Sherlock Holmes cogió el frasco de la esquina de la repisa de la
chimenea y sacó la jeringuilla hipodérmica de su elegante estuche de
tafilete. Ajustó la delicada aguja con sus largos, blancos y nerviosos
dedos y se remangó la manga izquierda de la camisa. Durante unos
momentos, sus ojos pensativos se posaron en el fibroso antebrazo y en
la muñeca, marcados por las cicatrices de innumerables pinchazos. Por
último, clavó la afilada punta, apretó el minúsculo émbolo y se echó
hacia atrás, hundiéndose en la butaca tapizada de terciopelo con un
largo suspiro de satisfacción.
Yo llevaba muchos meses presenciando esta escena tres veces al día,
pero la costumbre no había logrado que mi mente la aceptara. Por el
contrario, cada día me irritaba más contemplarla, y todas las noches me
remordía la conciencia al pensar que me faltaba valor para protestar.
Una y otra vez me hacía el propósito de decir lo que pensaba del
asunto, pero había algo en los modales fríos y despreocupados de mi
compañero que lo convertía en el último hombre con el que uno querría
tomarse algo parecido a una libertad. Su enorme talento, su actitud
dominante y la experiencia que yo tenía de sus muchas y extraordinarias
cualidades me impedían decidirme a enfrentarme con él.
Sin embargo, aquella tarde, tal vez a causa del beaune que había bebido
en la comida, o tal vez por la irritación adicional que me produjo lo
descarado de su conducta, sentí de pronto que ya no podía aguantar más.
—¿Qué ha sido hoy? —pregunté—. ¿Morfina o cocaína? Holmes levantó con
languidez la mirada del viejo volumen de caracteres góticos que acababa
de abrir.
—Cocaína —dijo—, disuelta al siete por ciento. ¿Le apetece probarla?
—Desde luego que no —respondí con brusquedad—. Mi organismo aún no se
ha recuperado de la campaña de Afganistán y no puedo permitirme
someterlo a más presiones.
Mi vehemencia le hizo sonreír.
—Tal vez tenga razón, Watson —dijo—. Supongo que su efecto físico es
malo. Sin embargo, la encuentro tan trascendentalmente estimulante y
esclarecedora para la mente que ese efecto secundario tiene poca
importancia.
—¡Pero piense en ello! —dije yo con ardor—. ¡Calcule lo que le cuesta!
Es posible que, como usted dice, le estimule y aclare el cerebro, pero
se trata de un proceso patológico y morboso, que va alterando cada vez
más los tejidos y puede acabar dejándole con debilidad permanente. Y
además, ya sabe qué mala reacción le provoca. La verdad es que la
ganancia no compensa la inversión. ¿Por qué tiene que arriesgarse, por
un simple placer momentáneo, a perder esas grandes facultades de las
que ha sido dotado? Recuerde que no le hablo sólo de camarada a
camarada, sino como médico a una persona de cuya condición física es,
en cierto modo, responsable.
No pareció ofendido. Por el contrario, juntó las puntas de los dedos y
apoyó los codos en los brazos de la butaca, como si disfrutara con la
conversación.
—Mi mente —dijo— se rebela contra el estancamiento. Deme problemas,
deme trabajo, deme el criptograma más abstruso o el análisis más
intrincado, y me sentiré en mi ambiente. Entonces podré prescindir de
estímulos artificiales. Pero me horroriza la aburrida rutina de la
existencia. Tengo ansias de exaltación mental. Por eso elegí mi
profesión, o, mejor dicho, la inventé, puesto que soy el único del
mundo. —¿El único investigador particular? —dije yo, alzando las cejas.
—El único investigador particular con consulta —replicó—. En el campo
de la investigación, soy el último y el más alto tribunal de apelación.
Cada vez que Gregson, o Lestrade, o Athelney Jones se encuentran
desorientados (que, por cierto, es su estado normal), me plantean a mí
el asunto. Yo examino los datos en calidad de experto y emito una
opinión de especialista. En estos casos no reclamo ningún crédito. Mi
nombre no aparece en los periódicos. Mi mayor recompensa es el trabajo
mismo, el placer de encontrar un campo al que aplicar mis facultades.
Pero usted ya ha tenido ocasión de observar mis métodos de trabajo en
el caso de Jefferson Hope.
—Es verdad —dije cordialmente—. Nada me ha impresionado tanto en toda
mi vida. Hasta lo he recogido en un pequeño folleto, con el título algo
fantástico de Estudio en escarlata.
Holmes meneó la cabeza con aire triste.
—Lo miré por encima —dijo—. Sinceramente, no puedo felicitarle por
ello. La investigación es, o debería ser, una ciencia exacta, y se la
debe tratar del mismo modo frío y sin emoción. Usted ha intentado darle
un matiz romántico, con lo que se obtiene el mismo efecto que si se
insertara una historia de amor o una fuga de enamorados en el quinto
postulado de Euclides.
—Pero es que lo romántico estaba ahí —repliqué—. Yo no podía alterar
los hechos. —Algunos hechos hay que suprimirlos o, al menos, hay que
mantener un cierto sentido de la proporción al tratarlos. El único
aspecto del caso que merecía ser mencionado era el curioso razonamiento
analítico, de los efectos a las causas, que me permitió desentrañarlo.
Me molestó aquella crítica de una obra que había sido concebida
expresamente para agradarle. Confieso también que me irritó el egoísmo
con el que parecía exigir que hasta la última frase de mi folleto
estuviera dedicada a sus actividades personales. Más de una vez,
durante los años que llevaba viviendo con él en Baker Street, había
observado que bajo los modales tranquilos y didácticos de mi compañero
se ocultaba un cierto grado de vanidad. Sin embargo, no hice ningún
comentario y me quedé sentado, cuidando de mi pierna herida. Una bala
de jezad la había atravesado tiempo atrás y, aunque no me impedía
caminar, me dolía insistentemente cada vez que el tiempo cambiaba.
—Últimamente, he extendido mis actividades al Continente —dijo Holmes
al cabo de un rato, mientras llenaba su vieja pipa de raíz de brezo—.
La semana pasada me consultó Francois le Villard, que, como
probablemente sabrá, ha saltado recientemente a la primera fila de los
investigadores franceses. Posee toda la rápida intuición de los celtas,
pero le falta la amplia gama de conocimientos exactos que son
imprescindibles para desarrollar los aspectos más elevados de su arte.
Se trataba de un caso relacionado con un testamento, y presentaba
algunos detalles interesantes. Pude indicarle dos casos similares, uno
en Riga en 1857 y otro en Saint Louis en 1871, que le sugirieron la
solución correcta. Y esta mañana he recibido carta suya, agradeciéndome
mi ayuda. Mientras hablaba me pasó una hoja arrugada de papel de carta
extranjero. Eché un vistazo por encima y capté una profusión de signos
de admiración, con ocasionales magnifiques, coups de maître y tours de
force repartidos por aquí y por allá, que daban testimonio de la
ferviente admiración del francés.
—Le habla como un discípulo a su maestro —dije. —¡Bah!, le concede
demasiado valor a mi ayuda —dijo Sherlock Holmes sin darle
importancia—. Él mismo tiene unas dotes considerables. Posee dos de las
tres facultades necesarias para el detective ideal: la capacidad de
observación y la de deducción. Sólo le faltan conocimientos, y eso se
puede adquirir con el tiempo. Ahora está traduciendo mis obras al
francés. —¿Sus obras?
—¡Ah!, ¿no lo sabía? —exclamó, echándose a reír—. Pues sí, soy culpable
de varias monografías. Todas ellas sobre temas técnicos. Aquí, por
ejemplo, tengo una: Sobre las diferencias entre las cenizas de los
diversos tabacos. En ella cito ciento cuarenta clases de cigarros,
cigarrillos y tabacos de pipa, con láminas en color que ilustran las
diferencias entre sus cenizas. Es un detalle que surge constantemente
en los procesos criminales, y que a veces tiene una importancia suprema
como pista. Si, por ejemplo, podemos asegurar sin lugar a dudas que el
autor de un crimen fue un individuo que fumaba lunkah indio, está claro
que el campo de búsqueda se estrecha mucho. Para el ojo experto, existe
tanta diferencia entre la ceniza negra de un Trichinopoly y la ceniza
blanca y esponjosa de un «ojo de perdiz» como entre una lechuga y una
patata. —Tiene usted un talento extraordinario para las minucias
—comenté.
—Sé apreciar su importancia. Aquí tiene mi monografía sobre las huellas
de pisadas, con algunos comentarios acerca del empleo de escayola para
conservar las impresiones. Y aquí hay una curiosa obrita sobre la
influencia de los oficios en la forma de las manos, con litografías de
manos de pizarreros, marineros, cortadores de corcho, cajistas de
imprenta, tejedores y talladores de diamantes. Es un tema de gran
importancia práctica para el detective científico, sobre todo en casos
de cadáveres no identificados, y también para averiguar el historial de
los delincuentes. Pero le estoy aburriendo con mis aficiones.
—Nada de eso —respondí con vehemencia—. Me interesa mucho, y más
habiendo tenido la oportunidad de observar cómo lo aplica a la
práctica. Pero hace un momento hablaba usted de observación y
deducción. Supongo que, en cierto modo, la una lleva implícita la otra.
—Ni mucho menos —respondió, arrellanándose cómodamente en su butaca y
emitiendo con su pipa espesas volutas azuladas—. Por ejemplo, la
observación me indica que esta mañana ha estado usted en la oficina de
Correos de Wigmore Street, y gracias a la deducción se que allí puso un
telegrama.
—¡Exacto! —dije yo—. Ha acertado en las dos cosas. Pero confieso que no
entiendo cómo ha llegado a saberlo. Fue un impulso súbito que tuve, y
no se lo he comentado a nadie.
—Es la sencillez misma —dijo él, riéndose por lo bajo de mi sorpresa—.
Tan
ridículamente sencillo que sobra toda explicación. Aun así, puede
servirnos para definir los límites de la observación y la deducción. La
observación me dice que lleva usted un pegotito rojizo pegado al borde
de la suela. Justo delante de la oficina de Correos de Wigmore Street
han levantado el pavimento y han esparcido algo de tierra, de tal modo
que resulta difícil no pisarla al entrar. La tierra tiene ese peculiar
tono rojizo que, por lo que yo sé, no se encuentra en ninguna otra
parte del barrio. Hasta aquí llega la observación. Lo demás es
deducción.
—¿Y cómo dedujo lo del telegrama?
—Pues, para empezar, sabía que no había escrito una carta, porque
estuve sentado frente a usted toda la mañana. Además, su escritorio
está abierto y veo que tiene usted un pliego de sellos y un grueso fajo
de tarjetas postales. Así pues, ¿a qué iba a entrar en la oficina de
Correos si no era para enviar un telegrama? Una vez eliminadas todas
las demás posibilidades, la única que queda tiene que ser la verdadera.
—En este caso es así, desde luego —repliqué yo, tras pensármelo un
poco—. Sin embargo, como usted mismo ha dicho, se trata de un asunto de
lo más sencillo. ¿Me consideraría impertinente si sometiera sus teorías
a una prueba más estricta?
—Al contrario —respondió él—. Eso me evitará tener que tomar una
segunda dosis de cocaína. Estaré encantado de considerar cualquier
problema que usted me plantee. —Le he oído decir que es muy difícil que
un hombre use un objeto todos los días sin dejar en él la huella de su
personalidad, de manera que un observador experto puede leerla. Pues
bien, aquí tengo un reloj que ha llegado a mi poder hace poco tiempo.
¿Tendría la amabilidad de darme su opinión sobre el carácter y las
costumbres de su antiguo propietario?
Le entregué el reloj con un ligero sentimiento interno de regocijo, ya
que, en mi opinión, la prueba era imposible de superar y con ella me
proponía darle una lección ante el tono algo dogmático que adoptaba de
vez en cuando. Holmes sopesó el reloj en la mano, observó atentamente
la esfera, abrió la tapa posterior y examinó el engranaje, primero a
simple vista y luego con ayuda de una potente lupa. No pude evitar
sonreír al ver su expresión abatida cuando, por fin, cerró la tapa y me
lo devolvió.
—Apenas hay ningún dato —dijo—. Este reloj lo han limpiado hace poco,
lo cual me priva de los indicios más sugerentes.
—Tiene razón —respondí—. Lo limpiaron antes de enviármelo.
En mi fuero interno, acusé a mi compañero de esgrimir una excusa de lo
más floja e impotente para justificar su fracaso. ¿Qué datos había
esperado encontrar aunque el reloj no hubiera estado limpio?
—Pero aunque no sea satisfactoria, mi investigación no ha sido del todo
estéril — comentó, dirigiendo hacia el techo la mirada de sus ojos
soñadores e inexpresivos—. Salvo que usted me corrija, yo diría que el
reloj perteneció a su hermano mayor, que a su vez lo heredó de su
padre.
—Supongo que eso lo ha deducido de las iniciales H.W. grabadas al
dorso.
—En efecto. La W sugiere su apellido. La fecha del reloj es de hace
casi cincuenta años, y las iniciales son tan antiguas como el reloj.
Por lo tanto, se fabricó en la generación anterior. Estas joyas suele
heredarlas el hijo mayor, y es bastante probable que éste se llame
igual que el padre. Si no recuerdo mal, su padre falleció hace muchos
años. Por lo tanto, el reloj ha estado en manos de su hermano mayor.
—Hasta ahora, bien —dije yo—. ¿Algo más?
—Era un hombre de costumbres desordenadas..., muy sucio y descuidado.
Tenía buenas perspectivas, pero desaprovechó las oportunidades, vivió
algún tiempo en la pobreza, con breves intervalos ocasionales de
prosperidad, y por último se dio a la bebida y murió. Eso es todo lo
que puedo sacar.
Me puse en pie de un salto y renqueé impaciente por la habitación,
enormemente indignado.
—Esto es indigno de usted, Holmes —dije—. Jamás habría creído que
caería usted tan bajo. Ha estado usted investigando la historia de mi
desdichado hermano, y ahora finge haber deducido todo ese conocimiento
por medios fantásticos. ¡No esperará que me crea que ha visto todo eso
en este viejo reloj! Es una grosería y, para serle franco, parece más
propio de un charlatán.
—Querido doctor —dijo en tono suave—, le ruego que acepte mis
disculpas. Al considerar el asunto como un problema abstracto, olvidé
que para usted se trata de algo muy personal y doloroso. Sin embargo,
le aseguro que, hasta que me enseñó el reloj, no sabía que hubiera
tenido usted un hermano.
—¿Y entonces, cómo diablos averiguó todo eso? Porque ha acertado de
lleno en todos los detalles.
—Ha sido pura suerte. Me limité a decir lo que parecía más probable. No
esperaba acertar en todo.
—¿No han sido puras conjeturas?
—No, no; yo nunca hago conjeturas. Es un hábito nefasto. Destruye las
facultades lógicas. Lo que a usted le parece tan extraño, lo es sólo
porque no ha seguido mi cadena de pensamientos ni se ha fijado en los
pequeños datos de los que pueden extraerse importantes inferencias. Por
ejemplo, empecé afirmando que su hermano era descuidado. Si se fija en
la parte inferior de la tapa del reloj, verá que no sólo tiene un par
de abolladuras, sino que además está rayado y arañado por todas partes,
a causa de la costumbre de meter en el mismo bolsillo otros objetos
duros, como monedas o llaves. Como ve, no es ninguna proeza suponer que
un hombre que trata tan a la ligera un reloj de cincuenta guineas debe
ser descuidado. Tampoco es tan descabellado deducir que un hombre que
hereda un artículo tan valioso tiene que estar bien provisto en otros
aspectos.
Asentí para dar a entender que seguía su razonamiento.
—Es costumbre de los prestamistas ingleses, cuando alguien empeña un
reloj, grabar el número de la papeleta con un alfiler en el interior de
la tapa. Es más cómodo que poner una etiqueta y no hay peligro de que
el número se pierda o se traspapele. Y mi lupa ha descubierto nada
menos que cuatro de esos números en el interior de la tapa del reloj.
Deducción: su hermano pasaba apuros económicos con frecuencia.
Deducción secundaria: de vez en cuando atravesaba períodos de
prosperidad, pues de lo contrario no habría podido desempeñar la
prenda. Por último, le ruego que mire la chapa interior, donde está el
agujero para dar cuerda. Fíjese en que hay miles de rayas alrededor del
agujero, causadas al resbalar la llave de la cuerda. ¿Cree que la llave
de un hombre sobrio dejaría todas esas marcas? Sin embargo, nunca
faltan en el reloj de un borracho. Le daba cuerda por la noche y dejó
la marca de su mano temblorosa. ¿Qué misterio hay en todo esto?
—Está tan claro como la luz del día —respondí—. Lamento haber sido
injusto con usted. Debí haber tenido más fe en sus maravillosas
facultades. ¿Puedo preguntarle si en estos momentos tiene entre manos
alguna investigación profesional?
—Ninguna. De ahí lo de la cocaína. No puedo vivir sin hacer trabajar el
cerebro. ¿Qué otra razón hay para vivir? Mire por esa ventana. ¿Alguna
vez ha sido el mundo tan lúgubre, triste e improductivo? Mire esa
niebla amarilla que hace remolinos por la calle y se desliza ante esas
casas grises. ¿Puede haber algo más desesperantemente prosaico y
material? ¿De qué sirve tener talento, doctor, si no se tiene campo en
el que aplicarlo? Los delitos son vulgares, la existencia es vulgar, y
en este mundo no hay sitio para lo que se salga de la vulgaridad.
Abrí la boca para responder a su diatriba, pero en aquel momento, tras
dar unos golpecitos en la puerta, entró nuestra casera, que traía una
tarjeta en una bandeja de latón.
—Una señorita pregunta por usted, señor —dijo, dirigiéndose a mi
compañero. —Miss Mary Morstan —leyó éste—. ¡Hum! No me suena de nada el
nombre. Diga a la señorita que suba, señora Hudson. No se vaya, doctor.
Prefiero que se quede.
- 2 -
La exposición del caso
La señorita Morstan entró en la habitación con paso firme y porte
airoso. Era una joven rubia, menuda, delicada, con guantes en las manos
y vestida con el gusto más exquisito. No obstante, la discreción y
sencillez de sus ropas parecían indicar unos recursos económicos
limitados. El vestido era de color pardo grisáceo tirando a oscuro, sin
cintas ni adornos, y llevaba un pequeño turbante del mismo tono
apagado, alegrado tan sólo por un vestigio de pluma blanca en un
costado. Su rostro no tenía facciones regulares ni una complexión
hermosa, pero su expresión era dulce y amistosa, y sus grandes ojos
azules resultaban particularmente espirituales y atractivos. A pesar de
que mi experiencia con las mujeres abarcaba muchas naciones y tres
continentes distintos, yo jamás había visto un rostro que ofreciera tan
claros indicios de un carácter refinado y sensible. No pude evitar
fijarme en que, al sentarse en el asiento que Sherlock Holmes le
acercó, sus labios temblaban, sus manos se estremecían y todo en ella
indicaba una fuerte agitación interna.
—He acudido a usted, señor Holmes —dijo—, porque en cierta ocasión
ayudó a la señora de Cecil Forrester, para la que yo trabajaba, a
resolver una pequeña complicación doméstica. Quedó muy impresionada por
su amabilidad y talento.
—La señora de Cecil Forrester... —repitió Holmes, pensativo—. Sí, creo
que le presté un pequeño servicio. Pero me parece recordar que se
trataba de un caso realmente sencillo.
—A ella no se lo pareció. Pero del mío, por lo menos, no podrá usted
decir lo mismo. Me cuesta imaginar algo más extraño y absolutamente
inexplicable que la situación en que me encuentro.
Holmes se frotó las manos y sus ojos se iluminaron. Se inclinó hacia
delante en su butaca, con una expresión de absoluta concentración en
sus facciones marcadas y aguileñas.
—Exponga su caso.
Me pareció que mi presencia resultaba embarazosa.
—Estoy seguro de que sabrán disculparme —dije, levantándome de mi
asiento.
Ante mi sorpresa, la joven levantó una mano enguantada para detenerme.
—Si su amigo tiene la bondad de quedarse —dijo—, me prestará un
servicio inestimable.
Me dejé caer de nuevo en mi asiento.
—En pocas palabras —continuó—, los hechos son los siguientes: mi padre
era oficial en un regimiento de la India, y me envió a Inglaterra
cuando yo era niña. Mi madre había fallecido y yo no tenía ningún
pariente aquí, pero me ingresaron en un cómodo internado de Edimburgo,
donde permanecí hasta que cumplí diecisiete años. En 1878, mi padre,
que era el capitán más antiguo de su regimiento, consiguió un permiso
de doce meses y volvió a Inglaterra. Me puso un telegrama desde
Londres, diciendo que había llegado sin contratiempos y pidiéndome que
fuera a verlo cuanto antes, dando como dirección el hotel Langham. Su
mensaje, tal como yo lo recuerdo, rebosaba amor y cariño. En cuanto
llegué a Londres me dirigí al Langham, y allí me dijeron que el capitán
Morstan se alojaba allí, pero que había salido la noche anterior y no
había regresado. Esperé todo el día sin tener noticias suyas. Aquella
noche, por consejo del director del hotel, me puse en contacto con la
policía, y al día siguiente pusimos anuncios en todos los periódicos.
Nuestras investigaciones no dieron ningún resultado. Y desde entonces
hasta hoy no hemos vuelto a saber nada de mi pobre padre. Llegó a su
país con el corazón lleno de esperanza, buscando paz y reposo, y en
lugar de eso... Se llevó la mano a la garganta y un sollozo ahogado
interrumpió sus palabras.
—¿Fecha? —preguntó Holmes, abriendo su cuaderno de notas.
—Desapareció el 3 de diciembre de 1878..., hace casi diez años.
—¿Y su equipaje?
—Se quedó en el hotel. No encontramos nada que nos diera una pista.
Algo de ropa, unos cuantos libros y gran cantidad de curiosidades de
las islas Andaman. Estuvo allí como oficial de la guardia del presidio.
—Tenía amigos en Londres?
—Sólo sabemos de uno: el mayor Sholto, de su mismo regimiento, el
trigésimo cuarto de Infantería de Bombay. El mayor se había retirado
algún tiempo antes, y vivía en Upper Norwood. Como es natural, nos
pusimos en contacto con él, pero ni siquiera sabía que su camarada
hubiera regresado a Inglaterra. —Curioso caso —comentó Holmes.
—Aún no le he contado la parte más extraña. Hace unos seis años...,
para ser más exactos, el 4 de mayo de 1882, apareció un anuncio en el
Times, interesándose por la dirección de la señorita Mary Morstan y
asegurando que le convenía mucho presentarse. No se incluía ningún
nombre ni dirección. Por aquel entonces, yo acababa de entrar al
servicio de la señora de Cecil Forrester como institutriz. Siguiendo su
consejo, publiqué mi dirección en la columna de anuncios personales.
Aquel mismo día, me llegó por correo una cajita de cartón, que resultó
contener una perla muy grande y brillante. Nada más, ni una palabra
escrita. Y desde entonces, cada año, por la misma fecha, siempre me
llega una caja similar, conteniendo una perla similar, sin el menor
dato de quien las envía. Un experto ha dictaminado que son de una
variedad rara y tienen un gran valor. Vean por sí mismos que son
bellísimas.
Diciendo esto, abrió una caja plana y me mostró seis de las perlas más
hermosas que he visto en mi vida.
—Su historia es la mar de interesante —dijo Sherlock Holmes—. ¿Le ha
ocurrido algo más?
—Pues sí, y precisamente hoy. Por eso he acudido a usted. Esta mañana
he recibido esta carta; tal vez prefiera leerla usted mismo.
—Gracias —dijo Holmes—. El sobre también, por favor. Matasellos de
Londres, Sudoeste... Fecha, 7 de julio. ¡Hum! Huella de un pulgar de
hombre en la esquina..., probablemente, del cartero. Papel de la mejor
calidad. Sobre de los de seis peniques el paquete. Curiosos gustos los
de este hombre en cuestión de papelería. No hay dirección. «Acuda esta
noche, a las siete, a la puerta del teatro Lyceum, tercera columna de
la izquierda. Si no se fía, traiga un par de amigos. Ha sido usted
perjudicada y se le hará justicia. No avise a la policía. Si lo hace,
todo será en vano. Su amigo desconocido.» Vaya, vaya. Pues sí que
tenemos un pequeño misterio. ¿Qué se propone hacer, señorita Morstan?
—Eso es precisamente lo que he venido a consultarle.
—En tal caso, desde luego que iremos. Usted y yo y... sí, claro, el
doctor Watson es el hombre indicado. La carta dice que dos amigos. El
doctor y yo hemos trabajado juntos otras veces.
—Pero ¿querrá venir? —preguntó la joven, con un tono de súplica en la
voz y la expresión.
—Será un orgullo y un placer poder serle útil —dije yo, de todo
corazón.
—Son los dos muy amables —respondió ella—. He vivido muy aislada y no
tengo amigos a los que recurrir. Bastará con que esté aquí a las seis,
supongo.
—Pero no más tarde —dijo Holmes—. Sin embargo, hay otra cuestión. ¿Es
ésta la misma letra con la que se escribió la dirección en las cajas de
las perlas?
—Las traigo aquí —respondió ella, sacando media docena de trozos de
papel.
—De verdad, es usted una cliente modelo. Tiene buena intuición. Vamos a
ver. Extendió los papeles sobre la mesa y los inspeccionó uno tras otro
con rápidos vistazos. —La letra está falseada, excepto en la carta
—dijo por fin—, pero no caben dudas acerca del autor. Fíjese en cómo se
destaca involuntariamente la «y» griega, y en el giro que remata las
«eses». Son indudablemente de la misma persona. No me gustaría darle
falsas esperanzas, señorita Morstan, pero ¿existe alguna semejanza
entre esta letra y la de su padre?
—No podrían ser más diferentes.
—Esperaba que dijera eso. Muy bien, nos veremos aquí a las seis. Por
favor, déjeme los papeles. Puede que tenga que echarles otro vistazo.
Son sólo las tres y media. Au revoir, pues.
—Au revoir (fr. adiós)—replicó nuestra visitante, y tras dirigirnos a
cada uno una mirada animada y amable, se guardó la caja de las perlas y
se retiró presurosa.
Me asomé a la ventana y la vi caminando calle abajo a buen paso, hasta
que el turbante gris y la pluma blanca quedaron reducidos a una
manchita entre la sombría multitud. —¡Qué mujer tan atractiva!
—exclamé, volviéndome hacia mi compañero.
Éste había vuelto a encender su pipa y estaba recostado con los
párpados entornados.
—¿Ah, sí? —dijo con languidez—. No me he fijado.
—Desde luego, es usted un autómata, una máquina de calcular —exclamé—.
A veces, tiene usted cosas decididamente inhumanas. Holmes sonrió
amablemente.
—Es de la máxima importancia —dijo— no permitir que las cualidades
personales influyan en nuestra capacidad de juicio. Para mí, un cliente
es una mera unidad, un factor del problema. Las cuestiones emocionales
son enemigas del razonamiento claro. Le aseguro que la mujer más
fascinante que jamás he conocido fue ahorcada por haber envenenado a
tres niños para cobrar un seguro, y que el hombre más repelente que
conozco es un filántropo que lleva gastado casi un cuarto de millón en
ayudar a los pobres de Londres.
—Sin embargo, en este caso…
—Jamás hago excepciones. Una excepción rebate la regla. ¿Ha estudiado
alguna vez el carácter a partir de la escritura? ¿Qué le parece la
letra de este individuo?
—Es clara y uniforme —respondí—. Un hombre ordenado y con cierta fuerza
de carácter.
Holmes negó con la cabeza.
—Fíjese en las letras largas —dijo—. Apenas sobresalen del rebaño de
las corrientes. Esta «d» podría ser una «a», y esta «l» una «e». Los
hombres con carácter siempre hacen destacar las letras largas, por muy
ilegible que sea su escritura. Aquí hay vacilación en la « g» y poca
confianza en las mayúsculas. Voy a salir. Tengo que hacer algunas
consultas. Permítame que le recomiende este libro, uno de los más
interesantes que se han escrito jamás: El martirio del hombre, de
Winwood Reade. Volveré en una hora.
Me senté junto a la ventana con el libro en las manos, pero mis
pensamientos volaban muy lejos de las atrevidas especulaciones del
autor. Mi mente corría hacia nuestra reciente visitante..., sus
sonrisas, los tonos ricos y profundos de su voz, el extraño misterio
que se cernía sobre su vida. Si tenía diecisiete años cuando
desapareció su padre, ahora debía de tener veintisiete, una edad
espléndida, cuando la juventud ha perdido su arrogancia y se vuelve
algo más sensata gracias a la experiencia. Y así seguí, sentado y
cavilando, hasta que surgieron en mi mente pensamientos tan peligrosos
que corrí hacia mi escritorio y me sumergí con furia en el más reciente
tratado de patología. ¿Quién era yo, un médico militar retirado, con
una pierna débil y una cuenta bancaria más débil aún, para atreverme a
pensar en cosas así? Ella era una unidad, un factor, y nada más. Si mi
futuro se presentaba negro, más valía afrontarlo como un hombre que
intentar alegrarlo con simples fantasías de la imaginación.
- 3 -
En busca de una solución
Eran más de las cinco y media cuando regresó Holmes. Venía contento,
animado y de excelente humor, un estado de ánimo que en él se alternaba
con accesos de la más negra depresión.
—No hay gran misterio en este asunto —dijo, tomando la taza de té que
yo le había servido—. Parece que los hechos sólo admiten una única
explicación. —¿Cómo? ¿Ya lo ha resuelto?
—Bueno, eso es mucho decir. He descubierto un hecho muy sugerente, eso
es todo. Eso sí, es muy sugerente. Todavía falta añadir los detalles.
Consultando los archivos del Times, he descubierto que el mayor Sholto,
de Upper Norwood, que sirvió en el trigésimo cuarto de Infantería de
Bombay, falleció el 28 de abril de 1882.
—Seguro que soy muy obtuso, Holmes, pero no acabo de ver qué sugiere
eso.
—¿No? Me sorprende usted. Pues mírelo de esta manera. El capitán
Morstan desaparece. La única persona de Londres a la que podría haber
visitado es el mayor Sholto. El mayor Sholto niega saber que Morstan
hubiera estado en Londres. Cuatro años después, Sholto muere. Menos de
una semana después de su muerte, la hija del capitán Morstan recibe un
valioso regalo, que se repite un año tras otro, y ahora todo culmina en
una carta que la describe como perjudicada. ¿A qué perjuicio puede
referirse si no es a la pérdida de su padre? ¿Y por qué iban a comenzar
los regalos inmediatamente después de la muerte de Sholto, a menos que
el heredero de ese Sholto supiera algo sobre el misterio y deseara
ofrecer una compensación? ¿Tiene usted alguna teoría alternativa que se
ajuste a los hechos?
—¡Pues qué compensación tan extraña! ¡Y qué manera tan extraña de
hacerlo! ¿Por qué tendría que escribirle esa carta ahora, y no hace
seis años? Y además, la carta habla de hacer justicia. ¿Qué justicia se
le puede hacer? No irá a suponer que su padre sigue vivo. Y, que
nosotros sepamos, no hay ninguna otra injusticia en este caso.
—Hay ciertas dificultades; claro que hay ciertas dificultades —dijo
Sherlock Holmes, pensativo—. Pero la expedición de esta noche las
resolverá todas. ¡Ah!, Ahí viene un coche, y en él la señorita Morstan.
¿Está usted listo? Pues vayamos bajando, porque ya pasa un poco de la
hora.
Recogí mi sombrero y mi bastón más pesado, pero me fijé en que Holmes
sacaba su revólver del cajón y se lo metía en el bolsillo. Estaba claro
que pensaba que nuestro trabajo de aquella noche era cosa seria.
La señorita Morstan venía envuelta en una capa oscura, y su expresivo
rostro estaba sereno, pero pálido. No habría sido mujer si no hubiera
sentido cierta aprensión ante la extraña empresa en la que nos
estábamos embarcando, pero su dominio de sí misma era perfecto y
respondió con soltura a las pocas preguntas nuevas que Sherlock Holmes
le planteó.
—El mayor Sholto era muy amigo de papá —dijo—. Sus cartas estaban
llenas de comentarios sobre el mayor. El y papá estaban al mando de las
tropas de las islas Andaman, de manera que vivieron muchas experiencias
juntos. Por cierto, en el escritorio de papá encontramos un extraño
papel que nadie consiguió entender. No creo que tenga la menor
importancia, pero pensé que tal vez le gustaría verlo y lo he traído.
