El Signo de los Cuatro

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  Por

  Arthur Conan Doyle



  - Maquetado por SherlockHolmes.page -



  - 1 -
  La ciencia del razonamiento deductivo



  Sherlock Holmes cogió el frasco de la esquina de la repisa de la
  chimenea y sacó la jeringuilla hipodérmica de su elegante estuche de
  tafilete. Ajustó la delicada aguja con sus largos, blancos y nerviosos
  dedos y se remangó la manga izquierda de la camisa. Durante unos
  momentos, sus ojos pensativos se posaron en el fibroso antebrazo y en
  la muñeca, marcados por las cicatrices de innumerables pinchazos. Por
  último, clavó la afilada punta, apretó el minúsculo émbolo y se echó
  hacia atrás, hundiéndose en la butaca tapizada de terciopelo con un
  largo suspiro de satisfacción.


  Yo llevaba muchos meses presenciando esta escena tres veces al día,
  pero la costumbre no había logrado que mi mente la aceptara. Por el
  contrario, cada día me irritaba más contemplarla, y todas las noches me
  remordía la conciencia al pensar que me faltaba valor para protestar.
  Una y otra vez me hacía el propósito de decir lo que pensaba del
  asunto, pero había algo en los modales fríos y despreocupados de mi
  compañero que lo convertía en el último hombre con el que uno querría
  tomarse algo parecido a una libertad. Su enorme talento, su actitud
  dominante y la experiencia que yo tenía de sus muchas y extraordinarias
  cualidades me impedían decidirme a enfrentarme con él.


  Sin embargo, aquella tarde, tal vez a causa del beaune que había bebido
  en la comida, o tal vez por la irritación adicional que me produjo lo
  descarado de su conducta, sentí de pronto que ya no podía aguantar más.

  —¿Qué ha sido hoy? —pregunté—. ¿Morfina o cocaína? Holmes levantó con
  languidez la mirada del viejo volumen de caracteres góticos que acababa
  de abrir.


  —Cocaína —dijo—, disuelta al siete por ciento. ¿Le apetece probarla?


  —Desde luego que no —respondí con brusquedad—. Mi organismo aún no se
  ha recuperado de la campaña de Afganistán y no puedo permitirme
  someterlo a más presiones.


  Mi vehemencia le hizo sonreír.


  —Tal vez tenga razón, Watson —dijo—. Supongo que su efecto físico es
  malo. Sin embargo, la encuentro tan trascendentalmente estimulante y
  esclarecedora para la mente que ese efecto secundario tiene poca
  importancia.


  —¡Pero piense en ello! —dije yo con ardor—. ¡Calcule lo que le cuesta!
  Es posible que, como usted dice, le estimule y aclare el cerebro, pero
  se trata de un proceso patológico y morboso, que va alterando cada vez
  más los tejidos y puede acabar dejándole con debilidad permanente. Y
  además, ya sabe qué mala reacción le provoca. La verdad es que la
  ganancia no compensa la inversión. ¿Por qué tiene que arriesgarse, por
  un simple placer momentáneo, a perder esas grandes facultades de las
  que ha sido dotado? Recuerde que no le hablo sólo de camarada a
  camarada, sino como médico a una persona de cuya condición física es,
  en cierto modo, responsable.


  No pareció ofendido. Por el contrario, juntó las puntas de los dedos y
  apoyó los codos en los brazos de la butaca, como si disfrutara con la
  conversación.


  —Mi mente —dijo— se rebela contra el estancamiento. Deme problemas,
  deme trabajo, deme el criptograma más abstruso o el análisis más
  intrincado, y me sentiré en mi ambiente. Entonces podré prescindir de
  estímulos artificiales. Pero me horroriza la aburrida rutina de la
  existencia. Tengo ansias de exaltación mental. Por eso elegí mi
  profesión, o, mejor dicho, la inventé, puesto que soy el único del
  mundo. —¿El único investigador particular? —dije yo, alzando las cejas.


  —El único investigador particular con consulta —replicó—. En el campo
  de la investigación, soy el último y el más alto tribunal de apelación.
  Cada vez que Gregson, o Lestrade, o Athelney Jones se encuentran
  desorientados (que, por cierto, es su estado normal), me plantean a mí
  el asunto. Yo examino los datos en calidad de experto y emito una
  opinión de especialista. En estos casos no reclamo ningún crédito. Mi
  nombre no aparece en los periódicos. Mi mayor recompensa es el trabajo
  mismo, el placer de encontrar un campo al que aplicar mis facultades.
  Pero usted ya ha tenido ocasión de observar mis métodos de trabajo en
  el caso de Jefferson Hope.


  —Es verdad —dije cordialmente—. Nada me ha impresionado tanto en toda
  mi vida. Hasta lo he recogido en un pequeño folleto, con el título algo
  fantástico de Estudio en escarlata.


  Holmes meneó la cabeza con aire triste.


  —Lo miré por encima —dijo—. Sinceramente, no puedo felicitarle por
  ello. La investigación es, o debería ser, una ciencia exacta, y se la
  debe tratar del mismo modo frío y sin emoción. Usted ha intentado darle
  un matiz romántico, con lo que se obtiene el mismo efecto que si se
  insertara una historia de amor o una fuga de enamorados en el quinto
  postulado de Euclides.


  —Pero es que lo romántico estaba ahí —repliqué—. Yo no podía alterar
  los hechos. —Algunos hechos hay que suprimirlos o, al menos, hay que
  mantener un cierto sentido de la proporción al tratarlos. El único
  aspecto del caso que merecía ser mencionado era el curioso razonamiento
  analítico, de los efectos a las causas, que me permitió desentrañarlo.


  Me molestó aquella crítica de una obra que había sido concebida
  expresamente para agradarle. Confieso también que me irritó el egoísmo
  con el que parecía exigir que hasta la última frase de mi folleto
  estuviera dedicada a sus actividades personales. Más de una vez,
  durante los años que llevaba viviendo con él en Baker Street, había
  observado que bajo los modales tranquilos y didácticos de mi compañero
  se ocultaba un cierto grado de vanidad. Sin embargo, no hice ningún
  comentario y me quedé sentado, cuidando de mi pierna herida. Una bala
  de jezad la había atravesado tiempo atrás y, aunque no me impedía
  caminar, me dolía insistentemente cada vez que el tiempo cambiaba.


  —Últimamente, he extendido mis actividades al Continente —dijo Holmes
  al cabo de un rato, mientras llenaba su vieja pipa de raíz de brezo—.
  La semana pasada me consultó Francois le Villard, que, como
  probablemente sabrá, ha saltado recientemente a la primera fila de los
  investigadores franceses. Posee toda la rápida intuición de los celtas,
  pero le falta la amplia gama de conocimientos exactos que son
  imprescindibles para desarrollar los aspectos más elevados de su arte.
  Se trataba de un caso relacionado con un testamento, y presentaba
  algunos detalles interesantes. Pude indicarle dos casos similares, uno
  en Riga en 1857 y otro en Saint Louis en 1871, que le sugirieron la
  solución correcta. Y esta mañana he recibido carta suya, agradeciéndome
  mi ayuda. Mientras hablaba me pasó una hoja arrugada de papel de carta
  extranjero. Eché un vistazo por encima y capté una profusión de signos
  de admiración, con ocasionales magnifiques, coups de maître y tours de
  force repartidos por aquí y por allá, que daban testimonio de la
  ferviente admiración del francés.


  —Le habla como un discípulo a su maestro —dije. —¡Bah!, le concede
  demasiado valor a mi ayuda —dijo Sherlock Holmes sin darle
  importancia—. Él mismo tiene unas dotes considerables. Posee dos de las
  tres facultades necesarias para el detective ideal: la capacidad de
  observación y la de deducción. Sólo le faltan conocimientos, y eso se
  puede adquirir con el tiempo. Ahora está traduciendo mis obras al
  francés. —¿Sus obras?


  —¡Ah!, ¿no lo sabía? —exclamó, echándose a reír—. Pues sí, soy culpable
  de varias monografías. Todas ellas sobre temas técnicos. Aquí, por
  ejemplo, tengo una: Sobre las diferencias entre las cenizas de los
  diversos tabacos. En ella cito ciento cuarenta clases de cigarros,
  cigarrillos y tabacos de pipa, con láminas en color que ilustran las
  diferencias entre sus cenizas. Es un detalle que surge constantemente
  en los procesos criminales, y que a veces tiene una importancia suprema
  como pista. Si, por ejemplo, podemos asegurar sin lugar a dudas que el
  autor de un crimen fue un individuo que fumaba lunkah indio, está claro
  que el campo de búsqueda se estrecha mucho. Para el ojo experto, existe
  tanta diferencia entre la ceniza negra de un Trichinopoly y la ceniza
  blanca y esponjosa de un «ojo de perdiz» como entre una lechuga y una
  patata. —Tiene usted un talento extraordinario para las minucias
  —comenté.


  —Sé apreciar su importancia. Aquí tiene mi monografía sobre las huellas
  de pisadas, con algunos comentarios acerca del empleo de escayola para
  conservar las impresiones. Y aquí hay una curiosa obrita sobre la
  influencia de los oficios en la forma de las manos, con litografías de
  manos de pizarreros, marineros, cortadores de corcho, cajistas de
  imprenta, tejedores y talladores de diamantes. Es un tema de gran
  importancia práctica para el detective científico, sobre todo en casos
  de cadáveres no identificados, y también para averiguar el historial de
  los delincuentes. Pero le estoy aburriendo con mis aficiones.


  —Nada de eso —respondí con vehemencia—. Me interesa mucho, y más
  habiendo tenido la oportunidad de observar cómo lo aplica a la
  práctica. Pero hace un momento hablaba usted de observación y
  deducción. Supongo que, en cierto modo, la una lleva implícita la otra.


  —Ni mucho menos —respondió, arrellanándose cómodamente en su butaca y
  emitiendo con su pipa espesas volutas azuladas—. Por ejemplo, la
  observación me indica que esta mañana ha estado usted en la oficina de
  Correos de Wigmore Street, y gracias a la deducción se que allí puso un
  telegrama.


  —¡Exacto! —dije yo—. Ha acertado en las dos cosas. Pero confieso que no
  entiendo cómo ha llegado a saberlo. Fue un impulso súbito que tuve, y
  no se lo he comentado a nadie.


  —Es la sencillez misma —dijo él, riéndose por lo bajo de mi sorpresa—.
  Tan

  ridículamente sencillo que sobra toda explicación. Aun así, puede
  servirnos para definir los límites de la observación y la deducción. La
  observación me dice que lleva usted un pegotito rojizo pegado al borde
  de la suela. Justo delante de la oficina de Correos de Wigmore Street
  han levantado el pavimento y han esparcido algo de tierra, de tal modo
  que resulta difícil no pisarla al entrar. La tierra tiene ese peculiar
  tono rojizo que, por lo que yo sé, no se encuentra en ninguna otra
  parte del barrio. Hasta aquí llega la observación. Lo demás es
  deducción.


  —¿Y cómo dedujo lo del telegrama?


  —Pues, para empezar, sabía que no había escrito una carta, porque
  estuve sentado frente a usted toda la mañana. Además, su escritorio
  está abierto y veo que tiene usted un pliego de sellos y un grueso fajo
  de tarjetas postales. Así pues, ¿a qué iba a entrar en la oficina de
  Correos si no era para enviar un telegrama? Una vez eliminadas todas
  las demás posibilidades, la única que queda tiene que ser la verdadera.


  —En este caso es así, desde luego —repliqué yo, tras pensármelo un
  poco—. Sin embargo, como usted mismo ha dicho, se trata de un asunto de
  lo más sencillo. ¿Me consideraría impertinente si sometiera sus teorías
  a una prueba más estricta?


  —Al contrario —respondió él—. Eso me evitará tener que tomar una
  segunda dosis de cocaína. Estaré encantado de considerar cualquier
  problema que usted me plantee. —Le he oído decir que es muy difícil que
  un hombre use un objeto todos los días sin dejar en él la huella de su
  personalidad, de manera que un observador experto puede leerla. Pues
  bien, aquí tengo un reloj que ha llegado a mi poder hace poco tiempo.
  ¿Tendría la amabilidad de darme su opinión sobre el carácter y las
  costumbres de su antiguo propietario?


  Le entregué el reloj con un ligero sentimiento interno de regocijo, ya
  que, en mi opinión, la prueba era imposible de superar y con ella me
  proponía darle una lección ante el tono algo dogmático que adoptaba de
  vez en cuando. Holmes sopesó el reloj en la mano, observó atentamente
  la esfera, abrió la tapa posterior y examinó el engranaje, primero a
  simple vista y luego con ayuda de una potente lupa. No pude evitar
  sonreír al ver su expresión abatida cuando, por fin, cerró la tapa y me
  lo devolvió.


  —Apenas hay ningún dato —dijo—. Este reloj lo han limpiado hace poco,
  lo cual me priva de los indicios más sugerentes.


  —Tiene razón —respondí—. Lo limpiaron antes de enviármelo.


  En mi fuero interno, acusé a mi compañero de esgrimir una excusa de lo
  más floja e impotente para justificar su fracaso. ¿Qué datos había
  esperado encontrar aunque el reloj no hubiera estado limpio?


  —Pero aunque no sea satisfactoria, mi investigación no ha sido del todo
  estéril — comentó, dirigiendo hacia el techo la mirada de sus ojos
  soñadores e inexpresivos—. Salvo que usted me corrija, yo diría que el
  reloj perteneció a su hermano mayor, que a su vez lo heredó de su
  padre.


  —Supongo que eso lo ha deducido de las iniciales H.W. grabadas al
  dorso.


  —En efecto. La W sugiere su apellido. La fecha del reloj es de hace
  casi cincuenta años, y las iniciales son tan antiguas como el reloj.
  Por lo tanto, se fabricó en la generación anterior. Estas joyas suele
  heredarlas el hijo mayor, y es bastante probable que éste se llame
  igual que el padre. Si no recuerdo mal, su padre falleció hace muchos
  años. Por lo tanto, el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.
  —Hasta ahora, bien —dije yo—. ¿Algo más?


  —Era un hombre de costumbres desordenadas..., muy sucio y descuidado.
  Tenía buenas perspectivas, pero desaprovechó las oportunidades, vivió
  algún tiempo en la pobreza, con breves intervalos ocasionales de
  prosperidad, y por último se dio a la bebida y murió. Eso es todo lo
  que puedo sacar.


  Me puse en pie de un salto y renqueé impaciente por la habitación,
  enormemente indignado.


  —Esto es indigno de usted, Holmes —dije—. Jamás habría creído que
  caería usted tan bajo. Ha estado usted investigando la historia de mi
  desdichado hermano, y ahora finge haber deducido todo ese conocimiento
  por medios fantásticos. ¡No esperará que me crea que ha visto todo eso
  en este viejo reloj! Es una grosería y, para serle franco, parece más
  propio de un charlatán.


  —Querido doctor —dijo en tono suave—, le ruego que acepte mis
  disculpas. Al considerar el asunto como un problema abstracto, olvidé
  que para usted se trata de algo muy personal y doloroso. Sin embargo,
  le aseguro que, hasta que me enseñó el reloj, no sabía que hubiera
  tenido usted un hermano.


  —¿Y entonces, cómo diablos averiguó todo eso? Porque ha acertado de
  lleno en todos los detalles.


  —Ha sido pura suerte. Me limité a decir lo que parecía más probable. No
  esperaba acertar en todo.


  —¿No han sido puras conjeturas?


  —No, no; yo nunca hago conjeturas. Es un hábito nefasto. Destruye las
  facultades lógicas. Lo que a usted le parece tan extraño, lo es sólo
  porque no ha seguido mi cadena de pensamientos ni se ha fijado en los
  pequeños datos de los que pueden extraerse importantes inferencias. Por
  ejemplo, empecé afirmando que su hermano era descuidado. Si se fija en
  la parte inferior de la tapa del reloj, verá que no sólo tiene un par
  de abolladuras, sino que además está rayado y arañado por todas partes,
  a causa de la costumbre de meter en el mismo bolsillo otros objetos
  duros, como monedas o llaves. Como ve, no es ninguna proeza suponer que
  un hombre que trata tan a la ligera un reloj de cincuenta guineas debe
  ser descuidado. Tampoco es tan descabellado deducir que un hombre que
  hereda un artículo tan valioso tiene que estar bien provisto en otros
  aspectos.


  Asentí para dar a entender que seguía su razonamiento.


  —Es costumbre de los prestamistas ingleses, cuando alguien empeña un
  reloj, grabar el número de la papeleta con un alfiler en el interior de
  la tapa. Es más cómodo que poner una etiqueta y no hay peligro de que
  el número se pierda o se traspapele. Y mi lupa ha descubierto nada
  menos que cuatro de esos números en el interior de la tapa del reloj.
  Deducción: su hermano pasaba apuros económicos con frecuencia.
  Deducción secundaria: de vez en cuando atravesaba períodos de
  prosperidad, pues de lo contrario no habría podido desempeñar la
  prenda. Por último, le ruego que mire la chapa interior, donde está el
  agujero para dar cuerda. Fíjese en que hay miles de rayas alrededor del
  agujero, causadas al resbalar la llave de la cuerda. ¿Cree que la llave
  de un hombre sobrio dejaría todas esas marcas? Sin embargo, nunca
  faltan en el reloj de un borracho. Le daba cuerda por la noche y dejó
  la marca de su mano temblorosa. ¿Qué misterio hay en todo esto?


  —Está tan claro como la luz del día —respondí—. Lamento haber sido
  injusto con usted. Debí haber tenido más fe en sus maravillosas
  facultades. ¿Puedo preguntarle si en estos momentos tiene entre manos
  alguna investigación profesional?


  —Ninguna. De ahí lo de la cocaína. No puedo vivir sin hacer trabajar el
  cerebro. ¿Qué otra razón hay para vivir? Mire por esa ventana. ¿Alguna
  vez ha sido el mundo tan lúgubre, triste e improductivo? Mire esa
  niebla amarilla que hace remolinos por la calle y se desliza ante esas
  casas grises. ¿Puede haber algo más desesperantemente prosaico y
  material? ¿De qué sirve tener talento, doctor, si no se tiene campo en
  el que aplicarlo? Los delitos son vulgares, la existencia es vulgar, y
  en este mundo no hay sitio para lo que se salga de la vulgaridad.


  Abrí la boca para responder a su diatriba, pero en aquel momento, tras
  dar unos golpecitos en la puerta, entró nuestra casera, que traía una
  tarjeta en una bandeja de latón.


  —Una señorita pregunta por usted, señor —dijo, dirigiéndose a mi
  compañero. —Miss Mary Morstan —leyó éste—. ¡Hum! No me suena de nada el
  nombre. Diga a la señorita que suba, señora Hudson. No se vaya, doctor.
  Prefiero que se quede.


  - 2 -
  La exposición del caso



  La señorita Morstan entró en la habitación con paso firme y porte
  airoso. Era una joven rubia, menuda, delicada, con guantes en las manos
  y vestida con el gusto más exquisito. No obstante, la discreción y
  sencillez de sus ropas parecían indicar unos recursos económicos
  limitados. El vestido era de color pardo grisáceo tirando a oscuro, sin
  cintas ni adornos, y llevaba un pequeño turbante del mismo tono
  apagado, alegrado tan sólo por un vestigio de pluma blanca en un
  costado. Su rostro no tenía facciones regulares ni una complexión
  hermosa, pero su expresión era dulce y amistosa, y sus grandes ojos
  azules resultaban particularmente espirituales y atractivos. A pesar de
  que mi experiencia con las mujeres abarcaba muchas naciones y tres
  continentes distintos, yo jamás había visto un rostro que ofreciera tan
  claros indicios de un carácter refinado y sensible. No pude evitar
  fijarme en que, al sentarse en el asiento que Sherlock Holmes le
  acercó, sus labios temblaban, sus manos se estremecían y todo en ella
  indicaba una fuerte agitación interna.


  —He acudido a usted, señor Holmes —dijo—, porque en cierta ocasión
  ayudó a la señora de Cecil Forrester, para la que yo trabajaba, a
  resolver una pequeña complicación doméstica. Quedó muy impresionada por
  su amabilidad y talento.


  —La señora de Cecil Forrester... —repitió Holmes, pensativo—. Sí, creo
  que le presté un pequeño servicio. Pero me parece recordar que se
  trataba de un caso realmente sencillo.


  —A ella no se lo pareció. Pero del mío, por lo menos, no podrá usted
  decir lo mismo. Me cuesta imaginar algo más extraño y absolutamente
  inexplicable que la situación en que me encuentro.


  Holmes se frotó las manos y sus ojos se iluminaron. Se inclinó hacia
  delante en su butaca, con una expresión de absoluta concentración en
  sus facciones marcadas y aguileñas.


  —Exponga su caso.


  Me pareció que mi presencia resultaba embarazosa.


  —Estoy seguro de que sabrán disculparme —dije, levantándome de mi
  asiento.


  Ante mi sorpresa, la joven levantó una mano enguantada para detenerme.


  —Si su amigo tiene la bondad de quedarse —dijo—, me prestará un
  servicio inestimable.


  Me dejé caer de nuevo en mi asiento.


  —En pocas palabras —continuó—, los hechos son los siguientes: mi padre
  era oficial en un regimiento de la India, y me envió a Inglaterra
  cuando yo era niña. Mi madre había fallecido y yo no tenía ningún
  pariente aquí, pero me ingresaron en un cómodo internado de Edimburgo,
  donde permanecí hasta que cumplí diecisiete años. En 1878, mi padre,
  que era el capitán más antiguo de su regimiento, consiguió un permiso
  de doce meses y volvió a Inglaterra. Me puso un telegrama desde
  Londres, diciendo que había llegado sin contratiempos y pidiéndome que
  fuera a verlo cuanto antes, dando como dirección el hotel Langham. Su
  mensaje, tal como yo lo recuerdo, rebosaba amor y cariño. En cuanto
  llegué a Londres me dirigí al Langham, y allí me dijeron que el capitán
  Morstan se alojaba allí, pero que había salido la noche anterior y no
  había regresado. Esperé todo el día sin tener noticias suyas. Aquella
  noche, por consejo del director del hotel, me puse en contacto con la
  policía, y al día siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos.
  Nuestras investigaciones no dieron ningún resultado. Y desde entonces
  hasta hoy no hemos vuelto a saber nada de mi pobre padre. Llegó a su
  país con el corazón lleno de esperanza, buscando paz y reposo, y en
  lugar de eso... Se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado
  interrumpió sus palabras.


  —¿Fecha? —preguntó Holmes, abriendo su cuaderno de notas.


  —Desapareció el 3 de diciembre de 1878..., hace casi diez años.


  —¿Y su equipaje?


  —Se quedó en el hotel. No encontramos nada que nos diera una pista.
  Algo de ropa, unos cuantos libros y gran cantidad de curiosidades de
  las islas Andaman. Estuvo allí como oficial de la guardia del presidio.


  —Tenía amigos en Londres?


  —Sólo sabemos de uno: el mayor Sholto, de su mismo regimiento, el
  trigésimo cuarto de Infantería de Bombay. El mayor se había retirado
  algún tiempo antes, y vivía en Upper Norwood. Como es natural, nos
  pusimos en contacto con él, pero ni siquiera sabía que su camarada
  hubiera regresado a Inglaterra. —Curioso caso —comentó Holmes.


  —Aún no le he contado la parte más extraña. Hace unos seis años...,
  para ser más exactos, el 4 de mayo de 1882, apareció un anuncio en el
  Times, interesándose por la dirección de la señorita Mary Morstan y
  asegurando que le convenía mucho presentarse. No se incluía ningún
  nombre ni dirección. Por aquel entonces, yo acababa de entrar al
  servicio de la señora de Cecil Forrester como institutriz. Siguiendo su
  consejo, publiqué mi dirección en la columna de anuncios personales.
  Aquel mismo día, me llegó por correo una cajita de cartón, que resultó
  contener una perla muy grande y brillante. Nada más, ni una palabra
  escrita. Y desde entonces, cada año, por la misma fecha, siempre me
  llega una caja similar, conteniendo una perla similar, sin el menor
  dato de quien las envía. Un experto ha dictaminado que son de una
  variedad rara y tienen un gran valor. Vean por sí mismos que son
  bellísimas.

  Diciendo esto, abrió una caja plana y me mostró seis de las perlas más
  hermosas que he visto en mi vida.


  —Su historia es la mar de interesante —dijo Sherlock Holmes—. ¿Le ha
  ocurrido algo más?


  —Pues sí, y precisamente hoy. Por eso he acudido a usted. Esta mañana
  he recibido esta carta; tal vez prefiera leerla usted mismo.


  —Gracias —dijo Holmes—. El sobre también, por favor. Matasellos de
  Londres, Sudoeste... Fecha, 7 de julio. ¡Hum! Huella de un pulgar de
  hombre en la esquina..., probablemente, del cartero. Papel de la mejor
  calidad. Sobre de los de seis peniques el paquete. Curiosos gustos los
  de este hombre en cuestión de papelería. No hay dirección. «Acuda esta
  noche, a las siete, a la puerta del teatro Lyceum, tercera columna de
  la izquierda. Si no se fía, traiga un par de amigos. Ha sido usted
  perjudicada y se le hará justicia. No avise a la policía. Si lo hace,
  todo será en vano. Su amigo desconocido.» Vaya, vaya. Pues sí que
  tenemos un pequeño misterio. ¿Qué se propone hacer, señorita Morstan?


  —Eso es precisamente lo que he venido a consultarle.


  —En tal caso, desde luego que iremos. Usted y yo y... sí, claro, el
  doctor Watson es el hombre indicado. La carta dice que dos amigos. El
  doctor y yo hemos trabajado juntos otras veces.


  —Pero ¿querrá venir? —preguntó la joven, con un tono de súplica en la
  voz y la expresión.


  —Será un orgullo y un placer poder serle útil —dije yo, de todo
  corazón.


  —Son los dos muy amables —respondió ella—. He vivido muy aislada y no
  tengo amigos a los que recurrir. Bastará con que esté aquí a las seis,
  supongo.


  —Pero no más tarde —dijo Holmes—. Sin embargo, hay otra cuestión. ¿Es
  ésta la misma letra con la que se escribió la dirección en las cajas de
  las perlas?


  —Las traigo aquí —respondió ella, sacando media docena de trozos de
  papel.


  —De verdad, es usted una cliente modelo. Tiene buena intuición. Vamos a
  ver. Extendió los papeles sobre la mesa y los inspeccionó uno tras otro
  con rápidos vistazos. —La letra está falseada, excepto en la carta
  —dijo por fin—, pero no caben dudas acerca del autor. Fíjese en cómo se
  destaca involuntariamente la «y» griega, y en el giro que remata las
  «eses». Son indudablemente de la misma persona. No me gustaría darle
  falsas esperanzas, señorita Morstan, pero ¿existe alguna semejanza
  entre esta letra y la de su padre?


  —No podrían ser más diferentes.


  —Esperaba que dijera eso. Muy bien, nos veremos aquí a las seis. Por
  favor, déjeme los papeles. Puede que tenga que echarles otro vistazo.
  Son sólo las tres y media. Au revoir, pues.


  —Au revoir (fr. adiós)—replicó nuestra visitante, y tras dirigirnos a
  cada uno una mirada animada y amable, se guardó la caja de las perlas y
  se retiró presurosa.


  Me asomé a la ventana y la vi caminando calle abajo a buen paso, hasta
  que el turbante gris y la pluma blanca quedaron reducidos a una
  manchita entre la sombría multitud. —¡Qué mujer tan atractiva!
  —exclamé, volviéndome hacia mi compañero.


  Éste había vuelto a encender su pipa y estaba recostado con los
  párpados entornados.


  —¿Ah, sí? —dijo con languidez—. No me he fijado.


  —Desde luego, es usted un autómata, una máquina de calcular —exclamé—.
  A veces, tiene usted cosas decididamente inhumanas. Holmes sonrió
  amablemente.


  —Es de la máxima importancia —dijo— no permitir que las cualidades
  personales influyan en nuestra capacidad de juicio. Para mí, un cliente
  es una mera unidad, un factor del problema. Las cuestiones emocionales
  son enemigas del razonamiento claro. Le aseguro que la mujer más
  fascinante que jamás he conocido fue ahorcada por haber envenenado a
  tres niños para cobrar un seguro, y que el hombre más repelente que
  conozco es un filántropo que lleva gastado casi un cuarto de millón en
  ayudar a los pobres de Londres.


  —Sin embargo, en este caso…


  —Jamás hago excepciones. Una excepción rebate la regla. ¿Ha estudiado
  alguna vez el carácter a partir de la escritura? ¿Qué le parece la
  letra de este individuo?


  —Es clara y uniforme —respondí—. Un hombre ordenado y con cierta fuerza
  de carácter.


  Holmes negó con la cabeza.


  —Fíjese en las letras largas —dijo—. Apenas sobresalen del rebaño de
  las corrientes. Esta «d» podría ser una «a», y esta «l» una «e». Los
  hombres con carácter siempre hacen destacar las letras largas, por muy
  ilegible que sea su escritura. Aquí hay vacilación en la « g» y poca
  confianza en las mayúsculas. Voy a salir. Tengo que hacer algunas
  consultas. Permítame que le recomiende este libro, uno de los más
  interesantes que se han escrito jamás: El martirio del hombre, de
  Winwood Reade. Volveré en una hora.


  Me senté junto a la ventana con el libro en las manos, pero mis
  pensamientos volaban muy lejos de las atrevidas especulaciones del
  autor. Mi mente corría hacia nuestra reciente visitante..., sus
  sonrisas, los tonos ricos y profundos de su voz, el extraño misterio
  que se cernía sobre su vida. Si tenía diecisiete años cuando
  desapareció su padre, ahora debía de tener veintisiete, una edad
  espléndida, cuando la juventud ha perdido su arrogancia y se vuelve
  algo más sensata gracias a la experiencia. Y así seguí, sentado y
  cavilando, hasta que surgieron en mi mente pensamientos tan peligrosos
  que corrí hacia mi escritorio y me sumergí con furia en el más reciente
  tratado de patología. ¿Quién era yo, un médico militar retirado, con
  una pierna débil y una cuenta bancaria más débil aún, para atreverme a
  pensar en cosas así? Ella era una unidad, un factor, y nada más. Si mi
  futuro se presentaba negro, más valía afrontarlo como un hombre que
  intentar alegrarlo con simples fantasías de la imaginación.


  - 3 -
  En busca de una solución



  Eran más de las cinco y media cuando regresó Holmes. Venía contento,
  animado y de excelente humor, un estado de ánimo que en él se alternaba
  con accesos de la más negra depresión.


  —No hay gran misterio en este asunto —dijo, tomando la taza de té que
  yo le había servido—. Parece que los hechos sólo admiten una única
  explicación. —¿Cómo? ¿Ya lo ha resuelto?


  —Bueno, eso es mucho decir. He descubierto un hecho muy sugerente, eso
  es todo. Eso sí, es muy sugerente. Todavía falta añadir los detalles.
  Consultando los archivos del Times, he descubierto que el mayor Sholto,
  de Upper Norwood, que sirvió en el trigésimo cuarto de Infantería de
  Bombay, falleció el 28 de abril de 1882.


  —Seguro que soy muy obtuso, Holmes, pero no acabo de ver qué sugiere
  eso.


  —¿No? Me sorprende usted. Pues mírelo de esta manera. El capitán
  Morstan desaparece. La única persona de Londres a la que podría haber
  visitado es el mayor Sholto. El mayor Sholto niega saber que Morstan
  hubiera estado en Londres. Cuatro años después, Sholto muere. Menos de
  una semana después de su muerte, la hija del capitán Morstan recibe un
  valioso regalo, que se repite un año tras otro, y ahora todo culmina en
  una carta que la describe como perjudicada. ¿A qué perjuicio puede
  referirse si no es a la pérdida de su padre? ¿Y por qué iban a comenzar
  los regalos inmediatamente después de la muerte de Sholto, a menos que
  el heredero de ese Sholto supiera algo sobre el misterio y deseara
  ofrecer una compensación? ¿Tiene usted alguna teoría alternativa que se
  ajuste a los hechos?


  —¡Pues qué compensación tan extraña! ¡Y qué manera tan extraña de
  hacerlo! ¿Por qué tendría que escribirle esa carta ahora, y no hace
  seis años? Y además, la carta habla de hacer justicia. ¿Qué justicia se
  le puede hacer? No irá a suponer que su padre sigue vivo. Y, que
  nosotros sepamos, no hay ninguna otra injusticia en este caso.


  —Hay ciertas dificultades; claro que hay ciertas dificultades —dijo
  Sherlock Holmes, pensativo—. Pero la expedición de esta noche las
  resolverá todas. ¡Ah!, Ahí viene un coche, y en él la señorita Morstan.
  ¿Está usted listo? Pues vayamos bajando, porque ya pasa un poco de la
  hora.


  Recogí mi sombrero y mi bastón más pesado, pero me fijé en que Holmes
  sacaba su revólver del cajón y se lo metía en el bolsillo. Estaba claro
  que pensaba que nuestro trabajo de aquella noche era cosa seria.


  La señorita Morstan venía envuelta en una capa oscura, y su expresivo
  rostro estaba sereno, pero pálido. No habría sido mujer si no hubiera
  sentido cierta aprensión ante la extraña empresa en la que nos
  estábamos embarcando, pero su dominio de sí misma era perfecto y
  respondió con soltura a las pocas preguntas nuevas que Sherlock Holmes
  le planteó.


