  la consecuencia inmediata es su propia ruina?


  Sus víctimas no se atreven a devolver los golpes. Si alguna vez
  extorsionara a una persona inocente, entonces sí, le tendríamos cogido.
  Pero es tan astuto como el mismo demonio. No, no, tendremos que
  encontrar otras maneras de combatirlo.


  —¿Y por qué viene aquí?


  —Porque un ilustre cliente ha puesto su lamentable caso en mis manos.
  Se trata de lady Eva Brackwell, la más bella de las jóvenes que fueron
  presentadas en sociedad la temporada pasada. Va a casarse dentro de
  quince días con el conde de Dovercourt. Este monstruo dispone de varias
  cartas imprudentes (imprudentes, Watson, y no algo peor), que fueron
  dirigidas a un joven caballero de provincias que no tiene un céntimo.
  Con esas cartas bastaría para romper el compromiso. Milverton enviará
  las cartas al conde, a menos que se le pague una fuerte suma de dinero.
  A mí se me ha encargado entrevistarme con él y llegar al mejor arreglo
  posible.


  En aquel instante se oyó un traqueteo y ruido de cascos abajo en la
  calle. Me asomé a mirar y vi un lujoso carruaje tirado por un magnífico
  par de caballos, con brillantes faroles cuya luz se reflejaba en las
  lustrosas ancas de los nobles animales. Un lacayo abrió la puerta y un
  hombre bajo y corpulento, con un peludo abrigo de astracán, descendió
  del coche. Un minuto más tarde estaba en nuestra habitación.


  Charles Augustus Milverton era un hombre de cincuenta años, de cabeza
  voluminosa con aire intelectual, cara redonda, regordeta y afeitada,
  perpetua sonrisa fría y dos ojos grises e inquisitivos, que brillaban
  intensamente a través de unas gruesas gafas con montura de oro. Había
  en su aspecto algo de la benevolencia de míster Pickwick, estropeada
  tan sólo por la insinceridad de la sonrisa fija y por el brillo
  metálico de aquellos ojos inquietos y penetrantes. Su voz era tan suave
  y untuosa como sus facciones cuando avanzó con una gordezuela mano
  extendida, murmurando lamentaciones por no habernos encontrado en casa
  en su primera visita.


  Holmes hizo caso omiso de la mano extendida y le miró con rostro
  pétreo. La sonrisa de Milverton se ensanchó; se encogió de hombros, se
  quitó el abrigo, lo dobló con gran parsimonia sobre el respaldo de una
  silla y tomó asiento.


  —Este caballero... —dijo, haciendo un gesto en dirección mía—. ¿Es
  discreto? ¿Es de confianza?


  —El doctor Watson es mi amigo y mi socio.


  —Muy bien, señor Holmes. Tan sólo protestaba en interés de su cliente.
  Se trata de una cuestión tan delicada...


  —El doctor Watson ya está al corriente.


  —Entonces, vayamos al grano. Dice usted que actúa en nombre de lady
  Eva. ¿Le ha autorizado ella a aceptar mis condiciones?


  —¿Cuáles son sus condiciones?


  —Siete mil libras.


  —¿Y la alternativa?


  —Querido señor, me resulta doloroso hablar de ello; pero si no me ha
  pagado esa cantidad el día catorce, puede estar seguro de que no habrá
  boda el dieciocho.


  Su insufrible sonrisa se hizo más meliflua que nunca. Holmes reflexionó
  un momento.


  —Me parece —dijo por fin— que da usted por seguras demasiadas cosas.
  Como es natural, conozco el contenido de esas cartas. Y, desde luego,
  mi cliente hará lo que yo la aconseje. Y yo la aconsejaré que se lo
  cuente todo a su futuro esposo y confíe en su generosidad.


  —Milverton soltó una risita ahogada.


  —Está claro que no conoce usted al conde —dijo.


  La expresión de desconcierto que apareció en la cara de Holmes me
  demostró que sí lo conocía.


  —¿Qué tienen de malo esas cartas? —preguntó.


  —Son divertidas, muy divertidas —respondió Milverton—. La dama escribe
  unas cartas encantadoras. Pero puedo asegurarle que el conde de
  Dovercourt no sería capaz de apreciarlas en lo que valen. Sin embargo,
  puesto que usted opina lo contrario, dejémoslo estar. Es una simple
  cuestión de negocios. Si cree usted que lo que más conviene a los
  intereses de su cliente es poner esas cartas en manos del conde, no
  cabe duda de que sería una idiotez pagar una suma de dinero tan elevada
  por recuperarlas.


  Se levantó y recogió su abrigo de astracán(piel de cordero karakul).
  Holmes se había puesto gris de rabia y humillación.


  —Aguarde un momento —dijo—. Va usted demasiado deprisa. Desde luego,
  estaríamos dispuestos a hacer todo lo posible por evitar el escándalo
  en un asunto tan delicado.


  Milverton volvió a dejarse caer en su asiento.


  —Estaba seguro de que lo vería usted desde ese punto de vista
  —ronroneó.


  —Pero, al mismo tiempo —continuó Holmes—, lady Eva no es una mujer
  rica. Le aseguro que un desembolso de dos mil libras agotaría sus
  recursos, y que la cifra que usted menciona está por completo fuera de
  sus posibilidades. Le ruego, pues, que modere sus exigencias y devuelva
  las cartas al precio que yo le indico, que le aseguro que es el más
  alto que podrá conseguir.


  La sonrisa de Milverton se ensanchó aún más y sus ojos centellearon
  divertidos.


  —Me consta que es cierto lo que usted dice acerca de los recursos de la
  dama —dijo—. Pero, al mismo tiempo, tiene usted que reconocer que la
  boda de una dama es ocasión muy propicia para que sus amigos y
  parientes hagan algún pequeño esfuerzo en su beneficio. Puede que aún
  no sepan qué regalo de bodas hacerle. Yo les aseguro que este pequeño
  fajo de cartas le proporcionará más alegría que todos los candelabros y
  mantequilleras de Londres.


  —Es imposible —dijo Holmes.


  —¡Señor, Señor, qué desgracia! —exclamó Milverton, sacando del bolsillo
  un abultado cuaderno—. No puedo evitar pensar que las señoras están mal
  aconsejadas al no hacer un esfuerzo. ¡Fíjese en esto! —mostró una
  cartita con un escudo de armas en el sobre—. Pertenece a... bueno,
  quizás no sea correcto decir el nombre hasta mañana por la mañana. Pero
  para entonces estará ya en manos del esposo de la dama. Y todo porque
  ella no quiso molestarse en conseguir una suma miserable, que podría
  haber obtenido en una hora convirtiendo sus diamantes en dinero. Es una
  lástima tan grande. Por cierto, ¿recuerda usted cómo se rompió de
  pronto el compromiso entre la honorable señorita Mils y el coronel
  Dorking? Sólo dos días antes de la boda apareció una noticia en el
  Morning Post anunciando que todo había terminado. ¿Y por qué? Resulta
  casi increíble, pero todo se podría haber arreglado con la ridícula
  suma de mil doscientas libras. ¿No es una pena? Y aquí está usted,
  señor Holmes, un hombre inteligente, regateando las condiciones, cuando
  están en juego el futuro y el honor de su cliente. Me sorprende usted,
  señor Holmes.


  —Le estoy diciendo la verdad —respondió Holmes—. No se puede conseguir
  ese dinero. Yo creo que sería mejor para usted aceptar la respetable
  suma que le ofrezco, en lugar de arruinar el porvenir de esta mujer sin
  sacar de ello ningún beneficio.


  —En eso se equivoca, señor Holmes. Dar a conocer los hechos me
  reportaría considerables beneficios de manera indirecta. Tengo ocho o
  diez casos similares, aún madurando. Si corriera entre ellos la voz de
  que he hecho un severo escarmiento con lady Eva, los encontraría a
  todos mucho más dispuestos a razonar. ¿Comprende mi punto de vista?


  Holmes saltó de su silla.


  —Póngase usted detrás de él, Watson. No lo deje escapar. Y ahora,
  señor, veamos el contenido de ese cuaderno. Milverton se había
  escurrido, rápido como una rata, hacia un costado de la habitación,
  colocándose con la espalda contra la pared.


  —¡Señor Holmes, señor Holmes! —dijo, abriéndose la chaqueta y dejando
  ver la culata de un enorme revólver, que sobresalía del bolsillo
  interior—. Yo esperaba que hiciera usted algo original. Esto lo han
  hecho tantas veces... ¿Y de qué ha servido? Le aseguro que estoy armado
  hasta los dientes y que estoy perfectamente dispuesto a utilizar el
  arma, sabiendo que la ley estará de mi parte. Además, está muy
  equivocado si supone que iba a traer aquí las cartas dentro de un
  cuaderno de notas. Jamás haría una tontería semejante. Y ahora,
  caballeros, todavía me aguardan una o dos entrevistas esta noche y hay
  un largo camino hasta Hampstead.


  Dio un par de pasos hacia adelante, recogió su abrigo, apoyó la mano en
  el revólver y se volvió hacia la puerta. Yo levanté una silla, pero
  Holmes negó con la cabeza y volví a dejarla en el suelo. Milverton
  salió de la habitación con una reverencia, una sonrisa y un guiño de
  ojos, y unos momentos después oímos cerrarse de golpe la puerta del
  carruaje y el traqueteo de las ruedas que se alejaban.


  Holmes se quedó sentado e inmóvil ante la chimenea, con las manos
  metidas en los bolsillos de los pantalones, la barbilla caída sobre el
  pecho y los ojos clavados en el brillo de las brasas. Así permaneció,
  callado y sin moverse, durante media hora. Entonces, con el aire de
  quien ha tomado una decisión, se puso en pie de un salto y se metió en
  su alcoba. Al poco rato, un joven obrero de aspecto disoluto, con
  perilla y andares fanfarrones, encendía su pipa de arcilla en la
  lámpara antes de salir a la calle.


  —Ya volveré, Watson —dijo antes de desvanecerse la noche. Comprendí que
  había iniciado su campaña contra Charles Augustus Milverton; pero poco
  sospechaba yo el extraño giro que habría de tomar dicha campaña.


  Durante varios días, Holmes estuvo yendo y viniendo a todas horas con
  aquel disfraz, pero yo no sabía nada de sus andanzas, aparte de un
  comentario suyo que indicaba que pasaba el tiempo en Hampstead y que no
  era tiempo perdido. Por fin, una noche de furiosa tempestad, cuando el
  viento gemía y hacía golpear las ventanas, regresó de su última
  expedición y, después de quitarse el disfraz, se sentó ante el fuego y
  se echó a reír de buena gana, con su característica risa silenciosa y
  hacia dentro.


  —¿Verdad, Watson, que no me considera usted un hombre propenso al
  matrimonio?


  —Desde luego que no.


  —Pues le interesará saber que estoy comprometido.


  —¡Querido amigo! Le feli...


  —Con la criada de Milverton.


  —¡Cielo santo, Holmes!


  —Necesitaba información, Watson.


  —Pero ¿no habrá ido demasiado lejos?


  —Era preciso hacerlo. Soy un fontanero llamado Escott, con un negocio
  que prospera. He salido con ella todas las tardes y he hablado con
  ella. ¡Santo cielo, qué conversaciones! Sin embargo, he conseguido lo
  que quería. Ahora conozco la casa de Milverton como la palma de mi
  mano.


  —¿Y la chica, qué, Holmes?


  Él se encogió de hombros.


  —No se puede evitar, querido Watson. Habiendo tanto en juego, hay que
  jugar las cartas lo mejor que se pueda. Sin embargo, me alegra decirle
  que tengo un odiado rival que se apresurará a quitarme la novia en
  cuanto yo le vuelva la espalda. ¡Qué noche tan maravillosa hace!


  —¿Le gusta este tiempo?


  —Viene muy bien para mis propósitos, Watson. Me propongo entrar a robar
  en casa de Milverton esta noche.


  Me quedé en silencio y sentí un escalofrío al escuchar estas palabras,
  pronunciadas lentamente, en un tono de absoluta decisión. De la misma
  manera en que un relámpago en la noche nos permite ver en un instante
  todos los detalles de un extenso paisaje, a mí me pareció vislumbrar de
  golpe todas las posibles consecuencias de semejante acción: el
  descubrimiento, la detención, el final de una honrosa carrera en medio
  del fracaso y la vergüenza irreparables, mi amigo quedando a merced del
  odioso Milverton.


  —¡Por amor de Dios, Holmes, piense en lo que hace! —exclamé.


  —Querido amigo, lo he meditado muy a fondo. Yo jamás me precipito en
  mis acciones y no adoptaría un método tan drástico, y desde luego tan
  peligroso, si existiera otra posibilidad. Consideremos el asunto de
  manera clara e imparcial. Supongo que usted reconocerá que se trata de
  un acto moralmente justificable, aunque técnicamente delictivo. Lo
  único que pretendo al entrar en la casa es apoderarme de aquel cuaderno
  de bolsillo..., algo en lo que usted mismo estaba dispuesto a ayudarme.


  Le di vueltas a la idea en la cabeza.


  —Sí —dije—, es moralmente justificable, siempre que no nos propongamos
  robar más objetos que los que se utilizan con fines ilícitos.


  —Exacto. Y puesto que es moralmente justificable, sólo tengo que
  considerar la cuestión del riesgo personal. Y un caballero no debe
  pensar mucho en eso cuando una dama necesita desesperadamente su ayuda,
  ¿no cree?


  —Se colocará usted en una posición muy dudosa.


  —Bueno, eso forma parte del riesgo. No existe otra manera posible de
  recuperar las cartas. La desdichada dama no dispone del dinero y no
  puede confiar en ninguno de sus allegados. Mañana se cumple el plazo y
  si no conseguimos las cartas esta noche, ese canalla cumplirá su
  palabra y le destrozará la vida. Así pues, o abandono a mi cliente a su
  suerte o tengo que jugar esta última carta. Entre nosotros, Watson, se
  trata de una competición deportiva entre ese Milverton y yo. Como ha
  podido ver, él ha salido ganando en los primeros asaltos, pero mi amor
  propio y mi reputación me obligan a luchar hasta el final.


  —En fin, no me gusta, pero supongo que no queda más remedio —dije—.
  ¿Cuándo salimos?


  —Usted no viene.


  —Entonces, usted tampoco. Le doy mi palabra de honor, y no he faltado a
  ella en mi vida, de que cogeré un coche e iré directo a la comisaría a
  denunciarle, a menos que me permita compartir con usted esta aventura.


  —Usted no puede ayudarme.


  —¿Cómo lo sabe? No puede saber lo que va a suceder. En cualquier caso,
  mi decisión ya está tomada. No es usted el único que tiene amor propio
  e, incluso, reputación.


  Al principio, Holmes pareció molesto, pero luego desarrugó la frente y
  me palmeó el hombro.


  —Muy bien, querido camarada, que sea como usted dice. Hemos compartido
  el mismo alojamiento durante años, y tendría gracia que acabáramos
  compartiendo la misma celda. ¿Sabe, Watson? No me importa confesar que
  siempre he tenido la impresión de que habría podido ser un delincuente
  muy eficaz. Esta es la oportunidad de mi vida en ese sentido. ¡Mire!
  —sacó de un cajón un bonito maletín de cuero y lo abrió, dejando ver
  una buena cantidad de herramientas relucientes—. Este es un equipo de
  ladrón de primera clase y último modelo, con palanqueta niquelada,
  cortacristales con punta de diamante, llaves adaptables y todos los
  adelantos modernos que exige el progreso de la civilización. Y aquí
  tengo mi linterna sorda(linterna cuya luz puede ocultarse tapando el
  vidrio frontal). Todo está preparado. ¿Tiene usted un par de zapatos
  silenciosos?


  —Tengo zapatillas de tenis con suela de goma.


  —Excelente. ¿Y antifaz?


  —Puedo hacer un par con seda negra.


  —Veo que tiene usted una fuerte disposición natural para este tipo de
  cosas. Muy bien; haga usted los antifaces. Tomaremos un poco de cena
  fría antes de salir. Ahora son las nueve y media. A las once tomaremos
  un coche más o menos hasta Church Row. Desde allí hay un cuarto de hora
  de camino hasta Appledore Towers. Podremos estar trabajando antes de
  medianoche. Milverton tiene el sueño muy pesado y se va siempre a
  dormir a las diez y media. Con un poco de suerte, podremos estar aquí
  de vuelta a las dos, con las cartas de lady Eva en mi bolsillo.


  Holmes y yo nos vestimos de etiqueta para parecer dos hombres que
  salían del teatro y regresaban a su casa. En Oxford Street paramos un
  coche, que nos llevó a una dirección de Hampstead. Allí nos apeamos, y
  con nuestros abrigos bien abrochados —porque hacía un frío terrible y
  el viento parecía pasar a través de nosotros— caminamos a lo largo del
  seto.


  —Este asunto exige actuar con mucha delicadeza —dijo Holmes—. Los
  documentos están encerrados en una caja fuerte en el despacho de
  nuestro hombre, y el despacho es la antesala de su dormitorio. Por otra
  parte, como todos los tipos bajos y gordos que se dan buena vida, el
  hombre duerme a pierna suelta. Agatha, que así se llama mi prometida,
  dice que todo el servicio hace chistes acerca de lo difícil que resulta
  despertar al señor. Tiene un secretario que cuida de sus intereses y
  que no sale del despacho en todo el día. Por eso tenemos que actuar de
  noche. También tiene un perro muy feroz que ronda por el jardín. Las
  dos últimas veces que vi a Agatha era bastante tarde, y tuvo que
  encerrar a la fiera para que yo pudiera pasar. Esa es la casa, esa
  grande con terreno propio. Nos metemos por la puerta y vamos hacia la
  derecha, por entre los laureles. Lo mejor será que nos pongamos los
  antifaces aquí. Como ve, no hay luz en ninguna de las ventanas y todo
  marcha sobre ruedas.


  Una vez puestos los negros antifaces de seda, que nos convertían en dos
  de las figuras más truculentas(sobrecogedoras) de Londres, nos
  acercamos furtivamente a la casa oscura y silenciosa. A uno de los
  lados había una especie de terraza embaldosada, a la que daban varias
  ventanas y dos puertas.


  —Ese es su dormitorio —susurró Holmes—. Esta puerta da directamente al
  despacho. Lo mejor sería entrar por ella, pero está cerrada con llave y
  con cerrojo y haríamos demasiado ruido al forzarla. Venga por aquí.
  Hay, un invernadero que da a la sala de estar.


  El invernadero estaba cerrado, pero Holmes cortó un círculo de cristal
  y abrió el pestillo por dentro. Un instante después, había cerrado la
  puerta a nuestras espaldas y nos habíamos convertido en delincuentes a
  los ojos de la ley. El aire denso y caluroso del invernadero, cargado
  con la fuerte y sofocante fragancia de plantas exóticas, se pegó a
  nuestras gargantas. Holmes me tomó de la mano en la oscuridad y me guio
  con rapidez a lo largo de hileras de arbustos cuyas ramas nos rozaban
  la cara. Mi amigo poseía una notable facultad, laboriosamente
  cultivada, para ver en la oscuridad. Sin soltarme de la mano, abrió una
  puerta y tuve la confusa sensación de que habíamos entrado en una
  habitación espaciosa en la que poco tiempo antes se había fumado un
  cigarro. Holmes avanzó a tientas entre los muebles, abrió la puerta y
  la cerró a nuestras espaldas. Extendí la mano y palpé varios abrigos
  que colgaban de la pared, por lo que comprendí que estábamos en un
  pasillo. Avanzamos por él y Holmes abrió con mucho cuidado una puerta
  del lado derecho. Algo echó a correr hacia nosotros y casi se me sale
  el corazón por la boca, aunque estuve a punto de echarme a reír al
  darme cuenta de que se trataba del gato. En esta nueva habitación había
  una chimenea encendida, y también el ambiente estaba cargado de humo de
  tabaco. Holmes entró de puntillas, esperó a que yo pasara tras él y
  cerró la puerta con el mayor cuidado. Estábamos en el despacho de
  Milverton, y en el extremo más alejado había un cortinaje que indicaba
  la entrada a su dormitorio.


  El fuego ardía bien, iluminando la habitación. Cerca de la puerta vi
  brillar un interruptor eléctrico, pero no hacía falta encender la luz
  ni hubiera sido prudente hacerlo. A un lado de la chimenea había una
  gruesa cortina que tapaba el ventanal que habíamos visto desde fuera.
  Al otro lado estaba la puerta que comunicaba con la terraza. En el
  centro de la habitación había un escritorio con un sillón giratorio de
  reluciente cuero rojo. Enfrente de él, una gran librería con un busto
  de mármol de la diosa Atenea encima. En el rincón que quedaba entre la
  librería y la pared había una gran caja fuerte de color verde, en cuyos
  tiradores de latón pulido se reflejaba la luz de la chimenea. Holmes
  cruzó con sigilo la habitación y contempló la caja. Luego se acercó con
  igual cautela a la entrada del dormitorio y escuchó atentamente con la
  cabeza ladeada. No se oía ni un sonido en el interior. Mientras tanto,
  a mí se me ocurrió que lo más prudente sería asegurarnos la retirada
  por la puerta que daba al exterior y me acerqué a examinarla. Con gran
  sorpresa comprobé que no estaba cerrada ni con llave ni con cerrojo. Le
  di un toque a Holmes en el brazo y él volvió su rostro enmascarado en
  aquella dirección. Pude ver que se sobresaltaba, y resultaba evidente
  que aquello le sorprendía tanto como a mí.


  —No me gusta —susurró acercando los labios a mi oído—. No sé qué
  significa esto. Sea lo que sea, no tenemos tiempo que perder.


  —¿Puedo hacer algo?


  —Sí; quédese junto a la puerta. Si oye venir a alguien, ciérrela por
  dentro, y ya saldremos por donde entramos. Si vienen por el otro lado,
  podemos salir por la puerta si es que hemos terminado o escondernos
  detrás de las cortinas de esta ventana si no hemos terminado aún. ¿Ha
  comprendido?


  Asentí con la cabeza y me quedé junto a la puerta. Mi primera sensación
  de miedo había desaparecido y ahora me sentía excitado, con una emoción
  aún más intensa que la que había experimentado en cualquiera de las
  ocasiones en las que actuábamos como defensores de la ley y no como
  infractores. La noble finalidad de nuestra misión, el saber que se
  trataba de un acto altruista y caballeroso, la personalidad canallesca
  de nuestro adversario, todo ello acentuaba el interés deportivo de
  nuestra aventura. Lejos de sentirme culpable, me recreaba y regocijaba
  en el peligro. Contemplé con admiración cómo Holmes desplegaba su
  instrumental y escogía la herramienta adecuada con la tranquilidad y
  precisión científica de un cirujano que realiza una delicada operación.
  Yo sabía que abrir cajas fuertes era una de sus aficiones favoritas, y
  me di cuenta de la alegría con que se enfrentaba a aquel monstruo verde
  y dorado, el dragón que encerraba entre sus fauces la reputación de
  tantas hermosas doncellas. Arremangándose los puños de su chaqueta
  -había dejado el abrigo encima de una silla-, Holmes sacó dos taladros,
  una palanqueta y varias llaves maestras. Yo permanecí junto a la puerta
  central, sin dejar de vigilar todas las demás, atento a cualquier
  emergencia, aunque lo cierto es que no tenía muy claro lo que iba a
  hacer si alguien nos interrumpía. Holmes trabajó durante media hora con
  concentrada energía, dejando un instrumento, tomando otro, manejándolos
  todos con el vigor y la delicadeza de un experto mecánico. Por fin oí
  un chasquido, la gruesa puerta verde se abrió de par en par y pude
  vislumbrar en el interior un gran número de paquetes de papeles, todos
  ellos atados, sellados y etiquetados. Holmes sacó uno de los paquetes,
  pero resultaba difícil leer a la luz vacilante del fuego, así que
  recurrió a su pequeña linterna sorda, ya que encender la luz eléctrica
  habría resultado demasiado peligroso estando Milverton en la habitación
  contigua. De pronto vi que se interrumpía, escuchaba con atención y un
  instante después había cerrado la puerta de la caja fuerte, recogía su
  abrigo, guardaba todas las herramientas en los bolsillos y se lanzaba
  como una flecha a esconderse detrás de la cortina de la ventana,
  indicándome con gestos que hiciera lo mismo.


  Sólo después de ocultarme a su lado oí lo que había provocado la alarma
  en sus sentidos, más agudos que los míos. Se oían ruidos en algún lugar
  de la casa. Primero, una puerta que se cerraba a lo lejos; luego, un
  confuso y apagado rumor que acabó por convertirse en el rítmico resonar
  de unos pasos decididos que se acercaban con rapidez. Llegaron al
  pasillo que había fuera de la habitación y se detuvieron ante la
  puerta. La puerta se abrió. Se oyó un fuerte chasquido al girar el
  interruptor eléctrico y se encendió la luz. Volvió a cerrarse la puerta
  y llegó a nuestras narices el aroma picante de un cigarro fuerte.
  Entonces se iniciaron de nuevo los pasos, andando de un lado a otro, a
  pocos metros de nosotros. Por fin se oyó el crujido de un sillón y los
  pasos cesaron. A continuación oímos una llave que entraba en una
  cerradura y luego el crujir de los papeles. Hasta aquel momento, yo no
  me había atrevido a mirar, pero entonces separé con mucho cuidado las
  cortinas y miré a través de la abertura. Holmes apretó su hombro contra
  el mío y comprendí que también él estaba mirando. Delante de nosotros,
  y casi al alcance de la mano, vimos la ancha y redondeada espalda de
  Milverton. No cabía duda de que habíamos malinterpretado sus
  movimientos y que durante todo aquel tiempo él no había estado en su
  dormitorio, sino pasando el rato en algún salón o sala de billar en el
  otro extremo de la casa, cuyas ventanas no habíamos visto. Su
  voluminosa cabeza entrecana, con una reluciente calva en la coronilla,
  ocupaba el primer plano de nuestra visión. Estaba recostado hacia atrás
  en su sillón de cuero rojo, con las piernas extendidas y un largo
  cigarro negro saliendo oblicuamente de su boca. Vestía una chaqueta de
  corte militar y color rosado, con cuello de terciopelo negro. Sostenía
  en la mano un largo documento legal, que leía de manera indolente
  mientras lanzaba por la boca anillos de humo. Por la comodidad de su
  postura y la tranquilidad de su actitud, no parecía que tuviera
  intenciones de marcharse pronto.


  Sentí que la mano de Holmes agarraba la mía y le daba un apretón
  tranquilizador, como para indicarme que podía controlar la situación y
  que no estaba preocupado. Pero yo no estaba seguro de si él había visto
  lo que, desde mi posición, saltaba a la vista: que la puerta de la caja
  había quedado mal cerrada y Milverton podía fijarse en ello en
  cualquier momento. Decidí por mi propia cuenta que en el mismo instante
  en que Milverton diera señales de haberlo advertido, yo saltaría de mi
  escondite, le echaría el abrigo sobre la cabeza para inmovilizarlo y
  dejaría el resto en manos de Holmes. Pero Milverton no levantó la
  mirada. Permanecía vagamente interesado en los papeles que tenía en la
  mano y pasaba una página tras otra, siguiendo la argumentación del
  abogado. «En fin —pensé—; cuando termine el documento y el cigarro se
  marchará a su habitación.» Pero antes de que pudiera terminar ninguna
  de las dos cosas ocurrió algo extraordinario, que desvió nuestra
  atención por otros caminos.


  Yo me había fijado en que Milverton consultaba varias veces su reloj y
  en una ocasión se había levantado, para volverse a sentar con un gesto
  de impaciencia. Sin embargo, no se me había ocurrido que pudiera tener
  una cita a horas tan intempestivas hasta que llegó a mis oídos un débil
  sonido procedente de la terraza de fuera. Milverton dejó sus papeles y
  se puso rígido en su asiento. Se repitió el sonido y a continuación
  unos golpecitos en la puerta. Milverton se levantó para abrirla.


  —Bueno —dijo secamente—. Llega usted con casi media hora de retraso.


  Así que ésta era la explicación de la puerta sin cerrar y de la vigilia
  nocturna de Milverton. Se oyó el suave roce de un vestido de mujer. Yo
  había cerrado la abertura entre las cortinas cuando Milverton volvió el
  rostro en nuestra dirección, pero ahora me aventuré a abrirla de nuevo
  con mucho cuidado. Milverton se había vuelto a sentar, con el cigarro
  todavía insolentemente colocado en la comisura de sus labios. Frente a
  él, iluminada de lleno por la luz eléctrica, había una mujer alta y
  delgada, vestida de oscuro, con un velo sobre el rostro y una capa que
  le cubría la barbilla. Respiraba entrecortadamente y su esbelta figura
  temblaba de emoción de pies a cabeza.


  —Muy bien —dijo Milverton—. Me ha hecho usted perder unas buenas horas
  de sueño, querida. Espero que haya valido la pena. ¿No podía venir a
  otra hora, eh?


  La mujer negó con la cabeza.


  —Bien, si no se puede, no se puede. Y si la condesa la ha tratado mal,
  ahora tiene la oportunidad de desquitarse. Pero... Pobre muchacha! ¿Por
  qué tiembla de ese modo? ¡Vamos, serénese! Y ahora, vayamos al negocio
  —sacó una nota del cajón de su escritorio—. Dice usted que tiene cinco
  cartas que comprometen a la condesa DʼAlbert. Quiere usted venderlas.
  Yo quiero comprarlas. Hasta aquí todo va bien. Sólo falta fijar el
  precio. Como es natural, me gustaría ver antes las cartas. Si son
  buenas de verdad... ¡Cielo santo! ¡Es usted!


  Sin decir una palabra, la mujer se había levantado el velo y dejado
  caer la capa que cubría su barbilla. El rostro que se enfrentaba a
  Milverton era moreno y atractivo, de facciones bien dibujadas, nariz
  aguileña, cejas marcadas y oscuras sobre unos ojos que brillaban con
  dureza, y una boca de labios finos y rectos, curvada en una sonrisa
  peligrosa.


  —Sí, soy yo —dijo—. La mujer cuya vida ha destrozado.


  Milverton se echó a reír, pero en su voz había una vibración de miedo.


  —Ha sido usted tan obstinada —dijo—. ¿Por qué me obligó a llegar a
  tales extremos? Le aseguro que yo, por propia iniciativa, soy incapaz
  de hacer daño a una mosca, pero todo el mundo tiene su negocio y ¿qué
  podía yo hacer? Fijé un precio que estaba perfectamente dentro de sus
  posibilidades, y usted no quiso pagar.


  —Así que envió las cartas a mi marido, y él, el caballero más noble que
  jamás ha existido, un hombre al que yo no era digna ni de atarle los
  zapatos, murió con el corazón destrozado. ¿Recuerda usted la última
  noche que pasé por esa puerta? Rogué y supliqué, pidiéndole compasión.
  Y usted se rio en mi cara, como pretende reírse ahora, sólo que ahora
  su corazón de cobarde no puede impedir que le tiemblen los labios. Sí,
  nunca pensó que volvería a verme por aquí, pero aquella noche aprendí
  la manera de llegar hasta usted para encontrármelo cara a cara y a
  solas. Bien, Charles Milverton, ¿qué tiene usted que decir?


  —No piense que puede intimidarme —dijo él poniéndose en pie—. Sólo
  tengo que dar una voz para llamar a mis sirvientes y hacer que la
  detengan. Pero estoy dispuesto a disculpar su natural irritación. Salga
  de mi habitación por donde vino y no diré una palabra más.


  La mujer siguió donde estaba, con la mano hundida en el pecho y la
  misma sonrisa mortal en sus finos labios.


  —No volverá a destrozar más vidas como destrozó la mía. No torturará
  más corazones como ha torturado el mío. Voy a librar al mundo de un
  bicho venenoso. ¡Toma esto, perro, y esto! ¡Y esto, y esto, y esto!


  Había sacado un pequeño y reluciente revólver y vació un cilindro tras
  otro en el cuerpo de Milverton, con el cañón a dos palmos escasos de la
  pechera de su camisa. El hombre retrocedió encogiéndose y luego cayó de
  cara sobre la mesa, tosiendo con fuerza y crispando las manos entre los
  papeles. Se volvió a levantar tambaleante, recibió otro tiro y cayó
  rodando al suelo.


  —¡Me has matado! —gimió, y quedó inmóvil.


  Nuestra intervención no habría podido, de ninguna manera, salvar a
  aquel hombre de su destino. Sin embargo, al ver cómo la mujer
  descargaba una bala tras otra en el cuerpo encogido de Milverton, yo
  había estado a punto de saltar, pero entones sentí la fría y fuerte
  mano de Holmes que me agarraba de la muñeca y comprendí todo lo que
  quería decir aquella presa firme y disuasoria: que aquello no era
  asunto nuestro; que se había hecho justicia con un canalla; que
  nosotros teníamos nuestra propia tarea y nuestros propios objetivos, y
  que no debíamos perderlos de vista. Apenas había acabado la mujer de
  salir de la habitación, cuando Holmes, de un par de zancadas rápidas y
  silenciosas, se plantó en la otra puerta e hizo girar la llave en la
  cerradura. En aquel mismo instante oímos voces en la casa y el sonido
  de pasos apresurados. Los disparos de revólver habían despertado a la
  servidumbre. Con absoluta tranquilidad, Holmes se dirigió a la caja,
  cogió todos los papeles de cartas que pudo abarcar con ambos brazos y
  los arrojó al fuego. Repitió la operación una y otra vez, hasta que la
  caja quedó vacía. Alguien estaba intentando girar el picaporte y
  golpeando la puerta por fuera. Holmes miró rápidamente a su alrededor.
  La carta que había servido como mensajera de la muerte para Milverton
  estaba sobre la mesa, toda salpicada de sangre. Holmes la arrojó
  también entre los papeles que ardían. Luego sacó la llave de la puerta
  exterior, salió por ella detrás de mí y la cerró por fuera.


  —¡Por aquí, Watson! —dijo—. ¡Podemos escalar la tapia del jardín!


  Jamás había creído que una alarma pudiera propagarse con tanta rapidez.
  Cuando miré hacia atrás, la enorme casa tenía todas las luces
  encendidas, la puerta principal estaba abierta y se veían figuras
  corriendo por el sendero de entrada. Todo el jardín estaba lleno de
  gente, y cuando nosotros salimos de la terraza un tipo gritó: «¡Aquí
  están!», y se lanzó en nuestra persecución, pisándonos los talones.
  Holmes parecía conocer a la perfección el terreno y se abrió camino con
  rapidez por entre una plantación de arbolitos, conmigo siguiéndole los
  pasos y nuestro perseguidor más adelantado resoplando detrás de
  nosotros. La tapia que nos cerraba el paso medía casi dos metros de
  altura, pero Holmes saltó por encima sin dificultad. Cuando yo
  intentaba hacer lo mismo, sentí que la mano del hombre que nos
  perseguía me agarraba del tobillo; me desembaracé de él a patadas y
  trepé como pude sobre el borde sembrado de cristales. Caí de cara entre
  unos arbustos, pero Holmes me hizo ponerme de pie al instante y echamos
  a correr juntos por el extenso brezal de Hampstead Heath. Creo que
  debimos correr unas dos millas antes de que Holmes se detuviera por fin
  y escuchara con atención. Detrás de nosotros el silencio era absoluto.
  Habíamos despistado a nuestros perseguidores y estábamos a salvo.


  Acabábamos de desayunar y estábamos fumando nuestra pipa matutina del
  día siguiente al de la extraordinaria aventura que acabo de relatar
  cuando el señor Lestrade, de Scotland Yard, muy solemne y ceremonioso,
  se hizo anunciar en nuestro modesto cuarto de estar.


  —Buenos días, señor Holmes —dijo—. Buenos días. ¿Puedo preguntarle si
  en estos momentos se encuentra muy ocupado?


  —No tanto como para no poder escucharle.


  —Se me ha ocurrido que, tal vez, si no tiene nada especial entre manos,
  no le importaría ayudarnos en un caso de lo más extraordinario que ha
  ocurrido esta misma noche en Hampstead.


  —¡Caramba! —exclamó Holmes—. ¿Y de qué se trata?


  —Un asesinato..., un asesinato de lo más dramático y misterioso. Ya sé
  lo mucho que le interesan estas cosas, y consideraría un gran favor que
  pasara por Appledore Towers para echarnos una mano con sus consejos. No
  se trata de un crimen vulgar. Hace bastante tiempo que le teníamos
  echado el ojo a ese señor Milverton, que, entre nosotros, era un pedazo
  de canalla. Sabemos que guardaba documentos que utilizaba para hacer
  chantaje. Los asesinos han quemado todos estos papeles. No se han
  llevado nada de valor, y es bastante probable que los criminales fueran
  hombres de buena posición, cuyo único objeto era evitar el escándalo.


  —¡Criminales! —exclamó Holmes—. ¿En plural?


  —Sí, eran dos. Estuvieron a punto de cogerlos con las manos en la masa.
  Tenemos huellas de sus pisadas, tenemos sus descripciones...; le
  apuesto diez a uno a que los encontramos. El primero era demasiado
  rápido, pero el segundo fue alcanzado por el ayudante del jardinero y
  tuvo que forcejear para escaparse. Era un hombre de estatura media,
  complexión atlética, mandíbula cuadrada, cuello grande, bigote y un
  antifaz sobre los ojos.


  —Eso es bastante inconcreto —dijo Sherlock Holmes—. ¡Si hasta podría
  ser una descripción de Watson!


  —Es cierto —dijo el inspector muy divertido—. La descripción podría
  aplicarse a Watson.


  —Bien, me temo que no puedo ayudarle, Lestrade —dijo Holmes—. La verdad
  es que yo ya conocía a ese Milverton, y lo consideraba uno de los
  hombres más peligrosos de Londres. Creo que existen ciertos crímenes
  que escapan al alcance de la ley y que, por tanto, justifican hasta
  cierto punto la venganza particular. No, no vale la pena discutir. Ya
  está decidido. Mis simpatías se inclinan más por los criminales que por
  la víctima y no pienso encargarme de este caso.


  Holmes no había dicho una sola palabra acerca de la tragedia que
  habíamos presenciado, pero me fijé en que pasó toda la mañana muy
  pensativo y, con su mirada ausente y su comportamiento abstraído, daba
  la impresión de estar esforzándose por recordar algo. Estábamos a la
  mitad de la comida cuando, de pronto, se puso en pie de un salto.


  —¡Por Júpiter, Watson! ¡Ya lo tengo! —exclamó—. ¡Coja su sombrero y
  venga conmigo!


  Bajó a toda velocidad por Baker Street y luego dobló por Oxford Street
  hasta llegar casi a Regent Circus. Allí, a mano izquierda, había un
  escaparate lleno de fotografías de las celebridades y bellezas del
  momento. Los ojos de Holmes se clavaron en una de ellas y, siguiendo la
  dirección de su mirada, vi la fotografía de una dama majestuosa y
  altiva, con vestido de corte y una alta diadema de brillantes en su
  noble cabeza. Contemplé la delicada curva de la nariz, las cejas
  marcadas, la boca recta y la fina y enérgica mandíbula bajo la boca. Y
  me quedé sin respiración al leer el título, con siglos de historia, del
  eminente aristócrata y estadista con el que había estado casada. Mi
  mirada se cruzó con la de Holmes y éste se llevó un dedo a los labios
  mientras nos alejábamos del escaparate.

  - 8 -
  La aventura de los seis napoleones



  No tenía nada de raro que el señor Lestrade, de Scotland Yard, pasara a
  visitarnos por las tardes, y sus visitas eran muy bien acogidas por
  Sherlock Holmes, porque le permitían mantenerse al día de lo que
  sucedía en la dirección de la policía. A cambio de las noticias que
  Lestrade traía, Holmes se mostraba siempre dispuesto a escuchar con
  atención los detalles del caso en el que estuviera trabajando el
  inspector, y de cuando en cuando, sin intervenir de manera activa, le
  proporcionaba algún consejo o sugerencia, sacados de su vasto arsenal
  de conocimientos y experiencia.


  Aquella tarde en concreto, Lestrade había estado hablando del tiempo y
  de los periódicos, y después se había quedado callado, chupando
  pensativo su cigarro. Sherlock Holmes le miró con interés.


  —¿Tiene algo especial entre manos? —preguntó.


  —Oh, no, señor Holmes, nada de particular.


  —Está bien, cuéntemelo todo.


  Lestrade se echó a reír.


  —De acuerdo, señor Holmes, no puedo negar que hay algo que me tiene
  preocupado. Y sin embargo, se trata de un asunto tan absurdo que no me
  decidía a molestarle con ello. Por otra parte, si bien es un asunto
  trivial, no cabe duda de que es raro, y ya sé que a usted le gusta todo
  lo que se sale de lo corriente. Aunque, en mi opinión, cae más en el
  campo del doctor Watson que en el suyo.


  —¿Una enfermedad? —pregunté yo.


  —Locura, más bien. Y una locura bastante extraña. ¿Se imaginan que
  exista a estas alturas una persona que sienta tanto odio por Napoleón
  que se dedique a romper todas las imágenes suyas que encuentra?


  Holmes volvió a recostarse en su asiento.


  —No es asunto para mí —dijo.


  —Exacto. Eso decía yo. Sin embargo, cuando este hombre asalta casas
  para poder romper imágenes que no le pertenecen, la cosa escapa de la
  jurisdicción del médico para entrar en la del policía.


  Holmes se enderezó de nuevo.


  —¡Asaltos! Eso es más interesante. Cuénteme los detalles.


  Lestrade sacó su cuaderno de notas reglamentario y refrescó la memoria
  consultando sus páginas.


  —El primer caso denunciado tuvo lugar hace cuatro días —dijo—. Ocurrió
  en la tienda de Morse Hudson, un establecimiento de Kennington Road
  dedicado a la venta de cuadros y esculturas. El dependiente había
  pasado un momento a la trastienda cuando oyó un ruido de rotura. Acudió
  corriendo y encontró, hecho pedazos en el suelo, un busto de escayola
  de Napoleón que había estado expuesto en el mostrador junto con otras
  obras de arte. Salió corriendo a la calle, pero, a pesar de que varios
  transeúntes declararon haber visto a un hombre salir con prisas de la
  tienda, no pudo localizarlo ni identificarlo. Parecía uno de esos actos
  de vandalismo gratuito que ocurren de cuando en cuando, y así lo hizo
  constar el policía de servicio en su informe. La escayola no valía más
  que unos chelines, y la cosa parecía demasiado infantil como para
  investigarla.


  Sin embargo, el segundo caso fue más grave, y también más extraño.
  Ocurrió anoche mismo. En la misma Kennington Road, a unos cientos de
  metros de la tienda de Morse Hudson, vive un médico muy conocido, el
  doctor Barnicot, que tiene una de las clientelas más numerosas al sur
  del Támesis. Su residencia y consultorio principal están en Kennington
  Road, pero tiene también un quirófano y dispensario en Lower Brixton
  Road, a dos millas de distancia. Resulta que este doctor Barnicot es un
  ferviente admirador de Napoleón, y tiene la casa llena de libros,
  retratos y reliquias del emperador. Hace poco tiempo, compró a Morse
  Hudson dos reproducciones en escayola de la famosa cabeza de Napoleón
  esculpida por el francés Devine. Colocó una en el vestíbulo de su casa
  de Kennington Road y la otra en la repisa de la chimenea del quirófano
  de Lower Brixton. Pues bien, cuando el doctor Barnicot se levantó esta
  mañana se quedó estupefacto al descubrir que su casa había sido
  asaltada por la noche, pero que no se habían llevado nada más que la
  cabeza de Napoleón del recibidor. La habían sacado al jardín y la
  habían estrellado contra la pared, al pie de la cual encontramos sus
  fragmentos.


  Holmes se frotó las manos.


  —Esto sí que es una novedad —dijo.


  —Ya supuse que le gustaría el asunto. Pero aún no hemos terminado. El
  doctor Barnicot tenía que estar en su quirófano a las doce, y puede
  usted imaginarse su asombro al descubrir que alguien había abierto una
  ventana durante la noche y encontrar los pedazos de su segundo busto
  esparcidos por toda la habitación. Lo habían reducido a átomos allí
  mismo. En ninguno de los dos casos encontramos huellas que pudieran
  darnos alguna pista sobre el delincuente, o lunático, autor del
  desaguisado. Y éstos son los hechos, señor Holmes.


  —Son curiosos, por no decir grotescos —dijo Holmes—. ¿Puedo preguntarle
  si los dos bustos destrozados en las dependencias del doctor Barnicot
  eran idénticos al destruido en la tienda de Morse Hudson?


  —Todos salieron del mismo molde.


  —Este dato contradice la teoría de que la persona que los rompe actúa
  impulsada por un odio genérico a Napoleón. Si consideramos los cientos
  de figuras del emperador que deben existir en Londres, es mucho suponer
  que un iconoclasta imparcial se tope, por pura casualidad, con tres
  ejemplares del mismo busto nada más empezar.