Aquí lo tiene.
Holmes desdobló con cuidado el papel y lo alisó sobre su rodilla. A
continuación, lo examinó muy meticulosamente con su lupa.
—Es papel de fabricación india —comentó—. Estuvo alguna vez clavado a
un tablero. El esquema dibujado en él parece el plano de parte de un
gran edificio, con muchas salas, pasillos y pasadizos. En un punto hay
una crucecita trazada con tinta roja, y encima de ella pone «3,37 desde
la izquierda», escrito a lápiz y casi borrado. En la esquina inferior
izquierda hay un curioso jeroglífico, como cuatro cruces en línea, con
los brazos tocándose. Al lado han escrito, con letra bastante mala y
torpe, «El signo de los cuatro.—Jonathan Small, Mahomet Singh, Abdullah
Khan, Dost Akbar. » No, confieso que no veo ninguna relación con el
asunto. Pero está claro que se trata de un documento importante. Lo han
tenido cuidadosamente guardado en una libreta de bolsillo, porque está
igual de limpio por un lado que por el otro. —Lo encontramos en su
libreta de bolsillo.
—Pues guárdelo con cuidado, señorita Morstan, porque puede que nos sea
útil. Empiezo a sospechar que este caso puede resultar mucho más
complicado y sutil de lo que supuse al principio. Tendré que
reconsiderar mis ideas.
Se recostó en el asiento del coche y comprendí, por su ceño fruncido y
su mirada ausente, que estaba pensando intensamente. La señorita
Morstan y yo charlamos en voz baja acerca de nuestra expedición y su
posible resultado, pero nuestro compañero mantuvo su impenetrable
reserva hasta el final del trayecto.
Estábamos en septiembre y aún no eran las siete de la tarde, pero había
hecho un día muy desapacible, y una niebla densa y húmeda se extendía a
poca altura sobre la gran ciudad. Por encima de las calles embarradas
flotaban tristes nubarrones del mismo color que el barro. A lo largo
del Strand, las farolas eran meros borrones de luz difusa, que
proyectaban un débil reflejo circular sobre el resbaladizo pavimento.
Las luces amarillas de los escaparates se difuminaban en el aire
cargado de vapores, esparciendo un turbio y palpitante resplandor por
la concurrida avenida. Me daba la impresión de que había algo
misterioso y fantasmal en la interminable procesión de rostros que
atravesaban fugazmente las estrechas franjas de luz: rostros tristes y
alegres, angustiados y felices. Como la totalidad del género humano,
pasaban velozmente de las tinieblas a la luz, sólo para volver a
sumirse en las tinieblas. No soy fácil de impresionar, pero aquella
tarde lúgubre y sombría, combinada con el extraño asunto en el que nos
habíamos embarcado, había conseguido deprimirme y ponerme nervioso. Por
la manera de actuar de la señorita Morstan, me di cuenta de que ella
sentía algo parecido. Sólo Holmes estaba por encima de tan funestas
influencias. Sostenía su cuaderno de notas abierto sobre las rodillas,
y de vez en cuando trazaba números y anotaciones, a la luz de su
linterna de bolsillo.
En el Lyceum, la muchedumbre se apretujaba ya ante las entradas
laterales. Delante de la puerta principal discurría con estrépito una
continua sucesión de coches de dos y cuatro ruedas, que descargaban sus
cargamentos de caballeros con pechera almidonada y damas cubiertas de
chales y diamantes. Apenas habíamos llegado a la tercera columna, lugar
de nuestra cita, cuando nos abordó un hombre menudo, moreno y ágil,
vestido de cochero.
—¿Son ustedes las personas que vienen con la señorita Morstan?
—preguntó. —Yo soy la señorita Morstan, y estos dos caballeros son
amigos míos —dijo ella. El hombre nos miró de refilón, con ojos
increíblemente penetrantes e inquisitivos. —Tendrá que perdonarme,
señorita —dijo con cierto tono obstinado—, pero tengo que pedirle que
me dé su palabra de que ninguno de sus acompañantes es agente de
policía. —Le doy mi palabra —respondió ella.
El hombre emitió un agudo silbido y, en respuesta al mismo, un golfillo
acercó un coche de cuatro ruedas y abrió la puerta. Nuestro
interlocutor subió al pescante, mientras nosotros nos acomodábamos
dentro. Apenas nos habíamos sentado, cuando el cochero fustigó al
caballo y partimos a toda velocidad por las calles cubiertas de espesa
niebla.
Era una situación curiosa. Nos dirigíamos a un lugar desconocido con
una misión desconocida. O bien la invitación era una completa burla
—hipótesis que resultaba inconcebible—, o bien teníamos buenas razones
para pensar que de aquel trayecto podían depender cuestiones muy
importantes. La actitud de la señorita Morstan era tan decidida y
serena como siempre. Me propuse animarla y entretenerla con anécdotas
de mis aventuras en Afganistán; pero, a decir verdad, yo mismo estaba
tan excitado por la situación y sentía tanta curiosidad por conocer
nuestro destino, que mis relatos se embarullaron un poco. En el día de
hoy, ella todavía sigue insistiendo en que le conté una emocionante
historia en la que una escopeta se asomó a mi tienda en mitad de la
noche, y yo le disparé con un cachorro de tigre de dos cañones.
Al principio, tenía cierta idea de la dirección en la que íbamos, pero
con la velocidad que llevábamos, la niebla y mi limitado conocimiento
de Londres, no tardé en desorientarme y ya no supe nada más, excepto
que parecía que íbamos muy lejos. En cambio, Sherlock Holmes no se
despistó ni una vez, e iba musitando los nombres a medida que el coche
atravesaba plazas y se internaba por tortuosas callejuelas. —Rochester
Road —decía—. Y ahora, Vincent Square. Ahora saldremos a la calle del
puente de Vauxhall. Parece que vamos hacia la parte de Surrey. Sí, lo
que yo decía. Ya estamos en el puente. Se alcanza a ver el río.
En efecto, pudimos ver de manera fugaz un tramo del Támesis, con las
farolas brillando sobre sus anchas y tranquilas aguas; pero el coche
siguió adelante a toda velocidad y se introdujo rápidamente en el
laberinto de calles de la otra orilla.
—Wandsworth Road —dijo mi compañero—. Priory Road. Larkhall Lane.
Stockwell Place. Robert Street. Coldharbour Lane. No parece que nuestra
expedición nos lleve a zonas muy elegantes.
Efectivamente, habíamos llegado a una barriada bastante sospechosa y
desagradable. Largas y monótonas hileras de casas de ladrillo,
alegradas tan sólo por el turbio resplandor y los vulgares adornos de
los bares de las esquinas. Pasamos luego ante varias manzanas de casas
de dos plantas, todas ellas con un minúsculo jardín delante; y otra vez
las interminables filas de edificios nuevos de ladrillo, monstruosos
tentáculos que la gigantesca ciudad extendía hacia el campo. Por fin,
el coche se detuvo ante la tercera casa de una manzana recién
construida. Ninguna de las otras casas estaba habitada, y la que
parecía nuestro destino estaba tan a oscuras como sus vecinas, excepto
por un débil resplandor en la ventana de la cocina. Sin embargo, en
cuanto llamamos a la puerta, la abrió al instante un sirviente indio
ataviado con turbante amarillo, ropa blanca holgada y una faja
amarilla. Había algo extraño e incongruente en aquella figura oriental
enmarcada en el umbral de una vivienda suburbana de tercera clase.
—El sahib los aguarda —dijo.
Aún no había terminado de hablar cuando una voz aguda y chillona gritó
desde alguna habitación interior: —Hazlos pasar, khitmutgar(ind.
sirviente masculino). Que pasen en seguida.
- 4 -
La historia del hombre calvo
Seguimos al indio por un pasillo sórdido y vulgar, mal iluminado y peor
amueblado, hasta llegar a una puerta situada a la derecha, que abrió de
par en par. Quedamos bañados por un resplandor de luz amarilla, y en el
centro del resplandor se alzaba un hombre pequeño con la cabeza muy
alta, una orla de pelo rojizo alrededor y un cráneo calvo y reluciente,
que sobresalía del cabello como la cumbre de una montaña sobresale
entre los abetos. Estaba de pie, retorciéndose las manos y con los
rasgos de la cara en constante agitación: tan pronto sonreía como ponía
mal gesto, pero sus facciones no quedaban en reposo ni un solo
instante. La naturaleza le había dotado de un labio colgante y una
hilera demasiado visible de dientes amarillentos e irregulares, que
procuraba ocultar sin mucho entusiasmo pasándose la mano por la parte
inferior del rostro. A pesar de su prominente calva, daba la impresión
de ser joven. Y de hecho, acababa de cumplir treinta años.
—A su servicio, señorita Morstan —repitió varias veces, con su voz
aguda y penetrante—. A su servicio, caballeros. Por favor, pasen a mi
humilde santuario. Un pequeño rincón, señorita, pero amueblado a mi
gusto. Un oasis de arte en el ruidoso desierto del sur de Londres.
Todos nos quedamos asombrados por el aspecto de la habitación a la que
nos invitaba a entrar. Parecía tan fuera de lugar en aquella fúnebre
casa como un diamante de la mejor calidad en una montura de latón. Las
paredes estaban cubiertas por espléndidas cortinas y deslumbrantes
tapices, recogidos aquí y allá para dejar sitio a algún cuadro
lujosamente enmarcado o a un jarrón oriental. La alfombra, de colores
ámbar y negro, era tan blanda y tan gruesa que los pies se hundían
agradablemente en ella, como en una capa de musgo. Dos grandes pieles
de tigre extendidas sobre la alfombra acentuaban la impresión de lujo
oriental, a la que contribuía una enorme hookah colocada sobre una
esterilla en un rincón. Una lámpara con forma de paloma de plata
colgaba de un cable casi invisible en el centro de la habitación. Al
arder, impregnaba el aire de un aroma sutil.
—Soy Thaddeus Sholto —dijo el hombrecillo, sin dejar de temblar y
sonreír—. Ése es mi nombre. Usted, naturalmente, es la señorita
Morstan. Y estos caballeros... —Éste es el señor Sherlock Holmes, y
éste el doctor Watson.
—Un médico, ¿eh? —exclamó, muy excitado—. ¿Ha traído su estetoscopio?
¿Podría pedirle..., tendría la amabilidad de...? Tengo serias dudas
acerca de mi válvula mitral, y si fuera tan amable... En la aorta puedo
confiar, pero me gustaría conocer su opinión sobre la mitral.
Le ausculté el corazón como me pedía, pero no escuché nada anormal,
aparte de que era evidente que sufría un ataque extremo de miedo, ya
que temblaba de pies a cabeza. —Parece normal —dije—. No tiene por qué
preocuparse.
—Tendrá que perdonar mi ansiedad, señorita Morstan —dijo en tono
afectado—. Tengo muy mala salud y hace tiempo que sospechaba de esa
válvula. Me alegra muchísimo oír que mis sospechas eran infundadas. Si
su padre, señorita Morstan, no hubiera sometido su corazón a tantas
tensiones, tal vez estaría vivo todavía.
Me dieron ganas de cruzarle la cara, de tanto que me indignó su cruel e
innecesaria alusión a un tema tan delicado. La señorita Morstan se
sentó, completamente pálida. —Siempre tuve la corazonada de que había
fallecido —dijo.
—Puedo darle toda la información al respecto —dijo él—. Y lo que es
más, puedo hacerle justicia. Y lo haré, diga lo que diga mi hermano
Bartholomew. Me alegro de que hayan venido sus amigos, no sólo para
escoltarla, sino también para que sean testigos de lo que me dispongo a
hacer y decir. Entre los tres podremos hacer frente a mi hermano
Bartholomew. Pero que no intervengan extraños. Ni policías ni
funcionarios. Podemos arreglarlo todo perfectamente entre nosotros, sin
ninguna interferencia. Nada molestaría tanto a mi hermano Bartholomew
como la publicidad.
Se sentó en un canapé bajo y nos miró inquisitivamente, sin dejar de
guiñar sus ojos azules, miopes y acuosos.
—Por mi parte —dijo Holmes—, lo que usted vaya a decirnos quedará entre
nosotros.
Yo asentí para mostrar mi conformidad.
—¡Perfecto! ¡Perfecto! —dijo Sholto—. ¿Le apetece un vaso de chianti,
señorita Morstan? ¿O de tokay? No tengo ninguna otra clase de vino.
¿Quiere que abra una botella? ¿No? Muy bien. Confío en que no pondrá
objeciones al tabaco, al balsámico olor del tabaco oriental. Estoy un
poco nervioso y mi hookah es para mí un sedante maravilloso.
Aplicó una cerilla a la gran cazoleta de la pipa, y el humo burbujeó
alegremente a través del agua de rosas. Los tres nos sentamos en
semicírculo, adelantando la cabeza y apoyando la barbilla en las manos,
mientras el extraño y tembloroso hombrecillo de cráneo alto y
reluciente aspiraba inquietas bocanadas en el centro.
—Cuando decidí comunicarle todo esto —dijo—, podría haberle dado mi
dirección desde un principio, pero tuve miedo de que no hiciera caso de
mis condiciones y trajera con usted gente desagradable. Así pues, me
tomé la libertad de concertar una cita de manera que mi sirviente
Williams pudiera verlos antes. Tengo completa confianza en su
discreción y le ordené que, si no quedaba satisfecho, no siguiera
adelante. Tendrá que perdonarme estas precauciones, pero soy hombre de
costumbres reservadas, e incluso podría decir de gustos refinados, y no
hay nada tan antiestético como un policía. Me repugnan por naturaleza
todas las manifestaciones de burdo materialismo. Casi nunca entro en
contacto con la masa vulgar. Vivo, como usted ve, rodeado de una cierta
atmósfera de elegancia. Podríamos decir que soy un mecenas de las
artes. Son mi debilidad. Ese paisaje es un auténtico Corot y, aunque un
entendido podría sentir ciertas dudas acerca de ese Salvatore Rosa, con
este Bouguereau no puede caber la menor duda. Me encanta la escuela
francesa moderna.
—Perdone usted, señor Sholto —dijo la señorita Morstan—, pero he venido
aquí a petición suya para enterarme de algo que usted desea contarme.
Es ya muy tarde y me gustaría que la entrevista fuera lo más breve
posible.
—En el mejor de los casos, creo que nos tomará algún tiempo —respondió
él—. Porque, naturalmente, tendremos que ir a Norwood a ver a mi
hermano Bartholomew. Podemos ir todos y trataremos de convencerlo. Está
muy enfadado conmigo por haber tomado la iniciativa que me parecía
justa. Anoche tuvimos unas palabras bastante fuertes. No pueden
imaginar lo terrible que se pone cuando está furioso.
—Si vamos a ir a Norwood, tal vez convendría salir ya —me atreví a
sugerir.
Sholto se echó a reír hasta que las orejas se le pusieron completamente
rojas.
—Así no adelantaríamos nada —exclamó—. No sé lo que diría si me
presentara con ustedes así, de repente. No, tengo que prepararles,
explicándoles cuáles son nuestras respectivas posiciones. En primer
lugar, debo decirles que hay ciertos detalles de la historia que yo
mismo ignoro. Sólo puedo explicarles los hechos hasta donde yo los
conozco.
»Como ustedes habrán adivinado, mi padre era el mayor John Sholto, del
ejército de la India. Se retiró hace unos once años y se instaló en el
Pabellón Pondicherry, en Upper Norwood. En la India le había ido bien y
se trajo de allá una considerable cantidad de dinero, una gran
colección de valiosas curiosidades y un equipo de sirvientes nativos.
Con estos recursos se compró una casa y vivió con todo lujo. Mi hermano
gemelo Bartholomew y yo éramos sus únicos hijos.
»Recuerdo muy bien la sensación que provocó la desaparición del capitán
Morstan. Leímos los detalles en la prensa y, como sabíamos que había
sido amigo de nuestro padre, comentábamos el caso con toda libertad en
su presencia. Incluso participaba en nuestras especulaciones sobre lo
que podría haber ocurrido. Ni por un instante sospechamos que él
estuviera al corriente del secreto; que sólo él, entre todos los
hombres, sabía qué había sido de Arthur Morstan.
»Sin embargo, sí que sabíamos que sobre nuestro padre se cernía algún
misterio, algún peligro concreto, porque le daba miedo salir solo y
tenía empleados a dos luchadores como porteros del Pabellón
Pondicherry. Williams, el que les ha traído aquí esta noche, era uno de
ellos. En sus tiempos fue campeón de Inglaterra de los pesos ligeros.
Nuestro padre nunca nos dijo de qué tenía miedo, pero sentía una
extraordinaria aversión hacia los hombres con pata de palo. En una
ocasión llegó a disparar su revólver contra un hombre con pata de palo,
que resultó ser un inofensivo vendedor ambulante que iba de casa en
casa. Tuvimos que pagar una elevada suma para silenciar el asunto. Mi
hermano y yo creíamos que se trataba de una simple manía de nuestro
padre; pero los acontecimientos posteriores nos hicieron cambiar de
opinión.
»A principios de 1882, mi padre recibió una carta de la India que le
causó un gran sobresalto. Al abrirla, estuvo a punto de desmayarse en
la mesa del desayuno, y desde aquel día estuvo enfermo hasta que murió.
Jamás pudimos descubrir lo que decía aquella carta, pero mientras la
tenía en las manos pude ver que era breve y estaba escrita con muy mala
letra. Desde hacía varios años, nuestro padre padecía de dilatación del
bazo, pero a partir de entonces empeoró rápidamente y hacia finales de
abril supimos que no había esperanzas y que quería hacernos una
revelación postrera.
»Cuando entramos en su habitación, estaba incorporado en la cama con
ayuda de varias almohadas y respiraba con dificultad. Nos pidió que
cerráramos la puerta y que nos situáramos uno a cada lado de la cama.
Entonces, cogiéndonos de las manos, nos contó una historia
extraordinaria, con una voz quebrada por la emoción y el dolor a partes
iguales. Voy a intentar repetírsela a ustedes con sus mismas palabras:
»Sólo hay una cosa —nos dijo— que me pesa en la conciencia en este
momento supremo. Es la manera en que me he portado con la pobre
huérfana de Morstan. La maldita codicia, que ha sido mi principal
pecado durante toda mi vida, la ha privado del tesoro, cuando le
correspondía por lo menos la mitad del mismo. Y sin embargo, yo tampoco
lo he aprovechado. ¡Qué cosa tan ciega y estúpida es la avaricia! La
simple sensación de poseerlo me resultaba tan agradable que no podía
soportar la idea de compartirlo con nadie. ¿Veis esa diadema con
cuentas de perlas que hay junto al frasco de quinina? Pues ni siquiera
de eso fui capaz de desprenderme, aunque lo había sacado con la
intención de enviárselo. Vosotros, hijos míos, le daréis una parte
justa del tesoro de Agra. Pero no le enviéis nada, ni siquiera la
diadema, hasta que yo haya muerto. Al fin y al cabo, hay quien ha
estado tan mal como yo y se ha recuperado.
»Voy a contaros cómo murió Morstan —continuó—. Llevaba años enfermo del
corazón, pero no se lo había dicho a nadie. Yo era el único que lo
sabía. Cuando él y yo estábamos en la India, por una extraña serie de
acontecimientos, llegó a nuestro poder un importante tesoro. Yo me lo
traje a Inglaterra, y cuando llegó Morstan, aquella misma noche vino
derecho aquí a reclamar su parte. Vino andando desde la estación y le
abrió la puerta el viejo y leal Lal Chowdar, que en paz descanse.
Morstan y yo tuvimos una diferencia de opiniones sobre el reparto del
tesoro y nos cruzamos palabras muy fuertes. En un ataque de ira,
Morstan se puso en pie de un salto y, de pronto, se llevó la mano al
costado, se le oscureció el rostro y cayó hacia atrás, golpeándose la
cabeza contra la esquina del cofre del tesoro. Cuando me incliné sobre
él, descubrí horrorizado que había muerto.
»Me quedé mucho tiempo sentado y medio atontado, preguntándome qué
podía hacer. Naturalmente, mi primer impulso fue pedir ayuda; pero me
daba perfecta cuenta de que era muy probable que me acusaran de
asesinato. El que hubiera muerto durante una disputa y la herida que
tenía en la cabeza eran indicios muy graves en mí contra. Por otra
parte, era imposible realizar una investigación oficial sin que saliera
a relucir la historia del tesoro, que yo estaba firmemente decidido a
mantener en secreto. El me había dicho que nadie en el mundo sabía
dónde había ido. Me pareció que no había ninguna necesidad de que
alguien lo supiera jamás.
»Todavía seguía dándole vueltas al asunto cuando levanté la mirada y vi
a mi sirviente Lal Chowdar en el umbral de la puerta. Entró con sigilo
y cerró la puerta con pestillo. "No tema, sahib —dijo—. Nadie tiene por
qué saber que usted lo ha matado. Esconderemos el cadáver y ¿quién va a
enterarse?". "Yo no lo maté", dije. Lal Chowdar meneó la cabeza y
sonrió. "Lo he oído todo, sahib —dijo—. Oí la pelea y oí el golpe. Pero
mis labios están sellados. Todos están dormidos en la casa. Lo
sacaremos entre los dos". Aquello bastó para decidirme. Si mi propio
sirviente era incapaz de creer en mi inocencia, ¿cómo podía esperar que
me creyeran doce estúpidos tenderos formando parte de un jurado?
Aquella misma noche, Lal Chowdar y yo nos deshicimos del cadáver y a
los pocos días todos los periódicos de Londres hablaban de la
misteriosa desaparición del capitán Morstan. Os cuento todo esto para
que veáis que no fue culpa mía. Sí soy culpable en cambio de haber
escondido no sólo el cadáver sino también el tesoro, y de haberme
quedado con la parte de Morstan, además de la mía. Por eso quiero que
vosotros os encarguéis de reparar mi falta. Acercad el oído a mi boca.
El tesoro está escondido en...
»En aquel instante, su rostro sufrió una horrible transformación. Se le
desorbitaron los ojos, se le desencajó la mandíbula y gritó, con una
voz que jamás podré olvidar: "¡No le dejéis entrar! ¡Por amor de Dios,
no le dejéis entrar! ". Los dos nos volvimos hacia la ventana que
teníamos a la espalda, en la que nuestro padre tenía clavada la mirada.
Una cara nos miraba desde la oscuridad. Pudimos ver su nariz blanqueada
al aplastarse contra el cristal. Era un rostro barbudo, con ojos
feroces y crueles y una expresión de maldad concentrada. Mi hermano y
yo corrimos hacia la ventana, pero el hombre había desaparecido. Cuando
regresamos junto a nuestro padre, su cabeza se había desplomado y su
pulso había dejado de latir.
»Aquella noche registramos el jardín sin encontrar ni rastro del
intruso, exceptuando una única pisada bajo la ventana, en un macizo de
flores. De no ser por aquella huella, habríamos podido pensar que aquel
rostro feroz era un producto de nuestra imaginación. Sin embargo,
pronto tuvimos una nueva y contundente prueba de que alguna fuerza
secreta actuaba a nuestro alrededor. Por la mañana encontramos abierta
la ventana de la habitación de nuestro padre; habían revuelto todos sus
armarios y cajones, y le habían prendido al pecho un papel arrugado,
con las palabras "El signo de los cuatro". jamás supimos lo que
significaba aquella frase, ni quién podía haber sido nuestro misterioso
visitante. Por lo que pudimos apreciar, no había robado ninguna de las
pertenencias de nuestro padre, aunque lo había revuelto todo.
Naturalmente, mi hermano y yo relacionamos este curioso incidente con
el miedo que había atormentado a nuestro padre cuando estaba vivo; pero
sigue siendo un completo misterio para nosotros.
El hombrecillo se inclinó para volver a encender su hookah y estuvo
unos momentos dando chupadas, con expresión pensativa. Todos habíamos
quedado absortos escuchando aquel extraordinario relato. Durante la
breve descripción de la muerte de su padre, la señorita Morstan se
había puesto pálida como un cadáver, y por un momento temí que fuera a
desmayarse. Sin embargo, se recuperó bebiendo un vaso de agua que yo le
serví de una garrafa veneciana que había en una mesita. Sherlock Holmes
estaba echado hacia atrás en su asiento, con expresión abstraída y los
párpados medio cerrados sobre sus ojos relucientes. Al mirarlo no pude
evitar acordarme de que aquel mismo día se había estado quejando de las
vulgaridades de la vida. Por lo menos, aquí tenía un problema capaz de
poner a prueba toda su sagacidad. El señor Thaddeus Sholto nos miró a
todos, visiblemente orgulloso del efecto que había producido su relato,
y continuó, entre chupada y chupada a su voluminosa pipa:
—Como podrán suponer —dijo—, mi hermano y yo estábamos excitadísimos
por aquel tesoro del que nos había hablado nuestro padre. Durante
semanas y meses, cavamos y registramos en todos los rincones del jardín
y de la casa sin localizar el escondrijo. Era como para volverse loco,
pensar que lo tenía en la punta de la lengua en el mismo instante de
morir. La diadema que nos había enseñado daba idea del esplendor de las
riquezas ocultas. Mi hermano Bartholomew y yo tuvimos algunas
discusiones acerca de aquella diadema. Era evidente que las perlas
tenían muchísimo valor, y él se resistía a desprenderse de ellas,
porque, aquí entre nosotros, también mi hermano tiene cierta tendencia
al pecado de mi padre. Además, creía que entregar la diadema podría dar
lugar a habladurías que, al final, nos meterían en apuros. Lo más que
pude hacer fue convencerle de que me permitiera averiguar la dirección
de la señorita Morstan y enviarle las perlas una a una, a intervalos
fijos, para que, al menos, nunca más pasara necesidades.
—Fue una idea muy generosa —dijo nuestra acompañante, emocionada—. Ha
sido usted muy amable.
El hombrecillo agitó la mano en señal de negativa.
—Nosotros éramos como sus albaceas —dijo—. Así es como lo veía yo,
aunque mi hermano Bartholomew no acababa de estar de acuerdo. Nosotros
teníamos ya mucho dinero; yo no deseaba más. Además, habría sido de muy
mal gusto tratar a una joven de manera tan mezquina. Le mauvais groût
mène au crime, como dicen los franceses, que tienen una manera muy fina
de decir estas cosas. Nuestras diferencias de opinión sobre el tema
llegaron a tal extremo que juzgué conveniente buscarme una casa propia,
así que me marché del Pabellón Pondicherry, llevándome conmigo al viejo
khitmutgar y a Williams. Pero ayer mismo me enteré de que había
ocurrido un acontecimiento de la máxima importancia. Se ha descubierto
el tesoro. Al instante, Me puse en contacto con la señorita Morstan, y
ahora sólo nos queda ir a Norwood y reclamar nuestra parte. Anoche le
expuse mis opiniones a mi hermano Bartholomew, así que seremos
visitantes esperados, aunque no bienvenidos.
El señor Thaddeus Sholto dejó de hablar y siguió temblequeando, sentado
en su lujoso canapé. Todos quedamos callados, pensando en el nuevo giro
que había adoptado aquel misterioso asunto. Holmes fue el primero en
ponerse en pie.
—Caballero, ha obrado usted bien de principio a fin —dijo—. Es posible
que podamos corresponderle en cierta medida, arrojando algo de luz
sobre lo que todavía está oscuro para usted. Pero, como dijo hace poco
la señorita Morstan, se hace tarde y lo mejor será que resolvamos el
asunto sin más dilación.
Nuestro nuevo conocido enrolló muy parsimoniosamente el tubo de su
hookah y sacó de detrás de una cortina un abrigo muy largo, abrochado
con alamares y con cuello y puños de astracán. Se lo abotonó hasta
arriba, a pesar de que la noche era bastante sofocante, y completó su
atuendo encasquetándose un gorro de piel de conejo con orejeras, de
manera que no quedó visible parte alguna de su cuerpo, excepto su cara
gesticulante y puntiaguda.
—Tengo la salud algo frágil —comentó mientras abría la marcha por el
pasillo—. Me veo obligado a vivir como un achacoso.
El coche nos aguardaba fuera y era evidente que nuestro programa estaba
organizado de antemano, porque el cochero arrancó inmediatamente a paso
rápido. Thaddeus Sholto hablaba sin parar, con una voz que destacaba
muy por encima del traqueteo de las ruedas.
—Bartholomew es un tipo listo —dijo—. ¿Cómo creen que averiguó dónde
estaba el tesoro? Había llegado a la conclusión de que tenía que estar
en alguna parte de la casa, así que calculó todo el espacio cúbico de
la casa y tomó medidas por todas partes, de manera que no quedara por
comprobar ni una pulgada. Entre otras cosas, descubrió que la altura
del edificio era de setenta y cuatro pies, pero que sumando las alturas
de todas las habitaciones y dejando margen suficiente para los espacios
entre ellas, que verificó haciendo calas, el total no pasaba de setenta
pies. Faltaban cuatro pies por alguna parte. Sólo podían estar en lo
alto del edificio; así que abrió un agujero en el techo de yeso de la
habitación más alta y allí, efectivamente, encontró un pequeño desván,
completamente tapiado, que nadie conocía. En el centro estaba el cofre
del tesoro, colocado sobre dos vigas. Lo descolgó a través del agujero
y allí lo tiene. Ha calculado el valor de las joyas en medio millón de
libras esterlinas, como mínimo.
Al oír aquella gigantesca cifra, todos nos miramos con ojos
desorbitados. Si podíamos hacer valer sus derechos, la señorita Morstan
dejaría de ser una humilde institutriz para convertirse en la heredera
más rica de Inglaterra. Cualquier amigo leal habría tenido que
alegrarse ante semejante noticia, pero confieso avergonzado que me dejé
vencer por el egoísmo y sentí que el corazón me pesaba como si fuera de
plomo. Balbuceé unas cuantas y entrecortadas palabras de felicitación y
me quedé abatido, con la cabeza gacha, sordo al parloteo de nuestro
nuevo amigo. Decididamente, el hombre era un hipocondríaco sin remedio,
y yo era vagamente consciente de que iba enumerando interminables
series de síntomas y suplicando información acerca de la composición y
efectos de innumerables potingues de charlatán, varios de los cuales
llevaba en el bolsillo, en un estuche de cuero. Confío en que no
recuerdo ninguna de las respuestas que le di aquella noche. Holmes
asegura que me oyó advertirle del gran peligro que supone tomar más de
dos gotas de aceite de ricino, y que le recomendé estricnina en grandes
dosis como sedante. Sea lo que fuere, lo cierto es que sentí un gran
alivio cuando nuestro coche se detuvo con una sacudida y el cochero
saltó a tierra para abrirnos la puerta.
—Esto, señorita Morstan, es el Pabellón Pondicherry —dijo Thaddeus
Sholto mientras le ofrecía la mano para bajar.
- 5 -
La tragedia del Pabellón Pondicherry
Eran casi las once de la noche cuando llegamos a esta etapa final de
nuestra aventura nocturna. Habíamos dejado atrás la niebla húmeda de la
ciudad y hacía bastante buena noche. Soplaba un viento cálido del
Oeste, y por el cielo se desplazaban densas nubes, entre cuyas
aberturas asomaba de vez en cuando la media luna. Había bastante
claridad como para ver a cierta distancia, pero Thaddeus Sholto
descolgó uno de los faroles laterales del carruaje para iluminar mejor
nuestro camino.
El Pabellón Pondicherry se alzaba en terreno propio, rodeado por una
tapia de piedra muy alta y rematada con cristales rotos. La única vía
de entrada era una puerta estrecha con refuerzos de hierro. Nuestro
guía llamó a esta puerta con un típico toc—toc como el de los carteros.
—¿Quién es? —gritó desde dentro una voz ronca.
—Soy yo, McMurdo. Ya deberías conocer mi llamada.
Oímos una especie de gruñido y el tintineo y rechinar de llaves. La
puerta se abrió con dificultad hacia dentro y un hombre bajo y ancho de
pecho apareció en el hueco; la luz amarillenta del farol caía sobre su
rostro de facciones prominentes, haciéndole guiñar los ojos
desconfiados.
—¿Es usted, señor Thaddeus? ¿Pero quiénes son esos otros? El señor no
me ha dicho nada de ellos.
—¿Cómo que no, McMurdo? Me sorprendes. Anoche le dije a mi hermano que
traería unos amigos.
—No ha salido de su habitación en todo el día, señor Thaddeus, y no me
ha dado instrucciones. Usted sabe muy bien que debo atenerme a las
normas. Puedo dejarle entrar a usted, pero sus amigos tienen que
quedarse donde están.