  —El mayor Sholto era muy amigo de papá —dijo—. Sus cartas estaban
  llenas de comentarios sobre el mayor. El y papá estaban al mando de las
  tropas de las islas Andaman, de manera que vivieron muchas experiencias
  juntos. Por cierto, en el escritorio de papá encontramos un extraño
  papel que nadie consiguió entender. No creo que tenga la menor
  importancia, pero pensé que tal vez le gustaría verlo y lo he traído.
  Aquí lo tiene.


  Holmes desdobló con cuidado el papel y lo alisó sobre su rodilla. A
  continuación, lo examinó muy meticulosamente con su lupa.


  —Es papel de fabricación india —comentó—. Estuvo alguna vez clavado a
  un tablero. El esquema dibujado en él parece el plano de parte de un
  gran edificio, con muchas salas, pasillos y pasadizos. En un punto hay
  una crucecita trazada con tinta roja, y encima de ella pone «3,37 desde
  la izquierda», escrito a lápiz y casi borrado. En la esquina inferior
  izquierda hay un curioso jeroglífico, como cuatro cruces en línea, con
  los brazos tocándose. Al lado han escrito, con letra bastante mala y
  torpe, «El signo de los cuatro.—Jonathan Small, Mahomet Singh, Abdullah
  Khan, Dost Akbar. » No, confieso que no veo ninguna relación con el
  asunto. Pero está claro que se trata de un documento importante. Lo han
  tenido cuidadosamente guardado en una libreta de bolsillo, porque está
  igual de limpio por un lado que por el otro. —Lo encontramos en su
  libreta de bolsillo.


  —Pues guárdelo con cuidado, señorita Morstan, porque puede que nos sea
  útil. Empiezo a sospechar que este caso puede resultar mucho más
  complicado y sutil de lo que supuse al principio. Tendré que
  reconsiderar mis ideas.


  Se recostó en el asiento del coche y comprendí, por su ceño fruncido y
  su mirada ausente, que estaba pensando intensamente. La señorita
  Morstan y yo charlamos en voz baja acerca de nuestra expedición y su
  posible resultado, pero nuestro compañero mantuvo su impenetrable
  reserva hasta el final del trayecto.


  Estábamos en septiembre y aún no eran las siete de la tarde, pero había
  hecho un día muy desapacible, y una niebla densa y húmeda se extendía a
  poca altura sobre la gran ciudad. Por encima de las calles embarradas
  flotaban tristes nubarrones del mismo color que el barro. A lo largo
  del Strand, las farolas eran meros borrones de luz difusa, que
  proyectaban un débil reflejo circular sobre el resbaladizo pavimento.
  Las luces amarillas de los escaparates se difuminaban en el aire
  cargado de vapores, esparciendo un turbio y palpitante resplandor por
  la concurrida avenida. Me daba la impresión de que había algo
  misterioso y fantasmal en la interminable procesión de rostros que
  atravesaban fugazmente las estrechas franjas de luz: rostros tristes y
  alegres, angustiados y felices. Como la totalidad del género humano,
  pasaban velozmente de las tinieblas a la luz, sólo para volver a
  sumirse en las tinieblas. No soy fácil de impresionar, pero aquella
  tarde lúgubre y sombría, combinada con el extraño asunto en el que nos
  habíamos embarcado, había conseguido deprimirme y ponerme nervioso. Por
  la manera de actuar de la señorita Morstan, me di cuenta de que ella
  sentía algo parecido. Sólo Holmes estaba por encima de tan funestas
  influencias. Sostenía su cuaderno de notas abierto sobre las rodillas,
  y de vez en cuando trazaba números y anotaciones, a la luz de su
  linterna de bolsillo.


  En el Lyceum, la muchedumbre se apretujaba ya ante las entradas
  laterales. Delante de la puerta principal discurría con estrépito una
  continua sucesión de coches de dos y cuatro ruedas, que descargaban sus
  cargamentos de caballeros con pechera almidonada y damas cubiertas de
  chales y diamantes. Apenas habíamos llegado a la tercera columna, lugar
  de nuestra cita, cuando nos abordó un hombre menudo, moreno y ágil,
  vestido de cochero.


  —¿Son ustedes las personas que vienen con la señorita Morstan?
  —preguntó. —Yo soy la señorita Morstan, y estos dos caballeros son
  amigos míos —dijo ella. El hombre nos miró de refilón, con ojos
  increíblemente penetrantes e inquisitivos. —Tendrá que perdonarme,
  señorita —dijo con cierto tono obstinado—, pero tengo que pedirle que
  me dé su palabra de que ninguno de sus acompañantes es agente de
  policía. —Le doy mi palabra —respondió ella.


  El hombre emitió un agudo silbido y, en respuesta al mismo, un golfillo
  acercó un coche de cuatro ruedas y abrió la puerta. Nuestro
  interlocutor subió al pescante, mientras nosotros nos acomodábamos
  dentro. Apenas nos habíamos sentado, cuando el cochero fustigó al
  caballo y partimos a toda velocidad por las calles cubiertas de espesa
  niebla.


  Era una situación curiosa. Nos dirigíamos a un lugar desconocido con
  una misión desconocida. O bien la invitación era una completa burla
  —hipótesis que resultaba inconcebible—, o bien teníamos buenas razones
  para pensar que de aquel trayecto podían depender cuestiones muy
  importantes. La actitud de la señorita Morstan era tan decidida y
  serena como siempre. Me propuse animarla y entretenerla con anécdotas
  de mis aventuras en Afganistán; pero, a decir verdad, yo mismo estaba
  tan excitado por la situación y sentía tanta curiosidad por conocer
  nuestro destino, que mis relatos se embarullaron un poco. En el día de
  hoy, ella todavía sigue insistiendo en que le conté una emocionante
  historia en la que una escopeta se asomó a mi tienda en mitad de la
  noche, y yo le disparé con un cachorro de tigre de dos cañones.


  Al principio, tenía cierta idea de la dirección en la que íbamos, pero
  con la velocidad que llevábamos, la niebla y mi limitado conocimiento
  de Londres, no tardé en desorientarme y ya no supe nada más, excepto
  que parecía que íbamos muy lejos. En cambio, Sherlock Holmes no se
  despistó ni una vez, e iba musitando los nombres a medida que el coche
  atravesaba plazas y se internaba por tortuosas callejuelas. —Rochester
  Road —decía—. Y ahora, Vincent Square. Ahora saldremos a la calle del
  puente de Vauxhall. Parece que vamos hacia la parte de Surrey. Sí, lo
  que yo decía. Ya estamos en el puente. Se alcanza a ver el río.


  En efecto, pudimos ver de manera fugaz un tramo del Támesis, con las
  farolas brillando sobre sus anchas y tranquilas aguas; pero el coche
  siguió adelante a toda velocidad y se introdujo rápidamente en el
  laberinto de calles de la otra orilla.


  —Wandsworth Road —dijo mi compañero—. Priory Road. Larkhall Lane.
  Stockwell Place. Robert Street. Coldharbour Lane. No parece que nuestra
  expedición nos lleve a zonas muy elegantes.


  Efectivamente, habíamos llegado a una barriada bastante sospechosa y
  desagradable. Largas y monótonas hileras de casas de ladrillo,
  alegradas tan sólo por el turbio resplandor y los vulgares adornos de
  los bares de las esquinas. Pasamos luego ante varias manzanas de casas
  de dos plantas, todas ellas con un minúsculo jardín delante; y otra vez
  las interminables filas de edificios nuevos de ladrillo, monstruosos
  tentáculos que la gigantesca ciudad extendía hacia el campo. Por fin,
  el coche se detuvo ante la tercera casa de una manzana recién
  construida. Ninguna de las otras casas estaba habitada, y la que
  parecía nuestro destino estaba tan a oscuras como sus vecinas, excepto
  por un débil resplandor en la ventana de la cocina. Sin embargo, en
  cuanto llamamos a la puerta, la abrió al instante un sirviente indio
  ataviado con turbante amarillo, ropa blanca holgada y una faja
  amarilla. Había algo extraño e incongruente en aquella figura oriental
  enmarcada en el umbral de una vivienda suburbana de tercera clase.


  —El sahib los aguarda —dijo.


  Aún no había terminado de hablar cuando una voz aguda y chillona gritó
  desde alguna habitación interior: —Hazlos pasar, khitmutgar(ind.
  sirviente masculino). Que pasen en seguida.



  - 4 -
  La historia del hombre calvo



  Seguimos al indio por un pasillo sórdido y vulgar, mal iluminado y peor
  amueblado, hasta llegar a una puerta situada a la derecha, que abrió de
  par en par. Quedamos bañados por un resplandor de luz amarilla, y en el
  centro del resplandor se alzaba un hombre pequeño con la cabeza muy
  alta, una orla de pelo rojizo alrededor y un cráneo calvo y reluciente,
  que sobresalía del cabello como la cumbre de una montaña sobresale
  entre los abetos. Estaba de pie, retorciéndose las manos y con los
  rasgos de la cara en constante agitación: tan pronto sonreía como ponía
  mal gesto, pero sus facciones no quedaban en reposo ni un solo
  instante. La naturaleza le había dotado de un labio colgante y una
  hilera demasiado visible de dientes amarillentos e irregulares, que
  procuraba ocultar sin mucho entusiasmo pasándose la mano por la parte
  inferior del rostro. A pesar de su prominente calva, daba la impresión
  de ser joven. Y de hecho, acababa de cumplir treinta años.


  —A su servicio, señorita Morstan —repitió varias veces, con su voz
  aguda y penetrante—. A su servicio, caballeros. Por favor, pasen a mi
  humilde santuario. Un pequeño rincón, señorita, pero amueblado a mi
  gusto. Un oasis de arte en el ruidoso desierto del sur de Londres.


  Todos nos quedamos asombrados por el aspecto de la habitación a la que
  nos invitaba a entrar. Parecía tan fuera de lugar en aquella fúnebre
  casa como un diamante de la mejor calidad en una montura de latón. Las
  paredes estaban cubiertas por espléndidas cortinas y deslumbrantes
  tapices, recogidos aquí y allá para dejar sitio a algún cuadro
  lujosamente enmarcado o a un jarrón oriental. La alfombra, de colores
  ámbar y negro, era tan blanda y tan gruesa que los pies se hundían
  agradablemente en ella, como en una capa de musgo. Dos grandes pieles
  de tigre extendidas sobre la alfombra acentuaban la impresión de lujo
  oriental, a la que contribuía una enorme hookah colocada sobre una
  esterilla en un rincón. Una lámpara con forma de paloma de plata
  colgaba de un cable casi invisible en el centro de la habitación. Al
  arder, impregnaba el aire de un aroma sutil.


  —Soy Thaddeus Sholto —dijo el hombrecillo, sin dejar de temblar y
  sonreír—. Ése es mi nombre. Usted, naturalmente, es la señorita
  Morstan. Y estos caballeros... —Éste es el señor Sherlock Holmes, y
  éste el doctor Watson.


  —Un médico, ¿eh? —exclamó, muy excitado—. ¿Ha traído su estetoscopio?
  ¿Podría pedirle..., tendría la amabilidad de...? Tengo serias dudas
  acerca de mi válvula mitral, y si fuera tan amable... En la aorta puedo
  confiar, pero me gustaría conocer su opinión sobre la mitral.


  Le ausculté el corazón como me pedía, pero no escuché nada anormal,
  aparte de que era evidente que sufría un ataque extremo de miedo, ya
  que temblaba de pies a cabeza. —Parece normal —dije—. No tiene por qué
  preocuparse.


  —Tendrá que perdonar mi ansiedad, señorita Morstan —dijo en tono
  afectado—. Tengo muy mala salud y hace tiempo que sospechaba de esa
  válvula. Me alegra muchísimo oír que mis sospechas eran infundadas. Si
  su padre, señorita Morstan, no hubiera sometido su corazón a tantas
  tensiones, tal vez estaría vivo todavía.


  Me dieron ganas de cruzarle la cara, de tanto que me indignó su cruel e
  innecesaria alusión a un tema tan delicado. La señorita Morstan se
  sentó, completamente pálida. —Siempre tuve la corazonada de que había
  fallecido —dijo.


  —Puedo darle toda la información al respecto —dijo él—. Y lo que es
  más, puedo hacerle justicia. Y lo haré, diga lo que diga mi hermano
  Bartholomew. Me alegro de que hayan venido sus amigos, no sólo para
  escoltarla, sino también para que sean testigos de lo que me dispongo a
  hacer y decir. Entre los tres podremos hacer frente a mi hermano
  Bartholomew. Pero que no intervengan extraños. Ni policías ni
  funcionarios. Podemos arreglarlo todo perfectamente entre nosotros, sin
  ninguna interferencia. Nada molestaría tanto a mi hermano Bartholomew
  como la publicidad.


  Se sentó en un canapé bajo y nos miró inquisitivamente, sin dejar de
  guiñar sus ojos azules, miopes y acuosos.


  —Por mi parte —dijo Holmes—, lo que usted vaya a decirnos quedará entre
  nosotros.


  Yo asentí para mostrar mi conformidad.


  —¡Perfecto! ¡Perfecto! —dijo Sholto—. ¿Le apetece un vaso de chianti,
  señorita Morstan? ¿O de tokay? No tengo ninguna otra clase de vino.
  ¿Quiere que abra una botella? ¿No? Muy bien. Confío en que no pondrá
  objeciones al tabaco, al balsámico olor del tabaco oriental. Estoy un
  poco nervioso y mi hookah es para mí un sedante maravilloso.


  Aplicó una cerilla a la gran cazoleta de la pipa, y el humo burbujeó
  alegremente a través del agua de rosas. Los tres nos sentamos en
  semicírculo, adelantando la cabeza y apoyando la barbilla en las manos,
  mientras el extraño y tembloroso hombrecillo de cráneo alto y
  reluciente aspiraba inquietas bocanadas en el centro.


  —Cuando decidí comunicarle todo esto —dijo—, podría haberle dado mi
  dirección desde un principio, pero tuve miedo de que no hiciera caso de
  mis condiciones y trajera con usted gente desagradable. Así pues, me
  tomé la libertad de concertar una cita de manera que mi sirviente
  Williams pudiera verlos antes. Tengo completa confianza en su
  discreción y le ordené que, si no quedaba satisfecho, no siguiera
  adelante. Tendrá que perdonarme estas precauciones, pero soy hombre de
  costumbres reservadas, e incluso podría decir de gustos refinados, y no
  hay nada tan antiestético como un policía. Me repugnan por naturaleza
  todas las manifestaciones de burdo materialismo. Casi nunca entro en
  contacto con la masa vulgar. Vivo, como usted ve, rodeado de una cierta
  atmósfera de elegancia. Podríamos decir que soy un mecenas de las
  artes. Son mi debilidad. Ese paisaje es un auténtico Corot y, aunque un
  entendido podría sentir ciertas dudas acerca de ese Salvatore Rosa, con
  este Bouguereau no puede caber la menor duda. Me encanta la escuela
  francesa moderna.


  —Perdone usted, señor Sholto —dijo la señorita Morstan—, pero he venido
  aquí a petición suya para enterarme de algo que usted desea contarme.
  Es ya muy tarde y me gustaría que la entrevista fuera lo más breve
  posible.


  —En el mejor de los casos, creo que nos tomará algún tiempo —respondió
  él—. Porque, naturalmente, tendremos que ir a Norwood a ver a mi
  hermano Bartholomew. Podemos ir todos y trataremos de convencerlo. Está
  muy enfadado conmigo por haber tomado la iniciativa que me parecía
  justa. Anoche tuvimos unas palabras bastante fuertes. No pueden
  imaginar lo terrible que se pone cuando está furioso.


  —Si vamos a ir a Norwood, tal vez convendría salir ya —me atreví a
  sugerir.


  Sholto se echó a reír hasta que las orejas se le pusieron completamente
  rojas.


  —Así no adelantaríamos nada —exclamó—. No sé lo que diría si me
  presentara con ustedes así, de repente. No, tengo que prepararles,
  explicándoles cuáles son nuestras respectivas posiciones. En primer
  lugar, debo decirles que hay ciertos detalles de la historia que yo
  mismo ignoro. Sólo puedo explicarles los hechos hasta donde yo los
  conozco.


  »Como ustedes habrán adivinado, mi padre era el mayor John Sholto, del
  ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en el
  Pabellón Pondicherry, en Upper Norwood. En la India le había ido bien y
  se trajo de allá una considerable cantidad de dinero, una gran
  colección de valiosas curiosidades y un equipo de sirvientes nativos.
  Con estos recursos se compró una casa y vivió con todo lujo. Mi hermano
  gemelo Bartholomew y yo éramos sus únicos hijos.


  »Recuerdo muy bien la sensación que provocó la desaparición del capitán
  Morstan. Leímos los detalles en la prensa y, como sabíamos que había
  sido amigo de nuestro padre, comentábamos el caso con toda libertad en
  su presencia. Incluso participaba en nuestras especulaciones sobre lo
  que podría haber ocurrido. Ni por un instante sospechamos que él
  estuviera al corriente del secreto; que sólo él, entre todos los
  hombres, sabía qué había sido de Arthur Morstan.


  »Sin embargo, sí que sabíamos que sobre nuestro padre se cernía algún
  misterio, algún peligro concreto, porque le daba miedo salir solo y
  tenía empleados a dos luchadores como porteros del Pabellón
  Pondicherry. Williams, el que les ha traído aquí esta noche, era uno de
  ellos. En sus tiempos fue campeón de Inglaterra de los pesos ligeros.
  Nuestro padre nunca nos dijo de qué tenía miedo, pero sentía una
  extraordinaria aversión hacia los hombres con pata de palo. En una
  ocasión llegó a disparar su revólver contra un hombre con pata de palo,
  que resultó ser un inofensivo vendedor ambulante que iba de casa en
  casa. Tuvimos que pagar una elevada suma para silenciar el asunto. Mi
  hermano y yo creíamos que se trataba de una simple manía de nuestro
  padre; pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de
  opinión.


  »A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le
  causó un gran sobresalto. Al abrirla, estuvo a punto de desmayarse en
  la mesa del desayuno, y desde aquel día estuvo enfermo hasta que murió.
  Jamás pudimos descubrir lo que decía aquella carta, pero mientras la
  tenía en las manos pude ver que era breve y estaba escrita con muy mala
  letra. Desde hacía varios años, nuestro padre padecía de dilatación del
  bazo, pero a partir de entonces empeoró rápidamente y hacia finales de
  abril supimos que no había esperanzas y que quería hacernos una
  revelación postrera.


  »Cuando entramos en su habitación, estaba incorporado en la cama con
  ayuda de varias almohadas y respiraba con dificultad. Nos pidió que
  cerráramos la puerta y que nos situáramos uno a cada lado de la cama.
  Entonces, cogiéndonos de las manos, nos contó una historia
  extraordinaria, con una voz quebrada por la emoción y el dolor a partes
  iguales. Voy a intentar repetírsela a ustedes con sus mismas palabras:


  »Sólo hay una cosa —nos dijo— que me pesa en la conciencia en este
  momento supremo. Es la manera en que me he portado con la pobre
  huérfana de Morstan. La maldita codicia, que ha sido mi principal
  pecado durante toda mi vida, la ha privado del tesoro, cuando le
  correspondía por lo menos la mitad del mismo. Y sin embargo, yo tampoco
  lo he aprovechado. ¡Qué cosa tan ciega y estúpida es la avaricia! La
  simple sensación de poseerlo me resultaba tan agradable que no podía
  soportar la idea de compartirlo con nadie. ¿Veis esa diadema con
  cuentas de perlas que hay junto al frasco de quinina? Pues ni siquiera
  de eso fui capaz de desprenderme, aunque lo había sacado con la
  intención de enviárselo. Vosotros, hijos míos, le daréis una parte
  justa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada, ni siquiera la
  diadema, hasta que yo haya muerto. Al fin y al cabo, hay quien ha
  estado tan mal como yo y se ha recuperado.


  »Voy a contaros cómo murió Morstan —continuó—. Llevaba años enfermo del
  corazón, pero no se lo había dicho a nadie. Yo era el único que lo
  sabía. Cuando él y yo estábamos en la India, por una extraña serie de
  acontecimientos, llegó a nuestro poder un importante tesoro. Yo me lo
  traje a Inglaterra, y cuando llegó Morstan, aquella misma noche vino
  derecho aquí a reclamar su parte. Vino andando desde la estación y le
  abrió la puerta el viejo y leal Lal Chowdar, que en paz descanse.
  Morstan y yo tuvimos una diferencia de opiniones sobre el reparto del
  tesoro y nos cruzamos palabras muy fuertes. En un ataque de ira,
  Morstan se puso en pie de un salto y, de pronto, se llevó la mano al
  costado, se le oscureció el rostro y cayó hacia atrás, golpeándose la
  cabeza contra la esquina del cofre del tesoro. Cuando me incliné sobre
  él, descubrí horrorizado que había muerto.


  »Me quedé mucho tiempo sentado y medio atontado, preguntándome qué
  podía hacer. Naturalmente, mi primer impulso fue pedir ayuda; pero me
  daba perfecta cuenta de que era muy probable que me acusaran de
  asesinato. El que hubiera muerto durante una disputa y la herida que
  tenía en la cabeza eran indicios muy graves en mí contra. Por otra
  parte, era imposible realizar una investigación oficial sin que saliera
  a relucir la historia del tesoro, que yo estaba firmemente decidido a
  mantener en secreto. El me había dicho que nadie en el mundo sabía
  dónde había ido. Me pareció que no había ninguna necesidad de que
  alguien lo supiera jamás.


  »Todavía seguía dándole vueltas al asunto cuando levanté la mirada y vi
  a mi sirviente Lal Chowdar en el umbral de la puerta. Entró con sigilo
  y cerró la puerta con pestillo. "No tema, sahib —dijo—. Nadie tiene por
  qué saber que usted lo ha matado. Esconderemos el cadáver y ¿quién va a
  enterarse?". "Yo no lo maté", dije. Lal Chowdar meneó la cabeza y
  sonrió. "Lo he oído todo, sahib —dijo—. Oí la pelea y oí el golpe. Pero
  mis labios están sellados. Todos están dormidos en la casa. Lo
  sacaremos entre los dos". Aquello bastó para decidirme. Si mi propio
  sirviente era incapaz de creer en mi inocencia, ¿cómo podía esperar que
  me creyeran doce estúpidos tenderos formando parte de un jurado?
  Aquella misma noche, Lal Chowdar y yo nos deshicimos del cadáver y a
  los pocos días todos los periódicos de Londres hablaban de la
  misteriosa desaparición del capitán Morstan. Os cuento todo esto para
  que veáis que no fue culpa mía. Sí soy culpable en cambio de haber
  escondido no sólo el cadáver sino también el tesoro, y de haberme
  quedado con la parte de Morstan, además de la mía. Por eso quiero que
  vosotros os encarguéis de reparar mi falta. Acercad el oído a mi boca.
  El tesoro está escondido en...


  »En aquel instante, su rostro sufrió una horrible transformación. Se le
  desorbitaron los ojos, se le desencajó la mandíbula y gritó, con una
  voz que jamás podré olvidar: "¡No le dejéis entrar! ¡Por amor de Dios,
  no le dejéis entrar! ". Los dos nos volvimos hacia la ventana que
  teníamos a la espalda, en la que nuestro padre tenía clavada la mirada.
  Una cara nos miraba desde la oscuridad. Pudimos ver su nariz blanqueada
  al aplastarse contra el cristal. Era un rostro barbudo, con ojos
  feroces y crueles y una expresión de maldad concentrada. Mi hermano y
  yo corrimos hacia la ventana, pero el hombre había desaparecido. Cuando
  regresamos junto a nuestro padre, su cabeza se había desplomado y su
  pulso había dejado de latir.


  »Aquella noche registramos el jardín sin encontrar ni rastro del
  intruso, exceptuando una única pisada bajo la ventana, en un macizo de
  flores. De no ser por aquella huella, habríamos podido pensar que aquel
  rostro feroz era un producto de nuestra imaginación. Sin embargo,
  pronto tuvimos una nueva y contundente prueba de que alguna fuerza
  secreta actuaba a nuestro alrededor. Por la mañana encontramos abierta
  la ventana de la habitación de nuestro padre; habían revuelto todos sus
  armarios y cajones, y le habían prendido al pecho un papel arrugado,
  con las palabras "El signo de los cuatro". jamás supimos lo que
  significaba aquella frase, ni quién podía haber sido nuestro misterioso
  visitante. Por lo que pudimos apreciar, no había robado ninguna de las
  pertenencias de nuestro padre, aunque lo había revuelto todo.
  Naturalmente, mi hermano y yo relacionamos este curioso incidente con
  el miedo que había atormentado a nuestro padre cuando estaba vivo; pero
  sigue siendo un completo misterio para nosotros.


  El hombrecillo se inclinó para volver a encender su hookah y estuvo
  unos momentos dando chupadas, con expresión pensativa. Todos habíamos
  quedado absortos escuchando aquel extraordinario relato. Durante la
  breve descripción de la muerte de su padre, la señorita Morstan se
  había puesto pálida como un cadáver, y por un momento temí que fuera a
  desmayarse. Sin embargo, se recuperó bebiendo un vaso de agua que yo le
  serví de una garrafa veneciana que había en una mesita. Sherlock Holmes
  estaba echado hacia atrás en su asiento, con expresión abstraída y los
  párpados medio cerrados sobre sus ojos relucientes. Al mirarlo no pude
  evitar acordarme de que aquel mismo día se había estado quejando de las
  vulgaridades de la vida. Por lo menos, aquí tenía un problema capaz de
  poner a prueba toda su sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miró a
  todos, visiblemente orgulloso del efecto que había producido su relato,
  y continuó, entre chupada y chupada a su voluminosa pipa:


  —Como podrán suponer —dijo—, mi hermano y yo estábamos excitadísimos
  por aquel tesoro del que nos había hablado nuestro padre. Durante
  semanas y meses, cavamos y registramos en todos los rincones del jardín
  y de la casa sin localizar el escondrijo. Era como para volverse loco,
  pensar que lo tenía en la punta de la lengua en el mismo instante de
  morir. La diadema que nos había enseñado daba idea del esplendor de las
  riquezas ocultas. Mi hermano Bartholomew y yo tuvimos algunas
  discusiones acerca de aquella diadema. Era evidente que las perlas
  tenían muchísimo valor, y él se resistía a desprenderse de ellas,
  porque, aquí entre nosotros, también mi hermano tiene cierta tendencia
  al pecado de mi padre. Además, creía que entregar la diadema podría dar
  lugar a habladurías que, al final, nos meterían en apuros. Lo más que
  pude hacer fue convencerle de que me permitiera averiguar la dirección
  de la señorita Morstan y enviarle las perlas una a una, a intervalos
  fijos, para que, al menos, nunca más pasara necesidades.


  —Fue una idea muy generosa —dijo nuestra acompañante, emocionada—. Ha
  sido usted muy amable.


  El hombrecillo agitó la mano en señal de negativa.


  —Nosotros éramos como sus albaceas —dijo—. Así es como lo veía yo,
  aunque mi hermano Bartholomew no acababa de estar de acuerdo. Nosotros
  teníamos ya mucho dinero; yo no deseaba más. Además, habría sido de muy
  mal gusto tratar a una joven de manera tan mezquina. Le mauvais groût
  mène au crime, como dicen los franceses, que tienen una manera muy fina
  de decir estas cosas. Nuestras diferencias de opinión sobre el tema
  llegaron a tal extremo que juzgué conveniente buscarme una casa propia,
  así que me marché del Pabellón Pondicherry, llevándome conmigo al viejo
  khitmutgar y a Williams. Pero ayer mismo me enteré de que había
  ocurrido un acontecimiento de la máxima importancia. Se ha descubierto
  el tesoro. Al instante, Me puse en contacto con la señorita Morstan, y
  ahora sólo nos queda ir a Norwood y reclamar nuestra parte. Anoche le
  expuse mis opiniones a mi hermano Bartholomew, así que seremos
  visitantes esperados, aunque no bienvenidos.


  El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió temblequeando, sentado
  en su lujoso canapé. Todos quedamos callados, pensando en el nuevo giro
  que había adoptado aquel misterioso asunto. Holmes fue el primero en
  ponerse en pie.


  —Caballero, ha obrado usted bien de principio a fin —dijo—. Es posible
  que podamos corresponderle en cierta medida, arrojando algo de luz
  sobre lo que todavía está oscuro para usted. Pero, como dijo hace poco
  la señorita Morstan, se hace tarde y lo mejor será que resolvamos el
  asunto sin más dilación.


  Nuestro nuevo conocido enrolló muy parsimoniosamente el tubo de su
  hookah y sacó de detrás de una cortina un abrigo muy largo, abrochado
  con alamares y con cuello y puños de astracán. Se lo abotonó hasta
  arriba, a pesar de que la noche era bastante sofocante, y completó su
  atuendo encasquetándose un gorro de piel de conejo con orejeras, de
  manera que no quedó visible parte alguna de su cuerpo, excepto su cara
  gesticulante y puntiaguda.


  —Tengo la salud algo frágil —comentó mientras abría la marcha por el
  pasillo—. Me veo obligado a vivir como un achacoso.


  El coche nos aguardaba fuera y era evidente que nuestro programa estaba
  organizado de antemano, porque el cochero arrancó inmediatamente a paso
  rápido. Thaddeus Sholto hablaba sin parar, con una voz que destacaba
  muy por encima del traqueteo de las ruedas.


  —Bartholomew es un tipo listo —dijo—. ¿Cómo creen que averiguó dónde
  estaba el tesoro? Había llegado a la conclusión de que tenía que estar
  en alguna parte de la casa, así que calculó todo el espacio cúbico de
  la casa y tomó medidas por todas partes, de manera que no quedara por
  comprobar ni una pulgada. Entre otras cosas, descubrió que la altura
  del edificio era de setenta y cuatro pies, pero que sumando las alturas
  de todas las habitaciones y dejando margen suficiente para los espacios
  entre ellas, que verificó haciendo calas, el total no pasaba de setenta
  pies. Faltaban cuatro pies por alguna parte. Sólo podían estar en lo
  alto del edificio; así que abrió un agujero en el techo de yeso de la
  habitación más alta y allí, efectivamente, encontró un pequeño desván,
  completamente tapiado, que nadie conocía. En el centro estaba el cofre
  del tesoro, colocado sobre dos vigas. Lo descolgó a través del agujero
  y allí lo tiene. Ha calculado el valor de las joyas en medio millón de
  libras esterlinas, como mínimo.


  Al oír aquella gigantesca cifra, todos nos miramos con ojos
  desorbitados. Si podíamos hacer valer sus derechos, la señorita Morstan
  dejaría de ser una humilde institutriz para convertirse en la heredera
  más rica de Inglaterra. Cualquier amigo leal habría tenido que
  alegrarse ante semejante noticia, pero confieso avergonzado que me dejé
  vencer por el egoísmo y sentí que el corazón me pesaba como si fuera de
  plomo. Balbuceé unas cuantas y entrecortadas palabras de felicitación y
  me quedé abatido, con la cabeza gacha, sordo al parloteo de nuestro
  nuevo amigo. Decididamente, el hombre era un hipocondríaco sin remedio,
  y yo era vagamente consciente de que iba enumerando interminables
  series de síntomas y suplicando información acerca de la composición y
  efectos de innumerables potingues de charlatán, varios de los cuales
  llevaba en el bolsillo, en un estuche de cuero. Confío en que no
  recuerdo ninguna de las respuestas que le di aquella noche. Holmes
  asegura que me oyó advertirle del gran peligro que supone tomar más de
  dos gotas de aceite de ricino, y que le recomendé estricnina en grandes
  dosis como sedante. Sea lo que fuere, lo cierto es que sentí un gran
  alivio cuando nuestro coche se detuvo con una sacudida y el cochero
  saltó a tierra para abrirnos la puerta.


  —Esto, señorita Morstan, es el Pabellón Pondicherry —dijo Thaddeus
  Sholto mientras le ofrecía la mano para bajar.


  - 5 -
  La tragedia del Pabellón Pondicherry



  Eran casi las once de la noche cuando llegamos a esta etapa final de
  nuestra aventura nocturna. Habíamos dejado atrás la niebla húmeda de la
  ciudad y hacía bastante buena noche. Soplaba un viento cálido del
  Oeste, y por el cielo se desplazaban densas nubes, entre cuyas
  aberturas asomaba de vez en cuando la media luna. Había bastante
  claridad como para ver a cierta distancia, pero Thaddeus Sholto
  descolgó uno de los faroles laterales del carruaje para iluminar mejor
  nuestro camino.


  El Pabellón Pondicherry se alzaba en terreno propio, rodeado por una
  tapia de piedra muy alta y rematada con cristales rotos. La única vía
  de entrada era una puerta estrecha con refuerzos de hierro. Nuestro
  guía llamó a esta puerta con un típico toc—toc como el de los carteros.


  —¿Quién es? —gritó desde dentro una voz ronca.


  —Soy yo, McMurdo. Ya deberías conocer mi llamada.


  Oímos una especie de gruñido y el tintineo y rechinar de llaves. La
  puerta se abrió con dificultad hacia dentro y un hombre bajo y ancho de
  pecho apareció en el hueco; la luz amarillenta del farol caía sobre su
  rostro de facciones prominentes, haciéndole guiñar los ojos
  desconfiados.


  —¿Es usted, señor Thaddeus? ¿Pero quiénes son esos otros? El señor no
  me ha dicho nada de ellos.


