Estudio en Escarlata

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  Por

  Arthur Conan Doyle



  - Maquetado por SherlockHolmes.page -



  PRIMERA PARTE


  (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y
  oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)


  - 1 -
  Mr. Sherlock Holmes



  En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la
  Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que
  son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos
  allí mis estudios, fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de
  Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba
  por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a
  él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay
  me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían
  traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo.
  Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida
  situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía
  por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo
  servicio.


  La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y
  calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de
  Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de
  Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro,
  haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia.
  Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor
  y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre
  una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.


  Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las
  muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de
  maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de
  Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna
  que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la
  terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones
  indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto
  al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan
  extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin
  más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte
  militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la
  salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un
  gobierno paternal, para probar a remediarla.


  No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre
  como una alondra —es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso
  diario de once chelines y medio—. Hallándome en semejante coyuntura
  gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de
  manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio.
  Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes
  mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que
  tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición
  recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto
  caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir
  adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical
  cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por
  hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar
  menos caro y pretencioso.


  No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en
  el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar
  media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo
  practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la
  jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre
  solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que
  se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su
  parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité
  a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de
  caballos..


  —Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? —me preguntó sin embozar su
  sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las
  pobladas calles de Londres—. Está delgado como un arenque y más negro
  que una nuez.


  Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido
  cuando llegamos a destino.


  —¡Pobre de usted! —dijo en tono conmiserativo al escuchar mis
  penalidades—. ¿Y qué proyectos tiene?


  —Busco alojamiento —repuse—. Quiero ver si me las arreglo para vivir a
  un precio razonable.


  —Cosa extraña —comentó mi compañero—, es usted la segunda persona que
  ha empleado esas palabras en el día de hoy.


  —¿Y quién fue la primera? —pregunté.


  —Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el
  hospital.


  Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir
  ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si
  bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.


  —¡Demonio! —exclamé—, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y
  las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un
  compañero antes que vivir solo.


  El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto
  extraña.


  —No conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—, podría llegar a la
  conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le
  gustaría tener siempre por vecino.


  —¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?


  —Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata
  de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas
  ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.


  —Naturalmente sigue la carrera médica —inquirí.


  —No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y
  es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido
  sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio
  rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de
  una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían
  atónitos no pocos de sus profesores.


  —¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?


  —No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque
  puede resultar comunicativo cuando está en vena.


  —Me gustaría conocerle —dije—. Si he de partir la vivienda con alguien,
  prefiero que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me
  siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva
  agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente
  para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este
  amigo de usted?


  —Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio —repuso mi compañero—.
  O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no
  dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después
  del almuerzo.


  —Desde luego —contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.


  Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió
  algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse
  en mi futuro coinquilino.


  —Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él —dijo—, nuestro trato
  se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha
  sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de
  toda responsabilidad.


  —Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino —repuse—. Me da
  la sensación, Stamford — añadí mirando fijamente a mi compañero—, de
  que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio.
  ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin
  reparos.


  —No es cosa sencilla expresar lo inexpresable —repuso riendo—. Holmes
  posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter
  que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco
  del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la
  pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de
  hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con
  igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el
  conocimiento detallado y preciso.


  —Encomiable actitud.


  —Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los
  cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está
  revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.


  —¡Aporrear los cadáveres!


  —Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un
  cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.


  —¿Y dice usted que no estudia medicina?


  —No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya
  hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.


  Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña
  puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital.
  Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario
  por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de
  paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un
  corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados,
  conduciendo al laboratorio de química.


  Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se
  alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el
  suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de
  retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y
  ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario
  estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa
  apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en
  pie dejó oír una exclamación de júbilo.


  —¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante mientras corría
  hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He hallado un
  reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.


  El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más
  intenso en aquel rostro.


  —Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —anunció Stamford a modo de
  presentación.


  —Encantado —dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una
  fuerza que su aspecto casi desmentía—. Por lo que veo, ha estado usted
  en tierras afganas.


  —¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? —pregunté, lleno de asombro.


  —No tiene importancia —repuso él riendo por lo bajo—. Volvamos a la
  hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?


  —Interesante desde un punto de vista químico —contesté—, pero, en
  cuanto a su aplicación práctica...


  —Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina
  Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos
  proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre.
  ¡Venga usted a verlo!


  Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta,
  arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus
  experimentos.


  —Hagámonos con un poco de sangre fresca —dijo, clavándose en el dedo
  una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota
  manada de la herida.


  —Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede
  usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua
  pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me
  cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la
  reacción característica.


  Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales
  blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente.
  En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se
  posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.


  —¡Ajá! —exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos
  nuevos—. ¿Qué me dice ahora?


  —Fino experimento —repuse.


  —¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba
  muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos
  de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de
  unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que
  actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más
  temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado
  tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.


  —Caramba... —murmuré.


  —Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces
  un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido
  éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas
  manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de
  fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto,
  y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura.
  Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino
  despejado en lo venidero.


  Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a
  la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante
  suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.


  —Merece usted que se le felicite —apunté, no poco sorprendido de su
  entusiasmo.


  —¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De
  haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en
  derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del
  célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva
  Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la
  prueba hubiera sido decisiva.