Aquél era un obstáculo inesperado. Thaddeus Sholto miró a su alrededor
con aire perplejo e indefenso.
—Esto no puede ser, McMurdo —dijo—. Si yo respondo de ellos, con eso
debe bastarte. ¿Y qué me dices de la señorita? No puede quedarse
esperando en la carretera a estas horas.
—Lo siento mucho, señor Thaddeus —dijo el portero, inexorable—.Esta
gente pueden ser amigos suyos y no serlo del señor. Él me paga bien
para que cumpla mi tarea, y yo cumplo mi tarea. No conozco a ninguno de
sus amigos.
—Sí que conoce a alguno, McMurdo —exclamó Sherlock Holmes jovialmente—.
No creo que se haya olvidado de mí. ¿No se acuerda del aficionado que
peleó tres asaltos con usted en los salones Alison la noche de su
homenaje, hace cuatro años?
—¡No será usted Sherlock Holmes! —rugió el boxeador—. ¡Válgame Dios!
¡Mira que no reconocerle! Si en lugar de quedarse ahí tan callado se
hubiera adelantado para atizarme aquel gancho suyo en la mandíbula, le
habría conocido a la primera. ¡Ah, usted sí que ha desaprovechado su
talento! Habría podido llegar muy alto si hubiera puesto ganas.
—Ya lo ve, Watson, si todo lo demás me falla, aún tengo abierta una de
las profesiones científicas —dijo Holmes, echándose a reír—. Estoy
seguro de que nuestro amigo no nos dejará ahora a la intemperie.
—Pase, señor, pase... usted y sus amigos —respondió el portero—. Lo
siento mucho, señor Thaddeus, pero las órdenes son muy estrictas. Tenía
que asegurarme de quiénes eran sus amigos antes de dejarlos entrar.
Una vez dentro, un sendero de grava serpenteaba a través de un terreno
desolado hacia la enorme mole de una casa cuadrada y prosaica, toda
sumida en sombras excepto una esquina, donde un rayo de luna se
reflejaba en la ventana de una buhardilla. El enorme tamaño del
edificio, con su aspecto lóbrego y su silencio mortal, helaba el
corazón.
Hasta Thaddeus Sholto parecía sentirse incómodo, y el farol temblaba
estrepitosamente en su mano.
—No lo entiendo —dijo—. Tiene que haber algún error. Le dije bien claro
a Bartholomew que vendríamos, pero no hay luz en su ventana. No sé qué
pensar. —¿Siempre tiene la casa así de bien guardada? —preguntó Holmes.
—Sí, ha seguido la costumbre de mi padre. Era el hijo favorito, ¿sabe
usted?, y a veces pienso que es posible que mi padre le dijera a él
cosas que no me dijo a mí. Aquella de arriba es la ventana de
Bartholomew, donde cae la luz de la luna. Brilla mucho, pero me parece
que dentro no hay luz.
—No, nada —dijo Holmes—. Pero sí que se ve brillar una luz en aquella
ventanita, al lado de la puerta.
—Ah, ésa es la habitación del ama de llaves. Allí vive la anciana
señora Bernstone. Ella podrá informarnos. Pero tal vez lo mejor sea que
esperen ustedes aquí un par de minutos, porque si entramos todos juntos
y ella no está enterada de que veníamos, puede asustarse. Pero...
¡silencio! ¿Qué es eso?
Levantó el farol y su mano se puso a temblar hasta que los círculos de
luz empezaron a dar vueltas y parpadeos en torno nuestro. La señorita
Morstan me agarró de la muñeca y todos nos quedamos inmóviles, con el
corazón palpitando con furia y el oído aguzado.
Desde el gran caserón negro, atravesando el silencio de la noche, nos
llegaba el sonido más triste y lastimero que existe: los sollozos
agudos y entrecortados de una mujer aterrorizada.
—¡Es la señora Bernstone! —dijo Sholto—. No hay otra mujer en la casa.
Esperen aquí. Vuelvo ahora mismo.
Echó a correr hacia la puerta y llamó con su típica llamada. Vimos que
una anciana alta le abría y se echaba a temblar de gozo nada más verlo.
—¡Ay, señor Thaddeus, qué alegría que haya venido! ¡Qué alegría que
haya venido, señor Thaddeus!
Seguimos oyendo sus reiteradas manifestaciones de alegría hasta que la
puerta se cerró y su voz se apagó, quedando reducida a un zumbido
monótono.
Nuestro guía nos había dejado el farol. Holmes lo giró lentamente a
nuestro alrededor y observó con atención la casa y los montones de
tierra removida que salpicaban el terreno. La señorita Morstan y yo nos
quedamos juntos, cogidos de la mano. ¡Qué cosa tan maravillosamente
sutil es el amor! Allí estábamos los dos, que nunca nos habíamos visto
hasta aquel día, que no habíamos intercambiado ni una palabra, ni tan
siquiera una mirada de cariño, y sin embargo, ahora que pasábamos un
momento de apuro, nuestras manos se habían buscado instintivamente.
Siempre que pienso en ello me maravilla, pero en entonces me pareció la
cosa más natural volverme hacia ella, y ella me ha contado a veces que
también fue el instinto el que la hizo recurrir a mí en busca de
protección. Y así nos quedamos, cogidos de la mano como dos niños, y
había paz en nuestros corazones a pesar de todas las cosas siniestras
que nos rodeaban.
—¡Qué lugar tan extraño! —dijo ella, mirando alrededor. —Parece como si
hubieran soltado por aquí a todos los topos de Inglaterra. He visto
algo parecido en la ladera de una montaña de Ballarat, donde habían
estado los buscadores de oro.
—Y por los mismos motivos —dijo Holmes—. Éstas son las huellas de los
buscadores de tesoros. Recuerden que han estado buscándolo durante seis
años. No es de extrañar que el terreno parezca una cantera de grava.
En aquel momento, la puerta de la casa se abrió de golpe y Thaddeus
Sholto salió corriendo, con los brazos extendidos y una expresión de
terror en sus ojos.
—¡A Bartholomew le ha ocurrido algo malo! —gritó—. Estoy asustado. Mis
nervios no aguantan más. Efectivamente, balbuceaba de miedo y su rostro
gesticulante y débil, que asomaba sobre el gran cuello de astracán,
tenía la expresión desamparada de un niño asustado.
—Entremos en la casa —dijo Holmes con su tono firme y decidido.
—¡Sí, entremos! —gimió Thaddeus Sholto—. La verdad, no me siento capaz
de dar órdenes.
Todos le seguimos a la habitación del ama de llaves, que se encontraba
a la izquierda del pasillo. La anciana estaba andando de un lado a otro
con gesto asustado y dedos inquietos, pero la presencia de la señorita
Morstan pareció ejercer en ella un efecto tranquilizador.
—¡Dios bendiga su cara dulce y serena! —exclamó con un sollozo
histérico—. ¡Es un consuelo verla! ¡Ay, qué día tan espantoso he
pasado!
Nuestra acompañante le dio unas palmaditas en las manos huesudas y
estropeadas por el trabajo, y murmuró algunas palabras de consuelo,
amables y femeninas, que devolvieron el color a las mejillas
cadavéricas de la pobre mujer.
—El señor se ha encerrado y no me responde —explicó—. He estado todo el
día esperando que llame, porque a veces le gusta estar solo sin que le
molesten, pero hace una hora temí que pasara algo malo, subí a su
cuarto y miré por el ojo de la cerradura. Tiene usted que subir, señor
Thaddeus..., tiene que subir y verlo usted mismo. Llevo diez largos
años viendo al señor Bartholomew Sholto, en momentos buenos y momentos
malos, pero jamás lo he visto con una cara como la que tiene ahora.
Sherlock Holmes tomó el farol y abrió la marcha, ya que a Thaddeus
Sholto le castañeteaban los dientes y estaba tan trastornado que tuve
que pasarle la mano bajo el brazo para sostenerlo cuando subíamos las
escaleras, porque le temblaban las rodillas. Durante la ascensión,
Holmes sacó dos veces su lupa del bolsillo y examinó atentamente marcas
que a mí me parecieron simples manchas de polvo en la estera de palma
que servía como alfombra de la escalera. Caminaba despacio, de escalón
en escalón, sosteniendo la lámpara a poca altura y lanzando atentas
miradas a derecha e izquierda. La señorita Morstan se había quedado con
la aterrorizada ama de llaves.
El tercer tramo de escaleras terminaba en un pasillo recto bastante
largo, con un gran tapiz indio a la derecha y tres puertas a la
izquierda. Holmes avanzó por dicho pasillo del mismo modo lento y
metódico, y los demás le seguíamos los pasos, proyectando negras y
largas sombras a nuestras espaldas. La tercera puerta era la que
buscábamos. Holmes llamó sin obtener respuesta, y después intentó girar
el picaporte y abrirlo a la fuerza. Pero la puerta estaba cerrada por
dentro, y con una cerradura muy grande y resistente, como pudimos
apreciar alumbrándola con la lámpara. No obstante, como habían hecho
girar la llave, el ojo de la cerradura no estaba tapado del todo.
Sherlock Holmes se agachó para mirar y se incorporó al instante,
tomando aire ruidosamente. —Aquí hay algo diabólico, Watson —dijo, más
emocionado que lo que yo le había visto nunca—. ¿Qué le parece a usted?
Me agaché para mirar por el agujero y retrocedí horrorizado. La luz de
la luna entraba en la habitación, iluminándola con un resplandor difuso
y desigual. Mirándome de frente y como suspendida en el aire, ya que
todo lo demás estaba en sombras, había una cara..., la mismísima cara
de nuestro compañero Thaddeus. Tenía el mismo cráneo puntiagudo y
brillante, la misma orla circular de pelo rojo, la misma palidez en el
rostro. Sin embargo, sus facciones estaban contraídas en una sonrisa
horrible, una sonrisa agarrotada y antinatural, que en aquella
habitación silenciosa y a la luz de la luna resultaba más perturbadora
que cualquier contorsión o mal gesto. Tanto se parecía aquel rostro al
de nuestro pequeño amigo que me volví a mirarlo para asegurarme de que
seguía con nosotros. Sólo entonces me acordé de que nos había dicho que
su hermano y él eran gemelos.
—¡Es terrible! —le dije a Holmes—. ¿Qué hacemos? —Hay que echar abajo
la puerta —respondió, lanzándose contra ella y aplicando todo su peso
sobre la cerradura.
La puerta crujió y gimió, pero no cedió. De nuevo nos lanzamos contra
ella, los dos juntos, y esta vez se abrió con un súbito chasquido y nos
encontramos dentro de la habitación de Bartholomew Sholto.
Parecía estar equipada como un laboratorio químico. En la pared más
alejada de la puerta se alineaba una doble hilera de frascos con tapón
de cristal, y en la mesa había un revoltijo de mecheros Bunsen, tubos
de ensayo y retortas. En los rincones había garrafas de ácido en cestos
de mimbre. Una de ellas tenía un agujero o estaba rota, porque había
dejado escapar un reguero de líquido oscuro y el aire estaba cargado de
un olor picante, como de alquitrán. A un lado de la habitación había
una escalera de mano, en medio de un montón de tablas rotas y trozos de
escayola, y encima de ella se veía un agujero en el techo, lo bastante
grande para que pasara por él un hombre. Al pie de la escalera había un
largo rollo de cuerda, tirado de cualquier manera.
Junto a la mesa, sentado en un sillón de madera, estaba sentado el
dueño de la casa, desmadejado y con la cabeza caída sobre el hombro
izquierdo, y con aquella sonrisa espantosa e inescrutable en su rostro.
Estaba rígido y frío, y se notaba que llevaba muerto muchas horas. Me
dio la impresión de que no sólo sus facciones, sino todos sus miembros,
estaban retorcidos y contraídos de la manera más fantástica. Sobre la
mesa, junto a la mano del muerto, había un instrumento muy curioso: un
mango de madera oscura y de grano fino con una cabeza de piedra, como
la de un martillo, atada toscamente con una cuerda áspera. Junto a esta
especie de maza había una hoja de cuaderno rasgada, en la que se veían
garabateadas unas palabras. Holmes le echó un vistazo y luego me la
pasó.
—Mire —dijo, levantando elocuentemente las cejas.
A la luz de la linterna, leí con un estremecimiento de horror: «El
signo de los cuatro.» —¡Por amor de Dios! ¿Qué significa esto?
—pregunté.
—Significa asesinato —respondió Holmes, inclinándose sobre el cadáver—.
¡Ajá! Lo que yo suponía. ¡Mire aquí!
Estaba señalando algo que parecía una espina larga y oscura, clavada en
la piel justo encima de la oreja.
—Parece una espina —dije.
—Es una espina. Puede usted arrancarla, pero tenga cuidado, porque está
envenenada. La cogí entre el índice y el pulgar. Salió con tanta
facilidad que prácticamente no dejó señal en la piel. El único rastro
del pinchazo era una minúscula gotita de sangre.
—Para mí, todo esto es un misterio insoluble —dije—. En lugar de
aclararse, cada vez se enturbia más.
—Al contrario —respondió Holmes—. Se va aclarando más a cada instante.
Ya sólo me faltan unos pocos eslabones para tener el caso completamente
explicado.
Desde que entramos en la habitación, casi nos habíamos olvidado de
nuestro compañero, que seguía de pie en el umbral, convertido en la
imagen misma del terror, retorciendo las manos y gimoteando en voz
baja. Pero de pronto estalló en un grito penetrante y angustiado.
—¡El tesoro ha desaparecido! —exclamó—. ¡Le han robado el tesoro! Ése
es el agujero por donde lo bajamos. Yo le ayudé a hacerlo. Fui la
última persona que vio a mi hermano. Lo dejé aquí anoche, y le oí
cerrar la puerta mientras yo bajaba la escalera.
—¿Qué hora era?
—Las diez de la noche. Y ahora está muerto, y llamarán a la policía, y
sospecharán que yo he tenido parte en el asunto. Sí, seguro que
sospecharán. Pero ustedes no creerán eso, ¿verdad, caballeros? ¿Verdad
que no creen que fui yo? ¿Los habría traído aquí si hubiera sido yo?
¡Ay, Dios mío! ¡Ay, Dios mío! Sé que me voy a volver loco.
Se puso a agitar los brazos y patear el suelo, en una especie de
frenesí convulsivo. —No debe temer nada, señor Sholto —dijo Holmes
amablemente, poniéndole la mano en el hombro—. Siga mi consejo y vaya
en el coche a la comisaría para informar a la policía. Ofrézcase para
ayudarlos en todo lo que haga falta. Nosotros aguardaremos aquí hasta
que usted vuelva.
El hombrecillo obedeció medio atontado y le oímos bajar las escaleras
en la oscuridad, dando tropezones.
- 6 -
Sherlock Holmes hace una demostración
—Y ahora, Watson —dijo Holmes, frotándose las manos—, disponemos de
media hora, así que vamos a aprovecharla. Como ya le he dicho, tengo el
caso prácticamente completo; pero no hay que errar por exceso de
confianza. Aunque ahora el caso parece muy sencillo, puede que oculte
alguna complicación. —¡Sencillo! —exclamé yo.
—Pues claro —dijo él, con cierto aire de profesor de medicina
explicando en clase—. Ande, siéntese en ese rincón para que sus pisadas
no compliquen el asunto. Y ahora, ¡a trabajar! En primer lugar: ¿cómo
entró esa gente, y cómo salió? La puerta no se ha abierto desde anoche.
¿Y la ventana?
Acercó la lámpara a la ventana, comentando en voz alta sus
observaciones, pero hablando más consigo mismo que conmigo.
—La ventana está cerrada por la parte de dentro. El marco es sólido. No
hay bisagras a los lados. Vamos a abrirla. No hay tuberías cerca. El
tejado está fuera del alcance. Sin embargo, a esta ventana ha subido un
hombre. Anoche llovió un poco y aquí en el alféizar se ve la huella de
un pie. Y aquí hay una huella circular de barro, y también ahí en el
suelo, y otra más junto a la mesa. ¡Mire esto, Watson! Ésta sí que es
una bonita demostración.
Yo miré los discos de barro, redondos y bien definidos.
—Eso no es una pisada —dije.
—Es algo que para nosotros tiene mucho más valor. Es la huella de una
pata de palo. ¿Ve? Aquí en el alféizar de la ventana hay una huella de
bota, una bota pesada, con refuerzo metálico en el tacón; Y, junto a
ella, la huella de la pata de palo. —¡El hombre de la pata de palo!
—Exacto. Pero aquí ha habido alguien más. Un cómplice muy hábil y
eficiente. ¿Sería usted capaz de escalar esa pared, doctor?
Miré por la ventana abierta. La luna seguía iluminando bien aquella
esquina de la casa. Estábamos por lo menos a dieciocho metros del suelo
y, por mucho que miré, no pude encontrar ningún asidero ni punto de
apoyo, ni tan siquiera una grieta en la pared de ladrillo.
—Es completamente imposible —respondí.
—Sin ayuda, desde luego. Pero suponga que tiene usted un amigo aquí
arriba que le echa esa cuerda tan buena y resistente que hay en ese
rincón, atando un extremo a ese gancho de la pared. De ese modo, si
fuera usted un hombre ágil, yo creo que podría trepar, a pesar de la
pata de palo. Luego se marcharía, claro está, de la misma manera, y su
cómplice recogería la cuerda, la desataría del gancho, cerraría la
ventana, echaría el pestillo por dentro y se marcharía por donde había
venido. Como detalle secundario — continuó, pasando los dedos por la
cuerda—, podemos añadir que nuestro amigo de la pata de palo, a pesar
de ser buen escalador, no es un marino profesional. No tiene las manos
encallecidas. Mi lupa descubre más de una mancha de sangre, sobre todo
hacia el final de la cuerda, de lo que deduzco que se dejó deslizar a
tal velocidad que se despellejó las manos.
—Todo eso está muy bien —dije yo—, pero el asunto se vuelve más
incomprensible que nunca. ¿Qué me dice de ese misterioso cómplice?
¿Cómo entró en la habitación? —¡Sí, el cómplice! —repitió Holmes,
pensativo—. Esta cuestión del cómplice tiene aspectos interesantes. Es
lo que eleva el caso por encima de la vulgaridad. Me da la impresión de
que este cómplice abre nuevos campos en los anales del crimen en este
país..., aunque se han dado casos similares en la India y, si no me
falla la memoria, en Senegambia.
—A ver: ¿cómo entró? —insistí—. La puerta está cerrada, la ventana es
inaccesible. ¿Entró por la chimenea?
—La rejilla es demasiado pequeña —respondió—. Ya había considerado esa
posibilidad.
—Pues entonces, ¿cómo? —insistí.
—Se empeña en no aplicar mis preceptos —dijo él, meneando la cabeza—.
¿Cuántas veces le he dicho que si eliminamos lo imposible, lo que
queda, por improbable que parezca, tiene que ser la verdad? Sabemos que
no entró por la puerta, ni por la ventana, ni por la chimenea. También
sabemos que no podía estar escondido en la habitación, ya que no hay
escondite posible. Así pues, ¿por dónde entró? —¡Por el agujero del
techo! —exclamé.
—Pues claro. Tiene que haber entrado por ahí. Si tiene la amabilidad de
sujetar la lámpara, extenderemos nuestras investigaciones al cuarto de
arriba. El cuarto secreto donde se encontró el tesoro.
Se subió a la escalerilla y, agarrándose a una viga con cada mano, se
izó hasta el desván. Luego se tumbó boca abajo para recoger la lámpara
y la sostuvo mientras yo le seguía.
La cámara en la que nos encontrábamos medía unos tres metros por dos.
El suelo estaba formado por las vigas, con listones y yeso entre
medias, de manera que había que andar poniendo los pies de viga en
viga. El techo abuhardillado terminaba en punta y era evidentemente la
parte interior del verdadero tejado de la casa. No había muebles de
ninguna clase, y en el suelo se acumulaba el polvo de muchos años en
una gruesa capa. —Ahí lo tiene. ¿Lo ve? —dijo Sherlock Holmes, apoyando
la mano en la pared inclinada—. Aquí hay una trampilla que da al
tejado. La empujo y aquí está el tejado mismo, levemente inclinado. Así
pues, por aquí entró el Número Uno. Veamos si podemos encontrar alguna
otra huella de su personalidad.
Dejó la lámpara en el suelo y al hacerlo vi que, por segunda vez en
aquella noche, en su rostro aparecía una expresión de sorpresa y
sobresalto. En cuanto a mí, seguí su mirada y sentí un escalofrío bajo
mis ropas. El suelo estaba cubierto de huellas de pies desnudos:
claras, bien definidas, perfectamente formadas, pero apenas la mitad de
grandes que las de un hombre normal.
—Holmes —dije en un susurro—, ha sido un niño el que ha hecho este
horrible trabajo.
El había recuperado en un instante el control de sí mismo.
—Por un momento, me ha desconcertado —dijo—, pero es algo muy natural.
Lo que pasa es que me falló la memoria; de lo contrario, me lo habría
imaginado de antemano. De aquí no sacaremos nada más. Vamos abajo.
—¿Y cuál es su teoría acerca de esas huellas? —pregunté.
—Querido Watson, intente analizarlo usted mismo —dijo con un tonillo de
impaciencia—. Conoce mis métodos. Aplíquelos y será muy instructivo
comparar los resultados.
—No se me ocurre nada que abarque los hechos —respondí.
—Pronto lo verá todo claro —dijo con aire despreocupado—. No creo que
aquí quede ninguna otra cosa de interés, pero echaré una mirada.
Sacó la lupa y una cinta métrica y recorrió la habitación de rodillas,
midiendo, comparando, examinando, con su larga nariz a pocos
centímetros de las tablas del suelo y sus ojos redondos brillando desde
el fondo de sus cuencas, como los de un pájaro. Tan rápidos,
silenciosos y furtivos eran sus movimientos, como los de un sabueso
bien adiestrado siguiendo un rastro, que no pude evitar pensar en el
terrible criminal que habría podido ser si hubiera aplicado su energía
y sagacidad en contra de la ley, en lugar de aplicarlas en su defensa.
Mientras husmeaba, no paraba de murmurar para sí mismo, hasta que al
final estalló en un fuerte cacareo de júbilo.
—Desde luego, estamos de suerte —dijo—. De aquí en adelante, ya no
deberíamos tener problemas. El Número Uno ha tenido la desgracia de
pisar la creosota. Vea el contorno de su piececito ahí, al lado de ese
pringue maloliente. Como ve, la garrafa se ha agrietado, y el producto
se ha derramado. —¿Y eso, qué? —pregunté.
—Pues que ya lo tenemos, así de simple —dijo él—. Conozco un perro
capaz de seguir ese olor hasta el fin del mundo. Si una jauría es capaz
de seguir el rastro de un arenque por todo un condado, ¿qué no podrá
hacer un perro especialmente adiestrado con un olor tan penetrante como
éste? Es como un problema de regla de tres. La respuesta nos dará el...
¡Ah, vaya! Aquí tenemos a los representantes oficiales de la ley.
De la planta baja llegaba el sonido de fuertes pisadas y un clamor de
voces, y la puerta del vestíbulo se cerró con un ruidoso portazo.
—Antes de que lleguen —dijo Holmes—, ponga la mano aquí, en el brazo de
este pobre hombre, y aquí, en la pierna. ¿Qué nota?
—Los músculos están duros como una tabla —respondí.
—Exacto. Están en un estado de contracción extrema, que supera con
mucho el rigor mortis normal. Si combinamos eso con esta distorsión de
la cara, esta sonrisa hipocrática o risus sardonicus como la llamaban
los autores antiguos, ¿qué conclusión se le ocurre?
—Muerte causada por algún potente alcaloide vegetal —respondí—. Alguna
sustancia parecida a la estricnina, capaz de provocar tétanos.
—Eso es lo que se me ocurrió a mí desde el instante mismo en que vi los
músculos contraídos de la cara. En cuanto entré en la habitación, lo
primero que busqué fue el medio empleado para inocular el veneno. Como
usted vio, encontré una espina en el cuero cabelludo, clavada o
disparada sin mucha fuerza. Fíjese en que, si el hombre estaba sentado
derecho, la espina se clavó en la parte que daba al agujero del techo.
Y ahora, examinemos la espina.
La cogí con cuidado y la sostuve a la luz de la linterna. Era larga,
afilada y negra, con una especie de esmalte hacia la punta, como si
allí se hubiera secado alguna sustancia resinosa. El extremo romo había
sido cortado y redondeado con un cuchillo. —¿Es una espina inglesa?
—preguntó Holmes.
—No, desde luego que no.
—Pues con todos estos datos, ya debería usted haber sacado alguna
deducción correcta. Pero aquí llegan las fuerzas oficiales; lo mejor
será que las fuerzas auxiliares nos batamos en retirada.
Mientras Holmes hablaba, los pasos se habían ido acercando y ya
resonaban con fuerza en el pasillo. Un hombre muy corpulento y de aire
autoritario, vestido con un traje gris, entró dando zancadas en la
habitación. Tenía el rostro colorado, voluminoso y pletórico, con un
par de ojillos muy pequeños y centelleantes, que miraban con viveza
entre unos párpados hinchados y fofos. Le seguían de cerca un inspector
de uniforme y el todavía tembloroso Thaddeus Sholto.
—¡Aquí hay lío! —dijo con voz ronca y apagada—. ¡Un bonito lío! Pero
¿quiénes son todos éstos? ¡Caramba, esta casa parece tan llena como una
madriguera de conejos! —Supongo que se acordará de mí, señor Athelney
Jones —dijo Holmes, muy tranquilo. —¡Pues claro que sí! —resolló el
policía—. Es el señor Sherlock Holmes, el teórico. ¡Que si me acuerdo!
Nunca olvidaré la charla que nos dio sobre causas, inferencias y
efectos en el caso de las joyas de Bishopgate. Es cierto que nos puso
sobre la buena pista; pero ahora reconocerá que fue más por buena
suerte que por buen criterio. —Fue un trabajo de razonamiento muy
sencillo.
—¡Ande, ande! No le dé vergüenza reconocerlo. Pero ¿qué es todo esto?
¡Mal asunto, mal asunto! Aquí tenemos hechos escuetos. No hay lugar
para teorías. Ha sido una suerte que yo estuviera en Norwood,
ocupándome de otro caso. Estaba en la comisaría cuando llegó el
mensaje. ¿De qué cree usted que murió este tipo?
—Oh, no creo que sea un caso en el que yo pueda teorízar —dijo Holmes
secamente.
—No, claro que no. Aun así, no se puede negar que a veces da usted en
el clavo.
¡Válgame Dios! Me dicen que la puerta estaba cerrada. Y que faltan
joyas que valían medio millón. ¿Qué hay de la ventana?
—Cerrada; pero hay pisadas en el alféizar.
—Bueno, bueno. Si estaba cerrada, esas pisadas no pueden tener nada que
ver con el asunto. Eso es de sentido común. Puede que el hombre haya
muerto de un ataque; pero el caso es que han desaparecido las joyas.
¡Ajá! Tengo una teoría. A veces me vienen de golpe. Haga el favor de
salir fuera, sargento, y usted también, señor Sholto. Su amigo puede
quedarse. ¿Qué opina de esto, Holmes? Según ha confesado él mismo,
Sholto estuvo con su hermano anoche. El hermano murió de un ataque y
Sholto se largó con el tesoro. ¿Qué le parece?
Y luego, el muerto tuvo la gentileza de levantarse y cerrar la puerta
por dentro. —¡Hum! Sí, ahí hay algo que falla. Apliquemos al asunto el
sentido común. Este Sholto estuvo con su hermano. Hubo una pelea. Eso
nos consta. El hermano está muerto y las joyas han desaparecido; eso
también nos consta. Nadie ha visto al hermano desde que Thaddeus lo
dejó. No ha dormido en su cama. Thaddeus se encuentra en un estado de
alteración mental de lo más evidente. Su aspecto es..., bueno, no es
nada atractivo. Como ve, estoy tejiendo mi red en torno a Thaddeus. Y
la red empieza a cerrarse sobre él.
—No conoce aún todos los hechos —dijo Holmes—. Esta astilla de madera,
que tengo buenas razones para suponer que está envenenada, estaba
clavada en el cuero cabelludo del muerto; aún se puede ver la señal.
Este papel, con esta inscripción que usted ve, estaba sobre la mesa. Y
junto a él estaba ese curioso instrumento con cabeza de piedra. ¿Cómo
encaja todo esto en su teoría?
—La confirma en todos los aspectos —dijo pomposamente el obeso
policía—. La casa está llena de curiosidades indias. Thaddeus debió de
subir este chisme. Y si esta astilla es venenosa, Thaddeus puede
haberla usado para matar tan bien como cualquier otro. El papel es una
tomadura de pelo, una pista falsa, probablemente. El único problema es:
¿cómo se marchó? Ah, claro, hay un agujero en el techo. Con
sorprendente agilidad, dado su tamaño, trepó por la escalerilla y se
escurrió en el desván; un instante después, oímos su voz jubilosa,
anunciando que había encontrado la trampilla.
—A veces encuentra algo —comentó Holmes, encogiéndose de hombros—. De
cuando en cuando tiene algún chispazo de razón il nʼy a pas des sots si
incomodes que ceux qui ont de l’ésprit! (fr. ¡No hay tontos tan
incómodos como los que tienen ingenio!)
—¿Lo ven? —dijo Athelney Jones, reapareciendo escalera abajo—. A fin de
cuentas, los hechos valen más que las teorías. Se confirma mi opinión
del caso. Hay una trampilla que da al tejado, y está medio abierta. —La
abrí yo.
—¿Ah, sí? Conque se había fijado, ¿eh? —parecía un poco decepcionado
por la noticia—. Bueno, la viera quien la viera, ya sabemos por dónde
escapó nuestro caballero. ¡Inspector!
—¿Sí, señor? —respondieron desde el pasillo.
—Dígale al señor Sholto que venga para acá. Señor Sholto, es mi deber
informarle de que cualquier cosa que diga podrá utilizarse en contra
suya. Queda usted detenido en nombre de la reina, por participación en
la muerte de su hermano.
—¡Ya está! ¿No se lo dije? —exclamó el pobre hombre, extendiendo las
manos y mirándonos a Holmes y a mí.
—No se preocupe, señor Sholto —dijo Holmes—. Creo que puedo
comprometerme a librarle de esta acusación.
—No prometa demasiado, señor teórico, no prometa demasiado —cortó el
policía—.
Podría resultarle más difícil de lo que cree.
—No sólo le libraré de la acusación, señor Jones, sino que voy a
hacerle a usted un regalo: le voy a dar, completamente gratis, el
nombre y la descripción de una de las dos personas que estuvieron aquí
anoche. Tengo toda clase de razones para creer que se llama Jonathan
Small. Es un hombre sin estudios, pequeño y ágil; le falta la pierna
derecha y lleva una pata de palo que está desgastada por la parte de
dentro. En el pie izquierdo calza una bota de suela gruesa y puntera
cuadrada, con un refuerzo de hierro en el tacón. Es un hombre de
mediana edad, muy curtido por el sol, y ha estado en la cárcel. Puede
que estos pocos datos le sirvan de alguna ayuda, sobre todo si añadimos
que le falta una buena parte de la piel de la palma de la mano. El otro
hombre…
—¡Ah! ¿Conque hay otro? —preguntó Athelney Jones en tono burlón, aunque
pude darme cuenta de que estaba impresionado por la seguridad con que
hablaba Holmes. —Se trata de una persona bastante curiosa —dijo
Sherlock Holmes, dando media vuelta—. Espero poder presentarle a los
dos dentro de poco. Tengo que hablar con usted, Watson.
Me condujo al final de la escalera.
—Este acontecimiento inesperado —dijo— nos ha hecho perder de vista el
propósito de nuestra excursión.
—Ya he estado pensando en ello —respondí—. No está bien que la señorita
Morstan permanezca en esta casa de desgracias.
—No. Tiene usted que acompañarla a su casa. Vive con la señora de Cecil
Forrester, en Lower Camberwell. No queda muy lejos. Esperaré aquí a que
usted regrese. ¿O está demasiado cansado?
—Nada de eso. No creo que pueda descansar mientras no sepa algo más de
este fantástico asunto. Yo ya he visto algo del lado malo de la vida,
pero le doy mi palabra de que esta rápida serie de extrañas sorpresas
me ha alterado los nervios por completo. No obstante, ya que hemos
llegado hasta aquí, me gustaría acompañarle hasta ver resuelto el caso.