  —¿Cómo que no, McMurdo? Me sorprendes. Anoche le dije a mi hermano que
  traería unos amigos.


  —No ha salido de su habitación en todo el día, señor Thaddeus, y no me
  ha dado instrucciones. Usted sabe muy bien que debo atenerme a las
  normas. Puedo dejarle entrar a usted, pero sus amigos tienen que
  quedarse donde están.


  Aquél era un obstáculo inesperado. Thaddeus Sholto miró a su alrededor
  con aire perplejo e indefenso.


  —Esto no puede ser, McMurdo —dijo—. Si yo respondo de ellos, con eso
  debe bastarte. ¿Y qué me dices de la señorita? No puede quedarse
  esperando en la carretera a estas horas.


  —Lo siento mucho, señor Thaddeus —dijo el portero, inexorable—.Esta
  gente pueden ser amigos suyos y no serlo del señor. Él me paga bien
  para que cumpla mi tarea, y yo cumplo mi tarea. No conozco a ninguno de
  sus amigos.


  —Sí que conoce a alguno, McMurdo —exclamó Sherlock Holmes jovialmente—.
  No creo que se haya olvidado de mí. ¿No se acuerda del aficionado que
  peleó tres asaltos con usted en los salones Alison la noche de su
  homenaje, hace cuatro años?


  —¡No será usted Sherlock Holmes! —rugió el boxeador—. ¡Válgame Dios!
  ¡Mira que no reconocerle! Si en lugar de quedarse ahí tan callado se
  hubiera adelantado para atizarme aquel gancho suyo en la mandíbula, le
  habría conocido a la primera. ¡Ah, usted sí que ha desaprovechado su
  talento! Habría podido llegar muy alto si hubiera puesto ganas.


  —Ya lo ve, Watson, si todo lo demás me falla, aún tengo abierta una de
  las profesiones científicas —dijo Holmes, echándose a reír—. Estoy
  seguro de que nuestro amigo no nos dejará ahora a la intemperie.


  —Pase, señor, pase... usted y sus amigos —respondió el portero—. Lo
  siento mucho, señor Thaddeus, pero las órdenes son muy estrictas. Tenía
  que asegurarme de quiénes eran sus amigos antes de dejarlos entrar.


  Una vez dentro, un sendero de grava serpenteaba a través de un terreno
  desolado hacia la enorme mole de una casa cuadrada y prosaica, toda
  sumida en sombras excepto una esquina, donde un rayo de luna se
  reflejaba en la ventana de una buhardilla. El enorme tamaño del
  edificio, con su aspecto lóbrego y su silencio mortal, helaba el
  corazón.


  Hasta Thaddeus Sholto parecía sentirse incómodo, y el farol temblaba
  estrepitosamente en su mano.


  —No lo entiendo —dijo—. Tiene que haber algún error. Le dije bien claro
  a Bartholomew que vendríamos, pero no hay luz en su ventana. No sé qué
  pensar. —¿Siempre tiene la casa así de bien guardada? —preguntó Holmes.


  —Sí, ha seguido la costumbre de mi padre. Era el hijo favorito, ¿sabe
  usted?, y a veces pienso que es posible que mi padre le dijera a él
  cosas que no me dijo a mí. Aquella de arriba es la ventana de
  Bartholomew, donde cae la luz de la luna. Brilla mucho, pero me parece
  que dentro no hay luz.


  —No, nada —dijo Holmes—. Pero sí que se ve brillar una luz en aquella
  ventanita, al lado de la puerta.


  —Ah, ésa es la habitación del ama de llaves. Allí vive la anciana
  señora Bernstone. Ella podrá informarnos. Pero tal vez lo mejor sea que
  esperen ustedes aquí un par de minutos, porque si entramos todos juntos
  y ella no está enterada de que veníamos, puede asustarse. Pero...
  ¡silencio! ¿Qué es eso?


  Levantó el farol y su mano se puso a temblar hasta que los círculos de
  luz empezaron a dar vueltas y parpadeos en torno nuestro. La señorita
  Morstan me agarró de la muñeca y todos nos quedamos inmóviles, con el
  corazón palpitando con furia y el oído aguzado.


  Desde el gran caserón negro, atravesando el silencio de la noche, nos
  llegaba el sonido más triste y lastimero que existe: los sollozos
  agudos y entrecortados de una mujer aterrorizada.


  —¡Es la señora Bernstone! —dijo Sholto—. No hay otra mujer en la casa.
  Esperen aquí. Vuelvo ahora mismo.


  Echó a correr hacia la puerta y llamó con su típica llamada. Vimos que
  una anciana alta le abría y se echaba a temblar de gozo nada más verlo.

  —¡Ay, señor Thaddeus, qué alegría que haya venido! ¡Qué alegría que
  haya venido, señor Thaddeus!


  Seguimos oyendo sus reiteradas manifestaciones de alegría hasta que la
  puerta se cerró y su voz se apagó, quedando reducida a un zumbido
  monótono.


  Nuestro guía nos había dejado el farol. Holmes lo giró lentamente a
  nuestro alrededor y observó con atención la casa y los montones de
  tierra removida que salpicaban el terreno. La señorita Morstan y yo nos
  quedamos juntos, cogidos de la mano. ¡Qué cosa tan maravillosamente
  sutil es el amor! Allí estábamos los dos, que nunca nos habíamos visto
  hasta aquel día, que no habíamos intercambiado ni una palabra, ni tan
  siquiera una mirada de cariño, y sin embargo, ahora que pasábamos un
  momento de apuro, nuestras manos se habían buscado instintivamente.
  Siempre que pienso en ello me maravilla, pero en entonces me pareció la
  cosa más natural volverme hacia ella, y ella me ha contado a veces que
  también fue el instinto el que la hizo recurrir a mí en busca de
  protección. Y así nos quedamos, cogidos de la mano como dos niños, y
  había paz en nuestros corazones a pesar de todas las cosas siniestras
  que nos rodeaban.


  —¡Qué lugar tan extraño! —dijo ella, mirando alrededor. —Parece como si
  hubieran soltado por aquí a todos los topos de Inglaterra. He visto
  algo parecido en la ladera de una montaña de Ballarat, donde habían
  estado los buscadores de oro.


  —Y por los mismos motivos —dijo Holmes—. Éstas son las huellas de los
  buscadores de tesoros. Recuerden que han estado buscándolo durante seis
  años. No es de extrañar que el terreno parezca una cantera de grava.


  En aquel momento, la puerta de la casa se abrió de golpe y Thaddeus
  Sholto salió corriendo, con los brazos extendidos y una expresión de
  terror en sus ojos.


  —¡A Bartholomew le ha ocurrido algo malo! —gritó—. Estoy asustado. Mis
  nervios no aguantan más. Efectivamente, balbuceaba de miedo y su rostro
  gesticulante y débil, que asomaba sobre el gran cuello de astracán,
  tenía la expresión desamparada de un niño asustado.


  —Entremos en la casa —dijo Holmes con su tono firme y decidido.


  —¡Sí, entremos! —gimió Thaddeus Sholto—. La verdad, no me siento capaz
  de dar órdenes.


  Todos le seguimos a la habitación del ama de llaves, que se encontraba
  a la izquierda del pasillo. La anciana estaba andando de un lado a otro
  con gesto asustado y dedos inquietos, pero la presencia de la señorita
  Morstan pareció ejercer en ella un efecto tranquilizador.


  —¡Dios bendiga su cara dulce y serena! —exclamó con un sollozo
  histérico—. ¡Es un consuelo verla! ¡Ay, qué día tan espantoso he
  pasado!


  Nuestra acompañante le dio unas palmaditas en las manos huesudas y
  estropeadas por el trabajo, y murmuró algunas palabras de consuelo,
  amables y femeninas, que devolvieron el color a las mejillas
  cadavéricas de la pobre mujer.


  —El señor se ha encerrado y no me responde —explicó—. He estado todo el
  día esperando que llame, porque a veces le gusta estar solo sin que le
  molesten, pero hace una hora temí que pasara algo malo, subí a su
  cuarto y miré por el ojo de la cerradura. Tiene usted que subir, señor
  Thaddeus..., tiene que subir y verlo usted mismo. Llevo diez largos
  años viendo al señor Bartholomew Sholto, en momentos buenos y momentos
  malos, pero jamás lo he visto con una cara como la que tiene ahora.
  Sherlock Holmes tomó el farol y abrió la marcha, ya que a Thaddeus
  Sholto le castañeteaban los dientes y estaba tan trastornado que tuve
  que pasarle la mano bajo el brazo para sostenerlo cuando subíamos las
  escaleras, porque le temblaban las rodillas. Durante la ascensión,
  Holmes sacó dos veces su lupa del bolsillo y examinó atentamente marcas
  que a mí me parecieron simples manchas de polvo en la estera de palma
  que servía como alfombra de la escalera. Caminaba despacio, de escalón
  en escalón, sosteniendo la lámpara a poca altura y lanzando atentas
  miradas a derecha e izquierda. La señorita Morstan se había quedado con
  la aterrorizada ama de llaves.


  El tercer tramo de escaleras terminaba en un pasillo recto bastante
  largo, con un gran tapiz indio a la derecha y tres puertas a la
  izquierda. Holmes avanzó por dicho pasillo del mismo modo lento y
  metódico, y los demás le seguíamos los pasos, proyectando negras y
  largas sombras a nuestras espaldas. La tercera puerta era la que
  buscábamos. Holmes llamó sin obtener respuesta, y después intentó girar
  el picaporte y abrirlo a la fuerza. Pero la puerta estaba cerrada por
  dentro, y con una cerradura muy grande y resistente, como pudimos
  apreciar alumbrándola con la lámpara. No obstante, como habían hecho
  girar la llave, el ojo de la cerradura no estaba tapado del todo.
  Sherlock Holmes se agachó para mirar y se incorporó al instante,
  tomando aire ruidosamente. —Aquí hay algo diabólico, Watson —dijo, más
  emocionado que lo que yo le había visto nunca—. ¿Qué le parece a usted?


  Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz de
  la luna entraba en la habitación, iluminándola con un resplandor difuso
  y desigual. Mirándome de frente y como suspendida en el aire, ya que
  todo lo demás estaba en sombras, había una cara..., la mismísima cara
  de nuestro compañero Thaddeus. Tenía el mismo cráneo puntiagudo y
  brillante, la misma orla circular de pelo rojo, la misma palidez en el
  rostro. Sin embargo, sus facciones estaban contraídas en una sonrisa
  horrible, una sonrisa agarrotada y antinatural, que en aquella
  habitación silenciosa y a la luz de la luna resultaba más perturbadora
  que cualquier contorsión o mal gesto. Tanto se parecía aquel rostro al
  de nuestro pequeño amigo que me volví a mirarlo para asegurarme de que
  seguía con nosotros. Sólo entonces me acordé de que nos había dicho que
  su hermano y él eran gemelos.


  —¡Es terrible! —le dije a Holmes—. ¿Qué hacemos? —Hay que echar abajo
  la puerta —respondió, lanzándose contra ella y aplicando todo su peso
  sobre la cerradura.


  La puerta crujió y gimió, pero no cedió. De nuevo nos lanzamos contra
  ella, los dos juntos, y esta vez se abrió con un súbito chasquido y nos
  encontramos dentro de la habitación de Bartholomew Sholto.


  Parecía estar equipada como un laboratorio químico. En la pared más
  alejada de la puerta se alineaba una doble hilera de frascos con tapón
  de cristal, y en la mesa había un revoltijo de mecheros Bunsen, tubos
  de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido en cestos
  de mimbre. Una de ellas tenía un agujero o estaba rota, porque había
  dejado escapar un reguero de líquido oscuro y el aire estaba cargado de
  un olor picante, como de alquitrán. A un lado de la habitación había
  una escalera de mano, en medio de un montón de tablas rotas y trozos de
  escayola, y encima de ella se veía un agujero en el techo, lo bastante
  grande para que pasara por él un hombre. Al pie de la escalera había un
  largo rollo de cuerda, tirado de cualquier manera.


  Junto a la mesa, sentado en un sillón de madera, estaba sentado el
  dueño de la casa, desmadejado y con la cabeza caída sobre el hombro
  izquierdo, y con aquella sonrisa espantosa e inescrutable en su rostro.
  Estaba rígido y frío, y se notaba que llevaba muerto muchas horas. Me
  dio la impresión de que no sólo sus facciones, sino todos sus miembros,
  estaban retorcidos y contraídos de la manera más fantástica. Sobre la
  mesa, junto a la mano del muerto, había un instrumento muy curioso: un
  mango de madera oscura y de grano fino con una cabeza de piedra, como
  la de un martillo, atada toscamente con una cuerda áspera. Junto a esta
  especie de maza había una hoja de cuaderno rasgada, en la que se veían
  garabateadas unas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me la
  pasó.


  —Mire —dijo, levantando elocuentemente las cejas.


  A la luz de la linterna, leí con un estremecimiento de horror: «El
  signo de los cuatro.» —¡Por amor de Dios! ¿Qué significa esto?
  —pregunté.


  —Significa asesinato —respondió Holmes, inclinándose sobre el cadáver—.
  ¡Ajá! Lo que yo suponía. ¡Mire aquí!


  Estaba señalando algo que parecía una espina larga y oscura, clavada en
  la piel justo encima de la oreja.


  —Parece una espina —dije.


  —Es una espina. Puede usted arrancarla, pero tenga cuidado, porque está
  envenenada. La cogí entre el índice y el pulgar. Salió con tanta
  facilidad que prácticamente no dejó señal en la piel. El único rastro
  del pinchazo era una minúscula gotita de sangre.


  —Para mí, todo esto es un misterio insoluble —dije—. En lugar de
  aclararse, cada vez se enturbia más.


  —Al contrario —respondió Holmes—. Se va aclarando más a cada instante.
  Ya sólo me faltan unos pocos eslabones para tener el caso completamente
  explicado.


  Desde que entramos en la habitación, casi nos habíamos olvidado de
  nuestro compañero, que seguía de pie en el umbral, convertido en la
  imagen misma del terror, retorciendo las manos y gimoteando en voz
  baja. Pero de pronto estalló en un grito penetrante y angustiado.


  —¡El tesoro ha desaparecido! —exclamó—. ¡Le han robado el tesoro! Ése
  es el agujero por donde lo bajamos. Yo le ayudé a hacerlo. Fui la
  última persona que vio a mi hermano. Lo dejé aquí anoche, y le oí
  cerrar la puerta mientras yo bajaba la escalera.


  —¿Qué hora era?


  —Las diez de la noche. Y ahora está muerto, y llamarán a la policía, y
  sospecharán que yo he tenido parte en el asunto. Sí, seguro que
  sospecharán. Pero ustedes no creerán eso, ¿verdad, caballeros? ¿Verdad
  que no creen que fui yo? ¿Los habría traído aquí si hubiera sido yo?
  ¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! Sé que me voy a volver loco.


  Se puso a agitar los brazos y patear el suelo, en una especie de
  frenesí convulsivo. —No debe temer nada, señor Sholto —dijo Holmes
  amablemente, poniéndole la mano en el hombro—. Siga mi consejo y vaya
  en el coche a la comisaría para informar a la policía. Ofrézcase para
  ayudarlos en todo lo que haga falta. Nosotros aguardaremos aquí hasta
  que usted vuelva.


  El hombrecillo obedeció medio atontado y le oímos bajar las escaleras
  en la oscuridad, dando tropezones.


  - 6 -
  Sherlock Holmes hace una demostración



  —Y ahora, Watson —dijo Holmes, frotándose las manos—, disponemos de
  media hora, así que vamos a aprovecharla. Como ya le he dicho, tengo el
  caso prácticamente completo; pero no hay que errar por exceso de
  confianza. Aunque ahora el caso parece muy sencillo, puede que oculte
  alguna complicación. —¡Sencillo! —exclamé yo.


  —Pues claro —dijo él, con cierto aire de profesor de medicina
  explicando en clase—. Ande, siéntese en ese rincón para que sus pisadas
  no compliquen el asunto. Y ahora, ¡a trabajar! En primer lugar: ¿cómo
  entró esa gente, y cómo salió? La puerta no se ha abierto desde anoche.
  ¿Y la ventana?


  Acercó la lámpara a la ventana, comentando en voz alta sus
  observaciones, pero hablando más consigo mismo que conmigo.


  —La ventana está cerrada por la parte de dentro. El marco es sólido. No
  hay bisagras a los lados. Vamos a abrirla. No hay tuberías cerca. El
  tejado está fuera del alcance. Sin embargo, a esta ventana ha subido un
  hombre. Anoche llovió un poco y aquí en el alféizar se ve la huella de
  un pie. Y aquí hay una huella circular de barro, y también ahí en el
  suelo, y otra más junto a la mesa. ¡Mire esto, Watson! Ésta sí que es
  una bonita demostración.


  Yo miré los discos de barro, redondos y bien definidos.


  —Eso no es una pisada —dije.


  —Es algo que para nosotros tiene mucho más valor. Es la huella de una
  pata de palo. ¿Ve? Aquí en el alféizar de la ventana hay una huella de
  bota, una bota pesada, con refuerzo metálico en el tacón; Y, junto a
  ella, la huella de la pata de palo. —¡El hombre de la pata de palo!


  —Exacto. Pero aquí ha habido alguien más. Un cómplice muy hábil y
  eficiente. ¿Sería usted capaz de escalar esa pared, doctor?


  Miré por la ventana abierta. La luna seguía iluminando bien aquella
  esquina de la casa. Estábamos por lo menos a dieciocho metros del suelo
  y, por mucho que miré, no pude encontrar ningún asidero ni punto de
  apoyo, ni tan siquiera una grieta en la pared de ladrillo.


  —Es completamente imposible —respondí.


  —Sin ayuda, desde luego. Pero suponga que tiene usted un amigo aquí
  arriba que le echa esa cuerda tan buena y resistente que hay en ese
  rincón, atando un extremo a ese gancho de la pared. De ese modo, si
  fuera usted un hombre ágil, yo creo que podría trepar, a pesar de la
  pata de palo. Luego se marcharía, claro está, de la misma manera, y su
  cómplice recogería la cuerda, la desataría del gancho, cerraría la
  ventana, echaría el pestillo por dentro y se marcharía por donde había
  venido. Como detalle secundario — continuó, pasando los dedos por la
  cuerda—, podemos añadir que nuestro amigo de la pata de palo, a pesar
  de ser buen escalador, no es un marino profesional. No tiene las manos
  encallecidas. Mi lupa descubre más de una mancha de sangre, sobre todo
  hacia el final de la cuerda, de lo que deduzco que se dejó deslizar a
  tal velocidad que se despellejó las manos.


  —Todo eso está muy bien —dije yo—, pero el asunto se vuelve más
  incomprensible que nunca. ¿Qué me dice de ese misterioso cómplice?
  ¿Cómo entró en la habitación? —¡Sí, el cómplice! —repitió Holmes,
  pensativo—. Esta cuestión del cómplice tiene aspectos interesantes. Es
  lo que eleva el caso por encima de la vulgaridad. Me da la impresión de
  que este cómplice abre nuevos campos en los anales del crimen en este
  país..., aunque se han dado casos similares en la India y, si no me
  falla la memoria, en Senegambia.


  —A ver: ¿cómo entró? —insistí—. La puerta está cerrada, la ventana es
  inaccesible. ¿Entró por la chimenea?


  —La rejilla es demasiado pequeña —respondió—. Ya había considerado esa
  posibilidad.


  —Pues entonces, ¿cómo? —insistí.


  —Se empeña en no aplicar mis preceptos —dijo él, meneando la cabeza—.
  ¿Cuántas veces le he dicho que si eliminamos lo imposible, lo que
  queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad? Sabemos que
  no entró por la puerta, ni por la ventana, ni por la chimenea. También
  sabemos que no podía estar escondido en la habitación, ya que no hay
  escondite posible. Así pues, ¿por dónde entró? —¡Por el agujero del
  techo! —exclamé.


  —Pues claro. Tiene que haber entrado por ahí. Si tiene la amabilidad de
  sujetar la lámpara, extenderemos nuestras investigaciones al cuarto de
  arriba. El cuarto secreto donde se encontró el tesoro.


  Se subió a la escalerilla y, agarrándose a una viga con cada mano, se
  izó hasta el desván. Luego se tumbó boca abajo para recoger la lámpara
  y la sostuvo mientras yo le seguía.


  La cámara en la que nos encontrábamos medía unos tres metros por dos.
  El suelo estaba formado por las vigas, con listones y yeso entre
  medias, de manera que había que andar poniendo los pies de viga en
  viga. El techo abuhardillado terminaba en punta y era evidentemente la
  parte interior del verdadero tejado de la casa. No había muebles de
  ninguna clase, y en el suelo se acumulaba el polvo de muchos años en
  una gruesa capa. —Ahí lo tiene. ¿Lo ve? —dijo Sherlock Holmes, apoyando
  la mano en la pared inclinada—. Aquí hay una trampilla que da al
  tejado. La empujo y aquí está el tejado mismo, levemente inclinado. Así
  pues, por aquí entró el Número Uno. Veamos si podemos encontrar alguna
  otra huella de su personalidad.


  Dejó la lámpara en el suelo y al hacerlo vi que, por segunda vez en
  aquella noche, en su rostro aparecía una expresión de sorpresa y
  sobresalto. En cuanto a mí, seguí su mirada y sentí un escalofrío bajo
  mis ropas. El suelo estaba cubierto de huellas de pies desnudos:
  claras, bien definidas, perfectamente formadas, pero apenas la mitad de
  grandes que las de un hombre normal.


  —Holmes —dije en un susurro—, ha sido un niño el que ha hecho este
  horrible trabajo.


  El había recuperado en un instante el control de sí mismo.


  —Por un momento, me ha desconcertado —dijo—, pero es algo muy natural.
  Lo que pasa es que me falló la memoria; de lo contrario, me lo habría
  imaginado de antemano. De aquí no sacaremos nada más. Vamos abajo.


  —¿Y cuál es su teoría acerca de esas huellas? —pregunté.


  —Querido Watson, intente analizarlo usted mismo —dijo con un tonillo de
  impaciencia—. Conoce mis métodos. Aplíquelos y será muy instructivo
  comparar los resultados.


  —No se me ocurre nada que abarque los hechos —respondí.


  —Pronto lo verá todo claro —dijo con aire despreocupado—. No creo que
  aquí quede ninguna otra cosa de interés, pero echaré una mirada.


  Sacó la lupa y una cinta métrica y recorrió la habitación de rodillas,
  midiendo, comparando, examinando, con su larga nariz a pocos
  centímetros de las tablas del suelo y sus ojos redondos brillando desde
  el fondo de sus cuencas, como los de un pájaro. Tan rápidos,
  silenciosos y furtivos eran sus movimientos, como los de un sabueso
  bien adiestrado siguiendo un rastro, que no pude evitar pensar en el
  terrible criminal que habría podido ser si hubiera aplicado su energía
  y sagacidad en contra de la ley, en lugar de aplicarlas en su defensa.
  Mientras husmeaba, no paraba de murmurar para sí mismo, hasta que al
  final estalló en un fuerte cacareo de júbilo.


  —Desde luego, estamos de suerte —dijo—. De aquí en adelante, ya no
  deberíamos tener problemas. El Número Uno ha tenido la desgracia de
  pisar la creosota. Vea el contorno de su piececito ahí, al lado de ese
  pringue maloliente. Como ve, la garrafa se ha agrietado, y el producto
  se ha derramado. —¿Y eso, qué? —pregunté.


  —Pues que ya lo tenemos, así de simple —dijo él—. Conozco un perro
  capaz de seguir ese olor hasta el fin del mundo. Si una jauría es capaz
  de seguir el rastro de un arenque por todo un condado, ¿qué no podrá
  hacer un perro especialmente adiestrado con un olor tan penetrante como
  éste? Es como un problema de regla de tres. La respuesta nos dará el...
  ¡Ah, vaya! Aquí tenemos a los representantes oficiales de la ley.


  De la planta baja llegaba el sonido de fuertes pisadas y un clamor de
  voces, y la puerta del vestíbulo se cerró con un ruidoso portazo.


  —Antes de que lleguen —dijo Holmes—, ponga la mano aquí, en el brazo de
  este pobre hombre, y aquí, en la pierna. ¿Qué nota?


  —Los músculos están duros como una tabla —respondí.


  —Exacto. Están en un estado de contracción extrema, que supera con
  mucho el rigor mortis normal. Si combinamos eso con esta distorsión de
  la cara, esta sonrisa hipocrática o risus sardonicus como la llamaban
  los autores antiguos, ¿qué conclusión se le ocurre?


  —Muerte causada por algún potente alcaloide vegetal —respondí—. Alguna
  sustancia parecida a la estricnina, capaz de provocar tétanos.


  —Eso es lo que se me ocurrió a mí desde el instante mismo en que vi los
  músculos contraídos de la cara. En cuanto entré en la habitación, lo
  primero que busqué fue el medio empleado para inocular el veneno. Como
  usted vio, encontré una espina en el cuero cabelludo, clavada o
  disparada sin mucha fuerza. Fíjese en que, si el hombre estaba sentado
  derecho, la espina se clavó en la parte que daba al agujero del techo.
  Y ahora, examinemos la espina.

  La cogí con cuidado y la sostuve a la luz de la linterna. Era larga,
  afilada y negra, con una especie de esmalte hacia la punta, como si
  allí se hubiera secado alguna sustancia resinosa. El extremo romo había
  sido cortado y redondeado con un cuchillo. —¿Es una espina inglesa?
  —preguntó Holmes.


  —No, desde luego que no.


  —Pues con todos estos datos, ya debería usted haber sacado alguna
  deducción correcta. Pero aquí llegan las fuerzas oficiales; lo mejor
  será que las fuerzas auxiliares nos batamos en retirada.


  Mientras Holmes hablaba, los pasos se habían ido acercando y ya
  resonaban con fuerza en el pasillo. Un hombre muy corpulento y de aire
  autoritario, vestido con un traje gris, entró dando zancadas en la
  habitación. Tenía el rostro colorado, voluminoso y pletórico, con un
  par de ojillos muy pequeños y centelleantes, que miraban con viveza
  entre unos párpados hinchados y fofos. Le seguían de cerca un inspector
  de uniforme y el todavía tembloroso Thaddeus Sholto.


  —¡Aquí hay lío! —dijo con voz ronca y apagada—. ¡Un bonito lío! Pero
  ¿quiénes son todos éstos? ¡Caramba, esta casa parece tan llena como una
  madriguera de conejos! —Supongo que se acordará de mí, señor Athelney
  Jones —dijo Holmes, muy tranquilo. —¡Pues claro que sí! —resolló el
  policía—. Es el señor Sherlock Holmes, el teórico. ¡Que si me acuerdo!
  Nunca olvidaré la charla que nos dio sobre causas, inferencias y
  efectos en el caso de las joyas de Bishopgate. Es cierto que nos puso
  sobre la buena pista; pero ahora reconocerá que fue más por buena
  suerte que por buen criterio. —Fue un trabajo de razonamiento muy
  sencillo.


  —¡Ande, ande! No le dé vergüenza reconocerlo. Pero ¿qué es todo esto?
  ¡Mal asunto, mal asunto! Aquí tenemos hechos escuetos. No hay lugar
  para teorías. Ha sido una suerte que yo estuviera en Norwood,
  ocupándome de otro caso. Estaba en la comisaría cuando llegó el
  mensaje. ¿De qué cree usted que murió este tipo?


  —Oh, no creo que sea un caso en el que yo pueda teorízar —dijo Holmes
  secamente.


  —No, claro que no. Aun así, no se puede negar que a veces da usted en
  el clavo.


  ¡Válgame Dios! Me dicen que la puerta estaba cerrada. Y que faltan
  joyas que valían medio millón. ¿Qué hay de la ventana?


  —Cerrada; pero hay pisadas en el alféizar.


  —Bueno, bueno. Si estaba cerrada, esas pisadas no pueden tener nada que
  ver con el asunto. Eso es de sentido común. Puede que el hombre haya
  muerto de un ataque; pero el caso es que han desaparecido las joyas.
  ¡Ajá! Tengo una teoría. A veces me vienen de golpe. Haga el favor de
  salir fuera, sargento, y usted también, señor Sholto. Su amigo puede
  quedarse. ¿Qué opina de esto, Holmes? Según ha confesado él mismo,
  Sholto estuvo con su hermano anoche. El hermano murió de un ataque y
  Sholto se largó con el tesoro. ¿Qué le parece?


  Y luego, el muerto tuvo la gentileza de levantarse y cerrar la puerta
  por dentro. —¡Hum! Sí, ahí hay algo que falla. Apliquemos al asunto el
  sentido común. Este Sholto estuvo con su hermano. Hubo una pelea. Eso
  nos consta. El hermano está muerto y las joyas han desaparecido; eso
  también nos consta. Nadie ha visto al hermano desde que Thaddeus lo
  dejó. No ha dormido en su cama. Thaddeus se encuentra en un estado de
  alteración mental de lo más evidente. Su aspecto es..., bueno, no es
  nada atractivo. Como ve, estoy tejiendo mi red en torno a Thaddeus. Y
  la red empieza a cerrarse sobre él.


  —No conoce aún todos los hechos —dijo Holmes—. Esta astilla de madera,
  que tengo buenas razones para suponer que está envenenada, estaba
  clavada en el cuero cabelludo del muerto; aún se puede ver la señal.
  Este papel, con esta inscripción que usted ve, estaba sobre la mesa. Y
  junto a él estaba ese curioso instrumento con cabeza de piedra. ¿Cómo
  encaja todo esto en su teoría?


  —La confirma en todos los aspectos —dijo pomposamente el obeso
  policía—. La casa está llena de curiosidades indias. Thaddeus debió de
  subir este chisme. Y si esta astilla es venenosa, Thaddeus puede
  haberla usado para matar tan bien como cualquier otro. El papel es una
  tomadura de pelo, una pista falsa, probablemente. El único problema es:
  ¿cómo se marchó? Ah, claro, hay un agujero en el techo. Con
  sorprendente agilidad, dado su tamaño, trepó por la escalerilla y se
  escurrió en el desván; un instante después, oímos su voz jubilosa,
  anunciando que había encontrado la trampilla.


  —A veces encuentra algo —comentó Holmes, encogiéndose de hombros—. De
  cuando en cuando tiene algún chispazo de razón il nʼy a pas des sots si
  incomodes que ceux qui ont de l’ésprit! (fr. ¡No hay tontos tan
  incómodos como los que tienen ingenio!)


  —¿Lo ven? —dijo Athelney Jones, reapareciendo escalera abajo—. A fin de
  cuentas, los hechos valen más que las teorías. Se confirma mi opinión
  del caso. Hay una trampilla que da al tejado, y está medio abierta. —La
  abrí yo.


  —¿Ah, sí? Conque se había fijado, ¿eh? —parecía un poco decepcionado
  por la noticia—. Bueno, la viera quien la viera, ya sabemos por dónde
  escapó nuestro caballero. ¡Inspector!


  —¿Sí, señor? —respondieron desde el pasillo.


  —Dígale al señor Sholto que venga para acá. Señor Sholto, es mi deber
  informarle de que cualquier cosa que diga podrá utilizarse en contra
  suya. Queda usted detenido en nombre de la reina, por participación en
  la muerte de su hermano.


  —¡Ya está! ¿No se lo dije? —exclamó el pobre hombre, extendiendo las
  manos y mirándonos a Holmes y a mí.


  —No se preocupe, señor Sholto —dijo Holmes—. Creo que puedo
  comprometerme a librarle de esta acusación.


  —No prometa demasiado, señor teórico, no prometa demasiado —cortó el
  policía—.


  Podría resultarle más difícil de lo que cree.


  —No sólo le libraré de la acusación, señor Jones, sino que voy a
  hacerle a usted un regalo: le voy a dar, completamente gratis, el
  nombre y la descripción de una de las dos personas que estuvieron aquí
  anoche. Tengo toda clase de razones para creer que se llama Jonathan
  Small. Es un hombre sin estudios, pequeño y ágil; le falta la pierna
  derecha y lleva una pata de palo que está desgastada por la parte de
  dentro. En el pie izquierdo calza una bota de suela gruesa y puntera
  cuadrada, con un refuerzo de hierro en el tacón. Es un hombre de
  mediana edad, muy curtido por el sol, y ha estado en la cárcel. Puede
  que estos pocos datos le sirvan de alguna ayuda, sobre todo si añadimos
  que le falta una buena parte de la piel de la palma de la mano. El otro
  hombre…


  —¡Ah! ¿Conque hay otro? —preguntó Athelney Jones en tono burlón, aunque
  pude darme cuenta de que estaba impresionado por la seguridad con que
  hablaba Holmes. —Se trata de una persona bastante curiosa —dijo
  Sherlock Holmes, dando media vuelta—. Espero poder presentarle a los
  dos dentro de poco. Tengo que hablar con usted, Watson.


  Me condujo al final de la escalera.


  —Este acontecimiento inesperado —dijo— nos ha hecho perder de vista el
  propósito de nuestra excursión.


  —Ya he estado pensando en ello —respondí—. No está bien que la señorita
  Morstan permanezca en esta casa de desgracias.


  —No. Tiene usted que acompañarla a su casa. Vive con la señora de Cecil
  Forrester, en Lower Camberwell. No queda muy lejos. Esperaré aquí a que
  usted regrese. ¿O está demasiado cansado?