  —Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales —apuntó
  Stamford con una carcajada—. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo
  «Noticiario policíaco de tiempos pasados».


  —No sería ningún disparate —repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito
  de parche sobre el pinchazo—. He de andar con tiento —prosiguió
  mientras se volvía sonriente hacia mí—, porque manejo venenos con mucha
  frecuencia.


  Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía
  moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos
  fuertes.


  —Hemos venido a tratar un negocio —dijo Stamford tomando asiento en un
  elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie—.
  Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de
  no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he
  creído buena la idea de reunirlos a los dos.


  A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda
  conmigo.


  —Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street —dijo—, que
  nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco
  fuerte.


  —No gasto otro —repuse.


  —Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas
  y de vez en cuanto realizo algún experimento. ¿Le importa?


  —En absoluto.


  —Veamos..., cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me
  pongo melancólico y no despego los labios durante días. No lo atribuya
  usted nunca a mal humor o resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire
  y verá qué pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a su vez que
  confesarme? Es aconsejable que dos individuos estén impuestos sobre sus
  peores aspectos antes de que se decidan a vivir juntos.


  Me hizo reír semejante interrogatorio.


  —Soy dueño de un cachorrito —dije—, y desapruebo los estrépitos porque
  mis nervios están destrozados... y me levanto a las horas más
  inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra
  serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados
  ocupan a la sazón un lugar preeminente.


  —¿Entra para usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? —me
  preguntó muy alarmado.


  —Según quién lo toque —repuse—. Un violín bien tratado es un regalo de
  los dioses, un violín en manos poco diestras...


  —Magnífico —concluyó con una risa alegre—. Creo que puede considerarse
  el trato zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a las
  habitaciones.


  —¿Cuándo podemos visitarlas?


  —Venga usted a recogerme mañana a mediodía; saldremos después juntos y
  quedará todo arreglado.


  —De acuerdo, a las doce en punto —repuse estrechándole la mano.


  Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos
  caminando hacia el hotel.


  —Por cierto —pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a
  Stamford—, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de
  Afganistán?


  Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.


  —He ahí una peculiaridad de nuestro hombre —dijo—. Es mucha la gente a
  la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.


  —¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? —exclamé frotándome las manos—.
  Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su
  presentación... Como reza el dicho, «no hay objeto de estudio más digno
  del hombre que el hombre mismo».


  —Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo —dijo Stamford a
  modo de despedida—. Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como acaba
  sabiendo él mucho más de usted, que usted de él ... Adiós.


  —Adiós —repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco
  intrigado por el individuo que acababa de conocer.


  - 2 -
  La ciencia de la deducción



  Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las
  habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión
  durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y
  una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales
  por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos
  pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre
  los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones,
  tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis
  pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes
  hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje
  compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos
  entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor
  posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al
  paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.


  No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus
  maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían
  las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al
  levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado la
  calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de
  química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a
  largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la
  ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de
  desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad
  fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días,
  permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover
  apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En
  tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión
  perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y limpieza de su
  vida toda, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico.
  Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su
  proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más
  patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran a
  propósito para llamar la atención del más casual observador. En altura
  andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la
  delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos
  eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he
  aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza
  y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en
  su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían
  siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin
  embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de
  ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de
  física.


  Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en
  vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de la
  solicitud impertinente con que procuraba yo vencer la reserva en que se
  hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime sin
  embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin
  objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la sazón podían
  animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo
  extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio
  exterior, faltándome, los demás, amigos con quienes endulzar la
  monotonía de mi rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí
  casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así
  como la oportunidad de matar el tiempo probando a desvelarlo.


  No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta,
  había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco
  parecía empeñado en suerte alguna de estudio que pudiera auparle hasta
  un título científico, o abrirle otra cualquiera de las reconocidas
  puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo, el celo
  puesto en determinadas labores era notable, y sus conocimientos,
  excéntricamente circunscritos a determinados campos, tan amplios y
  escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas.
  Imposible resultaba que un trabajo denodado y una información en tal
  grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco
  sistemático no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados
  en el curso de sus lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos
  menudos a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo así.


  Si sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de
  todo el mundo conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y
  política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo
  a colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor
  inocencia, quién era aquél y lo que había hecho. Mi estupefacción llegó
  sin embargo a su cenit cuando descubrí por casualidad que ignoraba la
  teoría copernicana y la composición del sistema solar. El que un hombre
  civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira en
  torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si
  podía darle crédito.


  —Parece usted sorprendido —dijo sonriendo ante mi expresión de
  asombro—. Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible
  por olvidarlo.


  —¡Olvidarlo!


  —Entiéndame —explicó—, considero que el cerebro de cada cual es como
  una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra
  elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que
  el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el
  mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que
  resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo
  cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de
  herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán
  abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el
  suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o
  capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada
  nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos.
  Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos
  inútiles no arrebaten espacio a los útiles.


  —¡Sí, pero el sistema solar..! —protesté.


  —¿Y qué se me da a mí el sistema solar? —interrumpió ya impacientado—:
  dice usted que giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor
  de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago.


  Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un
  no sé qué en su actitud me dio a entender que semejante pregunta no
  sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de
  nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había
  mencionado su propósito de no entrometerse en conocimiento alguno que
  no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que atesoraba le
  reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeraré mentalmente los
  distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente
  bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito.
  No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su
  extensión. Decía así:


  «Sherlock Holmes; sus límites.


  Conocimientos de Literatura: ninguno.

  Conocimientos de Filosofía: ninguno.

  Conocimientos de Astronomía: ninguno.

  Conocimientos de Política: escasos.

  Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en lo atañadero a la
  belladona, el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la
  jardinería.

  Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada
  distingue un suelo geoló gico de otro. Después de un paseo me ha
  enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme,
  por la consistencia y color de la tierra, a qué parte de Londres
  correspondía cada una.

  Conocimientos de Química: profundos.

  Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.

  Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer
  todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.

  Toca bien el violín.

  Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.

  Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.»


  Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. «Si para
  adivinar lo que este tipo se propone – –me dije— he de buscar qué
  profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo ya
  darme por vencido.»


  Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era
  ésta notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que
  podía ejecutar piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra,
  ya que a petición mía había reproducido las notas de algunos lieder de
  Mendelssohn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba
  llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento
  música o aires reconocibles. Recostado en su butaca durante toda una
  tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del
  violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran
  las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre.
  Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos
  del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no
  más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no
  hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes
  la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas
  favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido
  oír.


  Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por
  nuestro habitáculo, cuando empecé a sospechar en mi compañero una
  orfandad de amistades pareja a la mía. Pero, según pude descubrir a
  continuación, no sólo era ello falso, sino que además los contactos de
  Holmes se distribuían entre las más dispersas cajas de la sociedad.
  Existía, por ejemplo, un hombrecillo de ratonil aspecto, pálido y
  ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a
  casa en no menos de tres o cuatro ocasiones a lo largo de una semana.
  Otra mañana una joven elegantemente vestida fue nuestro huésped durante
  más de media hora. A la joven sucedió por la noche un tipo harapiento y
  de cabeza cana —la clásica estampa del buhonero judío—, que parecía
  hallarse sobre ascuas y que a su vez dejó paso a una raída y provetta
  señora. Un día estuvo mi compañero departiendo con cierto caballero
  anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de
  cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros
  de esta abigarrada comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes
  suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi
  dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante
  modo me causaba. —Tengo que utilizar esta habitación como oficina
  —decía—, y la gente que entra en ella constituye mi clientela—. ¡Qué
  mejor momento para interrogarle a quemarropa! Sin embargo, me vi
  siempre sujeto por el recato de no querer forzar la confidencia ajena.
  Imagina que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de su
  vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al asunto sin
  el menor requerimiento por mi parte.


  Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome
  levantado antes que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún
  inconcluso desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco
  madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni el café dispuesto.
  Con la característica y nada razonable petulancia del común de los
  mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba
  mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraer
  con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio su
  tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en
  rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.


  Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE
  LA VIDA, y a ellas seguía una demostración de las innumerables cosas
  que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a examen
  preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese
  testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcolanza de agudeza y
  disparate. A sólidas y apretadas razones sucedían inferencias en exceso
  audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder adentrarse, guiado de
  señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de un músculo, o
  la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro
  hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables
  delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que
  éste dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan
  sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado en las rutas
  por donde se llega de los principios a las conclusiones, habría por
  fuerza de creerse en presencia de un auténtico nigromante.


  —A partir de una gota de agua —decía el autor—, cabría al lógico
  establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas
  cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido
  jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya
  naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A
  semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis
  exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo
  vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la
  perfección máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de
  poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto
  que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas
  elementales. Por ejemplo, cómo apenas divisada una persona cualquiera,
  resulta hacedero inferir su historia completa, así como su oficio o
  profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la capacidad
  de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo como
  encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su
  chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de
  los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa,
  todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde
  claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes
  elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre
  el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.


  —¡Valiente sarta de sandeces! —grité, dejando el periódico sobre la
  mesa con un golpe seco—. Jamás había leído en mi vida tanto disparate.


  —¿De qué se trata? —preguntó Sherlock Holmes.


  —De ese artículo —dije, apuntando hacia él con mi cucharilla mientras
  me sentaba para dar cuenta de mi desayuno—. Veo que lo ha leído, ya que
  está subrayado por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me
  subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos divagadores
  de profesión a los que entusiasma elucubrar preciosas paradojas en la
  soledad de sus despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el
  metro, en un vagón de tercera clase, frente por frente de los
  pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones de cada
  uno! Apostaría uno a mil en contra suya.


  —Perdería usted su dinero —repuso Holmes tranquilamente—. En cuanto al
  artículo, es mío.


  —¡Suyo!


  —Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Esas
  teorías expuestas en el periódico y que a usted se le antojan tan
  quiméricas, vienen a ser en realidad extremadamente prácticas, hasta el
  punto que de ellas vivo.


  —¿Cómo? —pregunté involuntariamente.