  —Yo pensé lo mismo que usted —dijo Lestrade—. Pero, por otra parte,
  este Morse Hudson es el proveedor de bustos de esta zona de Londres, y
  ésos eran los únicos que había tenido en su tienda en varios años. De
  manera que, si bien es cierto, como usted dice, que existen en Londres
  cientos de figuras de Napoleón, es muy probable que estas tres fueran
  las únicas en todo el distrito. Así que un fanático del barrio
  empezaría por ellos. ¿Qué le parece a usted, doctor Watson?


  —Las posibilidades de la monomanía no tienen límites —respondí—. Es lo
  que los psicólogos franceses modernos llaman «idée fixe»(fr. obsesión),
  que puede ser algo completamente trivial, acompañado por una normalidad
  absoluta en todos los demás aspectos. Un hombre que haya leído mucho
  sobre Napoleón, o cuya familia haya sufrido alguna desgracia
  hereditaria por culpa de la gran guerra, puede llegar a concebir una
  «idée fixe» de éstas, y bajo su influencia cometer toda clase de
  extravagancias.


  —Eso no cuela, querido Watson —dijo Holmes, negando con la cabeza—. Ni
  con todas las «idées fixes» del mundo, su monomaníaco sería capaz de
  localizar el paradero de estos bustos.


  —¿Y cómo lo explica usted, entonces?


  —No pretendo hacerlo. Me limito a hacer notar que existe un cierto
  método en las excéntricas actividades de este caballero. Por ejemplo,
  en el vestíbulo del doctor Barnicot, donde el ruido podría despertar a
  la familia, sacó el busto de la casa antes de romperlo; sin embargo, en
  el quirófano, donde había menos peligro de provocar una alarma, lo
  rompió en el mismo sitio donde estaba. El asunto parece ridículo y
  trivial, pero yo no me atrevería a calificar nada de trivial, teniendo
  en cuenta que algunos de mis casos más clásicos han tenido comienzos
  muy poco prometedores. Recuerde usted, Watson, que lo primero que
  supimos del espantoso caso de la familia Abernetty fue que el perejil
  se había hundido en la mantequilla un día de mucho calor. En
  consecuencia, no puedo permitirme sonreír ante sus tres bustos rotos,
  Lestrade, y le quedaría muy agradecido si me informa de cualquier
  novedad que se presente en esta curiosa cadena de acontecimientos.


  Las novedades que pedía mi amigo llegaron mucho antes, y con un aspecto
  infinitamente más trágico, de lo que yo habría podido imaginar. A la
  mañana siguiente, cuando todavía estaba vistiéndome en mi habitación,
  Holmes llamó a mi puerta y entró con un telegrama en la mano. Lo leyó
  en voz alta.


  «Venga inmediatamente, 131 Pitt Street, Kensington. - LESTRADE»


  —¿Qué es lo que pasa? —pregunté.


  —Ni idea. Puede ser cualquier cosa. Pero sospecho que se trata de la
  continuación de la historia de los bustos. En cuyo caso, nuestro amigo
  el iconoclasta ha comenzado a operar en otro barrio de Londres. Hay
  café en la mesa, Watson, y tengo un coche en la puerta.


  Media hora después llegábamos a Pitt Street, un pequeño remanso de
  tranquilidad junto a una de las zonas más animadas de la vida
  londinense. El número 131 formaba parte de una hilera de casas todas
  iguales, todas de fachada lisa, respetables y nada románticas. Al
  acercarnos vimos una multitud de curiosos que se agolpaba contra la
  verja que había delante de la casa.


  Holmes soltó un silbido.


  —¡Por San Jorge! ¡Se trata, por lo menos, de un intento de asesinato!


  Por menos de eso, un mensajero de Londres no se para a mirar. Ha habido
  un acto de violencia, como se deduce de los hombros caídos y el cuello
  estirado de aquel individuo. ¿Qué es eso, Watson? El escalón más alto
  está fregado y los demás están secos. Y hay pisadas por todas partes.
  Bueno, ahí tenemos a Lestrade en la ventana delantera, y pronto nos
  enteraremos de todo.


  El inspector nos recibió con una cara muy seria y nos hizo pasar a una
  sala de estar, donde un hombre mayor, desgreñado y nerviosísimo,
  vestido con un batín de franela, daba zancadas de un lado a otro.
  Lestrade nos lo presentó como el propietario de la casa, señor Horace
  Harker, del Sindicato Central de Prensa.


  —Es otra vez el asunto de los Napoleones —dijo Lestrade—. Anoche
  pareció usted interesado, señor Holmes, y pensé que tal vez le gustaría
  estar presente ahora que el caso ha tomado un giro mucho más grave.


  —¿Qué giro ha tomado?


  —El de asesinato. Señor Harker, ¿quiere usted explicar a estos
  caballeros exactamente lo que ha ocurrido?


  El hombre del batín se volvió hacia nosotros con una expresión de
  profunda melancolía.


  —Es algo extraordinario —dijo— que, habiéndome pasado la vida
  recogiendo noticias sobre otra gente, ahora que me cae encima una
  verdadera noticia me encuentro tan trastornado y tan fastidiado que no
  puedo ligar dos palabras seguidas. Si hubiera venido aquí como
  periodista, me habría entrevistado a mí mismo y habría colocado dos
  columnas en todos los periódicos de la tarde. En cambio, así estoy
  regalando un material valioso, contando la historia una y otra vez a
  toda una serie de personas diferentes, sin sacarle yo ningún provecho.
  No obstante, he oído hablar de usted, señor Holmes, y si consigue usted
  explicar este asunto tan raro me sentiré compensado por la molestia de
  tener que contarle la historia.


  Holmes tomó asiento y escuchó.


  —Todo parece centrarse en este busto de Napoleón que compré para esta
  misma habitación, hace unos cuatro meses. Lo conseguí barato en Harding
  Brothers, a dos puertas de la estación de High Street. Gran parte de mi
  trabajo periodístico lo hago de noche, y a veces me quedo escribiendo
  hasta altas horas de la madrugada. Eso es lo que hice hoy. Estaba en mi
  cuchitril, en la parte trasera del piso alto, a eso de las tres de la
  mañana, cuando tuve la seguridad de haber oído ruidos abajo. Me puse a
  escuchar, pero no se repitieron, y llegué a la conclusión de que habían
  venido del exterior. De pronto, unos cinco minutos más tarde, se oyó un
  grito espantoso, el sonido más horroroso que he oído en mi vida, señor
  Holmes. Me seguirá resonando en los oídos mientras viva. Me quedé
  helado de espanto uno o dos minutos, y luego cogí el atizador y bajé la
  escalera. Al entrar en esta habitación, encontré la ventana abierta de
  par en par, y me fijé al instante en que el busto ya no estaba en la
  repisa. Que un ladrón se lleve una cosa así es algo que escapa a mi
  comprensión, ya que se trataba tan sólo de una copia de escayola sin
  ningún valor. Como usted mismo puede ver, el que salga por esa ventana
  abierta puede llegar al escalón de la puerta con sólo dar una zancada
  larga. Evidentemente, eso era lo que el ladrón había hecho, así que di
  la vuelta y fui a abrir la puerta. Al salir a la oscuridad, casi me
  caigo encima de un cadáver que había tendido allí. Retrocedí corriendo
  a buscar una luz y pude ver al pobre desgraciado, con un enorme tajo en
  el cuello, en medio de un charco de sangre. Estaba tumbado de espaldas,
  con las rodillas dobladas y la boca horriblemente abierta. Estoy seguro
  de que se me aparecerá en sueños. Tuve el tiempo justo para tocar mi
  silbato de policía y después debí desmayarme, porque no recuerdo nada
  más hasta que vi al policía mirándome, de pie en el vestíbulo.


  —Bien, ¿quién era el hombre asesinado? —preguntó Holmes.


  —No tenemos nada que indique su identidad —respondió Lestrade—. Podrá
  usted ver el cadáver en el depósito, pero hasta ahora no hemos sacado
  nada en limpio. Es un hombre alto, tostado por el sol, muy fuerte y de
  treinta años como máximo. Estaba mal vestido, pero no parece un obrero.
  Junto a él, caída en el charco de sangre, una navaja con cachas de
  asta(las piezas del mango estaban hechas de cuerno). No sabemos si se
  trata del arma del crimen o si pertenecía al difunto. Sus ropas no
  tienen ninguna marca, y en los bolsillos no llevaba nada más que una
  manzana, un trozo de cuerda, un plano de Londres de los que cuestan un
  chelín, y una fotografía. Aquí la tiene.


  Se trataba, sin lugar a dudas, de una instantánea tomada con una cámara
  pequeña. En ella se veía a un hombre de aspecto despierto, rasgos
  pronunciados y simiescos, cejas tupidas y un curioso
  prognatismo(mandíbulas salientes) en la parte inferior de la cara, que
  parecía el hocico de un babuino.


  —¿Y qué ha sido del busto? —preguntó Holmes, tras estudiar atentamente
  la fotografía.


  —Hemos tenido noticias de él un momento antes de que llegaran ustedes.
  Lo han encontrado en el jardín delantero de una casa deshabitada en
  Campden House Road. Estaba hecho pedazos. Ahora me disponía a ir a
  verlo.


  —Desde luego. Pero antes tengo que echar un vistazo por aquí —examinó
  la alfombra y la ventana—. O se trataba de un hombre muy ágil o tenía
  las piernas muy largas. Teniendo debajo la entrada al sótano, no debió
  ser fácil llegar al antepecho de la ventana y abrirla. La salida
  resulta ya un poco más fácil. ¿Viene usted con nosotros a ver los
  restos de su busto, señor Harker?


  El desconsolado periodista se había sentado ante un escritorio.


  —Tengo que intentar sacar algún partido de esto —dijo—, aunque no me
  cabe duda de que las primeras ediciones de los periódicos de la tarde
  ya traerán todos los detalles. ¿Recuerdan ustedes cuando se hundió la
  tribuna en Doncaster? Pues yo era el único periodista que había en la
  tribuna y mi periódico fue el único que no sacó la noticia del suceso,
  porque yo estaba demasiado alterado para escribirla. Y ahora voy a
  llegar demasiado tarde con un asesinato cometido en la puerta de mi
  propia casa.


  Al salir de la habitación oímos el rascar de su pluma sobre la
  cuartilla del papel. El lugar donde habían aparecido los fragmentos del
  busto se encontraba a unos cientos de metros de distancia. Por primera
  vez, nuestros ojos se posaron en aquella representación del gran
  emperador que parecía despertar un odio tan frenético y destructivo en
  la mente del desconocido. Los pedazos estaban desparramados sobre la
  hierba. Holmes recogió unos cuantos y los examinó con mucha atención.
  Por su expresión concentrada y sus movimientos intencionados, tuve la
  convicción de que por fin había dado con una pista.


  —¿Y bien? —preguntó Lestrade.


  —Todavía nos queda mucho camino por andar —respondió Holmes—. Y sin
  embargo..., y sin embargo..., la verdad es que tenemos algunos datos
  muy sugerentes para empezar a actuar. Para este extraño criminal, la
  posesión de este insignificante busto tenía más valor que una vida
  humana. Este es el primer punto. Después, tenemos el hecho curioso de
  que no lo rompiera en la casa, ni a las puertas de la misma, si lo
  único que quería era romperlo.


  —El encuentro con ese otro individuo debió alterarlo y ponerlo
  nervioso.


  Seguramente, no sabía lo que se hacía.


  —Sí, eso es bastante probable. Pero me gustaría llamar su atención de
  manera muy especial hacia la situación de esta casa, en cuyo jardín se
  destrozó el busto.


  Lestrade miró a su alrededor.


  —La casa está desocupada, así que estaba seguro de que nadie le
  molestaría en el jardín.


  —Sí, pero hay otra casa vacía más arriba, y tuvo que pasar delante de
  ella para llegar a esta otra. ¿Por qué no lo rompió allí, dado que es
  evidente que a cada metro que lo siguiera llevando aumentaba el riesgo
  de tropezarse con alguien?


  —Me rindo —dijo Lestrade.


  Holmes señaló la farola situada sobre nuestras cabezas.


  —Aquí podía ver lo que hacía, pero allí no. Esa fue la razón.


  —¡Por Júpiter, es verdad! —exclamó el inspector—. Ahora que lo pienso,
  el busto del doctor Barnicot lo rompieron cerca de una lámpara roja. Y
  bien, señor Holmes, ¿qué vamos a hacer con este dato?


  —Recordarlo. Tenerlo en cuenta. Puede que más adelante demos con algo
  que encaje con él. ¿Qué medidas se propone tomar ahora, Lestrade?


  —En mi opinión, la manera más práctica de abordar el asunto es
  identificar al muerto. No creo que nos resulte muy difícil. Cuando
  hayamos averiguado quién era y con quién se relacionaba, dispondremos
  de un buen punto de partida para averiguar qué estaba haciendo anoche
  en Pitt Street y quién se tropezó con él y lo mató a la puerta de la
  casa del señor Horace Harker. ¿No lo cree usted así?


  —Sin duda alguna. Sin embargo, no es así, ni mucho menos, como yo
  abordaría el caso.


  —¿Y qué es lo que haría usted?


  —Oh, no deje usted que yo le influya en modo alguno. Propongo que usted
  actúe a su manera y yo a la mía. Más adelante podemos comparar notas, y
  los datos de cada uno complementarán los del otro.


  —Muy bien —dijo Lestrade.


  —Si vuelve usted a Pitt Street y ve al señor Horace Harker dígale de mi
  parte que ya he sacado una conclusión y que no cabe duda de que anoche
  entró en su casa un peligroso maníaco homicida que se cree Napoleón.
  Eso le vendrá bien para su artículo.


  Lestrade se le quedó mirando fijamente.


  —¿No dirá en serio que se cree eso?


  Holmes sonrió.


  —¿Que no? Bueno, tal vez no. Pero estoy seguro de que interesará al
  señor Harker y a los suscriptores del Sindicato Central de Prensa. Y
  ahora, Watson, creo que tenemos por delante una jornada larga y
  bastante complicada. Me gustaría mucho, Lestrade, que pudiera usted
  pasarse por Baker Street a hacernos una visita a las seis de esta
  tarde. Hasta entonces, me gustaría conservar esta fotografía encontrada
  en el bolsillo de la víctima. Es posible que tenga que solicitar su
  compañía y su ayuda para una pequeña expedición que, si mi cadena de
  razonamientos resulta ser correcta, tendremos que emprender esta noche.
  Hasta entonces, adiós y buena suerte.


  Sherlock Holmes y yo caminamos juntos hasta High Street, y allí nos
  detuvimos ante la tienda de Harding Brothers, donde se había adquirido
  el busto. Un joven dependiente nos comunicó que el señor Harding
  estaría ausente hasta la tarde, y que él era nuevo y no podía darnos
  ninguna información. El rostro de Holmes dio señales de decepción y
  fastidio.


  —Bueno, Watson, no podemos esperar que todo nos salga bien a la primera
  —dijo por fin—. Si el señor Harding no viene hasta la tarde, tendremos
  que volver por la tarde. Como ya habrá sospechado, estoy intentado
  seguir la pista de esos bustos hasta su fuente de origen, con el fin de
  averiguar si existe alguna particularidad que explique su curioso
  destino. Vayamos a la tienda de Morse Hudson en Kennington Road, y
  veamos si él puede arrojar algo de luz sobre el problema.


  Tardamos una hora en coche en llegar al establecimiento del vendedor de
  cuadros. Era un hombre bajo y rechoncho, de rostro colorado y carácter
  irascible.


  —Sí, señor, en mi mismo mostrador —dijo—. No sé para qué pagamos
  impuestos, si luego cualquier rufián puede entrar y romper las
  propiedades de uno. Sí, señor, fui yo quien le vendió al doctor
  Barnicot las dos figuras. ¡Es una vergüenza, señor! Es una campaña
  nihilista(Negación de todo principio religioso, político y social ),
  estoy seguro. Sólo a un anarquista se le ocurriría ir por ahí rompiendo
  estatuas. Republicanos rojos, eso es lo que son. ¿Que a quién le compré
  las figuras? ¿Y eso qué tiene que ver? Está bien, si se empeña en
  saberlo, se las compré a Gelder & Co., de Church Street, Stepney. Una
  firma muy conocida en el negocio, y desde hace veinte años. ¿Qué
  cuántas compré? Tres..., dos y una son tres..., dos del doctor Barnicot
  y una que rompieron a plena luz del día en mi propio mostrador...


  ¿Que si conozco a este hombre de la fotografía? No, no lo conozco.
  Pero... sí, me parece que sí... ¡Pero si es Beppo! Era una especie de
  italiano que trabajaba por libre y que hizo algunos trabajos para la
  tienda. Sabía tallar un poco, dorar un marco, cosas por el estilo. Me
  dejó la semana pasada y desde entonces no he sabido nada de él. No, no
  sé de dónde vino ni a dónde fue. Mientras estuvo por aquí no tuve
  ninguna queja de él. Se marchó dos días antes de que rompieran el
  busto.


  —Bien, eso es todo lo que razonablemente podemos esperar sacar de Morse
  Hudson —dijo Holmes al salir de la tienda—. Tenemos a este Beppo como
  factor común, tanto en Kennington como en Kensington, así que no hemos
  recorrido estas diez millas en vano. Ahora, Watson, vamos a Gelder &
  Co., de Stepney, la fuente de origen de los bustos. Mucho me extrañaría
  que no sacásemos algo en limpio de allí.


  Cruzamos en rápida sucesión el borde del Londres elegante, el Londres
  hotelero, el Londres teatral, el Londres literario, el Londres
  comercial y, por último, el Londres marítimo, hasta llegar a una ciudad
  de cien mil almas junto al río, en cuyas casas de apartamentos sudan y
  se sofocan desplazados de toda Europa. Allí, en una amplia avenida
  donde en otros tiempos residían los comerciantes ricos de la ciudad,
  encontramos el taller de escultura que íbamos buscando. La parte
  exterior era un gran patio lleno de piedras monumentales. En el
  interior había un local muy espacioso, en el que cincuenta operarios se
  dedicaban a tallar o moldear. El encargado, un alemán rubio y
  corpulento, nos recibió educadamente y respondió con claridad a todas
  las preguntas de Holmes. Una consulta a los libros reveló que se habían
  hecho cientos de escayolas a partir de una reproducción en mármol de la
  cabeza de Napoleón esculpida por Devine, pero que las tres enviadas a
  Morse Hudson, aproximadamente un año atrás, formaban parte de una
  partida de seis, y que las otras tres se habían enviado a Harding
  Brothers, de Kensington. No existía razón alguna para que esas seis
  fueran diferentes de las demás escayolas. No se le ocurría ningún
  posible motivo para que alguien quisiera destruirlas..., es más, la
  idea le daba risa. El precio de venta al por mayor era de seis
  chelines, pero el minorista podía sacar doce o más. La copia se sacaba
  en dos moldes, uno de cada lado de la cara, y luego se juntaban los dos
  perfiles de escayola para formar el busto completo. El trabajo solían
  realizarlo obreros italianos en el mismo local donde nos encontrábamos.
  Una vez terminados, los bustos se ponían a secar sobre una mesa en el
  pasillo, y después se almacenaban. Eso era todo lo que podía decirnos.
  Pero la presentación de la fotografía tuvo un notable efecto sobre el
  encargado. Su cara enrojeció de ira y sus cejas se fruncieron sobre sus
  azules y teutónicos(alemán) ojos.


  —¡Ah, granuja! —exclamó—. Sí, ya lo creo, le conozco muy bien. Este ha
  sido siempre un establecimiento respetable, y la única vez que hemos
  tenido aquí a la policía fue por culpa de este individuo. Eso fue hace
  más de un año. Apuñaló a otro italiano en la calle, y luego vino al
  taller con la policía pisándole los talones, y aquí lo detuvieron. Se
  llamaba Beppo..., nunca supe su apellido. Me está bien empleado por
  contratar a un tipo con esa cara. Pero era buen trabajador..., uno de
  los mejores.


  —¿Qué le cayó?


  —El otro no murió, así que le cayó sólo un año. Seguro que ya está
  libre. Pero por aquí no se ha atrevido a asomar la nariz. Tenemos aquí
  a un primo suyo y estoy casi seguro de que él podría decirle por dónde
  anda.


  —No, no —dijo Holmes—. Ni una palabra al primo..., ni una palabra, se
  lo ruego. Se trata de un asunto muy importante, y cuantos más progresos
  hago, más importante parece. Cuando consultó usted en el libro la venta
  de esas escayolas me fijé en que la fecha era el 3 de junio del año
  pasado. ¿Podría usted decirme en qué fecha fue detenido Beppo?


  —Podría decirse aproximadamente consultando los pagos de jornales. Sí
  —continuó, después de pasar páginas durante un rato—. Recibió su última
  paga el 20 de mayo.


  —Gracias —dijo Holmes—. Creo que ya no necesito seguir abusando de su
  tiempo y su paciencia.


  Con una última advertencia de que no dijera nada de nuestras
  averiguaciones, nos dirigimos de nuevo hacia el oeste. Hasta bien
  avanzada la tarde no pudimos tomar un apresurado almuerzo en un
  restaurante. A la entrada, el cartelón de un vendedor de periódicos
  anunciaba: «Atrocidad en Kensington. Asesinado por un loco», y el
  contenido del periódico demostraba que el señor Horace Harker había
  conseguido, después de todo, hacer llegar su relato a la imprenta. La
  narración del incidente, en un estilo sumamente sensacionalista y
  florido, ocupaba dos columnas. Holmes apoyó el periódico en las
  vinagreras y lo leyó mientras comíamos. En una o dos ocasiones se rio
  por lo bajo.


  —Esto está muy bien, Watson —dijo—. Escuche esto: «Es un consuelo saber
  que en este caso no pueden darse disparidades de opiniones, ya que
  tanto el señor Lestrade, uno de los funcionarios más expertos del
  cuerpo de policía, como el señor Sherlock Holmes, detective particular
  de fama mundial, han llegado, cada uno por su parte, a la conclusión de
  que esta grotesca serie de incidentes, que tan trágico desenlace ha
  tenido, es fruto de la locura y no de un delito premeditado. Sólo la
  aberración mental puede explicar los hechos.» La prensa, Watson, es una
  institución valiosísima, si uno sabe cómo utilizarla. Y ahora, si ya ha
  terminado usted, volveremos a Kensington y veremos lo que tiene que
  decir sobre el asunto el encargado de Harding Brothers.


  El fundador de aquella gran empresa resultó ser un hombrecillo menudo y
  vivaracho, muy atildado y perspicaz, con la mente clara y la lengua
  suelta.


  —Sí, señor, ya he leído la noticia en los periódicos de la tarde. El
  señor Horace Harker es cliente nuestro. Le vendimos el busto hace unos
  meses. Adquirimos tres de estos bustos a Gelder & Co., de Stepney, pero
  ya los hemos vendido todos. ¿A quién? Supongo que si consulto los
  libros de ventas se lo podré decir sin dificultad. Sí, aquí está
  apuntado. Uno al señor Harker, como puede ver; otro, al señor Josiah
  Brown, de Laburnum Lodge, Laburnum Vale, Chiswick, y otro, al señor
  Sandeford, de Lower Grove Road, Readiag. No, jamás he visto a este
  hombre de la fotografía. Una cara así no se olvidaría fácilmente, ¿no
  cree? En mi vida he visto alguien tan feo. ¿Que si tenemos empleados
  italianos? Pues sí, hay varios entre los obreros y el personal de la
  limpieza. Supongo que, si se lo propone, cualquiera de ellos podría
  echar un vistazo a este libro de ventas; no existe ningún motivo para
  tener el libro vigilado. En fin, este es un asunto muy raro, y confío
  en que me avise si sus investigaciones dan algún fruto.


  Holmes había tomado varias notas durante las declaraciones del señor
  Harding, y pude darme cuenta de que se sentía plenamente satisfecho con
  el rumbo que iban tomando los acontecimientos. Sin embargo, no hizo
  ningún comentario, exceptuando el de que, si no nos dábamos prisa,
  íbamos a llegar tarde a nuestra cita con Lestrade. Y efectivamente,
  cuando llegamos a Baker Street, el inspector ya se encontraba allí,
  dando zancadas de un lado a otro de la habitación, consumido de
  impaciencia. Su aspecto solemne daba a entender que su jornada de
  trabajo no había sido infructuosa.


  —¿Qué tal? —preguntó—. ¿Ha habido suerte, señor Holmes?


  —Hemos tenido un día muy ocupado, pero no todo ha sido tiempo perdido
  —explicó mi amigo—. Hemos visto a los dos comerciantes, y también a los
  fabricantes de los bustos. Ahora puedo seguirle la pista a cada uno de
  los bustos desde el principio.


  —¡Los bustos! —exclamó Lestrade—. Bueno, bueno, usted tiene sus propios
  métodos, señor Sherlock Holmes, y no seré yo quien diga una palabra en
  contra de ellos, pero me parece que yo he aprovechado la jornada mejor
  que usted. He identificado al muerto.


  —¡No me diga!


  —Y he descubierto un móvil para el crimen.


  —¡Espléndido!


  —Uno de nuestros inspectores está especializado en Saffron Hill y el
  barrio italiano. Pues bien, el cadáver llevaba colgado del cuello un
  símbolo católico, y esto, junto con el tono de su piel, me hizo pensar
  que era latino. El inspector Hill lo identificó nada más verlo. Se
  llamaba Pietro Venucci, natural de Nápoles, y era uno de los peores
  asesinos de Londres. Estaba relacionado con la Mafia, que, como usted
  sabe, es una organización política secreta que impone sus reglas por
  medio del asesinato. Como ve, las cosas empiezan a aclararse. Lo más
  probable es que el otro tipo sea también italiano, y miembro de la
  Mafia. Ha debido romper alguna de sus reglas, y la organización envió a
  Pietro para ajustarle las cuentas. Es muy posible que la fotografía que
  encontramos en el bolsillo del muerto sea de nuestro hombre, y que la
  llevara para asegurarse de que no apuñalaba a otra persona. Pietro va
  siguiendo al tipo, lo ve meterse en una casa, espera a que salga, y en
  la pelea que se entabla es él quien recibe una herida mortal. ¿Qué le
  parece, señor Holmes?


  Holmes palmoteó en señal de aprobación.


  —¡Excelente, Lestrade, excelente! —exclamó—. Pero no sé si he entendido
  muy bien su explicación de la destrucción de los bustos.


  —¡Los bustos! ¿No hay quien le saque esos bustos de la cabeza? Al fin y
  al cabo, eso no es nada; hurto menor, seis meses como máximo. Lo que de
  verdad estamos investigando es el asesinato, y le digo que ya casi
  tengo todos los hilos en mis manos.


  —¿Qué va a hacer a continuación?


  —Muy sencillo. Iré con Hill al barrio italiano, encontraremos al hombre
  de la fotografía, y lo detendremos, acusado de asesinato. ¿Quiere venir
  con nosotros?


  —Creo que no. Me da la impresión de que podemos lograr nuestro objetivo
  de un modo más sencillo. No puedo estar seguro, porque todo depende...,
  en fin, depende de un factor que está completamente fuera de nuestro
  control. Pero tengo grandes esperanzas..., de hecho, podría apostar dos
  contra uno a que si usted nos acompaña esta noche podré ayudarle a
  echarle el guante.


  —¿En el barrio italiano?


  —No; creo que en Chiswick nos será mucho más fácil encontrarlo. Si
  viene usted conmigo a Chiswick esta noche, Lestrade, le prometo ir
  mañana con usted al barrio italiano; con ese pequeño retraso no se
  pierde nada. Y ahora, creo que unas pocas horas de sueño nos vendrían
  muy bien a todos, porque no pienso salir hasta las once y es poco
  probable que regresemos antes de que amanezca. Quédese a cenar con
  nosotros, Lestrade, y después puede echarse en el sofá hasta que llegue
  la hora de salir. Mientras tanto, Watson, le agradecería que llamase a
  un mensajero, porque tengo que enviar una carta y es importante que
  salga cuanto antes.


  Holmes se pasó la tarde rebuscando entre los diarios atrasados que
  llenaban uno de nuestros trasteros. Cuando por fin bajó, sus ojos
  tenían una expresión de triunfo, pero no nos dijo nada sobre el
  resultado de sus indagaciones. Por mi parte, yo había seguido paso a
  paso los métodos con los que habíamos seguido los diversos
  vericuetos(lugar de difícil paso) de este complicado caso y, aunque
  todavía no intuía cuál era nuestro objetivo, me daba perfecta cuenta de
  que Holmes esperaba que el grotesco criminal intentara apoderarse de
  los dos bustos que quedaban, uno de los cuales, como yo recordaba, se
  encontraba en Chiswick. Sin duda, el objeto de nuestro viaje era
  atraparlo con las manos en la masa, y no podía dejar de admirar la
  astucia con que mi amigo había insertado una pista falsa en el
  periódico de la tarde, para que nuestro hombre pensara que podía seguir
  adelante con su plan impunemente. No me sorprendí cuando Holmes sugirió
  que llevara mi revólver. Él ya se había equipado con la pesada fusta de
  caza, que era su arma favorita.


  Un coche nos aguardaba a las once en la puerta, y en él llegamos hasta
  un lugar al otro lado del puente de Hammersmith, donde dijimos al
  cochero que nos esperara. Una corta caminata nos llevó hasta una calle
  solitaria, flanqueada por bonitas casas, cada una con su terreno
  propio. A la luz de una farola leímos «Laburnum Villa» en la entrada de
  una de ellas. Evidentemente, sus ocupantes se habían retirado a dormir,
  porque todo estaba oscuro, a excepción de una luz sobre los cristales
  de la puerta del vestíbulo, que arrojaba un borroso círculo de luz
  sobre el sendero del jardín. La valla de madera que separaba el jardín
  de la calle proyectaba una densa sombra negra hacia la parte de dentro,
  y allí fue donde nos agazapamos.


  —Me temo que tendremos que esperar mucho tiempo —susurró Holmes —.
  Podemos dar gracias al cielo de que no llueva. No creo que sea prudente
  fumar para pasar el rato. Sin embargo, hay dos posibilidades contra una
  de que obtengamos una compensación por tanta molestia.


  Sin embargo, nuestra guardia no resultó tan larga como Holmes nos había
  hecho temer, y terminó de un modo repentino y extraño. En un instante,
  sin el más ligero ruido que nos advirtiera de su llegada, se abrió la
  puerta del jardín y por ella entró una figura oscura y atlética, tan
  rápida y ágil como un mono, que avanzó velozmente por el sendero. La
  vimos cruzar frente a la luz que salía por encima de la puerta y
  desaparecer, confundida con la negra sombra de la casa. Hubo una larga
  pausa, durante la cual estuvimos conteniendo la respiración, y luego
  llegó a nuestros oídos un crujido muy débil. Estaban abriendo una
  ventana. El ruido cesó, y de nuevo se produjo un largo silencio. El
  individuo había entrado en la casa. Vimos el súbito resplandor de una
  linterna sorda dentro de la habitación. Evidentemente, lo que buscaba
  no estaba allí, porque enseguida vimos el resplandor a través de otra
  ventana, y después, de otra.


  —Acerquémonos a la ventana abierta. Lo atraparemos cuando vuelva a
  salir —cuchicheó Lestrade.


  Pero antes de que pudiéramos hacer un movimiento, el hombre salió de
  nuevo. Al pasar por el círculo de luz, vimos que llevaba un objeto
  blanco bajo el brazo. Miró furtivamente a su alrededor, y el silencio
  de la calle desierta le tranquilizó. Dándonos la espalda, dejó en el
  suelo su carga, y al instante oímos un golpe seco, seguido por un ruido
  de rotura. El hombre estaba tan concentrado en lo que hacía que no oyó
  nuestros pasos, que avanzaban sigilosamente por el césped. Con un salto
  de tigre, Holmes cayó sobre su espalda, y un segundo después Lestrade y
  yo lo teníamos agarrado por las muñecas y le habíamos colocado las
  esposas. Cuando le dimos la vuelta, vimos una cara cetrina y
  repugnante, que nos miraba temblando de furia, y comprendí que habíamos
  capturado al hombre de la fotografía.


  Pero Holmes no estaba prestando atención a nuestro prisionero. Agachado
  junto al umbral de la puerta examinaba con la máxima atención el objeto
  que el hombre había sacado de la casa. Se trataba de un busto de
  Napoleón, igual al que habíamos visto por la mañana, y roto en
  fragmentos similares. Con mucho cuidado, Holmes acercó a la luz cada
  pedazo, pero éstos en nada se diferenciaban de cualquier otro trozo de
  escayola rota. Acababa de terminar su inspección cuando se encendieron
  las luces del vestíbulo, se abrió la puerta, y apareció en el umbral el
  dueño de la casa, un hombre grueso y jovial en mangas de camisa.


  —El señor Josiah Brown, supongo —dijo Holmes.


  —Sí, señor; y usted, sin duda, es Sherlock Holmes. Recibí la carta que
  me envió por mensajero, e hice exactamente lo que usted me indicaba.
  Cerramos todas las puertas por dentro y aguardamos a ver qué ocurría.


  —Vaya, me alegra comprobar que han agarrado a ese granuja. Supongo,
  caballeros, que entrarán a tomar algo.


  Pero Lestrade estaba ansioso por poner a su hombre a buen recaudo, así
  que a los pocos minutos habíamos hecho venir a nuestro coche y los
  cuatro íbamos camino de Londres. Nuestro cautivo no dijo una sola
  palabra; se limitó a mirarnos con furia desde la sombra de sus
  desgreñados cabellos, y una vez que mi mano le pareció a su alcance, le
  lanzó un mordisco como un lobo hambriento. Nos quedamos en la comisaría
  el tiempo suficiente para enterarnos de que, al registrar sus ropas, no
  se había encontrado nada más que unos pocos chelines y una enorme
  navaja, en cuyas cachas se veían abundantes huellas de sangre reciente.


  —Esto va bien —dijo Lestrade al despedirnos—. Hill conoce a toda esta
  gente y sabrá cómo se llama. Ya verá usted cómo mi teoría de la Mafia
  resulta cierta. Pero, desde luego, le estoy agradecidísimo, señor
  Holmes, por la manera tan profesional con que le ha echado el guante.
  Todavía no lo comprendo bien todo.


  —Me temo que es muy tarde para explicaciones —dijo Holmes—. Además, aún
  quedan uno o dos detalles por aclarar, y este es uno de los casos que
  vale la pena apurar hasta el final. Si se pasa una vez más por mis
  aposentos mañana a las seis, creo que podré demostrarle que aún no ha
  captado usted todo el significado de este asunto, que presenta algunos
  aspectos que lo convierten en un caso absolutamente original en la
  historia del crimen. Si alguna vez le autorizo a escribir más crónicas
  de mis pequeños problemas, Watson, estoy seguro de que el relato de la
  singular aventura de los bustos de Napoleón animará considerablemente
  sus páginas.


  Cuando volvimos a reunirnos a la tarde siguiente, Lestrade venía
  provisto de abundante información acerca de nuestro detenido. Al
  parecer, se llamaba Beppo, de apellido desconocido. Era un
  truhan(sinvergüenza) bastante conocido en la colonia italiana. En otros
  tiempos había sido un hábil escultor que se ganaba honradamente la
  vida, pero se había torcido por el mal camino y ya había estado dos
  veces en la cárcel; una por hurto y la otra, como ya sabíamos, por
  apuñalar a un compatriota. Hablaba inglés a la perfección. Todavía se
  ignoraban los motivos que le impulsaban a destrozar los bustos, y se
  negaba a responder a cualquier pregunta sobre el tema; pero la policía
  había descubierto que era muy probable que los bustos hubieran sido
  hechos por sus propias manos, ya que había realizado trabajos de este
  tipo en el establecimiento de Gelder & Co. Holmes escuchó con atención
  y cortesía toda esta información, gran parte de la cual ya conocíamos,
  pero yo, que le conocía bien, me daba perfecta cuenta de que sus
  pensamientos estaban en otra parte, y detecté una mezcla de desasosiego
  e impaciencia bajo la máscara que asumía de manera habitual. Por fin,
  se levantó de su asiento con los ojos chispeantes. Había sonado la
  campanilla de la puerta. Un minuto después, oímos pasos en la escalera,
  y al momento penetró en la habitación un hombre ya mayor, de rostro
  sonrosado y patillas entrecanas. Llevaba en la mano derecha una
  anticuada bolsa de viaje, que depositó sobre la mesa.


  —¿Está aquí el señor Sherlock Holmes?


  Mi amigo hizo una inclinación de cabeza y sonrió.


  —El señor Sandeford, de Reading, ¿verdad? —dijo.


  —Sí, señor. Me temo que llego un poco tarde, pero los trenes han sido
  un desastre. Me escribió usted acerca de un busto que obra en mi
  posesión.


  —Exacto.


  —Tengo aquí su carta. Dice usted: «Deseo obtener una copia del Napoleón
  de Devine, y estoy dispuesto a pagarle diez libras por la que usted
  posee.» ¿Es así?


  —Desde luego.


  —Me sorprendió mucho su carta, porque no puedo imaginar cómo se enteró
  usted de que yo poseía semejante objeto.


  —Es natural que le haya sorprendido, pero la explicación es muy
  sencilla. El señor Harding, de Harding Brothers, me dijo que le había
  vendido a usted el último ejemplar y me dio su dirección.


  —Ah, ¿con que fue así? ¿Le dijo lo que pagué por él?


  —No, no me lo dijo.


  —Mire, yo soy un hombre honrado, aunque no sea muy rico. Sólo pagué
  quince chelines por el busto, y creo que tiene usted derecho a saberlo
  antes de que yo acepte sus diez libras.


  —Sus escrúpulos le honran, señor Sandeford, pero yo ofrecí ese precio y
  estoy dispuesto a mantenerlo.


  —Vaya, es usted muy espléndido, señor Holmes. He traído el busto, como
  usted me pedía. Aquí lo tiene.


  Abrió la bolsa y, por fin, vimos sobre nuestra mesa un ejemplar
  completo de aquel busto que ya habíamos contemplado más de una vez
  hecho pedazos. Holmes sacó un papel del bolsillo y puso un billete de
  diez libras sobre la mesa.


  —Haga usted el favor de firmar este papel, señor Sandeford, en
  presencia de estos testigos. Es una simple declaración de que me
  transfiere a mí todos los derechos que haya podido tener sobre este
  busto. Soy un hombre metódico, ¿sabe usted?, y nunca se sabe qué giro
  pueden tomar las cosas más adelante. Muchas gracias, señor Sandeford;
  aquí tiene su dinero, y le deseo muy buenas tardes.


  Cuando nuestro visitante hubo desaparecido, Sherlock Holmes inició una
  serie de movimientos que nosotros seguimos fascinados. Comenzó por
  sacar de un cajón un mantel blanco y limpio, y extenderlo sobre la
  mesa. A continuación, colocó el recién adquirido busto en el centro del
  mantel. Por último, tomó su fusta de caza y asestó con ella un fuerte
  golpe en la cabeza de Napoleón. La figura se rompió en pedazos, y
  Holmes se inclinó ansioso sobre los destrozados restos. Al instante,
  con un fuerte grito de triunfo, levantó un fragmento que llevaba pegado
  un objeto redondo y oscuro, como si fuera una ciruela en un pastel.


  —Caballeros —exclamó—, permítanme que les presente la famosa perla
  negra de los Borgia.


  Lestrade y yo nos quedamos callados por un momento, y luego, con una
  reacción espontánea, estallamos en aplausos como si estuviéramos
  presenciando el elaborado desenlace de una obra dramática. Un súbito
  rubor asomó en las pálidas mejillas de Holmes, que se inclinó ante
  nosotros como un dramaturgo que recibe el homenaje de su público. En
  momentos como aquél, Holmes dejaba por un momento de ser una máquina de
  razonar y sucumbía a la debilidad humana por la admiración y el
  aplauso. Aquel personaje tan peculiarmente orgulloso y reservado, que
  rechazaba con desprecio la notoriedad pública, era capaz de conmoverse
  hasta las entrañas ante la admiración y los elogios espontáneos de un
  amigo.


  —Sí, caballeros —continuó—. Esta es la perla más famosa que existe hoy
  día en todo el mundo y, mediante una cadena continua de razonamientos
  inductivos, he tenido la suerte de poder seguir su pista desde la
  alcoba del príncipe Colonna, en el hotel Dacre, donde fue robada, hasta
  el interior de éste, el último de los seis bustos de Napoleón
  fabricados por Gelder & Co., de Stepney. Seguro que usted, Lestrade, se
  acuerda de la sensación que causó la desaparición de esta valiosa joya,
  y de los vanos esfuerzos de la policía de Londres por recuperarla. Yo
  mismo fui consultado al respecto, pero no conseguí arrojar ninguna luz
  sobre el caso. Las sospechas recayeron sobre la doncella de la
  princesa, que era italiana, y se supo que tenía un hermano en Londres,
  pero no se pudo demostrar que existiera ningún contacto entre ellos. La
  doncella se llama Lucrezia Venucci, y no me cabe la menor duda de que
  ese Prieto que fue asesinado hace dos noches era el hermano. He estado
  consultando las fechas en los viejos archivos de prensa, y he
  comprobado que la desaparición de la perla se produjo exactamente dos
  días antes de la detención de Beppo por una agresión violenta...,
  detención que tuvo lugar en la fábrica de Gelder & Co., en el mismo
  momento en que se estaban fabricando estos bustos. Ahora ya pueden ver
  con toda claridad la secuencia de los hechos, aunque, por supuesto, los
  contemplan en el orden inverso al que se me fueron presentando a mí.
  Beppo tenía en su poder la perla. Tal vez se la robó a Pietro, tal vez
  fuera cómplice de Pietro, incluso es posible que actuara de
  intermediario entre Pietro y su hermana. La verdadera situación no
  tiene demasiada importancia para nosotros. Lo importante es que él
  tenía la perla, y que la llevaba encima en aquel momento, cuando le
  perseguía la policía. Se dirigió a la fábrica en la que trabajaba, y
  sabía que disponía sólo de unos pocos minutos para ocultar este
  valiosísimo botín, que de otro modo sería descubierto cuando le
  registraran. En el pasillo había seis Napoleones de escayola secándose.
  Uno de ellos aún estaba blanco. En un instante, Beppo, que era un
  trabajador muy hábil, hizo un agujerito en el yeso húmedo, metió en él
  la perla y, con unos pocos toques, tapó de nuevo la abertura. El
  escondrijo era perfecto: nadie podría descubrirlo. Pero Beppo fue
  condenado a un año de cárcel y, mientras tanto, los seis bustos
  quedaron desperdigados por Londres. Era imposible saber cuál de ellos
  contenía el tesoro; sólo rompiéndolos podía averiguarlo. Ni siquiera
  sacudiéndolos podía descubrir nada, porque como el yeso estaba húmedo,
  lo más probable era que la perla hubiera quedado adherida a él...,
  como, efectivamente, ha sucedido. Beppo no se dio por vencido, y llevó
  a cabo su investigación con considerable ingenio y perseverancia. Por
  medio de un primo que trabaja en Gelder, se informó de los minoristas
  que habían adquirido los bustos. Se las arregló para conseguir trabajo
  en Morse Hudson, y de este modo siguió la pista a tres de ellos. La
  perla no estaba en ninguno. Entonces, con ayuda de algún empleado
  italiano, logró averiguar dónde habían ido a parar los otros tres
  bustos. El primero estaba en casa de Harker. Allí fue acosado por su
  compinche, que consideraba a Beppo responsable de la pérdida de la
  perla, y en el forcejeo que se produjo a continuación Beppo lo apuñaló.


  —Si Pietro era su cómplice, ¿para qué llevaba la fotografía? —pregunté
  yo.


  —Para seguirle la pista si tenía necesidad de preguntar por él a
  terceras personas. Es la explicación más obvia. Pues bien, después del
  asesinato, me figuré que lo más probable sería que Beppo apresurara sus
  acciones, en lugar de proceder despacio. Tendría miedo de que la
  policía averiguase su secreto, así que se daría prisa antes de que le
  tomaran la delantera. Por supuesto, yo no podía saber si había
  encontrado o no la perla en el busto de Harker. Ni siquiera estaba
  seguro de que se tratara de la perla; pero era evidente que andaba
  buscando algo, puesto que se llevó el busto a varias casas de
  distancia, para romperlo en un jardín que tuviera una farola al lado.
  Puesto que el busto de Harker era uno de los tres que quedaban, las
  posibilidades eran exactamente las que yo les dije: dos contra uno a
  que la perla no se encontraba allí. Quedaban dos bustos, y lo natural
  era que fuera primero a por el de Londres. Avisé a los habitantes de la
  casa, con el fin de evitar una segunda tragedia, y allá fuimos
  nosotros, con magníficos resultados. Pero entonces, desde luego, yo ya
  estaba seguro de que andábamos detrás de la perla de los Borgia. El
  apellido del hombre asesinado conectaba un caso con el otro. Sólo
  quedaba ya un busto, el de Reading, y en él tenía que estar la perla.
  Se lo compré a su propietario en presencia de ustedes, y ahí lo tienen.