—Su presencia me resultará muy útil —respondió—. Investigaremos el caso
por nuestra cuenta y dejaremos que ese infeliz de Jones presuma todo lo
que quiera con los disparates que se le ocurren. Cuando haya dejado en
su casa a la señorita Morstan, quiero que vaya al número 3 de Pinchin
Lane, en Lambeth, cerca de la orilla del río. En la tercera casa de la
derecha vive un taxidermista, que se llama Sherman. En el escaparate
verá una comadreja disecada atrapando a un conejo. Despierte al viejo
Sherman, salúdele de mi parte y dígale que necesito a Toby ahora mismo.
Tráigase a Toby en el coche.
—Será un perro, supongo.
—Sí, un perro mestizo, de mezcla rara, con un olfato absolutamente
increíble. Confío más en la ayuda de Toby que en la de todo el cuerpo
de policía de Londres.
—Pues yo se lo traeré —dije—. Ahora es la una. Si consigo un caballo de
refresco, podré estar de vuelta antes de las tres.
—Y yo veré lo que puedo averiguar por medio de la señora Bernstone y
del sirviente indio, que, según me ha dicho el señor Thaddeus, duerme
en la buhardilla de al lado. Luego estudiaré los métodos del gran Jones
y aguantaré sus no muy delicados sarcasmos. «Wir sind gewohnt dass die
Menschen verhöhnen was sie nicht verstehen» (al. Estamos acostumbrados
a que la gente se burle de lo que no entiende.). ¡Cuánta razón tenía
Goethe!
- 7 -
El episodio del barril
Los policías habían llegado en coche, y en ese coche acompañé a su casa
a la señorita Morstan. Con un estilo angelical típicamente femenino,
había sobrellevado los malos momentos con expresión serena mientras
hubo alguien más débil que ella a quien consolar, y yo la había visto
animada y tranquila al lado de la aterrada ama de llaves. Sin embargo,
en el coche estuvo primero a punto de desmayarse y luego estalló en
llantos apasionados, de tanto que la habían afectado las aventuras de
aquella noche. Tiempo después me confesó que durante aquel trayecto yo
le había parecido frío y distante. Poco sospechaba la lucha que tenía
lugar en mi pecho y el esfuerzo que tuve que hacer para contener mis
impulsos. Estaba dispuesto a ofrecerle todas mis simpatías y mi amor,
como le había ofrecido la mano en el jardín. Estaba convencido de que
aquel único día de extrañas aventuras me había permitido conocer su
carácter dulce y valeroso como no habría podido llegar a conocerlo en
muchos años de trato convencional. Sin embargo, dos pensamientos tenían
sellados mis labios, impidiendo salir de ellos las palabras de afecto.
Ella se encontraba débil e indefensa, con la mente y los nervios
trastornados; hablarle de amor en aquel momento era jugar con ventaja.
Pero había algo aun peor: era rica. Si las investigaciones de Holmes
tenían éxito, heredaría una fortuna. ¿Era justo, era honorable que un
médico con media paga se aprovechara de una intimidad que sólo se debía
al azar? Ella podría pensar que yo era un vulgar cazadotes, y yo no
podía arriesgarme a que se le pasara por la cabeza semejante
pensamiento. Aquel tesoro de Agra se interponía entre nosotros como una
barrera infranqueable.
Eran casi las dos cuando llegamos a la casa de la señora Forrester. La
servidumbre se había acostado hacía horas, pero la señora Forrester
estaba tan intrigada por el extraño mensaje que había recibido la
señorita Morstan que se había quedado levantada esperando su regreso.
Ella misma nos abrió la puerta; era una atractiva mujer de edad madura,
y me alegró ver con cuánta ternura rodeó con su brazo la cintura de la
joven y con qué voz tan maternal la saludaba. Estaba claro que para
ella la señorita Morstan no era una simple empleada, sino una amiga
apreciada. Fuimos presentados, y la señora Forrester insistió en que
entrara y le contara nuestras aventuras; pero yo le expliqué la
importancia de mi misión y le prometí solemnemente pasar a visitarla
para informarle de los progresos que hiciéramos en el caso. Cuando me
alejaba, eché un vistazo hacia atrás y aún me parece estar viéndolas,
allí en los escalones: las dos elegantes figuras abrazadas, la puerta
medio abierta, la luz del vestíbulo brillando a través de la vidriera,
reflejándose en el barómetro y en las varillas de la escalera... Qué
reconfortante resultaba aquella imagen de tranquilo hogar inglés, por
muy fugaz que fuera, en medio del violento y tenebroso asunto que nos
tenía absorbidos.
Y cuanto más pensaba en lo sucedido, más extraño e incomprensible me
parecía. Mientras traqueteábamos por las silenciosas calles iluminadas
por farolas de gas, fui repasando toda la extraordinaria serie de
acontecimientos. Lo primero, el problema original: eso, por lo menos,
estaba ya bastante claro. La muerte del capitán Morstan, el envío de
las perlas, el anuncio, la carta..., todo aquello lo habíamos aclarado.
Sin embargo, eso nos había conducido a un misterio aun más complicado y
mucho más trágico. El tesoro indio, el curioso plano encontrado en el
equipaje de Morstan, la extraña escena de la muerte del mayor Sholto,
el descubrimiento del tesoro, seguido inmediatamente por la muerte del
descubridor, las extrañísimas circunstancias del crimen, las pisadas,
las armas exóticas, las palabras escritas en el papel, que coincidían
con las del plano del capitán Morstan..., un verdadero laberinto, en el
que un hombre que no poseyera las extraordinarias facultades de mi
compañero de alojamiento no tendría la menor esperanza de encontrar una
sola pista.
Pinchin Lane era una manzana de destartaladas casas de ladrillo, de dos
pisos, en la zona más baja de Lambeth. Tuve que llamar durante un buen
rato al número 3 antes de que dieran señales de oírme. Por fin, vi
brillar la luz de una vela detrás de la persiana y una cara se asomó a
la ventana de arriba.
—Largo de ahí, borracho, vagabundo —dijo la cara—. Si das un solo golpe
más, abro las perreras y te suelto cuarenta y tres perros.
—Me basta con que suelte a uno, a eso he venido —dije.
—¡Largo! —exclamó la voz—. Por Dios que tengo una palanca en esta bolsa
y te la voy a tirar a la cabeza a ver si la coges al vuelo. —Es que
necesito un perro —grité.
—¡Conmigo no se discute! —chilló el señor Sherman—. Y ahora, quítate de
ahí porque, en cuanto cuente tres, tiro la palanca. —El señor Sherlock
Holmes... —empecé a decir.
Estas palabras tuvieron un efecto absolutamente mágico, porque al
instante la ventana se cerró de golpe y en menos de un minuto la puerta
estaba desatrancada y abierta. El señor Sherman era un hombre mayor,
larguirucho y flaco, con los hombros caídos, el cuello fibroso y gafas
de cristales azules.
—Los amigos del señor Holmes son siempre bienvenidos —dijo—. Pase,
caballero. No se acerque al tejón, que muerde. ¡Ah, desvergonzada!
¿Querías darle un mordisco al caballero, eh? —esto se lo dijo a una
comadreja que asomaba su maligna cabeza de ojos rojizos entre los
barrotes de su jaula—. De ése no se asuste, señor; es sólo un lución.
No tiene colmillos y lo dejo suelto para que acabe con las cucarachas.
Tiene que perdonarme que haya estado algo seco con usted al principio.
Es que los niños no me dejan en paz, y muchos de ellos vienen a esta
calle sólo para llamar a mi puerta. ¿Qué es lo que deseaba el señor
Holmes?
—Necesita uno de sus perros.
—¡Ah! Será Toby, sin duda.
—Sí, Toby era el nombre.
—Toby vive en el número 7, aquí a la izquierda.
Avanzó despacio con la vela entre la pintoresca familia de animales que
había reunido a su alrededor. A la luz débil y vacilante de la vela
pude entrever que desde todos los rincones nos miraban ojos relucientes
y curiosos. Hasta las vigas que se extendían sobre nuestras cabezas
estaban cubiertas de aves de aspecto solemne, que se movían
perezosamente, cambiando el peso del cuerpo de una pata a la otra al
despertarse a causa de nuestras voces.
Toby resultó ser un animal feo, de pelo largo y orejas caídas, mitad
spaniel y mitad ratonero, de colores castaño y blanco, de andares
desgarbados y torpes. Tras dudar un momento, aceptó un terrón de azúcar
que el viejo naturalista me había dado y, habiendo sellado así nuestra
alianza, me siguió hasta el coche y no puso ninguna dificultad para
acompañarme.
Acababan de dar las tres en el reloj de palacio cuando llegué de nuevo
al Pabellón Pondicherry. Allí me enteré de que el exboxeador McMurdo
había sido detenido como cómplice, y que lo habían conducido a
comisaría junto con el señor Sholto.
Dos agentes de uniforme vigilaban la puerta exterior, pero me dejaron
pasar con el perro cuando mencioné el nombre del detective.
Holmes estaba de pie en el umbral de la casa, con las manos en los
bolsillos, fumando una pipa.
—¡Ah, ya lo trae! —dijo— ¡Hola, perrito! Athelney Jones se ha marchado.
Desde que usted nos dejó, ha habido aquí un auténtico derroche de
energía. No sólo ha detenido al amigo Thaddeus: también al portero, al
ama de llaves y al criado indio. Tenemos toda la casa para nosotros
solos, aparte de un sargento que está arriba. Deje al perro aquí y
subamos.
Atamos a Toby a la mesa del vestíbulo y volvimos a subir las escaleras.
La habitación estaba tal como la habíamos dejado, aunque habían
cubierto la figura central con una sábana. Apoyado en un rincón, había
un sargento de policía de aspecto muy fatigado.
—Déjeme su linterna sorda, sargento —dijo mi compañero—. Ahora, átenme
al cuello este cordel, para colgármela por delante. Gracias. Ahora
tengo que quitarme los zapatos y los calcetines. Haga el favor de
llevárselos cuando baje, Watson. Yo voy a hacer un poco de escalada.
Moje mi pañuelo en la creosota. Con eso bastará. Ahora suba un momento
conmigo a la buhardilla.
Trepamos a través del agujero y Holmes dirigió una vez más la luz hacia
las pisadas en el polvo.
—Quiero que se fije muy bien en estas pisadas —dijo—. ¿Nota algo de
particular en ellas?
—Que son de un niño o de una mujer pequeña —respondí.
Aparte del tamaño, hombre. ¿No ve nada más?
—A mí, francamente, me parecen como cualquier otra pisada.
—Ni mucho menos. ¡Mire usted aquí! Esta es la huella de un pie derecho
en el polvo. Ahora voy a dejar yo otra a su lado, con mi pie descalzo.
¿Cuál es la principal diferencia?
—Los dedos de su pie están juntos. Los de la otra huella están
perfectamente separados.
—Exacto. Eso mismo. Acuérdese de esto. Y ahora, haga el favor de
asomarse a esa trampilla y olfatee el marco de madera. Yo me quedaré
aquí, porque llevo el pañuelo en la mano.
Hice lo que me indicaba y al instante percibí un olor fuerte, como de
alquitrán. —Ahí es donde puso el pie al escapar. Y si usted puede
captar ese rastro, no creo que Toby tenga la menor dificultad. Baje
corriendo, suelte al perro, y prepárese a ver a Blondin.
Para cuando salí al jardín, Sherlock Holmes estaba ya en el tejado, y
parecía una enorme luciérnaga reptando muy despacio por el caballete.
Lo perdí de vista cuando pasó por detrás de una batería de chimeneas,
pero volvió a aparecer y después desapareció de nuevo por el otro lado.
Doblé la esquina de la casa y lo encontré sentado en la esquina del
alero.
—¿Es usted, Watson?
—Sí.
—Éste es el lugar. ¿Qué es esa cosa negra que hay abajo?
—Un barril de agua.
—¿Con la tapa puesta?
—¿Sí?
—¿No hay por ahí una escalera?
—No.
—¡Condenado individuo! Esto es como para partirse el cuello. Yo debería
poder bajar por donde él subió. La tubería parece bastante sólida. Allá
vamos, pase lo que pase. Se oyó un arrastrar de pies y la luz de la
linterna empezó a descender poco a poco por la esquina de la pared. Por
fin, dando un ágil salto, Holmes aterrizó sobre el barril, y de ahí
bajó al suelo.
—Ha sido fácil seguirlo —dijo, mientras se ponía los calcetines y los
zapatos—. Había tejas sueltas marcando todo el camino y con las prisas
se le cayó esto. Como dicen ustedes los médicos, esto confirma mi
diagnóstico.
El objeto que me mostró era una bolsita tejida con hierbas de colores,
con algunas cuentas brillantes ensartadas. Por el tamaño y la forma, no
era muy diferente de una petaca. En su interior había media docena de
espinas de madera oscura, con un extremo afilado y el otro redondo,
iguales a la que tenía clavada Bartholomew Sholto.
—Unos chismes infernales —dijo Holmes—. Tenga cuidado de no pincharse.
Me alegra mucho haberlas encontrado, porque lo más probable es que el
hombre no tuviera más que éstas, y así hay menos peligro de que
cualquier día de éstos usted o yo acabemos con una de ellas clavada en
la piel. Prefiero con mucho una bala Martini. ¿Se siente en forma para
dar un paseíto de seis millas, Watson? —Desde luego —respondí.
—¿Aguantará su pierna?
—Claro que sí.
—¡Vamos allá, perrito! ¡El bueno de Toby! ¡Huele, Toby, huele!
Colocó el pañuelo mojado en creosota bajo el hocico del perro, y el
animal lo olfateó, con las peludas patas muy separadas y la cabeza
torcida en un gesto muy cómico, como si fuera un entendido en vinos
apreciando el buqué de un famoso reserva. A continuación, Holmes arrojó
lejos el pañuelo, ató una fuerte cuerda al collar del chucho y lo
condujo al pie del barril de agua. Al instante, el animal estalló en
una serie de gañidos agudos y trémulos y, con el hocico pegado al suelo
y la cola en alto, se lanzó a seguir la pista .a tal velocidad que
mantenía la cuerda siempre tirante y nos obligaba a caminar lo más
deprisa que podíamos.
Empezaba a clarear poco a poco por el Este, y la luz fría y gris nos
permitía ya ver a cierta distancia. El gran caserón cuadrado, con sus
ventanas negras y vacías y sus muros altos y desnudos, se alzaba a
nuestras espaldas, triste y desolado. Nuestro recorrido nos llevó a
través de los terrenos de la casa, entrando y saliendo de las zanjas y
agujeros que se abrían como cicatrices. Todo aquel lugar, con sus
montones de tierra por todas partes y sus raquíticos arbustos, tenía un
aspecto de ruina y malos augurios que casaba a la perfección con la
siniestra tragedia que se cernía sobre él.
Al llegar a la tapia exterior, Toby corrió a lo largo de su sombra
dando gemidos de ansiedad, hasta que se detuvo en un rincón ocupado por
un haya joven. En el ángulo de las dos paredes alguien había aflojado
varios ladrillos, y las grietas resultantes estaban gastadas y
redondeadas por la parte inferior, como si se hubieran utilizado a
menudo como escalera. Holmes trepó por ellas, hizo que yo le pasara el
perro y lo dejó caer al otro lado.
—Aquí hay una huella de la mano de Patapalo —me dijo cuando trepé hasta
llegar a su lado—. Mire esa manchita de sangre sobre el yeso blanco. Es
una suerte que no haya llovido mucho desde ayer. El olor aún seguirá en
la carretera, a pesar de que nos llevan veintiocho horas de ventaja.
Confieso que yo tenía mis dudas, pensando en la cantidad de tráfico que
había pasado por la carretera de Londres en el tiempo transcurrido.
Pero muy pronto se disiparon mis temores. Toby no vaciló ni se desvió
ni una sola vez, y siguió adelante con su curioso bamboleo al andar. No
cabía duda de que el penetrante olor de la creosota dominaba con gran
diferencia a todos los demás olores que pudieran competir con él.
—No vaya a creer —dijo Holmes— que mi éxito en este caso depende de una
pura casualidad, como es el que uno de esos tipos haya pisado esta
sustancia. Dispongo ya de datos que me permitirían seguirles la pista
de otras muchas maneras; pero ésta es la más directa y, puesto que
hemos tenido esa suerte, sería una vergüenza desaprovecharla. Sin
embargo, esto impide que el caso se convierta en el interesante
problemilla intelectual que al principio prometía ser. Podríamos haber
ganado algo de prestigio con él, de no ser por esta pista tan palpable.
—Hay prestigio para dar y tomar —dije yo—. Le aseguro, Holmes, que me
dejan maravillado los métodos con los que obtiene estos resultados, más
aun que en el caso del asesinato de Jefferson Hope. A mí, el asunto me
parece cada vez más oscuro e inexplicable. Por ejemplo: ¿cómo ha podido
describir con tanta exactitud al hombre de la pata de palo?
—¡Bah! Pero, hombre, si eso es la sencillez misma. No pretendo ser
teatral. Está todo a la vista, encima de la mesa. Dos oficiales que
están al mando de la guardia de un presidio se enteran de un importante
secreto referente a un tesoro escondido. Un inglés llamado Jonathan
Small les dibuja un plano. Acuérdese de que vimos el nombre en el plano
que tenía el capitán Morstan. Lo firmó en nombre propio y de sus
socios: el signo de los cuatro, como él lo llamaba en plan dramático.
Con la ayuda de ese plano, los oficiales se hacen con el tesoro y uno
de ellos lo trae a Inglaterra, parece que incumpliendo alguna de las
condiciones bajo las cuales lo obtuvieron. Ahora bien: ¿por qué no se
apoderó del tesoro el propio Jonathan Small? La respuesta es evidente:
el plano está fechado en una época en la que Morstan estaba en estrecha
relación con presos. Jonathan Small no podía hacerse con el tesoro
porque él y sus socios estaban presos y no podían salir.
—Pero eso es pura especulación —dije yo.
—Es mucho más que eso. Es la única hipótesis que abarca todos los
hechos. Veamos ahora cómo encaja todo esto con la segunda parte del
drama. El mayor Sholto vive en paz durante algunos años, feliz con su
tesoro. Luego recibe una carta de la India que le deja aterrorizado.
¿Qué pudo ser?
—Una carta que decía que los hombres a los que había estafado habían
salido en libertad.
—O que se habían fugado. Esto es mucho más probable, porque él debía
saber cuándo terminaban sus condenas y, por lo tanto, eso no le habría
sorprendido. ¿Qué es lo que hace entonces? Se pone en guardia contra un
hombre con pata de palo..., un hombre blanco, fíjese, porque una vez
confundió con él a un vendedor ambulante y le disparó un tiro. Ahora
bien, en el plano sólo aparece un nombre europeo; todos los demás son
indios o mahometanos, no hay ningún otro hombre blanco. Así pues,
podemos afirmar con seguridad que el hombre de la pata de palo es el
mismo Jonathan Small. ¿Encuentra algún fallo en este razonamiento?
—No; es claro y conciso.
—Pues bien, ahora vamos a ponernos en el lugar de Jonathan Small.
Consideremos el asunto desde su punto de vista. Viene a Inglaterra con
la doble idea de recuperar lo que cree que le pertenece y vengarse del
hombre que le traicionó. Averigua dónde vive Sholto y probablemente se
pone en contacto con alguien de la casa. Está ese mayordomo, Lal Rao,
al que aún no hemos visto. La señora Bernstone no tiene una opinión
nada buena de él. Sin embargo, Small no puede averiguar dónde está
escondido el tesoro, porque eso no lo sabía nadie más que el mayor y un
criado leal, que ya había muerto. De pronto, Small se entera de que el
mayor está en su lecho de muerte. Frenético ante la idea de que el
secreto del tesoro muera con él, sortea a la guardia, consigue llegar
hasta la ventana del moribundo y lo único que le disuade de entrar es
la presencia de los dos hijos. A pesar de todo, ciego de odio contra el
difunto, entra en la habitación aquella misma noche, registra sus
papeles privados con la esperanza de encontrar alguna información sobre
el tesoro y, por último, deja un recuerdo de su visita con la frase
escrita en el papel. No cabe duda de que lo tenía todo planeado de
antemano y que si hubiera podido matar al mayor, habría dejado una
notita similar sobre el cadáver, para indicar que no se trataba de un
asesinato vulgar, sino, desde el punto de vista de los cuatro socios,
de algo parecido a un acto de justicia. Las reivindicaciones de este
tipo, pintorescas y extravagantes, son bastante corrientes en los
anales del crimen y, por lo general, proporcionan valiosa información
acerca del criminal. ¿Me sigue hasta ahora?
—Todo está muy claro.
—Pues sigamos. ¿Qué podía hacer Jonathan Small? Nada, aparte de seguir
vigilando en secreto los esfuerzos que se hacían para encontrar el
tesoro. Es posible que se marchara de Inglaterra y sólo volviera de vez
en cuando. Entonces se descubre la buhardilla y él es informado al
instante. Una vez más, encontramos indicios de la presencia de un
cómplice en la casa. Jonathan, con su pierna postiza, nunca habría
podido llegar hasta la habitación de Bartholomew Sholto, en el piso más
alto. Pero le acompaña un aliado bastante curioso que consigue superar
esta dificultad, aunque mete el pie desnudo en la creosota. Y aquí
entra Toby y la penosa caminata de seis millas para un pobre
funcionario a media paga con un tendón de Aquiles estropeado.
—Pero entonces fue el compañero, y no Jonathan, quien cometió el
crimen.
—Exacto. Y con gran disgusto de Jonathan, a juzgar por la manera en que
pateó el suelo cuando entró en la habitación. No tenía nada personal
contra Bartholomew Sholto y habría preferido limitarse a atarlo y
amordazarlo. No sentía ningún deseo de meter la cabeza en la horca. Sin
embargo, la cosa ya no tenía remedio; los instintos salvajes de su
compañero se habían desatado y el veneno había hecho su trabajo. Así
que Jonathan Small dejó su tarjeta de visita, bajó la caja del tesoro
al suelo y luego descendió él. Ésta es la secuencia de acontecimientos,
hasta donde puedo descifrarla. En cuanto a su aspecto personal, desde
luego tiene que ser de edad madura y tiene que estar tostado por el sol
después de haber cumplido condena en un horno como las islas Andaman.
La estatura se deduce fácilmente de la longitud de sus pasos, y sabemos
que tenía barba, porque la barba fue lo único en que se fijó Thaddeus
Sholto cuando lo vio en la ventana.
No sé si queda algo más.
—¿El cómplice?
—Ah, sí, en eso no hay mucho misterio. Pero muy pronto lo sabrá usted
todo. ¡Qué agradable es el aire de la mañana! Mire cómo flota aquella
nubecilla. Parece una pluma rosa de un flamenco gigante. Y ya asoma el
borde rojo del sol sobre las nubes de Londres. Lucirá sobre muchísima
gente, pero me atrevería a apostar que entre ella no hay nadie que esté
enfrascado en una tarea tan extraña como la nuestra. ¡Qué pequeños nos
sentimos, con nuestras insignificantes ambiciones y conflictos, en
presencia de las grandes fuerzas elementales de la Naturaleza! ¿Qué tal
lleva la lectura de Jean-Paul? —Bastante bien. Lo descubrí gracias a
Carlyle.
—Eso es como remontar el río hasta llegar al lago donde nace. Pues este
hombre dice una cosa muy curiosa pero muy profunda: que la principal
prueba de la grandeza del hombre está en su capacidad de percibir su
propia pequeñez. Eso demuestra una capacidad de comparación y
apreciación que es, en sí misma, una prueba de nobleza. Hay mucho
alimento para la mente en Richter. No lleva usted pistola, ¿verdad?
—Llevo el bastón.
—Es posible que necesitemos algo por el estilo si llegamos hasta su
cubil. A Jonathan se lo dejo a usted, pero si el otro se pone
desagradable, tendré que matarlo de un tiro. Mientras hablaba, sacó su
revólver y, tras cargar dos de las recámaras, volvió a guardárselo en
el bolsillo derecho de la chaqueta.
Durante todo aquel tiempo nos habíamos dejado guiar por Toby, siguiendo
las carreteras semirrurales, flanqueadas de mansiones, que conducen a
la metrópoli. Pero ahora empezábamos a meternos ya en calles continuas,
donde los trabajadores y obreros del puerto se habían puesto ya en
movimiento, mientras mujeres desaliñadas abrían las ventanas y barrían
los escalones de las puertas. Los bares de tejado plano de las esquinas
habían comenzado ya el negocio, y de ellos salían hombres de aspecto
rudo, limpiándose la barba con la manga después de su trago matutino.
Perros extraños iban de un lado a otro y nos miraban con curiosidad
cuando pasábamos, pero nuestro inimitable Toby no desvió la mirada ni a
la derecha ni a la izquierda y siguió trotando hacia delante, con el
hocico pegado al suelo y soltando de vez en cuando un gañido de
ansiedad que indicaba que el rastro estaba claro.
Habíamos atravesado Streatham, Brixton y Camberwell, y ahora nos
encontrábamos en Kennington Lane, después de habernos desviado por las
callejuelas laterales al este del Oval. Parecía que los hombres que
perseguíamos habían seguido una curiosa ruta en zigzag, probablemente
con objeto de no llamar la atención. Al final de Kennington Lane habían
torcido a la izquierda por Bond Street y Miles Street. Esta última
calle desemboca en Knightʼs Place, y allí Toby dejó de avanzar y empezó
a correr de un lado a otro, con una oreja levantada y la otra caída,
convertido en la perfecta imagen de la indecisión canina. Luego se puso
a andar en círculos, mirándonos de vez en cuando como si solicitara
nuestra simpatía en aquel momento de desconcierto.
—¿Qué demonios le pasa al perro? —gruñó Holmes—. Seguro que no tomaron
un coche ni se fueron volando en globo.
—Puede que se detuvieran aquí un rato —sugerí.
—¡Ah! Todo va bien. Ahí va de nuevo —dijo mi compañero, en tono de
alivio. Efectivamente, después de olfatear una vez más por todas
partes, el perro parecía haber tomado de pronto una decisión y se había
puesto en marcha, lanzándose con una energía y una determinación que no
le habíamos visto hasta entonces. El olor parecía ser mucho más fuerte
que antes, porque ya ni siquiera tenía que arrimar el hocico al suelo,
sino que tiraba de la cuerda intentando echar a correr. Por la manera
en que brillaban los ojos de Holmes, supe que nos acercábamos al final
de nuestro recorrido.
Así bajamos por Nine Elms hasta llegar al gran almacén de maderas de
Broderick, pasada la taberna del Águila Blanca. Al llegar allí, el
perro, excitado hasta el frenesí, se metió por una puerta lateral del
almacén, donde ya había aserradores trabajando. Avanzó a la carrera
entre el aserrín y las virutas, recorrió un callejón, torció por un
pasillo entre dos pilas de maderos y por fin, con un ladrido de
triunfo, se subió de un salto a un gran barril, colocado aún sobre la
carretilla en la que lo habían traído. Con la lengua fuera y los ojos
parpadeantes, Toby se quedó encima del barril, mirándonos a Holmes y a
mí en espera de alguna señal de aprobación. Las duelas del barril y las
ruedas de la carretilla estaban manchadas de un líquido oscuro y todo
el ambiente estaba cargado de olor a creosota (líquido para proteger la
madera).
Sherlock Holmes y yo nos miramos el uno al otro con mirada inexpresiva
y luego estallamos al mismo tiempo en una incontenible carcajada.
- 8 -
Los irregulares de Baker Street
—¿Y ahora, qué? —pregunté—. Toby ha perdido su reputación de infalible.
—Ha actuado según su entendimiento —dijo Holmes, cogiéndolo para
bajarlo del barril y sacarlo del almacén—. Si se piensa en la cantidad
de creosota que se transporta por Londres cada día, no puede extrañar
que el rastro se haya cruzado con otro. Ahora se utiliza mucho la
creosota, sobre todo para tratar la madera. El pobre Toby no tiene la
culpa.
—Supongo que habrá que volver al rastro principal.
—Sí. Por suerte, no tendremos que ir lejos. Está claro que lo que
desconcertó al perro en la esquina de Knightʼs Place fue que allí había
dos rastros diferentes, que iban en direcciones opuestas. Hemos seguido
el que no era, y lo único que tenemos que hacer ahora es seguir el
otro.
No tuvimos ninguna dificultad. En cuanto llevamos a Toby al sitio en el
que había cometido el error, recorrió un amplio círculo y por fin salió
disparado en una nueva dirección.
—Habrá que tener cuidado de que no nos lleve ahora al lugar de donde
vino el barril de creosota —comenté.
—Ya había pensado en ello. Pero fíjese en que ahora va por la acera,
mientras que el barril iba por la calzada. No, esta vez seguimos la
pista buena.
El rastro bajaba hacia la ribera del río, pasando por Belmont Place y
Princeʼs Street. Al final de Broad Street llegamos hasta la orilla
misma, donde había un pequeño muelle de madera. Toby nos condujo hasta
el borde del embarcadero y allí se paró, gimiendo y mirando la negra
corriente de agua que pasaba a sus pies.
—Se nos acabó la suerte —dijo Holmes—. Han tomado una embarcación.
Amarrados al borde del muelle había varios pontones y esquifes
pequeños. Hicimos que Toby los recorriera de uno en uno pero, por mucho
que olfateó, no dio ninguna señal.
Cerca del tosco embarcadero había una casita de ladrillo con un letrero
de madera colgado de la ventana del primer piso. En él se leía, pintado
en letras grandes, «Mordecai Smith», y debajo «Se alquilan
embarcaciones por horas y por días». Un segundo letrero, encima de la
puerta, nos informó de que disponían de una lancha de vapor,
información que quedaba confirmada por un gran montón de carbón que
había en el muelle. Sherlock Holmes miró lentamente a nuestro alrededor
y su rostro adoptó una expresión ominosa.
—Esto no me gusta —dijo—. Estos fulanos son más listos de lo que yo
esperaba. Parece que han borrado su rastro. Me temo que lo tenían todo
planeado de antemano. Se estaba acercando a la puerta de la casa cuando
ésta se abrió y un chiquillo de unos seis años, con el pelo rizado,
salió corriendo de la casa, seguido por una mujer corpulenta y
colorada, que llevaba en la mano una esponja grande.
—¡Vuelve aquí y deja que te lave, Jack! —gritó la mujer—. ¡Vuelve,
diablillo! Como venga tu padre y te vea así, nos vamos a enterar.
—¡Qué encanto de niño! —exclamó Holmes, estratégicamente—. ¡Qué
mejillas tan sonrosadas tiene el granuja! A ver, Jack, ¿quieres alguna
cosa? El niño se lo pensó un momento.
—Me gustaría un chelín —dijo.
—¿No hay algo que te guste más?
—Me gustarían más dos chelines —respondió aquel prodigio, tras pensarlo
un poco.
—Pues ahí los tienes. ¡Cógelos! Un niño muy guapo, señora Smith.
—Dios le bendiga, señor. Es guapo, pero muy revoltoso. Yo casi no puedo
controlarlo, sobre todo cuando mi hombre está fuera varios días
seguidos.
—¿Dice que está fuera? —preguntó Holmes en tono contrariado—. Pues es
una pena, porque quería hablar con el señor Smith.
—Lleva fuera desde ayer por la mañana, señor, y la verdad, empiezo a
estar preocupada por él. Pero si se trata de alquilar un bote, señor,
tal vez yo pueda atenderles. —Quería alquilar la lancha de vapor.
—Vaya por Dios. Precisamente se marchó en la de vapor. Eso es lo que me
extraña, porque sé que con el carbón que llevaba sólo tenía para ir
hasta Woolwich y volver. Si se hubiera llevado la gabarra, no me
extrañaría: más de una vez ha tenido que ir hasta Gravesend, y si tenía
mucho trabajo se quedaba allí a dormir. Pero ¿de qué le sirve una
lancha de vapor sin carbón?
—Puede haber comprado más en otro muelle, río abajo.
—Podría hacerlo, pero no es su estilo. Le he oído protestar muchas
veces de los precios que cobran por unos pocos sacos. Además, no me
gusta ese hombre de la pata de palo, con esa cara tan fea y ese acento
extranjero.
—¿Un hombre con pata de palo? —preguntó Holmes, apenas sorprendido.
—Sí, señor, un tío moreno, con cara de mono, que ha venido más de una
vez a ver a mi hombre. La noche anterior lo sacó de la cama; y lo que
es más, mi hombre sabía que iba a venir, porque le había dado presión a
la lancha de vapor. Se lo digo francamente, señor, no me hace ninguna
gracia este asunto.
—Pero, querida señora Smith —dijo Holmes, encogiéndose de hombros—, se
está usted preocupando por nada. ¿Cómo sabe que fue el hombre de la
pata de palo el que vino la otra noche? No entiendo cómo puede estar
tan segura.