  —Tengo un oficio muy particular, sospecho que único en el mundo. Soy
  detective asesor... Verá ahora lo que ello significa. En Londres
  abundan los detectives comisionados por el gobierno, y no son menos los
  privados. Cuando uno de ellos no sabe muy bien por dónde anda, acude a
  mí, y yo lo coloco entonces sobre la pista. Suelen presentarme toda la
  evidencia de que disponen, a partir de la cual, y con ayuda de mi
  conocimiento de la historia criminal, me las arreglo decentemente para
  enseñarles el camino. Existe un fuerte aire de familia entre los
  distintos hechos delictivos, y si se dominan a la menuda los mil
  primeros, no resulta difícil descifrar el que completa el número mil
  uno. Lestrade es un detective bien conocido. No hace mucho se enredó en
  un caso de falsificación, y hallándose un tanto desorientado, vino aquí
  a pedir consejo.


  —¿Y los demás visitantes?


  —Proceden en la mayoría de agencias privadas de investigación. Son
  gente que está a oscuras sobre algún asunto y acude a buscar un poco de
  luz. Atiendo a su relato, doy mi opinión, y presento la minuta.


  —¿Pretende usted decirme —atajé— que sin salir de esta habitación se
  las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con
  las cosas, e impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?


  —Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De
  cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es menester
  ponerse en movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted que he
  atesorado una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este
  conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas
  deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su
  desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de
  observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted
  sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en
  Afganistán.


  —Alguien se lo dijo, sin duda.


  —En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito
  bien afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida
  continuidad, que me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a
  hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios. Éstos, sin
  embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí puestos en orden: «Hay
  delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo.
  Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico,
  porque la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo natural,
  como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento
  rostro ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en
  el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en qué
  lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar
  semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo?
  Evidentemente, en Afganistán». Esta concatenación de pensamientos no
  duró el espacio de un segundo. Observé entonces que venía de la región
  afgana, y usted se quedó con la boca abierta.


  —Tal como me ha relatado el lance, parece cosa de nada —dije
  sonriendo—. Me recuerda usted al Dupin de Allan Poe. Nunca imaginé que
  tales individuos pudieran existir en realidad.


  Sherlock Holmes se puso en pie y encendió la pipa.


  —Sin duda cree usted halagarme estableciendo un paralelo con Dupin —
  apuntó—. Ahora bien, en mi opinión, Dupin era un tipo de poca monta.
  Ese expediente suyo de irrumpir en los pensamientos de un amigo con una
  frase oportuna, tras un cuarto de hora de silencio, tiene mucho de
  histriónico y superficial. No le niego, desde luego, talento analítico,
  pero dista infinitamente de ser el fenómeno que Poe parece haber
  supuesto.


  —¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? —pregunté—. ¿Responde Lecoq a
  su ideal detectivesco? Sherlock Holmes arrugó sarcástico la nariz.


  —Lecoq era un chapucero indecoroso —dijo con la voz alterada—, que no
  tenía sino una sola cualidad, a saber: la energía. Cierto libro suyo me
  pone sencillamente enfermo... En él se trata de identificar a un
  prisionero desconocido, sencillísima tarea que yo hubiera ventilado en
  veinticuatro horas y para la cual Lecoq precisa, poco más o menos, seis
  meses. Ese libro merecería ser repartido entre los profesionales del
  ramo como manual y ejemplo de lo que no hay que hacer.


  Hirió algo mi amor propio al ver tratados tan displicentemente a dos
  personas que admiraba. Me aproximé a la ventana, y tuve durante un rato
  la mirada perdida en la calle llena de gente. «No sé si será este tipo
  muy listo», pensé para mis adentros, «pero no cabe la menor duda de que
  es un engreído.»


  —No quedan ya crímenes ni criminales —prosiguió, en tono quejumbroso—.
  ¿De qué sirve en nuestra profesión tener la cabeza bien puesta sobre
  los hombros? Sé de cierto que no me faltan condiciones para hacer mi
  nombre famoso. Ningún individuo, ahora o antes de mí, puso jamás tanto
  estudio y talento natural al servicio de la causa detectivesca... ¿Y
  para qué? ¡No aparece el gran caso criminal! A lo sumo me cruzo con
  alguna que otra chapucera villanía, tan transparente, que su móvil no
  puede hurtarse siquiera a los ojos de un oficial de Scotland Yard.


  Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi
  compañero, de manera que juzgué conveniente cambiar de tercio.


  —¿Qué tripa se le habrá roto al tipo aquél? —pregunté señalando a
  cierto individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento
  recorría la acera opuesta, sin dejar al tiempo de lanzar unas
  presurosas ojeadas a los números de cada puerta. Portaba en la mano un
  gran sobre azul, y su traza era a la vista la de un mensajero.


  —¿Se refiere usted seguramente al sargento retirado de la Marina? —dijo
  Sherlock Holmes. «¡Fanfarrón!», pensé para mí. «Sabe que no puedo
  verificar su conjetura.»


  Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que
  espiábamos percibió el número de nuestra puerta y se apresuró a
  atravesar la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que
  venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo largo de la
  escalera.


  —¡Para el señor Sherlock Holmes! —exclamó el extraño, y, entrando en la
  habitación, entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle a
  éste los humos! ¡Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada en
  el vacío, que iba a verse de pronto en el brete de hacerla buena!


  Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:


  —¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?


  —Ordenanza, señor —dijo con un gruñido—. Me están arreglando el
  uniforme.