  —Nada de eso. No creo que pueda descansar mientras no sepa algo más de
  este fantástico asunto. Yo ya he visto algo del lado malo de la vida,
  pero le doy mi palabra de que esta rápida serie de extrañas sorpresas
  me ha alterado los nervios por completo. No obstante, ya que hemos
  llegado hasta aquí, me gustaría acompañarle hasta ver resuelto el caso.


  —Su presencia me resultará muy útil —respondió—. Investigaremos el caso
  por nuestra cuenta y dejaremos que ese infeliz de Jones presuma todo lo
  que quiera con los disparates que se le ocurren. Cuando haya dejado en
  su casa a la señorita Morstan, quiero que vaya al número 3 de Pinchin
  Lane, en Lambeth, cerca de la orilla del río. En la tercera casa de la
  derecha vive un taxidermista, que se llama Sherman. En el escaparate
  verá una comadreja disecada atrapando a un conejo. Despierte al viejo
  Sherman, salúdele de mi parte y dígale que necesito a Toby ahora mismo.
  Tráigase a Toby en el coche.


  —Será un perro, supongo.


  —Sí, un perro mestizo, de mezcla rara, con un olfato absolutamente
  increíble. Confío más en la ayuda de Toby que en la de todo el cuerpo
  de policía de Londres.


  —Pues yo se lo traeré —dije—. Ahora es la una. Si consigo un caballo de
  refresco, podré estar de vuelta antes de las tres.


  —Y yo veré lo que puedo averiguar por medio de la señora Bernstone y
  del sirviente indio, que, según me ha dicho el señor Thaddeus, duerme
  en la buhardilla de al lado. Luego estudiaré los métodos del gran Jones
  y aguantaré sus no muy delicados sarcasmos. «Wir sind gewohnt dass die
  Menschen verhöhnen was sie nicht verstehen» (al. Estamos acostumbrados
  a que la gente se burle de lo que no entiende.). ¡Cuánta razón tenía
  Goethe!

  - 7 -
  El episodio del barril



  Los policías habían llegado en coche, y en ese coche acompañé a su casa
  a la señorita Morstan. Con un estilo angelical típicamente femenino,
  había sobrellevado los malos momentos con expresión serena mientras
  hubo alguien más débil que ella a quien consolar, y yo la había visto
  animada y tranquila al lado de la aterrada ama de llaves. Sin embargo,
  en el coche estuvo primero a punto de desmayarse y luego estalló en
  llantos apasionados, de tanto que la habían afectado las aventuras de
  aquella noche. Tiempo después me confesó que durante aquel trayecto yo
  le había parecido frío y distante. Poco sospechaba la lucha que tenía
  lugar en mi pecho y el esfuerzo que tuve que hacer para contener mis
  impulsos. Estaba dispuesto a ofrecerle todas mis simpatías y mi amor,
  como le había ofrecido la mano en el jardín. Estaba convencido de que
  aquel único día de extrañas aventuras me había permitido conocer su
  carácter dulce y valeroso como no habría podido llegar a conocerlo en
  muchos años de trato convencional. Sin embargo, dos pensamientos tenían
  sellados mis labios, impidiendo salir de ellos las palabras de afecto.
  Ella se encontraba débil e indefensa, con la mente y los nervios
  trastornados; hablarle de amor en aquel momento era jugar con ventaja.
  Pero había algo aun peor: era rica. Si las investigaciones de Holmes
  tenían éxito, heredaría una fortuna. ¿Era justo, era honorable que un
  médico con media paga se aprovechara de una intimidad que sólo se debía
  al azar? Ella podría pensar que yo era un vulgar cazadotes, y yo no
  podía arriesgarme a que se le pasara por la cabeza semejante
  pensamiento. Aquel tesoro de Agra se interponía entre nosotros como una
  barrera infranqueable.


  Eran casi las dos cuando llegamos a la casa de la señora Forrester. La
  servidumbre se había acostado hacía horas, pero la señora Forrester
  estaba tan intrigada por el extraño mensaje que había recibido la
  señorita Morstan que se había quedado levantada esperando su regreso.
  Ella misma nos abrió la puerta; era una atractiva mujer de edad madura,
  y me alegró ver con cuánta ternura rodeó con su brazo la cintura de la
  joven y con qué voz tan maternal la saludaba. Estaba claro que para
  ella la señorita Morstan no era una simple empleada, sino una amiga
  apreciada. Fuimos presentados, y la señora Forrester insistió en que
  entrara y le contara nuestras aventuras; pero yo le expliqué la
  importancia de mi misión y le prometí solemnemente pasar a visitarla
  para informarle de los progresos que hiciéramos en el caso. Cuando me
  alejaba, eché un vistazo hacia atrás y aún me parece estar viéndolas,
  allí en los escalones: las dos elegantes figuras abrazadas, la puerta
  medio abierta, la luz del vestíbulo brillando a través de la vidriera,
  reflejándose en el barómetro y en las varillas de la escalera... Qué
  reconfortante resultaba aquella imagen de tranquilo hogar inglés, por
  muy fugaz que fuera, en medio del violento y tenebroso asunto que nos
  tenía absorbidos.


  Y cuanto más pensaba en lo sucedido, más extraño e incomprensible me
  parecía. Mientras traqueteábamos por las silenciosas calles iluminadas
  por farolas de gas, fui repasando toda la extraordinaria serie de
  acontecimientos. Lo primero, el problema original: eso, por lo menos,
  estaba ya bastante claro. La muerte del capitán Morstan, el envío de
  las perlas, el anuncio, la carta..., todo aquello lo habíamos aclarado.
  Sin embargo, eso nos había conducido a un misterio aun más complicado y
  mucho más trágico. El tesoro indio, el curioso plano encontrado en el
  equipaje de Morstan, la extraña escena de la muerte del mayor Sholto,
  el descubrimiento del tesoro, seguido inmediatamente por la muerte del
  descubridor, las extrañísimas circunstancias del crimen, las pisadas,
  las armas exóticas, las palabras escritas en el papel, que coincidían
  con las del plano del capitán Morstan..., un verdadero laberinto, en el
  que un hombre que no poseyera las extraordinarias facultades de mi
  compañero de alojamiento no tendría la menor esperanza de encontrar una
  sola pista.


  Pinchin Lane era una manzana de destartaladas casas de ladrillo, de dos
  pisos, en la zona más baja de Lambeth. Tuve que llamar durante un buen
  rato al número 3 antes de que dieran señales de oírme. Por fin, vi
  brillar la luz de una vela detrás de la persiana y una cara se asomó a
  la ventana de arriba.


  —Largo de ahí, borracho, vagabundo —dijo la cara—. Si das un solo golpe
  más, abro las perreras y te suelto cuarenta y tres perros.


  —Me basta con que suelte a uno, a eso he venido —dije.


  —¡Largo! —exclamó la voz—. Por Dios que tengo una palanca en esta bolsa
  y te la voy a tirar a la cabeza a ver si la coges al vuelo. —Es que
  necesito un perro —grité.


  —¡Conmigo no se discute! —chilló el señor Sherman—. Y ahora, quítate de
  ahí porque, en cuanto cuente tres, tiro la palanca. —El señor Sherlock
  Holmes... —empecé a decir.


  Estas palabras tuvieron un efecto absolutamente mágico, porque al
  instante la ventana se cerró de golpe y en menos de un minuto la puerta
  estaba desatrancada y abierta. El señor Sherman era un hombre mayor,
  larguirucho y flaco, con los hombros caídos, el cuello fibroso y gafas
  de cristales azules.


  —Los amigos del señor Holmes son siempre bienvenidos —dijo—. Pase,
  caballero. No se acerque al tejón, que muerde. ¡Ah, desvergonzada!
  ¿Querías darle un mordisco al caballero, eh? —esto se lo dijo a una
  comadreja que asomaba su maligna cabeza de ojos rojizos entre los
  barrotes de su jaula—. De ése no se asuste, señor; es sólo un lución.
  No tiene colmillos y lo dejo suelto para que acabe con las cucarachas.
  Tiene que perdonarme que haya estado algo seco con usted al principio.
  Es que los niños no me dejan en paz, y muchos de ellos vienen a esta
  calle sólo para llamar a mi puerta. ¿Qué es lo que deseaba el señor
  Holmes?


  —Necesita uno de sus perros.


  —¡Ah! Será Toby, sin duda.


  —Sí, Toby era el nombre.


  —Toby vive en el número 7, aquí a la izquierda.


  Avanzó despacio con la vela entre la pintoresca familia de animales que
  había reunido a su alrededor. A la luz débil y vacilante de la vela
  pude entrever que desde todos los rincones nos miraban ojos relucientes
  y curiosos. Hasta las vigas que se extendían sobre nuestras cabezas
  estaban cubiertas de aves de aspecto solemne, que se movían
  perezosamente, cambiando el peso del cuerpo de una pata a la otra al
  despertarse a causa de nuestras voces.


  Toby resultó ser un animal feo, de pelo largo y orejas caídas, mitad
  spaniel y mitad ratonero, de colores castaño y blanco, de andares
  desgarbados y torpes. Tras dudar un momento, aceptó un terrón de azúcar
  que el viejo naturalista me había dado y, habiendo sellado así nuestra
  alianza, me siguió hasta el coche y no puso ninguna dificultad para
  acompañarme.


  Acababan de dar las tres en el reloj de palacio cuando llegué de nuevo
  al Pabellón Pondicherry. Allí me enteré de que el exboxeador McMurdo
  había sido detenido como cómplice, y que lo habían conducido a
  comisaría junto con el señor Sholto.


  Dos agentes de uniforme vigilaban la puerta exterior, pero me dejaron
  pasar con el perro cuando mencioné el nombre del detective.


  Holmes estaba de pie en el umbral de la casa, con las manos en los
  bolsillos, fumando una pipa.


  —¡Ah, ya lo trae! —dijo— ¡Hola, perrito! Athelney Jones se ha marchado.
  Desde que usted nos dejó, ha habido aquí un auténtico derroche de
  energía. No sólo ha detenido al amigo Thaddeus: también al portero, al
  ama de llaves y al criado indio. Tenemos toda la casa para nosotros
  solos, aparte de un sargento que está arriba. Deje al perro aquí y
  subamos.


  Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y volvimos a subir las escaleras.
  La habitación estaba tal como la habíamos dejado, aunque habían
  cubierto la figura central con una sábana. Apoyado en un rincón, había
  un sargento de policía de aspecto muy fatigado.


  —Déjeme su linterna sorda, sargento —dijo mi compañero—. Ahora, átenme
  al cuello este cordel, para colgármela por delante. Gracias. Ahora
  tengo que quitarme los zapatos y los calcetines. Haga el favor de
  llevárselos cuando baje, Watson. Yo voy a hacer un poco de escalada.
  Moje mi pañuelo en la creosota. Con eso bastará. Ahora suba un momento
  conmigo a la buhardilla.


  Trepamos a través del agujero y Holmes dirigió una vez más la luz hacia
  las pisadas en el polvo.


  —Quiero que se fije muy bien en estas pisadas —dijo—. ¿Nota algo de
  particular en ellas?


  —Que son de un niño o de una mujer pequeña —respondí.


  Aparte del tamaño, hombre. ¿No ve nada más?


  —A mí, francamente, me parecen como cualquier otra pisada.


  —Ni mucho menos. ¡Mire usted aquí! Esta es la huella de un pie derecho
  en el polvo. Ahora voy a dejar yo otra a su lado, con mi pie descalzo.
  ¿Cuál es la principal diferencia?


  —Los dedos de su pie están juntos. Los de la otra huella están
  perfectamente separados.


  —Exacto. Eso mismo. Acuérdese de esto. Y ahora, haga el favor de
  asomarse a esa trampilla y olfatee el marco de madera. Yo me quedaré
  aquí, porque llevo el pañuelo en la mano.


  Hice lo que me indicaba y al instante percibí un olor fuerte, como de
  alquitrán. —Ahí es donde puso el pie al escapar. Y si usted puede
  captar ese rastro, no creo que Toby tenga la menor dificultad. Baje
  corriendo, suelte al perro, y prepárese a ver a Blondin.


  Para cuando salí al jardín, Sherlock Holmes estaba ya en el tejado, y
  parecía una enorme luciérnaga reptando muy despacio por el caballete.
  Lo perdí de vista cuando pasó por detrás de una batería de chimeneas,
  pero volvió a aparecer y después desapareció de nuevo por el otro lado.
  Doblé la esquina de la casa y lo encontré sentado en la esquina del
  alero.


  —¿Es usted, Watson?


  —Sí.


  —Éste es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que hay abajo?


  —Un barril de agua.


  —¿Con la tapa puesta?


  —¿Sí?


  —¿No hay por ahí una escalera?


  —No.


  —¡Condenado individuo! Esto es como para partirse el cuello. Yo debería
  poder bajar por donde él subió. La tubería parece bastante sólida. Allá
  vamos, pase lo que pase. Se oyó un arrastrar de pies y la luz de la
  linterna empezó a descender poco a poco por la esquina de la pared. Por
  fin, dando un ágil salto, Holmes aterrizó sobre el barril, y de ahí
  bajó al suelo.


  —Ha sido fácil seguirlo —dijo, mientras se ponía los calcetines y los
  zapatos—. Había tejas sueltas marcando todo el camino y con las prisas
  se le cayó esto. Como dicen ustedes los médicos, esto confirma mi
  diagnóstico.


  El objeto que me mostró era una bolsita tejida con hierbas de colores,
  con algunas cuentas brillantes ensartadas. Por el tamaño y la forma, no
  era muy diferente de una petaca. En su interior había media docena de
  espinas de madera oscura, con un extremo afilado y el otro redondo,
  iguales a la que tenía clavada Bartholomew Sholto.


  —Unos chismes infernales —dijo Holmes—. Tenga cuidado de no pincharse.
  Me alegra mucho haberlas encontrado, porque lo más probable es que el
  hombre no tuviera más que éstas, y así hay menos peligro de que
  cualquier día de éstos usted o yo acabemos con una de ellas clavada en
  la piel. Prefiero con mucho una bala Martini. ¿Se siente en forma para
  dar un paseíto de seis millas, Watson? —Desde luego —respondí.


  —¿Aguantará su pierna?


  —Claro que sí.


  —¡Vamos allá, perrito! ¡El bueno de Toby! ¡Huele, Toby, huele!


  Colocó el pañuelo mojado en creosota bajo el hocico del perro, y el
  animal lo olfateó, con las peludas patas muy separadas y la cabeza
  torcida en un gesto muy cómico, como si fuera un entendido en vinos
  apreciando el buqué de un famoso reserva. A continuación, Holmes arrojó
  lejos el pañuelo, ató una fuerte cuerda al collar del chucho y lo
  condujo al pie del barril de agua. Al instante, el animal estalló en
  una serie de gañidos agudos y trémulos y, con el hocico pegado al suelo
  y la cola en alto, se lanzó a seguir la pista .a tal velocidad que
  mantenía la cuerda siempre tirante y nos obligaba a caminar lo más
  deprisa que podíamos.


  Empezaba a clarear poco a poco por el Este, y la luz fría y gris nos
  permitía ya ver a cierta distancia. El gran caserón cuadrado, con sus
  ventanas negras y vacías y sus muros altos y desnudos, se alzaba a
  nuestras espaldas, triste y desolado. Nuestro recorrido nos llevó a
  través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo de las zanjas y
  agujeros que se abrían como cicatrices. Todo aquel lugar, con sus
  montones de tierra por todas partes y sus raquíticos arbustos, tenía un
  aspecto de ruina y malos augurios que casaba a la perfección con la
  siniestra tragedia que se cernía sobre él.


  Al llegar a la tapia exterior, Toby corrió a lo largo de su sombra
  dando gemidos de ansiedad, hasta que se detuvo en un rincón ocupado por
  un haya joven. En el ángulo de las dos paredes alguien había aflojado
  varios ladrillos, y las grietas resultantes estaban gastadas y
  redondeadas por la parte inferior, como si se hubieran utilizado a
  menudo como escalera. Holmes trepó por ellas, hizo que yo le pasara el
  perro y lo dejó caer al otro lado.


  —Aquí hay una huella de la mano de Patapalo —me dijo cuando trepé hasta
  llegar a su lado—. Mire esa manchita de sangre sobre el yeso blanco. Es
  una suerte que no haya llovido mucho desde ayer. El olor aún seguirá en
  la carretera, a pesar de que nos llevan veintiocho horas de ventaja.


  Confieso que yo tenía mis dudas, pensando en la cantidad de tráfico que
  había pasado por la carretera de Londres en el tiempo transcurrido.
  Pero muy pronto se disiparon mis temores. Toby no vaciló ni se desvió
  ni una sola vez, y siguió adelante con su curioso bamboleo al andar. No
  cabía duda de que el penetrante olor de la creosota dominaba con gran
  diferencia a todos los demás olores que pudieran competir con él.


  —No vaya a creer —dijo Holmes— que mi éxito en este caso depende de una
  pura casualidad, como es el que uno de esos tipos haya pisado esta
  sustancia. Dispongo ya de datos que me permitirían seguirles la pista
  de otras muchas maneras; pero ésta es la más directa y, puesto que
  hemos tenido esa suerte, sería una vergüenza desaprovecharla. Sin
  embargo, esto impide que el caso se convierta en el interesante
  problemilla intelectual que al principio prometía ser. Podríamos haber
  ganado algo de prestigio con él, de no ser por esta pista tan palpable.


  —Hay prestigio para dar y tomar —dije yo—. Le aseguro, Holmes, que me
  dejan maravillado los métodos con los que obtiene estos resultados, más
  aun que en el caso del asesinato de Jefferson Hope. A mí, el asunto me
  parece cada vez más oscuro e inexplicable. Por ejemplo: ¿cómo ha podido
  describir con tanta exactitud al hombre de la pata de palo?


  —¡Bah! Pero, hombre, si eso es la sencillez misma. No pretendo ser
  teatral. Está todo a la vista, encima de la mesa. Dos oficiales que
  están al mando de la guardia de un presidio se enteran de un importante
  secreto referente a un tesoro escondido. Un inglés llamado Jonathan
  Small les dibuja un plano. Acuérdese de que vimos el nombre en el plano
  que tenía el capitán Morstan. Lo firmó en nombre propio y de sus
  socios: el signo de los cuatro, como él lo llamaba en plan dramático.
  Con la ayuda de ese plano, los oficiales se hacen con el tesoro y uno
  de ellos lo trae a Inglaterra, parece que incumpliendo alguna de las
  condiciones bajo las cuales lo obtuvieron. Ahora bien: ¿por qué no se
  apoderó del tesoro el propio Jonathan Small? La respuesta es evidente:
  el plano está fechado en una época en la que Morstan estaba en estrecha
  relación con presos. Jonathan Small no podía hacerse con el tesoro
  porque él y sus socios estaban presos y no podían salir.


  —Pero eso es pura especulación —dije yo.


  —Es mucho más que eso. Es la única hipótesis que abarca todos los
  hechos. Veamos ahora cómo encaja todo esto con la segunda parte del
  drama. El mayor Sholto vive en paz durante algunos años, feliz con su
  tesoro. Luego recibe una carta de la India que le deja aterrorizado.
  ¿Qué pudo ser?


  —Una carta que decía que los hombres a los que había estafado habían
  salido en libertad.


  —O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él debía
  saber cuándo terminaban sus condenas y, por lo tanto, eso no le habría
  sorprendido. ¿Qué es lo que hace entonces? Se pone en guardia contra un
  hombre con pata de palo..., un hombre blanco, fíjese, porque una vez
  confundió con él a un vendedor ambulante y le disparó un tiro. Ahora
  bien, en el plano sólo aparece un nombre europeo; todos los demás son
  indios o mahometanos, no hay ningún otro hombre blanco. Así pues,
  podemos afirmar con seguridad que el hombre de la pata de palo es el
  mismo Jonathan Small. ¿Encuentra algún fallo en este razonamiento?


  —No; es claro y conciso.


  —Pues bien, ahora vamos a ponernos en el lugar de Jonathan Small.
  Consideremos el asunto desde su punto de vista. Viene a Inglaterra con
  la doble idea de recuperar lo que cree que le pertenece y vengarse del
  hombre que le traicionó. Averigua dónde vive Sholto y probablemente se
  pone en contacto con alguien de la casa. Está ese mayordomo, Lal Rao,
  al que aún no hemos visto. La señora Bernstone no tiene una opinión
  nada buena de él. Sin embargo, Small no puede averiguar dónde está
  escondido el tesoro, porque eso no lo sabía nadie más que el mayor y un
  criado leal, que ya había muerto. De pronto, Small se entera de que el
  mayor está en su lecho de muerte. Frenético ante la idea de que el
  secreto del tesoro muera con él, sortea a la guardia, consigue llegar
  hasta la ventana del moribundo y lo único que le disuade de entrar es
  la presencia de los dos hijos. A pesar de todo, ciego de odio contra el
  difunto, entra en la habitación aquella misma noche, registra sus
  papeles privados con la esperanza de encontrar alguna información sobre
  el tesoro y, por último, deja un recuerdo de su visita con la frase
  escrita en el papel. No cabe duda de que lo tenía todo planeado de
  antemano y que si hubiera podido matar al mayor, habría dejado una
  notita similar sobre el cadáver, para indicar que no se trataba de un
  asesinato vulgar, sino, desde el punto de vista de los cuatro socios,
  de algo parecido a un acto de justicia. Las reivindicaciones de este
  tipo, pintorescas y extravagantes, son bastante corrientes en los
  anales del crimen y, por lo general, proporcionan valiosa información
  acerca del criminal. ¿Me sigue hasta ahora?


  —Todo está muy claro.


  —Pues sigamos. ¿Qué podía hacer Jonathan Small? Nada, aparte de seguir
  vigilando en secreto los esfuerzos que se hacían para encontrar el
  tesoro. Es posible que se marchara de Inglaterra y sólo volviera de vez
  en cuando. Entonces se descubre la buhardilla y él es informado al
  instante. Una vez más, encontramos indicios de la presencia de un
  cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna postiza, nunca habría
  podido llegar hasta la habitación de Bartholomew Sholto, en el piso más
  alto. Pero le acompaña un aliado bastante curioso que consigue superar
  esta dificultad, aunque mete el pie desnudo en la creosota. Y aquí
  entra Toby y la penosa caminata de seis millas para un pobre
  funcionario a media paga con un tendón de Aquiles estropeado.


  —Pero entonces fue el compañero, y no Jonathan, quien cometió el
  crimen.


  —Exacto. Y con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera en que
  pateó el suelo cuando entró en la habitación. No tenía nada personal
  contra Bartholomew Sholto y habría preferido limitarse a atarlo y
  amordazarlo. No sentía ningún deseo de meter la cabeza en la horca. Sin
  embargo, la cosa ya no tenía remedio; los instintos salvajes de su
  compañero se habían desatado y el veneno había hecho su trabajo. Así
  que Jonathan Small dejó su tarjeta de visita, bajó la caja del tesoro
  al suelo y luego descendió él. Ésta es la secuencia de acontecimientos,
  hasta donde puedo descifrarla. En cuanto a su aspecto personal, desde
  luego tiene que ser de edad madura y tiene que estar tostado por el sol
  después de haber cumplido condena en un horno como las islas Andaman.
  La estatura se deduce fácilmente de la longitud de sus pasos, y sabemos
  que tenía barba, porque la barba fue lo único en que se fijó Thaddeus
  Sholto cuando lo vio en la ventana.


  No sé si queda algo más.


  —¿El cómplice?


  —Ah, sí, en eso no hay mucho misterio. Pero muy pronto lo sabrá usted
  todo. ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Mire cómo flota aquella
  nubecilla. Parece una pluma rosa de un flamenco gigante. Y ya asoma el
  borde rojo del sol sobre las nubes de Londres. Lucirá sobre muchísima
  gente, pero me atrevería a apostar que entre ella no hay nadie que esté
  enfrascado en una tarea tan extraña como la nuestra. ¡Qué pequeños nos
  sentimos, con nuestras insignificantes ambiciones y conflictos, en
  presencia de las grandes fuerzas elementales de la Naturaleza! ¿Qué tal
  lleva la lectura de Jean-Paul? —Bastante bien. Lo descubrí gracias a
  Carlyle.


  —Eso es como remontar el río hasta llegar al lago donde nace. Pues este
  hombre dice una cosa muy curiosa pero muy profunda: que la principal
  prueba de la grandeza del hombre está en su capacidad de percibir su
  propia pequeñez. Eso demuestra una capacidad de comparación y
  apreciación que es, en sí misma, una prueba de nobleza. Hay mucho
  alimento para la mente en Richter. No lleva usted pistola, ¿verdad?
  —Llevo el bastón.


  —Es posible que necesitemos algo por el estilo si llegamos hasta su
  cubil. A Jonathan se lo dejo a usted, pero si el otro se pone
  desagradable, tendré que matarlo de un tiro. Mientras hablaba, sacó su
  revólver y, tras cargar dos de las recámaras, volvió a guardárselo en
  el bolsillo derecho de la chaqueta.


  Durante todo aquel tiempo nos habíamos dejado guiar por Toby, siguiendo
  las carreteras semirrurales, flanqueadas de mansiones, que conducen a
  la metrópoli. Pero ahora empezábamos a meternos ya en calles continuas,
  donde los trabajadores y obreros del puerto se habían puesto ya en
  movimiento, mientras mujeres desaliñadas abrían las ventanas y barrían
  los escalones de las puertas. Los bares de tejado plano de las esquinas
  habían comenzado ya el negocio, y de ellos salían hombres de aspecto
  rudo, limpiándose la barba con la manga después de su trago matutino.
  Perros extraños iban de un lado a otro y nos miraban con curiosidad
  cuando pasábamos, pero nuestro inimitable Toby no desvió la mirada ni a
  la derecha ni a la izquierda y siguió trotando hacia delante, con el
  hocico pegado al suelo y soltando de vez en cuando un gañido de
  ansiedad que indicaba que el rastro estaba claro.


  Habíamos atravesado Streatham, Brixton y Camberwell, y ahora nos
  encontrábamos en Kennington Lane, después de habernos desviado por las
  callejuelas laterales al este del Oval. Parecía que los hombres que
  perseguíamos habían seguido una curiosa ruta en zigzag, probablemente
  con objeto de no llamar la atención. Al final de Kennington Lane habían
  torcido a la izquierda por Bond Street y Miles Street. Esta última
  calle desemboca en Knightʼs Place, y allí Toby dejó de avanzar y empezó
  a correr de un lado a otro, con una oreja levantada y la otra caída,
  convertido en la perfecta imagen de la indecisión canina. Luego se puso
  a andar en círculos, mirándonos de vez en cuando como si solicitara
  nuestra simpatía en aquel momento de desconcierto.


  —¿Qué demonios le pasa al perro? —gruñó Holmes—. Seguro que no tomaron
  un coche ni se fueron volando en globo.


  —Puede que se detuvieran aquí un rato —sugerí.


  —¡Ah! Todo va bien. Ahí va de nuevo —dijo mi compañero, en tono de
  alivio. Efectivamente, después de olfatear una vez más por todas
  partes, el perro parecía haber tomado de pronto una decisión y se había
  puesto en marcha, lanzándose con una energía y una determinación que no
  le habíamos visto hasta entonces. El olor parecía ser mucho más fuerte
  que antes, porque ya ni siquiera tenía que arrimar el hocico al suelo,
  sino que tiraba de la cuerda intentando echar a correr. Por la manera
  en que brillaban los ojos de Holmes, supe que nos acercábamos al final
  de nuestro recorrido.


  Así bajamos por Nine Elms hasta llegar al gran almacén de maderas de
  Broderick, pasada la taberna del Águila Blanca. Al llegar allí, el
  perro, excitado hasta el frenesí, se metió por una puerta lateral del
  almacén, donde ya había aserradores trabajando. Avanzó a la carrera
  entre el aserrín y las virutas, recorrió un callejón, torció por un
  pasillo entre dos pilas de maderos y por fin, con un ladrido de
  triunfo, se subió de un salto a un gran barril, colocado aún sobre la
  carretilla en la que lo habían traído. Con la lengua fuera y los ojos
  parpadeantes, Toby se quedó encima del barril, mirándonos a Holmes y a
  mí en espera de alguna señal de aprobación. Las duelas del barril y las
  ruedas de la carretilla estaban manchadas de un líquido oscuro y todo
  el ambiente estaba cargado de olor a creosota (líquido para proteger la
  madera).


  Sherlock Holmes y yo nos miramos el uno al otro con mirada inexpresiva
  y luego estallamos al mismo tiempo en una incontenible carcajada.


  - 8 -
  Los irregulares de Baker Street



  —¿Y ahora, qué? —pregunté—. Toby ha perdido su reputación de infalible.
  —Ha actuado según su entendimiento —dijo Holmes, cogiéndolo para
  bajarlo del barril y sacarlo del almacén—. Si se piensa en la cantidad
  de creosota que se transporta por Londres cada día, no puede extrañar
  que el rastro se haya cruzado con otro. Ahora se utiliza mucho la
  creosota, sobre todo para tratar la madera. El pobre Toby no tiene la
  culpa.


  —Supongo que habrá que volver al rastro principal.


  —Sí. Por suerte, no tendremos que ir lejos. Está claro que lo que
  desconcertó al perro en la esquina de Knightʼs Place fue que allí había
  dos rastros diferentes, que iban en direcciones opuestas. Hemos seguido
  el que no era, y lo único que tenemos que hacer ahora es seguir el
  otro.


  No tuvimos ninguna dificultad. En cuanto llevamos a Toby al sitio en el
  que había cometido el error, recorrió un amplio círculo y por fin salió
  disparado en una nueva dirección.


  —Habrá que tener cuidado de que no nos lleve ahora al lugar de donde
  vino el barril de creosota —comenté.


  —Ya había pensado en ello. Pero fíjese en que ahora va por la acera,
  mientras que el barril iba por la calzada. No, esta vez seguimos la
  pista buena.


  El rastro bajaba hacia la ribera del río, pasando por Belmont Place y
  Princeʼs Street. Al final de Broad Street llegamos hasta la orilla
  misma, donde había un pequeño muelle de madera. Toby nos condujo hasta
  el borde del embarcadero y allí se paró, gimiendo y mirando la negra
  corriente de agua que pasaba a sus pies.


  —Se nos acabó la suerte —dijo Holmes—. Han tomado una embarcación.
  Amarrados al borde del muelle había varios pontones y esquifes
  pequeños. Hicimos que Toby los recorriera de uno en uno pero, por mucho
  que olfateó, no dio ninguna señal.


  Cerca del tosco embarcadero había una casita de ladrillo con un letrero
  de madera colgado de la ventana del primer piso. En él se leía, pintado
  en letras grandes, «Mordecai Smith», y debajo «Se alquilan
  embarcaciones por horas y por días». Un segundo letrero, encima de la
  puerta, nos informó de que disponían de una lancha de vapor,
  información que quedaba confirmada por un gran montón de carbón que
  había en el muelle. Sherlock Holmes miró lentamente a nuestro alrededor
  y su rostro adoptó una expresión ominosa.


  —Esto no me gusta —dijo—. Estos fulanos son más listos de lo que yo
  esperaba. Parece que han borrado su rastro. Me temo que lo tenían todo
  planeado de antemano. Se estaba acercando a la puerta de la casa cuando
  ésta se abrió y un chiquillo de unos seis años, con el pelo rizado,
  salió corriendo de la casa, seguido por una mujer corpulenta y
  colorada, que llevaba en la mano una esponja grande.


  —¡Vuelve aquí y deja que te lave, Jack! —gritó la mujer—. ¡Vuelve,
  diablillo! Como venga tu padre y te vea así, nos vamos a enterar.


  —¡Qué encanto de niño! —exclamó Holmes, estratégicamente—. ¡Qué
  mejillas tan sonrosadas tiene el granuja! A ver, Jack, ¿quieres alguna
  cosa? El niño se lo pensó un momento.


  —Me gustaría un chelín —dijo.


  —¿No hay algo que te guste más?


  —Me gustarían más dos chelines —respondió aquel prodigio, tras pensarlo
  un poco.


  —Pues ahí los tienes. ¡Cógelos! Un niño muy guapo, señora Smith.


  —Dios le bendiga, señor. Es guapo, pero muy revoltoso. Yo casi no puedo
  controlarlo, sobre todo cuando mi hombre está fuera varios días
  seguidos.


  —¿Dice que está fuera? —preguntó Holmes en tono contrariado—. Pues es
  una pena, porque quería hablar con el señor Smith.


  —Lleva fuera desde ayer por la mañana, señor, y la verdad, empiezo a
  estar preocupada por él. Pero si se trata de alquilar un bote, señor,
  tal vez yo pueda atenderles. —Quería alquilar la lancha de vapor.


  —Vaya por Dios. Precisamente se marchó en la de vapor. Eso es lo que me
  extraña, porque sé que con el carbón que llevaba sólo tenía para ir
  hasta Woolwich y volver. Si se hubiera llevado la gabarra, no me
  extrañaría: más de una vez ha tenido que ir hasta Gravesend, y si tenía
  mucho trabajo se quedaba allí a dormir. Pero ¿de qué le sirve una
  lancha de vapor sin carbón?


  —Puede haber comprado más en otro muelle, río abajo.


  —Podría hacerlo, pero no es su estilo. Le he oído protestar muchas
  veces de los precios que cobran por unos pocos sacos. Además, no me
  gusta ese hombre de la pata de palo, con esa cara tan fea y ese acento
  extranjero.


  —¿Un hombre con pata de palo? —preguntó Holmes, apenas sorprendido.