—Por la voz, señor. Conozco su voz, que es como ronca y desagradable.
Llamó a la ventana, a eso de las tres, y dijo: «Levanta, compañero. Es
la hora del cambio de guardia.» Mi hombre despertó a Jim, que es mi
hijo mayor, y allá se fueron, sin decirme ni palabra. Y oí el ruido de
su pata de palo al andar por el empedrado. —¿Y venía solo ese hombre de
la pata de palo?
—Eso no podría decírselo, la verdad. No oí a nadie más.
—Pues lo lamento, señora Smith, porque necesito una lancha de vapor y
me habían dado buenos informes del..., vamos a ver, ¿cómo se llamaba?
—El Aurora, señor.
—¡Ajá! ¿No será una vieja lancha verde, con una raya amarilla, muy
ancha de manga? —Nada de eso. Es la lancha más bonita y marinera de
todo el río. Y está recién pintada de negro con dos rayas rojas.
—Gracias. Espero que pronto tenga noticias del señor Smith. Yo voy río
abajo, y si le echo el ojo al Aurora, le haré saber que está usted
preocupada. ¿Ha dicho que la chimenea es negra?
—No, señor: negra con una franja blanca.
—Ah, sí, claro. Eran los costados los que eran negros. Buenos días,
señora Smith. Mire, Watson, allí hay un barquero con una chalana. La
tomaremos para cruzar el río. Mientras nos sentábamos en el banco de la
chalana, Holmes me explicó:
—Con esta clase de gente, lo más importante es no darles nunca a
entender que la información que te dan tiene la menor importancia para
ti. Si piensan que te interesa, se cierran al instante como una ostra.
En cambio, si haces como que los escuchas porque no te queda otro
remedio, lo más probable es que te digan todo lo que quieres saber.
—Ahora, nuestra línea de acción parece bastante clara. —¿Ah, sí? ¿Qué
es lo que haría usted?
—Alquilar una lancha y bajar por el río siguiendo el rastro del Aurora.
—Querido amigo, ésa sería una tarea colosal. Puede haber atracado en
cualquiera de los muelles de una u otra orilla, de aquí a Greenwich.
Más allá del puente hay todo un laberinto de embarcaderos, de muchas
millas. Nos llevaría días y días recorrerlos todos si lo hacemos solos.
—Pues recurra a la policía.
—No. Aunque es probable que en el último momento llame a Athelney
Jones. No es mala persona y no me gustaría hacer algo que le
perjudicara profesionalmente. Pero ahora que hemos llegado tan lejos,
me apetece resolver el caso yo mismo.
—¿Y si ponemos un anuncio pidiendo información a los encargados de los
muelles? —Mucho peor. Nuestros hombres sabrían que les pisamos los
talones y huirían del país. Tal como están las cosas, ya es bastante
probable que se marchen, pero mientras crean que están a salvo, no
tendrán prisa. En este sentido, nos va a venir bien la energía de
Jones, porque seguro que su versión del caso aparece en los diarios, y
los fugitivos creerán que todo el mundo sigue una pista falsa.
—Pues entonces, ¿qué hacemos? —pregunté mientras desembarcábamos cerca
del penal de Millbank.
—Tomar ese cabriolé, hacer que nos lleve a casa, desayunar y dormir una
horita. Tal como marcha el juego, es posible que tengamos que pasar
otra noche en pie. Cochero, pare en una oficina de telégrafos. Nos
quedaremos con Toby, porque aún puede sernos útil.
Nos detuvimos en la oficina de Correos de Great Peter Street para que
Holmes enviara un telegrama.
—¿A quién cree que he telegrafiado? —me preguntó cuando reemprendimos
la marcha.
—No tengo ni idea.
—¿Se acuerda de la sección policial de Baker Street, a la que recurrí
en el caso de Jefferson Hope?
—Sí, ¿y qué? —respondí, echándome a reír.
—Ésta es la clase de situación en la que pueden resultar utilísimos. Si
fracasan, tengo otros recursos; pero primero probaré con ellos. El
telegrama iba dirigido a mi pequeño y mugriento teniente Wiggins, y
espero que venga a vernos con toda su pandilla antes de que acabemos de
desayunar. Eran ya entre las ocho y las nueve, y yo empezaba a notar
una fuerte reacción a la serie de emociones de la noche. Estaba agotado
y renqueante, con la mente confusa y el cuerpo fatigado. Ni poseía el
entusiasmo profesional que hacía aguantar a mi compañero, ni era capaz
de considerar el asunto como un mero problema intelectual abstracto. En
cuanto a la muerte de Bartholomew Sholto, pocas cosas buenas había oído
de él y no sentía demasiada antipatía por sus asesinos. En cambio, lo
del tesoro era ya otra cosa. Por lo menos parte del mismo le pertenecía
con todo derecho a la señorita Morstan. Mientras existiera una
posibilidad de recuperarlo, yo estaba dispuesto a dedicar mi vida a tal
objetivo. Aunque lo cierto era que si lo encontraba, lo más probable
sería que ella quedara fuera de mi alcance para siempre. Aun así, muy
ruin y egoísta tendría que ser un amor que se dejara influir por una
idea semejante. Si Holmes era capaz de esforzarse por encontrar a los
asesinos, yo tenía diez veces más razones para esforzarme por encontrar
el tesoro.
Un baño y un cambio completo de ropas en Baker Street me reanimaron de
manera maravillosa. Cuando bajé a nuestro cuarto de estar, encontré el
desayuno preparado y a Holmes sirviendo el café.
—Ahí viene todo —dijo, echándose a reír y señalando un periódico
abierto—. Entre el infatigable Jones y el ubicuo periodista lo han
resuelto todo. Pero debe usted estar harto del caso. Primero cómase los
huevos con jamón.
Tomé el periódico y leí la breve noticia, que habían titulado
«Misterioso suceso en Upper Norwood»:
«Hacia las doce de la noche pasada, el señor Bartholomew Sholto,
residente en el Pabellón Pondicherry, Upper Norwood, fue encontrado
muerto en su habitación, en circunstancias muy sospechosas. Hasta donde
hemos podido saber, en el cuerpo del señor Sholto no se encontraron
señales de violencia, pero le había sido robada una valiosa colección
de joyas indias que el difunto había heredado de su padre. El cadáver
lo descubrieron el señor Sherlock Holmes y el doctor Watson, que habían
acudido a la casa en compañía de Thaddeus Sholto, hermano del
fallecido. Por una afortunada casualidad, el inspector Athelney Jones,
conocido miembro del cuerpo de policía, se encontraba en la comisaría
de Norwood y pudo llegar al lugar de los hechos menos de media hora
después de darse la primera voz de alarma. Inmediatamente, sus grandes
dotes de policía experimentado se concentraron en la tarea de
identificar a los criminales, con el satisfactorio resultado de la
detención del hermano, Thaddeus Sholto, del ama de llaves, señora
Bernstone, del mayordomo indio Lal Rao y de un portero o vigilante
llamado McMurdo. La policía está segura de que el ladrón o ladrones
conocían la casa, ya que los probados conocimientos técnicos del señor
Jones y sus dotes de minuciosa observación le han permitido demostrar
de manera concluyente que los malhechores no pudieron entrar por la
puerta ni por la ventana, sino que tuvieron que llegar por el tejado de
la casa, penetrando por una trampilla en una habitación que comunica
con el cuarto donde se encontró el cadáver. Esto ha quedado claramente
establecido y demuestra sin lugar a dudas que no se trata de un vulgar
robo cometido al azar. La rápida y enérgica acción de los agentes de la
ley demuestra lo que vale en tales ocasiones la presencia de una
inteligencia poderosa y dominante. No podemos dejar de pensar que esto
refuerza la postura de los que abogan por una mayor descentralización
de nuestros inspectores de policía, que así podrían tener un contacto
más directo y eficaz con los casos que les corresponde investigar.»
—¿A que es magnífico? —dijo Holmes, sonriendo por encima de su taza de
café—. ¿Qué le parece?
—Pues me parece que nos hemos librado por los pelos de que nos
detuvieran también a nosotros por este crimen.
—Lo mismo creo yo. Incluso ahora, no respondo de nuestra seguridad si
le da por tener otro de sus ataques de energía.
En aquel momento, el timbre de la puerta sonó con fuerza y pude oír que
la señora Hudson, nuestra casera, levantaba la voz en un gemido de
protesta y desaliento. —Cielos, Holmes —dije, comenzando a
incorporarme—. Parece que de verdad vienen a por nosotros.
—No, no es tan grave como eso. Son las fuerzas extraoficiales: los
irregulares de Baker Street.
Mientras tanto, se oyó un rápido pataleo de pies descalzos que subían
por la escalera, un estruendo de voces chillonas, y en la habitación
irrumpió una docena de golfillos de la calle, sucios y desarrapados. A
pesar de su tumultuosa entrada, se notaba en ellos una cierta
disciplina, pues al instante formaron en fila y se quedaron ante
nosotros con el rostro expectante. Uno de ellos, más alto y mayor que
los otros, se adelantó con aire de ociosa superioridad que resultaba
muy gracioso en un mamarracho tan impresentable. —Recibí su mensaje,
señor —dijo—, y los he traído volando. Tres chelines y seis peniques de
los billetes.
—Aquí tienes —dijo Holmes, sacando unas monedas—. En el futuro,
Wiggins, que ellos te informen a ti, y tú a mí. No puedo dejar que
invadáis la casa de este modo. No obstante, conviene que todos
escuchéis las instrucciones. Quiero averiguar el paradero de una lancha
de vapor llamada Aurora, perteneciente a Mordecai Smith, con dos rayas
rojas y chimenea negra con una franja blanca. Tiene que estar en alguna
parte del río. Quiero que uno de vosotros se quede en el embarcadero de
Mordecai Smith, enfrente de Millbank, por si la lancha regresa.
Tendréis que repartiros la tarea e inspeccionar a fondo las dos
orillas. Avisadme en cuanto sepáis algo. ¿Está todo claro? —Sí, jefe
—dijo Wiggins.
—Pago la tarifa de siempre, más una guinea para el chico que encuentre
la lancha. Aquí tenéis un día por adelantado. Y ahora, fuera de aquí.
Les entregó un chelín a cada uno y salieron zumbando escaleras abajo.
Un momento después los vi bajando a la carrera por la calle.
—Si la lancha está a flote, ellos la encontrarán —dijo Holmes,
levantándose de la mesa y encendiendo su pipa—. Pueden meterse en todas
partes, verlo todo, escuchar cualquier conversación. Confío en que la
encuentren antes de esta noche. Mientras tanto, lo único que podemos
hacer es esperar los resultados. No podemos retomar la pista perdida
hasta que sepamos dónde están el Aurora o Mordecai Smith.
—Supongo que Toby puede comerse estas sobras. ¿Va usted a acostarse,
Holmes?
—No; no estoy cansado. Tengo un organismo muy curioso. No recuerdo que
el trabajo me haya cansado nunca; en cambio, no hacer nada me deja
completamente agotado. Voy a fumar mientras repaso este extraño asunto
en el que nos ha metido mi bella cliente. Si ha habido alguna vez una
búsqueda fácil, debería ser ésta que nos ocupa. Los hombres con pata de
palo no abundan demasiado, pero el otro individuo me atrevo a decir que
es absolutamente único.
—¡Otra vez ese otro hombre!
—Mire, no quiero que parezca que hago de esto un misterio, pero usted
ya tiene que haberse formado una opinión. Vamos a ver, considere los
datos: pisadas diminutas, pies descalzos, que nunca han estado
oprimidos por zapatos, maza de madera con cabeza de piedra, muy ágil,
dardos envenenados... ¿Qué saca usted de todo esto?
—¡Un salvaje! —exclamé—. ¡Tal vez uno de esos individuos que estaban
asociados con Jonathan Small.
—Nada de eso —dijo Holmes—. Al principio, cuando vi señales de armas
exóticas, yo también me incliné a pensar eso; pero el carácter
extraordinario de las pisadas me hizo reconsiderar mis teorías. Algunos
habitantes de la Península India son pequeños, pero ninguno podría
haber dejado huellas como aquéllas. Los hindúes propiamente dichos
tienen los pies largos y delgados. Los mahometanos, que usan sandalias,
tienen el pulgar bastante separado de los otros dedos, porque la correa
de la sandalia suele pasar entre medias. Además, esos pequeños dardos
sólo se pueden disparar de una manera: con una cerbatana. Pues bien:
¿dónde debemos buscar a nuestro salvaje? —¿En Sudamérica? —aventuré.
Holmes estiró el brazo y sacó un grueso volumen de un estante.
—Éste es el primer volumen de una Geografía que se está publicando por
tomos. Podemos considerarla como la referencia más al día. ¿Qué tenemos
aquí? «Islas Andaman, situadas 340 millas al norte de Sumatra, en el
golfo de Bengala». Mmm...
Mmm... ¿Qué es todo esto? Clima húmedo, arrecifes de coral, tiburones,
Puerto Blair, colonias penitenciarias, isla de Rudand, plantaciones de
algodón... ¡Ah, aquí está! «Los aborígenes de las islas Andaman podrían
optar al título de la raza más pequeña de la Tierra, aunque algunos
antropólogos votarían por los bosquimanos de África, los indios paiutes
de América o los nativos de la Tierra del Fuego. La estatura media es
inferior al metro y medio, y existen numerosos adultos que miden mucho
menos. Son feroces, malhumorados e intratables, aunque capaces de
entablar una amistad a toda prueba si uno se gana su confianza.» Fíjese
en esto, Watson. Y escuche lo que viene a continuación: «Tienen un
aspecto horrible, con cabezas grandes y deformes, ojos pequeños y
feroces y facciones distorsionadas. Sin embargo, los pies y las manos
son muy pequeños. Son tan hostiles y feroces que han fracasado todos
los esfuerzos de los funcionarios británicos por establecer relaciones
con ellos. Siempre han sido el terror de las tripulaciones de barcos
naufragados, porque aplastan el cráneo de los supervivientes con sus
mazas de piedra o los acribillan con dardos envenenados. Estas matanzas
concluyen invariablemente con un banquete caníbal.» ¡Un pueblo
encantador y de lo más simpático, Watson! Si a este sujeto se le
hubiera dejado actuar a su aire, el asunto habría tomado un cariz mucho
más sangriento. Aun así, tal como se han desarrollado las cosas, me
figuro que Jonathan Small estará lamentando haber recurrido a él. —Pero
¿cómo ha llegado a tener un compañero tan raro?
—¡Ah!, eso es más de lo que yo puedo decir. Sin embargo, puesto que ya
hemos dejado establecido que Small viene de las Andaman, tampoco es tan
descabellado que le acompañe este isleño. Sin duda, con el tiempo lo
averiguaremos todo. Oiga, Watson, parece usted hecho polvo. Túmbese
aquí, en el sofá, y voy a ver si consigo dormirle. Sacó el violín de un
rincón y, mientras yo me tumbaba, empezó a tocar una melodía suave y
soñadora... de su propia cosecha, sin duda, porque poseía un notable
talento para la improvisación. Recuerdo vagamente sus miembros enjutos,
su rostro concentrado y el subir y bajar del arco. Luego me pareció que
flotaba apaciblemente sobre un suave mar de sonido, hasta que me
encontré en el país de los sueños, con el dulce rostro de Mary Morstan
mirándome desde lo alto.
- 9 -
Se rompe la cadena
Estaba ya bastante avanzada la tarde cuando me desperté, fortalecido y
reanimado. Sherlock Holmes seguía sentado exactamente igual que la
última vez que lo vi, salvo que había dejado a un lado el violín y
ahora se hallaba absorto en un libro. Me miró de refilón cuando empecé
a moverme y noté que tenía una expresión sombría y preocupada.
—Ha dormido como un tronco —dijo—. Temí que nuestra conversación le
despertara. —No he oído nada —respondí—. ¿Así que ha tenido nuevas
noticias?
—Por desgracia, no. Confieso que estoy sorprendido y decepcionado.
Esperaba tener algo concreto a estas horas. Wiggins acaba de pasar a
informar. Dice que no han encontrado ni rastro de la lancha. Es un
parón irritante, porque cada hora cuenta. —¿Puedo hacer algo? Estoy
perfectamente recuperado y listo para otra salida nocturna. —No, no
podemos hacer nada. Únicamente esperar. Si salimos, el mensaje puede
llegar durante nuestra ausencia y se produciría un retraso. Usted haga
lo que quiera, pero yo tengo que quedarme de guardia.
—En tal caso, me pasaré por Camberwell y le haré una visita a la señora
de Cecil Forrester. Me lo pidió ayer.
—¿A la señora de Cecil Forrester? —preguntó Holmes con una chispa de
sonrisa en la mirada.
—Bueno, claro, y también a la señorita Morstan. Estaban ansiosas por
enterarse de lo ocurrido.
—Yo no les contaría demasiado —dijo Holmes—. Nunca hay que fiarse del
todo de las mujeres..., ni siquiera de las mejores.
No me entretuve en discutir tan despreciable opinión. Volveré dentro de
una o dos horas —fue lo único que dije.
—Muy bien. Buena suerte. Pero, oiga: si va a cruzar el río, podría
aprovechar para devolver a Toby, porque ya no creo que lo necesitemos
para nada.
De manera que me llevé a nuestro chucho y lo dejé, junto con medio
soberano, en casa del viejo naturalista de Pinchin Lane. En Camberwell
encontré a la señorita Morstan un poco fatigada tras sus aventuras
nocturnas, pero ansiosa por escuchar las noticias.
También la señora Forrester se moría de curiosidad. Les conté todo lo
que habíamos hecho, omitiendo, no obstante, las partes más siniestras
de la tragedia. Por ejemplo, aunque les hablé de la muerte del señor
Sholto, no les dije nada del método exacto empleado. Sin embargo, aun
con todas mis omisiones, había material suficiente para asombrarlas y
sobresaltarlas.
—¡Es como una novela! —exclamó la señora Forrester—. Una dama
agraviada, un tesoro de medio millón, un caníbal negro y un rufián con
pata de palo. Vienen a sustituir al dragón y al malvado conde
tradicionales.
—Y dos caballeros andantes al rescate —añadió la señorita Morstan,
dirigiéndome una mirada encendida. —Caramba, Mary, del resultado de
esta búsqueda depende tu fortuna. Me parece que no estás lo bastante
emocionada. Imagínate lo que debe ser hacerte rica y tener el mundo a
tus pies.
Sentí un ligero estremecimiento de alegría al observar que aquella
perspectiva no provocaba en ella ninguna muestra de entusiasmo. Por el
contrario, levantó su orgullosa cabeza como si aquel asunto no le
interesara lo más mínimo.
—Lo que sí me preocupa es el señor Thaddeus Sholto —dijo—. Todo lo
demás carece de importancia. Pero creo que él se ha portado en todo
momento como un hombre absolutamente decente y honrado, y nuestro deber
es librarlo de esa terrible e infundada acusación.
Estaba ya anocheciendo cuando me marché de Camberwell y cuando llegué a
casa era completamente de noche. El libro y la pipa de mi compañero
estaban junto a su sillón, pero él se había esfumado. Eché un vistazo
con la esperanza de encontrar una nota, pero no había ninguna.
—¿Ha salido el señor Holmes? —le pregunté a la señora Hudson cuando
entró para bajar las persianas.
—No, señor. Está en su habitación. ¿Sabe usted, señor? —dijo, bajando
la voz hasta convertirla en un impresionante susurro—. Temo por su
salud. —¿Por qué dice eso, señora Hudson?
—¡Es que es tan raro! Cuando se marchó usted, se puso a andar de un
lado a otro, arriba y abajo, arriba y abajo, hasta que llegué a
hartarme de oír sus pasos. Luego le oí hablar y cuchichear solo, y cada
vez que sonaba el timbre salía a la escalera a preguntar: «¿Quién es,
señora Hudson?» Y ahora se ha metido en su cuarto, dando un portazo,
pero le oigo pasear lo mismo que antes. Ojalá no se ponga enfermo,
señor. Me atreví a decirle algo sobre tomar un calmante y me miró con
una mirada que no sé ni cómo pude salir de la habitación.
—No creo que haya motivos para preocuparse, señora Hudson —respondí—.
Ya lo he visto así otras veces. Tiene algún asunto en la cabeza que no
le deja tranquilo.
Procuré hablar con nuestra estupenda casera en tono despreocupado, pero
yo mismo empecé a preocuparme, porque durante toda la larga noche seguí
oyendo de vez en cuando el sonido apagado de sus pasos, y comprendí que
su espíritu inquieto se rebelaba con todas sus fuerzas contra aquella
inactividad involuntaria.
A la hora del desayuno lo encontré fatigado y ojeroso, con un toque de
color febril en las mejillas.
—Se está usted destrozando, amigo mío —comenté—. Le he oído desfilar
toda la noche.
—Es que no podía dormir —respondió—. Este problema infernal me está
consumiendo. ¡Mira que quedarnos atascados en un obstáculo tan
insignificante, después de haber superado todo lo demás! Conozco a los
hombres, la lancha, todo..., y sin embargo, no me llegan noticias. He
puesto en acción a otros agentes y he empleado todos los medios a mi
disposición. Se ha buscado en todo el río por las dos orillas y no hay
novedades, y tampoco la señora Smith ha sabido nada de su marido. De
seguir así, habrá que llegar a la conclusión de que han echado a pique
la lancha. Pero existen objeciones a esta hipótesis.
—Puede que la señora Smith nos haya mandado tras una pista falsa.
—No, creo que eso podemos descartarlo. He hecho averiguaciones y existe
una lancha que responde a la descripción.
—¿Y no podría haber ido río arriba?
—También he considerado esa posibilidad, y tengo un grupo encargado de
buscar hasta Richmond. Si hoy no llegan noticias, mañana me pondré en
acción personalmente, y buscaré a los hombres en vez de buscar la
lancha. Pero seguro, seguro, que hoy sabremos algo.
Sin embargo, no fue así. No nos llegó ni una palabra, ni de parte de
Wiggins ni de los demás agentes. En casi todos los periódicos se
publicaron artículos acerca de la tragedia de Norwood, y todos se
mostraban bastante hostiles respecto al desdichado Thaddeus Sholto.
Pero en ninguno de ellos se aportaban nuevos detalles, excepto que al
día siguiente tendría lugar la investigación judicial. Por la tarde me
acerqué paseando hasta Camberwell para informar a las señoras de
nuestra falta de éxito, y a mi regreso encontré a Holmes abatido y de
bastante mal humor. Apenas se dignó responder a mis preguntas y estuvo
toda la noche ocupado en un abstruso análisis químico que incluía mucho
calentamiento de retortas y destilación de vapores, culminando en un
olor tan desagradable que casi me expulsó del apartamento. Hasta las
primeras horas de la madrugada estuve oyendo el tintineo de sus tubos
de ensayo, que me indicaba que continuaba enfrascado en su maloliente
experimento.
Empezaba a amanecer cuando me desperté sobresaltado y me sorprendió
verlo de pie junto a mi cama, vestido con toscas ropas de marinero, con
chaquetón y una áspera bufanda roja al cuello.
—Me voy río abajo, Watson —dijo—. He estado dándole vueltas al asunto y
no veo más que una salida. En cualquier caso, vale la pena intentarlo.
—Podré ir con usted, ¿verdad? —pregunté.
—No; será usted mucho más útil si se queda aquí en representación mía.
No me hace gracia marcharme, porque es muy posible que llegue algún
mensaje durante el día, aunque anoche Wiggins se mostró bastante
pesimista. Quiero que abra usted todas las notas y telegramas que
lleguen, y actúe según su propio criterio si llega alguna noticia.
¿Puedo contar con usted?
—Naturalmente que sí.
—Me temo que no podrá telegrafiarme, porque no puedo decirle dónde voy
a estar. Pero si tengo suerte, no estaré fuera mucho tiempo. Y cuando
regrese, tendré noticias de una u otra clase.
A la hora del desayuno, aún no había sabido nada de él. Pero al abrir
el Standard encontré publicada una nueva alusión al caso:
«Con respecto a la tragedia de Upper Norwood, tenemos motivos para
creer que el asunto promete ser aun más complicado y misterioso de lo
que se suponía en principio. Nuevas averiguaciones han demostrado que
es completamente imposible que el señor Thaddeus Sholto estuviera
implicado en modo alguno. Tanto él como el ama de llaves, la señora
Bernstone, fueron puestos en libertad ayer por la tarde. No obstante,
se cree que la policía dispone de una pista acerca de los verdaderos
culpables, que está siendo seguida por el inspector Athelney Jones, de
Scotland Yard, con toda la energía y sagacidad que le han hecho famoso.
Se esperan nuevas detenciones en cualquier momento.»
«Hasta cierto punto, esto marcha bien —pensé—. Por lo menos, el amigo
Sholto está a salvo. Me pregunto cuál será esa nueva pista, aunque más
parece una fórmula estereotipada para decir que la policía ha metido la
pata.»
Dejé el periódico sobre la mesa, pero en aquel momento mis ojos se
fijaron en un anuncio de la sección de personales. Decía así:
«DESAPARECIDO.— Mordecai Smith, barquero, y su hijo Jim zarparon del
embarcadero de Smith a eso de las tres de la madrugada del martes
pasado, en la lancha de vapor Aurora, negra con dos franjas rojas,
chimenea negra con franja blanca. Se pagará la suma de cinco libras a
quien pueda dar información sobre el paradero del mencionado Mordecai
Smith y de la lancha Aurora a la señora Smith, en el embarcadero, o en
el 22111 de Baker Street.»
Aquello era, sin duda, obra de Holmes. La dirección de Baker Street
bastaba para demostrarlo. Me pareció bastante ingenioso, porque los
fugitivos podían leerlo sin ver en ello más que la angustia natural de
una esposa por la desaparición de su marido.
El día se me hizo larguísimo. Cada vez que llamaban a la puerta o se
oían pasos rápidos por la calle, me imaginaba que era Holmes que volvía
o alguien que venía en respuesta a su anuncio. Intenté leer algo, pero
mis pensamientos se desviaban constantemente hacia nuestra extraña
búsqueda y la pintoresca y maligna pareja a la que perseguíamos. ¿Era
posible, me preguntaba, que existiera un fallo de raíz en el
razonamiento de mi compañero? ¿No podría haber cometido un error
monumental? ¿Cabía la posibilidad de que su mente ágil y especulativa
hubiera elaborado toda aquella descabellada teoría sobre una base
equivocada? Que yo supiera, nunca se había equivocado, pero hasta el
razonador más agudo puede engañarse de vez en cuando. Pensé que era
probable que hubiera caído en el error a causa del excesivo
refinamiento de su lógica, de su preferencia por las explicaciones
sutiles y extravagantes cuando tenía a mano otras más vulgares y
sencillas. Pero por otra parte, yo mismo había visto las pruebas y
había escuchado las razones de sus deducciones. Si repasaba la larga
cadena de curiosas circunstancias —muchas de ellas triviales en sí
mismas, pero todas apuntando en la misma dirección—, no podía dejar de
pensar que, aun en el caso de que la explicación de Holmes resultara
errónea, la verdadera tenía que ser igualmente extravagante y
sorprendente.
A las tres en punto de la tarde oí un fuerte timbrazo en la puerta y
una voz autoritaria en el vestíbulo y, con gran sorpresa por mi parte,
se presentó en nuestro cuarto nada menos que el señor Athelney Jones.
Sin embargo, se le veía muy diferente del brusco y dominante profesor
de sentido común que con tanta confianza se había hecho cargo del caso
de Upper Norwood. Traía una expresión abatida y sus modales eran
suaves, casi como si se disculpara.
—Buenos días, señor, buenos días —dijo—. Tengo entendido que el señor
Holmes ha salido.
—Sí, y no sé a ciencia cierta cuándo regresará. Pero si quiere
esperarle, puede sentarse en esa butaca y fumar uno de estos cigarros.
—Gracias, no tengo inconveniente —dijo, secándose el sudor de la cara
con un pañuelo rojo estampado.
—¿Y un whisky con soda?
—Bueno, medio vaso. Hace mucho calor para esta época del año y he
tenido bastantes problemas y dificultades. ¿Conoce usted mi teoría
acerca del caso de Norwood? —Recuerdo sólo que expuso una.
—Bueno, me he visto obligado a reconsiderarla. Tenía ya al señor Sholto
bien atrapado en mis redes cuando, zas, se me cuela por un agujero.
Consiguió presentar una coartada imposible de echar abajo. Desde el
instante en que salió de la habitación de su hermano, estuvo en todo
momento a la vista de una u otra persona, así que no pudo ser él quien
trepó por los tejados y se metió por las trampillas. Es un caso muy
complicado y me juego en él mi prestigio profesional. Me vendría muy
bien una pequeña ayuda. —Todos necesitamos ayuda de vez en cuando —dije
yo.
—Su amigo, el señor Sherlock Holmes, es un hombre maravilloso —dijo en
tono ronco y confidencial—. No hay quien pueda con él. He visto a ese
jovencito meter la nariz en un buen montón de casos, y aún no ha habido
un caso en el que no haya podido arrojar algo de luz. Sus métodos son
irregulares, y tal vez se precipita un poco al inventar teorías, pero,
en conjunto, creo que habría sido un policía muy prometedor, y no me
importa decirlo. Esta mañana he recibido un telegrama suyo, dando a
entender que dispone de alguna pista en el caso Sholto. Aquí está su
mensaje.
Sacó el telegrama del bolsillo y me lo entregó. Se había enviado desde
Poplar, a las doce. «Vaya inmediatamente a Baker Street —decía—. Si aún
no he regresado, espéreme. Sigo de cerca la pista de la banda del caso
Sholto. Si quiere intervenir en el final, puede acompañarnos esta
noche.»
—Esto suena bien. Está claro que ha vuelto a encontrar el rastro —dije.
—¡Ah!, entonces es que también él había fallado —exclamó Jones, con
evidente satisfacción—. Hasta los mejores nos despistamos alguna que
otra vez. Claro que esto podría ser una falsa alarma, pero mi deber
como agente de la ley es no pasar por alto ninguna posibilidad. ¡Ah!,
hay alguien en la puerta. Tal vez sea él.
Se oyeron unos pasos inseguros que subían por la escalera, acompañados
de fuertes resoplidos y jadeos, como de un hombre que tiene grandes
dificultades para respirar. Se detuvo un par de veces, como si el
ascenso fuera demasiado fatigoso para él, pero al fin consiguió llegar
a nuestra puerta y entrar. Su aspecto cuadraba bien con los sonidos que
habíamos oído. Era un hombre de edad avanzada, vestido de marinero, con
un viejo chaquetón abotonado hasta el cuello. Tenía la espalda doblada,
le temblaban las rodillas y su respiración era dolorosamente asmática.
Se apoyaba en un grueso bastón de roble y sus hombros se alzaban con
esfuerzo para aspirar aire hacia los pulmones. Llevaba una bufanda de
colores tapándole la barbilla y pude ver poco de su cara, aparte de un
par de ojos oscuros y penetrantes, enmarcados por unas cejas blancas y
pobladas y un par de largas patillas grises. En conjunto, me dio la
impresión de un respetable patrón de barco cargado de años y
empobrecido.
—¿Qué desea, buen hombre? —pregunté.
El hombre miró a su alrededor al estilo lento y metódico de los
ancianos. —¿Está aquí el señor Sherlock Holmes? —preguntó. —No, pero yo
actúo en su nombre. Puede darme cualquier mensaje que traiga para él.
—Tenía que decírselo a él en persona.
—Pero ya le digo que actúo en su nombre. ¿Es algo referente a la lancha
de Mordecai Smith?
—Sí. Yo sé muy bien dónde está. Y sé dónde están los hombres que busca.
Y sé dónde está el tesoro. Lo sé todo.
—Pues dígamelo y yo se lo haré saber.
—Tenía que decírselo a él —insistió, con la obstinación petulante de un
hombre muy viejo.
—Pues tendrá que esperar a que venga.
—Ni hablar. No voy a perder todo un día para dar gusto a nadie. Si el
señor Holmes no está, el señor Holmes tendrá que averiguarlo todo por
su cuenta. No me gusta el aspecto de ninguno de ustedes dos y no pienso
decir ni una palabra.
Arrastró los pies hacia la puerta, pero Athelney Jones se le puso
delante.
—Un momento, amigo —dijo—. Usted posee información importante y no debe
marcharse. Le guste o no, vamos a retenerlo aquí hasta que regrese
nuestro amigo.
El anciano intentó una carrerita hacia la puerta, pero al ver que
Athelney Jones apoyaba en ella su ancha espalda se convenció de la
inutilidad de su resistencia.