  Permanecimos unos momentos sentados en silencio. Al fin, Lestrade dijo:


  —Bueno, Holmes, le he visto manejar un buen número de casos, pero no
  creo haber visto jamás uno tan bien llevado como éste. No tenemos celos
  de usted en Scotland Yard; no, señor, nos sentimos orgullosos de usted,
  y si se pasa por allí mañana, no habrá un solo hombre, desde el
  inspector más viejo al guardia más joven, que no se alegre de
  estrecharle la mano.


  —Gracias —dijo Holmes—. Gracias.


  Y mientras se volvía de espaldas, me pareció que jamás le había visto
  tan cerca de dejarse llevar por las más tiernas emociones. Pero un
  instante después, volvía a ser el pensador frío y práctico de siempre.


  —Ponga la perla en la caja fuerte, Watson —dijo—, y saque los papeles
  del caso de falsificación de Conk-Singleton. Adiós, Lestrade. Si tiene
  algún problemilla, le haré encantado, si me es posible, una o dos
  sugerencias que le ayuden a solucionarlo.


  - 9 -
  La aventura de los tres estudiantes



  En el año 95, una sucesión de acontecimientos sobre los que no es
  preciso entrar en detalles nos llevó a Sherlock Holmes y a mí a pasar
  unas semanas en una de nuestras grandes ciudades universitarias, y
  durante este tiempo nos aconteció la pequeña pero instructiva aventura
  que me dispongo a relatar. Como fácilmente se comprende, todo detalle
  que pudiera ayudar al lector a identificar con exactitud la universidad
  o al criminal, resultaría improcedente y ofensivo. Lo mejor que se
  puede hacer con un escándalo tan penoso es que caiga en el olvido. Sin
  embargo, con la debida discreción, se puede referir el incidente en sí,
  ya que permite poner de manifiesto algunas de las cualidades que dieron
  fama a mi amigo. Así pues, procuraré evitar en mi narración la mención
  de detalles que pudieran servir para localizar los hechos en un lugar
  concreto o dar indicios sobre la identidad de las personas implicadas.


  Residíamos por entonces en unas habitaciones amuebladas, cerca de una
  biblioteca en la que Sherlock Holmes estaba realizando laboriosas
  investigaciones sobre documentos legales de la antigua Inglaterra…,
  investigaciones que condujeron a resultados tan sorprendentes que bien
  pudieran servir de tema de una de mis futuras narraciones. Allí
  recibimos una tarde la visita de un conocido, el señor Hilton Soames,
  profesor y tutor del colegio universitario de San Lucas. El señor
  Soames era un hombre alto y enjuto, de temperamento nervioso y
  excitable. Yo siempre había sabido que se trataba de una persona
  inquieta, pero en esta ocasión se encontraba en tal estado de agitación
  incontrolable que resultaba evidente que había ocurrido algo muy
  anormal.


  —Confío, señor Holmes, en que pueda usted dedicarme unas horas de su
  valioso tiempo. Nos ha ocurrido un incidente muy lamentable en San
  Lucas y, la verdad, de no ser por la feliz coincidencia de que se
  encuentre usted en la ciudad, no habría sabido qué hacer.


  —Ahora mismo estoy muy ocupado y no quiero distracciones —respondió mi
  amigo—. Preferiría, con mucho, que solicitara usted la ayuda de la
  policía.


  —No, no, amigo mío; bajo ningún concepto podemos hacer eso. Una vez que
  se recurre a la ley, ya no es posible detener su marcha, y se trata de
  uno de esos casos en los que, por el prestigio del colegio, resulta
  esencial evitar el escándalo. Usted es tan conocido por su discreción
  como por sus facultades, y es el único hombre del mundo que puede
  ayudarme. Le ruego, señor Holmes, que haga lo que pueda.


  El carácter de mi amigo no había mejorado al verse privado de sus
  acogedores aposentos de Baker Street. Sin sus cuadernos de notas, sus
  productos químicos y su confortable desorden se sentía incómodo. Se
  encogió de hombros con un gesto de forzada aceptación, mientras nuestro
  visitante exponía su historia con frases precipitadas y toda clase de
  nerviosas gesticulaciones.


  —Tengo que explicarle, señor Holmes, que mañana es el primer día de
  exámenes para la beca Fortescue. Yo soy uno de los examinadores. Mi
  asignatura es el griego, y la primera prueba consiste en traducir un
  largo fragmento de texto en griego, que el candidato no ha visto antes.
  Este texto está impreso en el papel de examen y, como es natural, el
  candidato que pudiera prepararlo por anticipado contaría con una
  inmensa ventaja. Por esta razón, ponemos mucho cuidado en mantener en
  secreto el ejercicio. Hoy, a eso de las tres, llegaron de la imprenta
  las pruebas de este examen. El ejercicio consiste en traducir medio
  capítulo de Tucídides(historiador y militar ateniense). Tuve que leerlo
  con atención, ya que el texto debe ser absolutamente correcto. A las
  cuatro y media todavía no había terminado. Sin embargo, había prometido
  tomar el té en la habitación de un amigo, así que dejé las pruebas en
  mi despacho. Estuve ausente más de una hora. Como sabrá usted, señor
  Holmes, las habitaciones de nuestro colegio tienen puertas dobles: una
  forrada de bayeta verde por dentro y otra de roble macizo por fuera. Al
  acercarme a la puerta exterior de mi despacho vi con asombro una llave
  en la cerradura. Por un instante pensé que había dejado olvidada allí
  mi propia llave, pero al palpar en mi bolsillo comprobé que estaba en
  su sitio. Que yo sepa, la única copia que existía era la de mi criado,
  Bannister, un hombre que lleva diez años encargándose de mi cuarto y
  cuya honradez está por encima de toda sospecha. En efecto, comprobé que
  se trataba de su llave, que había entrado en mi habitación para
  preguntarme si quería té, y que al salir se había dejado olvidada la
  llave en la cerradura. Debió de llegar a mi cuarto muy poco después de
  salir yo de él. Su descuido con la llave no habría tenido la menor
  importancia en otra ocasión cualquiera, pero en este día concreto ha
  tenido unas consecuencias de lo más deplorables.


  En cuanto miré al escritorio, me di cuenta de que alguien había estado
  revolviendo mis papeles. Las pruebas venían en tres largas tiras de
  papel. Yo las había dejado juntas, y ahora una estaba tirada en el
  suelo, otra en una mesita cerca de la ventana y la tercera seguía donde
  yo la había dejado.


  Holmes dio muestras de interés por primera vez.


  —La primera página del texto, en el suelo; la segunda, en la ventana; y
  la tercera, donde usted la dejó —dijo.


  —Exacto, señor Holmes. Me asombra usted. ¿Cómo es posible que sepa eso?


  —Por favor, continúe con su interesantísima exposición.


  —Por un momento pensé que Bannister se había tomado la imperdonable
  libertad de examinar mis papeles. Sin embargo, él lo negó de la manera
  más terminante, y estoy convencido de que decía la verdad. La otra
  posibilidad es que alguien, al pasar, advirtiera la llave en la puerta
  y, sabiendo que yo no estaba, hubiera entrado para mirar los papeles.
  Está en juego una considerable suma de dinero, ya que la beca es muy
  elevada, y una persona sin escrúpulos podría muy bien correr un riesgo
  para obtener una ventaja sobre sus compañeros.


  A Bannister le afectó mucho el incidente. Estuvo a punto de desmayarse
  cuando comprobamos, sin ningún género de dudas, que alguien había
  estado enredando con los papeles. Le di un poco de brandy y lo dejé
  desplomado en un sillón mientras yo inspeccionaba con más detenimiento
  la habitación. No tardé en descubrir que el intruso había dejado otras
  huellas de su presencia, además de los papeles revueltos. En la mesa de
  la ventana había varias virutas de un lápiz al que habían sacado punta.
  También encontré un trozo de mina rota. Evidentemente, el muy granuja
  había copiado el texto a toda prisa se le había roto la mina del lápiz
  y se había visto obligado a sacarle punta de nuevo.


  —¡Excelente! —exclamó Holmes, que empezaba a recuperar su buen humor a
  medida que el caso iba captando su atención—. Ha tenido usted mucha
  suerte.


  —Eso no es todo. Tengo un escritorio nuevo, con una superficie
  perfecta, de cuero rojo. Estoy dispuesto a jurar, y Bannister también,
  que estaba impecable y sin ninguna mancha. Y ahora me encuentro que
  tiene un corte limpio de unas tres pulgadas de largo(7,62cm.), no un
  simple arañazo, sino un corte con todas las de la de ley. Y no sólo
  eso: también encontré en la mesa una bolita de masilla o arcilla negra,
  con motitas que parecen de serrín. Estoy convencido de que todos esos
  rastros los dejó el hombre que estuvo husmeando en los papeles. No
  encontramos huellas de pisadas ni ningún otro indicio sobre su
  identidad. Yo ya no sabía qué hacer, cuando de pronto me acordé de que
  usted estaba en la ciudad, y he venido de inmediato a poner el asunto
  en sus manos. ¡Ayúdeme, señor Holmes! Dese usted cuenta de mi problema:
  o descubro quién ha sido o tendremos que aplazar el examen hasta que
  preparemos nuevos ejercicios, y como esto no se puede hacer sin dar
  explicaciones, nos veremos envueltos en un desagradable escándalo, que
  arrojará una mancha no sólo sobre el colegio, sino sobre la universidad
  entera. Por encima de todo, es preciso solucionar este asunto callada y
  discretamente.


  —Tendré mucho gusto en echarle un vistazo y ofrecerle los consejos que
  pueda —dijo Holmes, levantándose y poniéndose el abrigo—. Este caso no
  carece por completo de interés. ¿Fue alguien a visitarle a su
  habitación después de que recibiera usted los exámenes?


  —Sí, el joven Daulat Ras, un estudiante indio que vive en la misma
  escalera, vino a preguntarme algunos detalles acerca del examen.


  —¿Se presenta él al examen?


  —Sí.


  —¿Y los papeles estaban encima de su mesa?


  —Estoy casi seguro de que estaban enrollados.


  —¿Pero se notaba que eran pruebas de imprenta?


  —Es posible.


  —¿No había nadie más en su habitación?


  —No.


  —¿Sabía alguien que las pruebas estaban allí?


  —Nadie más que el impresor.


  —¿Lo sabía ese tal Bannister?


  —No, seguro que no. No lo sabía nadie.


  —¿Dónde está Bannister ahora?


  —El pobre hombre está muy enfermo. Lo dejé tirado en un sillón, porque
  tenía mucha urgencia por venir a verle a usted.


  —¿Ha dejado la puerta abierta?


  —Antes guardé las pruebas bajo llave.


  —Entonces, señor Soames, la cosa se reduce a esto: a menos que el
  estudiante indio se diera cuenta de que aquel rollo eran las pruebas
  del examen, el hombre que estuvo husmeando las encontró por casualidad,
  sin saber que estaban allí.


  —Eso me parece a mí.


  Holmes exhibió una sonrisa enigmática.


  —Bien —dijo—. Vayamos a ver. Este caso no es para usted, Watson; es
  mental, no físico. De acuerdo, si se empeña puede venir. Señor Soames,
  estamos a su disposición.


  —El cuarto de estar de nuestro cliente tenía una ventana larga y baja
  con celosía, que daba al patio del antiguo colegio, con sus viejas
  paredes cubiertas de líquenes. Una puerta gótica daba acceso a una
  gastada escalera de piedra. La habitación del profesor se encontraba en
  la planta baja. Encima residían tres estudiantes, uno en cada piso.
  Estaba casi anocheciendo cuando llegamos a la escena del misterio.
  Holmes se detuvo y observó con interés la ventana. Se acercó a ella y,
  poniéndose de puntillas y estirando el cuello, miró al interior de la
  habitación.


  —Tiene que haber entrado por la puerta. Por aquí no hay más abertura
  que la de un panel de cristal —dijo nuestro erudito guía.


  —Vaya por Dios —dijo Holmes, mirando a nuestro acompañante con una
  curiosa sonrisa—. Bien, pues si aquí no podemos averiguar nada, más
  vale que entremos.


  El profesor abrió la puerta exterior y nos invitó a pasar a su
  habitación.


  Nos quedamos en el umbral mientras Holmes examinaba la alfombra.


  —Me temo que aquí no hay huellas —dijo—. Ya sería difícil que las
  hubiera con un día tan seco. Parece que su sirviente se ha recuperado.
  Ha dicho usted que lo dejó en un sillón. ¿En cuál?


  —En éste que está junto a la ventana.


  —Ya veo. Cerca de esta mesita. Ya pueden entrar, he terminado con la
  alfombra. Veamos primero la mesa pequeña. Desde luego, está muy claro
  lo que ha ocurrido. El tipo entró y cogió los papeles, hoja por hoja,
  de la mesa del centro. Los trajo a esta mesa, junto a la ventana,
  porque desde aquí podía ver si se acercaba usted por el patio, y
  tendría tiempo de escapar.


  —Pues, en realidad, no podía verme —dijo Soames—, porque entré por la
  puerta lateral.


  —¡Ah! ¡Eso está muy bien! De todos modos, eso es lo que él pensaba.
  Déjeme ver las tres tiras de papel. No hay huellas de dedos, no señor.
  Vamos a ver, cogió primero ésta y la copió. ¿Cuánto tiempo pudo tardar
  en hacerlo, utilizando todas las abreviaturas posibles? Como mínimo, un
  cuarto de hora. Una vez copiada, la tiró al suelo y cogió la segunda
  tira. Debía de ir por la mitad cuando usted regresó y él tuvo que
  retirarse a toda prisa..., con muchísima prisa, puesto que no tuvo
  tiempo de colocar los papeles en su sitio, para que usted no advirtiera
  que aquí había estado alguien. ¿No oyó usted pasos precipitados por la
  escalera al entrar?


  —Pues la verdad es que no.


  —Bien. Escribió con tal frenesí que se le rompió la mina del lápiz y,
  como usted ya había observado, tuvo que sacarle punta. Esto es
  interesante, Watson. El lápiz era de marca, de tamaño más o menos
  normal, con mina blanda; azul por fuera, con el nombre del fabricante
  en letras de plata, y la parte que queda no tendrá más que una pulgada
  y media de longitud. Busque ese lápiz, señor Soames, y tendrá a su
  hombre. Como pista adicional, le diré que posee una navaja grande y muy
  poco afilada.


  El señor Soames quedó algo abrumado por esta avalancha de información.


  —Todo lo demás lo entiendo —dijo—, pero, la verdad, ese detalle de la
  longitud...


  Holmes esgrimió una pequeña viruta con las letras NN y un espacio en
  blanco detrás.


  —¿Lo ve?


  —No, me temo que ni aun así...


  —Watson, he sido siempre injusto con usted. Hay otros iguales. ¿Qué
  podrían significar estas NN? Están al final de una palabra. Como todo
  el mundo sabe, Johann Faber es el fabricante de lápices más conocido.
  ¿No resulta evidente que lo que queda del lápiz es sólo lo que viene
  detrás de «Johann»? —inclinó la mesita de lado para que le diera la luz
  eléctrica y continuó—: Confiaba en que hubiera utilizado un papel lo
  bastante fino como para que quedara alguna marca en esta superficie
  pulida. Pero no, no veo nada. No creo que saquemos nada más de aquí.
  Veamos ahora la mesa del centro. Supongo que este pegote es la masilla
  negra que usted mencionó. De forma más o menos piramidal y ahuecada,
  por lo que veo. Como bien dijo usted, parece haber granitos de serrín
  incrustados. Vaya, vaya, esto es muy interesante. Y el corte..., un
  buen tajo, sí señor. Empieza con un fino rasguño y acaba en un
  auténtico desgarrón. Señor Soames, estoy en deuda con usted por haber
  dirigido mi atención hacia este caso. ¿Adónde da esa puerta?


  —A mi alcoba.


  —¿Ha entrado usted ahí después del suceso?


  —No, fui directamente a buscarle a usted.


  —Me gustaría echar un vistazo. ¡Qué bonita habitación al estilo
  antiguo! ¿Le importaría aguardar un momento mientras examino el suelo?
  No, no veo nada. ¿Qué es esa cortina? Ah, cuelga usted su ropa detrás.
  Si alguien se viera obligado a esconderse en esta habitación, tendría
  que hacerlo aquí, porque la cama es demasiado baja y el armario tiene
  muy poco fondo. Supongo que no habrá nadie aquí...


  Cuando Holmes descorrió la cortina pude advertir, por una cierta
  rigidez y actitud de alerta en su postura, que estaba en guardia contra
  cualquier emergencia. Pero lo cierto es que detrás de la cortina no se
  ocultaban más que tres o cuatro trajes, colgados de una hilera de
  perchas. Holmes se dio la vuelta y, de pronto, se agachó hacia el
  suelo.


  —¡Caramba! ¿Qué es esto?


  Se trataba de una pequeña pirámide, hecha con una especie de masilla
  negra, exactamente igual a la que había sobre la mesa del despacho.
  Holmes la sostuvo en la palma de la mano y la acercó a la luz
  eléctrica.


  —Parece que su visitante ha dejado rastros en su alcoba, y no sólo en
  su cuarto de estar, señor Soames.


  —¿Qué podía buscar aquí?


  —Creo que está muy claro. Usted regresó por un camino inesperado y él
  no se percató de su llegada hasta que usted estaba ya en la misma
  puerta. ¿Qué podía hacer? Recogió todo lo que pudiera delatarle y
  corrió a esconderse en el dormitorio.


  —¡Cielo santo, señor Holmes! No me diga que todo el tiempo que estuve
  aquí hablando con Bannister tuvimos atrapado a ese individuo, sin
  nosotros saberlo.


  —Así lo veo yo.


  —Tiene que existir otra alternativa, señor Holmes. No sé si se ha
  fijado usted en la ventana de mi alcoba.


  —Con celosía, junquillos de plomo, tres paneles separados, uno de ellos
  con bisagras para abrirlo y lo bastante grande para que pase un hombre.


  —Exacto. Y da a un rincón del patio, de manera que queda casi
  invisible. El tipo pudo haber entrado por aquí, dejó ese rastro al
  cruzar el dormitorio y después, al encontrar la puerta abierta, escapó
  por ella.


  —Seamos prácticos —dijo—. Me pareció entender que hay tres estudiantes
  que utilizan esta escalera y pasan habitualmente por delante de su
  puerta.


  —En efecto.


  —¿Y los tres se presentan a este examen?


  —Sí.


  —¿Tiene usted razones para sospechar de alguno de ellos más que de los
  otros?


  Soames vaciló.


  —Se trata de una pregunta muy delicada. No me gusta difundir sospechas
  cuando no existen pruebas.


  —Oigamos las sospechas. Ya buscaré yo las pruebas.


  —En tal caso, le explicaré en pocas palabras el carácter de los tres
  hombres que residen en esas habitaciones. En la primera planta está
  Gilchrist, muy buen estudiante y atleta; juega en el equipo de rugby y
  en el de cricket del colegio, y representó a la universidad en vallas y
  salto de longitud. Un joven agradable y varonil. Su padre era el famoso
  sir Jabez Gilchrist, que se arruinó en las carreras. Mi alumno quedó en
  la pobreza, pero es muy aplicado y trabajador y saldrá adelante.


  En la segunda planta vive Daulat Ras, el indio. Un tipo callado e
  inescrutable (indescifrable), como la mayoría de los indios. Lleva muy
  bien sus estudios, aunque el griego es su punto débil. Es serio y
  metódico.


  El piso alto corresponde a Miles McLaren. Un tipo brillante cuando le
  da por trabajar..., uno de los mejores cerebros de la universidad; pero
  es inconstante, disoluto y carece de principios. En su primer año
  estuvo a punto de ser expulsado por un escándalo de cartas. Se ha
  pasado todo el curso holgazaneando y no debe sentirse muy tranquilo
  ante este examen.


  —En otras palabras, usted sospecha de él.


  —No me atrevería a decir tanto. Pero, de los tres, sería quizás el
  menos improbable.


  —Exacto. Y ahora, señor Soames, veamos cómo es su sirviente, Bannister.


  Bannister resultó ser un hombrecillo de unos cincuenta años, pálido,
  bien afeitado y de cabellos grises. Todavía no se había recuperado de
  aquella brusca perturbación de la tranquila rutina de su vida. Sus
  fofas facciones temblaban con espasmos nerviosos y sus dedos no podían
  estarse quietos.


  —Estamos investigando este lamentable incidente, Bannister —dijo el
  profesor.


  —Sí, señor.


  —Tengo entendido —dijo Holmes— que dejó usted su llave olvidada en la
  cerradura.


  —Sí, señor.


  —¿No es muy extraño que le ocurra eso precisamente el día en que
  estaban aquí esos papeles?


  —Ha sido una gran desgracia, señor. Pero ya me ha ocurrido alguna otra
  vez.


  —¿A qué hora entró usted en la habitación?


  —A eso de las cuatro y media. La hora del té del señor Soames.


  —¿Cuánto tiempo estuvo dentro?


  —Al ver que él no estaba, salí inmediatamente.


  —¿Miró usted los papeles de encima de la mesa?


  —No, señor, le aseguro que no.


  —¿Cómo pudo dejarse la llave en la puerta?


  —Llevaba en las manos la bandeja del té, y pensé volver luego a recoger
  la llave. Pero se me olvidó.


  —¿La puerta de fuera tiene picaporte?


  —No, señor.


  —¿De manera que permaneció abierta todo el tiempo?


  —Sí, señor.


  —Cuando regresó el señor Soames y le llamó, ¿se alteró usted mucho?


  —Sí, señor. En todos los años que llevo aquí, que son muchos, nunca
  había sucedido una cosa así. Estuve a punto de desmayarme, señor.


  —Eso tengo entendido. ¿Dónde estaba usted cuando empezó a sentirse mal?


  —¿Que dónde estaba? Pues aquí mismo, cerca de la puerta.


  —Es muy curioso, porque fue a sentarse en aquel sillón que hay junto al
  rincón. ¿Por qué no se sentó en cualquiera de estas otras sillas?


  —No lo sé, señor. Ni me fijé en dónde me sentaba.


  —No creo que se fijara en nada, señor Holmes —dijo Soames—. Tenía muy
  mal aspecto..., completamente cadavérico.


  —¿Se quedó usted aquí cuando se marchó el profesor?


  —Nada más que un minuto o cosa así. Luego cerré la puerta con llave y
  me fui a mi habitación.


  —¿De quién sospecha usted?


  —Ay señor, no sabría decirle. No creo que haya en esta universidad un
  caballero capaz de hacer algo así para obtener ventaja. No, señor, no
  lo creo.


  —Gracias. Con eso basta —dijo Holmes—. Ah, sí, una cosa más. ¿No le
  habrá usted dicho a ninguno de los tres caballeros que usted atiende
  que algo va mal, verdad?


  —No, señor; ni una palabra.


  —¿Ha visto a alguno de ellos?


  —No, señor.


  —Muy bien. Y ahora, señor Soames, si le parece bien, daremos un paseo
  por el patio.


  Tres cuadrados de luz amarilla brillaban sobre nosotros en medio de la
  creciente oscuridad.


  —Sus tres pájaros están todos en sus nidos —dijo Holmes, mirando hacia
  arriba— ¡Vaya! ¿Qué es eso? Uno de ellos parece bastante inquieto.


  Se trataba del indio, cuya oscura silueta había aparecido de pronto a
  través de los visillos, dando rápidas zancadas de un lado a otro de la
  habitación.


  —Me gustaría echarles un vistazo en sus habitaciones —dijo Holmes—.
  ¿Sería posible?


  —Sin ningún problema —respondió Soames—. Este conjunto de habitaciones
  es el más antiguo del colegio, y no es raro que vengan visitantes a
  verlas. Acompáñenme y yo mismo les serviré de guía.


  —Nada de nombres, por favor —dijo Holmes mientras llamábamos a la
  puerta de Gilchrist.


  La abrió un joven alto, delgado y de cabello pajizo, que nos dio la
  bienvenida al enterarse de nuestros propósitos. La habitación contenía
  algunos detalles verdaderamente curiosos de arquitectura doméstica
  medieval. Holmes quedó tan encantado que se empeñó en dibujarlo en su
  cuaderno de notas; durante la operación, se le rompió la mina del
  lápiz, tuvo que pedir uno prestado a nuestro joven anfitrión y, por
  último, le pidió prestada una navaja para sacarle punta a su lápiz. El
  mismo curioso incidente le volvió a ocurrir en las habitaciones del
  indio, un individuo pequeño y callado, con nariz aguileña, que nos
  miraba de reojo y no disimuló su alegría cuando Holmes dio por
  terminados sus estudios arquitectónicos. En ninguno de los dos casos me
  pareció que Holmes hubiera encontrado la pista que andaba buscando. En
  cuanto a nuestra tercera visita, quedó frustrada. La puerta exterior no
  se abrió a nuestras llamadas, y lo único positivo que nos llegó del
  otro lado fue un torrente de palabrotas.


  —¡Me tiene sin cuidado quién sea! ¡Pueden irse al infierno! —rugió una
  voz iracunda—. ¡Mañana es el examen y no puedo perder el tiempo con
  nadie!


  —¡Qué grosero! —dijo nuestro guía, rojo de indignación, mientras
  bajábamos por la escalera—. Naturalmente, no se daba cuenta de que era
  yo quien llamaba, pero aun así su conducta resulta impresentable y,
  dadas las circunstancias, bastante sospechosa.


  La reacción de Holmes fue muy curiosa.


  —¿Podría usted decirme la estatura exacta de este joven? —preguntó.


  —La verdad, señor Holmes, no sabría qué decirle. Es más alto que el
  indio, aunque no tanto como Gilchrist. Supongo que alrededor de cinco
  pies y seis pulgadas(168cm.).


  —Eso es muy importante —dijo Holmes—. Y ahora, señor Soames, le deseo a
  usted buenas noches.


  Nuestro guía expresó a voces su sorpresa y desencanto.


  —¡Santo cielo, señor Holmes! ¡No irá usted a dejarme así de repente! Me
  parece que no se da usted cuenta de la situación. El examen es mañana.
  Tengo que tomar alguna medida concreta esta misma noche. No puedo
  permitir que se celebre el examen si uno de los ejercicios está
  amañado. Hay que afrontar la situación.


  —Tiene que dejar las cosas como están. Mañana me pasaré por aquí a
  primera hora de la mañana y hablaremos del asunto. Es posible que para
  entonces me encuentre en condiciones de sugerirle alguna línea de
  actuación. Mientras tanto, no cambie usted nada; absolutamente nada.


  —Muy bien, señor Holmes.


  —Y quédese tranquilo. No le quepa duda de que encontraremos la manera
  de solucionar sus dificultades. Me voy a llevar la masilla negra, y
  también las virutas de lápiz. Adiós.


  Cuando volvimos a salir a la oscuridad del patio miramos de nuevo las
  ventanas. El indio seguía dando paseos por la habitación. Los otros dos
  estaban invisibles.


  —Bien, Watson, ¿qué le parece? —preguntó Holmes en cuanto salimos a la
  calle—. Es como un juego de salón, algo así como el truco de las tres
  cartas, ¿no cree? Ahí tiene usted a sus tres hombres. Tiene que ser uno
  de ellos. Elija. ¿Por cuál se decide?


  —El individuo mal hablado del último piso. Es el que tiene el peor
  historial. Sin embargo, ese indio también parece un buen pájaro. ¿Por
  qué estará dando vueltas por el cuarto sin parar?


  —Eso no quiere decir nada. Muchas personas lo hacen cuando están
  intentando aprenderse algo de memoria.


  —Nos miraba de una manera muy rara.


  —Lo mismo haría usted si le cayese encima una manada de desconocidos
  cuando estuviera preparando un examen para el día siguiente y no
  pudiera perder ni un minuto. No, eso no me dice nada. Además, los
  lápices y las cuchillas..., todo estaba como es debido. El que sí me
  intriga es ese individuo...


  —¿Quién?


  —Hombre, pues Bannister, el sirviente. ¿Qué pinta él en este asunto?


  —A mí me dio la impresión de ser un hombre completamente honrado.


  —A mí también, y eso es lo que me intriga. ¿Por qué iba un hombre
  completamente honrado a…? Bueno, bueno, aquí tenemos una papelería
  importante. Comenzaremos aquí nuestras investigaciones.


  En la ciudad sólo había cuatro papelerías de cierta importancia, y en
  cada una de ellas Holmes exhibió sus virutas de lápiz y ofreció un alto
  precio por un lápiz igual. En todas le dijeron que podían encargarlo,
  pero que se trataba de un tamaño poco corriente y casi nunca tenían
  existencias. El fracaso no pareció deprimir a mi amigo, que se encogió
  de hombros con una resignación casi divertida.


  —No hay nada que hacer, querido Watson. Esta pista, que era la mejor y
  la más concluyente, no ha conducido a nada. Aunque, la verdad, estoy
  casi seguro de que, aun sin ella, podremos elaborar una explicación
  suficiente. ¡Por Júpiter! Querido amigo, son casi las nueve, y nuestra
  patrona dijo algo acerca de guisantes a las siete y media. Estoy
  viendo, Watson, que con esa manía de fumar constantemente y esa
  irregularidad en las comidas, van a acabar por pedirle que se largue, y
  yo compartiré su caída en desgracia..., aunque no antes de que haya
  resuelto el problema del profesor nervioso, el sirviente descuidado y
  los tres intrépidos estudiantes.


  Holmes no volvió a hacer ningún comentario sobre el caso aquel día,
  aunque permaneció sentado y sumido en reflexiones durante mucho rato,
  después de nuestra retrasada cena. A las ocho de la mañana siguiente
  entró en mi habitación cuando yo estaba terminando de asearme.


  —Bien, Watson —dijo—. Es hora de ir a San Lucas. ¿Puede prescindir del
  desayuno?


  —Desde luego.


  —Soames estará hecho un manojo de nervios hasta que podamos decirle
  algo concreto.


  —¿Y tiene usted algo concreto que decirle?


  —Creo que sí.


  —¿Ha llegado ya a alguna conclusión?


  —Sí, querido Watson; he solucionado el misterio.


  —Pero... ¿qué nuevas pistas ha podido encontrar?


  —¡Ah! No en vano me he levantado de la cama a horas tan intempestivas
  como las seis de la mañana. He invertido dos horas de duro trabajo y he
  recorrido no menos de cinco millas, pero algo he sacado en limpio.
  ¡Fíjese en esto!


  Extendió la mano, y en la palma tenía tres pequeñas pirámides de
  masilla negra.


  —¡Caramba, Holmes, ayer sólo tenía dos!


  —Y esta mañana he conseguido otra. No parece muy aventurado suponer que
  la fuente de origen del número tres sea la misma que la de los números
  uno y dos. ¿No cree, Watson? Bueno, pongámonos en marcha y libremos al
  amigo Soames de su tormento.


  Efectivamente, el desdichado profesor se encontraba en un estado
  nervioso lamentable cuando llegamos a sus habitaciones. En unas pocas
  horas comenzarían los exámenes, y él todavía vacilaba entre dar a
  conocer los hechos o permitir que el culpable optase a la sustanciosa
  beca. Tan grande era su agitación mental que no podía quedarse quieto,
  y corrió hacia Holmes con las manos extendidas en un gesto de ansiedad.


  —¡Gracias a Dios que ha venido! Llegué a temer que se hubiera
  desentendido del caso. ¿Qué hago? ¿Seguimos adelante con el examen?


  —Sí, sí; siga adelante, desde luego.


  —Pero... ¿y ese granuja?


  —No se presentará.


  —¿Sabe usted quién es?


  —Creo que sí. Puesto que el asunto no se va a hacer público, tendremos
  que atribuirnos algunos poderes y decidir por nuestra cuenta, en un
  pequeño consejo de guerra privado. ¡Colóquese ahí, Soames, haga el
  favor! ¡Usted ahí, Watson! Yo ocuparé este sillón del centro. Bien,
  creo que ya parecemos lo bastante impresionantes como para infundir
  terror en un corazón culpable. ¡Haga el favor de tocar la campanilla!


  Bannister acudió a la llamada y reculó con evidente sorpresa y temor
  ante nuestra pose judicial.


  —Haga el favor de cerrar la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, Bannister,
  ¿será tan amable de decirnos la verdad acerca del incidente de ayer?


  El hombre se puso pálido hasta las raíces del pelo.


  —Se lo he contado todo, señor.


  —¿No tiene nada que añadir?


  —Nada en absoluto, señor.


  —En tal caso, tendré que hacerle unas cuantas sugerencias. Cuando se
  sentó ayer en ese sillón, ¿no lo haría para esconder algún objeto que
  habría podido revelar quién estuvo en la habitación?


  La cara de Bannister parecía la de un cadáver.


  —No, señor; desde luego que no.


  —Era sólo una sugerencia —dijo Holmes en tono suave—. Reconozco
  francamente que no puedo demostrarlo. Pero parece bastante probable si
  consideramos que en cuanto el señor Soames volvió la espalda usted dejó
  salir al hombre que estaba escondido en esa alcoba.


  Bannister se pasó la lengua por los labios resecos.


  —No había ningún hombre.


  —¡Qué pena, Bannister! Hasta ahora, podría ser que hubiera dicho la
  verdad, pero ahora me consta que ha mentido.


  El rostro de Bannister adoptó una expresión de huraño desafío.


  —No había ningún hombre, señor.


  —Vamos, vamos, Bannister.


  —No, señor; no había nadie.


  —En tal caso, no puede usted proporcionarnos más información. ¿Quiere
  hacer el favor de quedarse en la habitación? Póngase ahí, junto a la
  puerta del dormitorio. Ahora, Soames, le voy a pedir que tenga la
  amabilidad de subir a la habitación del joven Gilchrist y le diga que
  baje aquí a la suya.


  Un minuto después, el profesor regresaba, acompañado del estudiante.
  Era éste un hombre con una figura espléndida, alto, esbelto y ágil, de
  paso elástico y con un rostro atractivo y sincero. Sus preocupados ojos
  azules vagaron de uno a otro de nosotros, y por fin se posaron con una
  expresión de absoluto desaliento en Bannister, situado en el rincón más
  alejado.


  —Cierre la puerta —dijo Holmes—. Y ahora, señor Gilchrist, estamos
  solos aquí, y no es preciso que nadie se entere de lo que ocurre entre
  nosotros, de manera que podemos hablar con absoluta franqueza. Queremos
  saber, señor Gilchrist, cómo es posible que usted, un hombre de honor,
  haya podido cometer una acción como la de ayer.


  El desdichado joven retrocedió tambaleándose, y dirigió a Bannister una
  mirada llena de espanto y reproche.


  —¡No, no, señor Gilchrist! ¡Yo no he dicho una palabra! ¡Ni una
  palabra, señor! —exclamó el sirviente.


  —No, pero ahora sí que lo ha hecho —dijo Holmes—. Bien, caballero, se
  dará usted cuenta de que después de lo que ha dicho Bannister, su
  postura es insostenible, y que la única oportunidad que le queda es
  hacer una confesión sincera.


  Por un momento, Gilchrist, con una mano levantada, trató de contener el
  temblor de sus facciones. Pero un instante después había caído de
  rodillas delante de la mesa y, con la cara oculta entre las manos,
  estallaba en una tempestad de angustiados sollozos.


  —Vamos, vamos —dijo Holmes amablemente—. Errar es humano, y por lo
  menos nadie puede acusarle de ser un criminal empedernido. Puede que
  resulte menos violento para usted que yo le explique al señor Soames lo
  ocurrido, y usted puede corregirme si me equivoco. ¿Lo prefiere así?
  Está bien, está bien, no se moleste en contestar. Escuche, y comprobará
  que no soy injusto con usted.


  Señor Soames, desde el momento en que usted me dijo que nadie, ni
  siquiera Bannister, sabía que las pruebas estaban en su habitación, el
  caso empezó a cobrar forma concreta en mi mente. Por supuesto, podemos
  descartar al impresor, puesto que éste podía examinar los ejercicios en
  su propia oficina. Tampoco el indio me pareció sospechoso: si las
  pruebas estaban en un rollo, es poco probable que supiera de qué se
  trataba. Por otra parte, parecía demasiada coincidencia que alguien se
  atreviera a entrar en la habitación, de manera no premeditada,
  precisamente el día en que los exámenes estaban sobre la mesa. También
  eso quedaba descartado. El hombre que entró sabía que los exámenes
  estaban aquí. ¿Cómo lo sabía?


  Cuando vinimos por primera vez a su habitación, yo examiné la ventana
  por fuera. Me hizo gracia que usted supusiera que yo contemplaba la
  posibilidad de que alguien hubiera entrado por ahí, a plena luz del día
  y expuesto a las miradas de todos los que ocupan esas habitaciones de
  enfrente. Semejante idea era absurda. Lo que yo hacía era calcular lo
  alto que tenía que ser un hombre para ver desde fuera los papeles que
  había encima de la mesa. Yo mido seis pies y tuve que empinarme para
  verlos. Una persona más baja que yo no habría tenido la más mínima
  posibilidad. Como ve, ya desde ese momento tenía motivos para suponer
  que si uno de sus tres estudiantes era más alto de lo normal, ése era
  el que más convenía vigilar.


  Entré aquí y le hice a usted partícipe de la información que ofrecía la
  mesita lateral. La mesa del centro no me decía nada, hasta que usted,
  al describir a Gilchrist, mencionó que practicaba el salto de longitud.
  Entonces todo quedó claro al instante, y ya sólo necesitaba ciertas
  pruebas que lo confirmaran, y que no tardé en obtener.


  He aquí lo que sucedió: este joven se había pasado la tarde en las
  pistas de atletismo practicando el salto. Regresó trayendo las
  zapatillas de saltar, que, como usted sabe, llevan varios clavos en la
  suela. Al pasar por delante de la ventana vio, gracias a su elevada
  estatura, el rollo de pruebas encima de su mesa, y se imaginó de qué se
  trataba. No habría ocurrido nada malo de no ser porque, al pasar por
  delante de su puerta, advirtió la llave que el descuidado sirviente
  había dejado allí olvidada. Entonces se apoderó de él un repentino
  impulso de entrar y comprobar si, efectivamente, se trataba de las
  pruebas del examen. No corría ningún peligro, porque siempre podría
  alegar que había entrado únicamente para hacerle a usted una consulta.
  Pues bien, cuando hubo comprobado que, en efecto, se trataba de las
  pruebas, es cuando sucumbió a la tentación. Dejó sus zapatillas encima
  de la mesa.


  —¿Qué es lo que dejó en ese sillón que hay al lado de la ventana?


  —Los guantes —respondió el joven.


  Holmes dirigió una mirada triunfal a Bannister.


  —Dejó sus guantes en el sillón y cogió las pruebas, una a una, para
  copiarlas. Suponía que el profesor regresaría por la puerta principal y
  que lo vería venir. Pero, como sabemos, vino por la puerta lateral.
  Cuando lo oyó, usted estaba ya en la puerta. No había escapatoria
  posible. Dejó olvidados los guantes, pero recogió las zapatillas y se
  precipitó dentro de la alcoba. Se habrán fijado en que el corte es muy
  ligero por un lado, pero se va haciendo más profundo en dirección a la
  puerta del dormitorio. Eso es prueba suficiente de que alguien había
  tirado de las zapatillas en esa dirección, e indicaba que el culpable
  había buscado refugio allí. Sobre la mesa quedó un pegote de tierra que
  rodeaba a un clavo. Un segundo pegote se desprendió y cayó al suelo en
  el dormitorio. Puedo agregar que esta mañana me acerqué a las pistas de
  atletismo, comprobé que el foso de saltos tiene una arcilla negra muy
  adherente y me llevé una muestra, junto con un poco del serrín fino que
  se echa por encima para evitar que el atleta resbale. ¿He dicho la
  verdad, señor Gilchrist?


  El estudiante se había puesto en pie.


  —Sí, señor; es verdad —dijo.


  —¡Cielo santo! ¿No tiene nada que añadir? —exclamó Soames.


  —Sí, señor, tengo algo, pero la impresión que me ha causado el quedar
  desenmascarado de manera tan vergonzosa me había dejado aturdido. Tengo
  aquí una carta, señor Soames, que le escribí esta madrugada, tras una
  noche sin poder dormir. La escribí antes de saber que mi fraude había
  sido descubierto. Aquí la tiene, señor. Verá que en ella le digo: «He
  decidido no presentarme al examen. Me han ofrecido un puesto en la
  policía de Rhodesia(actual Zimbabue) y parto de inmediato hacia África
  del Sur.»


  —Me complace de veras saber que no intentaba aprovecharse de una
  ventaja tan mal adquirida —dijo Soames—. Pero ¿qué le hizo cambiar de
  intenciones?


  Gilchrist señaló a Bannister.


  —Este es el hombre que me puso en el buen camino —dijo.


  —En fin, Bannister —dijo Holmes—. Con lo que ya hemos dicho, habrá
  quedado claro que sólo usted podía haber dejado salir a este joven,
  puesto que usted se quedó en la habitación y tuvo que cerrar la puerta
  al marcharse. No hay quien se crea que pudiera escapar por esa ventana.
  ¿No puede aclararnos este último detalle del misterio, explicándonos
  por qué razón hizo lo que hizo?


  —Es algo muy sencillo, señor, pero usted no podía saberlo; ni con toda
  su inteligencia lo habría podido saber. Hubo un tiempo, señor, en el
  que fui mayordomo del difunto sir Jabez Gilchrist, padre de este joven
  caballero. Cuando quedó en la ruina, yo entré a trabajar de sirviente
  en la universidad, pero nunca olvidé a mi antiguo señor porque hubiera
  caído en desgracia. Hice siempre todo lo que pude por su hijo, en
  recuerdo de los viejos tiempos. Pues bien, señor, cuando entré ayer en
  esta habitación, después de que se diera la alarma, lo primero que vi
  fueron los guantes marrones del señor Gilchrist encima de ese sillón.
  Conocía muy bien aquellos guantes y comprendí el mensaje que
  encerraban. Si el señor Soames los veía, todo estaba perdido. Así que
  me desplomé en el sillón, y nada habría podido moverme de él hasta que
  el señor Soames salió a buscarle a usted. Entonces salió de su
  escondite mi pobre señorito, a quien yo había mecido en mis rodillas, y
  me lo confesó todo. ¿No era natural, señor, que yo intentara salvarlo,
  y no era natural también que procurase hablarle como lo habría hecho su
  difunto padre, haciéndole comprender que no podía sacar provecho de su
  mala acción? ¿Puede usted culparme por ello, señor?


  —Desde luego que no —dijo Holmes de todo corazón, mientras se ponía en
  pie—. Bien, Soames, creo que hemos resuelto su pequeño problema, y en
  casa nos aguarda el desayuno. Vamos, Watson. En cuanto a usted,
  caballero, confío en que le aguarde un brillante porvenir en Rhodesia.
  Por una vez ha caído usted bajo. Veamos lo alto que puede llegar en el
  futuro.


  - 10 -
  La aventura de las gafas de oro



  Cuando contemplo los tres abultados volúmenes de manuscritos que
  contienen nuestros trabajos del año 1894 debo confesar que, ante tal
  abundancia de material, resulta muy difícil seleccionar los casos más
  interesantes en sí mismos y que, al mismo tiempo, permitan poner de
  manifiesto las peculiares facultades que dieron fama a mi amigo. Al
  hojear sus páginas, veo las notas que tomé acerca de la repulsiva
  historia de la sanguijuela roja y la terrible muerte del banquero
  Crosby; encuentro también un informe sobre la tragedia de Addlenton y
  el extraño contenido del antiguo túmulo británico; también corresponden
  a este período el famoso caso de la herencia de los Smith-Mortimer y la
  persecución y captura de Huret, el asesino de los bulevares, una hazaña
  que le valió a Holmes una carta autógrafa de agradecimiento del
  presidente de Francia y la Orden de la Legión de Honor. Cualquiera de
  estos casos podría servir de base a un relato, pero, en conjunto, opino
  que ninguno de ellos reúne tantos aspectos insólitos e interesantes
  como el episodio de Yoxley Old Place, que no sólo incluye la lamentable
  muerte del joven Willoughby Smith, sino también las posteriores
  derivaciones, que arrojaron tan curiosa luz sobre las causas del
  crimen.


  Era una noche cruda y tormentosa de finales de noviembre. Holmes y yo
  habíamos pasado toda la velada sentados en silencio, él dedicado a
  descifrar con una potente lupa los restos de la inscripción original de
  un antiguo palimpsesto(manuscrito que presenta indicios de escritura
  anterior), y yo absorto en un tratado de cirugía recién publicado.
  Fuera de la casa, el viento aullaba a lo largo de Baker Street y la
  lluvia repicaba con fuerza contra las ventanas. Resultaba extraño
  sentir la zarpa de hierro de la Naturaleza en pleno corazón de la
  ciudad, rodeados de construcciones humanas hasta una distancia de diez
  millas en cualquier dirección, y darse cuenta de que, para la fuerza
  colosal de los elementos, todo Londres no significaba más que las
  madrigueras de topos que salpican los campos. Me acerqué a la ventana y
  miré hacia la calle vacía. Aquí y allá, las farolas brillaban sobre la
  calzada embarrada y las relucientes aceras. Un solitario coche de
  alquiler avanzaba chapoteando desde el extremo que da a Oxford Street.