  —Sí, señor, un tío moreno, con cara de mono, que ha venido más de una
  vez a ver a mi hombre. La noche anterior lo sacó de la cama; y lo que
  es más, mi hombre sabía que iba a venir, porque le había dado presión a
  la lancha de vapor. Se lo digo francamente, señor, no me hace ninguna
  gracia este asunto.


  —Pero, querida señora Smith —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—, se
  está usted preocupando por nada. ¿Cómo sabe que fue el hombre de la
  pata de palo el que vino la otra noche? No entiendo cómo puede estar
  tan segura.


  —Por la voz, señor. Conozco su voz, que es como ronca y desagradable.
  Llamó a la ventana, a eso de las tres, y dijo: «Levanta, compañero. Es
  la hora del cambio de guardia.» Mi hombre despertó a Jim, que es mi
  hijo mayor, y allá se fueron, sin decirme ni palabra. Y oí el ruido de
  su pata de palo al andar por el empedrado. —¿Y venía solo ese hombre de
  la pata de palo?


  —Eso no podría decírselo, la verdad. No oí a nadie más.


  —Pues lo lamento, señora Smith, porque necesito una lancha de vapor y
  me habían dado buenos informes del..., vamos a ver, ¿cómo se llamaba?
  —El Aurora, señor.


  —¡Ajá! ¿No será una vieja lancha verde, con una raya amarilla, muy
  ancha de manga? —Nada de eso. Es la lancha más bonita y marinera de
  todo el río. Y está recién pintada de negro con dos rayas rojas.


  —Gracias. Espero que pronto tenga noticias del señor Smith. Yo voy río
  abajo, y si le echo el ojo al Aurora, le haré saber que está usted
  preocupada. ¿Ha dicho que la chimenea es negra?


  —No, señor: negra con una franja blanca.


  —Ah, sí, claro. Eran los costados los que eran negros. Buenos días,
  señora Smith. Mire, Watson, allí hay un barquero con una chalana. La
  tomaremos para cruzar el río. Mientras nos sentábamos en el banco de la
  chalana, Holmes me explicó:


  —Con esta clase de gente, lo más importante es no darles nunca a
  entender que la información que te dan tiene la menor importancia para
  ti. Si piensan que te interesa, se cierran al instante como una ostra.
  En cambio, si haces como que los escuchas porque no te queda otro
  remedio, lo más probable es que te digan todo lo que quieres saber.
  —Ahora, nuestra línea de acción parece bastante clara. —¿Ah, sí? ¿Qué
  es lo que haría usted?


  —Alquilar una lancha y bajar por el río siguiendo el rastro del Aurora.


  —Querido amigo, ésa sería una tarea colosal. Puede haber atracado en
  cualquiera de los muelles de una u otra orilla, de aquí a Greenwich.
  Más allá del puente hay todo un laberinto de embarcaderos, de muchas
  millas. Nos llevaría días y días recorrerlos todos si lo hacemos solos.


  —Pues recurra a la policía.


  —No. Aunque es probable que en el último momento llame a Athelney
  Jones. No es mala persona y no me gustaría hacer algo que le
  perjudicara profesionalmente. Pero ahora que hemos llegado tan lejos,
  me apetece resolver el caso yo mismo.


  —¿Y si ponemos un anuncio pidiendo información a los encargados de los
  muelles? —Mucho peor. Nuestros hombres sabrían que les pisamos los
  talones y huirían del país. Tal como están las cosas, ya es bastante
  probable que se marchen, pero mientras crean que están a salvo, no
  tendrán prisa. En este sentido, nos va a venir bien la energía de
  Jones, porque seguro que su versión del caso aparece en los diarios, y
  los fugitivos creerán que todo el mundo sigue una pista falsa.


  —Pues entonces, ¿qué hacemos? —pregunté mientras desembarcábamos cerca
  del penal de Millbank.


  —Tomar ese cabriolé, hacer que nos lleve a casa, desayunar y dormir una
  horita. Tal como marcha el juego, es posible que tengamos que pasar
  otra noche en pie. Cochero, pare en una oficina de telégrafos. Nos
  quedaremos con Toby, porque aún puede sernos útil.


  Nos detuvimos en la oficina de Correos de Great Peter Street para que
  Holmes enviara un telegrama.


  —¿A quién cree que he telegrafiado? —me preguntó cuando reemprendimos
  la marcha.


  —No tengo ni idea.


  —¿Se acuerda de la sección policial de Baker Street, a la que recurrí
  en el caso de Jefferson Hope?


  —Sí, ¿y qué? —respondí, echándome a reír.


  —Ésta es la clase de situación en la que pueden resultar utilísimos. Si
  fracasan, tengo otros recursos; pero primero probaré con ellos. El
  telegrama iba dirigido a mi pequeño y mugriento teniente Wiggins, y
  espero que venga a vernos con toda su pandilla antes de que acabemos de
  desayunar. Eran ya entre las ocho y las nueve, y yo empezaba a notar
  una fuerte reacción a la serie de emociones de la noche. Estaba agotado
  y renqueante, con la mente confusa y el cuerpo fatigado. Ni poseía el
  entusiasmo profesional que hacía aguantar a mi compañero, ni era capaz
  de considerar el asunto como un mero problema intelectual abstracto. En
  cuanto a la muerte de Bartholomew Sholto, pocas cosas buenas había oído
  de él y no sentía demasiada antipatía por sus asesinos. En cambio, lo
  del tesoro era ya otra cosa. Por lo menos parte del mismo le pertenecía
  con todo derecho a la señorita Morstan. Mientras existiera una
  posibilidad de recuperarlo, yo estaba dispuesto a dedicar mi vida a tal
  objetivo. Aunque lo cierto era que si lo encontraba, lo más probable
  sería que ella quedara fuera de mi alcance para siempre. Aun así, muy
  ruin y egoísta tendría que ser un amor que se dejara influir por una
  idea semejante. Si Holmes era capaz de esforzarse por encontrar a los
  asesinos, yo tenía diez veces más razones para esforzarme por encontrar
  el tesoro.


  Un baño y un cambio completo de ropas en Baker Street me reanimaron de
  manera maravillosa. Cuando bajé a nuestro cuarto de estar, encontré el
  desayuno preparado y a Holmes sirviendo el café.


  —Ahí viene todo —dijo, echándose a reír y señalando un periódico
  abierto—. Entre el infatigable Jones y el ubicuo periodista lo han
  resuelto todo. Pero debe usted estar harto del caso. Primero cómase los
  huevos con jamón.


  Tomé el periódico y leí la breve noticia, que habían titulado
  «Misterioso suceso en Upper Norwood»:


  «Hacia las doce de la noche pasada, el señor Bartholomew Sholto,
  residente en el Pabellón Pondicherry, Upper Norwood, fue encontrado
  muerto en su habitación, en circunstancias muy sospechosas. Hasta donde
  hemos podido saber, en el cuerpo del señor Sholto no se encontraron
  señales de violencia, pero le había sido robada una valiosa colección
  de joyas indias que el difunto había heredado de su padre. El cadáver
  lo descubrieron el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson, que habían
  acudido a la casa en compañía de Thaddeus Sholto, hermano del
  fallecido. Por una afortunada casualidad, el inspector Athelney Jones,
  conocido miembro del cuerpo de policía, se encontraba en la comisaría
  de Norwood y pudo llegar al lugar de los hechos menos de media hora
  después de darse la primera voz de alarma. Inmediatamente, sus grandes
  dotes de policía experimentado se concentraron en la tarea de
  identificar a los criminales, con el satisfactorio resultado de la
  detención del hermano, Thaddeus Sholto, del ama de llaves, señora
  Bernstone, del mayordomo indio Lal Rao y de un portero o vigilante
  llamado McMurdo. La policía está segura de que el ladrón o ladrones
  conocían la casa, ya que los probados conocimientos técnicos del señor
  Jones y sus dotes de minuciosa observación le han permitido demostrar
  de manera concluyente que los malhechores no pudieron entrar por la
  puerta ni por la ventana, sino que tuvieron que llegar por el tejado de
  la casa, penetrando por una trampilla en una habitación que comunica
  con el cuarto donde se encontró el cadáver. Esto ha quedado claramente
  establecido y demuestra sin lugar a dudas que no se trata de un vulgar
  robo cometido al azar. La rápida y enérgica acción de los agentes de la
  ley demuestra lo que vale en tales ocasiones la presencia de una
  inteligencia poderosa y dominante. No podemos dejar de pensar que esto
  refuerza la postura de los que abogan por una mayor descentralización
  de nuestros inspectores de policía, que así podrían tener un contacto
  más directo y eficaz con los casos que les corresponde investigar.»


  —¿A que es magnífico? —dijo Holmes, sonriendo por encima de su taza de
  café—. ¿Qué le parece?


  —Pues me parece que nos hemos librado por los pelos de que nos
  detuvieran también a nosotros por este crimen.


  —Lo mismo creo yo. Incluso ahora, no respondo de nuestra seguridad si
  le da por tener otro de sus ataques de energía.


  En aquel momento, el timbre de la puerta sonó con fuerza y pude oír que
  la señora Hudson, nuestra casera, levantaba la voz en un gemido de
  protesta y desaliento. —Cielos, Holmes —dije, comenzando a
  incorporarme—. Parece que de verdad vienen a por nosotros.


  —No, no es tan grave como eso. Son las fuerzas extraoficiales: los
  irregulares de Baker Street.


  Mientras tanto, se oyó un rápido pataleo de pies descalzos que subían
  por la escalera, un estruendo de voces chillonas, y en la habitación
  irrumpió una docena de golfillos de la calle, sucios y desarrapados. A
  pesar de su tumultuosa entrada, se notaba en ellos una cierta
  disciplina, pues al instante formaron en fila y se quedaron ante
  nosotros con el rostro expectante. Uno de ellos, más alto y mayor que
  los otros, se adelantó con aire de ociosa superioridad que resultaba
  muy gracioso en un mamarracho tan impresentable. —Recibí su mensaje,
  señor —dijo—, y los he traído volando. Tres chelines y seis peniques de
  los billetes.


  —Aquí tienes —dijo Holmes, sacando unas monedas—. En el futuro,
  Wiggins, que ellos te informen a ti, y tú a mí. No puedo dejar que
  invadáis la casa de este modo. No obstante, conviene que todos
  escuchéis las instrucciones. Quiero averiguar el paradero de una lancha
  de vapor llamada Aurora, perteneciente a Mordecai Smith, con dos rayas
  rojas y chimenea negra con una franja blanca. Tiene que estar en alguna
  parte del río. Quiero que uno de vosotros se quede en el embarcadero de
  Mordecai Smith, enfrente de Millbank, por si la lancha regresa.
  Tendréis que repartiros la tarea e inspeccionar a fondo las dos
  orillas. Avisadme en cuanto sepáis algo. ¿Está todo claro? —Sí, jefe
  —dijo Wiggins.


  —Pago la tarifa de siempre, más una guinea para el chico que encuentre
  la lancha. Aquí tenéis un día por adelantado. Y ahora, fuera de aquí.


  Les entregó un chelín a cada uno y salieron zumbando escaleras abajo.
  Un momento después los vi bajando a la carrera por la calle.


  —Si la lancha está a flote, ellos la encontrarán —dijo Holmes,
  levantándose de la mesa y encendiendo su pipa—. Pueden meterse en todas
  partes, verlo todo, escuchar cualquier conversación. Confío en que la
  encuentren antes de esta noche. Mientras tanto, lo único que podemos
  hacer es esperar los resultados. No podemos retomar la pista perdida
  hasta que sepamos dónde están el Aurora o Mordecai Smith.


  —Supongo que Toby puede comerse estas sobras. ¿Va usted a acostarse,
  Holmes?


  —No; no estoy cansado. Tengo un organismo muy curioso. No recuerdo que
  el trabajo me haya cansado nunca; en cambio, no hacer nada me deja
  completamente agotado. Voy a fumar mientras repaso este extraño asunto
  en el que nos ha metido mi bella cliente. Si ha habido alguna vez una
  búsqueda fácil, debería ser ésta que nos ocupa. Los hombres con pata de
  palo no abundan demasiado, pero el otro individuo me atrevo a decir que
  es absolutamente único.


  —¡Otra vez ese otro hombre!


  —Mire, no quiero que parezca que hago de esto un misterio, pero usted
  ya tiene que haberse formado una opinión. Vamos a ver, considere los
  datos: pisadas diminutas, pies descalzos, que nunca han estado
  oprimidos por zapatos, maza de madera con cabeza de piedra, muy ágil,
  dardos envenenados... ¿Qué saca usted de todo esto?


  —¡Un salvaje! —exclamé—. ¡Tal vez uno de esos individuos que estaban
  asociados con Jonathan Small.


  —Nada de eso —dijo Holmes—. Al principio, cuando vi señales de armas
  exóticas, yo también me incliné a pensar eso; pero el carácter
  extraordinario de las pisadas me hizo reconsiderar mis teorías. Algunos
  habitantes de la Península India son pequeños, pero ninguno podría
  haber dejado huellas como aquéllas. Los hindúes propiamente dichos
  tienen los pies largos y delgados. Los mahometanos, que usan sandalias,
  tienen el pulgar bastante separado de los otros dedos, porque la correa
  de la sandalia suele pasar entre medias. Además, esos pequeños dardos
  sólo se pueden disparar de una manera: con una cerbatana. Pues bien:
  ¿dónde debemos buscar a nuestro salvaje? —¿En Sudamérica? —aventuré.


  Holmes estiró el brazo y sacó un grueso volumen de un estante.


  —Éste es el primer volumen de una Geografía que se está publicando por
  tomos. Podemos considerarla como la referencia más al día. ¿Qué tenemos
  aquí? «Islas Andaman, situadas 340 millas al norte de Sumatra, en el
  golfo de Bengala». Mmm...


  Mmm... ¿Qué es todo esto? Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones,
  Puerto Blair, colonias penitenciarias, isla de Rudand, plantaciones de
  algodón... ¡Ah, aquí está! «Los aborígenes de las islas Andaman podrían
  optar al título de la raza más pequeña de la Tierra, aunque algunos
  antropólogos votarían por los bosquimanos de África, los indios paiutes
  de América o los nativos de la Tierra del Fuego. La estatura media es
  inferior al metro y medio, y existen numerosos adultos que miden mucho
  menos. Son feroces, malhumorados e intratables, aunque capaces de
  entablar una amistad a toda prueba si uno se gana su confianza.» Fíjese
  en esto, Watson. Y escuche lo que viene a continuación: «Tienen un
  aspecto horrible, con cabezas grandes y deformes, ojos pequeños y
  feroces y facciones distorsionadas. Sin embargo, los pies y las manos
  son muy pequeños. Son tan hostiles y feroces que han fracasado todos
  los esfuerzos de los funcionarios británicos por establecer relaciones
  con ellos. Siempre han sido el terror de las tripulaciones de barcos
  naufragados, porque aplastan el cráneo de los supervivientes con sus
  mazas de piedra o los acribillan con dardos envenenados. Estas matanzas
  concluyen invariablemente con un banquete caníbal.» ¡Un pueblo
  encantador y de lo más simpático, Watson! Si a este sujeto se le
  hubiera dejado actuar a su aire, el asunto habría tomado un cariz mucho
  más sangriento. Aun así, tal como se han desarrollado las cosas, me
  figuro que Jonathan Small estará lamentando haber recurrido a él. —Pero
  ¿cómo ha llegado a tener un compañero tan raro?


  —¡Ah!, eso es más de lo que yo puedo decir. Sin embargo, puesto que ya
  hemos dejado establecido que Small viene de las Andaman, tampoco es tan
  descabellado que le acompañe este isleño. Sin duda, con el tiempo lo
  averiguaremos todo. Oiga, Watson, parece usted hecho polvo. Túmbese
  aquí, en el sofá, y voy a ver si consigo dormirle. Sacó el violín de un
  rincón y, mientras yo me tumbaba, empezó a tocar una melodía suave y
  soñadora... de su propia cosecha, sin duda, porque poseía un notable
  talento para la improvisación. Recuerdo vagamente sus miembros enjutos,
  su rostro concentrado y el subir y bajar del arco. Luego me pareció que
  flotaba apaciblemente sobre un suave mar de sonido, hasta que me
  encontré en el país de los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan
  mirándome desde lo alto.


  - 9 -
  Se rompe la cadena



  Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando me desperté, fortalecido y
  reanimado. Sherlock Holmes seguía sentado exactamente igual que la
  última vez que lo vi, salvo que había dejado a un lado el violín y
  ahora se hallaba absorto en un libro. Me miró de refilón cuando empecé
  a moverme y noté que tenía una expresión sombría y preocupada.


  —Ha dormido como un tronco —dijo—. Temí que nuestra conversación le
  despertara. —No he oído nada —respondí—. ¿Así que ha tenido nuevas
  noticias?


  —Por desgracia, no. Confieso que estoy sorprendido y decepcionado.
  Esperaba tener algo concreto a estas horas. Wiggins acaba de pasar a
  informar. Dice que no han encontrado ni rastro de la lancha. Es un
  parón irritante, porque cada hora cuenta. —¿Puedo hacer algo? Estoy
  perfectamente recuperado y listo para otra salida nocturna. —No, no
  podemos hacer nada. Únicamente esperar. Si salimos, el mensaje puede
  llegar durante nuestra ausencia y se produciría un retraso. Usted haga
  lo que quiera, pero yo tengo que quedarme de guardia.


  —En tal caso, me pasaré por Camberwell y le haré una visita a la señora
  de Cecil Forrester. Me lo pidió ayer.


  —¿A la señora de Cecil Forrester? —preguntó Holmes con una chispa de
  sonrisa en la mirada.


  —Bueno, claro, y también a la señorita Morstan. Estaban ansiosas por
  enterarse de lo ocurrido.


  —Yo no les contaría demasiado —dijo Holmes—. Nunca hay que fiarse del
  todo de las mujeres..., ni siquiera de las mejores.


  No me entretuve en discutir tan despreciable opinión. Volveré dentro de
  una o dos horas —fue lo único que dije.


  —Muy bien. Buena suerte. Pero, oiga: si va a cruzar el río, podría
  aprovechar para devolver a Toby, porque ya no creo que lo necesitemos
  para nada.


  De manera que me llevé a nuestro chucho y lo dejé, junto con medio
  soberano, en casa del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell
  encontré a la señorita Morstan un poco fatigada tras sus aventuras
  nocturnas, pero ansiosa por escuchar las noticias.


  También la señora Forrester se moría de curiosidad. Les conté todo lo
  que habíamos hecho, omitiendo, no obstante, las partes más siniestras
  de la tragedia. Por ejemplo, aunque les hablé de la muerte del señor
  Sholto, no les dije nada del método exacto empleado. Sin embargo, aun
  con todas mis omisiones, había material suficiente para asombrarlas y
  sobresaltarlas.


  —¡Es como una novela! —exclamó la señora Forrester—. Una dama
  agraviada, un tesoro de medio millón, un caníbal negro y un rufián con
  pata de palo. Vienen a sustituir al dragón y al malvado conde
  tradicionales.


  —Y dos caballeros andantes al rescate —añadió la señorita Morstan,
  dirigiéndome una mirada encendida. —Caramba, Mary, del resultado de
  esta búsqueda depende tu fortuna. Me parece que no estás lo bastante
  emocionada. Imagínate lo que debe ser hacerte rica y tener el mundo a
  tus pies.


  Sentí un ligero estremecimiento de alegría al observar que aquella
  perspectiva no provocaba en ella ninguna muestra de entusiasmo. Por el
  contrario, levantó su orgullosa cabeza como si aquel asunto no le
  interesara lo más mínimo.


  —Lo que sí me preocupa es el señor Thaddeus Sholto —dijo—. Todo lo
  demás carece de importancia. Pero creo que él se ha portado en todo
  momento como un hombre absolutamente decente y honrado, y nuestro deber
  es librarlo de esa terrible e infundada acusación.


  Estaba ya anocheciendo cuando me marché de Camberwell y cuando llegué a
  casa era completamente de noche. El libro y la pipa de mi compañero
  estaban junto a su sillón, pero él se había esfumado. Eché un vistazo
  con la esperanza de encontrar una nota, pero no había ninguna.


  —¿Ha salido el señor Holmes? —le pregunté a la señora Hudson cuando
  entró para bajar las persianas.


  —No, señor. Está en su habitación. ¿Sabe usted, señor? —dijo, bajando
  la voz hasta convertirla en un impresionante susurro—. Temo por su
  salud. —¿Por qué dice eso, señora Hudson?


  —¡Es que es tan raro! Cuando se marchó usted, se puso a andar de un
  lado a otro, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que llegué a
  hartarme de oír sus pasos. Luego le oí hablar y cuchichear solo, y cada
  vez que sonaba el timbre salía a la escalera a preguntar: «¿Quién es,
  señora Hudson?» Y ahora se ha metido en su cuarto, dando un portazo,
  pero le oigo pasear lo mismo que antes. Ojalá no se ponga enfermo,
  señor. Me atreví a decirle algo sobre tomar un calmante y me miró con
  una mirada que no sé ni cómo pude salir de la habitación.


  —No creo que haya motivos para preocuparse, señora Hudson —respondí—.
  Ya lo he visto así otras veces. Tiene algún asunto en la cabeza que no
  le deja tranquilo.


  Procuré hablar con nuestra estupenda casera en tono despreocupado, pero
  yo mismo empecé a preocuparme, porque durante toda la larga noche seguí
  oyendo de vez en cuando el sonido apagado de sus pasos, y comprendí que
  su espíritu inquieto se rebelaba con todas sus fuerzas contra aquella
  inactividad involuntaria.


  A la hora del desayuno lo encontré fatigado y ojeroso, con un toque de
  color febril en las mejillas.


  —Se está usted destrozando, amigo mío —comenté—. Le he oído desfilar
  toda la noche.


  —Es que no podía dormir —respondió—. Este problema infernal me está
  consumiendo. ¡Mira que quedarnos atascados en un obstáculo tan
  insignificante, después de haber superado todo lo demás! Conozco a los
  hombres, la lancha, todo..., y sin embargo, no me llegan noticias. He
  puesto en acción a otros agentes y he empleado todos los medios a mi
  disposición. Se ha buscado en todo el río por las dos orillas y no hay
  novedades, y tampoco la señora Smith ha sabido nada de su marido. De
  seguir así, habrá que llegar a la conclusión de que han echado a pique
  la lancha. Pero existen objeciones a esta hipótesis.


  —Puede que la señora Smith nos haya mandado tras una pista falsa.


  —No, creo que eso podemos descartarlo. He hecho averiguaciones y existe
  una lancha que responde a la descripción.


  —¿Y no podría haber ido río arriba?


  —También he considerado esa posibilidad, y tengo un grupo encargado de
  buscar hasta Richmond. Si hoy no llegan noticias, mañana me pondré en
  acción personalmente, y buscaré a los hombres en vez de buscar la
  lancha. Pero seguro, seguro, que hoy sabremos algo.


  Sin embargo, no fue así. No nos llegó ni una palabra, ni de parte de
  Wiggins ni de los demás agentes. En casi todos los periódicos se
  publicaron artículos acerca de la tragedia de Norwood, y todos se
  mostraban bastante hostiles respecto al desdichado Thaddeus Sholto.
  Pero en ninguno de ellos se aportaban nuevos detalles, excepto que al
  día siguiente tendría lugar la investigación judicial. Por la tarde me
  acerqué paseando hasta Camberwell para informar a las señoras de
  nuestra falta de éxito, y a mi regreso encontré a Holmes abatido y de
  bastante mal humor. Apenas se dignó responder a mis preguntas y estuvo
  toda la noche ocupado en un abstruso análisis químico que incluía mucho
  calentamiento de retortas y destilación de vapores, culminando en un
  olor tan desagradable que casi me expulsó del apartamento. Hasta las
  primeras horas de la madrugada estuve oyendo el tintineo de sus tubos
  de ensayo, que me indicaba que continuaba enfrascado en su maloliente
  experimento.


  Empezaba a amanecer cuando me desperté sobresaltado y me sorprendió
  verlo de pie junto a mi cama, vestido con toscas ropas de marinero, con
  chaquetón y una áspera bufanda roja al cuello.


  —Me voy río abajo, Watson —dijo—. He estado dándole vueltas al asunto y
  no veo más que una salida. En cualquier caso, vale la pena intentarlo.
  —Podré ir con usted, ¿verdad? —pregunté.


  —No; será usted mucho más útil si se queda aquí en representación mía.
  No me hace gracia marcharme, porque es muy posible que llegue algún
  mensaje durante el día, aunque anoche Wiggins se mostró bastante
  pesimista. Quiero que abra usted todas las notas y telegramas que
  lleguen, y actúe según su propio criterio si llega alguna noticia.
  ¿Puedo contar con usted?


  —Naturalmente que sí.


  —Me temo que no podrá telegrafiarme, porque no puedo decirle dónde voy
  a estar. Pero si tengo suerte, no estaré fuera mucho tiempo. Y cuando
  regrese, tendré noticias de una u otra clase.


  A la hora del desayuno, aún no había sabido nada de él. Pero al abrir
  el Standard encontré publicada una nueva alusión al caso:


  «Con respecto a la tragedia de Upper Norwood, tenemos motivos para
  creer que el asunto promete ser aun más complicado y misterioso de lo
  que se suponía en principio. Nuevas averiguaciones han demostrado que
  es completamente imposible que el señor Thaddeus Sholto estuviera
  implicado en modo alguno. Tanto él como el ama de llaves, la señora
  Bernstone, fueron puestos en libertad ayer por la tarde. No obstante,
  se cree que la policía dispone de una pista acerca de los verdaderos
  culpables, que está siendo seguida por el inspector Athelney Jones, de
  Scotland Yard, con toda la energía y sagacidad que le han hecho famoso.
  Se esperan nuevas detenciones en cualquier momento.»


  «Hasta cierto punto, esto marcha bien —pensé—. Por lo menos, el amigo
  Sholto está a salvo. Me pregunto cuál será esa nueva pista, aunque más
  parece una fórmula estereotipada para decir que la policía ha metido la
  pata.»


  Dejé el periódico sobre la mesa, pero en aquel momento mis ojos se
  fijaron en un anuncio de la sección de personales. Decía así:


  «DESAPARECIDO.— Mordecai Smith, barquero, y su hijo Jim zarparon del
  embarcadero de Smith a eso de las tres de la madrugada del martes
  pasado, en la lancha de vapor Aurora, negra con dos franjas rojas,
  chimenea negra con franja blanca. Se pagará la suma de cinco libras a
  quien pueda dar información sobre el paradero del mencionado Mordecai
  Smith y de la lancha Aurora a la señora Smith, en el embarcadero, o en
  el 22111 de Baker Street.»


  Aquello era, sin duda, obra de Holmes. La dirección de Baker Street
  bastaba para demostrarlo. Me pareció bastante ingenioso, porque los
  fugitivos podían leerlo sin ver en ello más que la angustia natural de
  una esposa por la desaparición de su marido.


  El día se me hizo larguísimo. Cada vez que llamaban a la puerta o se
  oían pasos rápidos por la calle, me imaginaba que era Holmes que volvía
  o alguien que venía en respuesta a su anuncio. Intenté leer algo, pero
  mis pensamientos se desviaban constantemente hacia nuestra extraña
  búsqueda y la pintoresca y maligna pareja a la que perseguíamos. ¿Era
  posible, me preguntaba, que existiera un fallo de raíz en el
  razonamiento de mi compañero? ¿No podría haber cometido un error
  monumental? ¿Cabía la posibilidad de que su mente ágil y especulativa
  hubiera elaborado toda aquella descabellada teoría sobre una base
  equivocada? Que yo supiera, nunca se había equivocado, pero hasta el
  razonador más agudo puede engañarse de vez en cuando. Pensé que era
  probable que hubiera caído en el error a causa del excesivo
  refinamiento de su lógica, de su preferencia por las explicaciones
  sutiles y extravagantes cuando tenía a mano otras más vulgares y
  sencillas. Pero por otra parte, yo mismo había visto las pruebas y
  había escuchado las razones de sus deducciones. Si repasaba la larga
  cadena de curiosas circunstancias —muchas de ellas triviales en sí
  mismas, pero todas apuntando en la misma dirección—, no podía dejar de
  pensar que, aun en el caso de que la explicación de Holmes resultara
  errónea, la verdadera tenía que ser igualmente extravagante y
  sorprendente.


  A las tres en punto de la tarde oí un fuerte timbrazo en la puerta y
  una voz autoritaria en el vestíbulo y, con gran sorpresa por mi parte,
  se presentó en nuestro cuarto nada menos que el señor Athelney Jones.
  Sin embargo, se le veía muy diferente del brusco y dominante profesor
  de sentido común que con tanta confianza se había hecho cargo del caso
  de Upper Norwood. Traía una expresión abatida y sus modales eran
  suaves, casi como si se disculpara.


  —Buenos días, señor, buenos días —dijo—. Tengo entendido que el señor
  Holmes ha salido.


  —Sí, y no sé a ciencia cierta cuándo regresará. Pero si quiere
  esperarle, puede sentarse en esa butaca y fumar uno de estos cigarros.


  —Gracias, no tengo inconveniente —dijo, secándose el sudor de la cara
  con un pañuelo rojo estampado.


  —¿Y un whisky con soda?


  —Bueno, medio vaso. Hace mucho calor para esta época del año y he
  tenido bastantes problemas y dificultades. ¿Conoce usted mi teoría
  acerca del caso de Norwood? —Recuerdo sólo que expuso una.


  —Bueno, me he visto obligado a reconsiderarla. Tenía ya al señor Sholto
  bien atrapado en mis redes cuando, zas, se me cuela por un agujero.
  Consiguió presentar una coartada imposible de echar abajo. Desde el
  instante en que salió de la habitación de su hermano, estuvo en todo
  momento a la vista de una u otra persona, así que no pudo ser él quien
  trepó por los tejados y se metió por las trampillas. Es un caso muy
  complicado y me juego en él mi prestigio profesional. Me vendría muy
  bien una pequeña ayuda. —Todos necesitamos ayuda de vez en cuando —dije
  yo.


  —Su amigo, el señor Sherlock Holmes, es un hombre maravilloso —dijo en
  tono ronco y confidencial—. No hay quien pueda con él. He visto a ese
  jovencito meter la nariz en un buen montón de casos, y aún no ha habido
  un caso en el que no haya podido arrojar algo de luz. Sus métodos son
  irregulares, y tal vez se precipita un poco al inventar teorías, pero,
  en conjunto, creo que habría sido un policía muy prometedor, y no me
  importa decirlo. Esta mañana he recibido un telegrama suyo, dando a
  entender que dispone de alguna pista en el caso Sholto. Aquí está su
  mensaje.


  Sacó el telegrama del bolsillo y me lo entregó. Se había enviado desde
  Poplar, a las doce. «Vaya inmediatamente a Baker Street —decía—. Si aún
  no he regresado, espéreme. Sigo de cerca la pista de la banda del caso
  Sholto. Si quiere intervenir en el final, puede acompañarnos esta
  noche.»


  —Esto suena bien. Está claro que ha vuelto a encontrar el rastro —dije.
  —¡Ah!, entonces es que también él había fallado —exclamó Jones, con
  evidente satisfacción—. Hasta los mejores nos despistamos alguna que
  otra vez. Claro que esto podría ser una falsa alarma, pero mi deber
  como agente de la ley es no pasar por alto ninguna posibilidad. ¡Ah!,
  hay alguien en la puerta. Tal vez sea él.


  Se oyeron unos pasos inseguros que subían por la escalera, acompañados
  de fuertes resoplidos y jadeos, como de un hombre que tiene grandes
  dificultades para respirar. Se detuvo un par de veces, como si el
  ascenso fuera demasiado fatigoso para él, pero al fin consiguió llegar
  a nuestra puerta y entrar. Su aspecto cuadraba bien con los sonidos que
  habíamos oído. Era un hombre de edad avanzada, vestido de marinero, con
  un viejo chaquetón abotonado hasta el cuello. Tenía la espalda doblada,
  le temblaban las rodillas y su respiración era dolorosamente asmática.
  Se apoyaba en un grueso bastón de roble y sus hombros se alzaban con
  esfuerzo para aspirar aire hacia los pulmones. Llevaba una bufanda de
  colores tapándole la barbilla y pude ver poco de su cara, aparte de un
  par de ojos oscuros y penetrantes, enmarcados por unas cejas blancas y
  pobladas y un par de largas patillas grises. En conjunto, me dio la
  impresión de un respetable patrón de barco cargado de años y
  empobrecido.


  —¿Qué desea, buen hombre? —pregunté.


  El hombre miró a su alrededor al estilo lento y metódico de los
  ancianos. —¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? —preguntó. —No, pero yo
  actúo en su nombre. Puede darme cualquier mensaje que traiga para él.
  —Tenía que decírselo a él en persona.


  —Pero ya le digo que actúo en su nombre. ¿Es algo referente a la lancha
  de Mordecai Smith?


  —Sí. Yo sé muy bien dónde está. Y sé dónde están los hombres que busca.
  Y sé dónde está el tesoro. Lo sé todo.


  —Pues dígamelo y yo se lo haré saber.


  —Tenía que decírselo a él —insistió, con la obstinación petulante de un
  hombre muy viejo.


  —Pues tendrá que esperar a que venga.


  —Ni hablar. No voy a perder todo un día para dar gusto a nadie. Si el
  señor Holmes no está, el señor Holmes tendrá que averiguarlo todo por
  su cuenta. No me gusta el aspecto de ninguno de ustedes dos y no pienso
  decir ni una palabra.