—¡Bonita manera de tratarle a uno! —exclamó, golpeando el suelo con su
bastón—. Vengo aquí a ver a un caballero y dos tipos a los que no he
visto en mi vida me sujetan y me tratan de esta manera.
—No perderá nada con esto —dije—. Le recompensaremos por el tiempo
perdido.
Siéntese ahí, en el sofá, y no tendrá que esperar mucho.
El hombre cruzó la habitación de muy mal humor y se sentó con la cara
apoyada en las manos. Jones y yo seguimos fumando y reanudamos nuestra
charla. Pero de pronto, sonó sobre nuestras cabezas la voz de Holmes.
—Ya podrían ustedes ofrecerme también a mí un cigarro —dijo.
Los dos dimos un salto en nuestros asientos. Allí estaba Holmes,
sentado junto a nosotros, con expresión de tranquilo regocijo.
—¡Holmes! —exclamé—. ¡Usted aquí! Pero... ¿dónde está el anciano?
—Aquí está el anciano —dijo Holmes, extendiendo un montón de pelo
blanco—. Aquí lo tiene. Peluca, patillas, cejas y todo lo demás. Estaba
convencido de que mi disfraz era bastante bueno, pero no esperaba que
llegara a superar esta prueba.
—¡Qué bribón! —exclamó Jones, absolutamente encantado—. Habría podido
ser actor, y de los buenos. Tenía la tos exacta de un viejo del asilo,
y esas piernas temblorosas valen diez libras a la semana. Aun así, me
pareció reconocer el brillo de sus ojos. Ya ve que no es tan fácil
burlarnos.
—Llevo todo el día actuando con este disfraz —dijo Holmes, mientras
encendía un cigarro—. Resulta que ya empieza a conocerme un buen número
de miembros de la clase criminal, sobre todo desde que a nuestro amigo,
aquí presente, le dio por publicar algunos de mis casos. Así que ya
sólo puedo recorrer el sendero de guerra bajo algún disfraz sencillo,
como éste. ¿Recibió usted mi telegrama? —Sí, por eso he venido.
—¿Qué tal va progresando su caso?
—Todo se ha quedado en nada. He tenido que soltar a dos de mis
detenidos y no hay pruebas contra los otros dos.
—No se preocupe. Le proporcionaremos otros dos a cambio de ésos. Pero
tiene usted que ponerse a mis órdenes. Puede usted quedarse con todo el
crédito oficial, pero tiene que actuar tal como yo le indique. ¿Está de
acuerdo? —Por completo, si me ayuda a cazar a esos hombres.
—Muy bien. En primer lugar, necesitaré una lancha rápida de la policía,
una lancha de vapor, que debe estar en el embarcadero de Westminster a
las siete en punto.
—Eso se arregla fácilmente. Siempre hay una por allí. Pero para estar
seguro puedo cruzar la calle y telefonear.
—También necesitaré dos hombres fuertes y valientes, por si ofrecen
resistencia. —Habrá dos o tres en la lancha. ¿Qué más?
—Cuando atrapemos a los hombres, nos haremos con el tesoro. Creo que
para este amigo mío sería un placer llevarle personalmente la caja a la
joven a quien pertenece por derecho la mitad. Que sea ella la primera
en abrirla. ¿Eh, Watson? —Sería un gran placer para mí.
—Es un procedimiento bastante irregular —dijo Jones, meneando la
cabeza—. Sin embargo, el asunto entero es irregular, y supongo que
tendremos que hacer la vista gorda. Pero luego habrá que entregar el
tesoro a las autoridades hasta que concluya la investigación oficial.
—Desde luego. Eso es fácil de arreglar. Una cosa más: me gustaría que
el propio Jonathan Small me explicara algunos detalles del caso. Ya
sabe usted que me gusta dejar resueltos mis casos hasta el último
detalle. ¿Hay alguna objeción a que mantenga una entrevista
extraoficial con él, aquí en mis habitaciones o en cualquier otro
lugar, teniéndolo en todo momento convenientemente vigilado?
—Bueno, usted controla la situación. Aún no tengo ninguna prueba de la
existencia de ese Jonathan Small, pero si es usted capaz de atraparlo,
no veo por qué iba a negarme a que hable con él.
—¿De acuerdo, pues?
—Por completo. ¿Hay algo más?
—Sólo que insisto en que cene usted con nosotros. La cena estará lista
en media hora. Tengo ostras y gallo de bosque, con una buena selección
de vinos blancos. Watson, usted todavía no ha apreciado mis habilidades
de ama de casa.
- 10 -
Fin del isleño
Fue una comida muy entretenida. Cuando quería, Holmes podía ser un
magnífico conversador, y aquella noche estaba bien dispuesto. Parecía
encontrarse en un estado de exaltación nerviosa. Jamás lo he visto tan
brillante. Habló sobre una rápida sucesión de temas: autos
sacramentales, cerámica medieval, violines Stradivarius, el budismo en
Ceylán, los barcos de guerra del futuro..., tratando cada tema como si
lo hubiera estudiado a fondo. Su buen humor indicaba que había superado
la negra depresión de los días anteriores. Athelney Jones resultó ser
un tipo muy sociable en sus horas de relajación y atacó la cena con el
aire de un bon vivant. Yo, por mi parte, me sentía excitadísimo al
pensar que nos acercábamos al final de nuestra empresa y se me contagió
parte de la alegría de Holmes. Ninguno de los tres hizo la menor
alusión durante la cena a la causa que nos había reunido.
Una vez retirado el mantel, Holmes consultó su reloj y llenó tres vasos
de oporto.
—Levantemos la copa por el éxito de nuestra pequeña expedición —dijo—.
Y ahora, ha llegado el momento de ponerse en marcha. ¿Tiene usted
pistola, Watson? —Tengo mi viejo revólver del ejército en el
escritorio.
—Será mejor que lo coja. Conviene ir bien preparados. Veo que el coche
ya está en la puerta. Encargué que viniera a las seis y media.
Eran poco más de las siete cuando llegamos al embarcadero de
Westminster y encontramos la lancha aguardándonos. Holmes la miró con
ojo crítico. —¿Hay algo que la identifique como una lancha de la
policía? —Sí, ese farol verde al costado.
—Pues quítenlo.
Se efectuó el pequeño cambio, saltamos a bordo y soltamos amarras.
Jones, Holmes y yo nos sentamos a popa. Había un hombre al timón, otro
atendiendo las máquinas y dos corpulentos agentes de policía a proa.
—¿Dónde vamos? —preguntó Jones.
—A la Torre. Dígales que se detengan enfrente del astillero de
Jacobinos.
Se notaba que nuestra embarcación era muy rápida. Adelantábamos a las
largas hileras de gabarras de carga como si estuvieran paradas. Holmes
sonrió con satisfacción cuando alcanzamos a un vapor fluvial y lo
dejamos atrás.
—Parece que somos capaces de alcanzar cualquier embarcación del río
—dijo.
—Bueno, no tanto. Pero no creo que haya muchas que nos ganen.
—Tenemos que cazar al Aurora, que tiene fama de rápido. Le voy a
explicar cómo andan las cosas, Watson. ¿Recuerda lo mucho que me
molestó verme frustrado por un obstáculo tan pequeño?
—Sí.
—Pues bien, le concedí a mi cerebro un descanso completo, enfrascándome
en un análisis químico. Uno de nuestros más grandes estadistas ha dicho
que el mejor descanso es un cambio de ocupación. Y es verdad. Cuando
conseguí disolver el hidrocarburo con el que estaba trabajando, volví
al problema de los Sholto y repasé una vez más todo el asunto. Mis
muchachos habían mirado río arriba y río abajo sin resultados. La
lancha no estaba en ningún muelle o embarcadero, y tampoco había
regresado al suyo. Sin embargo, era muy poco probable que la hubieran
hundido para borrar sus huellas, aunque siempre cabía esa posibilidad
si todo lo demás fallaba. Yo sabía que este Small posee un cierto grado
de astucia de poca monta, pero no lo consideraba capaz de demasiadas
sutilezas. Eso suele ser consecuencia de una educación superior.
Entonces se me ocurrió que si Small llevaba bastante tiempo en Londres,
y tenemos evidencia de que mantenía una vigilancia constante sobre el
Pabellón Pondicherry, era difícil que pudiera marcharse de buenas a
primeras; necesitaría algún tiempo, aunque sólo fuera un día, para
dejar arreglados sus asuntos. En cualquier caso, parecía bastante
probable.
—Eso me parece un poco flojo —dije—. Es más probable que hubiera
arreglado sus asuntos antes de emprender esta expedición.
—No, yo no lo creo así. Ese cubil suyo era un refugio demasiado valioso
en caso de necesidad como para abandonarlo antes de estar seguro de que
podía prescindir de él. Pero hay una segunda consideración que me hizo
pensar. Jonathan Small tenía que ser consciente de que el extraño
aspecto de su compañero, por mucho que lo cubriera de ropas, daría que
hablar a la gente, e incluso era posible que lo relacionaran con la
tragedia de Norwood. Es lo bastante listo como para darse cuenta de
eso. Habían salido de su cuartel general al abrigo de la oscuridad, y
le interesaba estar de vuelta antes de que se hiciera completamente de
día. Ahora bien, según la señora Smith, eran más de las tres de la
mañana cuando abordaron la lancha. Una hora más tarde ya habría
bastante luz y gente levantada. Por lo tanto, me dije, no debieron ir
muy lejos. Le pagaron bien a Smith para que cerrara la boca, reservaron
su lancha para la fuga final y se marcharon corriendo a su escondite
con la caja del tesoro. Al cabo de un par de noches, habiendo tenido
tiempo para ver qué contaban los periódicos y si se sospechaba algo,
saldrían en la oscuridad para tomar algún barco en Gravesend o en los
Downs, donde sin duda ya habían reservado pasajes para América o las
Colonias. —¿Pero, y la lancha? No podían llevársela a su alojamiento.
—Claro que no. Yo supuse que, a pesar de su invisibilidad, la lancha no
debía estar muy lejos. Así que me puse en el lugar de Small y consideré
el asunto como lo haría un hombre de su capacidad. Probablemente, pensó
que devolver la lancha o dejarla en un embarcadero facilitaría la
persecución, en el caso de que la policía le siguiera la pista.
¿Cómo podía ocultar la lancha y aun así tenerla a mano cuando la
necesitara? Me pregunté lo que haría yo si estuviera en su pellejo.
Sólo se me ocurrió una manera de hacerlo: dejar la lancha en algún
astillero donde hagan reparaciones, con el encargo de que hicieran
algún arreglo sin importancia. De este modo, la lancha quedaría
guardada en alguna nave o cobertizo, perfectamente oculta, y aun así
podría disponer de ella avisando con unas horas de anticipación.
—Eso parece bastante sencillo.
—Son estas cosas tan sencillas las que más fácilmente se pasan por
alto. En cualquier caso, decidí actuar partiendo de esa idea. Me puse
en marcha inmediatamente, disfrazado de inofensivo marino, y pregunté
en todos los astilleros río abajo. No saqué nada de los quince
primeros, pero en el decimosexto, el de Jacobson, me enteré de que, dos
días antes, un hombre con pata de palo había llevado allí el Aurora,
para que hicieran algún ligero arreglo en el timón. «Al timón no le
pasa nada», me dijo el capataz. «Ahí la tiene, ésa de las rayas rojas.»
¿Y quién cree que se presentó en aquel mismo momento? Pues nada menos
que Mordecai Smith, el propietario desaparecido. Venía en bastante mal
estado, a causa de la bebida. Como es natural, yo no le habría
reconocido, pero iba voceando a grito pelado su nombre y el nombre de
la lancha. «La quiero para esta noche a las ocho», dijo. «A las ocho en
punto, ¿se entera?. Tengo dos caballeros a los que no les gusta
esperar.» Estaba claro que le habían pagado bien, porque tenía dinero
en abundancia y estuvo repartiendo chelines a los hombres. Lo seguí
durante un trecho, pero se metió en una taberna, así que volví al
astillero. Por el camino tuve la suerte de encontrarme con uno de mis
muchachos y lo dejé de guardia, vigilando la lancha. Tiene
instrucciones de quedarse en la orilla y hacer ondear su pañuelo cuando
zarpen. Nosotros estaremos al acecho en medio de la corriente y raro
será que no logremos atrapar a esos hombres, con tesoro y todo.
—Lo tiene todo muy bien planeado, tanto si son los hombres que buscamos
como si no —dijo Jones—. Pero si el asunto estuviera en mis manos,
habría situado un destacamento de policía en el astillero de Jacobson,
para detenerlos en cuanto aparecieran.
—Es decir, nunca. Este Small es un individuo bastante listo. Lo más
probable es que envíe un explorador por delante, y si algo le hace
recelar, seguirá escondido una semana más.
—Podría usted haberse pegado a Mordecai Smith, y éste le habría
conducido al escondite —dije yo.
—Hacer eso habría sido perder el tiempo. Creo que hay una posibilidad
entre cien de que Smith sepa dónde viven. Mientras tenga licor y le
paguen bien, ¿para qué va a hacer preguntas? Ellos le envían mensajes
diciéndole lo que tiene que hacer. No; he considerado todas las líneas
de acción posibles y ésta es la mejor.
Mientras manteníamos esta conversación, habíamos ido pasando bajo la
larga serie de puentes que cruzan el Támesis.
Cuando pasábamos ante la City, los últimos rayos de sol daban un brillo
dorado a la cruz que remata la catedral de San Pablo. Al llegar a la
Torre ya estaba anocheciendo. —Ése es el astillero de Jacobson —dijo
Holmes, señalando un bosquecillo de mástiles y aparejos en la orilla de
Surrey—. Nos moveremos despacio, arriba y abajo, al abrigo de esta
hilera de barcazas.
Sacó del bolsillo un par de gemelos y observó la orilla durante un buen
rato. —Veo a mi centinela en su puesto —comentó—, pero no hay señales
del pañuelo. —¿Y si avanzamos un poco corriente abajo y los aguardamos?
—dijo Jones, ansioso. Todos nos sentíamos ansiosos a esas alturas,
incluso los policías y los fogoneros, que tenían una idea muy vaga de
lo que estaba ocurriendo.
—No estamos en condiciones de dar nada por supuesto —respondió Holmes—.
Desde luego, hay diez posibilidades contra una de que vayan río abajo,
pero no podemos estar seguros. Desde aquí podemos ver la entrada del
astillero, y es difícil que ellos nos vean. La noche va a ser clara,
con bastante luz. Tenemos que quedarnos donde estamos. Miren qué
hormigueo de gente hay allí enfrente, a la luz de las farolas.
—Son los obreros del astillero, que salen del trabajo.
—Tienen una pinta de rufianes lamentable, pero supongo que todos poseen
una pequeña chispa inmortal oculta en su interior. Nadie lo diría al
verlos. A priori, no parece probable. ¡Qué extraño enigma es el hombre!
—Hay quien lo ha descrito como un alma escondida dentro de un animal
—comenté yo.
—Winwood Reade ha dicho cosas muy interesantes sobre el tema —dijo
Holmes—. Asegura que, si bien el individuo es un rompecabezas
insoluble, cuando forma parte de una multitud se convierte en una
certeza matemática. Por ejemplo, nunca se puede predecir lo que hará un
hombre cualquiera, pero se puede decir con exactitud lo que hará la
población por término medio. Los individuos varían, pero los
porcentajes se mantienen constantes. Eso dicen los expertos en
estadística. Pero... ¿es aquello un pañuelo? Sí, se ve algo blanco
ondear por allí.
—¡Sí, es su muchacho! —exclamé—. Lo veo perfectamente.
—¡Y ahí está el Aurora! —exclamó Holmes—. Y corre como un diablo. ¡A
toda máquina, maquinista! Siga a aquella lancha del farol amarillo. Por
Dios que no me perdonaré nunca si resulta que nos deja atrás.
La lancha se había deslizado sin que la viéramos por la entrada del
astillero y había pasado por detrás de dos o tres embarcaciones
pequeñas, de manera que ya casi había alcanzado su máxima velocidad
cuando la vimos. Ahora volaba corriente abajo, muy cerca de la orilla,
a una velocidad tremenda. Jones la miró con gesto serio y meneó la
cabeza.
—Es muy rápida —dijo—. No sé si la alcanzaremos.
—¡Tenemos que alcanzarla! —gritó Holmes, apretando los dientes—.
¡Llenadla a tope, fogoneros! Que dé todo lo que pueda dar de sí. ¡Hay
que cogerlos aunque quememos la lancha Íbamos ya detrás de ellos a
buena marcha. Las calderas rugían y las potentes máquinas zumbaban y
latían como un enorme corazón metálico. La alta y afilada proa cortaba
las tranquilas aguas del río, formando dos grandes olas a derecha e
izquierda. A cada palpitación de las máquinas, saltábamos y nos
estremecíamos como si todos formáramos un organismo vivo. Un gran foco
amarillo situado a proa proyectaba frente a nosotros un largo y
tembloroso haz de luz. Más por delante, una mancha oscura sobre el agua
nos indicaba la posición del Aurora, y la estela de espuma blanca que
dejaba a su paso hablaba bien a las claras de la velocidad que llevaba.
Dejamos atrás barcazas, vapores, barcos mercantes, sorteándolos por uno
y otro lado, pasando por detrás de unos y rodeando otros. Oímos voces
que nos gritaban desde la oscuridad, pero el Aurora seguía como un
rayo, y nosotros detrás, pegados a su estela.
—¡Más carbón, muchachos, más carbón! —gritaba Holmes, asomándose a la
sala de máquinas, cuyo intenso resplandor iluminaba desde abajo su
rostro aguileño y ansioso– –. ¡Sacadle toda la presión que podáis!
—Creo que vamos ganando un poco de terreno —dijo Jones, con los ojos
fijos en el Aurora.
—Sí, estoy seguro —dije yo—. La alcanzaremos en unos minutos.
Pero en aquel momento, como por obra de la fatalidad, un remolcador que
arrastraba tres barcazas se interpuso entre nosotros. Conseguimos
evitar la colisión dando un brusco giro al timón, pero antes de que
pudiéramos rodearlo y recuperar el rumbo, el Aurora nos había sacado
sus buenas doscientas yardas de ventaja. Aun así, todavía lo teníamos
al alcance de la vista, y el turbio e incierto crepúsculo se iba
transformando en una noche clara y estrellada. Llevábamos las calderas
forzadas al máximo, y el frágil cascarón vibraba y crujía a causa de la
furiosa energía que nos impulsaba. Recorrimos a toda marcha el Pool,
dejando atrás el muelle de las Indias Occidentales, bajamos por el
largo canal de Deptford y lo volvimos a subir después de rodear la isla
de los Perros. Por fin, la mancha borrosa que veíamos delante fue
cobrando forma hasta transformarse en la elegante silueta del Aurora.
Jones dirigió hacia ella nuestro foco, y pudimos ver con claridad las
figuras que iban en cubierta. Había un hombre sentado a popa, inclinado
sobre algo negro que llevaba entre las rodillas. A su lado se veía una
masa oscura, que parecía un perro de Terranova. El muchacho manejaba la
caña del timón y, recortado contra el resplandor rojo de la máquina,
pude distinguir al viejo Smith, desnudo de cintura para arriba y
paleando carbón como si le fuera la vida en ello. Al principio, puede
que hubieran tenido alguna duda acerca de si verdaderamente los íbamos
persiguiendo o no, pero ahora que seguíamos cada uno de sus giros y sus
curvas ya no podía caber duda alguna. A la altura de Greenwich nos
llevaban una ventaja de unos trescientos pasos. Al llegar a Blackwall,
ya no eran más que doscientos cincuenta. A lo largo de mi accidentada
carrera, he perseguido y cazado El Pool es el tramo del Támesis
comprendido entre el puente de Londres y el puente de Cuckolds. muchos
animales en muchos países, pero ninguna cacería me había producido una
excitación tan frenética como la de aquella enloquecida caza del
hombre, volando Támesis abajo. Poco a poco, metro a metro, les fuimos
ganando terreno. En el silencio de la noche se oían los jadeos y
golpeteos de sus máquinas. El hombre de popa seguía agachado sobre la
cubierta y movía los brazos como si estuviera haciendo algo; de cuando
en cuando, levantaba la mirada y medía con la vista la distancia que
aún nos separaba. Nos fuimos acercando más y más. Jones les gritó que
se detuvieran. Ya sólo nos llevaban cuatro largos de ventaja, y las dos
lanchas volaban a velocidad de vértigo. Habíamos llegado a un tramo del
río que estaba despejado, entre Barking Level a un lado y las
melancólicas marismas de Plumstead al otro. Al oír nuestros gritos, el
hombre de popa se puso en pie y agitó hacia nosotros los puños
cerrados, maldiciéndonos con voz chillona y cascada. Era un hombre
fuerte y corpulento y, al verlo de pie con las piernas separadas, me di
cuenta de que la pierna derecha, desde la rodilla hasta abajo, no era
más que un mástil de madera. Como en respuesta a sus gritos estridentes
y airados, se produjo un movimiento en la masa acurrucada sobre la
cubierta. Cuando se incorporó, vimos que era un hombrecillo negro, el
más pequeño que he visto en mi vida, con una cabeza grande y deforme y
una gran mata de cabellos revueltos y enmarañados. Holmes ya había
sacado su revólver y yo eché mano al mío nada más ver a aquella
criatura deforme y salvaje. Estaba envuelto en una especie de capote o
manta oscura, que sólo dejaba al descubierto su cara; pero aquella cara
bastaba para quitarle el sueño a cualquiera. Nunca he visto unas
facciones que expresaran tanta bestialidad y crueldad. Sus ojillos
brillaban y ardían con luz siniestra y sus gruesos labios se arrugaban,
dejando a la vista los dientes, que rechinaban y nos hacían muecas con
una furia casi animal.
—Si levanta la mano, dispare —dijo Holmes tranquilamente.
Estábamos ya a un largo de distancia, con nuestra presa casi al alcance
de la mano. Aún ahora me parece que los estoy viendo a los dos: el
hombre blanco, de pie, con las piernas separadas, vociferando
maldiciones; y el diabólico enano, con su rostro espantoso y sus
afilados dientes amarillos, tirándonos mordiscos a la luz de nuestro
foco.
Y fue una suerte que pudiéramos verlo con tanta claridad, porque
mientras lo mirábamos sacó de debajo de su capote un instrumento de
madera corto y redondo, parecido a una regla, y se lo llevó a los
labios. Nuestras dos pistolas dispararon a la vez. El hombre se
retorció, extendió hacia arriba los brazos y, con una especie de tos
ahogada, cayó de costado al río.
En aquel mismo instante, el hombre de la pata de palo se lanzó sobre el
timón y dio un brusco giro al mismo, dirigiendo la lancha hacia la
orilla sur, mientras nosotros pasábamos rozando su popa, a unos pocos
pies de distancia. Sólo tardamos unos segundos en virar tras él, pero
para entonces ya casi había llegado a la orilla. Era un lugar salvaje y
desolado: la luz de la luna iluminaba una amplia extensión de marisma,
con charcas de agua estancada y masas de vegetación en descomposición.
Con un golpe seco, la lancha encalló en un banco de fango, quedando con
la proa al aire y la popa al nivel del agua. El fugitivo saltó a
tierra, pero su pata de palo se hundió por completo en el suelo
enfangado. Todos sus esfuerzos y contorsiones fueron en vano: le
resultaba imposible dar un paso, ni hacia delante ni hacia atrás. Gritó
de rabia e impotencia, y pateó frenéticamente el barro con el otro pie;
pero lo único que consiguió con sus forcejeos fue clavar aun más su
ancla de madera en el fango de la orilla. Cuando la lancha llegó hasta
él, estaba tan firmemente anclado que tuvimos que pasarle una cuerda
bajo los hombros para desclavarlo e izarlo por la borda, como si
hubiéramos pescado un pez maligno. Los dos Smith, padre e hijo, se
habían quedado sentados en su lancha con expresión abatida, pero
subieron mansamente a bordo de la nuestra cuando se los ordenamos.
Desembarrancamos el Aurora y lo amarramos a nuestra popa. Sobre su
cubierta había un sólido cofre de hierro, de artesanía india. No cabía
duda de que aquella era la caja que contenía el infausto tesoro de los
Sholto. No tenía llave, pero pesaba muchísimo, así que lo llevamos con
cuidado a nuestro pequeño camarote. Mientras remontábamos de nuevo el
río a poca velocidad, enfocamos nuestro proyector en todas direcciones,
pero no vimos ni rastro del isleño. En algún lugar del fondo del
Támesis, entre el fango negro, yacen los huesos de aquel extraño
visitante de nuestras costas.
—Mire esto —dijo Holmes, señalando la escotilla de madera—. Parece que
no fuimos lo bastante rápidos con nuestras pistolas.
Efectivamente, justo detrás de donde nosotros habíamos estado, se había
clavado uno de aquellos dardos asesinos que conocíamos tan bien. Debió
pasar zumbando entre nosotros cuando disparamos. Holmes sonrió y se
encogió de hombros con su característico aire despreocupado, pero yo
tengo que confesar que me dieron mareos al pensar en la horrible muerte
que tan cerca de nosotros había pasado aquella noche.
- 11 -
El gran tesoro de Agra
Nuestro prisionero estaba sentado en el camarote, enfrente de la caja
de hierro por cuya posesión tanto se había esforzado y tanto tiempo
había aguardado. Era un sujeto curtido por el sol, de mirada temeraria,
con rasgos de color caoba surcados por una red de líneas y arrugas, que
daban fe de una vida dura al aire libre. Su mandíbula barbuda era
particularmente saliente, lo cual indicaba que se trataba de un hombre
al que no era fácil desviar de sus propósitos. Debía de tener unos
cincuenta años, más o menos, porque entre sus cabellos negros y
ensortijados asomaban numerosas mechas grises. Su rostro no resultaba
desagradable cuando estaba en reposo, aunque sus espesas cejas y su
agresiva mandíbula le daban, como habíamos tenido ocasión de comprobar,
una expresión terrible cuando se enfurecía. En aquel momento estaba
sentado, apoyando en el regazo las manos esposadas y con la cabeza
caída sobre el pecho, mirando con ojos ansiosos y centelleantes la caja
que había sido la causa de todas sus fechorías. Me pareció que había
más pena que rabia en su expresión rígida y controlada. Incluso me miró
una vez con una especie de brillo divertido en los ojos.
—Bueno, Jonathan Small —dijo Holmes, encendiendo un cigarro—. Lamento
que todo haya acabado así.
—También lo lamento yo, señor —respondió Small con franqueza—. Pero no
creo que me puedan colgar por esto. Le doy mi palabra, sobre la Biblia,
de que no levanté la mano contra el señor Sholto. Fue ese pequeño
diablo de Tonga, que le disparó uno de sus malditos dardos. Yo no
participé en ello, señor. Me dolió como si se hubiera tratado de un
pariente mío. Azoté al pequeño diablo con el extremo suelto de la
cuerda, pero ya estaba hecho y yo no podía remediarlo.
—Tenga un cigarro —dijo Holmes—. Y lo mejor será que eche un trago de
este frasco, porque está usted empapado. ¿Cómo esperaba que un hombre
tan pequeño y débil como ese negro dominara al señor Sholto y lo
inmovilizara mientras usted trepaba por la cuerda?
—Parece que sabe usted lo que ocurrió como si hubiera estado allí. La
verdad es que esperaba encontrar la habitación vacía. Conocía bastante
bien las costumbres de la casa, y sabía que Sholto solía bajar a cenar
a aquella hora. No pienso andarme con secretos. Como mejor puedo
defenderme es diciendo la pura verdad. Eso sí, si se hubiera tratado
del viejo comandante, no me importaría nada que me ahorcaran por
haberlo matado. Lo habría acuchillado con la misma tranquilidad con que
me fumo este cigarro. Pero es una mala faena ir a prisión por la muerte
de ese joven Sholto, con el que no tenía ninguna cuenta pendiente.
—Se encuentra usted en manos del inspector Athelney Jones, de Scotland
Yard. Va a llevarlo a mi domicilio, y le voy a pedir que me cuente toda
la verdad de lo ocurrido. Le conviene ser sincero, porque si lo es, tal
vez yo pueda ayudarle. Creo poder demostrar que el veneno actúa con tal
rapidez que Sholto ya estaba muerto antes de que usted llegara a la
habitación.
—Ya lo creo que lo estaba. En la vida me he llevado un susto tan grande
como cuando entré por la ventana y lo vi sonriéndome con la cabeza
caída sobre un hombro. Le aseguro que fue un golpe, señor. Habría medio
matado a Tonga por hacer aquello si no se llega a escabullir.
Precisamente por eso se dejó olvidada su maza y algunos de sus dardos,
según me dijo, y apuesto a que fue eso lo que les puso sobre mi pista,
aunque no me explico cómo pudo seguirla hasta el fin. No le guardo
rencor por ello, pero no deja de resultar extraño —añadió, con una
sonrisa de amargura— que yo, que tengo derecho a reclamar parte de una
fortuna de medio millón, me haya pasado la primera mitad de mi vida
construyendo una presa en las Andaman y me vaya a pasar la otra mitad
cavando letrinas en Dartmoor. Fue un día nefasto para mí aquél en que
puse los ojos sobre el mercader Achmet y entró en mi vida el tesoro de
Agra, que no ha hecho sino acarrear la perdición de todo aquel que lo
ha poseído. A Achmet le causó la muerte; al mayor Sholto, miedo y
remordimientos; y a mí, la esclavitud durante toda una vida.
En aquel momento, Athelney Jones asomó la cara y los hombros al
interior del pequeño camarote.
—Parece una reunión familiar —comentó—. Creo que voy a echar un trago
de ese frasco, Holmes. Bueno, me parece que podemos felicitarnos. Es
una pena que no cogiéramos vivo al otro, pero no había elección. La
verdad, Holmes, hay que reconocer que la cosa ha salido bien por los
pelos. Un poco más y se nos escapan.
—Bien está lo que bien acaba —dijo Holmes—. Pero lo cierto es que no
sospechaba que el Aurora fuera tan rápido.
—Smith asegura que es una de las lanchas más rápidas del río, y que si
hubiera tenido a alguien que le ayudara con las máquinas, jamás la
habríamos alcanzado. También jura que no sabía nada del asunto de
Norwood.
—Y dice la verdad —exclamó nuestro prisionero—. No sabía ni una
palabra. Elegí su lancha porque había oído decir que volaba. No le
dijimos nada, pero le pagamos bien, y habría recibido una espléndida
gratificación si hubiéramos llegado a nuestro barco, el Esmeralda, que
zarpa de Gravesend con rumbo a Brasil.
—Bueno, si no ha hecho nada malo, ya nos ocuparemos de que nada malo le
ocurra. Nos damos bastante prisa en atrapar a nuestros hombres, pero no
tanta en condenarlos. Tenía gracia la manera en que aquel engreído de
Jones empezaba ya a darse aires de importancia por la captura. Por la
leve sonrisa que asomó al rostro de Sherlock Holmes, comprendí que no
le habían pasado inadvertidas aquellas palabras.
—Estamos a punto de llegar al puente de Vauxhall —dijo Jones—. Allí
desembarcaremos al doctor Watson con la caja del tesoro. No hace falta
que le diga que asumo una gran responsabilidad al hacer esto. Es algo
muy irregular, pero un trato es un trato. No obstante, dado el valor
del cargamento, tengo el deber de hacer que le acompañe un inspector.
Irá en coche, ¿verdad? —Sí, en coche.
—Es una pena que no tengamos la llave para hacer antes un inventario.
Tendrán ustedes que forzar el cierre. ¿Dónde está la llave, señor mío?
—En el fondo del río —respondió Small escuetamente.
—¡Hum! No sé por qué tenía que causarnos esta dificultad innecesaria.
Bastantes problemas nos ha ocasionado ya. En fin, doctor, no hace falta
que le advierta que tenga cuidado. Lleve después la caja al apartamento
de Baker Street. Allí nos encontrará, camino de la comisaría.
Desembarqué en Vauxhall, con la pesada caja de hierro y en compañía de
un inspector campechano y simpático. Un coche nos llevó en un cuarto de
hora a casa de la señora de Cecil Forrester. La sirvienta parecía
sorprendida de que llegara una visita tan tarde. Nos explicó que la
señora Forrester había salido y era probable que regresara muy tarde.
Pero la señorita Morstan sí que estaba en la sala de estar, y a la sala
me fui, con la caja en la mano, dejando al considerado inspector en el
coche.