  —¡Caramba, Watson, menos mal que no tenemos que salir esta noche! —
  dijo Holmes, dejando a un lado la lupa y enrollando el palimpsesto—. Ya
  he hecho bastante por hoy. Esto fatiga mucho la vista. Por lo que he
  podido descifrar, se trata de una cosa tan prosaica como la
  contabilidad de una abadía de la segunda mitad del siglo quince. ¡Vaya,
  vaya, vaya! ¿Qué es esto?


  Entre el rugido del viento se oía el ruido de cascos de caballo y el
  prolongado chirrido de una rueda que raspaba contra el bordillo. El
  coche que yo había visto acababa de detenerse ante nuestra puerta.


  —¿Qué puede buscar? —exclamé al ver que un hombre se apeaba del coche.


  —¿Pues qué va a buscar? Nos busca a nosotros. Y nosotros, mi pobre
  Watson, ya podemos ir buscando abrigos, bufandas, chanclos(suela que se
  sujeta al calzado para protegerlo de la humedad y el barro) y cualquier
  otro accesorio inventado por el hombre para combatir las inclemencias
  de un tiempo como el de esta noche. Pero... ¡aguarde un momento! ¡El
  coche se marcha! Todavía quedan esperanzas. Si quisiera que le
  acompañáramos, le habría hecho esperar. Baje corriendo a abrir la
  puerta, querido camarada, porque toda la gente de bien hace mucho que
  se fue a la cama.


  Cuando la luz de la lámpara del vestíbulo iluminó a nuestro visitante
  nocturno, le reconocí de inmediato. Se trataba de Stanley Hopkins, un
  joven y prometedor inspector, en cuya carrera Holmes había mostrado en
  más de una ocasión un interés muy real.


  —¿Está él? —preguntó ansioso.


  —Suba, querido amigo —dijo desde lo alto la voz de Holmes—. Espero que
  no tenga usted planes para nosotros en una noche como ésta.


  El inspector subió las escaleras, con su lustroso impermeable
  resplandeciendo bajo la luz de la lámpara. Le ayudé a quitárselo,
  mientras Holmes avivaba la llama de los troncos de la chimenea.


  —Acérquese, amigo Hopkins, y caliéntese los pies. Aquí tiene un
  cigarro, y el doctor tiene preparada una receta a base de agua caliente
  y limón que es mano de santo en noches como ésta. Tiene que ser un
  asunto importante el que le ha traído aquí con semejante temporal.


  —Sí que lo es, señor Holmes. Le aseguro que he tenido una tarde
  agotadora. ¿Ha visto algo sobre el caso de Yoxley en las últimas
  ediciones de los periódicos?


  —Hoy no he visto nada posterior al siglo quince.


  —Bueno, no se ha perdido nada porque sólo venía un parrafito y todo
  está equivocado. No he dejado que crezca la hierba bajo mis pies. La
  cosa ha ocurrido en Kent, a siete millas de Chatham y tres de la
  estación de ferrocarril. Me telegrafiaron a las tres y cuarto, llegué a
  Yoxley Old Place a las cinco, llevé a cabo mis investigaciones, regresé
  a Charing Cross en el último tren y vine directamente en coche a verle
  usted.


  —Lo cual significa, según creo entender, que no ve usted del todo claro
  el asunto.


  —Significa que no le encuentro ni pies ni cabeza. Por lo que he podido
  ver, se trata del caso más embarullado que jamás me haya tocado en
  suerte, y eso que al principio parecía tan sencillo que no ofrecía
  dudas. No hay móvil, señor Holmes, eso es lo que me trae a mal traer:
  que no consigo encontrar un móvil. Tenemos un muerto..., sobre eso no
  cabe ninguna duda..., pero, por más que miro, no encuentro ninguna
  relación por la que alguien pudiera desearle algún mal al difunto.


  Holmes encendió su cigarro y se recostó en su asiento.


  —A ver, cuéntenos —dijo.


  —Para mí, los hechos están muy claros —dijo Stanley Hopkins—. Lo único
  que me falta saber es qué significan. La historia, por lo que he podido
  averiguar, es la siguiente: Hace unos diez años, esta casa de campo,
  Yoxley Old Place, fue alquilada por un hombre mayor, que dijo llamarse
  profesor Coram. Estaba inválido, y se pasaba la mitad del tiempo en la
  cama y la otra mitad renqueando por la casa con un bastón o paseando
  por el jardín en una silla de ruedas empujada por el jardinero. Gozaba
  de las simpatías de los pocos vecinos que iban a visitarlo, y tenía
  reputación de ser muy culto. Su servicio doméstico lo componían una
  anciana ama de llaves, la señora Marker, y una doncella, llamada Susan
  Tarlton. Las dos están con él desde que llegó, y las dos parecen ser
  excelentes personas. El profesor está escribiendo un libro erudito, y
  hace cosa de un año tuvo necesidad de contratar un secretario. Los dos
  primeros que encontró fueron sendos fracasos, pero el tercero, un joven
  recién salido de la universidad llamado Willoughby Smith, parece que
  era justo lo que el profesor andaba buscando. Su trabajo consistía en
  escribir durante toda la mañana lo que el profesor le dictaba, después
  de lo cual solía pasearse buscando referencias y textos relacionados
  con la tarea del día siguiente. Este Willoughby Smith no tiene ningún
  antecedente negativo, ni de muchacho en Uppingham ni de joven en
  Cambridge. He leído sus certificados y parecen indicar que ha sido
  siempre un tipo decente, callado y trabajador, sin ninguna mancha en su
  historial. Y sin embargo, éste es el joven que ha encontrado la muerte
  esta mañana, en el despacho del profesor, en circunstancias que sólo
  pueden interpretarse como asesinato.


  El viento aullaba y gemía en las ventanas. Holmes y yo nos acercamos
  más al fuego, mientras el joven inspector, poco a poco y con todo
  detalle, iba desgranando su curioso relato.


  —Aunque buscásemos por toda Inglaterra —continuó—, no creo que
  pudiéramos encontrar una casa más aislada del mundo y libre de
  influencias exteriores. Podían pasar semanas enteras sin que nadie
  cruzara la puerta del jardín. El profesor vivía absorto en su trabajo y
  no existía para él nada más. El joven Smith no conocía a nadie en el
  vecindario, y llevaba una vida muy similar a la de su jefe. Las dos
  mujeres no salían para nada de la casa. Mortimer, el jardinero, el que
  empuja la silla de ruedas, es un pensionista del ejército, un veterano
  de Crimea de conducta intachable. No vive en la casa, sino en una
  casita de tres habitaciones al otro extremo del jardín. Estas son las
  únicas personas que uno puede encontrar en los terrenos de Yoxley Old
  Place. Por otra parte, la puerta del jardín está a cien yardas de la
  carretera principal de Londres a Chatham; se abre con un pestillo y no
  hay nada que impida que alguien entre. Ahora les voy a repetir las
  declaraciones de Susan Tarlton, que es la única persona que tiene algo
  concreto que decir sobre el asunto. Ocurrió por la mañana, entre las
  once y las doce. En aquel momento, ella estaba ocupada en colgar unas
  cortinas en la alcoba delantera del piso alto. El profesor Coram
  todavía seguía en la cama, porque cuando hace mal tiempo rara vez se
  levanta antes del mediodía. El ama de llaves estaba haciendo algo en la
  parte posterior de la casa. Willouhgy Smith había estado hasta entonces
  en su dormitorio, que también utilizaba como cuarto de estar; pero en
  aquel momento, la doncella le oyó salir al pasillo y bajar al despacho,
  situado inmediatamente debajo de la alcoba en la que ella se
  encontraba. No le vio, pero asegura que sus pasos firmes y rápidos
  resultaban inconfundibles. No oyó cerrarse la puerta del despacho, pero
  aproximadamente un minuto más tarde sonó un grito espantoso en la
  habitación de abajo. Un alarido ronco y salvaje, tan extraño y poco
  natural que lo mismo podía haberlo lanzado una mujer que un hombre. Al
  mismo tiempo, se oyó un golpe fortísimo, que hizo temblar toda la casa,
  y después todo quedó en silencio. La doncella se quedó petrificada unos
  instantes, pero luego recuperó el valor y corrió escaleras abajo. La
  puerta del despacho estaba cerrada; la abrió y encontró al joven
  Willoughby Smith tendido en el suelo. Al principio no advirtió que
  tuviera ninguna herida, pero al intentar levantarlo vio que brotaba
  sangre de la parte inferior del cuello, donde presentaba una herida
  pequeña, pero muy profunda, que había seccionado la arteria carótida.
  El instrumento causante de la herida estaba tirado en la alfombra,
  junto al cuerpo. Se trataba de uno de esos cuchillitos para el lacre
  que suele haber en los escritorios antiguos, con margo de marfil y hoja
  muy rígida. Formaba parte de la escribanía(caja donde se guardan los
  utensilios de escribir) de la mesa del profesor.


  Al principio, la doncella creyó que el joven Smith estaba ya muerto,
  pero cuando le echó un poco de agua de una garrafa por la frente, Smith
  abrió los ojos por un instante y murmuró: «El profesor... ha sido
  ella.» La doncella está dispuesta a jurar que ésas fueron las palabras
  exactas. El hombre hizo esfuerzos desesperados por decir algo más y
  llegó a levantar la mano derecha, pero cayó definitivamente muerto.


  Mientras tanto, el ama de llaves había llegado también al despacho,
  aunque demasiado tarde para oír las últimas palabras del moribundo.
  Dejando a Susan junto al cadáver, corrió a la habitación del profesor.
  Este se encontraba sentado en la cama, terriblemente alterado, porque
  había oído lo suficiente para darse cuenta de que había ocurrido algo
  espantoso. La señora Marker está dispuesta a jurar que el profesor
  todavía tenía puesta su ropa de cama, y lo cierto es que le resultaba
  imposible vestirse sin la ayuda de Mortimer, que tenía orden de
  presentarse a las doce en punto. El profesor declara haber oído el
  grito a lo lejos, pero dice no saber nada más. No acierta a explicar
  las últimas palabras del joven, «El profesor... ha sido ella», pero
  supone que fueron producto del delirio. Está convencido de que
  Willoughby Smith no tenía ningún enemigo en el mundo, y no puede
  explicarse los motivos del crimen. Lo primero que hizo fue enviar a
  Mortimer, el jardinero, a avisar a la policía local. Poco después, el
  jefe del puesto me hacía llamar a mí. Nadie tocó nada hasta que yo
  llegué, y se dieron órdenes estrictas de que nadie anduviera por los
  senderos que conducen a la casa. Era una ocasión espléndida para poner
  en práctica sus teorías, señor Holmes; no faltaba nada.


  —Excepto Sherlock Holmes —dijo mi compañero, con una sonrisa tirando a
  amarga—. Pero siga contándonos. ¿Qué clase de trabajo llevó usted a
  cabo?


  —Primero, señor Holmes, tengo que pedirle que mire este plano
  aproximado, que le dará una idea general de la situación del despacho
  del profesor y otros detalles del caso. Así podrá seguir el hilo de mis
  investigaciones.


  Desplegó el boceto y lo extendió sobre las rodillas de Holmes. Yo me
  levanté y me situé detrás de Holmes para estudiarlo por encima de su
  hombro.


  —Naturalmente, es sólo una aproximación, y no incluye más que los
  detalles que a mí me parecieron esenciales. El resto ya lo verá usted
  mismo más adelante. Ahora, veamos: en primer lugar, y suponiendo que el
  asesino o asesina viniera de fuera, ¿por dónde entró? Sin duda alguna,
  por el sendero del jardín y por la puerta de atrás, desde la cual se
  llega directamente al despacho. Cualquier otra ruta habría presentado
  muchísimas complicaciones. La retirada también tuvo que efectuarse por
  el mismo camino, ya que, de las otras dos salidas que tiene la
  habitación, una quedó bloqueada por Susan, que corría escaleras abajo,
  y la otra conducía directamente al dormitorio del profesor. Así pues,
  dirigí de inmediato mi atención al sendero del jardín, que estaba
  empapado por la reciente lluvia y sin duda presentaría huellas de
  pisadas.


  Mi inspección me demostró que me las tenía que ver con un criminal
  experto y precavido. En el sendero no había ni una huella. Sin embargo,
  no cabía duda de que alguien había caminado sobre el arriate de césped
  que flanquea el sendero, y que lo había hecho para no dejar huellas. No
  pude encontrar nada parecido a una impresión clara, pero la hierba
  estaba aplastada y resulta evidente que por allí había pasado alguien.
  Y sólo podía tratarse del asesino, porque ni el jardinero ni ninguna
  otra persona habían estado por allí esta mañana, y la lluvia había
  empezado a caer durante la noche.


  —Un momento —dijo Holmes—. ¿Adónde conduce este sendero?


  —A la carretera.


  —¿Qué longitud tiene?


  —Unas cien yardas(91,44m.).


  —Pero tuvo usted que encontrar huellas en el punto donde el sendero
  cruza la puerta exterior.


  —Por desgracia, el sendero está pavimentado en ese punto.


  —¿Y en la carretera misma?


  —Nada. Estaba toda enfangada y pisoteada.


  —Tch, tch. Bien, volvamos a esas pisadas en la hierba. ¿Iban o volvían?


  —Imposible saberlo. No se advertía ningún contorno.


  —¿Pie grande o pequeño?


  —No se podía distinguir.


  Holmes soltó una interjección de impaciencia.


  —Desde entonces, no ha parado de llover a mares y ha soplado un
  verdadero huracán —dijo—. Ahora será más difícil de leer que este
  palimpsesto. En fin, eso ya no tiene remedio. ¿Qué hizo usted, Hopkins,
  después de asegurarse de que no estaba seguro de nada?


  —Creo estar seguro de muchas cosas, señor Holmes. Sabía que alguien
  había entrado furtivamente en la casa desde el exterior. A
  continuación, examiné el corredor. Está cubierto con una estera de
  palma y no han quedado en él huellas de ninguna clase. Así llegué al
  despacho mismo. Es una habitación con pocos muebles, y el que más
  destaca es una mesa grande con escritorio. Este escritorio consta de
  una doble columna de cajones con un armarito central, cerrado. Según
  parece, los cajones estaban siempre abiertos y en ellos no se guardaba
  nada de valor. En el armarito había algunos papeles importantes, pero
  no presentaba señales de haber sido forzado, y el profesor me ha
  asegurado que no falta nada. Tengo la seguridad de que no se ha robado
  nada.


  Y llegamos por fin al cadáver del joven. Se encontraba cerca del
  escritorio, un poco a la izquierda, como se indica en el plano. La
  puñalada se había asestado en el lado derecho del cuello y desde atrás
  hacia delante, de manera que es casi imposible que se hiriera él mismo.


  —A menos que se cayera sobre el cuchillo —dijo Holmes.


  —Exacto. Esa idea se me pasó por la cabeza. Pero el cuchillo se
  encontraba a varios palmos del cadáver, de modo que parece imposible.
  Tenemos, además, las palabras del propio moribundo. Y por último,
  tenemos esta importantísima prueba que se encontró en la mano derecha
  del muerto.


  Stanley Hopkins sacó de un bolsillo un paquetito envuelto en papel. Lo
  desenvolvió y exhibió unos lentes con montura de oro, de los que se
  sujetan solamente a la nariz, con dos cabos rotos de cordón de seda
  negra colgando de sus extremos.


  —Willoughby Smith tenía una vista excelente —prosiguió—. No cabe duda
  de que esto fue arrancado de la cara o el cuerpo del asesino.


  Sherlock Holmes tomó los lentes en la mano y los examinó con la máxima
  atención e interés. Se los colocó en la nariz, intentó leer a través de
  ellos, se acercó a la ventana y miró a la calle con ellos, los
  inspeccionó minuciosamente a la luz de la lámpara y, por último,
  riéndose por lo bajo, se sentó a la mesa y escribió unas cuantas líneas
  en una hoja de papel, que a continuación entregó a Stanley Hopkins.


  —No puedo hacer nada mejor por usted —dijo—. Quizás resulte de alguna
  utilidad.


  El asombrado inspector leyó la nota en voz alta. Decía lo siguiente:


  «Se busca mujer educada y refinada, vestida como una señora. De nariz
  bastante gruesa y ojos muy juntos. Tiene la frente arrugada, expresión
  de miope y, probablemente, hombros caídos. Hay razones para suponer que
  durante los últimos meses ha acudido por lo menos dos veces a un
  óptico. Puesto que sus gafas son muy potentes y los ópticos no son
  excesivamente numerosos, no debería resultar difícil localizarla.»


  El asombro de Hopkins, que también debía verse reflejado en mi cara,
  hizo sonreír a Holmes.


  —Estarán de acuerdo en que mis deducciones son la sencillez misma —
  dijo—. Sería difícil encontrar otro objeto que se preste mejor a las
  inferencias que un par de gafas, y más un par de gafas tan particular
  como éste. Que pertenecen a una mujer se deduce de su delicadeza y
  también, por supuesto, de las últimas palabras del moribundo. En cuanto
  a lo de que se trata de una persona refinada y bien vestida..., como
  ven, la montura es magnífica, de oro macizo, y no cabe suponer que una
  persona que lleva estos lentes se muestre desaliñada en otros aspectos.
  Si se los pone, comprobará que la pinza es muy ancha para su nariz, lo
  cual indica que la dama en cuestión tiene una nariz muy ancha en la
  base. Esta clase de nariz suele ser corta y vulgar, pero existen
  excepciones lo bastante numerosas como para impedir que me ponga
  dogmático e insista en este aspecto de mi descripción. Yo tengo una
  cara bastante estrecha, y aun así no consigo que mis ojos coincidan con
  el centro de los cristales ni de lejos. Por tanto, nuestra dama tiene
  los ojos muy juntos, pegados a la nariz. Fíjese, Watson, en que los
  cristales son cóncavos y de potencia poco corriente. Una mujer que haya
  padecido toda su vida tan graves limitaciones visuales presentará, sin
  duda, ciertas características físicas derivadas de su mala vista, como
  son la frente arrugada, los párpados contraídos y los hombros cargados.


  —Sí —dije yo—. Ya sigo su razonamiento. Sin embargo, confieso que no
  entiendo de dónde saca lo de las dos visitas al óptico.


  Holmes levantó las gafas en la mano.


  —Fíjese —dijo— en que las pinzas están forradas con tirillas de corcho
  para suavizar el roce contra la nariz. Una de ellas está descolorida y
  algo gastada, pero la otra está nueva. Es evidente que una tira se
  desprendió y hubo de poner otra nueva. Yo diría que la más vieja de las
  dos no lleva puesta más que unos pocos meses. Son exactamente iguales,
  por lo que deduzco que la señora acudió al mismo establecimiento a que
  le pusieran la segunda.


  —¡Por San Jorge, es maravilloso! —exclamó Hopkins, extasiado de
  admiración—. ¡Pensar que he tenido todas esas evidencias en mis manos y
  no me he dado cuenta! Aunque, de todas maneras, tenía intención de
  recorrerme todas las ópticas de Londres.


  —Desde luego que debe hacerlo. Pero mientras tanto, ¿tiene algo más que
  decirnos sobre el caso?


  —Nada más, señor Holmes. Creo que ahora ya sabe tanto como yo...,
  probablemente más. Estamos investigando si se ha visto a algún
  forastero por las carreteras de la zona o en la estación de
  ferrocarril, pero por ahora no hemos tenido noticias de ninguno. Lo que
  me desconcierta es la absoluta falta de móviles para el crimen. Nadie
  es capaz de sugerir ni la sombra de un motivo.


  —¡Ah! En eso no estoy en condiciones de ayudarle. Pero supongo que
  querrá que nos pasemos por allí mañana.


  —Si no es pedir mucho, señor Holmes. Hay un tren a Chatham que sale de
  Charing Cross a las seis de la mañana. Llegaríamos a Yoxley Old Place
  entre las ocho y las nueve.


  —Entonces, lo tomaremos. Reconozco que su caso presenta algunos
  aspectos muy interesantes, y me encantará echarle un vistazo. Bien, es
  casi la una, y más vale que durmamos unas horas. Estoy seguro de que
  podrá arreglarse perfectamente en el sofá que hay delante de la
  chimenea. Antes de salir, encenderé mi mechero de alcohol y le daré una
  taza de café.


  A la mañana siguiente, la borrasca había agotado sus fuerzas, pero aun
  así hacía un tiempo muy crudo cuando emprendimos viaje. Vimos cómo se
  levantaba el frío sol de invierno sobre las lúgubres marismas del
  Támesis y los largos y tétricos canales del río, que yo siempre
  asociaré con la persecución del nativo de las islas Andaman, allá en
  los primeros tiempos de nuestra carrera. Tras un largo y fatigoso
  trayecto, nos apeamos en una pequeña estación a pocas millas de
  Chatham. En la posada del lugar tomamos un rápido desayuno mientras
  enganchaban un caballo al coche, y cuando por fin llegamos a Yoxley Old
  Place nos encontrábamos listos para entrar en acción. Un policía de
  uniforme nos recibió en la puerta del jardín.


  —¿Alguna novedad, Wilson?


  —No, señor, ninguna.


  —¿Nadie ha visto a ningún forastero?


  —No, señor. En la estación están seguros de que ayer no llegó ni se
  marchó ningún forastero.


  —¿Han hecho indagaciones en las pensiones y posadas?


  —Sí, señor; no hay nadie que no pueda dar razón de su presencia.


  —En fin, de aquí a Chatham no hay más que una moderada caminata.
  Cualquiera podría alojarse allí, o tomar un tren, sin llamar la
  atención. Este es el sendero del que le hablé, señor Holmes. Le doy mi
  palabra de que ayer no había ni una huella en él.


  —¿A qué lado estaban las pisadas en la hierba?


  —A este lado. En esta estrecha franja de hierba entre el sendero y el
  macizo de flores. Ahora ya no se distinguen las huellas, pero ayer las
  vi con toda claridad.


  —Sí, sí; por aquí ha pasado alguien —dijo Holmes, agachándose junto al
  césped—. Nuestra dama ha tenido que ir pisando con mucho cuidado, ¿no
  cree?, porque por un lado habría dejado huellas en el sendero, y por el
  otro las habría dejado aún más claras en la tierra blanda del macizo de
  flores.


  —Sí, señor; debe de tratarse de una mujer con mucha sangre fría.


  Advertí en el rostro de Holmes un momentáneo gesto de concentración.


  —¿Dice usted que tuvo que regresar por este mismo camino?


  —Sí, señor; no hay otro.


  —¿Por esta misma franja de hierba?


  —Pues claro, señor Holmes.


  —¡Hum! Una hazaña notable..., muy notable. Bien, creo que ya hemos
  agotado las posibilidades del sendero. Sigamos adelante. Supongo que
  esta puerta del jardín se suele dejar abierta, ¿no? Con lo cual, la
  visitante no tenía más que entrar. No traía intenciones de asesinar a
  nadie, pues en tal caso habría venido provista de alguna clase de arma,
  en lugar de tener que recurrir a ese cuchillito del escritorio. Avanzó
  por este corredor sin dejar huellas en la estera de palma, y vino a
  parar a este despacho. ¿Cuánto tiempo estuvo aquí? No tenemos manera de
  saberlo.


  —Unos pocos minutos como máximo, señor. Me olvidé de decirle que la
  señora Marker, el ama de llaves, había estado limpiando aquí poco
  antes..., como un cuarto de hora, según me contó ella.


  —Bien, eso nos permite fijar un límite. Nuestra dama entra en la
  habitación y ¿qué hace? Se dirige al escritorio. ¿Para qué? No le
  interesa nada de los cajones; si hubiera en ellos algo que valiera la
  pena robar, no los habrían dejado abiertos. No, ella busca algo en ese
  armario de madera. ¡Ajá! ¿Qué es este rasponazo en la superficie?
  Alúmbreme con una cerilla, Watson. ¿Por qué no me dijo nada de esto,
  Hopkins?


  La señal que estaba examinando comenzaba en la chapa de latón a la
  derecha del ojo de la cerradura y se prolongaba unas cuatro pulgadas,
  rayando el barniz de la madera.


  —Ya me fijé en eso, señor Holmes, pero siempre se encuentran marcas
  alrededor del ojo de la cerradura.


  —Ésta es reciente..., muy reciente. Mire cómo brilla el latón en los
  bordes de la raya. Si la señal fuera vieja, tendría el mismo color que
  la superficie. Obsérvelo con mi lupa. También el barniz tiene como
  polvillo a los lados del arañazo. ¿Está por aquí la señora Marker?


  Una mujer mayor, de expresión triste, entró en la habitación. —¿Le
  quitó usted el polvo ayer por la mañana a este escritorio? —Sí, señor.


  —¿Se fijó usted en este rasponazo?


  —No, señor; no me fijé.


  —Estoy seguro de ello, porque el plumero se habría llevado este
  polvillo de barniz. ¿Quién guarda la llave de este escritorio?


  —La tiene el profesor, colgada de su cadena de reloj.


  —¿Es una llave corriente?


  —No, señor, es una llave Chubb.


  —Muy bien. Puede retirarse, señora Marker. Ya vamos progresando algo.
  Nuestra dama entra en el despacho, se dirige al escritorio y lo abre, o
  al menos intenta abrirlo. Mientras está ocupada en esta operación,
  entra el joven Willoughby Smith. En sus prisas por retirar la llave, la
  dama hace esta señal en la puerta. Smith la sujeta y ella, echando mano
  del objeto más próximo, que resulta ser este cuchillo, le golpea para
  obligarle a soltar su presa. El golpe resulta mortal. El cae y ella
  escapa, con o sin el objeto que había venido a buscar. ¿Está aquí
  Susan, la doncella? ¿Podría haber salido alguien por esa puerta después
  de que usted oyera el grito, Susan?


  —No, señor; es imposible. Antes de bajar la escalera habría visto a
  quien fuera en el pasillo. Además, la puerta no se abrió, porque yo lo
  habría oído.


  —Eso descarta esta salida. Así pues, no cabe duda de que la dama se
  marchó por donde había venido. Tengo entendido que este otro pasillo
  conduce a la habitación del profesor. ¿No hay ninguna salida por aquí?


  —No, señor.


  —Sigamos por aquí y vayamos a conocer al profesor. ¡Caramba, Hopkins!
  Esto es muy importante, pero que muy importante. El pasillo del
  profesor también tiene una estera de palma.


  —Bueno, ¿y eso qué?


  —¿No ve la relación que esto tiene con el caso? Está bien, está bien,
  no insisto en ello. Sin duda, estoy equivocado. Pero no deja de
  parecerme sugerente. Venga conmigo y presénteme.


  Recorrimos el pasillo, que era igual de largo que el corredor que
  conducía al jardín. Al final había un corto tramo de escalones que
  terminaba en una puerta. Nuestro guía llamó con los nudillos y luego
  nos hizo pasar a la habitación del profesor.


  Se trataba de una habitación muy grande, con las paredes cubiertas por
  innumerables libros, que desbordaban los estantes y se amontonaban en
  los rincones o formaban rimeros(montón de cosas apiladas) en torno a la
  base de las estanterías. La cama se encontraba en el centro de la
  habitación, y en ella, recostado sobre almohadas, estaba el dueño de la
  casa. Pocas veces he visto una persona de aspecto más pintoresco. Un
  rostro demacrado y aguileño nos miraba con ojos penetrantes, que
  acechaban en sus hundidas cuencas bajo el dosel de unas pobladas cejas.
  Tenía blancos el cabello y la barba, pero esta última presentaba
  curiosas manchas amarillas en torno a la boca. Entre la maraña de pelo
  blanco brillaba un cigarrillo, y el aire de la habitación apestaba a
  humo rancio de tabaco. Cuando le tendió la mano a Holmes, advertí que
  también la tenía manchada de amarillo por la nicotina.


  —¿Fuma usted, señor Holmes? —dijo, hablando un inglés esmerado y con un
  cierto tonillo de afectación(presunción)—. Coja un cigarrillo, por
  favor. ¿Y usted, caballero? Puedo recomendárselos, porque los prepara
  especialmente para mí Ionides de Alejandría. Me envía mil cada vez, y
  deploro tener que confesar que encargo un nuevo suministro cada quince
  días. Mala cosa, señores, mala cosa; pero un anciano tiene pocos
  placeres a su alcance. El tabaco y mi trabajo..., eso es todo lo que me
  queda.


  Holmes había encendido un cigarrillo y lanzaba rápidas miradas por toda
  la habitación.


  —El tabaco y el trabajo, pero ahora sólo el tabaco —exclamó el anciano
  —. ¡Ay, qué interrupción más fatal! ¿Quién habría podido imaginar una
  catástrofe tan terrible? ¡Un joven tan agradable! Le aseguro que
  después de los primeros meses de adaptación resultaba un ayudante
  admirable. ¿Qué opina usted del asunto, señor Holmes?


  —Todavía no he llegado a ninguna conclusión.


  —Le estaría de verdad reconocido si consiguiera usted arrojar algo de
  luz sobre esto que nosotros vemos tan oscuro. A las ratas de
  biblioteca, y más si son inválidas como yo, un golpe así nos deja
  paralizados. Pero usted es un hombre de acción..., un aventurero. Cosas
  así forman parte de la rutina cotidiana de su vida. Usted puede
  mantener la serenidad en cualquier emergencia. Es una verdadera suerte
  tenerle de nuestro lado.


  Mientras el viejo profesor hablaba, Holmes iba y venía de un lado a
  otro de la habitación. Observé que estaba fumando con extraordinaria
  rapidez. Evidentemente, compartía el gusto de nuestro anfitrión por los
  cigarrillos de Alejandría recién hechos.


  —Sí, señor, un golpe aplastante —continuó el anciano—. Esta es mi
  magnum opus(lat. gran obra)..., ese montón de papeles que hay sobre la
  mesita de allá. Es un análisis de los documentos encontrados en los
  monasterios coptos de Siria y Egipto, un trabajo que profundiza en los
  fundamentos mismos de la religión revelada. Con esta salud tan débil,
  ya no sé si seré capaz de terminarlo, ahora que me han arrebatado a mi
  ayudante. ¡Válgame Dios, señor Holmes! ¡Fuma usted aún más que yo!


  Holmes sonrió.


  —Soy un entendido —dijo, tomando otro cigarrillo de la caja (el cuarto)
  y encendiéndolo con la colilla del que acababa de terminar—. No tengo
  intención de molestarle con largos interrogatorios, profesor Coram,
  porque ya estoy informado de que usted se encontraba en la cama en el
  momento del crimen y no puede saber nada al respecto. Sólo le
  preguntaré una cosa: ¿Qué supone usted que quería decir el pobre
  muchacho con sus últimas palabras: «El profesor... ha sido ella»?


  El profesor meneó la cabeza en señal de negativa.


  —Susan es una chica del campo —dijo—, y ya sabe usted lo increíblemente
  estúpida que es la clase campesina. Me imagino que el pobre muchacho
  debió murmurar algunas palabras incoherentes o delirantes, y que ella
  las retorció, convirtiéndolas en este mensaje sin sentido.


  —Ya veo. ¿Y no tiene usted ninguna explicación para esta tragedia?


  —Podría tratarse de un accidente; podría tratarse, pero esto que quede
  entre nosotros, de un suicidio. Los jóvenes tienen problemas secretos.
  Tal vez algún asunto de amores, del que nosotros no sabíamos nada. Me
  parece una explicación más probable que la del asesinato.


  —Pero ¿y las gafas?


  —¡Ah! Yo no soy más que un estudioso..., un soñador. No soy capaz de
  explicar las cosas prácticas de la vida. Aun así, amigo mío, todos
  sabemos que las prendas de amor pueden adoptar formas muy extrañas.
  Pero, por favor, coja usted otro cigarrillo. Es un placer encontrar a
  alguien que sabe apreciarlos. Un abanico, un guante, unas gafas...,
  ¿quién sabe las cosas que un hombre puede llevar como recuerdo o como
  símbolo cuando decide poner fin a su vida? Este caballero habla de
  pisadas en la hierba; pero, al fin y al cabo, es fácil equivocarse en
  una cosa así. En cuanto al cuchillo, bien pudo rodar lejos del cuerpo
  del hombre cuando éste cayó al suelo. Puede que esté diciendo
  tonterías, pero a mí me parece que a Willoughby Smith le llegó la
  muerte por su propia mano.


  Holmes pareció muy sorprendido por la teoría del profesor y continuó
  paseando de un lado a otro durante un buen rato, sumido en reflexiones
  y consumiendo un cigarrillo tras otro.


  —Dígame, profesor Coram —preguntó por fin—, ¿qué hay en ese armarito
  del escritorio?


  —Nada que pueda interesar a un ladrón. Documentos familiares, cartas de
  mi pobre esposa, diplomas de universidades que me han concedido
  honores... Aquí tiene la llave. Puede verlo usted mismo.


  Holmes cogió la llave y la miró un instante; luego la devolvió.


  —No, no creo que me sirva de nada —dijo—. Preferiría salir
  tranquilamente a su jardín y reflexionar un poco sobre el asunto. No se
  puede descartar del todo esa teoría del suicidio que usted acaba de
  exponer. Le pido perdón por esta intromisión, profesor Coram, y le
  prometo que no volveremos a molestarle hasta después de la comida. A
  las dos vendremos a verle y le informaremos de todo lo que pueda haber
  ocurrido de aquí a entonces.


  Holmes se mostraba curiosamente distraído, y durante un buen rato
  estuvimos yendo y viniendo en silencio por el sendero del jardín.


  —¿Tiene alguna pista? —pregunté por fin.


  —Todo depende de esos cigarrillos que he fumado —me respondió—. Es
  posible que me equivoque por completo. Los cigarrillos me lo harán
  saber.


  —¡Querido Holmes! —exclamé yo—. ¿Cómo demonios...?


  —Bueno, bueno, ya lo verá usted por sí mismo. Y si no, no habrá pasado
  nada. Claro que siempre podemos volver a seguir la pista del óptico,
  pero hay que aprovechar los atajos cuando se puede. ¡Ah, aquí viene la
  buena de la señora Marker! Vamos a disfrutar de cinco minutos de
  instructiva conversación con ella.


  Creo haber dicho ya en ocasiones anteriores que Holmes, cuando quería,
  podía portarse de un modo particularmente encantador con las mujeres y
  tardaba muy poco en ganarse su confianza. En la mitad del tiempo que
  había mencionado, ya se había ganado la simpatía del ama de llaves y
  estaba charlando con ella como si se conocieran desde hacía años.


  —Sí, señor Holmes, tiene razón en lo que dice. Fuma de una manera
  terrible. Todo el día y, a veces, toda la noche. Si viera esa
  habitación algunas mañanas... Cualquiera se pensaría que es la niebla
  de Londres. También el pobre señor Smith fumaba, aunque no tanto como
  el profesor. Su salud..., bueno, la verdad es que no sé si fumar es
  bueno o malo para la salud.


  —Desde luego, quita el apetito —dijo Holmes.


  —Bueno, yo no sé nada de eso, señor.


  —Apuesto a que el profesor apenas come.


  —Bueno, es variable. Es lo único que puedo decir.


  —Estoy dispuesto a apostar a que esta mañana no ha desayunado; y
  después de todos los cigarrillos que le he visto consumir, dudo que
  toque la comida.


  —Pues en eso se equivoca, señor, porque da la casualidad de que esta
  mañana ha desayunado más que nunca. No creo haberle visto jamás comer
  tanto. Y para comer ha encargado un buen plato de chuletas. Yo misma
  estoy sorprendida, porque desde que entré ayer en el despacho y vi al
  pobre señor Smith tirado en el suelo, no puedo ni mirar la comida. En
  fin, hay gente para todo y, desde luego, el profesor no ha dejado que
  eso le quite el apetito.


  Nos pasamos toda la mañana en el jardín. Stanley Hopkins se había
  marchado al pueblo para verificar ciertos rumores acerca de una mujer
  forastera que unos niños habían visto en la carretera de Chatham la
  mañana anterior. En cuanto a mi amigo, toda su habitual energía parecía
  haberle abandonado. Jamás le había visto ocuparse de un caso de una
  manera tan desganada. Ni siquiera mostró signo alguno de interés ante
  las novedades que trajo Hopkins, que había localizado a los niños, los
  cuales habían visto, sin lugar a dudas, a una mujer que respondía
  exactamente a la descripción de Holmes y que llevaba gafas o lentes de
  algún tipo. Prestó algo más de atención cuando Susan, al servirnos la
  comida, nos comunicó espontáneamente que creía que el señor Smith había
  salido a dar un paseo la mañana anterior y que había regresado tan sólo
  media hora antes de que ocurriera la tragedia. A mí se me escapaba el
  significado de tal incidente, pero me di perfecta cuenta de que Holmes
  lo estaba incorporando al plan general que tenía trazado en el cerebro.
  De pronto, se levantó de su silla y consultó su reloj.


  —Las dos en punto, caballeros —dijo—. Vamos a liquidar este asunto con
  nuestro amigo el profesor.


  El anciano acababa de terminar de comer y, desde luego, su plato vacío
  daba testimonio del buen apetito que le había atribuido su ama de
  llaves. Presentaba un aspecto verdaderamente estrafalario cuando volvió
  hacia nosotros su blanca melena y sus ojos relucientes. En su boca
  ardía el sempiterno cigarrillo. Se había vestido y estaba sentado en
  una butaca junto a la chimenea.


  —Y bien, señor Holmes, ¿ha resuelto ya este misterio?


  Empujó hacia mi compañero la gran lata de cigarrillos que tenía a su
  lado, sobre una mesa. Holmes extendió el brazo en ese mismo instante y
  entre los dos hicieron caer la caja al suelo.


  Todos nos pasamos un par de minutos de rodillas, recogiendo cigarrillos
  de los sitios más impensables. Cuando por fin nos incorporamos, advertí
  que a Holmes le brillaban los ojos y que sus mejillas estaban teñidas
  de color. Sólo en los momentos críticos había yo visto ondear aquellas
  banderas de batalla.


  —Sí —dijo—. Lo he resuelto.


  Stanley Hopkins y yo lo miramos asombrados. En las demacradas facciones
  del viejo profesor se produjo un temblor que parecía vagamente una
  sonrisa burlona.


  —¿De verdad? ¿En el jardín?


  —No, aquí mismo.


  —¿Aquí? ¿Cuándo?


  —En este preciso instante.


  —¿Es una broma, señor Sherlock Holmes? Me fuerza usted a decirle que
  este asunto es demasiado serio para tratarlo tan a la ligera.


  —He forjado y puesto a prueba todos los eslabones de mi cadena,
  profesor Coram, y estoy seguro de que es sólida. Lo que aún no puedo
  decir es cuáles son sus motivos y qué papel exacto desempeña usted en
  este extraño asunto. Pero, probablemente, dentro de unos pocos minutos
  lo oiremos de su propia boca. Mientras tanto, voy a reconstruir para
  usted lo sucedido, de manera que sepa cuál es la información que aún me
  falta.


  Ayer entró una mujer en su despacho. Vino con la intención de
  apoderarse de ciertos documentos que estaban guardados en su
  escritorio. Disponía de una llave propia. He tenido oportunidad de
  examinar la suya, y no presenta la ligera descoloración que habría
  producido la rozadura contra el barniz. Así pues, usted no participó en
  su entrada y, por lo que yo he podido interpretar, ella vino sin que
  usted lo supiese, con intención de robarle.


  El profesor lanzó una nube de humo.


  —¡Cuán interesante e instructivo! —dijo—. ¿No tiene más que añadir? Sin
  duda, habiendo seguido hasta aquí los pasos de esa dama, podrá decirnos
  también lo que ha sido de ella.


  —Eso me propongo hacer. En primer lugar, fue sorprendida por su
  secretario y lo apuñaló para poder escapar. Me inclino a considerar
  esta catástrofe como un lamentable accidente, pues estoy convencido de
  que la dama no tenía intención de infligir una herida tan grave. Un
  asesino no habría venido desarmado. Horrorizada por lo que había hecho,
  huyó enloquecida de la escena de la tragedia. Por desgracia para ella,
  había perdido sus gafas en el forcejeo y, como era muy corta de vista,
  se encontraba del todo perdida sin ellas. Corrió por un pasillo,
  creyendo que era el mismo por el que había llegado (los dos están
  alfombrados con esteras de palma), y hasta que no fue demasiado tarde
  no se dio cuenta de que se había equivocado de pasillo y que tenía
  cortada la retirada. ¿Qué podía hacer? No podía quedarse donde estaba.
  Tenía que seguir adelante. Así que siguió adelante. Subió unas
  escaleras, empujó una puerta y se encontró aquí en su habitación.


  El anciano se había quedado con la boca abierta, mirando a Holmes como
  alelado. En sus expresivas facciones se reflejaban tanto el asombro
  como el miedo. Por fin, haciendo un esfuerzo, se encogió de hombros y
  estalló en una risa nada sincera.


  —Todo eso está muy bien, señor Holmes —dijo—. Pero existe un pequeño
  fallo en esa espléndida teoría. Yo estaba en mi habitación y no salí de
  ella en todo el día.


  —Soy consciente de eso, profesor Coram.


  —¿Pretende usted decir que yo puedo estar en esa cama y no darme cuenta
  de que ha entrado una mujer en mi habitación?


  —No he dicho eso. Usted se dio cuenta. Usted habló con ella. Usted la
  reconoció. Y usted la ayudó a escapar.


  Una vez más, el profesor estalló en chillonas carcajadas. Se había
  puesto en pie y sus ojos brillaban como ascuas.


  —¡Usted está loco! —exclamó—. ¡No dice más que tonterías! ¿Conque yo la
  ayudé a escapar, eh? ¿Y dónde está ahora?


  —Está aquí —respondió Holmes, señalando una librería alta y cerrada que
  había en un rincón de la habitación.


  El anciano levantó los brazos, sus severas facciones sufrieron una
  terrible convulsión y cayó desplomado en su butaca. En el mismo
  instante, la librería que Holmes había señalado giró sobre unas
  bisagras y una mujer se precipitó en la habitación.


  —¡Tiene usted razón! —exclamó con un extraño acento extranjero—. ¡Tiene
  usted razón! ¡Aquí estoy!


  Estaba cubierta de polvo y envuelta en telarañas que se habían
  desprendido de las paredes de su escondite. También su rostro estaba
  tiznado de suciedad, pero ni en las mejores condiciones habría sido
  hermoso, ya que presentaba exactamente todas las características
  físicas que Holmes había adivinado, con el añadido de una larga y
  obstinada mandíbula. A causa de su natural miopía, agravada por el
  súbito paso de las tinieblas a la luz, se había quedado como
  deslumbrada, parpadeando para tratar de distinguir dónde estábamos y
  quiénes éramos. Y sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes,
  había cierta nobleza en el porte de aquella mujer, cierta gallardía en
  su desafiante mandíbula y su cabeza erguida que despertaban algo de
  respeto y admiración. Stanley Hopkins le había puesto la mano sobre el
  brazo, declarándola detenida, pero ella le hizo a un lado, con suavidad
  pero con una dignidad tan dominante que imponía obediencia. El anciano
  se echó hacia atrás en su asiento, con el rostro crispado, y la miró
  con ojos afligidos.


  —Sí, señores, estoy en sus manos —dijo—. Desde donde estaba he podido
  oírlo todo, y he comprendido que ha averiguado la verdad. Lo confieso
  todo. Yo maté a ese joven. Pero tiene usted razón al decir que fue un
  accidente. Ni siquiera me di cuenta de que había agarrado un cuchillo.
  Estaba desesperada y eché mano a lo primero que encontré sobre la mesa
  para golpearle y hacer que me soltara. Les estoy diciendo la verdad.


  —Señora —dijo Holmes—, estoy seguro de que dice la verdad, pero me temo
  que usted no se encuentra bien.


  El rostro de la mujer había adquirido un color espantoso, que las
  oscuras manchas de polvo hacían parecer aún más cadavérico. Fue a
  sentarse en el borde de la cama y reanudó su relato.


  —Me queda poco tiempo aquí —dijo—, pero quiero que sepan ustedes toda
  la verdad. Soy la esposa de este hombre. Y él no es inglés: es ruso. Su
  nombre no se lo voy a decir.


  Por primera vez el anciano pareció conmovido.


  —¡Dios te bendiga, Anna! —exclamó—. ¡Dios te bendiga!


  Ella lanzó una mirada de absoluto desdén en su dirección.


  —¿Por qué sigues empeñado en aferrarte a esa vida miserable, Sergius? —
  dijo—. Una vida que ha causado daño a tantas personas sin beneficiar a
  ninguna..., ni siquiera a ti. Sin embargo, no es asunto mío romper ese
  frágil hilo antes del momento que Dios decida. Ya he cargado con
  bastante peso sobre mi conciencia desde que atravesé el umbral de esta
  maldita casa. Pero tengo que hablar antes de que sea demasiado tarde.
  Como he dicho, caballeros, soy la esposa de este hombre. Cuando nos
  casamos, él tenía cincuenta años y yo era una alocada muchacha de
  veinte. Estábamos en una ciudad de Rusia, en una universidad...; pero
  no voy a decir dónde.


  —¡Dios te bendiga, Anna! —murmuró de nuevo el anciano.