  Arrastró los pies hacia la puerta, pero Athelney Jones se le puso
  delante.

  —Un momento, amigo —dijo—. Usted posee información importante y no debe
  marcharse. Le guste o no, vamos a retenerlo aquí hasta que regrese
  nuestro amigo.


  El anciano intentó una carrerita hacia la puerta, pero al ver que
  Athelney Jones apoyaba en ella su ancha espalda se convenció de la
  inutilidad de su resistencia.


  —¡Bonita manera de tratarle a uno! —exclamó, golpeando el suelo con su
  bastón—. Vengo aquí a ver a un caballero y dos tipos a los que no he
  visto en mi vida me sujetan y me tratan de esta manera.


  —No perderá nada con esto —dije—. Le recompensaremos por el tiempo
  perdido.


  Siéntese ahí, en el sofá, y no tendrá que esperar mucho.


  El hombre cruzó la habitación de muy mal humor y se sentó con la cara
  apoyada en las manos. Jones y yo seguimos fumando y reanudamos nuestra
  charla. Pero de pronto, sonó sobre nuestras cabezas la voz de Holmes.


  —Ya podrían ustedes ofrecerme también a mí un cigarro —dijo.


  Los dos dimos un salto en nuestros asientos. Allí estaba Holmes,
  sentado junto a nosotros, con expresión de tranquilo regocijo.


  —¡Holmes! —exclamé—. ¡Usted aquí! Pero... ¿dónde está el anciano?


  —Aquí está el anciano —dijo Holmes, extendiendo un montón de pelo
  blanco—. Aquí lo tiene. Peluca, patillas, cejas y todo lo demás. Estaba
  convencido de que mi disfraz era bastante bueno, pero no esperaba que
  llegara a superar esta prueba.


  —¡Qué bribón! —exclamó Jones, absolutamente encantado—. Habría podido
  ser actor, y de los buenos. Tenía la tos exacta de un viejo del asilo,
  y esas piernas temblorosas valen diez libras a la semana. Aun así, me
  pareció reconocer el brillo de sus ojos. Ya ve que no es tan fácil
  burlarnos.


  —Llevo todo el día actuando con este disfraz —dijo Holmes, mientras
  encendía un cigarro—. Resulta que ya empieza a conocerme un buen número
  de miembros de la clase criminal, sobre todo desde que a nuestro amigo,
  aquí presente, le dio por publicar algunos de mis casos. Así que ya
  sólo puedo recorrer el sendero de guerra bajo algún disfraz sencillo,
  como éste. ¿Recibió usted mi telegrama? —Sí, por eso he venido.


  —¿Qué tal va progresando su caso?


  —Todo se ha quedado en nada. He tenido que soltar a dos de mis
  detenidos y no hay pruebas contra los otros dos.


  —No se preocupe. Le proporcionaremos otros dos a cambio de ésos. Pero
  tiene usted que ponerse a mis órdenes. Puede usted quedarse con todo el
  crédito oficial, pero tiene que actuar tal como yo le indique. ¿Está de
  acuerdo? —Por completo, si me ayuda a cazar a esos hombres.


  —Muy bien. En primer lugar, necesitaré una lancha rápida de la policía,
  una lancha de vapor, que debe estar en el embarcadero de Westminster a
  las siete en punto.


  —Eso se arregla fácilmente. Siempre hay una por allí. Pero para estar
  seguro puedo cruzar la calle y telefonear.


  —También necesitaré dos hombres fuertes y valientes, por si ofrecen
  resistencia. —Habrá dos o tres en la lancha. ¿Qué más?


  —Cuando atrapemos a los hombres, nos haremos con el tesoro. Creo que
  para este amigo mío sería un placer llevarle personalmente la caja a la
  joven a quien pertenece por derecho la mitad. Que sea ella la primera
  en abrirla. ¿Eh, Watson? —Sería un gran placer para mí.


  —Es un procedimiento bastante irregular —dijo Jones, meneando la
  cabeza—. Sin embargo, el asunto entero es irregular, y supongo que
  tendremos que hacer la vista gorda. Pero luego habrá que entregar el
  tesoro a las autoridades hasta que concluya la investigación oficial.


  —Desde luego. Eso es fácil de arreglar. Una cosa más: me gustaría que
  el propio Jonathan Small me explicara algunos detalles del caso. Ya
  sabe usted que me gusta dejar resueltos mis casos hasta el último
  detalle. ¿Hay alguna objeción a que mantenga una entrevista
  extraoficial con él, aquí en mis habitaciones o en cualquier otro
  lugar, teniéndolo en todo momento convenientemente vigilado?


  —Bueno, usted controla la situación. Aún no tengo ninguna prueba de la
  existencia de ese Jonathan Small, pero si es usted capaz de atraparlo,
  no veo por qué iba a negarme a que hable con él.


  —¿De acuerdo, pues?


  —Por completo. ¿Hay algo más?


  —Sólo que insisto en que cene usted con nosotros. La cena estará lista
  en media hora. Tengo ostras y gallo de bosque, con una buena selección
  de vinos blancos. Watson, usted todavía no ha apreciado mis habilidades
  de ama de casa.


  - 10 -
  Fin del isleño



  Fue una comida muy entretenida. Cuando quería, Holmes podía ser un
  magnífico conversador, y aquella noche estaba bien dispuesto. Parecía
  encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Jamás lo he visto tan
  brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas: autos
  sacramentales, cerámica medieval, violines Stradivarius, el budismo en
  Ceylán, los barcos de guerra del futuro..., tratando cada tema como si
  lo hubiera estudiado a fondo. Su buen humor indicaba que había superado
  la negra depresión de los días anteriores. Athelney Jones resultó ser
  un tipo muy sociable en sus horas de relajación y atacó la cena con el
  aire de un bon vivant. Yo, por mi parte, me sentía excitadísimo al
  pensar que nos acercábamos al final de nuestra empresa y se me contagió
  parte de la alegría de Holmes. Ninguno de los tres hizo la menor
  alusión durante la cena a la causa que nos había reunido.


  Una vez retirado el mantel, Holmes consultó su reloj y llenó tres vasos
  de oporto.


  —Levantemos la copa por el éxito de nuestra pequeña expedición —dijo—.
  Y ahora, ha llegado el momento de ponerse en marcha. ¿Tiene usted
  pistola, Watson? —Tengo mi viejo revólver del ejército en el
  escritorio.


  —Será mejor que lo coja. Conviene ir bien preparados. Veo que el coche
  ya está en la puerta. Encargué que viniera a las seis y media.


  Eran poco más de las siete cuando llegamos al embarcadero de
  Westminster y encontramos la lancha aguardándonos. Holmes la miró con
  ojo crítico. —¿Hay algo que la identifique como una lancha de la
  policía? —Sí, ese farol verde al costado.


  —Pues quítenlo.


  Se efectuó el pequeño cambio, saltamos a bordo y soltamos amarras.
  Jones, Holmes y yo nos sentamos a popa. Había un hombre al timón, otro
  atendiendo las máquinas y dos corpulentos agentes de policía a proa.


  —¿Dónde vamos? —preguntó Jones.


  —A la Torre. Dígales que se detengan enfrente del astillero de
  Jacobinos.


  Se notaba que nuestra embarcación era muy rápida. Adelantábamos a las
  largas hileras de gabarras de carga como si estuvieran paradas. Holmes
  sonrió con satisfacción cuando alcanzamos a un vapor fluvial y lo
  dejamos atrás.


  —Parece que somos capaces de alcanzar cualquier embarcación del río
  —dijo.


  —Bueno, no tanto. Pero no creo que haya muchas que nos ganen.


  —Tenemos que cazar al Aurora, que tiene fama de rápido. Le voy a
  explicar cómo andan las cosas, Watson. ¿Recuerda lo mucho que me
  molestó verme frustrado por un obstáculo tan pequeño?


  —Sí.


  —Pues bien, le concedí a mi cerebro un descanso completo, enfrascándome
  en un análisis químico. Uno de nuestros más grandes estadistas ha dicho
  que el mejor descanso es un cambio de ocupación. Y es verdad. Cuando
  conseguí disolver el hidrocarburo con el que estaba trabajando, volví
  al problema de los Sholto y repasé una vez más todo el asunto. Mis
  muchachos habían mirado río arriba y río abajo sin resultados. La
  lancha no estaba en ningún muelle o embarcadero, y tampoco había
  regresado al suyo. Sin embargo, era muy poco probable que la hubieran
  hundido para borrar sus huellas, aunque siempre cabía esa posibilidad
  si todo lo demás fallaba. Yo sabía que este Small posee un cierto grado
  de astucia de poca monta, pero no lo consideraba capaz de demasiadas
  sutilezas. Eso suele ser consecuencia de una educación superior.
  Entonces se me ocurrió que si Small llevaba bastante tiempo en Londres,
  y tenemos evidencia de que mantenía una vigilancia constante sobre el
  Pabellón Pondicherry, era difícil que pudiera marcharse de buenas a
  primeras; necesitaría algún tiempo, aunque sólo fuera un día, para
  dejar arreglados sus asuntos. En cualquier caso, parecía bastante
  probable.


  —Eso me parece un poco flojo —dije—. Es más probable que hubiera
  arreglado sus asuntos antes de emprender esta expedición.


  —No, yo no lo creo así. Ese cubil suyo era un refugio demasiado valioso
  en caso de necesidad como para abandonarlo antes de estar seguro de que
  podía prescindir de él. Pero hay una segunda consideración que me hizo
  pensar. Jonathan Small tenía que ser consciente de que el extraño
  aspecto de su compañero, por mucho que lo cubriera de ropas, daría que
  hablar a la gente, e incluso era posible que lo relacionaran con la
  tragedia de Norwood. Es lo bastante listo como para darse cuenta de
  eso. Habían salido de su cuartel general al abrigo de la oscuridad, y
  le interesaba estar de vuelta antes de que se hiciera completamente de
  día. Ahora bien, según la señora Smith, eran más de las tres de la
  mañana cuando abordaron la lancha. Una hora más tarde ya habría
  bastante luz y gente levantada. Por lo tanto, me dije, no debieron ir
  muy lejos. Le pagaron bien a Smith para que cerrara la boca, reservaron
  su lancha para la fuga final y se marcharon corriendo a su escondite
  con la caja del tesoro. Al cabo de un par de noches, habiendo tenido
  tiempo para ver qué contaban los periódicos y si se sospechaba algo,
  saldrían en la oscuridad para tomar algún barco en Gravesend o en los
  Downs, donde sin duda ya habían reservado pasajes para América o las
  Colonias. —¿Pero, y la lancha? No podían llevársela a su alojamiento.


  —Claro que no. Yo supuse que, a pesar de su invisibilidad, la lancha no
  debía estar muy lejos. Así que me puse en el lugar de Small y consideré
  el asunto como lo haría un hombre de su capacidad. Probablemente, pensó
  que devolver la lancha o dejarla en un embarcadero facilitaría la
  persecución, en el caso de que la policía le siguiera la pista.


  ¿Cómo podía ocultar la lancha y aun así tenerla a mano cuando la
  necesitara? Me pregunté lo que haría yo si estuviera en su pellejo.
  Sólo se me ocurrió una manera de hacerlo: dejar la lancha en algún
  astillero donde hagan reparaciones, con el encargo de que hicieran
  algún arreglo sin importancia. De este modo, la lancha quedaría
  guardada en alguna nave o cobertizo, perfectamente oculta, y aun así
  podría disponer de ella avisando con unas horas de anticipación.


  —Eso parece bastante sencillo.


  —Son estas cosas tan sencillas las que más fácilmente se pasan por
  alto. En cualquier caso, decidí actuar partiendo de esa idea. Me puse
  en marcha inmediatamente, disfrazado de inofensivo marino, y pregunté
  en todos los astilleros río abajo. No saqué nada de los quince
  primeros, pero en el decimosexto, el de Jacobson, me enteré de que, dos
  días antes, un hombre con pata de palo había llevado allí el Aurora,
  para que hicieran algún ligero arreglo en el timón. «Al timón no le
  pasa nada», me dijo el capataz. «Ahí la tiene, ésa de las rayas rojas.»
  ¿Y quién cree que se presentó en aquel mismo momento? Pues nada menos
  que Mordecai Smith, el propietario desaparecido. Venía en bastante mal
  estado, a causa de la bebida. Como es natural, yo no le habría
  reconocido, pero iba voceando a grito pelado su nombre y el nombre de
  la lancha. «La quiero para esta noche a las ocho», dijo. «A las ocho en
  punto, ¿se entera?. Tengo dos caballeros a los que no les gusta
  esperar.» Estaba claro que le habían pagado bien, porque tenía dinero
  en abundancia y estuvo repartiendo chelines a los hombres. Lo seguí
  durante un trecho, pero se metió en una taberna, así que volví al
  astillero. Por el camino tuve la suerte de encontrarme con uno de mis
  muchachos y lo dejé de guardia, vigilando la lancha. Tiene
  instrucciones de quedarse en la orilla y hacer ondear su pañuelo cuando
  zarpen. Nosotros estaremos al acecho en medio de la corriente y raro
  será que no logremos atrapar a esos hombres, con tesoro y todo.


  —Lo tiene todo muy bien planeado, tanto si son los hombres que buscamos
  como si no —dijo Jones—. Pero si el asunto estuviera en mis manos,
  habría situado un destacamento de policía en el astillero de Jacobson,
  para detenerlos en cuanto aparecieran.


  —Es decir, nunca. Este Small es un individuo bastante listo. Lo más
  probable es que envíe un explorador por delante, y si algo le hace
  recelar, seguirá escondido una semana más.


  —Podría usted haberse pegado a Mordecai Smith, y éste le habría
  conducido al escondite —dije yo.


  —Hacer eso habría sido perder el tiempo. Creo que hay una posibilidad
  entre cien de que Smith sepa dónde viven. Mientras tenga licor y le
  paguen bien, ¿para qué va a hacer preguntas? Ellos le envían mensajes
  diciéndole lo que tiene que hacer. No; he considerado todas las líneas
  de acción posibles y ésta es la mejor.


  Mientras manteníamos esta conversación, habíamos ido pasando bajo la
  larga serie de puentes que cruzan el Támesis.


  Cuando pasábamos ante la City, los últimos rayos de sol daban un brillo
  dorado a la cruz que remata la catedral de San Pablo. Al llegar a la
  Torre ya estaba anocheciendo. —Ése es el astillero de Jacobson —dijo
  Holmes, señalando un bosquecillo de mástiles y aparejos en la orilla de
  Surrey—. Nos moveremos despacio, arriba y abajo, al abrigo de esta
  hilera de barcazas.

  Sacó del bolsillo un par de gemelos y observó la orilla durante un buen
  rato. —Veo a mi centinela en su puesto —comentó—, pero no hay señales
  del pañuelo. —¿Y si avanzamos un poco corriente abajo y los aguardamos?
  —dijo Jones, ansioso. Todos nos sentíamos ansiosos a esas alturas,
  incluso los policías y los fogoneros, que tenían una idea muy vaga de
  lo que estaba ocurriendo.


  —No estamos en condiciones de dar nada por supuesto —respondió Holmes—.
  Desde luego, hay diez posibilidades contra una de que vayan río abajo,
  pero no podemos estar seguros. Desde aquí podemos ver la entrada del
  astillero, y es difícil que ellos nos vean. La noche va a ser clara,
  con bastante luz. Tenemos que quedarnos donde estamos. Miren qué
  hormigueo de gente hay allí enfrente, a la luz de las farolas.


  —Son los obreros del astillero, que salen del trabajo.


  —Tienen una pinta de rufianes lamentable, pero supongo que todos poseen
  una pequeña chispa inmortal oculta en su interior. Nadie lo diría al
  verlos. A priori, no parece probable. ¡Qué extraño enigma es el hombre!


  —Hay quien lo ha descrito como un alma escondida dentro de un animal
  —comenté yo.


  —Winwood Reade ha dicho cosas muy interesantes sobre el tema —dijo
  Holmes—. Asegura que, si bien el individuo es un rompecabezas
  insoluble, cuando forma parte de una multitud se convierte en una
  certeza matemática. Por ejemplo, nunca se puede predecir lo que hará un
  hombre cualquiera, pero se puede decir con exactitud lo que hará la
  población por término medio. Los individuos varían, pero los
  porcentajes se mantienen constantes. Eso dicen los expertos en
  estadística. Pero... ¿es aquello un pañuelo? Sí, se ve algo blanco
  ondear por allí.


  —¡Sí, es su muchacho! —exclamé—. Lo veo perfectamente.


  —¡Y ahí está el Aurora! —exclamó Holmes—. Y corre como un diablo. ¡A
  toda máquina, maquinista! Siga a aquella lancha del farol amarillo. Por
  Dios que no me perdonaré nunca si resulta que nos deja atrás.


  La lancha se había deslizado sin que la viéramos por la entrada del
  astillero y había pasado por detrás de dos o tres embarcaciones
  pequeñas, de manera que ya casi había alcanzado su máxima velocidad
  cuando la vimos. Ahora volaba corriente abajo, muy cerca de la orilla,
  a una velocidad tremenda. Jones la miró con gesto serio y meneó la
  cabeza.


  —Es muy rápida —dijo—. No sé si la alcanzaremos.


  —¡Tenemos que alcanzarla! —gritó Holmes, apretando los dientes—.
  ¡Llenadla a tope, fogoneros! Que dé todo lo que pueda dar de sí. ¡Hay
  que cogerlos aunque quememos la lancha Íbamos ya detrás de ellos a
  buena marcha. Las calderas rugían y las potentes máquinas zumbaban y
  latían como un enorme corazón metálico. La alta y afilada proa cortaba
  las tranquilas aguas del río, formando dos grandes olas a derecha e
  izquierda. A cada palpitación de las máquinas, saltábamos y nos
  estremecíamos como si todos formáramos un organismo vivo. Un gran foco
  amarillo situado a proa proyectaba frente a nosotros un largo y
  tembloroso haz de luz. Más por delante, una mancha oscura sobre el agua
  nos indicaba la posición del Aurora, y la estela de espuma blanca que
  dejaba a su paso hablaba bien a las claras de la velocidad que llevaba.
  Dejamos atrás barcazas, vapores, barcos mercantes, sorteándolos por uno
  y otro lado, pasando por detrás de unos y rodeando otros. Oímos voces
  que nos gritaban desde la oscuridad, pero el Aurora seguía como un
  rayo, y nosotros detrás, pegados a su estela.


  —¡Más carbón, muchachos, más carbón! —gritaba Holmes, asomándose a la
  sala de máquinas, cuyo intenso resplandor iluminaba desde abajo su
  rostro aguileño y ansioso– –. ¡Sacadle toda la presión que podáis!


  —Creo que vamos ganando un poco de terreno —dijo Jones, con los ojos
  fijos en el Aurora.


  —Sí, estoy seguro —dije yo—. La alcanzaremos en unos minutos.


  Pero en aquel momento, como por obra de la fatalidad, un remolcador que
  arrastraba tres barcazas se interpuso entre nosotros. Conseguimos
  evitar la colisión dando un brusco giro al timón, pero antes de que
  pudiéramos rodearlo y recuperar el rumbo, el Aurora nos había sacado
  sus buenas doscientas yardas de ventaja. Aun así, todavía lo teníamos
  al alcance de la vista, y el turbio e incierto crepúsculo se iba
  transformando en una noche clara y estrellada. Llevábamos las calderas
  forzadas al máximo, y el frágil cascarón vibraba y crujía a causa de la
  furiosa energía que nos impulsaba. Recorrimos a toda marcha el Pool,
  dejando atrás el muelle de las Indias Occidentales, bajamos por el
  largo canal de Deptford y lo volvimos a subir después de rodear la isla
  de los Perros. Por fin, la mancha borrosa que veíamos delante fue
  cobrando forma hasta transformarse en la elegante silueta del Aurora.
  Jones dirigió hacia ella nuestro foco, y pudimos ver con claridad las
  figuras que iban en cubierta. Había un hombre sentado a popa, inclinado
  sobre algo negro que llevaba entre las rodillas. A su lado se veía una
  masa oscura, que parecía un perro de Terranova. El muchacho manejaba la
  caña del timón y, recortado contra el resplandor rojo de la máquina,
  pude distinguir al viejo Smith, desnudo de cintura para arriba y
  paleando carbón como si le fuera la vida en ello. Al principio, puede
  que hubieran tenido alguna duda acerca de si verdaderamente los íbamos
  persiguiendo o no, pero ahora que seguíamos cada uno de sus giros y sus
  curvas ya no podía caber duda alguna. A la altura de Greenwich nos
  llevaban una ventaja de unos trescientos pasos. Al llegar a Blackwall,
  ya no eran más que doscientos cincuenta. A lo largo de mi accidentada
  carrera, he perseguido y cazado El Pool es el tramo del Támesis
  comprendido entre el puente de Londres y el puente de Cuckolds. muchos
  animales en muchos países, pero ninguna cacería me había producido una
  excitación tan frenética como la de aquella enloquecida caza del
  hombre, volando Támesis abajo. Poco a poco, metro a metro, les fuimos
  ganando terreno. En el silencio de la noche se oían los jadeos y
  golpeteos de sus máquinas. El hombre de popa seguía agachado sobre la
  cubierta y movía los brazos como si estuviera haciendo algo; de cuando
  en cuando, levantaba la mirada y medía con la vista la distancia que
  aún nos separaba. Nos fuimos acercando más y más. Jones les gritó que
  se detuvieran. Ya sólo nos llevaban cuatro largos de ventaja, y las dos
  lanchas volaban a velocidad de vértigo. Habíamos llegado a un tramo del
  río que estaba despejado, entre Barking Level a un lado y las
  melancólicas marismas de Plumstead al otro. Al oír nuestros gritos, el
  hombre de popa se puso en pie y agitó hacia nosotros los puños
  cerrados, maldiciéndonos con voz chillona y cascada. Era un hombre
  fuerte y corpulento y, al verlo de pie con las piernas separadas, me di
  cuenta de que la pierna derecha, desde la rodilla hasta abajo, no era
  más que un mástil de madera. Como en respuesta a sus gritos estridentes
  y airados, se produjo un movimiento en la masa acurrucada sobre la
  cubierta. Cuando se incorporó, vimos que era un hombrecillo negro, el
  más pequeño que he visto en mi vida, con una cabeza grande y deforme y
  una gran mata de cabellos revueltos y enmarañados. Holmes ya había
  sacado su revólver y yo eché mano al mío nada más ver a aquella
  criatura deforme y salvaje. Estaba envuelto en una especie de capote o
  manta oscura, que sólo dejaba al descubierto su cara; pero aquella cara
  bastaba para quitarle el sueño a cualquiera. Nunca he visto unas
  facciones que expresaran tanta bestialidad y crueldad. Sus ojillos
  brillaban y ardían con luz siniestra y sus gruesos labios se arrugaban,
  dejando a la vista los dientes, que rechinaban y nos hacían muecas con
  una furia casi animal.


  —Si levanta la mano, dispare —dijo Holmes tranquilamente.


  Estábamos ya a un largo de distancia, con nuestra presa casi al alcance
  de la mano. Aún ahora me parece que los estoy viendo a los dos: el
  hombre blanco, de pie, con las piernas separadas, vociferando
  maldiciones; y el diabólico enano, con su rostro espantoso y sus
  afilados dientes amarillos, tirándonos mordiscos a la luz de nuestro
  foco.


  Y fue una suerte que pudiéramos verlo con tanta claridad, porque
  mientras lo mirábamos sacó de debajo de su capote un instrumento de
  madera corto y redondo, parecido a una regla, y se lo llevó a los
  labios. Nuestras dos pistolas dispararon a la vez. El hombre se
  retorció, extendió hacia arriba los brazos y, con una especie de tos
  ahogada, cayó de costado al río.


  En aquel mismo instante, el hombre de la pata de palo se lanzó sobre el
  timón y dio un brusco giro al mismo, dirigiendo la lancha hacia la
  orilla sur, mientras nosotros pasábamos rozando su popa, a unos pocos
  pies de distancia. Sólo tardamos unos segundos en virar tras él, pero
  para entonces ya casi había llegado a la orilla. Era un lugar salvaje y
  desolado: la luz de la luna iluminaba una amplia extensión de marisma,
  con charcas de agua estancada y masas de vegetación en descomposición.
  Con un golpe seco, la lancha encalló en un banco de fango, quedando con
  la proa al aire y la popa al nivel del agua. El fugitivo saltó a
  tierra, pero su pata de palo se hundió por completo en el suelo
  enfangado. Todos sus esfuerzos y contorsiones fueron en vano: le
  resultaba imposible dar un paso, ni hacia delante ni hacia atrás. Gritó
  de rabia e impotencia, y pateó frenéticamente el barro con el otro pie;
  pero lo único que consiguió con sus forcejeos fue clavar aun más su
  ancla de madera en el fango de la orilla. Cuando la lancha llegó hasta
  él, estaba tan firmemente anclado que tuvimos que pasarle una cuerda
  bajo los hombros para desclavarlo e izarlo por la borda, como si
  hubiéramos pescado un pez maligno. Los dos Smith, padre e hijo, se
  habían quedado sentados en su lancha con expresión abatida, pero
  subieron mansamente a bordo de la nuestra cuando se los ordenamos.
  Desembarrancamos el Aurora y lo amarramos a nuestra popa. Sobre su
  cubierta había un sólido cofre de hierro, de artesanía india. No cabía
  duda de que aquella era la caja que contenía el infausto tesoro de los
  Sholto. No tenía llave, pero pesaba muchísimo, así que lo llevamos con
  cuidado a nuestro pequeño camarote. Mientras remontábamos de nuevo el
  río a poca velocidad, enfocamos nuestro proyector en todas direcciones,
  pero no vimos ni rastro del isleño. En algún lugar del fondo del
  Támesis, entre el fango negro, yacen los huesos de aquel extraño
  visitante de nuestras costas.


  —Mire esto —dijo Holmes, señalando la escotilla de madera—. Parece que
  no fuimos lo bastante rápidos con nuestras pistolas.


  Efectivamente, justo detrás de donde nosotros habíamos estado, se había
  clavado uno de aquellos dardos asesinos que conocíamos tan bien. Debió
  pasar zumbando entre nosotros cuando disparamos. Holmes sonrió y se
  encogió de hombros con su característico aire despreocupado, pero yo
  tengo que confesar que me dieron mareos al pensar en la horrible muerte
  que tan cerca de nosotros había pasado aquella noche.


  - 11 -
  El gran tesoro de Agra



  Nuestro prisionero estaba sentado en el camarote, enfrente de la caja
  de hierro por cuya posesión tanto se había esforzado y tanto tiempo
  había aguardado. Era un sujeto curtido por el sol, de mirada temeraria,
  con rasgos de color caoba surcados por una red de líneas y arrugas, que
  daban fe de una vida dura al aire libre. Su mandíbula barbuda era
  particularmente saliente, lo cual indicaba que se trataba de un hombre
  al que no era fácil desviar de sus propósitos. Debía de tener unos
  cincuenta años, más o menos, porque entre sus cabellos negros y
  ensortijados asomaban numerosas mechas grises. Su rostro no resultaba
  desagradable cuando estaba en reposo, aunque sus espesas cejas y su
  agresiva mandíbula le daban, como habíamos tenido ocasión de comprobar,
  una expresión terrible cuando se enfurecía. En aquel momento estaba
  sentado, apoyando en el regazo las manos esposadas y con la cabeza
  caída sobre el pecho, mirando con ojos ansiosos y centelleantes la caja
  que había sido la causa de todas sus fechorías. Me pareció que había
  más pena que rabia en su expresión rígida y controlada. Incluso me miró
  una vez con una especie de brillo divertido en los ojos.


  —Bueno, Jonathan Small —dijo Holmes, encendiendo un cigarro—. Lamento
  que todo haya acabado así.


  —También lo lamento yo, señor —respondió Small con franqueza—. Pero no
  creo que me puedan colgar por esto. Le doy mi palabra, sobre la Biblia,
  de que no levanté la mano contra el señor Sholto. Fue ese pequeño
  diablo de Tonga, que le disparó uno de sus malditos dardos. Yo no
  participé en ello, señor. Me dolió como si se hubiera tratado de un
  pariente mío. Azoté al pequeño diablo con el extremo suelto de la
  cuerda, pero ya estaba hecho y yo no podía remediarlo.


  —Tenga un cigarro —dijo Holmes—. Y lo mejor será que eche un trago de
  este frasco, porque está usted empapado. ¿Cómo esperaba que un hombre
  tan pequeño y débil como ese negro dominara al señor Sholto y lo
  inmovilizara mientras usted trepaba por la cuerda?


  —Parece que sabe usted lo que ocurrió como si hubiera estado allí. La
  verdad es que esperaba encontrar la habitación vacía. Conocía bastante
  bien las costumbres de la casa, y sabía que Sholto solía bajar a cenar
  a aquella hora. No pienso andarme con secretos. Como mejor puedo
  defenderme es diciendo la pura verdad. Eso sí, si se hubiera tratado
  del viejo comandante, no me importaría nada que me ahorcaran por
  haberlo matado. Lo habría acuchillado con la misma tranquilidad con que
  me fumo este cigarro. Pero es una mala faena ir a prisión por la muerte
  de ese joven Sholto, con el que no tenía ninguna cuenta pendiente.


  —Se encuentra usted en manos del inspector Athelney Jones, de Scotland
  Yard. Va a llevarlo a mi domicilio, y le voy a pedir que me cuente toda
  la verdad de lo ocurrido. Le conviene ser sincero, porque si lo es, tal
  vez yo pueda ayudarle. Creo poder demostrar que el veneno actúa con tal
  rapidez que Sholto ya estaba muerto antes de que usted llegara a la
  habitación.

  —Ya lo creo que lo estaba. En la vida me he llevado un susto tan grande
  como cuando entré por la ventana y lo vi sonriéndome con la cabeza
  caída sobre un hombro. Le aseguro que fue un golpe, señor. Habría medio
  matado a Tonga por hacer aquello si no se llega a escabullir.
  Precisamente por eso se dejó olvidada su maza y algunos de sus dardos,
  según me dijo, y apuesto a que fue eso lo que les puso sobre mi pista,
  aunque no me explico cómo pudo seguirla hasta el fin. No le guardo
  rencor por ello, pero no deja de resultar extraño —añadió, con una
  sonrisa de amargura— que yo, que tengo derecho a reclamar parte de una
  fortuna de medio millón, me haya pasado la primera mitad de mi vida
  construyendo una presa en las Andaman y me vaya a pasar la otra mitad
  cavando letrinas en Dartmoor. Fue un día nefasto para mí aquél en que
  puse los ojos sobre el mercader Achmet y entró en mi vida el tesoro de
  Agra, que no ha hecho sino acarrear la perdición de todo aquel que lo
  ha poseído. A Achmet le causó la muerte; al mayor Sholto, miedo y
  remordimientos; y a mí, la esclavitud durante toda una vida.


  En aquel momento, Athelney Jones asomó la cara y los hombros al
  interior del pequeño camarote.


  —Parece una reunión familiar —comentó—. Creo que voy a echar un trago
  de ese frasco, Holmes. Bueno, me parece que podemos felicitarnos. Es
  una pena que no cogiéramos vivo al otro, pero no había elección. La
  verdad, Holmes, hay que reconocer que la cosa ha salido bien por los
  pelos. Un poco más y se nos escapan.


  —Bien está lo que bien acaba —dijo Holmes—. Pero lo cierto es que no
  sospechaba que el Aurora fuera tan rápido.


  —Smith asegura que es una de las lanchas más rápidas del río, y que si
  hubiera tenido a alguien que le ayudara con las máquinas, jamás la
  habríamos alcanzado. También jura que no sabía nada del asunto de
  Norwood.


  —Y dice la verdad —exclamó nuestro prisionero—. No sabía ni una
  palabra. Elegí su lancha porque había oído decir que volaba. No le
  dijimos nada, pero le pagamos bien, y habría recibido una espléndida
  gratificación si hubiéramos llegado a nuestro barco, el Esmeralda, que
  zarpa de Gravesend con rumbo a Brasil.


  —Bueno, si no ha hecho nada malo, ya nos ocuparemos de que nada malo le
  ocurra. Nos damos bastante prisa en atrapar a nuestros hombres, pero no
  tanta en condenarlos. Tenía gracia la manera en que aquel engreído de
  Jones empezaba ya a darse aires de importancia por la captura. Por la
  leve sonrisa que asomó al rostro de Sherlock Holmes, comprendí que no
  le habían pasado inadvertidas aquellas palabras.


  —Estamos a punto de llegar al puente de Vauxhall —dijo Jones—. Allí
  desembarcaremos al doctor Watson con la caja del tesoro. No hace falta
  que le diga que asumo una gran responsabilidad al hacer esto. Es algo
  muy irregular, pero un trato es un trato. No obstante, dado el valor
  del cargamento, tengo el deber de hacer que le acompañe un inspector.
  Irá en coche, ¿verdad? —Sí, en coche.


  —Es una pena que no tengamos la llave para hacer antes un inventario.
  Tendrán ustedes que forzar el cierre. ¿Dónde está la llave, señor mío?
  —En el fondo del río —respondió Small escuetamente.


  —¡Hum! No sé por qué tenía que causarnos esta dificultad innecesaria.
  Bastantes problemas nos ha ocasionado ya. En fin, doctor, no hace falta
  que le advierta que tenga cuidado. Lleve después la caja al apartamento
  de Baker Street. Allí nos encontrará, camino de la comisaría.