Mary Morstan estaba sentada junto a una ventana abierta, con un vestido
de algún tejido diáfano y blanco, con ligeros toques escarlatas en el
cuello y la cintura. La suave luz de una lámpara de pantalla caía sobre
la figura recostada en un sillón de mimbre, creando efectos en su
rostro dulce y serio y arrancando apagados brillos metálicos a los
hermosos rizos de su espléndida cabellera. Un brazo blanco y su mano
colgaban al costado del sillón, y toda su figura y su actitud denotaban
una profunda melancolía. Sin embargo, al oír mis pisadas se puso en pie
de un salto y un vivo rubor de sorpresa y placer coloreó sus pálidas
mejillas.
—Oí que se detenía un coche —dijo— y pensé que era la señora Forrester,
que regresaba antes de lo previsto, pero no imaginaba que pudiera ser
usted. ¿Qué noticias me trae?
—Le traigo algo mejor que noticias —dije, poniendo la caja sobre la
mesa y hablando en tono animado y jovial, aunque por dentro tenía el
corazón encogido—. Le he traído algo que vale más que todas las
noticias del mundo. Le he traído una fortuna. Ella miró la caja de
hierro.
—¿De modo que ése es el tesoro? —preguntó con bastante frialdad.
—Sí, el gran tesoro de Agra. La mitad es suya, y la otra mitad de
Thaddeus Sholto. Les tocarán unas doscientas mil libras a cada uno.
¡Piense en eso! Una renta anual de diez mil libras. Habrá pocas
muchachas más ricas en Inglaterra. ¿No es estupendo?
Es bastante posible que me excediera en mis manifestaciones de alegría
y que ella detectara un tonillo falso en mis felicitaciones, porque vi
que alzaba un poco las cejas y me miraba con curiosidad.
—Si lo he conseguido —dijo—, ha sido gracias a usted.
—No, no —respondí—. A mí, no. Gracias a mi amigo Sherlock Holmes.
Aunque hubiera puesto en ello toda mi voluntad, yo jamás habría podido
seguir un rastro que incluso ha puesto a prueba su genio analítico. Lo
cierto es que casi se nos escapan en el último momento.
—Por favor, siéntese y cuéntemelo todo, doctor Watson —dijo ella.
Le relaté en pocas palabras lo ocurrido desde la última vez que la vi:
el nuevo método de búsqueda empleado por Holmes, la localización del
Aurora, la aparición de Athelney Jones, nuestra expedición nocturna y
la frenética persecución Támesis abajo. Ella escuchaba la narración de
nuestras aventuras con los labios entreabiertos y los ojos brillantes.
Cuando mencioné el dardo que nos había fallado por tan poco, se puso
tan pálida que temí que estuviera a punto de desmayarse.
—No es nada —dijo, mientras yo me apresuraba a servirle un poco de
agua—. Ya estoy bien. Es que me horroriza saber que he puesto a mis
amigos en un peligro tan espantoso.
—Eso ya terminó —respondí—. No tuvo importancia. Ya no le contaré más
detalles macabros. Pensemos en algo más alegre. Aquí está el tesoro.
¿Puede existir algo más alegre? Conseguí que me autorizaran a traerlo
aquí, porque pensé que le interesaría ser la primera en verlo.
—Me interesa muchísimo —dijo.
Pero no había ningún entusiasmo en su voz. Estaba claro que consideraba
que habría sido una descortesía por su parte mostrarse indiferente ante
un premio que tanto había costado ganar.
—¡Qué caja tan bonita! —dijo, inclinándose sobre ella—. Hecha en la
India, supongo.
—Sí, artesanía de Benarés.
—¡Y cuánto pesa! —exclamó, intentando levantarla—. La caja sola ya debe
valer algo. ¿Y la llave?
—Small la tiró al Támesis —respondí—. Tendré que usar este atizador de
la señora Forrester.
En la parte delantera de la caja había un pasador ancho y grueso con la
forma de un Buda sentado. Metí el extremo del atizador por debajo e
hice palanca hacia fuera. El pasador saltó con un fuerte chasquido.
Levanté la tapa con dedos temblorosos y los dos nos quedamos mirando
atónitos. ¡La caja estaba vacía!
No era de extrañar que pesara tanto. Las planchas de hierro medían más
de centímetro y medio de espesor. Era un cofre sólido, bien construido
y resistente, como si lo hubieran fabricado expresamente para
transportar objetos de gran valor, pero en su interior no había ni
rastro de joyas o metales preciosos. Estaba completa y absolutamente
vacío.
—El tesoro ha desaparecido —dijo la señorita Morstan tranquilamente.
Al oír aquellas palabras y darme cuenta de lo que significaban, me
pareció que en mi alma se disipaba una enorme sombra. Hasta aquel
momento, cuando por fin se hubo esfumado, no me había dado cuenta de
hasta qué punto me había tenido abrumado aquel tesoro de Agra. Sin duda
aquello era egoísta, desleal, injusto, pero lo único que yo veía era
que había desaparecido la barrera de oro que nos separaba. —¡Gracias a
Dios! —exclamé.
Ella me miró con una rápida e inquisitiva sonrisa.
—¿Por qué dice eso? —preguntó.
—Porque ahora está usted otra vez a mi alcance —dije, tomándola de la
mano. Ella no la retiró—. Porque la amo, Mary, con toda la fuerza con
que un hombre puede amar a una mujer. Porque este tesoro, estas
riquezas, tenían sellados mis labios. Ahora que han desaparecido puedo
decirle cuánto la amo. Por eso exclamé «Gracias a Dios». —Entonces, yo
también digo «Gracias a Dios» —susurró, mientras yo la atraía hacia mí.
Y supe que, aunque alguien hubiera perdido un tesoro aquella noche, yo
había encontrado el mío.
- 12 -
La extraña historia de Jonathan Small
Aquel inspector que se había quedado en el coche era un hombre muy
paciente, porque transcurrió bastante rato antes de que me reuniera con
él. Su rostro se ensombreció cuando le mostré la caja vacía.
—Adiós a la recompensa —dijo en tono abatido—. Si no hay dinero, no hay
paga. Si el tesoro hubiera estado ahí, el trabajo de esta noche nos
habría valido a Sam Brown y a mí diez libras por cabeza.
—El señor Thaddeus Sholto es rico —dije—. Él se ocupará de que sean
recompensados, con tesoro o sin él.
Pero el inspector negó con la cabeza en un gesto de desaliento.
—Un mal trabajo —repitió—. Y lo mismo pensará Athelney Jones.
Su predicción resultó acertada, porque el policía se quedó
completamente pálido cuando llegué a Baker Street y le mostré la caja
vacía. Holmes, el detenido y él acababan de llegar, porque habían
cambiado de plan por el camino y habían ido a informar a una comisaría.
Mi compañero estaba arrellanado en su butaca con su habitual expresión
de indiferencia, y Small se sentaba impasible frente a él, con la pata
de palo cruzada sobre la pierna buena. Cuando presenté la caja vacía,
se echó hacia atrás en su asiento y soltó una carcajada.
—Esto es obra suya, Small —dijo Athelney Jones, furioso.
—Sí, yo lo tiré donde ustedes jamás podrán echarle mano —exclamó
alborozado—. El tesoro era mío, y si no puedo quedarme con él, ya
pondré buen cuidado de que no se lo quede ningún otro. Les aseguro que
ningún ser viviente tiene derecho a él, con excepción de tres hombres
que cumplen condena en el presidio de Andaman y de mí mismo. Me consta
que yo ya no podré aprovecharlo, y sé que ellos tampoco. En todo
momento he actuado en su nombre, tanto como en el mío propio. Siempre
hemos sido fieles al signo de los cuatro. Pues bien, sé que ellos
habrían querido que hiciera lo que he hecho: arrojar el tesoro al
Támesis antes que permitir que se lo quedasen los amigos y familiares
de Sholto o de Morstan. No le hicimos a Achmet lo que le hicimos para
enriquecerlos a ellos. Encontrarán ustedes el tesoro en el mismo sitio
que la llave y que al pobre Tonga. Cuando vi que su lancha nos iba a
alcanzar, escondí el botín en lugar seguro. No hay rupias para ustedes
en este viaje.
—Usted nos quiere engañar, Small —dijo Athelney Jones en tono firme—.
Si hubiera querido tirar el tesoro al Támesis, le habría resultado más
fácil tirarlo con caja y todo. —Más fácil para mí tirarlo, y más fácil
para ustedes recuperarlo —respondió Small, con una astuta mirada de
soslayo—. Un hombre lo bastante listo como para seguirme la pista tiene
que ser también lo bastante listo como para sacar una caja de hierro
del fondo de un río. Pero ahora que las joyas están esparcidas a lo
largo de unas cinco millas, puede que le resulte más difícil. La verdad
es que me rompió el corazón tirarlas. Estaba medio loco cuando ustedes
nos alcanzaron. Pero de nada sirve lamentarse. He pasado buenos y malos
momentos en mi vida, pero he aprendido a no arrepentirme de nada. —Éste
es un asunto muy serio, Small —dijo el inspector—. Si hubiera usted
ayudado a la justicia, en lugar de burlarla de este modo, habría tenido
más posibilidades a favor en su juicio.
—¡La justicia! —se burló el expresidiario—. ¡Bonita justicia! ¿A quién
pertenecía ese botín sino a nosotros? ¿Dónde está la justicia en que se
lo regale a quien no ha hecho nada por ganárselo? ¡Miren cómo me lo
gané yo! Veinte largos años en aquel pantano plagado de fiebres,
trabajando todo el día en los manglares y encadenado toda la noche en
las mugrientas barracas de los presos, comido por los mosquitos,
atormentado por la fiebre intermitente, sufriendo los abusos de todos
aquellos malditos policías negros, encantados de poder ajustarle las
cuentas a un blanco. Así me gané el tesoro de Agra, ¡y ustedes me
hablan de justicia porque no puedo soportar la idea de haber pagado
este precio sólo para que otro lo disfrute! Antes me dejaría colgar una
docena de veces, o que me clavaran en la piel uno de los dardos de
Tonga, que vivir en una celda de la cárcel sabiendo que otro vive
cómodamente en un palacio con el dinero que debería haber sido mío.
Small había dejado caer su máscara de estoicismo, y todo este discurso
lo soltó en un furioso torbellino de palabras, con los ojos echando
llamas y haciendo chocar las esposas con los apasionados movimientos de
sus manos. Al contemplar la furia y el ardor de aquel hombre, comprendí
que no era nada infundado ni ridículo el terror que se había apoderado
del mayor Sholto al enterarse de que el agraviado presidiario le seguía
la pista.
—Olvida usted que no sabemos nada de todo eso —dijo Holmes
tranquilamente—. No conocemos su historia y no podemos decir hasta qué
punto pudo estar la justicia de su parte en un principio.
—Mire, señor, usted me habla con mucha amabilidad, aunque me doy
perfecta cuenta de que es a usted a quien debo estos grilletes que
llevo en las muñecas. Aun así, no le guardo rencor por ello. Ha jugado
limpio, con las cartas encima de la mesa. Si quiere escuchar mi
historia, no tengo ningún motivo para callármela. Lo que le voy a
contar es la pura verdad, hasta la última palabra. Gracias, puede dejar
el vaso aquí, a mi lado, y arrimaré los labios si tengo sed.
Yo soy de Worcestershire, nacido cerca de Pershore. Apuesto a que si se
pasan por allí, encuentran un montón de gente apellidada Small. Muchas
veces he pensado en ir a echar un vistazo por allá, pero la verdad es
que nunca fui un motivo de orgullo para la familia, y dudo de que se
alegraran mucho de verme. Son todos gente respetable, que va a la
iglesia, pequeños granjeros, conocidos y respetados en toda la región,
y yo siempre fui un bala perdida. Por fin, cuando tenía unos dieciocho
años, dejé de causarles problemas, porque me metí en un lío por culpa
de una chica y la única manera que encontré de salir fue aceptando el
salario de la reina, alistándome en el Tercero de Casacas Amarillas,
que estaba a punto de partir hacia la India.
Sin embargo, no estaba destinado a ser soldado mucho tiempo. Apenas
había aprendido el paso de la oca y el manejo del mosquete cuando
cometí la tontería de ponerme a nadar en el Ganges. Tuve la suerte de
que John Holder, el sargento de mi compañía, que era uno de los mejores
nadadores de todo el ejército, estuviera también en el agua en aquel
momento. Cuando estaba en medio del río, un cocodrilo me atacó y me
arrancó la pierna derecha tan limpiamente como lo habría hecho un
cirujano. Con el susto y la pérdida de sangre, me desmayé, y me habría
ahogado si Holder no me hubiera sostenido y llevado a la orilla. Pasé
cinco meses en el hospital y cuando por fin pude salir renqueando con
esta pata de palo sujeta al muñón, me encontré dado de baja en el
ejército e incapacitado para cualquier ocupación activa.
Como podrán imaginar, aquello fue un golpe muy duro: sin haber cumplido
aún los veinte años, me veía convertido en un inválido. No obstante, al
poco tiempo mi desgracia resultó ser una bendición disfrazada. Un
hombre llamado Abel White, que se había establecido allí para cultivar
añíl, buscaba un capataz que supervisara a sus peones y se ocupara de
que trabajaran. Dio la casualidad de que era amigo de nuestro coronel,
el cual se había interesado por mí desde mi accidente. Para abreviar la
historia, el coronel me recomendó encarecidamente para el puesto y,
como la mayor parte del trabajo se hacía a caballo, mi pierna no era un
grave inconveniente porque me sujetaba perfectamente a la silla con la
rodilla. Lo que tenía que hacer era recorrer la plantación, vigilar a
los hombres durante el trabajo y dar parte de los holgazanes. La paga
era buena, tenía un alojamiento confortable y, en general, me daba por
satisfecho con pasar el resto de mi vida en una plantación de añil. El
señor Abel White era un hombre amable y se pasaba con frecuencia por mi
cabaña a fumar una pipa conmigo, porque en aquellos lugares los hombres
blancos se tratan unos a otros con mucha más consideración que aquí en
su país.
Pero la buena suerte nunca me duró mucho. De pronto, sin una señal de
advertencia, nos cayó encima la gran rebelión. Un mes antes, la India
parecía tan tranquila y pacífica como Surrey o Kent; al mes siguiente
había doscientos mil diablos negros sueltos por allí, y el país era un
completo infierno.
Pero ustedes, caballeros, ya deben saber todo esto..., probablemente,
mejor que yo, porque nunca fui muy aficionado a la lectura. Yo sólo sé
lo que vi con mis propios ojos. Nuestra plantación se encontraba en un
lugar llamado Muttra, cerca de la frontera de las provincias del
noroeste. Noche tras noche, el cielo entero se iluminaba con las llamas
de los búngalos incendiados, y día tras día veíamos pasar por nuestras
tierras pequeños grupos de europeos con sus mujeres y niños, que se
dirigían hacia Agra, donde se encontraba la guarnición más cercana.
El señor Abel White era un hombre obstinado. Se le había metido en la
cabeza que estaban exagerando el asunto y que la insurrección se
extinguiría tan de golpe como había estallado. Y se quedó sentado en su
terraza, bebiendo vasos de whisky con soda y fumando puros, mientras el
país ardía a su alrededor. Como es natural, Dawson y yo nos quedamos
con él. Dawson vivía con su mujer y se encargaba de llevar los libros y
la administración. Y un buen día llegó la catástrofe. Yo había estado
en una plantación bastante alejada y al atardecer cabalgaba despacio
hacia la casa, cuando mis ojos se fijaron en un bulto informe que yacía
en el fondo de una hondonada. Descendí a caballo para ver lo que era y
se me heló el corazón al descubrir que se trataba de la mujer de
Dawson, cortada en tiras y medio devorada por los chacales y perros
salvajes. Un poco más adelante, en la carretera, estaba el propio
Dawson caído de bruces y completamente muerto, con un revólver vacío en
la mano y cuatro cipayos tendidos uno sobre otro delante de él. Tiré de
las riendas de mi caballo, preguntándome hacia dónde debía dirigirme;
pero en aquel momento vi una espesa columna de humo que se elevaba del
búngalo de Abel White, de cuyo tejado empezaban a surgir llamas.
Comprendí que ya no podía hacer nada por mi patrón, y que interviniendo
no lograría más que perder yo también la vida. Desde donde me
encontraba podía ver cientos de aquellos demonios morenos, todavía
vestidos con sus casacas rojas, bailando y aullando en torno a la casa
en llamas. Algunos señalaron hacia mí y un par de balas pasaron
silbando junto a mi cabeza; así que emprendí la huida a través de los
arrozales y aquella misma noche me puse a salvo dentro de los muros de
Agra.
Sin embargo, pronto quedó claro que allí tampoco se estaba muy seguro.
El país entero estaba revuelto como un enjambre de abejas. Allí donde
los ingleses conseguían reunirse en pequeños grupos, podían mantener el
terreno justo hasta donde alcanzaban sus fusiles. En todos los demás
sitios eran fugitivos indefensos. Fue una lucha de millones contra
centenares; y lo más sangrante del asunto era que aquellos hombres
contra los que luchábamos, infantería, caballería y artillería, eran
nuestras propias tropas selectas, soldados a los que habíamos enseñado
y preparado nosotros, que manejaban nuestras propias armas y utilizaban
nuestros propios toques de corneta. En Agra estaban el Tercero de
Fusileros Bengalíes, algunos sikhs, dos compañías de caballería y una
batería de artillería. Se había formado también un cuerpo voluntario de
empleados y comerciantes, y a él me incorporé con mi pata de palo y
todo. A principios de julio hicimos una salida para enfrentarnos con
los rebeldes en Shahgunge, y los hicimos retroceder por algún tiempo,
pero se nos acabó la pólvora y tuvimos que volver a refugiarnos en la
ciudad.
De todas partes nos llegaban las peores noticias, lo cual no es de
extrañar, porque si miran ustedes el mapa verán que nos encontrábamos
en el corazón mismo del conflicto. Lucknow está a poco más de cien
millas al Este, y Kanpur aproximadamente a la misma distancia por el
Sur. En cualquier dirección de la brújula no había más que torturas,
matanzas y atrocidades.
Agra es una gran ciudad, en la que proliferan toda clase de fanáticos y
feroces adoradores del demonio. Nuestro puñado de hombres habría estado
perdido en sus estrechas y tortuosas calles. Así pues, nuestro jefe
decidió cruzar el río y tomar posiciones en el viejo fuerte de Agra. No
sé si alguno de ustedes, caballeros, habrá leído u oído algo acerca de
aquel viejo fuerte. Es un sitio muy extraño..., el más extraño que he
visto, y eso que he estado en rincones de los más raros. En primer
lugar, tiene un tamaño enorme. Yo creo que el recinto debe abarcar
varias hectáreas. Hay una parte moderna, donde se instaló toda la
guarnición, las mujeres, los niños, las provisiones y todo lo demás, y
aún sobraba cantidad de sitio. Pero la parte moderna no es nada,
comparada con el tamaño de la parte vieja, donde no iba nadie, y que
había quedado abandonada a los escorpiones y los cienpiés. Está toda
llena de grandes salas vacías, pasadizos tortuosos y largos pasillos
que tuercen a un lado y a otro, de manera que es bastante fácil
perderse allí. Por está razón, casi nunca se metía nadie por aquella
parte, aunque de vez en cuando se enviaba un grupo con antorchas a
explorar.
El río pasa por la parte de delante del viejo fuerte, que así queda
protegida, pero por los lados y por detrás hay muchas puertas y,
naturalmente, había que vigilarlas, tanto en la parte vieja como en la
que ocupaban nuestras tropas. Andábamos escasos de personal y apenas
disponíamos de hombres suficientes para controlar las esquinas del
edificio y atender los cañones. Así pues, nos resultaba imposible
montar una fuerte guardia en cada una de las innumerables puertas. Lo
que hicimos fue organizar un cuerpo de guardia central en medio del
fuerte y dejar cada puerta a cargo de un hombre blanco y dos o tres
nativos. A mí me escogieron para vigilar durante ciertas horas de la
noche una puertecilla aislada, en la fachada sudoeste del edificio.
Pusieron bajo mi mando a dos soldados sikhs y se me ordenó que si
ocurría algo disparase mi mosquete, asegurándome que inmediatamente
llegaría ayuda desde el cuerpo de guardia central. Pero como el cuerpo
de guardia se encontraba a sus buenos doscientos pasos de distancia, y
el espacio intermedio estaba formado por un laberinto de pasadizos y
corredores, yo tenía grandes dudas de que la ayuda pudiera llegar a
tiempo en caso de un verdadero ataque.
La verdad es que yo me sentía bastante orgulloso de que me hubieran
confiado aquella pequeña posición de mando, siendo como era un recluta
sin experiencia, y encima cojo. Durante dos noches monté guardia con
mis punjabíes. Eran unos tipos altos y de aspecto feroz, llamados
Mahomet Singh y Abdullah Khan, ambos veteranos combatientes que habían
empuñado las armas contra nosotros en Chilian Wallah. Hablaban inglés
bastante bien, pero yo apenas pude arrancarles unas pocas palabras.
Preferían quedarse juntos y charlar toda la noche en su extraña jerga
sikh. Yo solía situarme fuera de la puerta, contemplando el ancho y
ondulante río y el centelleo de las luces de la gran ciudad. El
redoblar de los tambores, el batir de los timbales y los gritos y
alaridos de los rebeldes, ebrios de opio y de bhang, bastaban para que
nos acordáramos durante toda la noche de los peligrosos vecinos que
teníamos al otro lado del río. Cada dos horas, el oficial de noche
recorría todos los puestos de guardia para asegurarse de que todo iba
bien.
La tercera noche de mi guardia era oscura y tenebrosa, con una fina y
pertinaz llovizna. Era un verdadero fastidio permanecer hora tras hora
en la puerta con aquel tiempo. Intenté una y otra vez hacer hablar a
mis sikhs, pero sin mucho éxito. A las dos de la madrugada pasó la
ronda, rompiendo por un momento la monotonía de la noche. Viendo que
resultaba imposible entablar conversación con mis compañeros, saqué mi
pipa y dejé a un lado el mosquete para encender una cerilla. Al
instante, los dos sikhs cayeron sobre mí. Uno de ellos se apoderó de mi
fusil y me apuntó con él a la cabeza, mientras el otro me aplicaba un
enorme cuchillo a la garganta y juraba entre dientes que me lo clavaría
si me movía un paso.
Lo primero que pensé fue que aquellos hombres estaban confabulados con
los rebeldes y que aquello era el comienzo de un asalto. Si nuestra
puerta caía en manos de los cipayos, todo el fuerte caería, y las
mujeres y niños recibirían el mismo tratamiento que en Kanpur. Es
posible que ustedes, caballeros, crean que pretendo darme importancia,
pero les doy mi palabra de que cuando pensé aquello, a pesar de sentir
en mi garganta la punta del cuchillo, abrí la boca con la intención de
dar un grito, aunque fuera el último de mi vida, para alertar a la
guardia principal. El hombre que me sujetaba pareció leer mis
pensamientos, porque cuando yo tomaba aliento susurró: «No hagas ningún
ruido. El fuerte está seguro. No hay perros rebeldes a este lado del
río.» Se notaba en su voz que decía la verdad, y supe que si levantaba
la voz era hombre muerto. Podía leerlo en los ojos castaños de aquel
hombre. Así que aguardé en silencio, hasta enterarme de lo que querían
de mí.
—Escúchame, sahib—dijo el más alto y feroz de los dos, al que llamaban
Abdullah Khan—. O te pones de nuestra parte ahora mismo o tendremos que
hacerte callar para siempre. El riesgo que corremos es demasiado grande
para que vacilemos. O te unes a nosotros en cuerpo y alma, jurando
sobre la cruz de los cristianos, o esta noche tu cuerpo irá a parar al
foso y nosotros nos pasaremos a nuestros hermanos del ejército rebelde.
No hay término medio. ¿Qué eliges, la vida o la muerte? Sólo podemos
darte tres minutos para decidir, porque el tiempo corre y todo tiene
que hacerse antes de que vuelva a pasar la ronda.
—¿Cómo puedo decidir? —dije—. No me habéis explicado lo que queréis de
mí. Pero os aseguro desde ahora que si es algo contra la seguridad del
fuerte, no quiero saber nada del asunto y podéis clavarme el cuchillo
en cuanto queráis.
—No se trata de nada contra el fuerte —dijo él—. Sólo te pedimos que
hagas lo que todos tus compatriotas vienen a hacer a esta tierra. Te
proponemos que te hagas rico. Si te unes a nosotros esta noche, te
juramos sobre este cuchillo desenvainado, y con el triple juramento que
ningún sikh ha roto jamás, que tendrás tu parte equitativa del botín.
Una cuarta parte del tesoro será tuya. No podemos hacer una oferta más
justa.
—Pero ¿de qué tesoro me hablas? —pregunté—. Estoy tan dispuesto a
hacerme rico como podáis estarlo vosotros, pero tenéis que decirme cómo
vamos a lograrlo. —Entonces, ¿estás dispuesto a jurar por los huesos de
tu padre, por el honor de tu madre, por la cruz de tu religión, que no
levantarás la mano ni dirás una palabra contra nosotros, ni ahora ni
después?
—Lo juraré —dije—, siempre que el fuerte no corra peligro.
—En tal caso, mi compañero y yo juraremos que tendrás una cuarta parte
del tesoro, que dividiremos a partes iguales entre nosotros cuatro. —No
somos más que tres —dije yo.
—No. Dost Akbar debe recibir su parte. Te contaremos la historia
mientras lo esperamos. Quédate en la puerta, Mahomet Singh, y avisa
cuando lleguen. El asunto es el siguiente, sahib, y te lo cuento porque
sé que los feringhees se sienten obligados por sus juramentos y que
podemos confiar en ti. Si fueras un embustero hindú, aunque hubieras
jurado por todos los dioses de sus falsos templos, tu sangre habría
corrido por mi cuchillo y tu cuerpo estaría ya en el agua. Pero los
sikhs conocemos a los ingleses y los ingleses conocen a los sikhs.
Escucha, pues, lo que voy a decirte.
En las provincias del Norte hay un rajá que posee muchas riquezas,
aunque sus tierras son pequeñas. Gran parte la heredó de su padre, y
mucho más lo reunió él mismo, porque es un hombre de carácter ruin, más
propenso a acaparar oro que a gastarlo. Cuando estalló la revuelta,
quiso estar a bien con el león y con el tigre, con los cipayos y con el
gobierno de la Compañía. Sin embargo, poco después empezó a creer que
se acercaba el fin de los hombres blancos, porque las noticias que le
llegaban de todas partes no hablaban más que de su muerte y su derrota.
Aun así, como era hombre precavido, trazó sus planes de manera que,
pasara lo que pasara, le quedara al menos la mitad de su tesoro. Todo
el oro y la plata los guardó consigo en las bóvedas de su palacio; pero
las piedras más preciosas y las perlas más perfectas que poseía las
metió en un cofre de hierro y se las confió a un sirviente de
confianza, para que éste, disfrazado de mercader, las trajera a la
fortaleza de Agra, donde estarían a salvo hasta que vuelva a haber paz.
Así, si triunfan los rebeldes, él conservará su dinero; pero si vence
la Compañía, salvará sus joyas. Después de dividir así su tesoro, se
sumó a la causa de los cipayos, porque éstos eran los más fuertes en
torno a sus fronteras. Fíjate, sahib, en que al hacer esto, su
propiedad se convierte en botín legítimo de los que se han mantenido
leales. Este falso mercader, que viaja bajo el nombre de Achmet, se
encuentra ahora en la ciudad de Agra y pretende entrar en el fuerte.
Lleva como compañero de viaje a mi hermano de leche, Dost Akbar, que
conoce su secreto. Dost Akbar le ha prometido guiarle esta noche a una
puerta lateral del fuerte, y ha elegido ésta para sus propósitos. Está
a punto de llegar, y aquí nos encontrará a Mahomet Singh y a mí
aguardándolo. Es un lugar solitario y nadie se enterará de su llegada.
El mundo no volverá a saber del mercader Achmet, pero el gran tesoro
del rajá se dividirá entre nosotros. ¿Qué dices a eso, sahib?
En Worcestershire, la vida de un hombre parece algo importante y
sagrado; pero la cosa es muy diferente cuando estás rodeado de fuego y
sangre y te has acostumbrado a tropezar con la muerte en cada esquina.
Que Achmet el mercader viviera o muriera me tenía completamente sin
cuidado, pero al oír hablar del tesoro se me había animado el corazón y
pensé en lo que podría hacer con él en mi tierra, en la cara que
pondría mi familia al ver que el vástago inútil regresaba con los
bolsillos repletos de monedas de oro. Así que ya había tomado mi
decisión. Sin embargo, Abdullah Khan, creyendo que aún vacilaba,
insistió todavía un poco más.
—Ten en cuenta, sahib —dijo—, que si este hombre cae en manos del
comandante, éste le hará ahorcar o fusilar, y sus joyas pasarán a poder
del Gobierno, sin que nadie salga ganando ni una rupia. Pues bien, si
lo atrapamos nosotros, ¿por qué no íbamos a hacer también lo demás? Las
joyas estarán igual de bien con nosotros que en las arcas de la
Compañía. Hay suficiente para convertirnos a los cuatro en hombres
ricos y poderosos. Nadie sabrá nada del asunto, porque estamos aislados
de todos. ¿Puede haber una oportunidad mejor? Así pues, sahib, dime
otra vez si estás con nosotros o si debemos considerarte como un
enemigo.
—Estoy con vosotros en cuerpo y alma —dije.
—Está bien —respondió él, devolviéndome mi fusil—. Ya ves que nos
fiamos de ti, porque creemos que, igual que nosotros, no faltarás a tu
palabra. Ahora sólo tenemos que esperar a que lleguen mi hermano y el
mercader. —¿Sabe tu hermano lo que vais a hacer? —pregunté.
—El plan es suyo. Él lo ha ideado. Vamos a la puerta a montar guardia
junto a Mahomet Singh.
La lluvia seguía cayendo insistentemente, porque nos encontrábamos al
comienzo de la estación lluviosa. Densas y oscuras nubes cruzaban por
el cielo y resultaba difícil ver más allá de un tiro de piedra. Delante
de nuestra puerta se abría un profundo foso, pero estaba casi seco por
algunos lugares y era fácil cruzarlo. Me parecía extraño encontrarme
allí con aquellos dos feroces punjabíes, aguardando a un hombre que se
encaminaba hacia la muerte.
De pronto, mis ojos captaron el brillo de una linterna sorda al otro
lado del foso. Desapareció entre los montículos de tierra y volvió a
aparecer, acercándose despacio a nuestra posición.
—¡Ahí están!—exclamé.
—Tú les darás el alto, sahib, como de costumbre —susurró Abdullah—. Que
no sospeche nada. Envíalo adentro con nosotros y nosotros haremos el
resto mientras tú te quedas aquí de guardia. Ten preparada la linterna,
para estar seguros de que es nuestro hombre.
La vacilante luz continuaba acercándose, deteniéndose unas veces y
avanzando otras, hasta que pude distinguir dos figuras oscuras al otro
lado del foso. Las dejé descender por el terraplén, chapotear a través
del fango y trepar hasta la mitad del camino a la puerta, y entonces
les di el alto.
—¿Quién va? —dije con voz apagada.
—Somos amigos —me respondieron. Descubrí mi linterna y proyecté un
chorro de luz sobre ellos. El primero era un sikh enorme, con una barba
negra que le llegaba casi hasta la faja. No siendo en una feria, jamás
he visto un hombre tan alto. El otro era un tipo bajo y gordo, con un
gran turbante amarillo, que llevaba en la mano un bulto envuelto en un
chal. Parecía estar temblando de miedo, porque retorcía las manos como
si tuviera fiebre y giraba constantemente la cabeza a derecha e
izquierda, escudriñando con sus ojillos relucientes y parpadeantes,
como un ratón al aventurarse fuera de su madriguera. Me daba
escalofríos pensar en matarlo, pero entonces me acordé del tesoro y el
corazón se me volvió duro como el pedernal. Al ver mi rostro blanco,
soltó un pequeño gorjeo de alegría y vino corriendo hacia mí.
—Protégeme, sahib —gimió—. Protege al desdichado mercader Achmet. He
atravesado toda Rajputana en busca de la seguridad del fuerte de Agra.
Me han robado, golpeado e insultado por haber sido amigo de la
Compañía. Bendita sea esta noche, en la que vuelvo a estar a salvo...
yo y mis humildes pertenencias. —¿Qué llevas en ese paquete? —pregunté.