  —Éramos reformistas..., revolucionarios...; en fin, nihilistas, ya me
  entienden. Él y yo, y muchos más. Nos vimos metidos en problemas, un
  policía resultó muerto, hubo muchas detenciones, se buscaron pruebas y
  para salvar su vida y obtener de paso una fuerte recompensa mi marido
  nos traicionó, a su propia esposa y a sus compañeros. Sí, nos
  detuvieron a todos gracias a su confesión. Algunos acabaron en la horca
  y otros en Siberia. Yo me encontraba entre estos últimos, pero mi
  condena no era para toda la vida. Mi marido se vino a Inglaterra con
  sus mal adquiridas ganancias y aquí ha vivido discretamente desde
  entonces, sabiendo que si la Hermandad descubría dónde estaba no se
  tardaría ni una semana en hacer justicia.


  El anciano profesor extendió una mano temblorosa y cogió un cigarrillo.


  —Estoy en tus manos, Anna —dijo—. Siempre has sido buena conmigo.


  —Todavía no les he contado hasta dónde llegó tu vileza —continuó la
  mujer—. Entre nuestros camaradas de la Hermandad había uno que era mi
  amigo del alma. Era noble, generoso, atento..., todo lo que mi marido
  no era. Odiaba la violencia. Todos nosotros éramos culpables, si es que
  se puede hablar de culpa, menos él. Me escribía constantes cartas
  tratando de disuadirme de seguir por aquel camino. Aquellas cartas le
  habrían salvado, y también mi diario, donde yo iba dejando constancia
  día a día de mis sentimientos hacia él y de las opiniones de cada uno.
  Mi marido encontró el diario y las cartas y los escondió. Juró todo lo
  que hizo falta jurar para que condenaran a Alexis a muerte. No
  consiguió sus propósitos, pero lo enviaron a Siberia, donde aún sigue,
  trabajando en una mina de sal. Piensa en ello, canalla, más que
  canalla. Ahora mismo, en este preciso instante, Alexis, un hombre cuyo
  nombre no eres digno ni de pronunciar, lleva una vida de esclavo..., y
  sin embargo, tengo tu vida en mis manos y te dejo vivir.


  —Siempre has sido noble, Anna —dijo el anciano sin dejar de chupar su
  cigarrillo.


  La mujer se había puesto en pie, pero se dejó caer de nuevo con un
  gemido de dolor.


  —Tengo que terminar —dijo—. Cuando cumplí mi condena, me propuse
  recuperar el diario y las cartas para hacerlos llegar al gobierno ruso
  y conseguir la puesta en libertad de mi amigo. Sabía que mi esposo
  había venido a Inglaterra. Me pasé meses haciendo averiguaciones y al
  fin descubrí su paradero. Me constaba que aún tenía el diario, porque
  estando en Siberia recibí una carta suya haciéndome reproches y citando
  algunos párrafos de sus páginas. Sin embargo, conociendo su carácter
  vengativo, estaba segura de que jamás me lo devolvería de buen grado.
  Tenía que apoderarme de él por mis propios medios. Con este objeto,
  acudí a una agencia de detectives privados y contraté a un agente, que
  se introdujo en la casa de mi marido como secretario... Fue tu segundo
  secretario, Sergius, el que te dejó de manera tan precipitada. Este
  hombre descubrió que los documentos se guardaban en el escritorio y
  sacó un molde de la llave. No quiso pasar de ahí. Me proporcionó un
  plano de la casa y me dijo que por la mañana el despacho estaba siempre
  vacío, porque el secretario trabajaba aquí arriba. Así pues, hice
  acopio de valor y vine a recuperar los papeles con mis propias manos.
  Lo conseguí, pero ¡a qué precio! Acababa de apoderarme de los papeles y
  estaba cerrando el armario cuando aquel joven me agarró. Ya nos
  habíamos visto aquella misma mañana. Nos encontramos en la carretera y
  yo le pregunté dónde vivía el profesor Coram, sin saber que era
  empleado suyo.


  —¡Exacto! ¡Eso es! —exclamó Holmes—. El secretario volvió a casa y le
  habló a su jefe de la mujer que había visto. Y luego, con su último
  aliento, intentó transmitir el mensaje de que había sido ella..., la
  «ella» de la que acababa de hablar con el profesor.


  —Tiene que dejarme hablar —dijo la mujer en tono imperativo, mientras
  su rostro se contraía como por efecto del dolor—. Cuando él cayó al
  suelo, yo salí corriendo, pero me equivoqué de puerta y fui a parar a
  la habitación de mi marido. Él amenazó con entregarme. Yo le dije que
  si lo hacía, su vida estaba en mis manos: si él me delataba a la
  policía, yo le delataría a la Hermandad. Si yo quería vivir no era
  pensando en mí misma, sino porque deseaba cumplir mi propósito. Él
  sabía que yo cumpliría mi amenaza, que su propio destino estaba ligado
  al mío. Por esta razón, y no por otra, me encubrió. Me metió en ese
  oscuro escondite, una reliquia de otros tiempos que sólo él conocía.
  Pidió que le sirvieran las comidas en su habitación y así pudo darme
  parte de las mismas. Quedamos de acuerdo en que en cuanto la policía
  dejase la casa, yo me escabulliría por la noche y me marcharía para no
  volver más. Pero, no sé cómo, parece que usted ha adivinado nuestros
  planes —sacó un paquetito de la pechera de su vestido y continuó—:
  Estas son mis últimas palabras. Aquí está el paquete que salvará a
  Alexis. Lo confío a su honor y su sentido de la justicia. Tómenlo y
  entréguenlo en la embajada rusa. Y ahora que ya he cumplido con mi
  deber, yo...


  —¡Quieta! —gritó Holmes, atravesando la habitación de un salto y
  arrebatándole de la mano un frasquito.


  —Demasiado tarde —dijo ella derrumbándose en la cama—. Demasiado tarde.
  Tomé el veneno antes de salir de mi escondite. Me da vueltas la
  cabeza..., me voy... Confío en usted, señor, acuérdese del paquete.


  —Un caso sencillo, pero muy instructivo en ciertos aspectos —comentó
  Holmes durante el viaje de regreso a Londres—. Desde un principio, todo
  giraba en torno a las gafas. De no haberse dado la afortunada
  circunstancia de que el moribundo se quedara con ellas, no sé si
  habríamos conseguido hallar la solución. Al ver la potencia que tenían
  las lentes, comprendí en seguida que su propietaria tenía que haber
  quedado ciega e indefensa al verse privada de ellas. Cuando usted
  pretendió hacerme creer que una persona así pudo recorrer una estrecha
  franja de césped sin dar ni un solo paso en falso, le comenté, como
  recordará, que me parecía una verdadera hazaña. Por mi parte, decidí
  que se trataba de una hazaña imposible, a menos que dispusiera de un
  segundo par de gafas, lo cual parecía muy improbable. En consecuencia,
  me vi obligado a considerar seriamente la hipótesis de que se hubiera
  quedado dentro de la casa. Al observar la semejanza entre los dos
  corredores comprendí que era muy probable que la mujer se hubiera
  equivocado, en cuyo caso era evidente que habría ido a parar a la
  habitación del profesor. De manera que me puse ojo avizor ante
  cualquier cosa que pudiera apoyar esta suposición, y examiné
  cuidadosamente la habitación en busca de algún posible escondite. La
  alfombra parecía de una sola pieza y bien clavada, así que descarté la
  idea de una trampilla en el suelo. Pero podía existir un hueco detrás
  de los libros. Como saben, estos dispositivos eran frecuentes en las
  antiguas bibliotecas. Me fijé en que había libros amontonados en el
  suelo por todas partes, y sin embargo quedaba una estantería vacía.
  Allí podía estar la puerta. No encontré ninguna huella que me
  orientara, pero la alfombra tenía un color pardusco que se presta muy
  bien al examen. Así que me fumé un montón de esos excelentes
  cigarrillos y dejé caer la ceniza por todo el espacio que quedaba
  delante de la librería sospechosa. Un truco muy sencillo, pero la mar
  de efectivo. Luego bajamos al jardín y, delante de usted, Watson,
  aunque usted no se dio cuenta de la intención de mis preguntas, me
  cercioré de que el consumo de alimentos del profesor Coram había
  aumentado..., como cabría esperar de quien tiene que alimentar a una
  segunda persona. Volvimos a subir a la habitación y me las arreglé para
  tirar la caja de cigarrillos, con lo que tuve ocasión de examinar el
  suelo de cerca y pude ver con toda claridad, por las huellas dejadas
  sobre la ceniza del cigarrillo, que durante nuestra ausencia la
  prisionera había salido de su agujero. Bien, Hopkins, hemos llegado a
  Charing Cross y le felicito por haber llevado el caso a tan feliz
  conclusión. Supongo que irá usted a Jefatura. Watson, creo que usted y
  yo nos daremos un paseo hasta la embajada rusa.



  - 11 -
  La aventura del Tres Cuartos desaparecido



  En Baker Street estábamos bastante acostumbrados a recibir telegramas
  extraños, pero recuerdo uno en particular que nos llegó una sombría
  mañana de febrero hace ocho años y que tuvo bastante desconcertado a
  Sherlock Holmes durante un buen cuarto de hora. Venía dirigido a él y
  decía lo siguiente:


  «Por favor, espéreme. Terrible desgracia. Desaparecido tres cuartos ala
  derecha. Indispensable mañana. - OVERTON.»


  —Sellado en el Strand y despachado a las diez treinta y seis —dijo
  Holmes, releyéndolo una y otra vez—. Evidentemente, el señor Overton se
  encontraba considerablemente excitado cuando lo envió y, en
  consecuencia, algo incoherente. En fin, me atrevería a decir que lo
  tendremos aquí antes de que termine de echarle un vistazo al Times, y
  entonces nos enteraremos de todo. En tiempos de estancamiento como
  éstos, hasta el más insignificante problema es bien venido.


  Era cierto que últimamente no habíamos estado muy activos y yo había
  aprendido a temer aquellos períodos de inactividad porque sabía por
  experiencia que la mente de mi amigo era tan anormalmente inquieta que
  resultaba peligroso dejarle privado de material con el que trabajar.
  Con los años, yo había conseguido irle apartando poco a poco de aquella
  afición a las drogas que en un cierto momento había amenazado con poner
  en jaque su brillante carrera. Ahora me constaba que, en condiciones
  normales, Holmes ya no tenía necesidad de estímulos artificiales; pero
  yo sabía que el demonio no estaba muerto, sino sólo dormido, y había
  tenido ocasión de comprobar que su sueño era muy ligero y su despertar
  inminente cuando, en períodos de inacción, el rostro ascético de Holmes
  se contraía y sus ojos hundidos e inescrutables adoptaban una expresión
  melancólica. Así pues, bendije a este señor Overton, quienquiera que
  fuese, que con su enigmático mensaje venía a romper la peligrosa calma,
  que para mi amigo encerraba más peligro que todas las tempestades de su
  turbulenta vida.


  Tal como esperábamos, tras el telegrama no tardó en llegar su
  remitente: la tarjeta del señor Cyril Overton, del Trinity College de
  Cambridge, anunció la entrada de un mocetón gigantesco, más de cien
  kilos de hueso y músculo macizo, que obstruía todo el hueco de la
  puerta con sus anchos hombros mientras nos miraba a Holmes y a mí con
  un rostro simpático pero contraído por la ansiedad.


  —¿El señor Holmes?


  Mi compañero hizo una inclinación de cabeza.


  —He estado en Scotland Yard, señor Holmes. He visto al inspector
  Stanley Hopkins, y él me ha recomendado que acudiese a usted. Dice que
  el caso, por lo que él ha podido entender, está más dentro de su campo
  que del de la policía.


  —Siéntese, por favor, y explíqueme de qué se trata.


  —¡Es espantoso, señor Holmes, sencillamente espantoso! No sé cómo no se
  me ha vuelto el pelo blanco. Godfrey Staunton..., sabrá usted quién es,
  naturalmente... Ni más ni menos que el eje sobre el que gira todo el
  equipo. No me importaría prescindir de dos hombres del montón con tal
  de tener a Godfrey en la línea de tres cuartos. No hay quien pueda
  hacerle sombra, ni pasando, ni recibiendo, ni regateando, y encima
  tiene cabeza y sabe mantenernos conjuntados. ¿Qué puedo hacer? Eso es
  lo que le pregunto, señor Holmes. Está Moorhouse, el primer reserva,
  pero está entrenado como medio y siempre se empeña en meterse de lleno
  en el barullo, en lugar de ceñirse a la banda. Tiene buen pie para los
  saques, de acuerdo, pero no se entera y le falta punta de velocidad.
  Seguro que Morton o Johnson, los puntas de Oxford, lo dejan tirado.
  Stevenson corre bastante, pero no podría tirar desde la línea de
  veinticinco, y no voy a meter un tres cuartos que ni centra ni empalma
  sólo porque corra mucho. No, señor Holmes, estamos perdidos a menos que
  usted me ayude a encontrar a Godfrey Staunton.


  Mi amigo había escuchado con divertido asombro este largo parlamento,
  que fue pronunciado con una fuerza y una seriedad extraordinarias,
  remachando cada declaración con una vigorosa palmada en la rodilla del
  orador. Cuando nuestro visitante acabó de hablar, Holmes estiró la mano
  y tomó la letra «S» de su archivo de datos. Pero, por una vez, no le
  sirvió de nada excavar en aquella mina de información variada.


  —Aquí tengo a Arthur H. Staunton, el joven y prometedor falsificador —
  dijo—. Y estaba también Henry Staunton, a quien ayudé a colgar; pero
  este Godfrey Staunton es un nombre nuevo para mí.


  Ahora era nuestro visitante el que se sorprendía:


  —¡Pero cómo, señor Holmes! ¡Le suponía un hombre bien informado! —
  exclamó—. Y ahora que lo pienso, si no le suena el nombre de Godfrey
  Staunton, puede que tampoco haya oído hablar de Cyril Overton.


  Holmes, con expresión divertida, negó con la cabeza.


  —¡Válgame Dios! —exclamó el deportista—. ¡Pero si fui primer reserva de
  Inglaterra contra Gales y llevo todo el año de capitán de la «Uni»!
  Claro que eso no es nada. Jamás imaginé que hubiera una sola persona en
  Inglaterra que no conociera a Godfrey Staunton, el tres cuartos
  rompedor del Cambridge, del Blackheath, y cinco veces internacional.
  ¡Santo Dios, señor Holmes! ¿En qué mundo vive usted?


  Holmes se echó a reír ante el ingenuo asombro del joven gigante.


  —Señor Overton, usted vive en un mundo diferente al mío, más agradable
  y más sano. Las ramificaciones de mi mundo se extienden por muchos
  sectores de la sociedad, pero me alegra decir que jamás habían
  penetrado en el campo del deporte aficionado, que es lo mejor y más
  sólido que hay en Inglaterra. Sin embargo, su inesperada visita me
  demuestra que incluso en ese mundo de aire puro y juego limpio puede
  haber trabajo para mí; así pues, señor mío, le ruego que se siente y me
  explique despacio, con tranquilidad y con detalle, lo que ha ocurrido y
  qué clase de ayuda espera usted de mí.


  El rostro del joven Overton había adoptado la expresión incómoda de
  quien está más acostumbrado a usar los músculos que el ingenio; pero
  poco a poco, con numerosas repeticiones y pasajes oscuros que más vale
  omitir en este relato, fue exponiéndonos su extraña historia.


  —La situación es la siguiente, señor Holmes. Como ya le he dicho, soy
  el capitán del equipo de rugby de la Universidad de Cambridge, y
  Godfrey Staunton es mi mejor jugador. Mañana jugamos contra Oxford.
  Ayer llegamos a Londres y nos instalamos en el hotel de Bentley. A las
  diez hice la ronda para asegurarme de que todos estaban recogidos,
  porque creo que el entrenamiento riguroso y el sueño abundante son
  fundamentales para mantener el equipo en forma. Cambié unas palabras
  con Godfrey antes de que se retirara a dormir. Me pareció pálido y
  preocupado, y le pregunté si le ocurría algo. Me dijo que todo iba
  bien, que era sólo un pequeño dolor de cabeza. Le deseé buenas noches y
  lo dejé. Media hora después, según dice el portero, llegó un tipo
  barbudo y de aspecto patibulario, con una carta para Godfrey. Éste
  todavía no se había acostado, así que le subieron la carta a su
  habitación. Nada más leerla, cayó desplomado en un sillón, como si le
  hubieran pegado un hachazo. El portero se asustó tanto que hizo
  intención de salir a buscarme, pero Godfrey lo detuvo, bebió un trago
  de agua y se recompuso. Luego bajó al vestíbulo, habló unas palabras
  con el hombre que aguardaba allí y los dos se marcharon juntos. Cuando
  el portero los vio por última vez, iban casi corriendo calle abajo, en
  dirección al Strand. Esta mañana, la habitación de Godfrey estaba
  vacía, su cama estaba sin deshacer y todas sus cosas estaban tal como
  yo las había visto la noche antes. Se largó con aquel desconocido a la
  primera de cambio y desde entonces no hemos tenido noticias de él. Yo
  no creo que vuelva. Este Godfrey era un deportista hasta la médula, y
  no habría abandonado sus entrenamientos y dejado plantado a su capitán
  de no ser por un motivo irresistible. No, me da la sensación de que se
  ha ido para siempre y no lo volveremos a ver.


  Sherlock Holmes escuchaba con la máxima atención este curioso relato.


  —¿Qué hizo usted entonces? —preguntó.


  —Telegrafié a Cambridge, por si allí habían sabido algo de él. Ya me
  han contestado, y nadie lo ha visto.


  —¿Pudo haber regresado a Cambridge?


  —Sí, hay un tren nocturno a las once y cuarto.


  —Pero, hasta donde usted sabe, no lo tomó.


  —No, nadie lo ha visto.


  —¿Qué hizo usted a continuación?


  —Envié un telegrama a lord Mount-James.


  —¿Por qué a lord Mount-James?


  —Godfrey es huérfano, y lord Mount-James es su pariente más próximo. Su
  tío, creo.


  —¿Ah, sí? Esto arroja una nueva luz sobre el asunto. Lord Mount-James
  es uno de los hombres más ricos de toda Inglaterra.


  —Eso he oído decir a Godfrey.


  —¿Y su amigo es pariente próximo?


  —Sí, es su heredero, y el viejo ya tiene casi ochenta años... y además
  está podrido de la gota. Dicen que podría darle tiza al taco de billar
  con los nudillos. Jamás en su vida le dio a Godfrey un chelín, porque
  es un avaro sin remisión, pero cualquier día lo recibirá todo de golpe.


  —¿Ha recibido contestación de lord Mount-James?


  —No.


  —¿Qué motivo podría tener su amigo para ir a casa de lord Mount-James?


  —Bueno, algo le tenía preocupado la noche anterior, y si se trataba de
  un asunto de dinero, es posible que recurriera a su pariente más
  próximo, que tiene tanto; aunque, por lo que yo he oído, tenía bien
  pocas posibilidades de sacarle algo. Godfrey no se llevaba muy bien con
  el viejo, y no iría a verlo si pudiera evitarlo.


  —Bien, eso lo aclararemos pronto. Pero aun suponiendo que fuera a ver a
  su pariente lord Mount-James, todavía tiene usted que explicar la
  visita de ese individuo patibulario a una hora tan intempestiva y la
  agitación que provocó su llegada.


  Cyril Overton se apretó la cabeza con las manos.


  —¡No se me ocurre ninguna explicación! —exclamó.


  —Bien, bien, tengo el día libre y será un placer echarle un vistazo al
  asunto —dijo Holmes—. Le recomiendo encarecidamente que haga usted sus
  preparativos para el partido sin contar con este joven caballero. Como
  usted bien dice, tiene que haber surgido una necesidad ineludible para
  que se marchara de esa forma, y lo más probable es que esa misma
  necesidad lo mantenga alejado. Vamos a acercarnos juntos al hotel y
  veremos si el portero puede arrojar alguna luz sobre el asunto.


  Sherlock Holmes era un maestro consumado en el arte de conseguir que un
  testigo humilde se sintiera cómodo, y tardó muy poco, en la intimidad
  de la habitación abandonada de Godfrey Staunton, en sacarle al portero
  todo lo que éste tenía que decir. El visitante de la noche anterior no
  era un caballero, y tampoco un trabajador. Era, sencillamente, lo que
  el portero describía como «un tipo vulgar»; un hombre de unos cincuenta
  años, barba entrecana y rostro pálido, vestido con discreción. También
  él parecía nervioso; el portero había observado que le temblaba la mano
  cuando entregó la carta. Godfrey Staunton se había guardado la carta en
  el bolsillo. No le había dado la mano al hombre al encontrarlo en el
  vestíbulo. Habían intercambiado unas pocas frases, de las que el
  portero sólo llegó a distinguir la palabra «tiempo». Luego se habían
  marchado a toda prisa, de la manera ya descrita. Eran exactamente las
  diez y media en el reloj del vestíbulo.


  —Vamos a ver —dijo Holmes, sentándose en la cama de Staunton—. Usted es
  el portero de día, ¿no es así?


  —Sí, señor; acabo mi turno a las once.


  —Supongo que el portero de noche no vería nada.


  —No, señor; de madrugada llegó un grupo que venía del teatro, pero
  nadie más.


  —¿Estuvo usted de servicio todo el día de ayer?


  —Sí, señor.


  —¿Llevó usted algún mensaje al señor Staunton?


  —Sí, señor; un telegrama.


  —¡Ah! Eso es interesante. ¿A qué hora?


  —A eso de las seis.


  —¿Dónde estaba el señor Staunton cuando lo recibió?


  —Aquí, en su habitación.


  —¿Se encontraba usted presente cuando lo abrió?


  —Sí, señor; me quedé a esperar por si había contestación.


  —¿Y qué? ¿La hubo?


  —Sí, señor; escribió una respuesta.


  —¿Se hizo usted cargo de ella?


  —No. La llevó él mismo.


  —¿Pero la escribió en su presencia?


  —Sí, señor. Yo me quedé junto a la puerta, y él escribió en esa mesa,
  vuelto de espaldas. Al terminar de escribir, dijo: «Muy bien, portero;
  ya lo llevaré yo mismo».


  —¿Qué utilizó para escribir?


  —Una pluma, señor.


  —¿Utilizó un impreso de esos que hay sobre la mesa?


  —Sí, señor; el de encima.


  Holmes se levantó, tomó los impresos para telegramas, los acercó a la
  ventana y examinó con mucha atención el que estaba encima del montón.


  —Es una pena que no escribiera con lápiz —dijo por fin, dejándolos en
  su sitio con un resignado encogimiento de hombros—. Como sin duda habrá
  observado con frecuencia, Watson, la escritura suele quedar marcada a
  través del papel, un fenómeno que ha ocasionado la disolución de más de
  un feliz matrimonio. Pero aquí no ha quedado ni rastro. No obstante, me
  complace advertir que escribió con una plumilla de punta ancha, así que
  estoy casi convencido de que encontraremos alguna impresión en este
  secante. ¡Ajá, seguro que es esto!


  Arrancó una tira de papel secante y nos mostró un jeroglífico.


  —¡Póngalo frente al espejo! —exclamó Cyril Overton, muy excitado.


  —No hace falta —dijo Holmes—. El papel es fino y podremos leer el
  mensaje en el reverso. Aquí está.


  Dio la vuelta al papel y leímos.


  —Así que esto es el final del telegrama que Godfrey Staunton envió
  pocas horas antes de su desaparición. Nos faltan por lo menos seis
  palabras del mensaje, pero lo que queda..., «No nos abandone, por amor
  de Dios» ..., demuestra que este joven sentía la inminencia de un
  formidable peligro, del que alguien podía protegerle. ¡Fíjense que dice
  nos! Luego existe otra persona afectada. ¿Quién podría ser sino ese
  hombre pálido y barbudo que parecía tan nervioso? ¿Qué relación existe
  entre Godfrey Staunton y el barbudo? ¿Y quién es esta tercera persona a
  la que ambos piden ayuda contra el peligro inminente? Nuestra
  investigación ha quedado ya concretada en eso.


  —No tenemos más que averiguar a quién iba dirigido ese telegrama —
  sugerí yo.


  —Exacto, mi querido Watson. Su idea, aunque profunda, ya se me había
  pasado por la cabeza. Pero tal vez no se haya parado usted a pensar
  que, si se presenta en una oficina de Telégrafos y pide que le enseñen
  el resguardo de un telegrama enviado por otra persona, puede que los
  funcionarios no se muestren demasiado dispuestos a complacerle. ¡Hay
  tanto tiquismiquis en este tipo de cosas! Sin embargo, no me cabe duda
  alguna de que con un poco de delicadeza y mano izquierda se podría
  conseguir. Mientras tanto, señor Overton, me gustaría inspeccionar en
  su presencia esos papeles que hay encima de la mesa.


  Había una cierta cantidad de cartas, facturas y cuadernos de notas, que
  Holmes examinó uno por uno, con dedos ágiles y nerviosos y ojos rápidos
  y penetrantes.


  —Nada por aquí —dijo por fin—. A propósito, supongo que su amigo era un
  joven saludable. ¿No sabe si tenía algún problema?


  —Estaba hecho un toro.


  —¿Le ha visto alguna vez enfermo?


  —Ni un solo día. Una vez tuvo que guardar reposo a causa de una patada,
  y otra vez se dislocó la rótula, pero eso no es nada.


  —Puede que no estuviera tan fuerte como usted supone. Me siento
  inclinado a pensar que tenía algún problema secreto. Con su permiso, me
  voy a guardar uno o dos de estos papeles, por si resultan de utilidad
  en nuestras futuras pesquisas.


  —¡Un momento, un momento! —exclamó una voz quejumbrosa.


  Al volvernos a mirar, vimos a un anciano estrafalario que temblequeaba
  y se estremecía en el umbral de la puerta. Vestía de riguroso negro,
  con ropas raídas, sombrero de copa de ala muy ancha y una chalina
  blanca y floja. El efecto general era el de un párroco de pueblo o un
  ayudante de funeraria. Sin embargo, a pesar de su aspecto
  desastrado(andrajoso o desaseado) e incluso absurdo, su voz chirriaba
  de modo tan agudo y sus modales tenían tal intensidad que resultaba
  obligado prestarle atención.


  —¿Quién es usted, señor, y con qué derecho anda husmeando en los
  papeles de este caballero? —preguntó.


  —Soy detective privado y estoy intentando aclarar su desaparición.


  —Ah, ¿conque eso es usted? ¿Y quién le ha autorizado, eh?


  —Este caballero, amigo del señor Staunton, vino a verme por
  recomendación de Scotland Yard.


  —¿Quién es usted, señor?


  —Soy Cyril Overton.


  —Entonces es usted el que me envió el telegrama. Yo soy lord
  Mount-James. He venido todo lo deprisa que ha querido traerme el
  ómnibus(autobús, en este caso, tirado por caballos) de Bayswater. ¿De
  manera que ha contratado usted a un detective?


  —Sí, señor.


  —¿Y está usted dispuesto a afrontar ese gasto?


  —Estoy seguro, señor, de que mi amigo Godfrey responderá de ello en
  cuanto lo encontremos.


  —¿Y si no lo encuentran? ¿Eh? ¡Contésteme a eso!


  —En tal caso, seguro que su familia...


  —¡De eso nada, señor mío! —chilló el hombrecillo—. ¡A mí no me pida ni
  un penique! ¡Ni un penique! ¿Se entera usted, señor detective? Este
  muchacho no tiene más familia que yo, y yo le digo que no me hago
  responsable. Si tiene alguna aspiración a heredar se debe al hecho de
  que yo jamás he malgastado el dinero, y no tengo intención de empezar
  ahora. En cuanto a esos papeles con los que tantas libertades se toma,
  le advierto que si hay entre ellos algo de valor, tendrá usted que
  responder puntualmente de lo que haga con ellos.


  —Muy bien, señor —respondió Sherlock Holmes—. Mientras tanto, ¿puedo
  preguntar si tiene usted alguna teoría que explique la desaparición del
  joven?


  —No, señor, no la tengo. Tiene ya edad y tamaño suficientes para cuidar
  de sí mismo, y si es tan imbécil que se pierde, me niego por completo a
  aceptar la responsabilidad de buscarlo.


  —Me doy perfecta cuenta de su posición —dijo Holmes, con un brillo
  malicioso en los ojos—. Pero tal vez usted no comprenda bien la mía.
  Según parece, este Godfrey Staunton carece de medios económicos. Si lo
  han secuestrado, no puede haber sido por algo que él posea. La fama de
  sus riquezas, lord Mount-James, se ha extendido más allá de nuestras
  fronteras, y es muy posible que una banda de ladrones se haya apoderado
  de su sobrino con el fin de sacarle información acerca de su casa, sus
  costumbres y sus tesoros.


  El rostro de nuestro menudo y antipático visitante se volvió tan blanco
  como su chalina(pañuelo largo para el cuello).


  —¡Cielos, caballero, qué idea! ¡Jamás se me habría ocurrido semejante
  canallada! ¡Qué gentuza tan inhumana hay en el mundo! Pero Godfrey es
  un buen muchacho, un chico de fiar...; por nada del mundo traicionaría
  a su viejo tío. Haré trasladar toda la plata al banco esta misma tarde.
  Mientras tanto, señor detective, no escatime esfuerzos. Le ruego que no
  deje piedra sin remover para recuperarlo sano y salvo. En cuanto a
  dinero, bueno, siempre puede recurrir a mí, mientras no pase de cinco
  o, todo lo más, diez libras.


  Ni aun después de verse obligado a adoptar esta humilde actitud pudo el
  avariento aristócrata proporcionarnos alguna información útil, ya que
  sabía muy poco de la vida privada de su sobrino. Nuestra única pista
  era el fragmento de telegrama, y Holmes, llevando una copia del mismo
  en la mano, se puso en marcha dispuesto a encontrar un segundo eslabón
  para su cadena. Nos habíamos quitado de encima a lord Mount-James, y
  Overton había ido a discutir con los demás miembros de su equipo la
  desgracia que les había sobrevenido. A poca distancia del hotel había
  una oficina de telégrafos. Nos detuvimos a la puerta.


  —Vale la pena intentarlo, Watson —dijo Holmes—. Claro que con una orden
  judicial podríamos exigir ver los resguardos, pero aún no hemos llegado
  a esos niveles. No creo que se acuerden de las caras en un sitio tan
  concurrido. Vamos a arriesgarnos.


  Se dirigió a la joven situada tras la ventanilla y habló con su tono
  más dulzón.


  —Perdone que la moleste. Ha debido haber algún error en un telegrama
  que envié ayer. No he recibido respuesta, y mucho me temo que se me
  olvidara poner mi nombre al final. ¿Podría usted confiarme si fue así?


  La muchacha echó mano a una pila de impresos.


  —¿A qué hora lo puso?


  —Poco después de las seis.


  —¿A quién iba dirigido?


  Holmes se llevó un dedo a los labios y me lanzó una mirada.


  —Las últimas palabras eran «por amor de Dios» —susurró en tono
  confidencial—. Me tiene muy angustiado el no recibir contestación.


  La joven separó uno de los impresos.


  —Aquí está. No lleva firma —dijo, alisándolo sobre el mostrador.


  —Claro, eso explica que no me hayan respondido —dijo Holmes—. ¡Qué
  estúpido he sido! Buenos días, señorita, y muchas gracias por haberme
  quitado esa preocupación.


  En cuanto estuvimos de nuevo en la calle, Holmes se echó a reír por lo
  bajo y se frotó las manos.


  —¿Y bien? —pregunté yo.


  —Vamos progresando, querido Watson, vamos progresando. Tenía siete
  planes diferentes para echarle el ojo a ese telegrama, pero no esperaba
  tener éxito a la primera.


  —¿Y qué ha sacado en limpio?


  —Un punto de partida para la investigación —alzó la mano para detener
  un coche y dijo—: a la estación de Kingʼs Cross.


  —¿Así que nos vamos de viaje?


  —Sí, creo que tendremos que darnos una vuelta por Cambridge. Todos los
  indicios parecen apuntar en esa dirección.


  —Dígame, Holmes —pregunté mientras rodábamos calle arriba por Grayʼs
  Inn Road—, ¿tiene ya alguna sospecha sobre la causa de la desaparición?
  No creo recordar, entre todos nuestros casos, ninguno que tuviera unos
  motivos tan poco claros. Supongo que no creerá usted en serio eso de
  que le puedan haber secuestrado para obtener información acerca de la
  fortuna de su tío.


  —Confieso, querido Watson, que esa explicación no me parece muy
  probable. Sin embargo, se me ocurrió que era la única que tenía
  posibilidades de interesar a ese anciano tan desagradable.


  —Y ya lo creo que le interesó. Pero ¿qué otras alternativas existen?


  —Podría mencionar varias. Tiene usted que admitir que resulta muy
  curioso y sugerente que esto haya ocurrido en la víspera de un partido
  importante y que afecte precisamente al único hombre cuya presencia
  parece esencial para la victoria de su equipo. Naturalmente, puede
  tratarse de una coincidencia, pero no deja de ser interesante. En el
  deporte aficionado no hay apuestas organizadas, pero entre el público
  se cruzan muchas apuestas bajo cuerda, y es posible que alguien haya
  considerado que vale la pena anular a un jugador, como hacen con los
  caballos los tramposos del hipódromo. Esta sería una explicación. Hay
  otra bastante evidente, y es que este joven es, efectivamente, el
  heredero de una gran fortuna, por muy modesta que sea su situación
  actual, de manera que no se puede descartar la posibilidad de un
  secuestro para obtener rescate.


  —Estas teorías no explican lo del telegrama.


  —Muy cierto, Watson. El telegrama sigue siendo el único elemento
  concreto del que disponemos, y no debemos permitir que nuestra atención
  se desvíe por otros caminos. Si vamos a Cambridge es precisamente para
  tratar de arrojar algo de luz sobre el propósito de ese telegrama. Por
  el momento, nuestra investigación no tiene un rumbo muy claro, pero no
  me sorprendería mucho que de aquí a la noche lo aclarásemos o, cuando
  menos, realizásemos un avance considerable.


  Ya había oscurecido cuando llegamos a la histórica ciudad
  universitaria. Holmes alquiló un coche en la estación e indicó al
  cochero que nos llevara a casa del doctor Leslie Armstrong. A los pocos
  minutos, nos deteníamos frente a una gran mansión en la calle más
  transitada. Nos hicieron pasar y, tras una larga espera, fuimos
  admitidos en la sala de consulta, donde encontramos al doctor sentado
  detrás de su mesa.


  El hecho de que no me sonase el nombre de Leslie Armstrong demuestra
  hasta qué punto había yo perdido contacto con mi profesión. Ahora sé
  que no sólo es una figura de la facultad de Medicina de la Universidad,
  sino también un pensador con fama en toda Europa en más de una rama de
  la ciencia. No obstante, aun sin conocer su brillante historial,
  resultaba imposible no quedar impresionado con sólo echarle un vistazo:
  rostro macizo y cuadrado, ojos melancólicos bajo unas cejas pobladas,
  mandíbula inflexible tallada en granito... Un hombre de fuerte
  personalidad, un hombre de inteligencia despierta, serio, ascético,
  controlado, formidable..., así vi yo al doctor Leslie Armstrong.
  Sostenía en la mano la tarjeta de mi amigo y nos miraba con una
  expresión no muy complacida en sus severas facciones.


  —He oído hablar de usted, señor Holmes, y estoy al tanto de su
  profesión, que no es, ni mucho menos, de las que yo apruebo.


  —En eso, doctor, coincide usted con todos los delincuentes del país —
  respondió mi amigo, muy tranquilo.


  —Mientras sus esfuerzos se orienten hacia la eliminación del delito,
  señor, pueden contar con el apoyo de todo miembro razonable de la
  sociedad, aunque estoy convencido de que la maquinaria oficial es más
  que suficiente para ese propósito. Cuando sus actividades empiezan a
  ser criticables es cuando se entromete en los secretos de personas
  particulares, cuando saca a relucir asuntos familiares que más valdría
  dejar ocultos y cuando, por añadidura, hace perder el tiempo a personas
  que están más ocupadas que usted. Ahora mismo, por ejemplo, yo tendría
  que estar escribiendo un tratado en lugar de conversar con usted.


  —No lo dudo, doctor; pero es posible que la conversación acabe por
  parecerle más importante que el tratado. Dicho sea de paso, lo que
  nosotros hacemos es justo lo contrario de lo que usted nos achaca:
  procuramos evitar que los asuntos privados salgan a la luz pública,
  como sucede inevitablemente cuando el caso pasa a manos de la policía.
  Podría usted considerarme como un explorador independiente, que marcha
  por delante de las fuerzas oficiales del país. He venido a preguntarle
  acerca del señor Godfrey Staunton.


  —¿Qué pasa con él?


  —Usted lo conoce, ¿no es verdad?


  —Es íntimo amigo mío.


  —¿Sabe usted que ha desaparecido?


  —¿Ah, sí? —las ásperas facciones del doctor no mostraron ningún cambio
  de expresión.


  —Salió anoche de su hotel y no se ha vuelto a saber de él.


  —Ya regresará, estoy seguro.


  —Mañana es el partido de rugby entre las universidades.


  —No siento el menor interés por esos juegos infantiles. Me interesa, y
  mucho, el futuro del joven, porque lo conozco y lo aprecio. Él partido
  de rugby no entra para nada en mis horizontes.


  —En tal caso, apelo a su interés por el joven. ¿Sabe usted dónde está?


  —Desde luego que no.


  —¿No lo ha visto desde ayer?


  —No; no le he visto.


  —¿Era el señor Staunton una persona sana?


  —Absolutamente sana.


  —¿No le ha visto nunca enfermo?


  —Nunca.


  Holmes plantó ante los ojos del doctor una hoja de papel.


  —Entonces, tal vez pueda usted explicarme esta factura de trece
  guineas, pagada el mes pasado por el señor Godfrey Staunton al doctor
  Leslie Armstrong, de Cambridge. La encontré entre los papeles que había
  encima de la mesa.


  El doctor se puso rojo de ira.


  —No veo ninguna razón para que tenga que darle explicaciones a usted,
  señor Holmes.


  Holmes volvió a guardar la factura en su cuaderno de notas.


  —Si prefiere una explicación pública, tendrá que darla tarde o temprano
  — dijo—. Ya le he dicho que yo puedo silenciar lo que otros no tienen
  más remedio que hacer público, y obraría usted más prudentemente
  confiándose a mí.


  —No sé nada del asunto.


  —¿Tuvo alguna noticia del señor Staunton desde Londres?


  —Desde luego que no.


  —¡Ay, Señor! ¡Ay, Señor! ¡Ese servicio de Telégrafos! —suspiró Holmes
  con aire cansado—. Ayer, a las seis y cuarto de la tarde, el señor
  Godfrey Staunton le envió a usted desde Londres un telegrama sumamente
  urgente..., un telegrama que, sin duda alguna, está relacionado con su
  desaparición..., y usted no lo ha recibido. Es una vergüenza. Voy a
  tener que pasarme por la oficina local y presentar una reclamación.


  El doctor Leslie Armstrong se puso en pie de un salto, con su enorme
  rostro rojo de rabia.


  —Tengo que pedirle que salga de mi casa, señor —dijo—. Puede decirle a
  su patrón, lord Mount-James, que no quiero tener ningún trato ni con él
  ni con sus agentes. ¡No, señor, ni una palabra más! —hizo sonar con
  furia la campanilla—. John, indíqueles a estos caballeros la salida.


  Un pomposo mayordomo nos acompañó con aire severo hasta la puerta y nos
  dejó en la calle. Holmes estalló en carcajadas.


  —No cabe duda de que el doctor Leslie Armstrong es un hombre con
  energía y carácter —dijo—. No he conocido otro más capacitado, si
  orientase su talento por ese camino, para llenar el hueco que dejó el
  ilustre Moriarty. Y aquí estamos, mi pobre Watson, perdidos y sin
  amigos en esta inhóspita ciudad, que no podemos abandonar sin abandonar
  también nuestro caso. Esa pequeña posada situada justo enfrente de la
  casa de Armstrong parece adaptarse de maravilla a nuestras necesidades.
  Si no le importa alquilar una habitación que dé a la calle y adquirir
  lo necesario para pasar la noche, puede que me dé tiempo a hacer
  algunas indagaciones.


  Sin embargo, aquellas indagaciones le llevaron mucho más tiempo del que
  Holmes había imaginado, porque no regresó a la posada hasta cerca de
  las nueve. Venía pálido y abatido, cubierto de polvo y muerto de hambre
  y cansancio. Una cena fría le aguardaba sobre la mesa, y cuando hubo
  satisfecho sus necesidades y encendido su pipa, adoptó una vez más
  aquella actitud semicómica y absolutamente filosófica que le
  caracterizaba cuando las cosas iban mal. El sonido de las ruedas de un
  carruaje le hizo levantarse a mirar por la ventana. Ante la puerta del
  doctor, bajo la luz de un farol de gas, se había detenido un coche
  tirado por dos caballos tordos(pelaje mezclado de negro y blanco).


  —Ha estado fuera tres horas —dijo Holmes—. Salió a las seis y media, y
  ahora vuelve. Eso nos da un radio de diez o doce millas, y sale todos
  los días, y algunos días dos veces.


  —No tiene nada de extraño en un médico.


  —Pero, en realidad, Armstrong no es un médico con clientela. Es
  profesor e investigador, pero no le interesa la práctica de la
  medicina, que le apartaría de su trabajo literario. Y siendo así, ¿por
  qué hace estas salidas tan prolongadas, que deben resultarle un
  fastidio, y a quién va a visitar?


  —El cochero...


  —Querido Watson, ¿acaso puede usted dudar de que fue a él a quien
  primero me dirigí? No sé si sería por depravación innata o por
  indicación de su jefe, pero se puso tan bruto que llegó a azuzarme un
  perro. No obstante, ni a él ni al perro les gustó el aspecto de mi
  bastón, y la cosa no pasó de ahí. A partir de aquel momento, nuestras
  relaciones se hicieron un poco tirantes y ya no parecía indicado seguir
  haciéndole preguntas. Lo poco que he averiguado me lo dijo un individuo
  amistoso en el patio de esta misma posada. Él me ha informado de las
  costumbres del doctor y sus salidas diarias. En aquel mismo instante, y
  como para confirmar sus palabras, llegó el coche a su puerta.


  —¿No pudo usted haberlo seguido?


  —¡Excelente, Watson! Está usted deslumbrante esta noche. Sí que se me
  pasó por la cabeza esa idea. Como tal vez haya observado, junto a
  nuestra posada hay una tienda de bicicletas. Entré a toda prisa,
  alquilé una y conseguí ponerme en marcha antes de que el carruaje se
  perdiera de vista por completo. No tardé en alcanzarlo, y luego,
  manteniéndome a una discreta distancia de cien yardas, seguí sus luces
  hasta que salimos de la ciudad. Habíamos avanzado un buen trecho por la
  carretera rural cuando ocurrió un incidente bastante mortificante. El
  coche se detuvo, el doctor se apeó, se acercó rápidamente hasta donde
  yo me había detenido a mi vez, y me dijo con un excelente tono
  sarcástico que temía que la carretera fuera algo estrecha y que
  esperaba que su coche no impidiera el paso de mi bicicleta. No lo
  habría podido expresar de un modo más admirable. Me apresuré a
  adelantar a su coche, seguí unas cuantas millas por la carretera
  principal y luego me detuve en un lugar conveniente para ver si pasaba
  el carruaje. Pero no se veía la menor señal de él, así que no cabe duda
  de que se tuvo que meter por alguna de las varias carreteras laterales
  que yo había visto. Volví atrás, pero no encontré ni rastro del coche.
  Y ahora, como ve, acaba de regresar. Por supuesto, en un principio no
  tenía ninguna razón especial para relacionar estas salidas con la
  desaparición de Godfrey Staunton, y sólo me decidí a investigarlas
  porque, de momento y en términos generales, nos interesa todo lo que
  tenga que ver con el doctor Armstrong. Pero ahora que he podido
  comprobar lo atentamente que vigila si alguien le sigue en esas
  excursiones, la cosa parece más importante, y no me quedaré satisfecho
  hasta haberla aclarado.


  —Podemos seguirle mañana.


  —¿Usted cree? No es tan fácil como usted piensa. No conoce usted el
  paisaje de la región de Cambridge, ¿verdad que no? Se presta muy mal al
  ocultamiento. Toda la zona que he recorrido esta noche es llana y
  despejada como la palma de la mano, y el hombre al que queremos seguir
  no es ningún idiota, como ha demostrado sin ningún género de dudas esta
  noche. He telegrafiado a Overton para que nos transmita a esta
  dirección cualquier novedad que surja en Londres, y mientras tanto, lo
  único que podemos hacer es concentrar nuestra atención en el doctor
  Armstrong, cuyo nombre pude leer, gracias a aquella señorita tan atenta
  de Telégrafos, en el resguardo del mensaje urgente de Staunton.
  Armstrong sabe dónde está el joven, podría jurarlo...; y si él lo sabe,
  será fallo nuestro si no llegamos a saberlo también nosotros. Por el
  momento, hay que reconocer que nos va ganando por una baza, y ya sabe
  usted, Watson, que no tengo por costumbre abandonar la partida en esas
  condiciones.