  Desembarqué en Vauxhall, con la pesada caja de hierro y en compañía de
  un inspector campechano y simpático. Un coche nos llevó en un cuarto de
  hora a casa de la señora de Cecil Forrester. La sirvienta parecía
  sorprendida de que llegara una visita tan tarde. Nos explicó que la
  señora Forrester había salido y era probable que regresara muy tarde.


  Pero la señorita Morstan sí que estaba en la sala de estar, y a la sala
  me fui, con la caja en la mano, dejando al considerado inspector en el
  coche.


  Mary Morstan estaba sentada junto a una ventana abierta, con un vestido
  de algún tejido diáfano y blanco, con ligeros toques escarlatas en el
  cuello y la cintura. La suave luz de una lámpara de pantalla caía sobre
  la figura recostada en un sillón de mimbre, creando efectos en su
  rostro dulce y serio y arrancando apagados brillos metálicos a los
  hermosos rizos de su espléndida cabellera. Un brazo blanco y su mano
  colgaban al costado del sillón, y toda su figura y su actitud denotaban
  una profunda melancolía. Sin embargo, al oír mis pisadas se puso en pie
  de un salto y un vivo rubor de sorpresa y placer coloreó sus pálidas
  mejillas.


  —Oí que se detenía un coche —dijo— y pensé que era la señora Forrester,
  que regresaba antes de lo previsto, pero no imaginaba que pudiera ser
  usted. ¿Qué noticias me trae?


  —Le traigo algo mejor que noticias —dije, poniendo la caja sobre la
  mesa y hablando en tono animado y jovial, aunque por dentro tenía el
  corazón encogido—. Le he traído algo que vale más que todas las
  noticias del mundo. Le he traído una fortuna. Ella miró la caja de
  hierro.


  —¿De modo que ése es el tesoro? —preguntó con bastante frialdad.


  —Sí, el gran tesoro de Agra. La mitad es suya, y la otra mitad de
  Thaddeus Sholto. Les tocarán unas doscientas mil libras a cada uno.
  ¡Piense en eso! Una renta anual de diez mil libras. Habrá pocas
  muchachas más ricas en Inglaterra. ¿No es estupendo?


  Es bastante posible que me excediera en mis manifestaciones de alegría
  y que ella detectara un tonillo falso en mis felicitaciones, porque vi
  que alzaba un poco las cejas y me miraba con curiosidad.


  —Si lo he conseguido —dijo—, ha sido gracias a usted.


  —No, no —respondí—. A mí, no. Gracias a mi amigo Sherlock Holmes.
  Aunque hubiera puesto en ello toda mi voluntad, yo jamás habría podido
  seguir un rastro que incluso ha puesto a prueba su genio analítico. Lo
  cierto es que casi se nos escapan en el último momento.


  —Por favor, siéntese y cuéntemelo todo, doctor Watson —dijo ella.


  Le relaté en pocas palabras lo ocurrido desde la última vez que la vi:
  el nuevo método de búsqueda empleado por Holmes, la localización del
  Aurora, la aparición de Athelney Jones, nuestra expedición nocturna y
  la frenética persecución Támesis abajo. Ella escuchaba la narración de
  nuestras aventuras con los labios entreabiertos y los ojos brillantes.
  Cuando mencioné el dardo que nos había fallado por tan poco, se puso
  tan pálida que temí que estuviera a punto de desmayarse.


  —No es nada —dijo, mientras yo me apresuraba a servirle un poco de
  agua—. Ya estoy bien. Es que me horroriza saber que he puesto a mis
  amigos en un peligro tan espantoso.


  —Eso ya terminó —respondí—. No tuvo importancia. Ya no le contaré más
  detalles macabros. Pensemos en algo más alegre. Aquí está el tesoro.
  ¿Puede existir algo más alegre? Conseguí que me autorizaran a traerlo
  aquí, porque pensé que le interesaría ser la primera en verlo.


  —Me interesa muchísimo —dijo.

  Pero no había ningún entusiasmo en su voz. Estaba claro que consideraba
  que habría sido una descortesía por su parte mostrarse indiferente ante
  un premio que tanto había costado ganar.


  —¡Qué caja tan bonita! —dijo, inclinándose sobre ella—. Hecha en la
  India, supongo.


  —Sí, artesanía de Benarés.


  —¡Y cuánto pesa! —exclamó, intentando levantarla—. La caja sola ya debe
  valer algo. ¿Y la llave?


  —Small la tiró al Támesis —respondí—. Tendré que usar este atizador de
  la señora Forrester.


  En la parte delantera de la caja había un pasador ancho y grueso con la
  forma de un Buda sentado. Metí el extremo del atizador por debajo e
  hice palanca hacia fuera. El pasador saltó con un fuerte chasquido.
  Levanté la tapa con dedos temblorosos y los dos nos quedamos mirando
  atónitos. ¡La caja estaba vacía!


  No era de extrañar que pesara tanto. Las planchas de hierro medían más
  de centímetro y medio de espesor. Era un cofre sólido, bien construido
  y resistente, como si lo hubieran fabricado expresamente para
  transportar objetos de gran valor, pero en su interior no había ni
  rastro de joyas o metales preciosos. Estaba completa y absolutamente
  vacío.


  —El tesoro ha desaparecido —dijo la señorita Morstan tranquilamente.


  Al oír aquellas palabras y darme cuenta de lo que significaban, me
  pareció que en mi alma se disipaba una enorme sombra. Hasta aquel
  momento, cuando por fin se hubo esfumado, no me había dado cuenta de
  hasta qué punto me había tenido abrumado aquel tesoro de Agra. Sin duda
  aquello era egoísta, desleal, injusto, pero lo único que yo veía era
  que había desaparecido la barrera de oro que nos separaba. —¡Gracias a
  Dios! —exclamé.


  Ella me miró con una rápida e inquisitiva sonrisa.


  —¿Por qué dice eso? —preguntó.


  —Porque ahora está usted otra vez a mi alcance —dije, tomándola de la
  mano. Ella no la retiró—. Porque la amo, Mary, con toda la fuerza con
  que un hombre puede amar a una mujer. Porque este tesoro, estas
  riquezas, tenían sellados mis labios. Ahora que han desaparecido puedo
  decirle cuánto la amo. Por eso exclamé «Gracias a Dios». —Entonces, yo
  también digo «Gracias a Dios» —susurró, mientras yo la atraía hacia mí.


  Y supe que, aunque alguien hubiera perdido un tesoro aquella noche, yo
  había encontrado el mío.


  - 12 -
  La extraña historia de Jonathan Small



  Aquel inspector que se había quedado en el coche era un hombre muy
  paciente, porque transcurrió bastante rato antes de que me reuniera con
  él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja vacía.


  —Adiós a la recompensa —dijo en tono abatido—. Si no hay dinero, no hay
  paga. Si el tesoro hubiera estado ahí, el trabajo de esta noche nos
  habría valido a Sam Brown y a mí diez libras por cabeza.


  —El señor Thaddeus Sholto es rico —dije—. Él se ocupará de que sean
  recompensados, con tesoro o sin él.


  Pero el inspector negó con la cabeza en un gesto de desaliento.


  —Un mal trabajo —repitió—. Y lo mismo pensará Athelney Jones.


  Su predicción resultó acertada, porque el policía se quedó
  completamente pálido cuando llegué a Baker Street y le mostré la caja
  vacía. Holmes, el detenido y él acababan de llegar, porque habían
  cambiado de plan por el camino y habían ido a informar a una comisaría.
  Mi compañero estaba arrellanado en su butaca con su habitual expresión
  de indiferencia, y Small se sentaba impasible frente a él, con la pata
  de palo cruzada sobre la pierna buena. Cuando presenté la caja vacía,
  se echó hacia atrás en su asiento y soltó una carcajada.


  —Esto es obra suya, Small —dijo Athelney Jones, furioso.


  —Sí, yo lo tiré donde ustedes jamás podrán echarle mano —exclamó
  alborozado—. El tesoro era mío, y si no puedo quedarme con él, ya
  pondré buen cuidado de que no se lo quede ningún otro. Les aseguro que
  ningún ser viviente tiene derecho a él, con excepción de tres hombres
  que cumplen condena en el presidio de Andaman y de mí mismo. Me consta
  que yo ya no podré aprovecharlo, y sé que ellos tampoco. En todo
  momento he actuado en su nombre, tanto como en el mío propio. Siempre
  hemos sido fieles al signo de los cuatro. Pues bien, sé que ellos
  habrían querido que hiciera lo que he hecho: arrojar el tesoro al
  Támesis antes que permitir que se lo quedasen los amigos y familiares
  de Sholto o de Morstan. No le hicimos a Achmet lo que le hicimos para
  enriquecerlos a ellos. Encontrarán ustedes el tesoro en el mismo sitio
  que la llave y que al pobre Tonga. Cuando vi que su lancha nos iba a
  alcanzar, escondí el botín en lugar seguro. No hay rupias para ustedes
  en este viaje.


  —Usted nos quiere engañar, Small —dijo Athelney Jones en tono firme—.
  Si hubiera querido tirar el tesoro al Támesis, le habría resultado más
  fácil tirarlo con caja y todo. —Más fácil para mí tirarlo, y más fácil
  para ustedes recuperarlo —respondió Small, con una astuta mirada de
  soslayo—. Un hombre lo bastante listo como para seguirme la pista tiene
  que ser también lo bastante listo como para sacar una caja de hierro
  del fondo de un río. Pero ahora que las joyas están esparcidas a lo
  largo de unas cinco millas, puede que le resulte más difícil. La verdad
  es que me rompió el corazón tirarlas. Estaba medio loco cuando ustedes
  nos alcanzaron. Pero de nada sirve lamentarse. He pasado buenos y malos
  momentos en mi vida, pero he aprendido a no arrepentirme de nada. —Éste
  es un asunto muy serio, Small —dijo el inspector—. Si hubiera usted
  ayudado a la justicia, en lugar de burlarla de este modo, habría tenido
  más posibilidades a favor en su juicio.


  —¡La justicia! —se burló el expresidiario—. ¡Bonita justicia! ¿A quién
  pertenecía ese botín sino a nosotros? ¿Dónde está la justicia en que se
  lo regale a quien no ha hecho nada por ganárselo? ¡Miren cómo me lo
  gané yo! Veinte largos años en aquel pantano plagado de fiebres,
  trabajando todo el día en los manglares y encadenado toda la noche en
  las mugrientas barracas de los presos, comido por los mosquitos,
  atormentado por la fiebre intermitente, sufriendo los abusos de todos
  aquellos malditos policías negros, encantados de poder ajustarle las
  cuentas a un blanco. Así me gané el tesoro de Agra, ¡y ustedes me
  hablan de justicia porque no puedo soportar la idea de haber pagado
  este precio sólo para que otro lo disfrute! Antes me dejaría colgar una
  docena de veces, o que me clavaran en la piel uno de los dardos de
  Tonga, que vivir en una celda de la cárcel sabiendo que otro vive
  cómodamente en un palacio con el dinero que debería haber sido mío.


  Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y todo este discurso
  lo soltó en un furioso torbellino de palabras, con los ojos echando
  llamas y haciendo chocar las esposas con los apasionados movimientos de
  sus manos. Al contemplar la furia y el ardor de aquel hombre, comprendí
  que no era nada infundado ni ridículo el terror que se había apoderado
  del mayor Sholto al enterarse de que el agraviado presidiario le seguía
  la pista.


  —Olvida usted que no sabemos nada de todo eso —dijo Holmes
  tranquilamente—. No conocemos su historia y no podemos decir hasta qué
  punto pudo estar la justicia de su parte en un principio.


  —Mire, señor, usted me habla con mucha amabilidad, aunque me doy
  perfecta cuenta de que es a usted a quien debo estos grilletes que
  llevo en las muñecas. Aun así, no le guardo rencor por ello. Ha jugado
  limpio, con las cartas encima de la mesa. Si quiere escuchar mi
  historia, no tengo ningún motivo para callármela. Lo que le voy a
  contar es la pura verdad, hasta la última palabra. Gracias, puede dejar
  el vaso aquí, a mi lado, y arrimaré los labios si tengo sed.


  Yo soy de Worcestershire, nacido cerca de Pershore. Apuesto a que si se
  pasan por allí, encuentran un montón de gente apellidada Small. Muchas
  veces he pensado en ir a echar un vistazo por allá, pero la verdad es
  que nunca fui un motivo de orgullo para la familia, y dudo de que se
  alegraran mucho de verme. Son todos gente respetable, que va a la
  iglesia, pequeños granjeros, conocidos y respetados en toda la región,
  y yo siempre fui un bala perdida. Por fin, cuando tenía unos dieciocho
  años, dejé de causarles problemas, porque me metí en un lío por culpa
  de una chica y la única manera que encontré de salir fue aceptando el
  salario de la reina, alistándome en el Tercero de Casacas Amarillas,
  que estaba a punto de partir hacia la India.


  Sin embargo, no estaba destinado a ser soldado mucho tiempo. Apenas
  había aprendido el paso de la oca y el manejo del mosquete cuando
  cometí la tontería de ponerme a nadar en el Ganges. Tuve la suerte de
  que John Holder, el sargento de mi compañía, que era uno de los mejores
  nadadores de todo el ejército, estuviera también en el agua en aquel
  momento. Cuando estaba en medio del río, un cocodrilo me atacó y me
  arrancó la pierna derecha tan limpiamente como lo habría hecho un
  cirujano. Con el susto y la pérdida de sangre, me desmayé, y me habría
  ahogado si Holder no me hubiera sostenido y llevado a la orilla. Pasé
  cinco meses en el hospital y cuando por fin pude salir renqueando con
  esta pata de palo sujeta al muñón, me encontré dado de baja en el
  ejército e incapacitado para cualquier ocupación activa.


  Como podrán imaginar, aquello fue un golpe muy duro: sin haber cumplido
  aún los veinte años, me veía convertido en un inválido. No obstante, al
  poco tiempo mi desgracia resultó ser una bendición disfrazada. Un
  hombre llamado Abel White, que se había establecido allí para cultivar
  añíl, buscaba un capataz que supervisara a sus peones y se ocupara de
  que trabajaran. Dio la casualidad de que era amigo de nuestro coronel,
  el cual se había interesado por mí desde mi accidente. Para abreviar la
  historia, el coronel me recomendó encarecidamente para el puesto y,
  como la mayor parte del trabajo se hacía a caballo, mi pierna no era un
  grave inconveniente porque me sujetaba perfectamente a la silla con la
  rodilla. Lo que tenía que hacer era recorrer la plantación, vigilar a
  los hombres durante el trabajo y dar parte de los holgazanes. La paga
  era buena, tenía un alojamiento confortable y, en general, me daba por
  satisfecho con pasar el resto de mi vida en una plantación de añil. El
  señor Abel White era un hombre amable y se pasaba con frecuencia por mi
  cabaña a fumar una pipa conmigo, porque en aquellos lugares los hombres
  blancos se tratan unos a otros con mucha más consideración que aquí en
  su país.


  Pero la buena suerte nunca me duró mucho. De pronto, sin una señal de
  advertencia, nos cayó encima la gran rebelión. Un mes antes, la India
  parecía tan tranquila y pacífica como Surrey o Kent; al mes siguiente
  había doscientos mil diablos negros sueltos por allí, y el país era un
  completo infierno.


  Pero ustedes, caballeros, ya deben saber todo esto..., probablemente,
  mejor que yo, porque nunca fui muy aficionado a la lectura. Yo sólo sé
  lo que vi con mis propios ojos. Nuestra plantación se encontraba en un
  lugar llamado Muttra, cerca de la frontera de las provincias del
  noroeste. Noche tras noche, el cielo entero se iluminaba con las llamas
  de los búngalos incendiados, y día tras día veíamos pasar por nuestras
  tierras pequeños grupos de europeos con sus mujeres y niños, que se
  dirigían hacia Agra, donde se encontraba la guarnición más cercana.


  El señor Abel White era un hombre obstinado. Se le había metido en la
  cabeza que estaban exagerando el asunto y que la insurrección se
  extinguiría tan de golpe como había estallado. Y se quedó sentado en su
  terraza, bebiendo vasos de whisky con soda y fumando puros, mientras el
  país ardía a su alrededor. Como es natural, Dawson y yo nos quedamos
  con él. Dawson vivía con su mujer y se encargaba de llevar los libros y
  la administración. Y un buen día llegó la catástrofe. Yo había estado
  en una plantación bastante alejada y al atardecer cabalgaba despacio
  hacia la casa, cuando mis ojos se fijaron en un bulto informe que yacía
  en el fondo de una hondonada. Descendí a caballo para ver lo que era y
  se me heló el corazón al descubrir que se trataba de la mujer de
  Dawson, cortada en tiras y medio devorada por los chacales y perros
  salvajes. Un poco más adelante, en la carretera, estaba el propio
  Dawson caído de bruces y completamente muerto, con un revólver vacío en
  la mano y cuatro cipayos tendidos uno sobre otro delante de él. Tiré de
  las riendas de mi caballo, preguntándome hacia dónde debía dirigirme;
  pero en aquel momento vi una espesa columna de humo que se elevaba del
  búngalo de Abel White, de cuyo tejado empezaban a surgir llamas.
  Comprendí que ya no podía hacer nada por mi patrón, y que interviniendo
  no lograría más que perder yo también la vida. Desde donde me
  encontraba podía ver cientos de aquellos demonios morenos, todavía
  vestidos con sus casacas rojas, bailando y aullando en torno a la casa
  en llamas. Algunos señalaron hacia mí y un par de balas pasaron
  silbando junto a mi cabeza; así que emprendí la huida a través de los
  arrozales y aquella misma noche me puse a salvo dentro de los muros de
  Agra.


  Sin embargo, pronto quedó claro que allí tampoco se estaba muy seguro.
  El país entero estaba revuelto como un enjambre de abejas. Allí donde
  los ingleses conseguían reunirse en pequeños grupos, podían mantener el
  terreno justo hasta donde alcanzaban sus fusiles. En todos los demás
  sitios eran fugitivos indefensos. Fue una lucha de millones contra
  centenares; y lo más sangrante del asunto era que aquellos hombres
  contra los que luchábamos, infantería, caballería y artillería, eran
  nuestras propias tropas selectas, soldados a los que habíamos enseñado
  y preparado nosotros, que manejaban nuestras propias armas y utilizaban
  nuestros propios toques de corneta. En Agra estaban el Tercero de
  Fusileros Bengalíes, algunos sikhs, dos compañías de caballería y una
  batería de artillería. Se había formado también un cuerpo voluntario de
  empleados y comerciantes, y a él me incorporé con mi pata de palo y
  todo. A principios de julio hicimos una salida para enfrentarnos con
  los rebeldes en Shahgunge, y los hicimos retroceder por algún tiempo,
  pero se nos acabó la pólvora y tuvimos que volver a refugiarnos en la
  ciudad.


  De todas partes nos llegaban las peores noticias, lo cual no es de
  extrañar, porque si miran ustedes el mapa verán que nos encontrábamos
  en el corazón mismo del conflicto. Lucknow está a poco más de cien
  millas al Este, y Kanpur aproximadamente a la misma distancia por el
  Sur. En cualquier dirección de la brújula no había más que torturas,
  matanzas y atrocidades.


  Agra es una gran ciudad, en la que proliferan toda clase de fanáticos y
  feroces adoradores del demonio. Nuestro puñado de hombres habría estado
  perdido en sus estrechas y tortuosas calles. Así pues, nuestro jefe
  decidió cruzar el río y tomar posiciones en el viejo fuerte de Agra. No
  sé si alguno de ustedes, caballeros, habrá leído u oído algo acerca de
  aquel viejo fuerte. Es un sitio muy extraño..., el más extraño que he
  visto, y eso que he estado en rincones de los más raros. En primer
  lugar, tiene un tamaño enorme. Yo creo que el recinto debe abarcar
  varias hectáreas. Hay una parte moderna, donde se instaló toda la
  guarnición, las mujeres, los niños, las provisiones y todo lo demás, y
  aún sobraba cantidad de sitio. Pero la parte moderna no es nada,
  comparada con el tamaño de la parte vieja, donde no iba nadie, y que
  había quedado abandonada a los escorpiones y los cienpiés. Está toda
  llena de grandes salas vacías, pasadizos tortuosos y largos pasillos
  que tuercen a un lado y a otro, de manera que es bastante fácil
  perderse allí. Por está razón, casi nunca se metía nadie por aquella
  parte, aunque de vez en cuando se enviaba un grupo con antorchas a
  explorar.


  El río pasa por la parte de delante del viejo fuerte, que así queda
  protegida, pero por los lados y por detrás hay muchas puertas y,
  naturalmente, había que vigilarlas, tanto en la parte vieja como en la
  que ocupaban nuestras tropas. Andábamos escasos de personal y apenas
  disponíamos de hombres suficientes para controlar las esquinas del
  edificio y atender los cañones. Así pues, nos resultaba imposible
  montar una fuerte guardia en cada una de las innumerables puertas. Lo
  que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central en medio del
  fuerte y dejar cada puerta a cargo de un hombre blanco y dos o tres
  nativos. A mí me escogieron para vigilar durante ciertas horas de la
  noche una puertecilla aislada, en la fachada sudoeste del edificio.
  Pusieron bajo mi mando a dos soldados sikhs y se me ordenó que si
  ocurría algo disparase mi mosquete, asegurándome que inmediatamente
  llegaría ayuda desde el cuerpo de guardia central. Pero como el cuerpo
  de guardia se encontraba a sus buenos doscientos pasos de distancia, y
  el espacio intermedio estaba formado por un laberinto de pasadizos y
  corredores, yo tenía grandes dudas de que la ayuda pudiera llegar a
  tiempo en caso de un verdadero ataque.


  La verdad es que yo me sentía bastante orgulloso de que me hubieran
  confiado aquella pequeña posición de mando, siendo como era un recluta
  sin experiencia, y encima cojo. Durante dos noches monté guardia con
  mis punjabíes. Eran unos tipos altos y de aspecto feroz, llamados
  Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos combatientes que habían
  empuñado las armas contra nosotros en Chilian Wallah. Hablaban inglés
  bastante bien, pero yo apenas pude arrancarles unas pocas palabras.
  Preferían quedarse juntos y charlar toda la noche en su extraña jerga
  sikh. Yo solía situarme fuera de la puerta, contemplando el ancho y
  ondulante río y el centelleo de las luces de la gran ciudad. El
  redoblar de los tambores, el batir de los timbales y los gritos y
  alaridos de los rebeldes, ebrios de opio y de bhang, bastaban para que
  nos acordáramos durante toda la noche de los peligrosos vecinos que
  teníamos al otro lado del río. Cada dos horas, el oficial de noche
  recorría todos los puestos de guardia para asegurarse de que todo iba
  bien.


  La tercera noche de mi guardia era oscura y tenebrosa, con una fina y
  pertinaz llovizna. Era un verdadero fastidio permanecer hora tras hora
  en la puerta con aquel tiempo. Intenté una y otra vez hacer hablar a
  mis sikhs, pero sin mucho éxito. A las dos de la madrugada pasó la
  ronda, rompiendo por un momento la monotonía de la noche. Viendo que
  resultaba imposible entablar conversación con mis compañeros, saqué mi
  pipa y dejé a un lado el mosquete para encender una cerilla. Al
  instante, los dos sikhs cayeron sobre mí. Uno de ellos se apoderó de mi
  fusil y me apuntó con él a la cabeza, mientras el otro me aplicaba un
  enorme cuchillo a la garganta y juraba entre dientes que me lo clavaría
  si me movía un paso.


  Lo primero que pensé fue que aquellos hombres estaban confabulados con
  los rebeldes y que aquello era el comienzo de un asalto. Si nuestra
  puerta caía en manos de los cipayos, todo el fuerte caería, y las
  mujeres y niños recibirían el mismo tratamiento que en Kanpur. Es
  posible que ustedes, caballeros, crean que pretendo darme importancia,
  pero les doy mi palabra de que cuando pensé aquello, a pesar de sentir
  en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la boca con la intención de
  dar un grito, aunque fuera el último de mi vida, para alertar a la
  guardia principal. El hombre que me sujetaba pareció leer mis
  pensamientos, porque cuando yo tomaba aliento susurró: «No hagas ningún
  ruido. El fuerte está seguro. No hay perros rebeldes a este lado del
  río.» Se notaba en su voz que decía la verdad, y supe que si levantaba
  la voz era hombre muerto. Podía leerlo en los ojos castaños de aquel
  hombre. Así que aguardé en silencio, hasta enterarme de lo que querían
  de mí.


  —Escúchame, sahib—dijo el más alto y feroz de los dos, al que llamaban
  Abdullah Khan—. O te pones de nuestra parte ahora mismo o tendremos que
  hacerte callar para siempre. El riesgo que corremos es demasiado grande
  para que vacilemos. O te unes a nosotros en cuerpo y alma, jurando
  sobre la cruz de los cristianos, o esta noche tu cuerpo irá a parar al
  foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde.
  No hay término medio. ¿Qué eliges, la vida o la muerte? Sólo podemos
  darte tres minutos para decidir, porque el tiempo corre y todo tiene
  que hacerse antes de que vuelva a pasar la ronda.


  —¿Cómo puedo decidir? —dije—. No me habéis explicado lo que queréis de
  mí. Pero os aseguro desde ahora que si es algo contra la seguridad del
  fuerte, no quiero saber nada del asunto y podéis clavarme el cuchillo
  en cuanto queráis.


  —No se trata de nada contra el fuerte —dijo él—. Sólo te pedimos que
  hagas lo que todos tus compatriotas vienen a hacer a esta tierra. Te
  proponemos que te hagas rico. Si te unes a nosotros esta noche, te
  juramos sobre este cuchillo desenvainado, y con el triple juramento que
  ningún sikh ha roto jamás, que tendrás tu parte equitativa del botín.
  Una cuarta parte del tesoro será tuya. No podemos hacer una oferta más
  justa.


  —Pero ¿de qué tesoro me hablas? —pregunté—. Estoy tan dispuesto a
  hacerme rico como podáis estarlo vosotros, pero tenéis que decirme cómo
  vamos a lograrlo. —Entonces, ¿estás dispuesto a jurar por los huesos de
  tu padre, por el honor de tu madre, por la cruz de tu religión, que no
  levantarás la mano ni dirás una palabra contra nosotros, ni ahora ni
  después?


  —Lo juraré —dije—, siempre que el fuerte no corra peligro.


  —En tal caso, mi compañero y yo juraremos que tendrás una cuarta parte
  del tesoro, que dividiremos a partes iguales entre nosotros cuatro. —No
  somos más que tres —dije yo.


  —No. Dost Akbar debe recibir su parte. Te contaremos la historia
  mientras lo esperamos. Quédate en la puerta, Mahomet Singh, y avisa
  cuando lleguen. El asunto es el siguiente, sahib, y te lo cuento porque
  sé que los feringhees se sienten obligados por sus juramentos y que
  podemos confiar en ti. Si fueras un embustero hindú, aunque hubieras
  jurado por todos los dioses de sus falsos templos, tu sangre habría
  corrido por mi cuchillo y tu cuerpo estaría ya en el agua. Pero los
  sikhs conocemos a los ingleses y los ingleses conocen a los sikhs.
  Escucha, pues, lo que voy a decirte.


  En las provincias del Norte hay un rajá que posee muchas riquezas,
  aunque sus tierras son pequeñas. Gran parte la heredó de su padre, y
  mucho más lo reunió él mismo, porque es un hombre de carácter ruin, más
  propenso a acaparar oro que a gastarlo. Cuando estalló la revuelta,
  quiso estar a bien con el león y con el tigre, con los cipayos y con el
  gobierno de la Compañía. Sin embargo, poco después empezó a creer que
  se acercaba el fin de los hombres blancos, porque las noticias que le
  llegaban de todas partes no hablaban más que de su muerte y su derrota.
  Aun así, como era hombre precavido, trazó sus planes de manera que,
  pasara lo que pasara, le quedara al menos la mitad de su tesoro. Todo
  el oro y la plata los guardó consigo en las bóvedas de su palacio; pero
  las piedras más preciosas y las perlas más perfectas que poseía las
  metió en un cofre de hierro y se las confió a un sirviente de
  confianza, para que éste, disfrazado de mercader, las trajera a la
  fortaleza de Agra, donde estarían a salvo hasta que vuelva a haber paz.
  Así, si triunfan los rebeldes, él conservará su dinero; pero si vence
  la Compañía, salvará sus joyas. Después de dividir así su tesoro, se
  sumó a la causa de los cipayos, porque éstos eran los más fuertes en
  torno a sus fronteras. Fíjate, sahib, en que al hacer esto, su
  propiedad se convierte en botín legítimo de los que se han mantenido
  leales. Este falso mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se
  encuentra ahora en la ciudad de Agra y pretende entrar en el fuerte.
  Lleva como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que
  conoce su secreto. Dost Akbar le ha prometido guiarle esta noche a una
  puerta lateral del fuerte, y ha elegido ésta para sus propósitos. Está
  a punto de llegar, y aquí nos encontrará a Mahomet Singh y a mí
  aguardándolo. Es un lugar solitario y nadie se enterará de su llegada.
  El mundo no volverá a saber del mercader Achmet, pero el gran tesoro
  del rajá se dividirá entre nosotros. ¿Qué dices a eso, sahib?


  En Worcestershire, la vida de un hombre parece algo importante y
  sagrado; pero la cosa es muy diferente cuando estás rodeado de fuego y
  sangre y te has acostumbrado a tropezar con la muerte en cada esquina.
  Que Achmet el mercader viviera o muriera me tenía completamente sin
  cuidado, pero al oír hablar del tesoro se me había animado el corazón y
  pensé en lo que podría hacer con él en mi tierra, en la cara que
  pondría mi familia al ver que el vástago inútil regresaba con los
  bolsillos repletos de monedas de oro. Así que ya había tomado mi
  decisión. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que aún vacilaba,
  insistió todavía un poco más.


  —Ten en cuenta, sahib —dijo—, que si este hombre cae en manos del
  comandante, éste le hará ahorcar o fusilar, y sus joyas pasarán a poder
  del Gobierno, sin que nadie salga ganando ni una rupia. Pues bien, si
  lo atrapamos nosotros, ¿por qué no íbamos a hacer también lo demás? Las
  joyas estarán igual de bien con nosotros que en las arcas de la
  Compañía. Hay suficiente para convertirnos a los cuatro en hombres
  ricos y poderosos. Nadie sabrá nada del asunto, porque estamos aislados
  de todos. ¿Puede haber una oportunidad mejor? Así pues, sahib, dime
  otra vez si estás con nosotros o si debemos considerarte como un
  enemigo.


  —Estoy con vosotros en cuerpo y alma —dije.


  —Está bien —respondió él, devolviéndome mi fusil—. Ya ves que nos
  fiamos de ti, porque creemos que, igual que nosotros, no faltarás a tu
  palabra. Ahora sólo tenemos que esperar a que lleguen mi hermano y el
  mercader. —¿Sabe tu hermano lo que vais a hacer? —pregunté.


  —El plan es suyo. Él lo ha ideado. Vamos a la puerta a montar guardia
  junto a Mahomet Singh.


  La lluvia seguía cayendo insistentemente, porque nos encontrábamos al
  comienzo de la estación lluviosa. Densas y oscuras nubes cruzaban por
  el cielo y resultaba difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante
  de nuestra puerta se abría un profundo foso, pero estaba casi seco por
  algunos lugares y era fácil cruzarlo. Me parecía extraño encontrarme
  allí con aquellos dos feroces punjabíes, aguardando a un hombre que se
  encaminaba hacia la muerte.


  De pronto, mis ojos captaron el brillo de una linterna sorda al otro
  lado del foso. Desapareció entre los montículos de tierra y volvió a
  aparecer, acercándose despacio a nuestra posición.


  —¡Ahí están!—exclamé.


  —Tú les darás el alto, sahib, como de costumbre —susurró Abdullah—. Que
  no sospeche nada. Envíalo adentro con nosotros y nosotros haremos el
  resto mientras tú te quedas aquí de guardia. Ten preparada la linterna,
  para estar seguros de que es nuestro hombre.


  La vacilante luz continuaba acercándose, deteniéndose unas veces y
  avanzando otras, hasta que pude distinguir dos figuras oscuras al otro
  lado del foso. Las dejé descender por el terraplén, chapotear a través
  del fango y trepar hasta la mitad del camino a la puerta, y entonces
  les di el alto.


  —¿Quién va? —dije con voz apagada.


  —Somos amigos —me respondieron. Descubrí mi linterna y proyecté un
  chorro de luz sobre ellos. El primero era un sikh enorme, con una barba
  negra que le llegaba casi hasta la faja. No siendo en una feria, jamás
  he visto un hombre tan alto. El otro era un tipo bajo y gordo, con un
  gran turbante amarillo, que llevaba en la mano un bulto envuelto en un
  chal. Parecía estar temblando de miedo, porque retorcía las manos como
  si tuviera fiebre y giraba constantemente la cabeza a derecha e
  izquierda, escudriñando con sus ojillos relucientes y parpadeantes,
  como un ratón al aventurarse fuera de su madriguera. Me daba
  escalofríos pensar en matarlo, pero entonces me acordé del tesoro y el
  corazón se me volvió duro como el pedernal. Al ver mi rostro blanco,
  soltó un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.