  —¿Qué era usted antes? —inquirí mientras miraba maliciosamente a
  Sherlock Holmes con el rabillo del ojo.


  —Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No
  hay contestación? Perfectamente, señor.


  Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra
  vista.

  - 3 -
  El misterio de Lauriston Gardens



  No ocultaré mi sorpresa ante la eficacia que otra vez evidenciaban las
  teorías de Holmes. Sentí que mi respeto hacia tamaña facultad
  adivinatoria aumentaba portentosamente. Aun así, no podía acallar
  completamente la sospecha de que fuera todo un montaje enderezado a
  deslumbrarme en vista de algún motivo sencillamente incomprensible.
  Cuando dirigí hacia él la mirada, había concluido ya de leer la nota y
  en sus ojos flotaba la expresión vacía y sin brillo por donde se
  manifiestan al exterior los estados de abstracción meditativa.


  —¿Cómo diantres ha llevado usted a cabo su deducción? —pregunté.


  —¿Qué deducción? —repuso petulantemente.


  —Caramba, la de que era un sargento retirado de la Marina.


  —No estoy para bagatelas —contestó de manera cortante; y añadió, con
  una sonrisa—: Perdone mi brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de
  mis pensamientos. Es lo mismo... Así, pues, ¿no le había saltado a la
  vista la condición del mensajero?


  —Puede estar seguro.


  —Resulta más fácil adivinar las cosas que explicar cómo da uno con
  ellas. Si le pidieran una demostración de por qué dos y dos son cuatro,
  es posible que se viera usted en un aprieto, no cabiéndole, con todo,
  ninguna duda en torno a la verdad del caso. Incluso desde el lado de la
  calle opuesto a aquel donde se hallaba nuestro hombre, acerté a
  distinguir un ancla azul de considerable tamaño tatuada sobre el dorso
  de su mano. Primera señal marinera. El porte era militar, sin embargo,
  y las patillas se ajustaban a la longitud que dicta el reglamento.
  Henos, pues, instalados en la Armada. Añádase cierta fachenda y como
  ínfulas de mando... Seguramente ha notado usted lo erguido de su cabeza
  y el modo como hacía oscilar el bastón. Un hombre formal, respetable,
  por añadidura de mediana edad... Tomados los hechos en conjunto, ¿de
  quién podía tratarse, sino de un sargento?


  —¡Admirable! —exclamé.


  —Trivial... —repuso Holmes, aunque adiviné por su expresión el contento
  que en él habían producido mi sorpresa y admiración—. Dejé dicho hace
  poco que no quedaban criminales. Pues bien, he de desmentirme. ¡Eche un
  vistazo!


  Me confió la nota traída por el ordenanza.


  —¡Demonios! —grité tras ponerle la vista encima—, ¡es espantoso!


  —Parece salirse un tanto de los casos vulgares —observó flemático—.
  ¿Tendría la bondad de leérmela en voz alta?


  He aquí la carta a la que di lectura:


  «MI QUERIDO SHERLOCK HOLMES,


  »Esta noche, en el número tres de Lauriston Gardens, según se va a
  Brixton, se nos ha presentado un feo asunto. Como a las dos de la
  mañana advirtió el policía de turno que estaban las luces encendidas,
  y, dado que se encuentra la casa deshabitada, sospechó de inmediato
  algo irregular. Halló la puerta abierta, y en la pieza delantera,
  desprovista de muebles, el cuerpo de un caballero bien trajeado. En uno
  de sus bolsillos había una tarjeta con estas señas grabadas: "Enoch J.
  Drebber, Cleveland, Ohio, U.S.A". No ha tenido lugar robo alguno, ni se
  echa de ver cómo haya podido sorprender la muerte a este desdichado.
  Aunque existen en la habitación huellas de sangre, el cuerpo no ostenta
  una sola herida. Desconocemos también por qué medio o conducto vino a
  dar el finado a la mansión vacía; de hecho, el percance todo presenta
  rasgos desconcertantes. Si se le pone a tiro llegarse aquí antes de las
  doce, me hallará en el escenario del crimen. He dejado orden de que
  nada se toque antes de que usted dé señales de vida. Si no pudiera
  acudir, le explicaría el caso más circunstanciadamente, en la esperanza
  de que me concediese el favor de su dictamen.


  »Le saluda atentamente,


  TOBÍAS GREGSON.»


  —Gregson es el más despierto de los inspectores de Scotland Yard —
  apuntó mi amigo—; él y Lestrade constituyen la flor y nata de un
  pelotón de torpes. Despliegan ambos rapidez y energía, mas son
  convencionales en grado sorprendente. Por añadidura, se tienen puesta
  mutuamente la proa. En punto a celos no les va a la zaga la damisela
  más presumida, y como uno y otro decidan tirar de la manta, la cosa va
  a resultar divertida.


  No podía contener mi sorpresa ante la calma negligente con que iba
  Sherlock Holmes desgranando sus observaciones.


  —Desde luego no hay un momento que perder —exclamé—: ¿le parece que
  llame ahora mismo a un coche de caballos?


  —No sé qué decirle. Soy el hombre más perezoso que imaginarse pueda...
  Cuando me da por ahí, naturalmente, porque, llegado el caso, también sé
  andar a la carrera.