  Sin embargo, el nuevo día no nos acercó más a la solución del misterio.


  Después del desayuno llegó una carta que Holmes me pasó con una
  sonrisa.


  Decía así:


  «Señor:


  Puedo asegurarle que está usted perdiendo el tiempo al seguir mis
  movimientos. Como tuvo ocasión de comprobar anoche, mi coche tiene una
  ventanilla en la parte de atrás, y si lo que quiere es hacer un
  recorrido de veinte millas que le acabe dejando en el mismo punto de
  donde salió, no tiene más que seguirme. Mientras tanto, puedo
  informarle de que espiándome a mí no ayudará en nada al señor Godfrey
  Staunton, y estoy convencido de que el mejor servicio que podría usted
  hacerle a dicho caballero sería regresar inmediatamente a Londres y
  comunicarle al que le manda que no ha logrado encontrarlo. Desde luego,
  en Cambridge pierde usted el tiempo. Atentamente,


  LESLIE ARMSTRONG.»


  —Un antagonista honrado este doctor, y sin pelos en la lengua —dijo
  Holmes—. Caramba, caramba. Ha conseguido excitar mi curiosidad y no lo
  soltaré sin haber averiguado más.


  —Ahora mismo tiene el coche en la puerta —dije yo—. Está subiendo a él.
  Le he visto mirar hacia nuestra ventana. ¿Y si probara yo suerte con la
  bicicleta?


  —No, no, querido Watson. Sin ánimo de menospreciar su inteligencia, no
  me parece que sea usted rival para el ilustre doctor. Tal vez pueda
  conseguir nuestro objetivo realizando algunas investigaciones
  independientes por mi cuenta. Me temo que tendré que abandonarle a
  usted a su suerte, ya que la presencia de dos forasteros preguntones en
  una apacible zona rural podría provocar más comentarios de lo que sería
  conveniente. Estoy seguro de que podrá entretenerse contemplando los
  monumentos de esta venerable ciudad, y espero poder presentarle un
  informe más favorable antes de esta noche.


  Sin embargo, mi amigo iba a sufrir una nueva decepción. Regresó ya de
  noche, cansado y sin resultados.


  —He tenido un día nefasto, Watson. Después de fijarme en la dirección
  que tomaba el doctor, me he pasado el día visitando todos los pueblos
  que hay por ese lado de Cambridge y cambiando comentarios con
  taberneros y otras agencias locales de noticias. He cubierto bastante
  terreno: Chesterton, Histon, Waterbeach y Oakington han quedado
  investigados, y todos ellos con resultados negativos. Sería imposible
  que en esas balsas de aceite pasara inadvertida la presencia diaria de
  un coche de lujo con dos caballos. Otra baza para el doctor. ¿Hay algún
  telegrama para mí?


  —Sí; lo he abierto y dice: «Pregunte por Pompey a Jeremy Dixon, Trinity
  College.» No lo he entendido.


  —Oh, está muy claro. Es de nuestro amigo Overton y responde a una
  pregunta mía. Le enviaré una nota al señor Jeremy Dixon y estoy seguro
  de que ahora cambiará nuestra suerte. Por cierto, ¿hay alguna noticia
  del partido?


  —Sí, el periódico local de la tarde trae una crónica excelente en su
  última edición. Oxford ganó por un gol y dos ensayos. Escuche el final
  del artículo: «La derrota de los Celestes se puede atribuir por
  completo a la lamentable ausencia de su figura internacional Godfrey
  Staunton, que se notó en todos los momentos del partido. La falta de
  coordinación en la línea de tres cuartos y las debilidades en el ataque
  y la defensa neutralizaron con creces los esfuerzos de un equipo duro y
  esforzado.»


  —Ya veo que los temores de nuestro amigo Overton estaban justificados
  —dijo Holmes—. Personalmente, estoy de acuerdo con el doctor Armstrong:
  el rugby no entra en mis horizontes. Hay que acostarse pronto, Watson,
  porque preveo que mañana será un día muy agitado.


  A la mañana siguiente, lo primero que vi de Holmes me dejó horrorizado:
  estaba sentado junto a la chimenea con su jeringuilla hipodérmica en la
  mano. Pensé en aquella única debilidad de su carácter y me temí lo peor
  al ver brillar el instrumento en su mano. Pero él se rio de mi
  expresión de angustia y dejó la jeringuilla en la mesa.


  —No, no, querido compañero, no hay motivo de alarma. En esta ocasión,
  esta jeringuilla no será un instrumento del mal, sino que, por el
  contrario, será la llave que nos abra las puertas del misterio. En ella
  baso todas mis esperanzas. Acabo de regresar de una pequeña exploración
  y todo se presenta favorable. Desayune bien, Watson, porque hoy me
  propongo seguir el rastro del doctor Armstrong y, una vez sobre la
  pista, no me pararé a comer ni a descansar hasta verlo entrar en su
  madriguera.


  —En tal caso —dije yo—, más vale que nos llevemos el desayuno, porque
  hoy parece que sale más temprano. El coche ya está en la puerta.


  —No se preocupe. Déjele marchar. Muy listo tendrá que ser para meterse
  por donde yo no pueda seguirle. Cuando haya terminado, baje conmigo al
  patio y le presentaré a un detective que es un eminente especialista en
  el tipo de tarea que nos aguarda.


  Cuando bajamos, seguí a Holmes a los establos. Una vez allí, abrió la
  puerta de una caseta e hizo salir a un perrito blanco y canelo, de
  orejas caídas, que parecía un cruce de sabueso y zorrero.


  —Permítame que le presente a Pompey —dijo—. Pompey es el orgullo de los
  rastreadores del distrito. No es un gran corredor, como se deduce de su
  constitución, pero jamás pierde un rastro. Bien, Pompey, aunque no seas
  muy veloz, me temo que serás demasiado rápido para un par de maduros
  caballeros londinenses, así que voy a tomarme la libertad de sujetarte
  por el collar con esta correa. Y ahora, muchacho, en marcha: enséñanos
  lo que eres capaz de hacer.


  Cruzamos la calle hasta la puerta del doctor. El perro olfateó un
  instante a su alrededor y, con un agudo gemido de excitación, salió
  disparado calle abajo, tirando de la correa para avanzar más deprisa.
  Al cabo de media hora, habíamos dejado atrás la ciudad y recorríamos a
  paso ligero una carretera rural.


  —¿Qué ha hecho usted, Holmes? —pregunté.


  —Un truco venerable y gastadísimo, pero que resulta muy útil de cuando
  en cuando. Esta mañana me metí en las cocheras del doctor y descargué
  mi jeringa, llena de esencia de anís, en una rueda trasera de su coche.
  Un perro de caza puede seguir el rastro del anís de aquí al fin del
  mundo, y nuestro amigo Armstrong tendría que conducir su coche por el
  río Cam para quitarse de encima a Pompey. ¡Ah! ¡Qué granuja más astuto!
  Así es como me dio esquinazo la otra noche.


  El perro se había salido de pronto de la carretera principal para
  meterse por un camino cubierto de hierba. A una media milla de
  distancia, el camino desembocaba en otra carretera ancha, y el rastro
  torcía bruscamente a la derecha, en dirección a la ciudad que
  acabábamos de abandonar. Al sur de la población, la carretera formaba
  una curva y continuaba en dirección contraria a la que habíamos tomado
  al partir.


  —De manera que este rodeo iba dedicado exclusivamente a nosotros, ¿eh?
  —dijo Holmes—. No me extraña que mis indagaciones en todos esos pueblos
  no condujeran a nada. Desde luego, el doctor se está empleando a fondo
  en este juego, y me gustaría conocer las razones de tanto disimulo. Ese
  pueblo de la derecha debe de ser Trumpington. Y... ¡Por Júpiter! ¡Ahí
  viene el coche, doblando la esquina! ¡Rápido, Watson, rápido, o estamos
  perdidos!


  De un salto, Holmes se metió por un portillo que daba a un campo,
  arrastrando tras él al indignado Pompey. Apenas habíamos tenido tiempo
  de ocultarnos detrás del seto cuando el carruaje pasó traqueteando
  delante de nosotros. Tuve una fugaz visión del doctor Armstrong en su
  interior, con los hombros caídos y la cabeza hundida entre las manos,
  convertido en la viva imagen del desconsuelo. La expresión seria del
  rostro de mi compañero me hizo comprender que también él lo había
  visto.


  —Empiezo a temer que nuestra investigación tenga un mal final —dijo—.
  No tardaremos mucho en saberlo. ¡Vamos, Pompey! ¡Ajá, es esa casa de
  campo!


  No cabía duda de que habíamos llegado al final de nuestro viaje. Pompey
  daba vueltas y vueltas, gimoteando ansiosamente frente al portillo,
  donde aún se distinguían las huellas del coche. Un sendero conducía
  hasta la solitaria casita. Holmes ató el perro al seto y avanzamos
  presurosos hacia ella. Mi amigo llamó a la rústica puertecita y volvió
  a llamar sin obtener respuesta. Sin embargo, la casa no estaba vacía,
  porque a nuestros oídos llegaba un sonido apagado..., una especie de
  monótono gemido de dolor y desesperación, indescriptiblemente
  melancólico. Holmes vaciló un instante y luego se volvió a mirar hacia
  la carretera que acabábamos de recorrer. Por ella venía un coche, cuyos
  caballos tordos resultaban inconfundibles.


  —¡Por Júpiter, ahí vuelve el doctor! —exclamó Holmes—. Esto decide la
  cuestión. Tenemos que averiguar qué ocurre antes de que llegue.


  Abrió la puerta y penetramos en el vestíbulo. El sordo rumor sonó con
  más fuerza, hasta convertirse en un largo y angustioso lamento. Venía
  del piso alto. Holmes se lanzó escaleras arriba, y yo subí tras él.
  Abrió de un empujón una puerta entornada y los dos nos quedamos
  inmóviles de espanto ante la escena que teníamos delante.


  Una mujer joven y hermosa yacía muerta sobre la cama. Su rostro pálido
  y sereno, con ojos azules muy abiertos y apagados, miraba hacia arriba
  entre una abundante mata de cabellos dorados. Al pie de la cama, medio
  sentado, medio arrodillado, con el rostro hundido en la colcha, había
  un joven cuyo cuerpo se estremecía en constantes sollozos. Se
  encontraba tan inmerso en su pena que ni siquiera levantó la mirada
  hasta que Holmes le puso la mano en el hombro.


  —¿Es usted el señor Godfrey Staunton?


  —Sí..., sí..., pero llegan ustedes tarde. ¡Ha muerto!


  El pobre hombre estaba tan aturdido que sólo se le ocurría pensar que
  nosotros éramos médicos enviados en su ayuda. Holmes estaba intentando
  pronunciar unas palabras de consuelo y explicarle la inquietud que su
  repentina desaparición había provocado entre sus amigos, cuando se
  oyeron pasos en la escalera, y el rostro macizo, severo y acusador del
  doctor Armstrong apareció en la puerta.


  —Bien, caballeros —dijo—. Ya veo que se han salido con la suya, y no
  cabe duda de que han elegido un momento particularmente delicado para
  su intrusión. No me gusta armar alboroto en presencia de la muerte,
  pero les aseguro que si yo fuera más joven, su monstruoso
  comportamiento no quedaría impune.


  —Perdone, doctor Armstrong, creo que ha habido un pequeño malentendido
  —dijo mi amigo con dignidad—. Si quisiera usted venir abajo con
  nosotros, tal vez podríamos aclararnos el uno al otro las
  circunstancias de este doloroso asunto.


  Un minuto más tarde, el severo doctor se encaraba con nosotros en el
  cuarto de estar de la planta baja.


  —¿Y bien, caballero? —dijo.


  —En primer lugar, quiero que sepa que no trabajo para lord Mount-James
  y que mis simpatías en este asunto están por completo en contra de ese
  noble señor. Cuando desaparece una persona, mi deber es averiguar qué
  le ha ocurrido; pero una vez que lo he hecho, el caso está concluido
  por lo que a mí concierne. Mientras no se haya cometido ningún delito,
  soy mucho más partidario de silenciar los escándalos privados que de
  darles publicidad. Si aquí no se ha violado la ley, como parece ser el
  caso, puede usted confiar plenamente en mi discreción y mi cooperación
  para que el asunto no llegue a oídos de la prensa.


  El doctor Armstrong dio un rápido paso adelante y estrechó con fuerza
  la mano de Holmes.


  —Es usted un buen tipo —dijo—. Le había juzgado mal. Doy gracias al
  cielo por haberme arrepentido de dejar al pobre Staunton aquí solo con
  su dolor y haber hecho dar la vuelta a mi coche, porque así he tenido
  ocasión de conocerle. Sabiendo ya lo que usted sabe, el resto es fácil
  de explicar. Hace un año, Godfrey Staunton pasó una temporada en una
  pensión de Londres, se enamoró perdidamente de la hija de la patrona y
  se casó con ella. Era una muchacha tan buena como hermosa y tan
  inteligente como buena. Ningún hombre se avergonzaría de una esposa
  semejante. Pero Godfrey era el heredero de ese viejo aristócrata
  avinagrado y estaba completamente seguro de que la noticia de su
  matrimonio daría al traste con su herencia. Yo conocía bien al muchacho
  y lo apreciaba por sus muchas y excelentes cualidades. Hice todo lo que
  pude para ayudarle a arreglar las cosas. Procuramos, por todos los
  medios posibles, que nadie se enterase del asunto, porque una vez que
  un rumor así se pone en marcha, no tarda mucho en ser del dominio
  público. Hasta ahora, gracias a esta casita aislada y a su propia
  discreción, Godfrey había conseguido lo que se proponía. Nadie conocía
  su secreto, excepto yo y un sirviente de toda confianza, que en estos
  momentos ha ido a Trumpington a buscar ayuda. Pero, de pronto, una
  terrible desgracia se abatió sobre ellos: la esposa contrajo una grave
  enfermedad, una tuberculosis del tipo más virulento. El pobre muchacho
  estaba medio loco de angustia, a pesar de lo cual tenía que ir a
  Londres a jugar ese partido, porque no podía faltar sin dar
  explicaciones que revelarían el secreto. Intenté animarlo por medio de
  un telegrama, y él me respondió con otro, en el que me suplicaba que
  hiciera todo lo posible. Ese fue el telegrama que usted, de algún modo
  inexplicable, parece haber visto. Yo no le había dicho lo inminente que
  era el desenlace, porque sabía que su presencia aquí no serviría de
  nada, pero le conté la verdad al padre de la chica, y él, sin pararse a
  pensar, se la contó a Godfrey, con el resultado de que éste se presentó
  aquí en un estado rayano en la locura, y en ese estado ha permanecido
  desde entonces, arrodillado al pie de la cama, hasta que esta mañana la
  muerte puso fin a los sufrimientos de la pobre mujer. Eso es todo,
  señor Holmes, y estoy seguro de que puedo confiar en su discreción y en
  la de su amigo.


  Holmes estrechó la mano del doctor.


  —Vamos, Watson —dijo.


  Y salimos de aquella casa de dolor al pálido sol de la mañana de
  invierno.


  - 12 -
  La aventura de Abbey Grange



  Una cruda y fría mañana del invierno de 1897 me desperté al sentir que
  alguien me tiraba del hombro. Era Holmes, la vela que llevaba en la
  mano iluminaba el rostro ansioso que se inclinaba sobre mí, y me bastó
  una mirada para comprender que algo iba mal.


  —¡Vamos, Watson, vamos! —me gritó—. El juego ha comenzado. ¡Ni una
  palabra! ¡Vístase y venga conmigo!


  Diez minutos después, íbamos los dos en un coche de alquiler, rodando
  por calles silenciosas, camino de la estación de Charing Cross.
  Comenzaban a aparecer las primeras y débiles luces de la aurora
  invernal y, de cuando en cuando, alcanzábamos a ver la figura borrosa
  de algún obrero madrugador que se cruzaba con nosotros, difuminada en
  la bruma iridiscente de Londres. Holmes se arrebujaba en silencio en su
  grueso abrigo, y yo le imitaba de buena gana, porque hacía un frío
  intenso y ninguno de los dos habíamos desayunado. Hasta que no hubimos
  tomado un poco de té caliente en la estación y ocupado nuestros
  asientos en el tren de Kent, no nos sentimos lo suficientemente
  descongelados, él para hablar y yo para escuchar. Holmes sacó una carta
  del bolsillo y la leyó en voz alta:


  «ABBEY GRANGE, MARSHAM, KENT, 3,30 de la mañana.


  QUERIDO SR. HOLMES: Me gustaría mucho poder contar cuanto antes con su
  ayuda en lo que promete ser un caso de lo más extraordinario. Parece
  que entra de lleno en su especialidad. Aparte de dejar libre a la
  señora, procuraré que todo se mantenga exactamente como lo encontré,
  pero le ruego que no pierda un instante, porque es difícil dejar aquí a
  lord Eustace.


  Le saluda atentamente, Stanley HOPKINS.»


  —Hopkins ha recurrido a mí en siete ocasiones, y en todas ellas su
  llamada estaba justificada —dijo Holmes— Creo que todos esos casos han
  pasado a formar parte de su colección, y debo reconocer, Watson, que
  posee un cierto sentido de la selección que compensa muchas cosas que
  me parecen deplorables en sus relatos. Su nefasta costumbre de mirarlo
  todo desde el punto de vista narrativo, en lugar de considerarlo como
  un ejercicio científico, ha echado a perder lo que podría haber sido
  una instructiva, e incluso clásica, serie de demostraciones. Pasa usted
  por encima de los aspectos más sutiles y refinados del trabajo, para
  recrearse en detalles sensacionalistas, que pueden emocionar, pero
  jamás instruir al lector.


  —¿Por qué no los escribe usted mismo? —dije, algo picado.


  —Lo haré, querido Watson, lo haré. Por el momento, como sabe, estoy
  demasiado ocupado, pero me propongo dedicar mis años de decadencia a la
  composición de un libro de texto que compendie en un solo volumen todo
  el arte de la investigación. La que tenemos ahora entre manos parece
  ser un caso se asesinato.


  —Entonces, ¿cree usted que este sir Eustace está muerto?


  —Yo diría que sí. La letra de Hopkins indica que se encuentra muy
  alterado, y no es precisamente un hombre emotivo. Sí, me da la
  impresión de que ha habido violencia y que no han levantado el cadáver,
  en espera de que lleguemos a examinarlo. No me llamaría por un simple
  suicidio. En cuanto a eso de dejar libre a la señora..., parece como si
  se hubiera quedado encerrada en una habitación durante la tragedia.
  Vamos a entrar en las altas esferas, Watson: papel crujiente, monograma
  «E.B.», escudo de armas, casa con nombre pintoresco... Creo que el
  amigo Hopkins estará a la altura de su reputación y nos proporcionará
  una interesante mañana. El crimen se cometió anoche, antes de las doce.


  —¿Cómo puede saber eso?


  —Echando un vistazo al horario de trenes y calculando el tiempo.
  Primero hubo que llamar a la policía local, ésta se puso en
  comunicación con Scotland Yard, Hopkins tuvo que llegar hasta allí, y
  luego me hizo llamar a mí. Todo eso ocupa buena parte de la noche.
  Bien, ya llegamos a la estación de Chislehurst, y pronto saldremos de
  dudas.


  Un trayecto en coche de unas dos millas por estrechos caminos rurales
  nos llevó hasta la puerta exterior de un amplio jardín, que nos fue
  franqueada por un anciano guardés(encargado de custodiar una casa),
  cuyo rostro macilento(delgado y descolorido) reflejaba los efectos de
  algún terrible desastre. La avenida de acceso a la mansión atravesaba
  un espléndido parque entre hileras de añosos olmos y terminaba ante un
  edificio bajo y extenso, con una columnata frontal que recordaba el
  estilo de Palladio(arquitecto veneciano del siglo XVI). Saltaba a la
  vista que la parte central, toda cubierta de hiedra, era muy antigua,
  pero los grandes ventanales demostraban que se habían realizado
  reformas en tiempos modernos, y un ala de la mansión parecía
  completamente nueva. La puerta estaba abierta, y en ella nos aguardaba
  la figura juvenil del inspector Stanley Hopkins, con su rostro
  despierto y sagaz.


  —Me alegro mucho de que haya venido, señor Holmes. Y usted también,
  doctor Watson. Aunque, la verdad, de haber sabido lo que iba a ocurrir,
  no les habría molestado, porque en cuanto la señora volvió en sí nos
  dio una explicación tan clara del asunto que poco nos queda ya por
  hacer. ¿Se acuerda usted de la banda de ladrones de Lewisham?


  —¿Quiénes, los tres Randall?


  —Exacto; el padre y dos hijos. Han sido ellos, no cabe la menor duda.
  Hace quince días dieron un golpe en Sydenham y fueron vistos e
  identificados. Hace falta mucha sangre fría para dar otro golpe tan
  pronto y tan cerca. Y esta vez les va a costar la horca.


  —¿Así que sir Eustace está muerto?


  —Sí; le aplastaron la cabeza con su propio atizador de chimenea.


  —Según me ha dicho el cochero, se trata de sir Eustace Brackenstall.


  —Exacto; uno de los hombres más ricos de Kent. Lady Brackenstall se
  encuentra en la sala de estar. La pobre mujer ha sufrido una
  experiencia espantosa. Cuando la vi por primera vez, parecía medio
  muerta. Creo que lo mejor será que la vea usted y escuche su versión de
  los hechos. Luego examinaremos juntos el comedor.


  Lady Brackenstall no era una persona corriente. Pocas veces he visto
  una figura tan elegante, una presencia tan femenina y un rostro tan
  bello. Era rubia, de cabellos dorados y ojos azules, y no cabe duda de
  que su cutis habría presentado la tonalidad perfecta que suele
  acompañar a estos rasgos de no ser porque su reciente experiencia la
  había dejado pálida y demacrada. Sus sufrimientos habían sido tanto
  físicos como mentales, porque encima de un ojo se le había formado un
  tremendo chichón de color violáceo, que su doncella, una mujer alta y
  austera, mojaba constantemente con agua y vinagre. Yacía tendida de
  espaldas sobre un diván, con aspecto de total agotamiento, pero en
  cuanto nosotros entramos en la habitación, su mirada rápida y
  observadora y la expresión de alerta de sus hermosas facciones nos
  hicieron comprender que la terrible experiencia no había quebrantado ni
  su ingenio ni su valor. Estaba envuelta en una amplia bata de colores
  azul y plata, pero a su lado, sobre el diván, colgaba un vestido de
  noche negro con lentejuelas.


  —Ya le he contado todo lo que sucedió, señor Hopkins —dijo con voz
  cansada—. ¿No podría usted repetirlo por mí? Bien, si usted cree que es
  necesario, explicaré a estos caballeros lo ocurrido. ¿Han estado ya en
  el comedor?


  —Me ha parecido mejor que oyeran primero su historia, señora.


  —Me sentiré mucho mejor cuando haya arreglado usted todo esto. Es
  horrible pensar que todavía sigue ahí tirado.


  La mujer sufrió un estremecimiento y se cubrió el rostro con las manos.
  Al hacerlo, la manga de su bata se deslizó hacia abajo, dejando al
  descubierto el antebrazo.


  Holmes dejó escapar una exclamación.


  —¡Señora, tiene usted más heridas! ¿Qué es esto?


  Dos marcas de color rojo intenso resaltaban sobre el blanco y bien
  torneado brazo. Lady Brackenstall se apresuró a cubrirlo.


  —No es nada. No tiene nada que ver con el espantoso suceso de anoche.
  Si usted y su amigo hacen el favor de sentarse, les contaré todo lo que
  pueda. Soy la esposa de sir Eustace Brackenstall. Nos casamos hace
  aproximadamente un año. Supongo que no tendría sentido tratar de
  ocultar que nuestro matrimonio no ha sido feliz. Me temo que todos
  nuestros vecinos se lo dirían, aunque yo intentara negarlo. Tal vez
  parte de la culpa sea mía. Me crie en el ambiente más libre y menos
  convencional de Australia del Sur, y esta vida inglesa, con sus
  protocolos y su etiqueta, no va conmigo. Pero la principal razón era un
  hecho conocido por todos: que sir Eustace era un borracho empedernido.
  Pasar una hora con un hombre así ya resulta desagradable. ¿Se imaginan
  lo que puede representar para una mujer sensible y cultivada verse
  atada a él día y noche? Defender la validez de un matrimonio así es un
  sacrilegio, un crimen, una infamia... Les aseguro que estas monstruosas
  leyes suyas acabarán atrayendo una maldición sobre su país. El cielo no
  consentirá que perdure tanta maldad.


  Se incorporó por un instante, con las mejillas encendidas y los ojos
  despidiendo fuego bajo el terrible golpe de la frente. Pero la mano
  firme y cariñosa de la austera doncella le colocó de nuevo la cabeza
  sobre la almohada y el arrebato de furia se diluyó en apasionados
  sollozos. Por fin pudo continuar:


  —Voy a contarles lo de anoche. Seguramente ya sabrán que en esta casa
  toda la servidumbre duerme en el ala moderna. En este bloque central
  vivimos nosotros; la cocina está en la parte de atrás y nuestro
  dormitorio arriba. Teresa, mi doncella, duerme encima de mi habitación.
  No hay nadie más en esta parte de la casa, y ningún ruido podría
  despertar a los que están en el ala más apartada. Los ladrones tenían
  que saberlo, pues de lo contrario no habrían actuado como lo hicieron.


  Sir Eustace se retiró aproximadamente a las diez y media. La
  servidumbre ya se había marchado a su sector. La única que seguía
  levantada era mi doncella, que permanecía en su habitación del piso
  alto hasta que yo necesitara sus servicios. Yo me quedé en esta
  habitación hasta después de las once, absorta en la lectura de un
  libro. Luego di una vuelta por la casa para asegurarme de que todo
  estaba en orden antes de subir a mi cuarto. Tenía la costumbre de
  hacerlo yo misma, porque, como ya les he explicado, sir Eustace no
  siempre estaba en condiciones. Revisé la cocina, la despensa, el
  armero, la sala de billar y, por último, el comedor. Al acercarme a la
  ventana, que tiene cortinas muy gruesas, sentí de pronto que me daba el
  viento en la cara y comprendí que estaba abierta. Descorrí las cortinas
  y me encontré cara a cara con un hombre ya mayor, ancho de hombros, que
  acababa de penetrar en la habitación. La ventana es un ventanal
  francés, que en realidad forma una puerta que da al jardín. Yo llevaba
  en la mano una palmatoria(platillo para colocar una vela) con la vela
  encendida, y a su luz pude ver a otros dos hombres que venían detrás
  del primero y estaban entrando en aquel momento. Retrocedí, pero el
  hombre se me echó encima al instante. Me agarró primero por la muñeca y
  después por la garganta. Abrí la boca para gritar, pero él me dio un
  puñetazo tremendo encima del ojo, que me derribó por el suelo. Debí de
  permanecer inconsciente durante unos minutos, porque cuando volví en mí
  descubrí que habían arrancado el cordón de la campanilla y me habían
  atado con él al sillón de roble situado a la cabecera de la mesa del
  comedor. Estaba tan apretada que no podía moverme, y me habían
  amordazado con un pañuelo para impedir que hiciera ruido. En aquel
  preciso instante, mi desdichado esposo entró en el comedor. Sin duda,
  había oído ruidos sospechosos y venía preparado para una escena como la
  que, efectivamente, se encontró. Estaba en mangas de camisa  y empuñaba
  su bastón favorito, de madera de espino. Se lanzó contra uno de los
  ladrones, pero otro, el más viejo, se agachó, cogió el atizador de la
  chimenea y le pegó un golpe terrible según pasaba a su lado. Cayó sin
  soltar ni un gemido y ya no volvió a moverse. Me desmayé de nuevo, pero
  también esta vez debieron de ser muy pocos minutos los que permanecí
  inconsciente. Cuando abrí los ojos, vi que se habían apoderado de toda
  la plata que había en el aparador y que habían abierto una botella de
  vino. Cada uno de ellos tenía una copa en la mano. Ya les he dicho, ¿o
  no?, que uno era viejo y barbudo, y los otros dos muchachos imberbes.
  Podrían haber sido un padre y sus dos hijos. Estaban cuchicheando entre
  ellos. Luego se acercaron a mí y se aseguraron de que seguía bien
  atada. Y por fin se marcharon, cerrando la ventana al salir. Tardé por
  lo menos un cuarto de hora en quitarme la mordaza de la boca, y cuando
  lo conseguí, mis gritos hicieron bajar a la doncella. No tardó en
  acudir el resto del servicio y avisamos a la policía, que
  inmediatamente se puso en contacto con Londres. Esto es todo lo que
  puedo decirles, caballeros, y espero que no será necesario que vuelva a
  repetir una historia tan dolorosa.


  —¿Alguna pregunta, señor Holmes? —preguntó Hopkins.


  —No quiero abusar más de la paciencia y el tiempo de lady Brackenstall
  —dijo Holmes—. Pero antes de pasar al comedor, me gustaría oír lo que
  pueda usted contarnos —añadió, dirigiéndose a la doncella.


  —Yo vi a esos hombres antes de que entraran en la casa —dijo ésta—.
  Estaba sentada junto a la ventana de mi habitación y vi a tres hombres
  a la luz de la luna, junto al portón de la casa del guardés, pero en
  aquel momento no le di importancia. Más de una hora después, oí gritar
  a la señora y bajé corriendo, encontrándola como ella dice, pobre
  criatura, y al señor en el suelo, con la sangre y los sesos
  desparramados por todo el comedor. Cualquier otra mujer se habría
  vuelto loca, allí atada y con el vestido salpicado de sangre; pero a la
  señorita Mary Fraser de Adelaida nunca le faltó valor, y lady
  Brackenstall de Abbey Grange no ha cambiado de manera de ser. Creo,
  caballeros, que ya la han interrogado bastante, y ahora se va a retirar
  a su habitación con su vieja Teresa para tomarse el descanso que tanto
  necesita.


  Con ternura maternal, la sombría mujer pasó el brazo alrededor de los
  hombros de su señora y la ayudó a salir de la habitación.


  —Lleva con ella toda la vida —dijo Hopkins—. La cuidó de pequeña y vino
  con ella a Inglaterra cuando partieron de Australia, hace año y medio.
  Se llama Teresa Wright, y ya no se encuentran doncellas de su clase.
  Por aquí, señor Holmes, haga el favor.


  Del expresivo rostro de Holmes había desaparecido toda señal de
  interés, y comprendí que, al esfumarse el misterio, el caso había
  perdido todo su encanto. Todavía faltaba practicar una detención, pero
  ¿qué tenían de especial aquellos vulgares maleantes para que él se
  ensuciara las manos con ellos? Un especialista en enfermedades raras y
  difíciles que descubriera que le han llamado para tratar un sarampión
  experimentaría una desilusión semejante a la que yo leí en los ojos de
  mi amigo. Aun así, la escena que nos aguardaba en el comedor de Abbey
  Grange era lo bastante extraña como para atraer su atención y despertar
  de nuevo su apagado interés. Se trataba de una habitación muy espaciosa
  y de techo muy alto, con artesonado(relieves) de roble tallado,
  revestimiento de paneles de roble, y un notable surtido de cabezas de
  ciervo y armas antiguas adornando las paredes. En el extremo más
  alejado de la puerta se encontraba el ventanal francés del que habíamos
  oído hablar. A la derecha, tres ventanas más pequeñas llenaban la
  estancia de fría luz invernal. A la izquierda había una chimenea ancha
  y profunda, con una enorme repisa de roble. Junto a la chimenea había
  un pesado sillón, también de roble, con travesaños en la base.
  Entrelazado en los espacios de la madera había un grueso cordón de
  color escarlata, atado con fuerza a ambos extremos del travesaño de
  abajo. Al desatar a la señora, había aflojado el cordón, pero los nudos
  que lo sujetaban al sillón seguían intactos. En estos detalles no
  reparamos hasta más adelante, porque, por el momento, toda nuestra
  atención había quedado concentrada en el espantoso objeto que yacía
  sobre la alfombra de piel de tigre extendida delante de la chimenea.


  Dicho objeto era el cadáver de un hombre alto y bien constituido, de
  unos cuarenta años de edad. Estaba caído de espaldas, con el rostro
  vuelto hacia arriba y los blancos dientes asomando en una especie de
  sonrisa entre la barba negra y bien recortada. Tenía las manos cerradas
  y levantadas por encima de la cabeza, empuñando un grueso bastón de
  madera de espino. Sus facciones morenas, atractivas y aguileñas estaban
  retorcidas en un espasmo de odio vengativo que le daba a su muerto
  rostro una horrible expresión demoníaca. Parecía evidente que se
  encontraba en la cama cuando percibió que algo ocurría, ya que vestía
  una camisa de noche con muchos bordados y perifollos(adornos), y sus
  pies descalzos asomaban bajo los pantalones. La cabeza presentaba una
  herida espantosa, y toda la habitación daba testimonio de la ferocidad
  salvaje del golpe que lo había derribado. Caído junto a él, se veía un
  pesado atizador de hierro, curvado por la fuerza del golpe. Holmes
  examinó el instrumento y el indescriptible destrozo que había
  ocasionado.


  —Este viejo Randall tiene que ser un hombre muy fuerte —comentó.


  —Sí —dijo Hopkins—. Tengo algunos datos suyos y es un tipo de cuidado.


  —No debería resultar difícil echarle el guante.


  —Ni lo más mínimo. Le anduvimos buscando durante algún tiempo, y llegó
  a decirse que había huido a América, pero ahora que sabemos que la
  banda está aquí, no hay manera de que se nos escape. Ya hemos dado
  aviso en todos los puertos de mar, y antes de esta noche se ofrecerá
  una recompensa. Lo que no entiendo es cómo han podido hacer una
  salvajada semejante, sabiendo que la señora daría su descripción y que
  nosotros teníamos que reconocerla por fuerza.


  —Exacto. Lo más lógico habría sido asesinar también a lady Brackenstall
  para callarle la boca.


  —Tal vez no se dieran cuenta de que se había recuperado de su desmayo
  —aventuré yo.


  —Parece bastante probable. Si creyeron que seguía inconsciente, no
  tenían por qué matarla. ¿Qué me dice de este pobre hombre, Hopkins?


  —Era un hombre de buen corazón cuando estaba sobrio, pero un verdadero
  demonio cuando estaba borracho o, mejor dicho, cuando estaba medio
  borracho, porque casi nunca se emborrachaba hasta el límite. En esas
  ocasiones parecía poseído por el diablo y era capaz de cualquier cosa.
  Por lo que he oído, a pesar de su fortuna y de su título, ha estado una
  o dos veces a punto de cruzarse en nuestro camino. Hubo un escándalo
  que costó bastante acallar, porque se dijo que había rociado de
  petróleo a un perro y le había prendido fuego (para empeorar las cosas,
  se trataba del perro de la señora). Y en otra ocasión le tiró una
  garrafa a la cabeza a Teresa Wright, la doncella; también entonces se
  armó un buen lío. En general, y esto que quede entre nosotros, la casa
  resultará más agradable sin él. ¿Qué mira usted ahora?


  Holmes se había puesto de rodillas y examinaba con gran interés los
  nudos del cordón rojo con el que habían atado a la señora. A
  continuación, inspeccionó concienzudamente el extremo que había quedado
  roto y deshilachado cuando el asaltante arrancó el cordón.


  —Al arrancar esto, la campanilla de la cocina tuvo que hacer un ruido
  tremendo —comentó.


  —Nadie podía oírlo. La cocina está en la parte de atrás de la casa.


  —¿Y cómo sabía el ladrón que no lo iba a oír nadie? ¿Cómo se atrevió a
  tirar del cordón de una campanilla de manera tan insensata?


  —Exacto, señor Holmes, eso es. Acaba usted de plantear la misma
  pregunta que yo me vengo haciendo una y otra vez. No cabe duda de que
  este sujeto conocía la casa y sus costumbres. Tiene que haber estado
  completamente seguro de que toda la servidumbre se había acostado ya, a
  pesar de ser relativamente temprano, y de que nadie podía oír sonar la
  campana de la cocina. De lo que se deduce que tenía que estar
  compinchado con alguno de los sirvientes. Esto, desde luego, es de
  cajón. Lo malo es que hay ocho sirvientes, y todos tienen buenas
  referencias.


  —En igualdad de condiciones —dijo Holmes—, uno se inclinaría a
  sospechar de la persona a quien le tiraron una garrafa a la cabeza. Sin
  embargo, eso supondría una traición a su señora, por quien esta mujer
  parece sentir devoción. Bueno, bueno, este detalle carece de
  importancia, porque cuando agarre usted a Randall no creo que le
  resulte difícil averiguar quiénes fueron sus cómplices. Desde luego,
  todos los detalles que tenemos a la vista parecen corroborar el relato
  de la señora, si es que necesitaba corroboración — se acercó al
  ventanal francés y lo abrió de par en par—. Aquí no se ven huellas,
  pero el terreno es durísimo y no es de esperar que las haya. Veo que
  esas velas que hay encima de la repisa de la chimenea han estado
  encendidas.


  —Sí, los ladrones se alumbraron con ellas y con la palmatoria de la
  señora.


  —¿Y qué se llevaron?


  —Pues no se llevaron gran cosa..., como media docena de artículos de
  plata que había en ese aparador. Lady Brackenstall opina que la muerte
  de sir Eustace los debió impresionar, y que por eso no saquearon la
  casa, como habrían hecho en otras circunstancias.


  —Seguro que fue eso. Y sin embargo, se pusieron a beber vino, según
  tengo entendido.


  —Para calmarse los nervios.


  —Ya. Supongo que nadie ha tocado estas tres copas que hay sobre el
  aparador.


  —Así es; y la botella está tal como la dejaron.


  —Vamos a ver... ¡Caramba, caramba! ¿Qué es esto?


  Las tres copas estaban juntas, todas ellas con rastros de vino, y una
  de ellas contenía bastantes posos. La botella estaba cerca de las
  copas, llena en sus dos terceras partes, y junto a ella había un tapón
  de corcho, largo y muy manchado. El aspecto de la botella y el polvo
  que la cubría indicaban que los asesinos habían saboreado un vino nada
  corriente. La actitud de Holmes había cambiado de pronto. Su expresión
  de indiferencia había desaparecido y de nuevo pude advertir una chispa
  de interés en sus ojos hundidos y penetrantes. Cogió el corcho y lo
  examinó minuciosamente.


  —¿Cómo sacaron el corcho? —preguntó.


  Hopkins señaló un cajón a medio abrir. En su interior había unas
  cuantas piezas de mantelería y un enorme sacacorchos.


  —¿Ha dicho lady Brackenstall que usaron ese sacacorchos?


  —No; recuerde que estaba inconsciente mientras ellos abrían la botella.


  —Es cierto. La verdad es que no utilizaron este sacacorchos. Esta
  botella se abrió con un sacacorchos de bolsillo, probablemente de los
  que van incorporados a una navaja, y que no tendría más de una pulgada
  y media de largo. Si examina usted la parte superior del corcho, verá
  que tuvieron que meter el sacacorchos tres veces para poder sacar el
  tapón. No han llegado a atravesarlo. Este sacacorchos tan grande habría
  atravesado el tapón y lo habría sacado de un solo tirón. Cuando atrape
  usted a ese tipo, verá cómo lleva encima una de esas navajas de
  múltiples usos.


  —¡Magnífico! —exclamó Hopkins.


  —Pero estas copas confieso que me desconciertan. Lady Brackenstall vio
  beber a los tres hombres, ¿no dijo eso?


  —Sí; eso lo dejó muy claro.


  —Entonces, eso zanja la cuestión. ¿Qué más podríamos decir? Y sin
  embargo, Hopkins, tiene usted que admitir que estas tres copas son muy
  curiosas. ¿Cómo, que no ve usted nada de curioso en ellas? Está bien,
  dejémoslo correr. Es posible que cuando un hombre posee facultades y
  conocimientos especiales, como los míos, tienda a buscar explicaciones
  complicadas aunque tenga una más sencilla a mano. Lo de las copas,
  naturalmente, podría ser pura casualidad. En fin, buenos días, Hopkins.
  No creo que pueda serle útil para nada y parece que ya tiene usted el
  caso aclarado. Ya me avisará cuando detengan a Randall, y espero que me
  informe de cualquier otra novedad que pueda presentarse. Confío en
  poder felicitarle pronto por haber llevado el caso a una conclusión
  satisfactoria. Vamos, Watson, creo que aprovecharemos mejor el tiempo
  en casa.


  Durante nuestro viaje de regreso pude darme cuenta, por la expresión de
  Holmes, de que se encontraba muy intrigado por algo que había
  observado. De cuando en cuando, y haciendo un esfuerzo, lograba
  desembarazarse de aquella impresión y hablar como si el asunto
  estuviera muy claro, pero de pronto volvían a acometerle las dudas, y
  sus cejas fruncidas y su mirada abstraída indicaban que sus
  pensamientos habían volado de nuevo hacia el gran comedor de Abbey
  Grange, escenario de aquella tragedia nocturna. Por fin, con un impulso
  repentino, y en el preciso momento en que nuestro tren empezaba a
  arrancar en una estación de las fueras, saltó al andén y me arrastró a
  mí tras él.


  —Perdóneme, querido amigo —dijo mientras veíamos desaparecer tras una
  curva los vagones de cola de nuestro tren—. Lamento mucho hacerle
  víctima de lo que quizás parezca un mero capricho, pero, por mi vida,
  Watson, que me resulta sencillamente imposible dejar el caso como está.
  Todos mis instintos se rebelan contra ello. Hay un error, todo es un
  error..., ¡le juro que es un error! Y sin embargo, la declaración de la
  señora no tiene cabos sueltos, la confirmación de la doncella parece
  suficiente, casi todos los detalles concuerdan... ¿Qué puedo yo oponer
  a eso? Tres copas de vino, eso es todo. Pero si yo no hubiera dado
  ciertas cosas por sentadas, si lo hubiera examinado todo con la
  atención que dedico cuando abordo un caso desde cero, sin dejarme
  influir por una historia perfectamente construida..., ¿acaso no habría
  encontrado algo más concreto en que basarme? Pues claro que sí.
  Siéntese en este banco, Watson, hasta que pase un tren hacia
  Chislehurst, y deje que le exponga mis razones. Pero, antes que nada,
  le ruego que borre de su mente la idea de que todo lo que nos han
  contado la doncella y la señora tiene que ser necesariamente cierto. No
  debemos permitir que la encantadora personalidad de la dama influya en
  nuestro buen juicio. Desde luego, hay en su relato algunos detalles
  que, si los consideramos en frío, resultan bastante sospechosos. Estos
  ladrones dieron un golpe importante en Sydenham hace quince días. Los
  periódicos hablaron de ellos y publicaron sus descripciones, y parece
  natural que si alguien desea inventar una historia en la que
  intervienen ladrones imaginarios se inspire en ellos. Pero en realidad,
  y como regla general, los ladrones que acaban de dar un buen golpe se
  conforman con disfrutar de su botín en paz y tranquilidad, sin
  embarcarse en nuevas empresas arriesgadas. Además de esto, no es normal
  que los ladrones actúen a una hora tan temprana; no es normal que
  golpeen a una señora para impedir que grite, ya que a cualquiera se le
  ocurre que ese es el medio más seguro de hacerla gritar; no es normal
  que cometan un asesinato cuando son lo bastante numerosos para reducir
  a un solo hombre sin tener que matarlo; no es normal que se conformen
  con un botín reducido cuando tienen mucho más a su alcance; y, por
  último, yo diría que no es nada normal que unos hombres de esa clase
  dejen una botella medio llena. ¿Qué le parecen todas esas
  anormalidades, señor Watson?


  —Desde luego, su efecto acumulativo es considerable, y sin embargo,
  cada una de ellas por sí sola es perfectamente posible. A mí lo que me
  parece menos normal de todo es que ataran a la señora al sillón.


  —Bueno, de eso no estoy tan seguro, Watson. Es evidente que, una de
  dos: o tenían que matarla, o tenían que inmovilizarla para que no
  pudiera dar la alarma en cuanto ellos escaparan. Pero, de cualquier
  modo, creo haber demostrado que existe un cierto factor de
  improbabilidad en la historia de la dama, ¿no le parece? Y luego, para
  colmo, viene el detalle de las copas de vino.


  —¿Qué pasa con las copas de vino?


  —¿Puede usted representárselas mentalmente?


  —Las veo con toda claridad.


  —Nos dicen que tres hombres bebieron de ellas. ¿Le parece a usted
  probable?


  —¿Por qué no? Había vino en las tres.


  —Exacto. Pero sólo había posos en una copa. Tiene usted que haberse
  fijado en ello. ¿Qué le sugiere eso?


  —La última copa que se llenó tendría más poso.


  —Nada de eso. La botella tenía poso en abundancia, y resulta
  inconcebible que en las dos primeras copas no caiga nada y la tercera
  quede llena de poso. Existen dos explicaciones posibles, y sólo dos. La
  primera es que, después de llenar la segunda copa, agitaran la botella,
  con lo cual la tercera copa recibiría todo el poso. Esto no parece
  probable. No, no; estoy seguro de tener razón.