—Una caja de hierro —respondió—, que contiene uno o dos recuerdos de
familia, que no tienen ningún valor para otros, pero que lamentaría
perder. Sin embargo, no soy un mendigo, y le recompensaré, joven sahib,
y también a su gobernador, si me da la protección que le pido.
Se me hizo imposible seguir hablando con aquel hombre. Cuanto más
miraba su rostro gordo y asustado, más difícil me resultaba pensar que
íbamos a matarlo a sangre fría. Lo mejor era acabar de una vez.
—Llevadlo a la guardia principal —dije.
Los dos sikhs se situaron a sus lados y el gigante detrás, y así
emprendieron la marcha a través del oscuro pasillo de entrada. jamás
hombre alguno caminó tan cercado por la muerte. Yo me quedé en la
puerta con la linterna.
Oí el ruido acompasado de sus pasos avanzando por los solitarios
pasillos. De pronto, se detuvieron y oí voces, un forcejeo y algunos
golpes. Un instante después, oí con espanto pasos precipitados que
venían en mi dirección y la respiración jadeante de un hombre que
corría. Dirigí mi linterna hacia el largo y recto pasillo, y vi que por
él venía el hombre gordo, corriendo como el viento, con una mancha de
sangre cruzándole la cara; pisándole los talones y saltando como un
tigre, venía el enorme sikh de la barba negra, con un cuchillo lanzando
destellos en su mano. jamás he visto un hombre que corriera tan rápido
como aquel pequeño mercader. Iba sacándole ventaja al sikh y me di
cuenta de que si pasaba por donde yo estaba y lograba salir al aire
libre, todavía podría salvarse. Mi corazón empezó a ablandarse, pero,
una vez más, pensar en el tesoro me volvió duro y despiadado. Cuando
pasaba corriendo junto a mí, le metí mi fusil entre las piernas y cayó
dando un par de vueltas, como un conejo alcanzado por un disparo. Antes
de que pudiera incorporarse, el sikh cayó sobre él y le hundió el puñal
dos veces en el costado. El hombre no soltó ni un gemido, ni movió un
solo músculo, quedando tendido donde había caído. Yo creo que se había
roto el cuello al caer. Ya ven, caballeros, que cumplo mi promesa: les
estoy contando la historia al detalle, exactamente tal como sucedió,
tanto si me favorece como si no.
Small dejó de hablar y extendió las manos esposadas para coger el
whisky con agua que Holmes le había preparado. Confieso que, a estas
alturas, aquel hombre me inspiraba el horror más absoluto, no sólo por
el crimen a sangre fría en el que había participado, sino, sobre todo,
por la manera indiferente y hasta jactanciosa en que lo había narrado.
Fuera cual fuera el castigo que le aguardaba, que no esperara ninguna
simpatía por mi parte. Sherlock Holmes y Jones permanecían sentados con
las manos sobre las rodillas, profundamente interesados por la
historia, pero con la misma expresión de repugnancia en sus caras. Es
posible que Small se diera cuenta, porque cuando prosiguió su relato
había un toque de desafío en su voz y su actitud.
Aquello estuvo muy mal, no cabe duda —dijo—. Pero me gustaría saber
cuántos hombres, estando en mi situación, habrían rechazado una parte
del botín, sabiendo que la alternativa era dejarse cortar el cuello.
Además, una vez que hubo entrado en el fuerte, era su vida o la mía. Si
hubiera escapado, todo el asunto habría salido a la luz, y me habrían
juzgado en consejo de guerra y, seguramente, fusilado. En momentos como
aquellos, la gente no suele ser muy indulgente. —Continúe su relato
—dijo Holmes, tajante.
—Bueno, pues entre Abdullah, Akbar y yo cargamos con él. Y vaya si
pesaba, a pesar de lo bajo que era. Mahomet Singh se quedó de guardia
en la puerta. Lo llevamos a un lugar que los sikhs ya tenían preparado.
Quedaba algo lejos, en un pasillo tortuoso que llevaba a una gran sala
vacía, y cuyas paredes de ladrillo se estaban cayendo a pedazos. En un
punto, el suelo de tierra se había hundido, formando una tumba natural,
y allí dejamos a Achmet el mercader, después de cubrir su cuerpo con
ladrillos sueltos. Una vez hecho esto, fuimos todos por el tesoro.
Estaba donde Achmet lo había dejado caer al sufrir el primer ataque. La
caja era esa misma que tienen abierta sobre la mesa. Del asa tallada
que tiene arriba colgaba una llave atada con un cordel de seda. La
abrimos, y la luz de la linterna hizo brillar una colección de joyas
como las que aparecían en los cuentos que me hacían soñar de niño en
Pershore. Se quedaba uno totalmente deslumbrado al mirarlas. Cuando nos
saciamos de contemplarlas, las sacamos todas e hicimos una lista. Había
ciento cuarenta y tres diamantes de primera calidad, entre ellos uno
que creo que llamaban «El Gran Mogol» y que dicen que es el segundo más
grande del mundo. Había, además, noventa y siete esmeraldas
preciosísimas y ciento setenta rubíes, aunque algunos eran pequeños.
También había cuarenta carbunclos, doscientos diez zafiros, sesenta y
una ágatas y gran cantidad de berilos, ónices, ojos de gato, turquesas
y otras piedras cuyos nombres yo no conocía entonces, aunque los
aprendí más tarde. Además de todo esto, había aproximadamente
trescientas perlas bellísimas, doce de ellas montadas en una diadema de
oro. Por cierto, estas últimas ya no estaban en el cofre cuando lo
recuperé; alguien las había sacado. Después de contar nuestros tesoros,
los volvimos a meter en el cofre y los llevamos a la puerta para que
los viera Mahomet Singh. Luego renovamos solemnemente nuestro juramento
de apoyarnos unos a otros y guardar el secreto. Acordamos esconder el
botín en un lugar seguro hasta que el país volviera a estar en paz, y
entonces dividirlo entre nosotros a partes iguales. No tenía sentido
repartirlo en aquel momento, porque si nos encontraban encima joyas de
tanto valor se despertarían sospechas, y en el fuerte no había
intimidad ni existía lugar alguno donde poder guardarlas. Así pues,
llevamos la caja a la misma sala donde habíamos enterrado el cadáver y
allí, debajo de unos ladrillos de la pared mejor conservada, abrimos un
hueco y metimos en él nuestro tesoro. Tomamos buena nota del lugar, y
al día siguiente yo dibujé cuatro planos, uno para cada uno de
nosotros, y al pie de cada plano puse el signo de nosotros cuatro,
porque habíamos jurado que cada uno defendería siempre los intereses de
los demás, de manera que ninguno saliera más favorecido. Y puedo
asegurar, con la mano sobre el corazón, que jamás he quebrantado aquel
juramento. Bueno, caballeros, no hace falta que les cuente como
concluyó la rebelión india. Cuando Wilson tomó Delhi y Sir Colin liberó
Lucknow, se rompió la columna vertebral del asunto. Llegaron nuevas
tropas a montones y Nana Sahib se esfumó por la frontera. Una columna
volante, mandada por el coronel Greathed, avanzó sobre Agra y puso en
fuga a los pandies. Parecía que se iba restableciendo la paz en el
país, y nosotros cuatro empezábamos a confiar en que se acercaba el
momento de poder largarnos sin problemas con nuestra parte del botín.
Pero nuestras esperanzas se hicieron pedazos en un momento, al vernos
detenidos por el asesinato de Achmet.
La cosa sucedió así: cuando el rajá puso sus joyas en manos de Achmet,
lo hizo porque sabía que éste era digno de confianza. Sin embargo, esos
orientales son gente muy recelosa. ¿Qué creen que hizo el rajá? Pues
recurrir a un segundo sirviente, todavía más leal, y ponerlo a espiar
al primero. A este segundo hombre se le ordenó que no perdiera nunca de
vista a Achmet y que lo siguiera como si fuese su sombra. Aquella noche
lo había seguido y lo había visto entrar por la puerta. Como es
natural, pensó que se había refugiado en el fuerte, y al día siguiente
también él solicitó ser admitido, pero no pudo encontrar ni rastro de
Achmet. Esto le pareció tan extraño que habló del asunto con un
sargento de exploradores, el cual lo puso en conocimiento del
comandante.
Inmediatamente se procedió a un registro minucioso y se descubrió el
cadáver. Y de este modo, justo cuando creíamos estar a salvo, los
cuatro fuimos detenidos y llevados ajuicio por asesinato: tres de
nosotros por haber estado de guardia en la puerta aquella noche, y el
cuarto porque se sabía que había acompañado a la víctima. Durante el
juicio no se dijo ni una palabra acerca de las joyas, porque el rajá
había sido derrocado y desterrado de la India, así que nadie tenía un
interés particular por ellas. Sin embargo, lo del asesinato quedó
perfectamente demostrado, y estaba claro que los cuatro teníamos que
haber participado en él. A los tres sikhs les cayeron trabajos forzados
a perpetuidad, y a mí me condenaron a muerte, aunque más adelante me
conmutaron la sentencia por la misma que a los demás.
Nos encontrábamos, pues, en una situación bastante curiosa. Allí
estábamos los cuatro, con una cadena al tobillo y poquísimas
probabilidades de salir alguna vez en libertad, a pesar de que cada uno
de nosotros conocía un secreto que le habría permitido vivir en un
palacio, si hubiera podido aprovecharlo. Era como para volverse loco de
rabia, tener que aguantar las patadas y los puñetazos de todos aquellos
fantasmones, tener que alimentarnos de arroz y agua, cuando fuera
teníamos aquella fastuosa fortuna, aguardando que la recogiéramos.
Aquello podría haberme vuelto loco, pero siempre fui bastante tozudo,
así que aguanté y esperé a que llegara mi momento.
Y por fin me pareció que el momento había llegado. Me trasladaron desde
Agra a Madrás, y de allí a la isla de Blair, en las Andamán. En aquella
prisión hay muy pocos presos blancos y, como yo me porté bien desde el
principio, no tardé en convertirme en una especie de privilegiado. Se
me asignó una cabaña en Hope Town, que es un poblado pequeño en la
ladera del monte Harriet, y me dejaron prácticamente a mi aire. Es un
lugar horrible e infecto, y todo él, excepto los pequeños claros donde
vivíamos, está plagado de salvajes caníbales, siempre dispuestos a
dispararnos un dardo envenenado si les dábamos ocasión. Teníamos que
cavar, abrir zanjas, plantar ñame y otra docena de actividades, de
manera que nos manteníamos bastante ocupados todo el día; pero por la
noche disponíamos de algo de tiempo libre. Entre otras cosas, aprendí a
preparar y administrar medicinas para ayudar al médico, y adquirí
ligeras nociones de su ciencia. Me mantenía en constante alerta por si
surgía una oportunidad de escapar; pero aquello está a cientos de
millas de la tierra más próxima y en aquellos mares apenas sopla el
viento, de modo que la fuga resultaba terriblemente difícil.
Nuestro médico, el doctor Somerton, era un joven vividor y aficionado
al juego, y los demás funcionarios jóvenes se reunían por la noche en
sus habitaciones para jugar a las cartas. La enfermería, donde yo solía
preparar las medicinas, estaba al lado de su cuarto de estar, y había
una ventanita que comunicaba las dos habitaciones. Muchas noches,
cuando me sentía solo, apagaba la lámpara de la enfermería y me quedaba
allí, escuchando lo que decían y viéndolos jugar. A mí también me
gustan las partidas de cartas, y mirarlos era casi tan entretenido como
jugar uno mismo. Además del médico, allí iban el mayor Sholto, el
capitán Morstan y el teniente Bromley Brown, que estaban al mando de
las tropas nativas, y también dos o tres funcionarios de prisiones,
unos viejos zorros que jugaban un juego fino, astuto y seguro. Formaban
una cuadrilla muy apañadita.
Pues bien, pasaba una cosa que en seguida me llamó la atención, y era
que los militares solían perder siempre y los civiles ganaban. Mire que
no estoy diciendo que hicieran trampas, pero lo cierto es que ganaban.
Aquellos funcionarios de prisiones apenas habían hecho otra cosa que
jugar a las cartas desde que llegaron a las Andamán, y conocían al
dedillo el juego de los demás, mientras que los militares jugaban sólo
para pasar el rato y manejaban las cartas de cualquier manera. Noche
tras noche, los militares se iban empobreciendo, y cuanto más perdían,
más ansiosos estaban por jugar. Al que peor le iba era al mayor Sholto.
Al principio, solía pagar en billetes y monedas de oro, pero pronto
empezó a firmar pagarés, y por grandes sumas. A veces ganaba unas
cuantas manos, lo suficiente para cobrar ánimos, y entonces la suerte
se volvía contra él, peor que nunca. Se pasaba el día andando de un
lado a otro con un humor de perros, y empezó a beber mucho más de lo
que le convenía.
Una noche, perdió aun más de lo habitual. Yo estaba sentado en mi
cabaña cuando él y el capitán Morstan pasaron tambaleándose, camino de
sus aposentos. Los dos eran amigos íntimos y no se separaban nunca. El
mayor iba rabiando por sus pérdidas. —Esto se acabó, Morstan —iba
diciendo al pasar ante mi cabaña—. Tendré que enviar mi dimisión. Estoy
en la ruina.
—¡Tonterías, amigo mío! —dijo el otro, palmeándole la espalda—. A mí
también me ha ido mal, pero…
Eso fue todo lo que oí, pero fue suficiente para ponerme a pensar.
Un par de días después, el mayor Sholto fue a dar un paseo por la playa
y aproveché la oportunidad para hablar con él.
—Me gustaría pedirle un consejo, señor —dije.
—Bien, Small, ¿de qué se trata? —preguntó, sacándose el puro de la
boca.
—Quería preguntarle, señor, cuál sería la persona más indicada para
hacerle entrega de un tesoro escondido. Yo sé dónde hay un botín que
vale medio millón de libras y, como yo no puedo aprovecharlo, he
pensado que tal vez lo mejor sería entregárselo a las autoridades
competentes, y de ese modo es posible que me redujeran la condena.
—¿Medio millón, Small? jadeó, mirándome con fijeza para asegurarse de
que hablaba en serio.
—Eso mismo, señor. En joyas y perlas. Está a disposición de quien vaya
a cogerlo. Y lo más curioso del caso es que el auténtico propietario
está fuera de la ley y no puede reclamar sus propiedades, de manera que
pertenece al primero que llegue.
—Pertenece al Gobierno, Small, al Gobierno —balbuceó. Pero lo dijo sin
demasiada convicción y yo supe en el fondo de mi corazón que lo tenía
atrapado.
—Entonces, señor, ¿cree que debería dar la información al gobernador
general? — pregunté muy tranquilo.
—Bueno, no debe usted precipitarse, porque luego podría arrepentirse.
Cuéntemelo todo, Small. Deme más detalles.
Le conté toda la historia, con ligeras alteraciones para que no pudiera
identificar los lugares. Cuando terminé mi relato, se quedó
completamente inmóvil, pensando intensamente. Por el modo en que le
temblaba el labio, me di perfecta cuenta de que en su interior se
libraba una lucha.
—Éste es un asunto muy importante, Small —dijo por fin—. Lo mejor es
que no le diga una palabra a nadie. Pronto volveremos a hablar.
Dos noches después, el mayor vino a mi cabaña en mitad de la noche,
alumbrándose con una linterna y acompañado por su amigo, el capitán
Morstan.
—Small, quiero que el capitán Morstan oiga esa historia de sus propios
labios —dijo.
Yo la repetí tal como la había contado la vez anterior.
—Suena a auténtico, ¿verdad? —dijo—. Parece lo bastante bueno como para
hacer algo al respecto.
El capitán Morstan asintió.
—Mire usted, Small —dijo el mayor—. Mi amigo y yo hemos estado hablando
del asunto y hemos llegado a la conclusión de que, a fin de cuentas,
ese secreto suyo no puede considerarse competencia del Gobierno, sino
que es un asunto privado; y usted, desde luego, tiene derecho a
disponer de él como mejor le parezca. Ahora, la pregunta es: ¿qué
precio pediría usted? Si nos pusiéramos de acuerdo en las condiciones,
podría interesarnos hacernos cargo del asunto o, al menos, tomarlo en
consideración.
Procuraba hablar en tono frío y despreocupado, pero le brillaban los
ojos de excitación y codicia.
—En cuanto a eso, caballeros —respondí, procurando también mostrarme
frío, pero sintiéndome tan excitado como él—, sólo hay un trato que
pueda hacer un hombre en mi situación. Quiero que ustedes me ayuden a
conseguir la libertad, y que hagan lo mismo con mis tres compañeros.
Entonces los aceptaremos en la sociedad y les daremos una quinta parte
para que se la repartan entre ustedes.
—¡Hum! —dijo él—. ¡Una quinta parte! Eso no es muy tentador.
—Vendrían a ser unas cincuenta mil libras por cabeza —dije yo.
—Pero ¿cómo vamos a conseguirle la libertad? Sabe muy bien que pide un
imposible.
—Nada de eso —respondí—. Lo tengo todo pensado hasta el último detalle.
El único impedimento para la fuga es que no podemos conseguir una
embarcación adecuada para el viaje, ni provisiones que nos duren tanto
tiempo. Pero en Calcuta o en Madrás hay montones de yates y quichés
pequeños que nos servirían perfectamente. Nosotros subiremos a bordó
por la noche, y si ustedes nos dejan en cualquier parte de la costa
india, habrán cumplido su parte del trato.
—Si se tratara sólo de una persona... —dijo.
—O todos o ninguno —respondí—. Lo hemos jurado. Tenemos que ir siempre
los cuatro juntos.
—Ya lo ve, Morstan —dijo el mayor—. Small es un hombre de palabra. No
abandona a sus amigos. Creo que podemos fiarnos de él.
—Es un negocio sucio —respondió el otro—. Pero, como tú dices, ese
dinero nos sacaría a flote perfectamente.
—Muy bien, Small —dijo el mayor—, supongo que tendremos que aceptar sus
condiciones. Pero, como es natural, antes tendremos que comprobar la
veracidad de su historia. Dígame dónde está escondida la caja y yo
solicitaré un permiso e iré a la India en el barco mensual de
suministros, para investigar el asunto.
—No tan deprisa —dije yo, que me iba enfriando a medida que él se
acaloraba—. Tengo que obtener el visto bueno de mis tres camaradas. Ya
le digo que tenemos que ser los cuatro o ninguno.
—¡Tonterías! —estalló—. ¿Qué pintan esos tres negros en nuestro trato?
—Negros o azules —dije yo—, están conmigo en esto y vamos todos juntos.
Pues bien, el trato se cerró en una segunda reunión, a la que
asistieron Mahomet Singh, Abdullah Khan y Dost Akbar. Volvimos a
discutir el asunto y al final nos pusimos de acuerdo. Nosotros
proporcionaríamos a los dos oficiales sendos planos de aquella parte
del fuerte de Agra, marcando el lugar en el que estaba escondido el
tesoro. El mayor Sholto iría a la India a verificar nuestra historia.
Si encontraba el cofre, debía dejarlo donde estaba, enviar un pequeño
yate pertrechado para el viaje, con instrucciones de atracar frente a
la isla de Rutland (ya nos las arreglaríamos nosotros para llegar
allá), y por último, regresar a su puesto. A continuación, el capitán
Morstan solicitaría un permiso, iría a reunirse con nosotros en Agra y
allí repartiríamos por fin el tesoro. El capitán se llevaría su parte y
la del mayor. Todo esto lo sellamos con los juramentos más solemnes que
la mente pueda concebir y los labios pronunciar. Me pasé toda la noche
dándole a la pluma, y por la mañana tenía terminados los dos planos,
firmados con el signo de los cuatro: es decir, Abdullah, Akbar, Mahomet
y yo.
Bien, caballeros, los estoy aburriendo con mi larga historia y sé que
mi amigo el señor Jones está impaciente por dejarme bien guardado en la
jaula. Seré lo más breve que pueda. Aquel canalla de Sholto marchó a la
India, pero ya no regresó jamás. Muy poco tiempo después, el capitán
Morstan me enseñó su nombre en una lista de pasajeros de un buque
correo. Había muerto un tío suyo, dejándole en herencia una fortuna, y
él había abandonado el ejército. Sin embargo, aquello no le impidió
rebajarse hasta el punto de traicionar a cinco hombres como lo hizo con
nosotros. Poco después, Morstan fue a Agra y, tal como esperábamos,
descubrió que el tesoro había volado. Aquella sabandija lo había robado
todo, sin cumplir ninguna de las condiciones bajo las que le habíamos
confiado el secreto.
Desde aquel día, viví sólo para la venganza. Pensaba en ella de día y
me recreaba en ella por la noche. Se convirtió en una pasión absorbente
que me dominó por completo. No me importaba nada la ley, ni me asustaba
la horca. Escapar, seguirle la pista a Sholto, echarle la mano al
cuello... aquellos eran mis únicos pensamientos. Incluso el tesoro de
Agra se había convertido para mí en algo secundario, comparado con
matar á Sholto.
Pues bien, en esta vida yo me he propuesto muchas cosas, y jamás hubo
una que dejara de hacer. Pero pasaron largos años hasta que llegó mi
momento. Ya les he dicho que había aprendido algo de medicina. Un día,
cuando el doctor Somerton estaba en cama con fiebre, un grupo de presos
recogió en el bosque a uno de aquellos pequeños nativos de las Andamán.
Estaba mortalmente enfermo y había buscado un lugar solitario para
morir. Me hice cargo de él, aunque era tan venenoso como una cría de
serpiente, y al cabo de un par de meses lo tuve curado y capaz de
andar. A partir de entonces, me cogió cariño y se quedó siempre
rondando alrededor de mi cabaña, sin regresar casi nunca a su bosque.
Aprendí de él un poco de su idioma, y esto hizo que se encariñara aún
más conmigo.
Tonga, que así se llamaba, era un hábil piragüista y poseía una canoa
grande y espaciosa. Cuando comprendí que sentía devoción por mí y que
haría cualquier cosa por ayudarme, vi la oportunidad de fugarme. Hablé
con él del asunto. Le dije que llevara su canoa cierta noche a un viejo
embarcadero que nunca estaba vigilado y que me recogiera allí. Le
indiqué además que llevara varias calabazas de agua y un buen montón de
ñames, cocos y batatas.
¡Qué firme y leal era el pequeño Tonga! Nadie tuvo jamás un camarada
más fiel. La noche convenida, llevó su bote al embarcadero. Pero dio la
casualidad de que allí se encontraba uno de los guardias del presidio,
un asqueroso afgano que jamás había dejado pasar una ocasión de
insultarme y humillarme. Yo había jurado vengarme de él, y ahora tenía
la oportunidad. Era como si el destino lo hubiera puesto en mi camino
para que saldara cuentas con él antes de abandonar la isla. Estaba de
pie a la orilla del agua, de espaldas a mí, con la carabina al hombro.
Busqué una piedra con la que aplastarle los sesos, pero no encontré
ninguna.
Entonces se me ocurrió una idea extraña, y supe dónde podía conseguir
un arma. Me senté en la oscuridad y solté las correas de mi pata de
palo. Con tres largos saltos a la pata coja, caí sobre él. Se llevó la
carabina al hombro, pero yo le golpeé de lleno, hundiéndole toda la
parte delantera del cráneo. Todavía se ve la muesca en la madera, donde
pegó el golpe. Los dos caímos al suelo juntos, porque yo no pude
mantener el equilibrio, pero cuando me incorporé vi que él se quedaba
caído e inmóvil. Salté a la canoa y en menos de una hora estábamos ya
bastante mar adentro. Tonga se había llevado todas sus posesiones, sus
armas y sus dioses. Entre otras cosas, tenía una larga lanza de bambú y
varias esteras de palma de cocotero, con las que construí una especie
de vela. Navegamos sin rumbo fijo durante diez días, confiando en la
suerte, y al undécimo nos recogió un barco mercante que iba de Singapur
a Yidda con un pasaje de peregrinos malayos. Era una gente bastante
rara, pero Tonga y yo tardamos muy poco en instalarnos entre ellos.
Tenían una buena cualidad: que te dejaban en paz y no hacían preguntas.
En fin, si fuera a contarles todas las aventuras que corrimos mi
pequeño camarada y yo, no creo que ustedes me lo agradecieran, porque
los entretendría aquí hasta después de salir el sol. Fuimos de un lado
a otro, dando tumbos por el mundo, y siempre ocurría algo que nos
impedía llegar a Londres. Pero en ningún momento perdí de vista mi
objetivo. Por las noches soñaba con Sholto. Lo habré matado en sueños
cientos de veces. Pero por fin, hace tres o cuatro años, conseguimos
llegar a Inglaterra. No me resultó muy difícil averiguar donde vivía
Sholto, y me propuse descubrir si había vendido el tesoro o todavía lo
tenía en su poder. Hice amistad con alguien que estaba en condiciones
de ayudarme, y no doy nombres, porque no quiero meter en líos a nadie
más, y pronto averigüé que aún tenía las joyas. Entonces intenté llegar
hasta él de muchas maneras; pero era un tipo astuto, y siempre tenía
dos boxeadores protegiéndolo, además de sus hijos y su khitmutgar.
Sin embargo, un día me avisaron de que se estaba muriendo. Corrí
inmediatamente a su jardín, enloquecido al pensar que se me iba a
escapar de las manos de aquella manera. Miré por la ventana y lo vi
tendido en su cama, con uno de sus hijos a cada lado. Estaba dispuesto
a entrar y enfrentarme a los tres, pero justo en aquel momento vi que
se le desplomaba la mandíbula y comprendí que había muerto. A pesar de
todo, aquella misma noche entré en su habitación y registré sus papeles
para ver si había dejado alguna constancia de dónde estaban escondidas
las joyas. Sin embargo, no encontré nada y tuve que marcharme,
frustrado y enfurecido a más no poder. Antes de retirarme, se me
ocurrió que si alguna vez volvía a ver a mis amigos sikhs, les
agradaría saber que había dejado alguna señal de nuestro odio; así que
garabateé el signo de los cuatro, igual que en el plano, y se lo clavé
en el pecho con un alfiler. No podíamos permitir que lo llevaran a la
tumba sin algún recuerdo de los hombres a los que había robado y
engañado.
Por aquella época nos ganábamos la vida exhibiendo al pobre Tonga, en
ferias y sitios así, como «el caníbal negro». Comía carne cruda y
bailaba su danza de guerra, y al final de la jornada siempre teníamos
el sombrero lleno de peniques. Seguía al corriente de todo lo que
sucedía en el Pabellón Pondicherry, y durante varios años no hubo
novedades, aparte de que continuaban buscando el tesoro. Pero por fin
llegó la noticia que tanto tiempo llevaba esperando: habían encontrado
el tesoro. Estaba en el piso alto de la casa, en el laboratorio de
química del señor Bartholomew Sholto. Me fui para allá de inmediato y
eché un vistazo al sitio, pero no vi manera de llegar hasta él con mi
pata de palo. Sin embargo, me enteré de que había una trampilla en el
tejado y me informé de la hora a la que cenaba el señor Sholto. Me
pareció que, con ayuda de Tonga, podía conseguirlo con facilidad. Lo
llevé allí y le enrollé a la cintura una cuerda larga. Tonga trepaba
como un gato y no tardó en alcanzar el tejado. Pero la mala suerte
quiso que Bartholomew Sholto se encontrara aún en su habitación, y eso
le costó caro. Tonga pensaba que había hecho algo muy inteligente al
matarlo, porque cuando yo llegué arriba trepando por la cuerda, lo
encontré pavoneándose, orgulloso como un pavo real. Y qué sorpresa se
llevó cuando lo azoté con el cabo de la cuerda y lo maldije, llamándole
diablo sediento de sangre. Cogí la caja del tesoro y la descolgué por
la ventana. Luego bajé yo, pero antes dejé el signo de los cuatro sobre
la mesa, para que se supiera que las joyas habían vuelto por fin a
manos de los que más derecho tenían a ellas. Entonces Tonga recogió la
cuerda, cerró la ventana y salió por donde había entrado.
Creo que no tengo más que contarles. Había oído a un barquero hablar de
lo veloz que era la lancha de Smith, la Aurora, y pensé que nos vendría
muy bien para escapar. Me puse de acuerdo con el viejo Smith, y pensaba
pagarle una fuerte suma si nos llevaba a salvo a nuestro barco. Supongo
que Smith se daba cuenta de que aquí había gato encerrado, pero no
sabía nada de nuestro secreto. Esta es toda la verdad, y si se la he
contado no ha sido para divertirlos, ya que ustedes me han jugado una
mala pasada, sino porque creo que mi mejor defensa consiste en no
ocultar nada y dejar que todos sepan lo mal que se portó conmigo el
mayor Sholto y lo inocente que soy de la muerte de su hijo.
—Un relato extraordinario —dijo Sherlock Holmes—. Un cierre apropiado
para un caso sumamente interesante. En la última parte de su narración
no había nada nuevo para mí, excepto lo de que llevó usted la cuerda.
Eso no lo sabía. Por cierto, tenía la esperanza de que Tonga hubiera
perdido todos sus dardos, pero se las arregló para dispararnos uno en
la lancha.
—Los había perdido todos, excepto el que llevaba montado en la
cerbatana.
—Ah, claro —dijo Holmes—. No se me había ocurrido.
—¿Hay algún otro detalle que deseen preguntarme? —preguntó el preso en
tono afable.
—Creo que no, gracias —respondió mi compañero.
—Bien, Holmes —dijo Athelney Jones—. Ya le hemos dado gusto y todos
sabemos que es usted un entendido en crímenes; pero el deber es el
deber y ya he llegado bastante lejos haciendo lo que usted y su amigo
me pidieron. Estaré más tranquilo cuando haya puesto a buen recaudo a
nuestro narrador. El coche aún espera y tengo dos inspectores abajo.
Les estoy muy agradecido por su ayuda. Como es natural, tendrán que
asistir al juicio. Buenas noches.
—Buenas noches, caballeros —dijo Jonathan Small.
—Usted delante, Small —dijo el prudente Jones al salir de la
habitación—. Pienso poner especial cuidado en que no me aporree con su
pata de palo, como dice que le hizo a aquel caballero en las islas
Andaman.
—Bien, con esto termina nuestro pequeño drama —comenté, después de que
hubiéramos estado un buen rato fumando en silencio—. Me temo que ésta
puede ser la última investigación en la que tenga ocasión de estudiar
sus métodos. La señorita Morstan me ha hecho el honor de aceptarme como
futuro marido. Holmes dejó escapar un gemido de lamentación.
—Me temía algo así —dijo—. Y, sinceramente, no puedo felicitarle.
Me sentí un poco ofendido.
—¿Tiene algún motivo para que le desagrade mi elección? —pregunté.
—No, en absoluto. Opino que es una de las muchachas más encantadoras
que he conocido, y podría haber resultado muy útil en un trabajo como
el nuestro. Posee verdadero talento para estas cosas. Fíjese en cómo
conservó el plano de Agra, seleccionándolo entre todos los demás
papeles de su padre. Pero el amor es una cosa emotiva, y todo lo
emotivo es contrario a la razón pura y serena, que yo valoro por encima
de todo lo demás. Yo nunca me casaría, porque eso podría condicionar mi
buen juicio.
—Confío —dije, echándome a reír— en que mi buen juicio logre sobrevivir
a esta prueba. Pero le veo fatigado.
—Sí, ya me viene la reacción. Durante la próxima semana estaré más
flojo que un trapo.
—Es extraño —dije— cómo alternan en usted períodos de lo que en otra
persona podríamos llamar vagancia con arranques de energía y vigor
deslumbrantes.
—Sí —respondió—. Llevo dentro de mí materiales para hacer un vago de
campeonato y también un tipo de lo más activo. A veces me acuerdo de
aquella frase del viejo Goethe: «Schade, dass die Natur nur einen
Mensch aus dir schuf, / Denn zum würdigen Mann war und zum Schelmen der
Stoff.» (al. Es una lástima que la naturaleza te haya hecho una sola
persona, a pesar de que había suficiente materia prima para un buen
hombre y un pícaro. ) Y por cierto, volviendo al asunto de Norwood, ya
ve usted que, como yo sospechaba, tenían un cómplice en la casa, que no
puede ser otro que Lal Rao, el mayordomo. Así pues, a Jones le
corresponde en exclusiva el honor de haber capturado al menos un pez en
su gran redada.
—El reparto me parece tremendamente injusto —comenté—. Usted ha hecho
todo el trabajo en este asunto. Yo he conseguido una esposa, Jones se
lleva el mérito... ¿Quiere decirme qué le queda a usted?
—A mí —dijo Sherlock Holmes— me queda todavía el frasco de cocaína.
Y levantó su mano blanca y alargada para cogerlo.
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