  —¿No era ésta la ocasión que tanto esperaba?


  —¿Y qué más da, hombre de Dios? En el supuesto de que me las componga
  para desenredar la madeja, no le quepa duda que serán Gregson, Lestrade
  y compañía quienes se lleven los laureles. ¡He ahí lo malo de ir uno
  por su cuenta!


  —Le ha suplicado su ayuda...


  —En efecto. Me sabe superior, y en privado lo reconoce, mas antes se
  dejaría cortar la lengua que admitir esa superioridad en público. Sin
  embargo, podemos ir a echar un vistazo. Haré las cosas a mi modo, y
  cuando menos podré reírme a costa de ellos. ¡En marcha!


  Se puso el gabán a toda prisa, dando muestras, según se movía de un
  lado a otro, de que a la desgana anterior había sucedido una etapa de
  euforia.


  —No olvide su sombrero —dijo.


  —¿Desea usted que le acompañe?


  —Sí, si no se le ocurre nada mejor que hacer.


  Un momento después nos hallábamos instalados en un coche, en rápida
  carrera hacia el camino de Brixton.


  Se trataba de una de esas mañanas brumosas en que los cendales de
  niebla, suspendidos sobre los tejados y azoteas, parecen copiar el
  sucio barro callejero. Estaba Holmes de excelente humor, no cesando de
  abundar en asuntos tales como los violines de Cremona o la diferencia
  que media entre un Stradivarius y un Amati. En cuanto a mí, no abrí la
  boca, ya que el tiempo melancólico y el asunto fúnebre que nos
  solicitaba no eran a propósito para levantarle a uno el ánimo.


  —Parece usted tener el pensamiento muy lejos del caso que se trae entre
  manos —dije al cabo, interrumpiendo la cháchara musical de Holmes.


  —Faltan datos —repuso—. Es un error capital precipitarse a edificar
  teorías cuando no se halla aún reunida toda la evidencia, porque suele
  salir entonces el juicio combado según los caprichos de la suposición
  primera.


  —Los datos no van a hacerse esperar —observé, extendiendo el índice—;
  esta calle es la de Brixton y aquélla la casa, a lo que parece.


  —En efecto. ¡Pare, cochero, pare!


  Unas cien yardas nos separaban todavía de nuestro destino, pese a lo
  cual Holmes porfió en apearse del coche y hacer andando lo que restaba
  de camino.


  El número tres de Lauriston Gardens ofreció un aspecto entre amenazador
  y siniestro. Formaba parte de un grupo de cuatro inmuebles sitos algo a
  trasmano de la carretera, dos de ellos habitados y vacíos los
  restantes. Las fachadas de estos últimos estaban guarnecidas de tres
  melancólicas hileras de ventanas, tan polvorientas y cegadas que no
  habría resultado fácil distinguir unas de otras a no ser porque, de
  trecho en trecho, podía verse, como una catarata crecida en la oquedad
  de un ojo, el cartel de «Se alquila». Unos jardincillos salpicados de
  cierta vegetación anémica y escasa ponían tierra entre la calle y los
  portales, a los que se accedía por unos senderos estrechos, compuestos
  de una sustancia amarillenta que parecía ser mezcla de arcilla y grava.
  La lluvia caída durante la noche había convertido el paraje en un
  barrizal. El jardín se hallaba ceñido por un muro de ladrillo, de tres
  pies de altura y somero remate de madera; sobre este cercado o
  empalizada descansaba su macicez un guardia, rodeado de un pequeño
  grupo de curiosos, quienes, castigando inútilmente la vista y el
  cuello, hacían lo imposible por alcanzar el interior del recinto.


  Yo había imaginado que Sherlock Holmes entraría de galope en el
  edificio para aplicarse sin un momento de pérdida al estudio de aquel
  misterio. Nada más lejos, aparentemente, de su propósito. Con un aire
  negligente que, dadas las circunstancias, rayaba en la afectación,
  recorrió varias veces, despacioso, el largo de la carretera, lanzando
  miradas un tanto ausentes al suelo, el cielo, las casas fronteras y la
  valla de madera. Acabado que hubo semejante examen, se dio a seguir
  palmo a palmo el sendero, o mejor dicho, el borde de hierba que
  flanqueaba el sendero, fijos los ojos en tierra. Dos veces se detuvo y
  una de ellas le vi sonreírse, a la par que de sus labios escapaba un
  murmullo de satisfacción. Se apreciaban sobre el suelo arcilloso varias
  improntas de pasos; pero como quiera que la policía había estado yendo
  y viniendo, no alcanzaba yo a comprender de qué utilidad podían
  resultar tales huellas a mi amigo. Con todo, en vista de las
  extraordinarias pruebas de facultad perceptiva que poco antes me había
  dado, no me cabía la menor duda de que a sus ojos se hallaban presentes
  muchos más indicios que a los míos.


  En la puerta nos tropezamos a un hombre alto y pálido, de cabellera
  casi blanca por lo rubia, el cual, apenas vernos —llevaba en la mano un
  cuaderno de notas—, se precipitó hacia Sherlock Holmes, asiendo
  efusivamente su diestra.


  —¡Le agradezco que haya venido! —dijo—. Todo está como lo encontré..