  —¿Y qué es lo que supone usted?


  —Que sólo se utilizaron dos copas, y que las heces(sedimento) de ambas
  se echaron en una tercera copa, para dar la falsa impresión de que allí
  habían estado tres personas. De ser así, todo el poso habría quedado en
  esta última copa, ¿no es cierto? Sí, estoy convencido de ello. Pero si
  he acertado con la verdadera explicación de este pequeño fenómeno,
  entonces el caso se eleva al instante desde el plano de lo vulgar al de
  lo excepcional, ya que eso sólo puede significar que lady Brackenstall
  y su doncella nos han mentido deliberadamente, que no debemos creer ni
  una sola palabra de su historia, que tienen alguna razón de peso para
  encubrir al verdadero asesino, y que tendremos que reconstruir el caso
  por nuestros propios medios, sin ninguna ayuda por su parte. Esta es la
  misión que ahora nos aguarda, Watson, y ahí viene el tren de
  Chislehurst.


  Los habitantes de Abbey Grange se sorprendieron mucho de nuestro
  regreso, pero Sherlock Holmes, al enterarse de que Stanley Hopkins
  había ido a presentar su informe en la jefatura, tomó posesión del
  comedor, cerró la puerta por dentro y se enfrascó durante dos horas en
  una de aquellas minuciosas y concienzudas investigaciones que formaban
  la sólida base en la que se apoyaban sus brillantes trabajos
  deductivos. Sentado en un rincón, como un estudiante aplicado que
  observa una demostración del profesor, yo seguía paso a paso aquella
  admirable exploración. El ventanal, las cortinas, la alfombra, el
  sillón, la cuerda... Todo fue examinado al detalle y debidamente
  ponderado. Ya se habían llevado el cadáver del desdichado
  baronet(título nobiliario británico entre caballero y barón), pero todo
  lo demás continuaba tal como lo habíamos visto por la mañana. En un
  momento dado, y con gran asombro por mi parte, Holmes se subió a la
  repisa de la chimenea. Muy por encima de su cabeza colgaban las pocas
  pulgadas de cordón rojo que permanecían unidas al cable. Se quedó un
  buen rato mirando hacia arriba y luego, con intención de acercarse más,
  apoyó la rodilla en una moldura de la pared de madera. De este modo
  llegaba con la mano a pocas pulgadas del extremo roto del cordón; pero
  lo que más pareció interesarle no fue esto, sino la moldura misma. Por
  último, saltó al suelo con una exclamación de satisfacción.


  —Ya está, Watson —dijo—. Tenemos el caso resuelto, y es uno de los más
  notables de nuestra colección. ¡Pero hay que ver lo torpe que he sido y
  lo cerca que he estado de cometer el mayor disparate de mi vida! Ahora
  creo que, a falta de unos pocos eslabones, mi cadena está ya casi
  completa.


  —¿Ya tiene usted a sus hombres?


  —A mi hombre, Watson, a mi hombre. Sólo uno, pero un tipo de cuidado.
  Fuerte como un león..., fíjese en ese golpe, que ha doblado el
  atizador. Uno noventa de estatura, ágil como una ardilla, hábil con los
  dedos y, sobre todo, con un talento más que notable, ya que toda esta
  ingeniosa historia es invención suya. Sí, Watson, nos hemos topado con
  la obra de un individuo verdaderamente extraordinario. Y sin embargo,
  en ese cordón de campanilla nos ha dejado una pista que tendría que
  habernos sacado de dudas al instante.


  —¿Dónde estaba esa pista?


  —Vamos a ver, Watson, si fuera usted a arrancar un cordón de
  campanilla, ¿por dónde cree que se rompería? Sin duda, por el punto
  donde está unido al cable. ¿Por qué habría de romperse a tres pulgadas
  del extremo, como ha hecho éste?


  —¿Quizás porque estaba gastado en ese punto?


  —Exacto. Este extremo, que es el que podemos examinar, está
  deshilachado. Ha sido lo bastante astuto como para deshilacharlo con su
  navaja. Pero el otro extremo no lo está. Desde aquí no se puede ver,
  pero si se sube usted a la repisa, verá que está cortado limpiamente,
  sin señal alguna de deshilachamiento. Es fácil reconstruir lo ocurrido.
  Nuestro hombre necesita una cuerda. No se atreve a arrancarla de un
  tirón por temor a dar la alarma al hacer sonar la campanilla. ¿Qué es
  lo que hace? Se sube a la repisa de la chimenea, pero desde ahí todavía
  no alcanza bien; apoya la rodilla en la moldura (se puede apreciar la
  huella en el polvo), y saca la navaja para cortar el cordón. A mí me
  han faltado por lo menos tres pulgadas para llegar al punto del corte,
  de lo que deduzco que este hombre es, por lo menos, tres pulgadas más
  alto que yo. ¡Fíjese en esa marca en el asiento del sillón de roble!
  ¿Qué es eso?


  —Sangre.


  —Ya lo creo que es sangre. Sólo con eso queda desacreditado el relato
  de la señora. Si ella estaba sentada en este sillón cuando se cometió
  el crimen, ¿cómo cayó ahí esa mancha? No, no; ella se sentó en el
  sillón después de la muerte de su marido. Apostaría a que el vestido
  negro tiene una mancha que coincide con ésta. Este todavía no es
  nuestro Waterloo(batalla en Bélgica donde Napoleón fue derrotado),
  Watson, sino más bien nuestro Marengo(batalla en Italia donde Napoleón
  salió victorioso), porque empieza en derrota y acaba en victoria. Ahora
  me gustaría cambiar unas palabras con la doncella Teresa. Vamos a tener
  que proceder con cautela durante algún tiempo si queremos obtener la
  información que necesitamos.


  Aquella severa doncella australiana era todo un personaje: taciturna,
  recelosa, de modales bruscos... Tuvo que transcurrir un buen rato antes
  de que la actitud amistosa de Holmes y su franca aceptación de todo lo
  que ella decía la descongelaran hasta el punto de corresponder a su
  simpatía. No hizo ningún intento de ocultar el odio que sentía hacia su
  difunto señor.


  —Sí, señor, es verdad que me tiró una garrafa a la cabeza. Le oí
  insultar a mi señora y le dije que no se atrevería a hablar así si el
  hermano de la señora estuviese aquí. Entonces fue cuando me tiró la
  garrafa. A mí me habría dado igual que me tirase una docena, con tal de
  que dejara tranquila a mi pajarita. Estaba siempre maltratándola, y
  ella tenía demasiado orgullo para quejarse. Ni siquiera a mí me contaba
  todo lo que él le hacía. Nunca me enseñó esas marcas en los brazos que
  usted vio esta mañana, pero yo sé muy bien que son pinchazos hechos con
  un alfiler de sombrero. ¡Monstruo traicionero! Que Dios me perdone por
  hablar así de él ahora que está muerto, pero si alguna vez ha habido un
  monstruo en el mundo, ha sido él. Cuando lo conocimos era todo dulzura.
  Han pasado sólo dieciocho meses, pero a nosotras dos nos han parecido
  dieciocho años. Ella acababa de llegar a Londres... Sí, era su primer
  viaje, la primera vez que se alejaba de su país. Él la conquistó con su
  título y su dinero y sus hipócritas modales londinenses. La pobre
  señora cometió un error, y lo ha pagado como ninguna mujer pagó jamás.
  ¿En qué mes le conocimos? Ya le he dicho que fue nada más llegar a
  Inglaterra. Llegamos en junio, así que fue en julio. Se casaron en
  enero del año pasado. Sí, la señora ha vuelto a bajar a la sala de
  estar, y seguro que accederá a recibirle, pero no debe usted exigirle
  mucho, porque ya ha soportado todo lo que una persona de carne y hueso
  es capaz de aguantar.


  Lady Brackenstall se encontraba reclinada en el mismo diván, pero
  parecía más animada que por la mañana. La doncella había entrado con
  nosotros y comenzó de nuevo a aplicar paños a la magulladura que su
  señora tenía en la frente.


  —Espero —dijo la dama— que no habrá venido usted a interrogarme de
  nuevo.


  —No, lady Brackenstall —respondió Holmes en su tono más suave—. No
  tengo intención de ocasionarle ninguna molestia innecesaria, y mi único
  deseo es facilitarle las cosas, porque estoy convencido de que ha
  sufrido usted mucho. Si quisiera usted tratarme como a un amigo y
  confiar en mí, vería que yo puedo corresponder a su confianza.


  —¿Qué quiere usted de mí?


  —Que me diga la verdad.


  —¡Señor Holmes!


  —No, no, lady Brackenstall, eso no sirve de nada. Es posible que
  conozca usted mi modesta reputación. Pues bien, me la apostaría toda a
  que la historia que usted nos contó es pura invención.


  Tanto la señora como la doncella miraban a Holmes con el rostro
  empalidecido y los ojos aterrados.


  —¡Es usted un insolente! —exclamó Teresa—. ¿Se atreve a decir que mi
  señora ha mentido?


  Holmes se levantó de su asiento.


  —¿No tiene nada que decirme?


  —Ya se lo he contado todo.


  —Piénselo mejor, lady Brackenstall. ¿No sería preferible ser sincera?


  Por un instante, el hermoso rostro dio muestras de vacilación. Pero en
  seguida, algún nuevo y poderoso proceso mental lo dejó fijo como una
  máscara.


  —Le he contado todo lo que sé.


  Holmes recogió su sombrero y se encogió de hombros.


  —Lo siento mucho —dijo, y sin pronunciar otra palabra salimos de la
  habitación y de la casa.


  El jardín tenía un estanque y hacia él se encaminó mi amigo. Estaba
  congelado, pero había quedado un único agujero en el hielo, para
  beneficio de un cisne solitario. Holmes se quedó mirándolo, y luego se
  acercó al pabellón de guardia. Garabateó una breve nota para Stanley
  Hopkins y se la dejó al guardés.


  —Puedo acertar o equivocarme, pero tenemos que hacer algo por el amigo
  Hopkins, aunque sólo sea para justificar esta segunda visita —dijo—.
  Todavía no le puedo confiar todas mis sospechas. Creo que nuestro
  próximo campo de operaciones será la oficina de la línea marítima
  Adelaida-Southampton, que se encuentra al final de Pall Mall, si mal no
  recuerdo. Hay otra línea de vapores que hace el servicio entre
  Australia del Sur e Inglaterra, pero consultaremos primero en la más
  importante.


  La tarjeta de Holmes nos procuró al instante la atención del gerente, y
  no tardamos en obtener toda la información que mi amigo necesitaba. En
  junio del 95, sólo un barco de esa línea había llegado a un puerto
  inglés: el Rock of Gibraltar, el más grande y mejor de los
  transatlánticos. Una consulta a la lista de pasajeros permitió
  corroborar que en él había viajado la señora Fraser, de Adelaida, en
  compañía de su doncella. En aquellos momentos, el barco navegaba rumbo
  a Australia, por aguas situadas al sur del canal de Suez. Los oficiales
  eran los mismos que en el 95, con una sola excepción: el primer
  oficial, Jack Croker, había ascendido a capitán y estaba a punto de
  tomar el mando de su nuevo barco, el Bass Rock, que zarparía de
  Southampton dentro de dos días. Residía en Sydenham, pero lo más
  probable era que se pasara aquella misma mañana por la oficina para
  recibir instrucciones, de modo que si queríamos podíamos aguardarlo.


  No, el señor Holmes no deseaba hablar con él, pero sí que le gustaría
  saber algo más acerca de su historial y su carácter.


  Su historial era magnífico. No había en toda la flota un oficial que
  pudiera compararse con él. En cuanto a su carácter, era de absoluta
  confianza cuando estaba de servicio, pero fuera de su barco era un tipo
  alocado, temerario, nervioso e irascible, aunque sin dejar de ser leal,
  honrado y de buen corazón. Esta era, en sustancia, la información con
  la que Holmes salió de la oficina de la Compañía Naviera
  Adelaida-Southampton. Desde allí nos dirigimos a Scotland Yard, pero en
  lugar de entrar, Holmes se quedó sentado en el coche, con las cejas
  fruncidas, sumido en profundos pensamientos. Por último, se hizo llevar
  a la oficina de telégrafos de Charing Cross, donde cursó un telegrama,
  y regresamos al fin a Baker Street.


  —No he sido capaz de hacerlo, Watson —dijo cuando nos hubimos instalado
  de nuevo en nuestro cuarto—. Una vez cursada la orden de detención,
  nada en el mundo habría podido salvarlo. Una o dos veces a lo largo de
  mi carrera he tenido la impresión de que había hecho más daño yo
  descubriendo al criminal que éste al cometer su crimen. Así que he
  aprendido a ser cauto y ahora prefiero tomarme libertades con las leyes
  de Inglaterra antes que con mi propia conciencia. Es preciso que
  sepamos algo más antes de actuar.


  Antes de que anocheciera recibimos la visita del inspector Stanley
  Hopkins. Las cosas no le iban muy bien.


  —Holmes, estoy convencido de que es usted un brujo. Le aseguro que a
  veces pienso que posee usted poderes que no son humanos. Vamos a ver:
  ¿cómo demonios sabía usted que la plata robada estaba en el fondo de
  ese estanque?


  —No lo sabía.


  —Pero me dijo que lo inspeccionara.


  —¿Así que la encontró, eh?


  —Sí, la encontré.


  —Me alegro mucho de haberle podido ayudar.


  —¡Pero es que no me ha ayudado! ¡Lo que ha hecho es complicar muchísimo
  más el asunto! ¿Qué clase de ladrones son éstos que roban la plata y
  luego la tiran al estanque más próximo?


  —No cabe duda de que su proceder es bastante excéntrico. Yo me limité a
  razonar a partir de la idea de que si la plata la habían robado
  personas que en realidad no la querían, sino que únicamente la estaban
  utilizando como pantalla, lo más natural era que procuraran deshacerse
  de ella lo antes posible.


  —Pero ¿cómo se le pudo pasar por la cabeza semejante idea?


  —Bueno, me pareció que era posible. Nada más salir por el ventanal
  francés tuvieron que encontrarse el estanque, con su tentador agujerito
  en el hielo, delante de sus mismas narices. ¿Qué mejor escondite que
  aquél?


  —¡Ah, un escondite! ¡Eso es otra cosa! —exclamó Stanley Hopkins—. Sí,
  claro, ahora lo entiendo. Era muy pronto, había aún gente por los
  caminos, y tuvieron miedo de que alguien los viera con la plata, de
  manera que la echaron al estanque, con la intención de regresar a por
  ella cuando no hubiera moros en la costa. Magnífico, señor Holmes, esto
  está mejor que esa idea de la pantalla.


  —Seguro. Ha elaborado usted una admirable teoría. No cabe duda de que
  mis ideas eran completamente disparatadas, pero tiene usted que
  reconocer que han dado como resultado la recuperación de la plata.


  —Sí, señor, sí; todo el mérito es suyo. En cambio, yo he sufrido un
  grave resbalón.


  —¿Un resbalón?


  —Sí, señor Holmes. La banda de los Randall ha sido detenida esta mañana
  en Nueva York.


  —Vaya por Dios, Hopkins. Esto sí que parece rebatir su teoría de que
  anoche cometieron un asesinato en Kent.


  —Es un golpe mortal, señor Holmes, absolutamente mortal. Sin embargo,
  hay otras cuadrillas de tres hombres, aparte de los Randall, e incluso
  podría tratarse de una banda nueva, que la policía aún no conoce.


  —Seguro; es perfectamente posible. ¿Cómo, se marcha usted?


  —Sí, señor Holmes; no habrá descanso para mí hasta que haya llegado al
  fondo del asunto. Supongo que no tiene usted ninguna sugerencia que
  hacerme.


  —Ya le he hecho una.


  —¿Cuál?


  —Bueno, he sugerido la posibilidad de una mascarada.


  —Pero ¿por qué, señor Holmes, por qué?


  —Ah, ésa es la cuestión, desde luego. Pero le recomiendo que piense en
  esa idea. Puede que descubra que tiene su miga. ¿No se queda a cenar?
  Está bien, adiós y háganos saber cómo le va.


  Hasta después de haber cenado y haber quedado recogida la mesa, Holmes
  no volvió a mencionar el asunto. Había encendido su pipa y acercado los
  pies, enfundados en zapatillas, al reconfortante fuego de la chimenea.
  De pronto, consultó su reloj.


  —Espero novedades, Watson.


  —¿Cuándo?


  —Ahora mismo..., dentro de unos minutos. Seguro que piensa usted que me
  he portado muy mal con Hopkins hace un rato.


  —Confío en su buen juicio.


  —Una respuesta muy sensata, Watson. Tiene usted que mirarlo de este
  modo: lo que yo sé es extraoficial; lo que él sabe es oficial. Yo tengo
  derecho a decidir por mí mismo, pero él no. Él tiene que revelarlo
  todo, o se convertiría en un traidor al cargo que ocupa. En caso de
  duda, preferiría no colocarle en una posición tan penosa y por eso me
  reservo lo que sé hasta que haya llegado a una conclusión clara sobre
  el asunto.


  —¿Y eso cuándo será?


  —Ha llegado el momento. Va usted a presenciar la última escena de un
  pequeño e interesante drama.


  Se oyeron ruidos en la escalera, y nuestra puerta se abrió para dejar
  paso a uno de los ejemplares masculinos más espléndidos que jamás han
  entrado por ella. Era un hombre joven y muy alto, con bigote rubio,
  ojos azules, piel tostada por el sol de los trópicos y andares
  elásticos, que demostraban que aquella poderosa estructura era tan ágil
  como fuerte. Cerró la puerta después de entrar y se quedó de pie, con
  los puños apretados y el pecho palpitando, como tratando de dominar una
  emoción avasalladora.


  —Siéntese, capitán Croker. ¿Recibió usted mi telegrama?


  Nuestro visitante se dejó caer en una butaca y nos miró con ojos
  inquisitivos.


  —Recibí su telegrama y he venido a la hora que usted indicaba. Me han
  dicho que ha estado usted hoy en la oficina. No hay manera de escapar
  de usted. Oigamos ya las malas noticias. ¿Qué piensa hacer conmigo?
  ¿Detenerme? ¡Hable, hombre! No se quede ahí sentado, jugando conmigo
  como el gato con el ratón.


  —Dele un cigarro —me dijo Holmes—. Muerda eso, capitán Croker, y no se
  deje llevar por los nervios. Puede estar seguro de que yo no me
  sentaría a fumar con usted si lo considerase un criminal vulgar. Sea
  sincero conmigo y saldrá ganando. Trate de engañarme y lo aplastaré.


  —¿Qué quiere usted que haga?


  —Que me cuente toda la verdad de los sucedido anoche en Abbey Grange.
  Toda la verdad, fíjese bien, sin añadir ni omitir nada. Es ya tanto lo
  que sé, que si se desvía usted una pulgada del camino recto, tocaré
  este silbato de policía desde la ventana y el asunto quedará fuera de
  mis manos para siempre.


  El marino meditó un momento y luego se dio una palmada en la pierna con
  su enorme mano tostada por el sol.


  —Correré el riesgo —dijo—. Creo que es usted un hombre de palabra y un
  hombre justo, y le voy a contar toda la historia. Pero antes tengo que
  decirle una cosa. Por lo que a mí respecta, no me arrepiento de nada,
  no temo nada, volvería hacer lo que hice, y me sentiría orgulloso de
  haberlo hecho. ¡Maldita bestia! Aunque tuviera más vidas que un gato,
  no le bastaría con todas ellas para pagar lo que hizo. Pero está la
  señora, Mary..., Mary Fraser..., porque jamás me harán llamarla por ese
  otro maldito apellido... Cuando pienso los problemas que esto puede
  ocasionarle..., yo, que daría la vida sólo por hacer brotar una sonrisa
  en su amado rostro..., es que se me hace la sangre agua. Y sin
  embargo..., y sin embargo... ¿Qué otra cosa podía yo hacer? Voy a
  contarles mi historia, caballeros, y después les preguntaré, de hombre
  a hombre, si podía haber hecho otra cosa.


  Tengo que retroceder un poco. Parece que ustedes lo saben todo, así que
  supongo que ya saben que la conocí cuando ella era pasajera y yo primer
  oficial del Rock of Gibraltar. Desde que la vi por vez primera no
  existió otra mujer para mí. Cada día del viaje la amaba más, y muchas
  veces, durante la oscuridad de la guardia nocturna, me he arrodillado
  para besar la cubierta del barco allí donde sus queridos pies la habían
  pisado. Ella nunca me prometió nada. Me trató con toda la honradez con
  que una mujer puede tratar a un hombre. No tengo ninguna queja. Por mi
  parte, todo era amor; por la suya, buena camaradería y amistad. Cuando
  nos separamos, ella era una mujer libre, pero yo ya no podría ser libre
  jamás.


  Al regreso de mi siguiente viaje me enteré de su matrimonio. ¿Y por qué
  no iba a poderse casar con quien quisiera? Título y dinero... ¿A quién
  iban a sentarle mejor que a ella? Nació para todo lo bello y delicado.
  Me alegré de su buena suerte y de que no se hubiera echado a perder
  entregándose a un vulgar marino sin un céntimo. Así es como yo amaba a
  Mary Fraser.


  En fin, pensaba que no la volvería a ver; pero al concluir mi último
  viaje fui ascendido a capitán y mi nuevo barco aún no se había botado,
  de manera que tuve que esperar un par de meses, y fui a pasarlos con mi
  familia en Sydenham. Y un día, en un camino rural, me encontré con
  Teresa Wright, su vieja doncella, que me contó cosas de ella, de él, de
  todo. Les aseguro, caballeros, que casi me vuelvo loco ¡Ese perro
  borracho! ¡Atreverse a ponerle la mano encima, él, que no era digno ni
  de lamerle los zapatos! Volví a ver a Teresa. Después vi a la propia
  Mary... y la volví a ver por segunda vez. A partir de entonces ella ya
  no quiso que siguiéramos viéndonos. Pero el otro día recibí el aviso de
  que mi barco zarparía en una semana, y decidí verla una vez más antes
  de partir. Teresa siempre estuvo de mi parte, porque quería a Mary y
  odiaba a ese canalla casi tanto como yo. Por ella me enteré de las
  costumbres de la casa. Mary solía quedarse a leer en su salita de la
  planta baja. Anoche me acerqué hasta allí arrastrándome y arañé el
  cristal de la ventana. Al principio, ella no quería abrirme, pero ahora
  sé que en el fondo me ama y no fue capaz de dejarme fuera en una noche
  tan helada. Me susurró que diera la vuelta hasta el ventanal delantero
  y lo abrió para dejarme pasar al comedor. Una vez más, escuché de sus
  labios cosas que me hicieron hervir la sangre, y una vez más maldije a
  ese bruto que maltrataba a la mujer que yo amaba. Pues bien,
  caballeros, allí estábamos los dos, de pie junto al ventanal, y pongo
  al cielo por testigo de que en una actitud absolutamente inocente,
  cuando ese hombre se precipitó en la habitación como un loco, le dijo
  los peores insultos que un hombre puede dirigir a una mujer y la golpeó
  en la cara con el bastón que traía en la mano. Yo di un salto para
  coger el atizador y entablamos una lucha bastante igualada. Aquí en mi
  brazo puede ver dónde cayó su primer golpe. Pero entonces me tocó pegar
  a mí y le partí el cráneo como si hubiera sido una calabaza podrida.
  ¿Creen ustedes que lo lamenté? ¡Ni lo más mínimo! Era su vida o la
  mía... Más aún: era su vida o la de ella, porque, ¿cómo iba yo a
  dejarla en poder de aquel loco? Así lo maté. ¿Hice mal? Si es así,
  caballeros, díganme qué habrían hecho ustedes de encontrarse en mi
  situación. Ella había gritado cuando él la golpeó, y eso hizo bajar a
  la vieja Teresa de la habitación de arriba. En el aparador había una
  botella de vino y yo la abrí para verter un poco en los labios de Mary,
  que estaba medio muerta del susto. Yo también bebí un poco. Pero Teresa
  se mantenía fría como el hielo, y la idea fue tan suya como mía.
  Teníamos que aparentar que habían sido los ladrones. Teresa no paró de
  repetirle la historia a su señora, mientras yo trepaba para cortar el
  cordón de la campanilla. Luego la até al sillón, e incluso deshilaché
  el extremo del cordón para que pareciera natural y nadie se preguntara
  cómo había podido un ladrón trepar hasta allí para cortarlo. Cogí unos
  cuantos platos y cacharros de plata para reforzar la historia del robo,
  y las dejé solas, indicándolas que dieran la alarma un cuarto de hora
  después de marcharme yo. Tiré la plata al estanque y me volví a
  Sydenham con la sensación de que, por una vez en mi vida, había
  aprovechado bien la noche. Y esta es la verdad y toda la verdad, señor
  Holmes, aunque me cueste el cuello.


  Holmes siguió fumando en silencio durante un rato. Luego cruzó la
  habitación y estrechó la mano de nuestro visitante.


  —Esto es lo que pienso —dijo—. Sé qué todo lo que me ha dicho es
  verdad, porque prácticamente no ha dicho ni una palabra que yo no
  supiera ya. Nadie más que un acróbata o un marinero podía haber trepado
  para cortar ese cordón desde la moldura, y nadie más que un marino
  podía haber hecho esos nudos para atar el cordón a la silla. La señora
  no había estado en contacto con marinos más que una vez en su vida, y
  eso fue durante su viaje. Y tenía que tratarse de alguien de su misma
  categoría humana, por el empeño que ponía en encubrirle, lo cual, de
  paso, demostraba que le amaba. Ya ve lo fácil que me ha resultado dar
  con usted en cuanto me puse a seguir la pista adecuada.


  —Yo creí que la policía nunca conseguiría descubrir nuestro engaño.


  —Y no lo ha conseguido, ni creo que lo consiga. Pero mire, capitán
  Croker: este es un asunto muy serio, aunque estoy dispuesto a admitir
  que usted actuó bajo la provocación más extrema a la que pueda verse
  sometido un hombre. Tratándose de defender su vida, es muy posible que
  su acción se pueda considerar legítima. Sin embargo, eso debe decidirlo
  un jurado británico. Mientras tanto, me inspira usted tanta simpatía
  que si decidiera desaparecer en las próximas veinticuatro horas yo le
  prometo que nadie le molestaría.


  —¿Y después, todo saldría a relucir?


  —Desde luego que saldrá a relucir.


  El marino se puso rojo de ira.


  —¿Cree usted que se le puede proponer algo así a un hombre? Conozco la
  ley lo suficiente como para saber que Mary sería detenida como
  cómplice. ¿Piensa que yo la dejaría sola para afrontar el escándalo
  mientras yo me escabullo? No, señor; que hagan lo que quieran conmigo,
  pero, por amor de Dios, señor Holmes, tiene usted que encontrar alguna
  manera de librar a mi pobre Mary de los tribunales.


  Por segunda vez, Holmes estrechó la mano del marino.


  —Sólo estaba poniéndole a prueba, y también esta vez ha respondido.
  Bien, estoy asumiendo una gran responsabilidad, pero ya le he
  proporcionado a Hopkins una pista excelente, y si no es capaz de
  sacarle partido, yo ya no puedo hacer más. Vamos a ver, capitán Croker,
  hagamos esto como es debido. Usted es el acusado. Watson, usted es un
  jurado británico, y le aseguro que nunca he conocido a una persona
  mejor capacitada para ejercer esa función. Yo soy el juez. Y ahora,
  caballeros del jurado, han oído ustedes la relación de los hechos.
  ¿Consideran al acusado culpable o inocente?


  —Inocente, su señoría —dije yo.


  —Vox populi, vox Dei(lat. la voz del pueblo es la voz de dios). Este
  tribunal le absuelve, capitán Croker. A no ser que la justicia
  encuentre un falso culpable, está usted a salvo de mí. Vuelva usted
  dentro de un año a visitar a la señora, y ojalá que el futuro de
  ustedes dos justifique la sentencia que hemos pronunciado esta noche.


  - 13 -
  La aventura de la Segunda Mancha



  Mi intención era que «La aventura de Abbey Grange» hubiera sido la
  última de las aventuras de mi amigo Sherlock Holmes que yo diera a
  conocer al público. Esta decisión no se debía a la escasez de material,
  ya que dispongo de notas acerca de varios centenares de casos que nunca
  he llegado a mencionar, ni tampoco a que mis lectores hayan ido
  perdiendo interés por la personalidad única y los métodos
  extraordinarios de este hombre inigualable. La verdadera razón hay que
  buscarla en el poco entusiasmo demostrado por el propio señor Holmes
  ante la continua publicación de sus experiencias. Mientras estuvo
  ejerciendo su profesión, la relación de sus éxitos tenía para él una
  cierta utilidad práctica; pero desde que se retiró definitivamente de
  Londres, para dedicarse al estudio y la apicultura en las tierras bajas
  de Sussex, la notoriedad le ha llegado a resultar aborrecible, y ha
  insistido de manera terminante en que se respeten sus deseos en este
  aspecto. Sólo cuando le recordé que yo había prometido que «La aventura
  de la segunda mancha» se publicaría cuando llegase el momento adecuado,
  y le hice notar la conveniencia de que esta larga serie de episodios
  culminara en el más importante caso internacional que jamás se le
  encomendó, conseguí obtener su autorización para exponer al público una
  versión del asunto que hasta ahora se ha mantenido celosamente oculta.
  Si en algún momento del relato parece que soy algo inconcreto en
  ciertos detalles, el lector sabrá comprender que existe una excelente
  razón para mi reticencia.


  Sucedió, pues, que un martes de otoño por la mañana, en un año y una
  década que quedarán sin precisar, recibimos en nuestros humildes
  aposentos de Baker Street a dos visitantes famosos en toda Europa. Uno
  de ellos, austero, solemne, dominante y con ojos de águila, era nada
  menos que el ilustre lord Bellinger, dos veces primer ministro de Gran
  Bretaña. El otro, moreno, elegante y de rasgos muy marcados, apenas
  entrado en la madurez y dotado de toda clase de cualidades físicas y
  mentales, era el muy honorable Trelawney Hope, ministro de Asuntos
  Europeos y el estadista más prometedor del país. Se sentaron uno junto
  al otro en nuestro sofá lleno de papeles revueltos, y se notaba a
  primera vista, por sus expresiones preocupadas y ansiosas, que el
  asunto que los había traído era de la máxima importancia. Las manos
  delgadas del primer ministro, surcadas por venas azules, apretaban con
  fuerza el puño de marfil de su paraguas, y su rostro demacrado y
  ascético nos dirigía sombrías miradas, primero a Holmes y después a mí.
  El ministro de Asuntos Europeos se tiraba, nervioso, del bigote y
  jugueteaba con los dijes(joya, adorno) de la cadena de su reloj.


  —Cuando descubrí la pérdida, señor Holmes, lo cual sucedió a las ocho
  de esta mañana, informé inmediatamente al primer ministro. Ha sido idea
  suya que vengamos a verle.


  —¿Han informado ustedes a la policía?


  —No, señor Holmes —respondió el primer ministro, con la manera de
  hablar rápida y tajante que le había hecho famoso—. Ni lo hemos hecho
  ni es posible hacerlo. Informar a la policía equivaldría, a la larga, a
  informar al público, y esto deseamos evitarlo de manera muy especial.


  —¿Y eso por qué, señor?


  —Porque el documento en cuestión tiene una importancia tan tremenda que
  su publicación podría provocar fácilmente..., yo diría que casi con
  seguridad..., complicaciones de suma gravedad en el escenario europeo.
  No exagero al decir que podrían estar en juego decisiones de guerra o
  de paz. Si no podemos intentar recuperarlo en absoluto secreto, lo
  mismo da que no lo recuperemos, porque lo que se proponen los que lo
  han robado es, precisamente, dar a conocer su contenido.


  —Comprendo. Y ahora, señor Trelawney Hope, le agradecería mucho que me
  explicara con exactitud las circunstancias en que desapareció este
  documento.


  —Se puede decir en muy pocas palabras, señor Holmes. La carta...,
  porque se trata de una carta de un dirigente extranjero..., se recibió
  hace seis días. Era tan importante que ni siquiera la he querido dejar
  en mi caja fuerte, sino que la he llevado todas las noches a mi casa de
  Whitehall Terrace y la he tenido en mi habitación, dentro de un maletín
  cerrado con llave. Anoche estaba allí, de eso estoy seguro, porque abrí
  el maletín mientras me vestía para cenar y vi dentro el documento. Esta
  mañana ya no estaba. El maletín se quedó toda la noche sobre la mesa
  del tocador, al lado del espejo. Yo tengo el sueño muy ligero, y mi
  esposa también. Los dos estamos dispuestos a jurar que nadie pudo
  entrar en nuestra habitación durante la noche. Y sin embargo, le repito
  que el documento ha desaparecido.


  —¿A qué hora cenó usted?


  —A las siete y media.


  —¿Cuánto tiempo tardó en irse a la cama?


  —Mi esposa había salido al teatro, y yo me quedé esperándola. No
  subimos a nuestra habitación hasta las once y media.


  —¿Así que el maletín permaneció sin vigilancia durante cuatro horas?


  —A nadie se le permite entrar en esa habitación, exceptuando a la mujer
  que la limpia por la mañana, y a mi ayuda de cámara y la doncella de mi
  esposa durante el resto del día. Y los dos son servidores de confianza,
  que llevan bastante tiempo con nosotros. Además, ninguno de ellos podía
  saber que en el maletín hubiera nada más importante que el papeleo
  normal del ministerio.


  —¿Quién conocía la existencia de esa carta?


  —En mi casa, nadie.


  —¿Ni siquiera su esposa?


  —No, señor; no le dije nada hasta esta mañana, cuando eché en falta el
  documento.


  El primer ministro asintió en señal de aprobación.


  —Hace mucho que conozco su elevado sentido del deber en cuestiones de
  su cargo, señor —dijo—. Estoy convencido de que, tratándose de un
  secreto tan importante como éste, lo pondría por encima incluso de sus
  lazos familiares más íntimos.


  El ministro de Asuntos Europeos correspondió con una inclinación de
  cabeza.


  —Con eso no me hace usted más que justicia, señor. Hasta esta mañana no
  le había dicho a mi esposa ni una palabra del asunto.


  —¿No podría ella haberlo adivinado?


  —No, señor Holmes, ni ella ni nadie podría haberlo adivinado.


  —¿Había perdido usted antes algún documento?


  —No, señor.


  —¿Quién conocía en Inglaterra la existencia de esa carta?


  —Ayer se informó a todos los ministros del Consejo. Pero el juramento
  de secreto que rige en todas las reuniones del Gabinete se reforzó ayer
  con una solemne advertencia del primer ministro. ¡Dios mío! ¡Y pensar
  que a las pocas horas, yo mismo iba a perderlo! —su atractivo rostro se
  contrajo en una mueca de desesperación, mientras se mesaba el cabello
  con las manos. Por un momento, tuvimos una fugaz visión de cómo era
  aquel hombre por dentro: impulsivo, ardiente, extremadamente sensible.
  Pero al instante había adoptado de nuevo la máscara aristocrática y
  volvía a oírse su voz suave—. Además de los miembros del Consejo de
  Ministros, hay dos, o tal vez tres, altos funcionarios que están
  enterados de la existencia de la carta. Nadie más en toda Inglaterra,
  señor Holmes, se lo aseguro.


  —¿Y en el extranjero?


  —Me inclino a creer que no la ha visto nadie más que la persona que la
  escribió. Estoy convencido de que sus ministros..., de que no se han
  utilizado los cauces oficiales habituales.


  Holmes reflexionó durante unos momentos.


  —Bien, señor, tengo que pedirle detalles más concretos sobre ese
  documento, y saber por qué su desaparición puede acarrear tan graves
  consecuencias.


  Los dos estadistas intercambiaron una rápida mirada, y las hirsutas
  cejas del primer ministro se contrajeron en un ceño fruncido.


  —Verá, señor Holmes, está en un sobre largo y delgado, de color azul
  claro. Tiene un sello de lacre rojo, con un león rampante estampado. La
  dirección está escrita a mano, en letra grande y firme...


  —Me temo —interrumpió Holmes— que, por muy interesantes e incluso
  esenciales que sean esos detalles, mi pregunta debe llegar a la raíz
  del asunto. ¿De qué trataba esa carta?


  —Eso es un secreto de Estado de la máxima importancia, y me temo que no
  puedo decírselo, y tampoco me parece que sea necesario. Si usted,
  valiéndose de las facultades que se dice que posee, es capaz de
  encontrar el sobre que le he descrito, con su contenido, habrá prestado
  un gran servicio a su país y se habrá hecho merecedor de cualquier
  recompensa que esté en nuestra mano concederle.


  Sherlock Holmes se puso en pie, sonriente.


  —Son ustedes dos de los hombres más ocupados del país —dijo— y yo
  mismo, en mi modestia, también tengo mucho trabajo por hacer. Lamento
  muchísimo no poder ayudarles en este asunto, y prolongar esta
  entrevista sería una pérdida de tiempo.


  El primer ministro se puso en pie de un salto, con aquel mismo brillo
  rápido y feroz en sus ojos hundidos que acobardaba a los consejos de
  ministros.


  —¡No estoy acostumbrado...! —empezó a decir, pero logró dominar su
  cólera y se sentó de nuevo. Durante un minuto, o más, todos
  permanecimos en silencio. Por fin, el anciano estadista se encogió de
  hombros.


  —Tendremos que aceptar sus condiciones, señor Holmes. No cabe duda de
  que tiene usted razón y no podemos esperar que se ponga en acción a
  menos que le otorguemos nuestra plena confianza.


  —Estoy de acuerdo con usted, señor —dijo el estadista más joven.


  —En tal caso, se lo contaré, confiando por completo en su honor y en el
  de su compañero, el doctor Watson. También podría apelar a su
  patriotismo, ya que no se me ocurre una desgracia peor para nuestro
  país que la que podría producirse si saliera a la luz este asunto.


  —Puede usted confiar en nosotros.


  —Pues bien, la carta es de cierto dirigente extranjero, molesto por
  algunos sucesos coloniales en los que ha intervenido recientemente
  nuestro país. La ha escrito en un arrebato y bajo su propia
  responsabilidad. Por lo que hemos podido averiguar, sus ministros no
  saben nada del asunto. Lo malo es que está redactada de un modo tan
  poco afortunado y algunas frases son tan provocativas, que si se
  publicaran darían lugar, sin duda, a un estado de opinión muy
  peligroso. Se produciría en el país una ebullición de tal calibre que
  me atrevería a decir que, a la semana de publicarse la carta, este país
  se vería envuelto en una terrible guerra.


  Holmes escribió un nombre en una hoja de papel y se la pasó al primer
  ministro.


  —Exacto. Ha sido él. Y su carta, esta carta que puede significar un
  gasto de miles de millones y la pérdida de cientos de miles de vidas
  humanas, es la que se ha perdido de manera tan inexplicable.


  —¿Han informado usted al remitente?


  —Sí, señor; hemos enviado un telegrama en clave.


  —Tal vez él desee que la carta se publique.


  —No, señor; tenemos razones de peso para creer que él se ha dado cuenta
  de que actuó de manera acalorada e imprudente. Para él y su país, la
  publicación de esta carta supondría un golpe aún más duro que para
  nosotros.


  —En ese caso, ¿a quién le interesa que se publique la carta? ¿Por qué
  puede desear alguien robarla o publicarla?


  —Ahí, señor Holmes, nos metemos en el campo de la alta política
  internacional. Pero si considera usted la situación en Europa, no le
  resultará difícil comprender el motivo. Europa entera es un campamento
  armado. Existen dos alianzas con una potencia militar bastante
  equilibrada. Gran Bretaña se encuentra en condiciones de inclinar la
  balanza. Si se viera arrastrada a la guerra contra una de las dos
  confederaciones, esto aseguraría la supremacía de la otra, tanto si
  ésta entra en guerra como si no. ¿Me sigue usted?


  —Con toda claridad. Así pues, a los enemigos de este gobernante les
  interesaría apoderarse de la carta y publicarla, con el fin de crear un
  enfrentamiento entre su país y el nuestro.


  —Eso es.


  —¿Y a quién se le enviaría este documento, en caso de caer en manos
  enemigas?


  —A cualquiera de las grandes cancillerías de Europa. Probablemente, en
  estos instantes ya va camino de una de ellas, a toda la velocidad a la
  que pueda llevarla un vehículo de vapor.


  El señor Trelawney Hope dejó caer la cabeza sobre el pecho y suspiró en
  voz alta. El primer ministro apoyó una mano consoladora en su hombro.


  —Ha tenido usted mala suerte, querido amigo. Nadie le culpa de nada. No
  ha omitido usted ninguna precaución. Y ahora, señor Holmes, ya dispone
  usted de todos los datos. ¿Qué medidas recomienda?


  Holmes movió la cabeza con expresión triste.


  —¿Está usted convencido, señor, de que si no se recupera ese documento
  habrá guerra?


  —Lo considero muy probable.


  —Entonces, señor, prepárese para la guerra.


  —Esas son palabras muy duras, señor Holmes.


  —Considere los hechos, señor. Es completamente imposible que lo robaran
  después de las once y media de la noche, ya que, según he creído
  entender, el señor Hope y su esposa permanecieron en su habitación
  desde esa hora hasta que se descubrió el robo. Así pues, lo tuvieron
  que robar ayer, entre las siete y media y las once y media,
  probablemente más cerca de la primera hora, ya que es obvio que quien
  se lo llevó sabía que estaba allí, y lo más natural es que procurara
  apoderarse de él lo antes posible. Ahora bien, dada la hora en que se
  robó y la importancia del documento, ¿dónde puede estar ahora? Nadie
  tiene motivo alguno para retenerlo. Es preciso hacerlo llegar
  rápidamente a manos de quienes lo necesitan. ¿Qué posibilidades tenemos
  a estas alturas de alcanzarlos, ni siquiera de seguirles la pista? Ni
  la más mínima.


  El primer ministro se levantó del sofá.


  —Lo que dice es completamente lógico, señor Holmes. A mí también me
  parece que el asunto está fuera de nuestras posibilidades.


  —Supongamos, sólo a manera de hipótesis, que lo hubiera robado la
  doncella o el ayuda de cámara.


  —Los dos son sirvientes antiguos y de confianza.


  —Me pareció entender que su habitación se encuentra en la segunda
  planta, que no se puede entrar desde fuera de la casa, y que nadie
  habría podido llegar desde dentro sin que le vieran. En tal caso, la
  carta tiene que haberla robado alguien de la casa. ¿A quién se la pudo
  entregar el ladrón? A cualquiera de los varios espías internacionales y
  agentes secretos, con cuyos nombres estoy relativamente familiarizado.
  Hay tres de ellos que podrían considerarse como las estrellas de su
  profesión. Comenzaré mis indagaciones intentado averiguar si todos
  ellos continúan en sus puestos. En caso de faltar alguno de ellos, y
  sobre todo si falta desde anoche, dispondremos de algún indicio sobre
  el lugar de destino del documento.


  —¿Por qué no habría de continuar en su puesto? —preguntó el ministro de
  Asuntos Europeos—. Podría perfectamente haberlo llevado a alguna
  embajada en Londres.


  —No creo que lo haya hecho. Estos agentes trabajan por libre, y muchas
  veces sus relaciones con las embajadas son algo tirantes.


  El primer ministro asintió en señal de aprobación.


  —Creo que tiene usted razón, señor Holmes. Tratándose de un botín tan
  valioso, lo llevaría personalmente. Su línea de acción me parece
  excelente. Mientras tanto, Hope, no podemos descuidar nuestros otros
  deberes a causa de esta desgracia. En caso de producirse alguna novedad
  durante el día de hoy, nos pondremos en comunicación con usted. Y
  usted, naturalmente, nos tendrá al corriente de los resultados de sus
  investigaciones.


  Los dos estadistas hicieron una inclinación de cabeza y salieron de la
  habitación con aire solemne.


  Cuando  nuestros  ilustres  visitantes  se  hubieron  marchado,  Holmes
  encendió su pipa sin pronunciar palabra y se quedó un buen rato sumido
  en profundas reflexiones. Yo me había puesto a hojear el periódico de
  la mañana y me encontraba inmerso en un crimen sensacional que se había
  cometido en Londres la noche antes, cuando mi amigo soltó una
  exclamación, se puso en pie de un salto y dejó la pipa sobre la repisa
  de la chimenea.


  —Sí —dijo—; no hay mejor manera de abordarlo. La situación es muy
  grave, pero no desesperada. Si pudiéramos estar seguros de cuál de
  ellos la tiene..., porque todavía es posible que no haya salido de sus
  manos. Al fin y al cabo, estos tipos se mueven por dinero, y yo cuento
  con el respaldo del Tesoro Nacional. Si está a la venta, puedo
  comprarla, aunque ello signifique que todos paguemos un penique más de
  impuestos. Es perfectamente posible que nuestro hombre esté aguardando
  a escuchar las ofertas de este bando antes de probar suerte con el
  otro. Y sólo existen tres hombres capaces de jugar un juego tan
  arriesgado: Oberstein, La Tothiere y Eduardo Lucas. Tendré que verlos a
  los tres.