  —Protégeme, sahib —gimió—. Protege al desdichado mercader Achmet. He
  atravesado toda Rajputana en busca de la seguridad del fuerte de Agra.
  Me han robado, golpeado e insultado por haber sido amigo de la
  Compañía. Bendita sea esta noche, en la que vuelvo a estar a salvo...
  yo y mis humildes pertenencias. —¿Qué llevas en ese paquete? —pregunté.


  —Una caja de hierro —respondió—, que contiene uno o dos recuerdos de
  familia, que no tienen ningún valor para otros, pero que lamentaría
  perder. Sin embargo, no soy un mendigo, y le recompensaré, joven sahib,
  y también a su gobernador, si me da la protección que le pido.


  Se me hizo imposible seguir hablando con aquel hombre. Cuanto más
  miraba su rostro gordo y asustado, más difícil me resultaba pensar que
  íbamos a matarlo a sangre fría. Lo mejor era acabar de una vez.


  —Llevadlo a la guardia principal —dije.


  Los dos sikhs se situaron a sus lados y el gigante detrás, y así
  emprendieron la marcha a través del oscuro pasillo de entrada. jamás
  hombre alguno caminó tan cercado por la muerte. Yo me quedé en la
  puerta con la linterna.


  Oí el ruido acompasado de sus pasos avanzando por los solitarios
  pasillos. De pronto, se detuvieron y oí voces, un forcejeo y algunos
  golpes. Un instante después, oí con espanto pasos precipitados que
  venían en mi dirección y la respiración jadeante de un hombre que
  corría. Dirigí mi linterna hacia el largo y recto pasillo, y vi que por
  él venía el hombre gordo, corriendo como el viento, con una mancha de
  sangre cruzándole la cara; pisándole los talones y saltando como un
  tigre, venía el enorme sikh de la barba negra, con un cuchillo lanzando
  destellos en su mano. jamás he visto un hombre que corriera tan rápido
  como aquel pequeño mercader. Iba sacándole ventaja al sikh y me di
  cuenta de que si pasaba por donde yo estaba y lograba salir al aire
  libre, todavía podría salvarse. Mi corazón empezó a ablandarse, pero,
  una vez más, pensar en el tesoro me volvió duro y despiadado. Cuando
  pasaba corriendo junto a mí, le metí mi fusil entre las piernas y cayó
  dando un par de vueltas, como un conejo alcanzado por un disparo. Antes
  de que pudiera incorporarse, el sikh cayó sobre él y le hundió el puñal
  dos veces en el costado. El hombre no soltó ni un gemido, ni movió un
  solo músculo, quedando tendido donde había caído. Yo creo que se había
  roto el cuello al caer. Ya ven, caballeros, que cumplo mi promesa: les
  estoy contando la historia al detalle, exactamente tal como sucedió,
  tanto si me favorece como si no.


  Small dejó de hablar y extendió las manos esposadas para coger el
  whisky con agua que Holmes le había preparado. Confieso que, a estas
  alturas, aquel hombre me inspiraba el horror más absoluto, no sólo por
  el crimen a sangre fría en el que había participado, sino, sobre todo,
  por la manera indiferente y hasta jactanciosa en que lo había narrado.
  Fuera cual fuera el castigo que le aguardaba, que no esperara ninguna
  simpatía por mi parte. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados con
  las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por la
  historia, pero con la misma expresión de repugnancia en sus caras. Es
  posible que Small se diera cuenta, porque cuando prosiguió su relato
  había un toque de desafío en su voz y su actitud.


  Aquello estuvo muy mal, no cabe duda —dijo—. Pero me gustaría saber
  cuántos hombres, estando en mi situación, habrían rechazado una parte
  del botín, sabiendo que la alternativa era dejarse cortar el cuello.
  Además, una vez que hubo entrado en el fuerte, era su vida o la mía. Si
  hubiera escapado, todo el asunto habría salido a la luz, y me habrían
  juzgado en consejo de guerra y, seguramente, fusilado. En momentos como
  aquellos, la gente no suele ser muy indulgente. —Continúe su relato
  —dijo Holmes, tajante.


  —Bueno, pues entre Abdullah, Akbar y yo cargamos con él. Y vaya si
  pesaba, a pesar de lo bajo que era. Mahomet Singh se quedó de guardia
  en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs ya tenían preparado.
  Quedaba algo lejos, en un pasillo tortuoso que llevaba a una gran sala
  vacía, y cuyas paredes de ladrillo se estaban cayendo a pedazos. En un
  punto, el suelo de tierra se había hundido, formando una tumba natural,
  y allí dejamos a Achmet el mercader, después de cubrir su cuerpo con
  ladrillos sueltos. Una vez hecho esto, fuimos todos por el tesoro.


  Estaba donde Achmet lo había dejado caer al sufrir el primer ataque. La
  caja era esa misma que tienen abierta sobre la mesa. Del asa tallada
  que tiene arriba colgaba una llave atada con un cordel de seda. La
  abrimos, y la luz de la linterna hizo brillar una colección de joyas
  como las que aparecían en los cuentos que me hacían soñar de niño en
  Pershore. Se quedaba uno totalmente deslumbrado al mirarlas. Cuando nos
  saciamos de contemplarlas, las sacamos todas e hicimos una lista. Había
  ciento cuarenta y tres diamantes de primera calidad, entre ellos uno
  que creo que llamaban «El Gran Mogol» y que dicen que es el segundo más
  grande del mundo. Había, además, noventa y siete esmeraldas
  preciosísimas y ciento setenta rubíes, aunque algunos eran pequeños.
  También había cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y
  una ágatas y gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas
  y otras piedras cuyos nombres yo no conocía entonces, aunque los
  aprendí más tarde. Además de todo esto, había aproximadamente
  trescientas perlas bellísimas, doce de ellas montadas en una diadema de
  oro. Por cierto, estas últimas ya no estaban en el cofre cuando lo
  recuperé; alguien las había sacado. Después de contar nuestros tesoros,
  los volvimos a meter en el cofre y los llevamos a la puerta para que
  los viera Mahomet Singh. Luego renovamos solemnemente nuestro juramento
  de apoyarnos unos a otros y guardar el secreto. Acordamos esconder el
  botín en un lugar seguro hasta que el país volviera a estar en paz, y
  entonces dividirlo entre nosotros a partes iguales. No tenía sentido
  repartirlo en aquel momento, porque si nos encontraban encima joyas de
  tanto valor se despertarían sospechas, y en el fuerte no había
  intimidad ni existía lugar alguno donde poder guardarlas. Así pues,
  llevamos la caja a la misma sala donde habíamos enterrado el cadáver y
  allí, debajo de unos ladrillos de la pared mejor conservada, abrimos un
  hueco y metimos en él nuestro tesoro. Tomamos buena nota del lugar, y
  al día siguiente yo dibujé cuatro planos, uno para cada uno de
  nosotros, y al pie de cada plano puse el signo de nosotros cuatro,
  porque habíamos jurado que cada uno defendería siempre los intereses de
  los demás, de manera que ninguno saliera más favorecido. Y puedo
  asegurar, con la mano sobre el corazón, que jamás he quebrantado aquel
  juramento. Bueno, caballeros, no hace falta que les cuente como
  concluyó la rebelión india. Cuando Wilson tomó Delhi y Sir Colin liberó
  Lucknow, se rompió la columna vertebral del asunto. Llegaron nuevas
  tropas a montones y Nana Sahib se esfumó por la frontera. Una columna
  volante, mandada por el coronel Greathed, avanzó sobre Agra y puso en
  fuga a los pandies. Parecía que se iba restableciendo la paz en el
  país, y nosotros cuatro empezábamos a confiar en que se acercaba el
  momento de poder largarnos sin problemas con nuestra parte del botín.
  Pero nuestras esperanzas se hicieron pedazos en un momento, al vernos
  detenidos por el asesinato de Achmet.


  La cosa sucedió así: cuando el rajá puso sus joyas en manos de Achmet,
  lo hizo porque sabía que éste era digno de confianza. Sin embargo, esos
  orientales son gente muy recelosa. ¿Qué creen que hizo el rajá? Pues
  recurrir a un segundo sirviente, todavía más leal, y ponerlo a espiar
  al primero. A este segundo hombre se le ordenó que no perdiera nunca de
  vista a Achmet y que lo siguiera como si fuese su sombra. Aquella noche
  lo había seguido y lo había visto entrar por la puerta. Como es
  natural, pensó que se había refugiado en el fuerte, y al día siguiente
  también él solicitó ser admitido, pero no pudo encontrar ni rastro de
  Achmet. Esto le pareció tan extraño que habló del asunto con un
  sargento de exploradores, el cual lo puso en conocimiento del
  comandante.


  Inmediatamente se procedió a un registro minucioso y se descubrió el
  cadáver. Y de este modo, justo cuando creíamos estar a salvo, los
  cuatro fuimos detenidos y llevados ajuicio por asesinato: tres de
  nosotros por haber estado de guardia en la puerta aquella noche, y el
  cuarto porque se sabía que había acompañado a la víctima. Durante el
  juicio no se dijo ni una palabra acerca de las joyas, porque el rajá
  había sido derrocado y desterrado de la India, así que nadie tenía un
  interés particular por ellas. Sin embargo, lo del asesinato quedó
  perfectamente demostrado, y estaba claro que los cuatro teníamos que
  haber participado en él. A los tres sikhs les cayeron trabajos forzados
  a perpetuidad, y a mí me condenaron a muerte, aunque más adelante me
  conmutaron la sentencia por la misma que a los demás.


  Nos encontrábamos, pues, en una situación bastante curiosa. Allí
  estábamos los cuatro, con una cadena al tobillo y poquísimas
  probabilidades de salir alguna vez en libertad, a pesar de que cada uno
  de nosotros conocía un secreto que le habría permitido vivir en un
  palacio, si hubiera podido aprovecharlo. Era como para volverse loco de
  rabia, tener que aguantar las patadas y los puñetazos de todos aquellos
  fantasmones, tener que alimentarnos de arroz y agua, cuando fuera
  teníamos aquella fastuosa fortuna, aguardando que la recogiéramos.
  Aquello podría haberme vuelto loco, pero siempre fui bastante tozudo,
  así que aguanté y esperé a que llegara mi momento.


  Y por fin me pareció que el momento había llegado. Me trasladaron desde
  Agra a Madrás, y de allí a la isla de Blair, en las Andamán. En aquella
  prisión hay muy pocos presos blancos y, como yo me porté bien desde el
  principio, no tardé en convertirme en una especie de privilegiado. Se
  me asignó una cabaña en Hope Town, que es un poblado pequeño en la
  ladera del monte Harriet, y me dejaron prácticamente a mi aire. Es un
  lugar horrible e infecto, y todo él, excepto los pequeños claros donde
  vivíamos, está plagado de salvajes caníbales, siempre dispuestos a
  dispararnos un dardo envenenado si les dábamos ocasión. Teníamos que
  cavar, abrir zanjas, plantar ñame y otra docena de actividades, de
  manera que nos manteníamos bastante ocupados todo el día; pero por la
  noche disponíamos de algo de tiempo libre. Entre otras cosas, aprendí a
  preparar y administrar medicinas para ayudar al médico, y adquirí
  ligeras nociones de su ciencia. Me mantenía en constante alerta por si
  surgía una oportunidad de escapar; pero aquello está a cientos de
  millas de la tierra más próxima y en aquellos mares apenas sopla el
  viento, de modo que la fuga resultaba terriblemente difícil.


  Nuestro médico, el doctor Somerton, era un joven vividor y aficionado
  al juego, y los demás funcionarios jóvenes se reunían por la noche en
  sus habitaciones para jugar a las cartas. La enfermería, donde yo solía
  preparar las medicinas, estaba al lado de su cuarto de estar, y había
  una ventanita que comunicaba las dos habitaciones. Muchas noches,
  cuando me sentía solo, apagaba la lámpara de la enfermería y me quedaba
  allí, escuchando lo que decían y viéndolos jugar. A mí también me
  gustan las partidas de cartas, y mirarlos era casi tan entretenido como
  jugar uno mismo. Además del médico, allí iban el mayor Sholto, el
  capitán Morstan y el teniente Bromley Brown, que estaban al mando de
  las tropas nativas, y también dos o tres funcionarios de prisiones,
  unos viejos zorros que jugaban un juego fino, astuto y seguro. Formaban
  una cuadrilla muy apañadita.


  Pues bien, pasaba una cosa que en seguida me llamó la atención, y era
  que los militares solían perder siempre y los civiles ganaban. Mire que
  no estoy diciendo que hicieran trampas, pero lo cierto es que ganaban.
  Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que
  jugar a las cartas desde que llegaron a las Andamán, y conocían al
  dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban sólo
  para pasar el rato y manejaban las cartas de cualquier manera. Noche
  tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más perdían,
  más ansiosos estaban por jugar. Al que peor le iba era al mayor Sholto.
  Al principio, solía pagar en billetes y monedas de oro, pero pronto
  empezó a firmar pagarés, y por grandes sumas. A veces ganaba unas
  cuantas manos, lo suficiente para cobrar ánimos, y entonces la suerte
  se volvía contra él, peor que nunca. Se pasaba el día andando de un
  lado a otro con un humor de perros, y empezó a beber mucho más de lo
  que le convenía.


  Una noche, perdió aun más de lo habitual. Yo estaba sentado en mi
  cabaña cuando él y el capitán Morstan pasaron tambaleándose, camino de
  sus aposentos. Los dos eran amigos íntimos y no se separaban nunca. El
  mayor iba rabiando por sus pérdidas. —Esto se acabó, Morstan —iba
  diciendo al pasar ante mi cabaña—. Tendré que enviar mi dimisión. Estoy
  en la ruina.


  —¡Tonterías, amigo mío! —dijo el otro, palmeándole la espalda—. A mí
  también me ha ido mal, pero…


  Eso fue todo lo que oí, pero fue suficiente para ponerme a pensar.


  Un par de días después, el mayor Sholto fue a dar un paseo por la playa
  y aproveché la oportunidad para hablar con él.


  —Me gustaría pedirle un consejo, señor —dije.


  —Bien, Small, ¿de qué se trata? —preguntó, sacándose el puro de la
  boca.


  —Quería preguntarle, señor, cuál sería la persona más indicada para
  hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay un botín que
  vale medio millón de libras y, como yo no puedo aprovecharlo, he
  pensado que tal vez lo mejor sería entregárselo a las autoridades
  competentes, y de ese modo es posible que me redujeran la condena.
  —¿Medio millón, Small? jadeó, mirándome con fijeza para asegurarse de
  que hablaba en serio.


  —Eso mismo, señor. En joyas y perlas. Está a disposición de quien vaya
  a cogerlo. Y lo más curioso del caso es que el auténtico propietario
  está fuera de la ley y no puede reclamar sus propiedades, de manera que
  pertenece al primero que llegue.


  —Pertenece al Gobierno, Small, al Gobierno —balbuceó. Pero lo dijo sin
  demasiada convicción y yo supe en el fondo de mi corazón que lo tenía
  atrapado.


  —Entonces, señor, ¿cree que debería dar la información al gobernador
  general? — pregunté muy tranquilo.


  —Bueno, no debe usted precipitarse, porque luego podría arrepentirse.
  Cuéntemelo todo, Small. Deme más detalles.


  Le conté toda la historia, con ligeras alteraciones para que no pudiera
  identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, se quedó
  completamente inmóvil, pensando intensamente. Por el modo en que le
  temblaba el labio, me di perfecta cuenta de que en su interior se
  libraba una lucha.


  —Éste es un asunto muy importante, Small —dijo por fin—. Lo mejor es
  que no le diga una palabra a nadie. Pronto volveremos a hablar.


  Dos noches después, el mayor vino a mi cabaña en mitad de la noche,
  alumbrándose con una linterna y acompañado por su amigo, el capitán
  Morstan.


  —Small, quiero que el capitán Morstan oiga esa historia de sus propios
  labios —dijo.


  Yo la repetí tal como la había contado la vez anterior.


  —Suena a auténtico, ¿verdad? —dijo—. Parece lo bastante bueno como para
  hacer algo al respecto.


  El capitán Morstan asintió.


  —Mire usted, Small —dijo el mayor—. Mi amigo y yo hemos estado hablando
  del asunto y hemos llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas,
  ese secreto suyo no puede considerarse competencia del Gobierno, sino
  que es un asunto privado; y usted, desde luego, tiene derecho a
  disponer de él como mejor le parezca. Ahora, la pregunta es: ¿qué
  precio pediría usted? Si nos pusiéramos de acuerdo en las condiciones,
  podría interesarnos hacernos cargo del asunto o, al menos, tomarlo en
  consideración.


  Procuraba hablar en tono frío y despreocupado, pero le brillaban los
  ojos de excitación y codicia.


  —En cuanto a eso, caballeros —respondí, procurando también mostrarme
  frío, pero sintiéndome tan excitado como él—, sólo hay un trato que
  pueda hacer un hombre en mi situación. Quiero que ustedes me ayuden a
  conseguir la libertad, y que hagan lo mismo con mis tres compañeros.
  Entonces los aceptaremos en la sociedad y les daremos una quinta parte
  para que se la repartan entre ustedes.


  —¡Hum! —dijo él—. ¡Una quinta parte! Eso no es muy tentador.


  —Vendrían a ser unas cincuenta mil libras por cabeza —dije yo.


  —Pero ¿cómo vamos a conseguirle la libertad? Sabe muy bien que pide un
  imposible.


  —Nada de eso —respondí—. Lo tengo todo pensado hasta el último detalle.
  El único impedimento para la fuga es que no podemos conseguir una
  embarcación adecuada para el viaje, ni provisiones que nos duren tanto
  tiempo. Pero en Calcuta o en Madrás hay montones de yates y quichés
  pequeños que nos servirían perfectamente. Nosotros subiremos a bordó
  por la noche, y si ustedes nos dejan en cualquier parte de la costa
  india, habrán cumplido su parte del trato.


  —Si se tratara sólo de una persona... —dijo.


  —O todos o ninguno —respondí—. Lo hemos jurado. Tenemos que ir siempre
  los cuatro juntos.


  —Ya lo ve, Morstan —dijo el mayor—. Small es un hombre de palabra. No
  abandona a sus amigos. Creo que podemos fiarnos de él.


  —Es un negocio sucio —respondió el otro—. Pero, como tú dices, ese
  dinero nos sacaría a flote perfectamente.


  —Muy bien, Small —dijo el mayor—, supongo que tendremos que aceptar sus
  condiciones. Pero, como es natural, antes tendremos que comprobar la
  veracidad de su historia. Dígame dónde está escondida la caja y yo
  solicitaré un permiso e iré a la India en el barco mensual de
  suministros, para investigar el asunto.


  —No tan deprisa —dije yo, que me iba enfriando a medida que él se
  acaloraba—. Tengo que obtener el visto bueno de mis tres camaradas. Ya
  le digo que tenemos que ser los cuatro o ninguno.


  —¡Tonterías! —estalló—. ¿Qué pintan esos tres negros en nuestro trato?
  —Negros o azules —dije yo—, están conmigo en esto y vamos todos juntos.


  Pues bien, el trato se cerró en una segunda reunión, a la que
  asistieron Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a
  discutir el asunto y al final nos pusimos de acuerdo. Nosotros
  proporcionaríamos a los dos oficiales sendos planos de aquella parte
  del fuerte de Agra, marcando el lugar en el que estaba escondido el
  tesoro. El mayor Sholto iría a la India a verificar nuestra historia.
  Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, enviar un pequeño
  yate pertrechado para el viaje, con instrucciones de atracar frente a
  la isla de Rutland (ya nos las arreglaríamos nosotros para llegar
  allá), y por último, regresar a su puesto. A continuación, el capitán
  Morstan solicitaría un permiso, iría a reunirse con nosotros en Agra y
  allí repartiríamos por fin el tesoro. El capitán se llevaría su parte y
  la del mayor. Todo esto lo sellamos con los juramentos más solemnes que
  la mente pueda concebir y los labios pronunciar. Me pasé toda la noche
  dándole a la pluma, y por la mañana tenía terminados los dos planos,
  firmados con el signo de los cuatro: es decir, Abdullah, Akbar, Mahomet
  y yo.


  Bien, caballeros, los estoy aburriendo con mi larga historia y sé que
  mi amigo el señor Jones está impaciente por dejarme bien guardado en la
  jaula. Seré lo más breve que pueda. Aquel canalla de Sholto marchó a la
  India, pero ya no regresó jamás. Muy poco tiempo después, el capitán
  Morstan me enseñó su nombre en una lista de pasajeros de un buque
  correo. Había muerto un tío suyo, dejándole en herencia una fortuna, y
  él había abandonado el ejército. Sin embargo, aquello no le impidió
  rebajarse hasta el punto de traicionar a cinco hombres como lo hizo con
  nosotros. Poco después, Morstan fue a Agra y, tal como esperábamos,
  descubrió que el tesoro había volado. Aquella sabandija lo había robado
  todo, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las que le habíamos
  confiado el secreto.


  Desde aquel día, viví sólo para la venganza. Pensaba en ella de día y
  me recreaba en ella por la noche. Se convirtió en una pasión absorbente
  que me dominó por completo. No me importaba nada la ley, ni me asustaba
  la horca. Escapar, seguirle la pista a Sholto, echarle la mano al
  cuello... aquellos eran mis únicos pensamientos. Incluso el tesoro de
  Agra se había convertido para mí en algo secundario, comparado con
  matar á Sholto.


  Pues bien, en esta vida yo me he propuesto muchas cosas, y jamás hubo
  una que dejara de hacer. Pero pasaron largos años hasta que llegó mi
  momento. Ya les he dicho que había aprendido algo de medicina. Un día,
  cuando el doctor Somerton estaba en cama con fiebre, un grupo de presos
  recogió en el bosque a uno de aquellos pequeños nativos de las Andamán.
  Estaba mortalmente enfermo y había buscado un lugar solitario para
  morir. Me hice cargo de él, aunque era tan venenoso como una cría de
  serpiente, y al cabo de un par de meses lo tuve curado y capaz de
  andar. A partir de entonces, me cogió cariño y se quedó siempre
  rondando alrededor de mi cabaña, sin regresar casi nunca a su bosque.
  Aprendí de él un poco de su idioma, y esto hizo que se encariñara aún
  más conmigo.


  Tonga, que así se llamaba, era un hábil piragüista y poseía una canoa
  grande y espaciosa. Cuando comprendí que sentía devoción por mí y que
  haría cualquier cosa por ayudarme, vi la oportunidad de fugarme. Hablé
  con él del asunto. Le dije que llevara su canoa cierta noche a un viejo
  embarcadero que nunca estaba vigilado y que me recogiera allí. Le
  indiqué además que llevara varias calabazas de agua y un buen montón de
  ñames, cocos y batatas.


  ¡Qué firme y leal era el pequeño Tonga! Nadie tuvo jamás un camarada
  más fiel. La noche convenida, llevó su bote al embarcadero. Pero dio la
  casualidad de que allí se encontraba uno de los guardias del presidio,
  un asqueroso afgano que jamás había dejado pasar una ocasión de
  insultarme y humillarme. Yo había jurado vengarme de él, y ahora tenía
  la oportunidad. Era como si el destino lo hubiera puesto en mi camino
  para que saldara cuentas con él antes de abandonar la isla. Estaba de
  pie a la orilla del agua, de espaldas a mí, con la carabina al hombro.
  Busqué una piedra con la que aplastarle los sesos, pero no encontré
  ninguna.


  Entonces se me ocurrió una idea extraña, y supe dónde podía conseguir
  un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi pata de
  palo. Con tres largos saltos a la pata coja, caí sobre él. Se llevó la
  carabina al hombro, pero yo le golpeé de lleno, hundiéndole toda la
  parte delantera del cráneo. Todavía se ve la muesca en la madera, donde
  pegó el golpe. Los dos caímos al suelo juntos, porque yo no pude
  mantener el equilibrio, pero cuando me incorporé vi que él se quedaba
  caído e inmóvil. Salté a la canoa y en menos de una hora estábamos ya
  bastante mar adentro. Tonga se había llevado todas sus posesiones, sus
  armas y sus dioses. Entre otras cosas, tenía una larga lanza de bambú y
  varias esteras de palma de cocotero, con las que construí una especie
  de vela. Navegamos sin rumbo fijo durante diez días, confiando en la
  suerte, y al undécimo nos recogió un barco mercante que iba de Singapur
  a Yidda con un pasaje de peregrinos malayos. Era una gente bastante
  rara, pero Tonga y yo tardamos muy poco en instalarnos entre ellos.
  Tenían una buena cualidad: que te dejaban en paz y no hacían preguntas.


  En fin, si fuera a contarles todas las aventuras que corrimos mi
  pequeño camarada y yo, no creo que ustedes me lo agradecieran, porque
  los entretendría aquí hasta después de salir el sol. Fuimos de un lado
  a otro, dando tumbos por el mundo, y siempre ocurría algo que nos
  impedía llegar a Londres. Pero en ningún momento perdí de vista mi
  objetivo. Por las noches soñaba con Sholto. Lo habré matado en sueños
  cientos de veces. Pero por fin, hace tres o cuatro años, conseguimos
  llegar a Inglaterra. No me resultó muy difícil averiguar donde vivía
  Sholto, y me propuse descubrir si había vendido el tesoro o todavía lo
  tenía en su poder. Hice amistad con alguien que estaba en condiciones
  de ayudarme, y no doy nombres, porque no quiero meter en líos a nadie
  más, y pronto averigüé que aún tenía las joyas. Entonces intenté llegar
  hasta él de muchas maneras; pero era un tipo astuto, y siempre tenía
  dos boxeadores protegiéndolo, además de sus hijos y su khitmutgar.


  Sin embargo, un día me avisaron de que se estaba muriendo. Corrí
  inmediatamente a su jardín, enloquecido al pensar que se me iba a
  escapar de las manos de aquella manera. Miré por la ventana y lo vi
  tendido en su cama, con uno de sus hijos a cada lado. Estaba dispuesto
  a entrar y enfrentarme a los tres, pero justo en aquel momento vi que
  se le desplomaba la mandíbula y comprendí que había muerto. A pesar de
  todo, aquella misma noche entré en su habitación y registré sus papeles
  para ver si había dejado alguna constancia de dónde estaban escondidas
  las joyas. Sin embargo, no encontré nada y tuve que marcharme,
  frustrado y enfurecido a más no poder. Antes de retirarme, se me
  ocurrió que si alguna vez volvía a ver a mis amigos sikhs, les
  agradaría saber que había dejado alguna señal de nuestro odio; así que
  garabateé el signo de los cuatro, igual que en el plano, y se lo clavé
  en el pecho con un alfiler. No podíamos permitir que lo llevaran a la
  tumba sin algún recuerdo de los hombres a los que había robado y
  engañado.


  Por aquella época nos ganábamos la vida exhibiendo al pobre Tonga, en
  ferias y sitios así, como «el caníbal negro». Comía carne cruda y
  bailaba su danza de guerra, y al final de la jornada siempre teníamos
  el sombrero lleno de peniques. Seguía al corriente de todo lo que
  sucedía en el Pabellón Pondicherry, y durante varios años no hubo
  novedades, aparte de que continuaban buscando el tesoro. Pero por fin
  llegó la noticia que tanto tiempo llevaba esperando: habían encontrado
  el tesoro. Estaba en el piso alto de la casa, en el laboratorio de
  química del señor Bartholomew Sholto. Me fui para allá de inmediato y
  eché un vistazo al sitio, pero no vi manera de llegar hasta él con mi
  pata de palo. Sin embargo, me enteré de que había una trampilla en el
  tejado y me informé de la hora a la que cenaba el señor Sholto. Me
  pareció que, con ayuda de Tonga, podía conseguirlo con facilidad. Lo
  llevé allí y le enrollé a la cintura una cuerda larga. Tonga trepaba
  como un gato y no tardó en alcanzar el tejado. Pero la mala suerte
  quiso que Bartholomew Sholto se encontrara aún en su habitación, y eso
  le costó caro. Tonga pensaba que había hecho algo muy inteligente al
  matarlo, porque cuando yo llegué arriba trepando por la cuerda, lo
  encontré pavoneándose, orgulloso como un pavo real. Y qué sorpresa se
  llevó cuando lo azoté con el cabo de la cuerda y lo maldije, llamándole
  diablo sediento de sangre. Cogí la caja del tesoro y la descolgué por
  la ventana. Luego bajé yo, pero antes dejé el signo de los cuatro sobre
  la mesa, para que se supiera que las joyas habían vuelto por fin a
  manos de los que más derecho tenían a ellas. Entonces Tonga recogió la
  cuerda, cerró la ventana y salió por donde había entrado.


  Creo que no tengo más que contarles. Había oído a un barquero hablar de
  lo veloz que era la lancha de Smith, la Aurora, y pensé que nos vendría
  muy bien para escapar. Me puse de acuerdo con el viejo Smith, y pensaba
  pagarle una fuerte suma si nos llevaba a salvo a nuestro barco. Supongo
  que Smith se daba cuenta de que aquí había gato encerrado, pero no
  sabía nada de nuestro secreto. Esta es toda la verdad, y si se la he
  contado no ha sido para divertirlos, ya que ustedes me han jugado una
  mala pasada, sino porque creo que mi mejor defensa consiste en no
  ocultar nada y dejar que todos sepan lo mal que se portó conmigo el
  mayor Sholto y lo inocente que soy de la muerte de su hijo.


  —Un relato extraordinario —dijo Sherlock Holmes—. Un cierre apropiado
  para un caso sumamente interesante. En la última parte de su narración
  no había nada nuevo para mí, excepto lo de que llevó usted la cuerda.
  Eso no lo sabía. Por cierto, tenía la esperanza de que Tonga hubiera
  perdido todos sus dardos, pero se las arregló para dispararnos uno en
  la lancha.


  —Los había perdido todos, excepto el que llevaba montado en la
  cerbatana.


  —Ah, claro —dijo Holmes—. No se me había ocurrido.


  —¿Hay algún otro detalle que deseen preguntarme? —preguntó el preso en
  tono afable.


  —Creo que no, gracias —respondió mi compañero.


  —Bien, Holmes —dijo Athelney Jones—. Ya le hemos dado gusto y todos
  sabemos que es usted un entendido en crímenes; pero el deber es el
  deber y ya he llegado bastante lejos haciendo lo que usted y su amigo
  me pidieron. Estaré más tranquilo cuando haya puesto a buen recaudo a
  nuestro narrador. El coche aún espera y tengo dos inspectores abajo.
  Les estoy muy agradecido por su ayuda. Como es natural, tendrán que
  asistir al juicio. Buenas noches.


  —Buenas noches, caballeros —dijo Jonathan Small.


  —Usted delante, Small —dijo el prudente Jones al salir de la
  habitación—. Pienso poner especial cuidado en que no me aporree con su
  pata de palo, como dice que le hizo a aquel caballero en las islas
  Andaman.


  —Bien, con esto termina nuestro pequeño drama —comenté, después de que
  hubiéramos estado un buen rato fumando en silencio—. Me temo que ésta
  puede ser la última investigación en la que tenga ocasión de estudiar
  sus métodos. La señorita Morstan me ha hecho el honor de aceptarme como
  futuro marido. Holmes dejó escapar un gemido de lamentación.


  —Me temía algo así —dijo—. Y, sinceramente, no puedo felicitarle.


  Me sentí un poco ofendido.


  —¿Tiene algún motivo para que le desagrade mi elección? —pregunté.


  —No, en absoluto. Opino que es una de las muchachas más encantadoras
  que he conocido, y podría haber resultado muy útil en un trabajo como
  el nuestro. Posee verdadero talento para estas cosas. Fíjese en cómo
  conservó el plano de Agra, seleccionándolo entre todos los demás
  papeles de su padre. Pero el amor es una cosa emotiva, y todo lo
  emotivo es contrario a la razón pura y serena, que yo valoro por encima
  de todo lo demás. Yo nunca me casaría, porque eso podría condicionar mi
  buen juicio.


  —Confío —dije, echándome a reír— en que mi buen juicio logre sobrevivir
  a esta prueba. Pero le veo fatigado.


  —Sí, ya me viene la reacción. Durante la próxima semana estaré más
  flojo que un trapo.


  —Es extraño —dije— cómo alternan en usted períodos de lo que en otra
  persona podríamos llamar vagancia con arranques de energía y vigor
  deslumbrantes.


  —Sí —respondió—. Llevo dentro de mí materiales para hacer un vago de
  campeonato y también un tipo de lo más activo. A veces me acuerdo de
  aquella frase del viejo Goethe: «Schade, dass die Natur nur einen
  Mensch aus dir schuf, / Denn zum würdigen Mann war und zum Schelmen der
  Stoff.» (al. Es una lástima que la naturaleza te haya hecho una sola
  persona, a pesar de que había suficiente materia prima para un buen
  hombre y un pícaro. ) Y por cierto, volviendo al asunto de Norwood, ya
  ve usted que, como yo sospechaba, tenían un cómplice en la casa, que no
  puede ser otro que Lal Rao, el mayordomo. Así pues, a Jones le
  corresponde en exclusiva el honor de haber capturado al menos un pez en
  su gran redada.


  —El reparto me parece tremendamente injusto —comenté—. Usted ha hecho
  todo el trabajo en este asunto. Yo he conseguido una esposa, Jones se
  lleva el mérito... ¿Quiere decirme qué le queda a usted?


  —A mí —dijo Sherlock Holmes— me queda todavía el frasco de cocaína.

  Y levantó su mano blanca y alargada para cogerlo.











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