  —Excepto eso —repuso Holmes señalando el sendero—. Una manada de
  búfalos no habría obrado mayor confusión. Aunque sin duda supongo,
  Gregson, que ya tenía usted hecha una composición de lugar cuando
  permitió semejante estropicio.


  —La tarea del interior de la casa no me ha dejado sosiego para nada
  —dijo evasivamente el detective—. Mi colega el señor Lestrade se
  encuentra aquí. A él había confiado mirar por las demás cosas.


  Holmes dirigió los ojos hacia mí y enarcó sardónico las cejas.


  —Con dos tipos como usted y Lestrade en la brecha, no sé qué va a
  pintar aquí una tercera persona — repuso. Halagado, Gregson frotó una
  mano contra la otra.


  —Creo que hemos hecho todo lo hacedero —dijo—; aunque, tratándose de un
  caso extraño, imaginé que le interesaría echar un vistazo.


  —¿Se llegó usted aquí en coche? —preguntó Sherlock Holmes.


  —No.


  —¿Tampoco Lestrade?


  —Tampoco.


  —Vamos entonces a dar una vuelta por la habitación.


  Tras este extemporáneo enunciado, entró en la casa seguido de Gregson,
  en cuyo rostro se dibujaba la más completa sorpresa.


  Un corto pasillo, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a
  la cocina y demás dependencias. Dos puertas se abrían a sendos lados.
  Una llevaba, evidentemente, varias semanas cerrada. La otra daba al
  comedor, escenario del misterioso hecho ocurrido. Allí se dirigió
  Holmes, y yo detrás de él, presa el corazón del cauteloso sentimiento
  que siempre inspira la muerte.


  Se trataba de una gran pieza cuadrada cuyo tamaño aparecía magnificado
  por la absoluta ausencia de muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba
  los tabiques, enmohecido a trechos y deteriorado de manera que las
  tiras desgarradas y colgantes dejaban de vez en cuando al desnudo el
  rancio yeso subyacente. Frente por frente de la puerta había una
  ostentosa chimenea, rematada por una repisa que quería figurar mármol
  blanco. A uno de los lados de la repisa se erguía el muñón rojo de una
  vela de cera. Sólo una ventana se abría en aquellos muros, tan sucia
  que la luz por ella filtrada, tenue e incierta, daba a todo un tinte
  grisáceo, intensificado por la espesa capa de polvo que cubría la
  estancia.


  De estos detalles que aquí pongo me percaté más tarde. Por lo pronto mi
  atención se vio solicitada por la triste, solitaria e inmóvil figura
  que yacía extendida sobre el entarimado, fijos los ojos inexpresivos y
  ciegos en el techo sin color. Se trataba de un hombre de cuarenta y
  tres o cuarenta y cuatro años, de talla mediana, ancho de hombros,
  rizado el hirsuto pelo negro, y barba corta y áspera. Gastaba levita y
  chaleco de grueso velarte, pantalones claros, y puños y cuello de
  camisa inmaculados. A su lado, en el suelo, se destacaba la silueta de
  una pulcra y bien cepillada chistera. Los puños cerrados, los brazos
  abiertos y la postura de las piernas, trabadas una con otra, sugerían
  un trance mortal de peculiar dureza. Sobre el rostro hierático había
  dibujado un gesto de horror, y, según me pareció, de odio, un odio
  jamás visto en ninguna otra parte. Esta contorsión maligna y terrible,
  en complicidad con la estrechez de la frente, la chatedad de la nariz y
  el prognatismo pronunciado daban al hombre muerto un aire simiesco,
  tanto mayor cuanto que aparecía el cuerpo retorcido y en insólita
  posición. He contemplado la muerte bajo diversas apariencias, todas,
  sin embargo, más tranquilizadoras que la ofrecida por esa siniestra y
  oscura habitación a orillas de la cual discurría una de las grandes
  arterias del Londres suburbial.


  Lestrade, flaco y con su aire de animal de presa, estaba en pie junto
  al umbral, desde donde nos dio la bienvenida a mi amigo y a mí.


  —Este caso va a traer cola —observó—. No se le compara ni uno sólo de
  los que he visto antes, y llevo tiempo en el oficio.


  —¿Alguna pista? —dijo Gregson.


  —En absoluto —repuso Lestrade.


  Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose de rodillas lo
  examinó cuidadosamente.


  —¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? —inquirió al tiempo que
  señalaba una serie de manchas y salpicaduras de sangre en torno al
  cadáver.


  —¡Desde luego! —clamaron los detectives.


  —Entonces, cae de por sí que esta sangre pertenece a un segundo
  individuo... Al asesino, en el supuesto de que se haya perpetrado un
  asesinato. Me vienen a las mientes ciertas semejanzas de este caso con
  el de la muerte de Van Jansen, en Utrecht, allá por el año treinta y
  cuatro. ¿Recuerda usted aquel suceso, Gregson?


  —No.


  —No deje entonces de acudir a los archivos. Nada hay nuevo bajo el
  sol...


  Cada acto o cada cosa tiene un precedente en el pasado.