  Yo eché un vistazo al periódico.


  —¿Se refiere usted a Eduardo Lucas, de Godolphin Street?


  —Sí.


  —Pues a ése no lo verá usted.


  —¿Por qué no?


  —Esta noche ha sido asesinado en su casa.


  Eran tantas las veces que mi amigo me había asombrado en el transcurso
  de sus aventuras, que sentí verdadera satisfacción al darme cuenta de
  que esta vez era yo quien le había dejado completamente atónito. Me
  miró como alucinado y me arrebató el periódico de las manos. Esto era
  lo que estaba leyendo cuando él se levantó de su asiento:


  «ASESINATO EN WESTMINSTER


  La pasada noche se cometió un crimen en circunstancias misteriosas en
  el número 16 de Godolphin Street, una vetusta y solitaria calle de
  edificios del siglo XVIII, situada entre el río y la Abadía, casi a la
  sombra de la gran torre del Parlamento. La pequeña pero señorial
  mansión llevaba varios años habitada por el señor Eduardo Lucas, muy
  conocido en los círculos sociales por su atractiva personalidad y por
  tener merecida fama de ser uno de los mejores tenores aficionados del
  país. El señor Lucas era soltero, de treinta y cuatro años, y su
  servicio estaba formado por la señora Pringle, su anciana ama de
  llaves, y un ayuda de cámara llamado Mitton. La primera se retira
  pronto y duerme en el piso alto. El ayuda de cámara había salido a
  visitar a un amigo que reside en Hammersmith. Así pues, el señor Lucas
  se quedó solo en casa desde las diez de la noche. Todavía no se sabe lo
  que ocurrió en ese tiempo, pero a las doce menos cuarto, el agente de
  policía Barrett, que hacía la ronda por Godolphin Street, observó que
  la puerta del número 16 se encontraba entreabierta. Llamó sin obtener
  respuesta y, al advertir una luz en la habitación delantera, avanzó por
  el pasillo y llamó de nuevo a la puerta de esta habitación, con
  idéntico resultado negativo. Entonces abrió la puerta de un empujón y
  penetró en la estancia. La habitación se encontraba en absoluto
  desorden, con todos los muebles amontonados a un lado y una silla
  volcada en el centro. Junto a esta silla, aferrado todavía a una de sus
  patas, yacía el desdichado inquilino de la casa. Había recibido una
  puñalada en el corazón, que debió producirle la muerte instantánea.


  El cuchillo con el que se cometió el crimen es una daga india de hoja
  curva, descolgada de una panoplia de armas orientales que adornaba una
  de las paredes. En cuanto al móvil del crimen, no parece haber sido el
  robo, ya que no falta ninguno de los objetos de valor que contenía la
  habitación. El señor Eduardo Lucas era tan conocido y apreciado que su
  violenta y misteriosa muerte ha provocado una gran consternación en su
  extenso círculo de amistades.»


  —Bien, Watson, ¿qué le parece esto?


  —Una coincidencia asombrosa.


  —¡Una coincidencia! Aquí tenemos a uno de los tres hombres que habíamos
  señalado como posibles participantes en este drama, y resulta que muere
  de una manera violenta durante las mismas horas en que el drama se
  representaba. Las posibilidades de que se trate de una coincidencia son
  tan ínfimas que no existen números para representarlas. No, querido
  Watson, los dos sucesos están relacionados..., tienen que estar
  relacionados. A nosotros nos toca descubrir la relación.


  —Pero ahora la policía estará enterada de todo.


  —Nada de eso. La policía sabe lo que ha visto en Godolphin Street. No
  sabe, ni sabrá, nada de lo sucedido en Whitehall Terrace. Sólo nosotros
  estamos al tanto de los dos sucesos, y podemos intentar descubrir la
  relación entre ambos. De todas maneras, hay un detalle evidente que
  habría bastado para orientar mis sospechas hacia Lucas. Godolphin
  Street está en Westminster, a pocos minutos de Whitehall Terrace. Los
  otros dos agentes secretos que he mencionado viven al extremo del West
  End. Por tanto, a Lucas le resultaba más fácil que a los otros
  establecer un contacto o recibir un mensaje de la casa del ministro de
  Asuntos Europeos. Es poca cosa, pero cuando los hechos se concentran en
  tan pocas horas puede resultar esencial. ¡Caramba! ¿Qué tenemos aquí?


  Había aparecido la señora Hudson, trayendo en bandeja una tarjeta de
  mujer. Holmes le echó un vistazo, levantó las cejas y me la pasó a mí.


  —Dígale a lady Hilda Trelawney Hope que tenga la bondad de pasar —
  dijo.


  Un momento después, nuestro humilde apartamento, que ya se había visto
  honrado aquella mañana, se honró aún más con la entrada de la mujer más
  encantadora de Londres. Yo había oído hablar con frecuencia de la
  belleza de la hija menor del duque de Belminster, pero ni las
  descripciones ni las fotografías en blanco y negro me había preparado
  para el sutil y delicado encanto y el hermoso colorido de aquella
  cabeza exquisita. Sin embargo, tal como nosotros la vimos aquella
  mañana de otoño, no era su belleza lo primero que impresionaba al
  observador; el cutis era admirable, pero se veía pálido de emoción; los
  ojos brillaban, pero su brillo era febril; la delicada boca se apretaba
  y fruncía en un intento de mantener la calma. El terror, y no la
  belleza, era lo primero que saltaba a la vista cuando nuestra hermosa
  visitante quedó momentáneamente encuadrada en el marco de la puerta.


  —¿Ha estado aquí mi marido, señor Holmes?


  —Sí, señora, ha estado aquí.


  —Señor Holmes, le suplico que no le diga que he venido. Holmes
  respondió con una fría inclinación de cabeza y le ofreció un asiento.


  —Señora, me coloca usted en una situación muy delicada. Le ruego que se
  siente y me explique qué desea; pero me temo que no puedo hacerle
  promesas incondicionales.


  La dama cruzó la habitación y se sentó de espaldas a la ventana.
  Verdaderamente, aquella mujer alta, elegante e intensamente femenina
  tenía el porte de una reina.


  —Señor Holmes —dijo mientras cruzaba y descruzaba las manos, enfundadas
  en guantes blancos—, voy a hablarle con sinceridad, y confío en que
  usted, a cambio, sea sincero conmigo. Entre mi marido y yo existe
  absoluta confianza en todos los aspectos, excepto en uno: la política.
  Para este tema, sus labios están sellados, no me cuenta nada. Ahora
  bien, me consta que anoche ocurrió en nuestra casa un incidente
  sumamente deplorable. Sé que ha desaparecido un documento. Pero como se
  trata de asunto político, mi esposo se niega a contarme los detalles.
  Sin embargo, es esencial..., esencial, repito..., que yo me entere de
  todo. Usted es la única persona, aparte de esos políticos, que conoce
  los hechos. Le ruego, pues, señor Holmes, que me informe con exactitud
  de lo sucedido y sus posibles consecuencias. Cuéntemelo todo, señor
  Holmes. No se calle por consideración a los intereses de su cliente,
  porque le aseguro que, aunque él no se dé cuenta, lo más conveniente
  para sus intereses sería confiar plenamente en mí. ¿Qué papel es ése
  que han robado?


  —Señora, lo que me pide es completamente imposible.


  Ella dejó escapar un gemido y se cubrió el rostro con las manos.


  —Tiene que comprenderlo, señora. Si su marido considera que debe
  mantenerla al margen de este asunto, ¿cómo voy a contarle lo que él ha
  decidido ocultar, habiendo conocido los hechos bajo promesa de secreto
  profesional? No está bien que me lo pida. Tendría que preguntárselo a
  él.


  —Ya se lo he preguntado. He acudido a usted como último recurso. Pero
  aunque no me diga nada concreto, señor Holmes, puede usted hacerme un
  gran servicio si me aclara un único detalle.


  —¿Cuál, señora?


  —¿Puede este incidente perjudicar la carrera política de mi marido?


  —Bueno, señora, desde luego, a menos que se resuelva favorablemente,
  puede tener efectos muy lamentables.


  —¡Ah! —exclamó ella, respirando hondo, como quien acaba de ver
  resueltas sus dudas—. Una pregunta más, señor Holmes: por un comentario
  que se le escapó a mi esposo bajo la primera impresión del desastre, he
  creído entender que la pérdida de este documento podría acarrear
  terribles consecuencias para la nación.


  —Si él lo dijo, no seré yo quien lo niegue.


  —¿Qué clase de consecuencias?


  —Lo siento, señora, otra vez me pregunta usted más de lo que yo puedo
  responder.


  —En tal caso, no le haré perder más tiempo. No le culpo, señor Holmes,
  por negarse a hablar más abiertamente, y estoy segura de que usted, por
  su parte, no pensará mal de mí por intentar compartir los problemas de
  mi marido, aun en contra de su voluntad. Una vez más, le ruego que no
  le diga nada de mi visita.


  Al llegar a la puerta se volvió para mirarnos y tuve una última visión
  de aquel rostro hermoso y atormentado, con los ojos asustados y la boca
  apretada. Un instante después se había ido.


  —Bueno, Watson, el bello sexo es su especialidad —dijo Holmes con una
  sonrisa cuando el ondulante frufrú de las faldas concluyó con un
  portazo—. ¿A qué juega esta dama?


  —Me parece que lo ha dicho bien claro, y su ansiedad es muy natural.


  —¡Hum! Piense en su aspecto, Watson, en su manera de actuar, en su
  excitación contenida, su inquietud, su insistencia en hacer preguntas.
  Recuerde que pertenece a una casta que no suele exteriorizar sus
  emociones.


  —Desde luego, venía muy alterada.


  —Recuerde también el curioso convencimiento con que nos aseguró que
  sería mejor para su marido que ella lo supiera todo. ¿Qué quería decir
  con eso? Y se habrá fijado usted, Watson, en cómo se situó para tener
  la luz a la espalda. No quería que leyésemos su cara.


  —Sí, se sentó en la única silla de la habitación.


  —Sin embargo, los motivos de las mujeres son tan inescrutables... ¿Se
  acuerda de aquella mujer de Margate, de la que yo sospeché por la misma
  razón? Y lo que sucedía era que no se había empolvado la nariz. ¿Cómo
  puedes construir algo sobre bases tan movedizas? Sus actos más
  triviales pueden significar una inmensidad, y sus comportamientos más
  extraordinarios pueden depender de una horquilla o un rizador de pelo.
  Buenos días, Watson.


  —¿Va usted a salir?


  —Sí; pienso pasar la mañana en Godolphin Street, en compañía de
  nuestros amigos de la policía. La solución de nuestro problema depende
  de Eduardo Lucas, aunque confieso que aún no tengo ni idea de la forma
  que pueda adoptar. Es un error garrafal teorizar antes de conocer los
  hechos. Quédese en guardia, Watson, por si llegan nuevas visitas. Si me
  es posible, vendré a comer con usted.


  Durante todo aquel día, el siguiente y el otro, Holmes se mantuvo de un
  humor que sus amigos llamarían taciturno y los demás malhumorado.
  Entraba y salía sin dejar de fumar, tocaba fragmentos de violín, se
  sumía en ensoñaciones, devoraba bocadillos a horas intempestivas y
  apenas respondía a las preguntas que yo le hacía de cuando en cuando.
  Era evidente que su investigación no marchaba por buen camino. No decía
  ni palabra sobre el caso, y tuve que enterarme por los periódicos de
  los detalles de la indagación y de la detención y posterior puesta en
  libertad de John Mitton, el ayuda de cámara de la víctima. El jurado de
  instrucción pronunció el evidente veredicto de «homicidio
  intencionado», pero los autores seguían siendo desconocidos. No se pudo
  hallar ningún móvil. La habitación estaba llena de objetos de valor,
  pero no habían robado ninguno. Tampoco se habían tocado los papeles del
  muerto. Dichos papeles fueron examinados minuciosamente, y demostraron
  que el fallecido era un verdadero experto en política internacional, un
  chismoso incorregible, un notable lingüista y un infatigable escritor
  de cartas. Conocía íntimamente a los políticos más destacados de varios
  países. Pero no se pudo encontrar nada sensacional entre los abundantes
  documentos que llenaban sus cajones. En cuanto a sus relaciones con
  mujeres, parecían haber sido numerosas, pero superficiales. Tenía
  muchas conocidas, pero pocas amigas, y no parecía haber amado a
  ninguna. Era hombre de costumbres ordenadas y conducta inofensiva. Su
  muerte constituía un absoluto misterio, y lo más probable era que
  continuara siéndolo.


  En cuanto a la detención de John Mitton, el ayuda de cámara, había sido
  una medida desesperada, como única alternativa a no hacer nada. Pero no
  se pudo mantener la acusación. Aquella noche, Mitton había estado
  visitando a unos amigos en Hammersmith y disponía de una coartada
  perfecta. Es cierto que emprendió el regreso a casa con tiempo de sobra
  para llegar a Westminster antes de la hora en que se descubrió el
  crimen, pero alegó que había hecho parte del camino andando, lo cual
  parecía bastante probable, dado que hacía una noche deliciosa. El caso
  es que llegó a casa a las doce de la noche, y pareció quedar abrumado
  por la inesperada tragedia. Siempre se había llevado bien con su señor.
  En sus cajones se habían encontrado varios artículos pertenecientes a
  la víctima, entre ellos, un estuche con navajas de afeitar, pero él
  explicó que se trataba de regalos de la víctima, y el ama de llaves
  corroboró esta versión. Mitton llevaba tres años trabajando al servicio
  de Lucas. Llamaba la atención que éste nunca lo llevase con él al
  Continente. Lucas hacía ocasionales viajes a París, que podían durar
  hasta tres meses, pero Mitton se quedaba al cuidado de la casa de
  Godolphin Street. En cuanto al ama de llaves, no había oído nada la
  noche del crimen. Si su señor había recibido alguna visita, tuvo que
  abrirle la puerta él mismo.


  Así pues, por lo que yo pude leer en los periódicos, el misterio
  llevaba durando ya tres días. Si Holmes sabía algo más, se lo guardaba
  para sí mismo. No obstante, me había dicho que el inspector Lestrade le
  mantenía informado del caso, así que me constaba que estaba al tanto de
  los detalles de la investigación. Al cuarto día, el Daily Telegraph
  publicó un largo comunicado de su corresponsal en París, que parecía
  resolver todo el asunto:


  «La policía de París acaba de realizar un descubrimiento que levanta el
  velo del misterio que envolvía la trágica muerte de Eduardo Lucas,
  asesinado durante la noche del pasado lunes en Godolphin Street,
  Westminster. Como recordarán nuestros lectores, el señor Lucas fue
  encontrado apuñalado en su habitación, y se llegó a sospechar de su
  ayuda de cámara, aunque éste disponía de una coartada que disipó toda
  sospecha. Ayer, en París, la servidumbre de una mujer, identificada
  como la señora de Henri Fournaye, que reside en una pequeña mansión de
  la Rue Austerlitz, comunicó a las autoridades que su señora presentaba
  síntomas de locura. Tras someterla a un examen, se comprobó que,
  efectivamente, padecía una manía de carácter peligroso y permanente. La
  policía ha podido averiguar que la señora de Henri Fournaye había
  llegado de Londres el martes, y existen indicios que la relacionan con
  el crimen de Westminster. La comparación de fotografías ha demostrado
  de manera concluyente que los señores Henri Fournaye y Eduardo Lucas
  eran una misma persona y que, por alguna razón, el fallecido llevaba
  una doble vida entre Londres y París. La señora Fournaye, que es de
  origen criollo(nacido en América pero de origen europeo), tiene un
  carácter muy excitable, y en ocasiones ha sufrido ataques de celos de
  tipo histérico. Se sospecha que durante uno de estos ataques cometió el
  crimen que tanta sensación ha causado en Londres. No se han
  reconstruido aún sus movimientos durante la noche del lunes, pero se
  sabe con certeza que una mujer que responde a su descripción causó un
  gran revuelo el martes por la mañana en la estación de Charing Cross
  con su aspecto enloquecido y sus gestos violentos. Así pues, parece
  probable que cometiera el crimen en un ataque de locura, o que perdiera
  el juicio a consecuencia de su acción. Por el momento, la infeliz mujer
  se ha mostrado incapaz de hacer una declaración coherente, y los
  médicos no abrigan esperanzas de que recupere la razón. Se ha sabido
  que la noche del lunes se vio a una mujer, que bien podría haber sido
  madame Fournaye, vigilando durante varias horas la casa de Godolphin
  Street.»


  —¿Qué le parece esto, Holmes? —pregunté, después de haberle leído el
  artículo en alta voz mientras él terminaba el desayuno.


  —Querido Watson —respondió, levantándose de la mesa y dando zancadas
  por la habitación—, yo sé lo mucho que está usted sufriendo, pero si no
  le he contado nada en estos tres días es porque no hay nada que contar.
  Y tampoco este informe de París nos sirve de mucha ayuda.


  —Pues parece que aclara de manera concluyente la muerte de ese hombre.


  —La muerte de ese hombre no es más que un mero incidente, un episodio
  trivial en comparación con nuestra auténtica tarea, que consiste en
  seguir la pista de ese documento y salvar a Europa de la catástrofe. En
  estos tres días sólo ha ocurrido una cosa importante, y es que no ha
  ocurrido nada. Recibo informes del gobierno casi cada hora, y en
  ninguna parte de Europa se ha advertido señal alguna de agitación. En
  cambio, si esta carta estuviera circulando..., no, no puede estar
  circulando, pero en ese caso, ¿dónde está? ¿Quién la tiene? ¿Por qué la
  mantiene oculta? Esa pregunta me golpea el cerebro como un martillo.
  ¿Ha sido una coincidencia que Lucas muriera asesinado la misma noche en
  que desapareció la carta? ¿Llegó la carta a sus manos? ¿Acaso se la
  llevó esa esposa loca que resulta que tenía? Y si se la llevó ella,
  ¿estará en su casa de París? ¿Cómo podría yo registrarla sin despertar
  las sospechas de la policía francesa? Este es un caso, querido Watson,
  en el que la ley nos resulta tan peligrosa como los propios criminales.
  Estamos solos contra todos, pero lo que está en juego es tremendo. Si
  lograra resolverlo de manera satisfactoria, no cabe duda de que este
  caso representaría el broche de oro a mi carrera. ¡Ah, aquí llega el
  último parte de guerra! —echó un vistazo a la nota que acababan de
  entregarle—. ¡Vaya! Parece que Lestrade ha descubierto algo
  interesante. Póngase el sombrero, Watson, que vamos a dar un paseíto
  hasta Westminster.


  Era mi primera visita al escenario del crimen: una casa alta y
  estrecha, algo deslucida, cursi, correcta y sólida como el siglo que la
  vio nacer. El rostro de bulldog de Lestrade nos miraba desde la ventana
  delantera. Un corpulento policía de uniforme nos abrió la puerta y el
  inspector nos salió a recibir efusivamente. Nos hizo pasar a la
  habitación en la que se había cometido el crimen, pero ya no quedaba
  ninguna huella del mismo, con excepción de una fea mancha de forma
  irregular sobre la alfombra. Dicha alfombra era una pieza india,
  pequeña y cuadrada, situada en el centro de la habitación, y rodeada
  por amplios márgenes de precioso entarimado antiguo, formado por
  bloques cuadrados de madera muy pulimentados. Sobre la chimenea colgaba
  una magnífica panoplia llena de armas, una de las cuales era la que se
  había utilizado aquella trágica noche. Junto a la ventana había un
  suntuoso escritorio, y todos los detalles de la habitación -cuadros,
  alfombras y colgaduras- indicaban un gusto por lo fastuoso(lujoso) que
  rondaba los límites de la afectación.


  —¿Ha leído las noticias de París? —preguntó Lestrade.


  Holmes asintió.


  —Esta vez parece que nuestros amigos franceses han dado en el clavo. No
  cabe duda de que ocurrió como ellos dicen. Supongo que ella llamó a la
  puerta..., una visita sorpresa, porque el hombre mantenía sus dos vidas
  en compartimentos estancos..., y él la dejó entrar, porque no podía
  dejarla en la calle. Ella le explicó cómo había logrado dar con él, le
  reprochó su conducta, una cosa llevó a la otra, y con esa daga tan al
  alcance de la mano pasó lo que tenía que pasar. Sin embargo, no debió
  suceder de buenas a primeras, porque todas estas sillas estaban
  corridas hasta allí, y el hombre tenía una en las manos, como si con
  ella hubiera intentado mantener a la mujer a distancia. Está todo tan
  claro como si lo hubiéramos visto.


  Holmes arqueó las cejas.


  —¿Y sin embargo, me ha hecho llamar?


  —Ah, sí, es por otra cosa... Una pequeñez, pero de ésas que a usted le
  interesan... Una cosa bastante rara, ¿sabe?, podríamos decir que
  extravagante. No tiene nada que ver con el asunto principal..., nada
  que ver, eso salta a la vista.


  —¿Y de qué se trata, pues?


  —Pues bien, ya sabe usted que cuando se comete un crimen de este tipo
  ponemos mucho cuidado en dejarlo todo como estaba. No se ha cambiado
  nada de sitio. Hay un agente de guardia día y noche. Esta mañana,
  después de enterrar a la víctima y dar por terminadas las
  investigaciones en lo que a este cuarto se refiere, se nos ocurrió
  adecentarlo un poco. ¿Ve esa alfombra? Fíjese en que no está clavada al
  suelo, sólo colocada encima. Así que pudimos levantarla. Y
  encontramos...


  —¿Sí? ¿Qué encontraron?


  El rostro de Holmes se estaba poniendo tenso de ansiedad.


  —Estoy seguro de que no lo adivinaría ni en cien años. ¿Ve usted esa
  mancha en la alfombra? Es de suponer que una buena parte debió de
  atravesar la alfombra hasta el suelo, ¿no le parece?


  —Desde luego que sí.


  —Pues bien, le sorprenderá saber que no hay ninguna mancha en la madera
  del suelo.


  —¡Que no hay mancha! ¡Pero si tiene que haberla!


  —Sí, eso pensaría cualquiera. Pero lo cierto es que no hay mancha.


  Agarró la punta de la alfombra y la levantó para demostrar lo que
  decía.


  —Sin embargo, la alfombra está tan manchada por debajo como por encima.
  Tiene que haber dejado alguna marca.


  Lestrade se rio por lo bajo, encantado de tener tan desconcertado al
  famoso experto.


  —Ahora verá la explicación. Sí que hay una segunda mancha, pero no está
  debajo de la primera. Véalo usted mismo.


  Y diciendo esto, levantó otra parte de la alfombra y, efectivamente,
  allí había una gran mancha escarlata sobre la madera blanca del antiguo
  entarimado.


  —¿Qué le parece esto, señor Holmes?


  —Bueno, es muy sencillo. Las dos manchas coincidían, pero alguien ha
  girado la alfombra. Era fácil hacerlo, siendo cuadrada y no estando
  sujeta al suelo.


  —Hombre, señor Holmes, no hace falta que usted nos diga que alguien ha
  girado la alfombra. Eso está clarísimo, ya que las manchas coinciden a
  la perfección con sólo poner la alfombra de esta otra manera. Lo que yo
  querría saber es quién giró la alfombra y por qué.


  El rostro rígido de Holmes indicaba que mi amigo estaba vibrando de
  excitación interna.


  —Vamos a ver, Lestrade —dijo—. ¿Ese policía del pasillo ha estado de
  guardia en la casa todo el tiempo?


  —Pues sí.


  —Bien, siga mi consejo. Interróguelo a fondo. No lo haga delante de
  nosotros. Llévelo a la habitación de atrás y nosotros nos quedaremos
  esperando aquí. Pregúntele cómo se ha atrevido a dejar que entrase aquí
  gente y se quedara sola en esta habitación. No le pregunte si ha dejado
  entrar a alguien. Delo por hecho. Dígale que usted sabe que aquí ha
  estado alguien. Apriétele. Dígale que la única oportunidad que tiene de
  obtener el perdón es haciendo una confesión completa. ¡Haga exactamente
  lo que le digo!


  —¡Por San Jorge, que si sabe algo yo se lo sacaré! —exclamó Lestrade,
  saliendo disparado hacia el vestíbulo. A los pocos segundos oímos su
  voz autoritaria, procedente de la habitación de atrás.


  —¡Ahora, Watson, ahora! —gritó Holmes con ansia frenética.


  Toda la fuerza demoníaca que aquel hombre disimulaba bajo su máscara de
  indiferencia estalló en un paroxismo de energía. Apartó de un tirón la
  alfombra india, y un instante después estaba a cuatro patas, hurgando
  con las uñas las tablillas del suelo. Una de ellas se movió hacia un
  lado al introducir Holmes las uñas en la juntura, y giró hacia atrás
  como la tapa de una caja, descubriendo una pequeña y negra cavidad bajo
  el suelo. Holmes introdujo su ansiosa mano en el hueco y volvió a
  sacarla con un gruñido de disgusto y decepción. Estaba vacío.


  —¡Deprisa, Watson, deprisa! ¡Hay que volverla a colocar!


  Volvió a tapar el hueco y apenas habíamos tenido tiempo de colocar en
  su sitio la alfombra cuando oímos la voz de Lestrade en el pasillo. Al
  entrar, encontró a Holmes lánguidamente apoyado en la repisa de la
  chimenea, con expresión resignada y paciente, como si le costara
  trabajo disimular sus irreprimibles bostezos.


  —Lamento haberle hecho esperar, señor Holmes. Ya veo que se está
  muriendo de aburrimiento con este asunto. Bien, pues sí que ha
  confesado. Acérquese, MacPherson, quiero que estos caballeros se
  enteren de su inexcusable conducta.


  El enorme policía, sonrojadísimo y muy arrepentido, entró como
  arrastrándose en la habitación.


  —Lo hice sin mala intención, señor, se lo aseguro. La señorita llamó
  anoche a la puerta..., se había equivocado de casa, ¿sabe usted? Y nos
  pusimos a hablar. Se siente uno muy solo cuando tiene que estar de
  guardia todo el día.


  —Bien, ¿y qué sucedió luego?


  —Quería ver el lugar donde se había cometido el crimen..., dijo que
  había leído la noticia en los periódicos. Era una señorita muy
  respetable y muy bienhablada, señor, y no vi nada de malo en dejarla
  que echara un vistazo. Cuando vio la mancha en la alfombra cayó
  desmayada al suelo y se quedó como muerta. Corrí a la parte de atrás y
  traje un poco de agua, pero no conseguí hacerla volver en sí. Entonces
  fui al «lvy Plant», el bar de la esquina, para pedir un poco de brandy.
  Pero cuando regresé a la casa la joven había vuelto en sí y se había
  marchado. Supongo que se sintió avergonzada y no se atrevió a encararse
  conmigo.


  —¿Y qué me dice de lo de mover esa alfombra?


  —Verá, señor, desde luego estaba un poco arrugada cuando yo volví. Como
  ella se cayó encima, y la alfombra está sobre un suelo pulido, sin nada
  que la sujete... Así que la estiré un poco.


  —Esto le enseñará que no puede usted engañarme, agente MacPherson —
  dijo Lestrade, muy digno—. Seguro que pensaba que nunca se descubriría
  que había faltado usted a su deber; pero ya ve que me ha bastado una
  simple mirada a esa alfombra para saber, sin ningún género de dudas,
  que en esta habitación había entrado alguien. Tiene usted suerte,
  joven, de que no falte nada, pues de lo contrario las iba a pasar
  negras. Lamento haberle hecho venir por una tontería como ésta, señor
  Holmes, pero pensé que podría interesarle el hecho de que la segunda
  mancha no coincidiera con la primera.


  —Ya lo creo, ha sido interesantísimo. Dígame, agente: ¿esa mujer sólo
  ha estado aquí una vez?


  —Sí, señor, sólo una vez.


  —¿Quién era?


  —No sé cómo se llama, señor. Venía por un anuncio en el que pedían una
  mecanógrafa, y se equivocó de número... Era una señorita muy agradable
  y educada, señor.


  —¿Alta? ¿Guapa?


  —Sí, señor, era una joven muy crecidita. Y supongo que se podría decir
  que era guapa. Quizás hubiera quien dijera que era muy guapa. «¡Oh,
  agente, por favor, déjeme echar un vistazo!», me dijo. Era muy
  simpática y, ¿cómo le diría?, persuasiva, y no me pareció que hubiera
  nada de malo en dejarle asomar la cabeza por la puerta.


  —¿Cómo iba vestida?


  —Muy discreta, señor..., con una capa larga que le llegaba a los pies.


  —¿Qué hora era?


  —Empezaba a oscurecer. Estaban encendiendo las farolas cuando yo
  regresaba con el brandy.


  —Muy bien —dijo Holmes—. Vamos, Watson, creo que tenemos cosas más
  importantes que hacer en otra parte.


  Lestrade se quedó en la habitación delantera mientras el arrepentido
  agente nos abría la puerta para que saliéramos de la casa. En el
  escalón de entrada, Holmes dio media vuelta y enseñó algo que tenía en
  la mano. El policía lo miró y se quedó de piedra.


  —¡Cielo santo, señor! —exclamó, con el asombro pintado en el rostro.


  Holmes se llevó el dedo a los labios, volvió a meterse la mano en el
  bolsillo del pecho y estalló en carcajadas mientras nos alejábamos
  calle abajo.


  —¡Excelente! —dijo—. Vamos, amigo Watson, está a punto de levantarse el
  telón para el último acto. Le tranquilizará saber que no habrá guerra,
  que el muy honorable Trelawney Hope no verá truncada su brillante
  carrera, que el indiscreto gobernante no será castigado por su
  indiscreción, que el primer ministro no tendrá que enfrentarse a ningún
  conflicto en Europa, y que con un poco de tacto y habilidad por nuestra
  parte nadie saldrá perjudicado por lo que podría haber sido un
  incidente gravísimo.


  Mi mente se llenó de admiración por aquel hombre extraordinario.


  —¡Lo ha resuelto usted! —exclamé.


  —No del todo, Watson. Todavía hay algunos detalles que continúan tan
  oscuros como antes. Pero tenemos ya tanto que será culpa nuestra si no
  conseguimos el resto. Vamos derechos a Whitehall Terrace y pondremos
  fin al asunto.


  Cuando llegamos a la residencia del ministro de Asuntos Europeos,
  Holmes preguntó por lady Hilda Trelawney Hope. Nos hicieron pasar a una
  sala de estar.


  —¡Señor Holmes! —dijo la señora, con el rostro encendido de indignación

  —. Esto es muy indiscreto y desconsiderado por su parte. Creí haberle
  explicado que deseaba mantener en secreto la visita que hice, para que
  mi esposo no fuera a creer que me entrometo en sus asuntos. Y a pesar
  de ello, me compromete usted viniendo aquí y dando a entender que
  existen relaciones profesionales entre nosotros.


  —Por desgracia, señora, no tenía alternativa. Se me ha encomendado
  recuperar ese importantísimo documento y me veo obligado, señora, a
  pedirle que tenga la amabilidad de entregármelo.


  La dama se puso en pie de un salto y todo el color desapareció de su
  hermoso rostro. Se le pusieron los ojos vidriosos, se tambaleó y pensé
  que iba a desmayarse. Pero en seguida, con un tremendo esfuerzo, se
  recuperó del golpe, y el asombro y la indignación más completos
  borraron cualquier otra expresión de sus facciones.


  —¡Eso..., eso es un insulto, señor Holmes!


  —Vamos, vamos, señora, es inútil. Entrégueme la carta.


  Ella se precipitó hacia la campanilla.


  —El mayordomo les indicará la salida.


  —No le llame, lady Hilda. Si lo hace, frustrará mis sinceros esfuerzos
  por evitar un escándalo. Entrégueme la carta y todo saldrá bien. Si
  colabora conmigo, yo lo arreglaré todo. Si se me enfrenta, tendré que
  descubrirla.


  Ella se irguió desafiante, con la dignidad de una reina, y clavó sus
  ojos en los de Holmes como si pretendiera leer en su alma. Tenía la
  mano en la campanilla pero no se decidía a hacerla sonar.


  —Está intentado asustarme. No es muy de hombres, señor Holmes, eso de
  venir aquí a intimidar a una mujer. Dice que sabe algo. A ver, ¿qué es
  lo que sabe?


  —Le ruego que se siente, señora. Si se cae, puede hacerse daño. No
  hablaré hasta que se haya sentado. Gracias.


  —Le concedo cinco minutos, señor Holmes.


  —Con uno me bastará, lady Hilda. Estoy enterado de su visita a Eduardo
  Lucas, de que usted le entregó el documento, de su ingenioso regreso de
  ayer a la habitación de Lucas, y de cómo sacó la carta del escondrijo
  que hay debajo de la alfombra.


  Ella se le quedó mirando con el rostro ceniciento y tragó saliva dos
  veces antes de poder hablar.


  —Está usted loco, señor Holmes..., ¡loco! —consiguió exclamar por fin.


  Holmes sacó del bolsillo un trocito de cartulina. Era el rostro de una
  mujer recortado de una fotografía.


  —Llevaba esto encima porque me pareció que podría resultarme útil —
  dijo—. El policía la ha reconocido.


  Lady Hilda se quedó boquiabierta y dejó caer la cabeza hacia atrás.


  —Vamos, lady Hilda. Usted tiene la carta. Aún se puede arreglar todo.
  No deseo causarle problemas. Mi misión habrá concluido cuando le
  entregue la carta a su esposo. Siga mi consejo y sea sincera conmigo;
  es su única oportunidad.


  Había que descubrirse ante el valor de aquella dama. Ni siquiera
  entonces se dio por vencida.


  —Le repito, señor Holmes, que comete usted un error absurdo.


  Holmes se levantó de su asiento.


  —Lo siento por usted, lady Hilda. He hecho lo que he podido, pero ya
  veo que todo es en vano.


  Hizo sonar la campanilla y entró el mayordomo.


  —¿Está el señor Trelawney Hope en casa?


  —Llegará a la una menos cuarto, señor.


  Holmes consultó su reloj.


  —Todavía falta un cuarto de hora —dijo—. Muy bien, le esperaré.


  Apenas había terminado el mayordomo de cerrar la puerta cuando lady
  Hilda cayó de rodillas a los pies de Holmes, con las manos extendidas y
  su bello rostro alzado e inundado de lágrimas.


  —¡Tenga piedad de mí, señor Holmes! ¡Tenga piedad! —suplicaba de manera
  frenética—. ¡Por amor de Dios, no se lo diga! ¡Usted no sabe cómo
  quiero a mi marido! ¡Por nada del mundo querría verle sufrir, y sé que
  esto le destrozará el corazón!


  Holmes la hizo levantar.


  —Gracias a Dios, señora, ha recuperado usted su buen juicio, aunque
  haya sido en el último momento. No hay un instante que perder. ¿Dónde
  está la carta?


  Ella corrió hacia un escritorio, lo abrió y sacó un sobre azul y
  alargado.


  —Aquí está, señor Holmes. ¡Ojalá no la hubiera visto nunca!


  —¿Cómo podemos devolverla? —murmuró Holmes—. ¡Pronto, pronto, tenemos
  que encontrar la manera! ¿Dónde está el maletín de documentos?


  —Sigue en el dormitorio.


  —¡Qué buena suerte! Rápido, señora, tráigalo aquí.


  Un momento después, la señora reaparecía con un maletín rojo en la
  mano.


  —¿Cómo lo abrió la otra vez? ¿Tiene una copia de la llave? Sí, claro
  que la tiene. Ábralo.


  Lady Hilda se había sacado del pecho una llavecita, con la que abrió el
  maletín. Estaba repleto de papeles. Holmes metió el sobre azul en medio
  del montón, entre las páginas de algún otro documento. Una vez cerrado,
  el maletín regresó al dormitorio.


  —Ya estamos preparados —dijo Holmes—. Todavía nos quedan diez minutos.
  Lady Hilda, yo voy a hacer todo lo que esté de mi parte por encubrirla.
  A cambio, usted puede emplear estos minutos en explicarme con
  sinceridad qué significa todo este terrible embrollo.


  —Se lo contaré todo, señor Holmes —gimió ella—. ¡Ay, señor Holmes, yo
  me cortaría la mano derecha antes que darle un disgusto a mi marido! No
  hay en todo Londres una mujer que ame a su esposo como yo amo al mío, y
  sin embargo, si él supiera lo que he hecho.... lo que me he visto
  obligada a hacer..., no me lo perdonaría nunca. Tiene un sentido del
  honor tan alto que no es capaz de olvidar ni de perdonar un acto
  deshonroso de otra persona. ¡Ayúdeme, señor Holmes! ¡Está en juego mi
  felicidad, su felicidad, nuestras mismas vidas!


  —¡Dese prisa, señora, que se acaba el tiempo!


  —Todo se debió a una carta mía, señor Holmes, una carta imprudente que
  escribí antes de casarme. Una carta tonta, la carta de una chiquilla
  impulsiva y enamorada. Yo la escribí de manera inocente, pero a mi
  marido le habría parecido monstruosa. Si la hubiera leído, habría
  perdido para siempre la confianza en mí. Hace años que la escribí y
  creía que el asunto estaba olvidado. Pero entonces apareció este
  hombre, Lucas, y me dijo que la carta había caído en sus manos y que se
  la iba a enseñar a mi marido. Le supliqué que no lo hiciera, y él me
  dijo que me devolvería mi carta si yo le proporcionaba cierto documento
  que, según él, había en el portafolios de mi marido. Tenía algún espía
  en el ministerio, que le había informado de su existencia. Me aseguró
  que mi marido no sufriría ningún perjuicio. Póngase en mi lugar, señor
  Holmes. ¿Qué podía yo hacer?


  —Contárselo todo a su marido.


  —¡No podía, señor Holmes, no podía! Por un lado, la catástrofe me
  parecía segura; por el otro, y aunque me resultara terrible robarle
  papeles a mi marido, se trataba de un asunto de política y sus
  consecuencias se me escapaban, mientras que en un asunto de amor y
  confianza las consecuencias me parecían muy claras. ¡Lo hice, señor
  Holmes! Saqué un molde de su llave y ese hombre, Lucas, me hizo una
  copia. Abrí el maletín, saqué el documento y lo llevé a Godolphin
  Street.


  —¿Y qué sucedió allí, señora?


  —Llamé a la puerta como habíamos convenido. Lucas abrió. Lo seguí hasta
  su habitación, dejando entreabierta la puerta del vestíbulo, porque me
  daba miedo quedarme a solas con aquel hombre. Recuerdo que al entrar me
  fijé en una mujer que había en la calle. Nuestro negocio quedó
  concluido en un instante: él tenía mi carta sobre el escritorio; yo le
  entregué el documento; él me dio la carta. Y en aquel momento oímos un
  ruido en la puerta y pasos en el pasillo. Lucas levantó a toda prisa la
  alfombra, metió el documento en alguna especie de escondrijo que tenía
  allí, y lo tapó de nuevo.


  Lo que sucedió a continuación es como una espantosa pesadilla. Conservo
  la visión de una cara morena y desencajada, y el sonido de una voz de
  mujer que gritaba en francés: «¡Mi espera no ha sido en vano! ¡Por fin
  te he encontrado con ella!» Se entabló una lucha feroz. Recuerdo que él
  cogió una silla, y que en las manos de ella brillaba un cuchillo.
  Escapé corriendo de aquella terrible escena, hui de la casa y no supe
  más hasta la mañana siguiente, cuando leí en el periódico el terrible
  desenlace. Sin embargo, aquella noche dormí feliz, porque había
  recuperado mi carta y no sabía aún lo que me reservaba el futuro.


  A la mañana siguiente me di cuenta de que no había hecho más que
  cambiar un problema por otro. La angustia de mi marido cuando descubrió
  la desaparición de ese papel me llegó al alma. Tuve que contenerme para
  no arrodillarme a sus pies allí mismo y confesarle lo que había hecho.
  Pero aquello significaría tener que confesar también el pasado. Aquella
  mañana fui a visitarle a usted para hacerme una idea del alcance de mis
  actos. Cuando comprendí la enormidad del asunto, ya no pensé en otra
  que no fuera recuperar el documento de mi marido. Tenía que seguir
  estando donde Lucas lo había dejado, ya que lo guardó antes de que
  aquella terrible mujer entrara en la habitación. De no haber sido por
  su repentina llegada, yo no me habría enterado de dónde estaba el
  escondrijo. ¿Cómo podía volver a entrar en aquella habitación? Vigilé
  la casa durante dos días, pero la puerta nunca se quedaba abierta.
  Anoche hice el último intento. Ya sabe usted cómo me las arreglé para
  conseguir mi objetivo. Me traje el documento a casa, y había pensado
  destruirlo, porque no se me ocurría ninguna manera de devolverlo sin
  tener que confesárselo todo a mi marido. ¡Cielos, oigo sus pasos en la
  escalera!


  El ministro de Asuntos Europeos irrumpió muy nervioso en la habitación.


  —¿Alguna noticia, señor Holmes? ¿Alguna noticia? —preguntó.


  —Tengo algunas esperanzas.


  —¡Ah, gracias a Dios! —se le iluminó el rostro—. El primer ministro ha
  venido a comer conmigo. ¿Podemos hacerle partícipe de sus esperanzas? A
  pesar de que tiene nervios de acero, me consta que apenas ha dormido
  desde que ocurrió este terrible suceso. Jacobs, ¿quiere pedirle al
  primer ministro que suba? Lo siento, querida, me temo que se trata de
  un asunto político. Nos reuniremos contigo en el comedor dentro de unos
  minutos.


  El primer ministro parecía tranquilo, pero por el brillo de sus ojos y
  el temblor de sus huesudas manos se notaba que estaba tan nervioso como
  su joven colega.


  —Tengo entendido que dispone usted de alguna información, señor Holmes.


  —Puramente negativa, por el momento —respondió mi amigo—. He
  investigado en todos los lugares donde podría encontrarse el documento,
  y estoy seguro de que no hay peligro de que caiga en malas manos.


  —Pero eso no es suficiente, señor Holmes. No podemos seguir viviendo
  permanentemente sobre semejante volcán. Necesitamos algo concreto.


  —Tengo esperanzas de conseguirlo. Por eso estoy aquí. Cuanto más pienso
  en este asunto, más convencido estoy de que la carta no ha salido de
  esta casa.


  —¡Señor Holmes!


  —De haber salido, es indudable que a estas alturas ya se habría
  publicado.


  —Pero ¿por qué iba nadie a robarla sólo para dejarla en esta casa?


  —No estoy convencido de que haya sido robada.


  —Entonces, ¿cómo pudo salir del portafolios?


  —No estoy convencido de que haya salido del portafolios.


  —Señor Holmes, si es una broma, no tiene gracia. Puedo asegurarle que
  salió del maletín.


  —¿Ha examinado usted el maletín desde el martes por la mañana?


  —No; no hacía ninguna falta.


  —Es posible que la haya pasado por alto.


  —Eso es absolutamente imposible.


  —Pues yo no estoy convencido. He visto casos parecidos. Supongo que
  habrá otros papeles en ese maletín. Puede haberse mezclado con ellos.


  —Estaba encima de todos.


  —Alguien puede haber movido el maletín, descolocando su contenido.


  —Le digo que no. Lo saqué todo.


  —De todas maneras, es fácil comprobarlo, Hope —intervino el primer
  ministro—. Que traigan aquí ese maletín.


  El ministro hizo sonar la campanilla.


  —Jacobs, tráigame el maletín de los documentos. Esto es una ridícula
  pérdida de tiempo, pero si no se va a quedar satisfecho de otra manera,
  haremos lo que dice. Gracias, Jacobs; déjelo ahí. Siempre llevo la
  llave en la cadena del reloj. Mire, aquí están todos los papeles: carta
  de lord Merrow, informe de sir Charles Hardy, memorándum de Belgrado,
  notas acerca de los impuestos sobre los cereales en Rusia y Alemania,
  carta de Madrid, nota de Lord Flowers... ¡Cielo santo! ¿Qué es esto?
  ¡Lord Bellinger! ¡Lord Bellinger!


  El primer ministro le arrebató de la mano el sobre azul.


  —¡Sí, es ésta! ¡Y la carta está intacta! Hope, le felicito.


  —¡Gracias! ¡Gracias! ¡Qué peso me he quitado de encima! ¡Pero esto es
  inconcebible..., es imposible! Señor Holmes, es usted un mago..., ¡un
  brujo! ¿Cómo sabía que estaba aquí?


  —Porque sabía que no estaba en ninguna otra parte.


  —¡No puedo creer lo que ven mis ojos! —corrió frenético hacia la puerta
  —. ¿Dónde está mi mujer? ¡Hilda! ¡Hilda! —su voz se perdió por la
  escalera.


  El primer ministro miró a Holmes con un centelleo en los ojos.


  —Vamos, vamos —dijo—. Aquí hay más de lo que salta a la vista. ¿Cómo
  volvió la carta a meterse en el maletín?


  Sonriendo, Holmes se volvió para eludir el intenso escrutinio de
  aquellos ojos extraordinarios.


  —También nosotros tenemos nuestros secretos diplomáticos —dijo.


  Y recogiendo su sombrero, se encaminó hacia la puerta.












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