  Al tiempo sus ágiles dedos volaban de un lado para otro, palpando,
  presionando, desabrochando, examinando, mientras podía apreciarse en
  los ojos esa expresión remota a la que antes he aludido. Tan presto
  llegó el reconocimiento a término, que nadie hubiera podido adivinar su
  exactitud exquisita. La operación de aplicar la nariz a los labios del
  difunto, y una ojeada a las botas de charol, pusieron el punto final.


  —Me dicen que el cuerpo no ha sido desplazado —señaló
  interrogativamente.


  —Lo mínimo necesario para el fin de nuestras pesquisas.


  —Pueden llevarlo ya al depósito de cadáveres —dijo Holmes—. Aquí no hay
  nada más que hacer. Gregson disponía de una camilla y cuatro hombres. A
  su llamada penetraron en la habitación, y el extraño fue aupado del
  suelo y conducido fuera. Cuando lo alzaban se oyó el tintineo de un
  anillo, que rodó sobre el pavimento. Lestrade, tras haberse hecho con
  la alhaja, le dirigió una mirada llena de confusión.


  —En la habitación ha estado una mujer —observó—. Este anillo de boda
  pertenece a una mujer...


  Y mientras así decía, nos mostraba en la palma de la mano el objeto
  hallado. Hicimos corro en torno a él y echamos una ojeada. Saltaba a la
  vista que el escueto aro de oro había adornado un día la mano de una
  novia.


  —Se nos complica el asunto —dijo Gregson—. ¡Y sabe Dios que no era
  antes sencillo!


  —¿Está usted seguro de que no se simplifica? —repuso Holmes—. Veamos,
  no va a progresar usted mucho con esa mirada de pasmo..., ¿encontraron
  algo en los bolsillos del muerto?


  —Está todo allí —dijo Gregson señalando unos cuantos objetos reunidos
  en montón sobre uno de los primeros peldaños de la escalera—. Un reloj
  de oro, número noventa y siete ciento sesenta y tres, de la casa
  Barraud de Londres. Una cadena de lo mismo, muy maciza y pesada. Un
  anillo, también de oro, que ostenta el emblema de la masonería. Un
  alfiler de oro cuyo remate figura la cabeza de un bulldog, con dos
  rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a
  nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que corresponde a las
  iniciales E. J. D. bordadas en la ropa blanca. No hay monedero, aunque
  sí dinero suelto por un montante de siete libras trece chelines. Una
  edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio con el nombre de Joseph
  Stangerson escrito en la guarda. Dos cartas, dirigida una a E. J.
  Drebber, y a Joseph Stangerson la otra.


  —¿Y la dirección?


  —American Exchange, Strand, donde debían permanecer hasta su oportuna
  solicitación. Proceden ambas de la Guion Steamship Company, y tratan de
  la zarpa de sus buques desde Liverpool. A la vista está que este
  desgraciado se disponía a volver a Nueva York.


  —¿Ha averiguado usted algo sobre el tal Stangerson?


  —Inicié las diligencias de inmediato —dijo Gregson—. He puesto anuncios
  en todos los periódicos, y uno de mis hombres se halla destacado en el
  American Exchange, de donde no ha vuelto aún.


  —¿Han establecido contacto con Cleveland?


  —Esta mañana, por telegrama.


  —¿Cómo lo redactaron?


  —Tras hacer una relación detallada de lo sucedido, solicitamos cuanta
  información pudiera sernos útil.


  —¿Hizo hincapié en algún punto que le pareciese de especial
  importancia?


  —Pedí informes acerca de Stangerson.


  —¿Nada más? ¿No existe para usted ningún detalle capital sobre el que
  repose el misterio de este asunto? ¿No telegrafiará de nuevo?


  —He dicho cuanto tenía que decir —repuso Gregson con el tono de amor
  propio ofendido.


  Sherlock Holmes rió para sí, y parecía presto a una observación, cuando
  Lestrade, ocupado durante el interrogatorio en examinar la habitación
  delantera, hizo acto de presencia, frotándose las manos con mucha
  fachenda.


  —El señor Gregson —dijo—, acaba de encontrar algo de suma importancia,
  algo que se nos habría escapado si no llega a darme por explorar
  atentamente las paredes.


  Brillaban como brasas los ojos del hombrecillo, a duras penas capaz de
  contener la euforia en él despertada por ese tanto de ventaja obtenido
  sobre su rival.


  —Síganme —dijo volviendo a la habitación, menos sombría desde el
  momento en que había sido retirado su lívido inquilino—. ¡Ahora,
  aguarden!


  Encendió un fósforo frotándolo contra la suela de la bota, y lo acostó
  a guisa de antorcha a la pared. —¡Vean ustedes! —exclamó, triunfante.


  He dicho antes que el papel colgaba en andrajos aquí y allá. Justo
  donde arrojaba ahora el fósforo su luz, una gran tira se había
  desprendido del soporte, descubriendo un parche cuadrado de tosco
  revoco. De lado a lado podía leerse, garrapateada en rojo sangriento,
  la siguiente palabra:


  RACHE


  —¿Qué les parece? —clamó el detective alargando la mano con desparpajo
  de farandulero—. Por hallarse estos trazos en la esquina más oscura de
  la habitación nadie les había echado el ojo antes. El asesino o la
  asesina los plasmó con su propia sangre. Observen esa gota que se ha
  escurrido pared abajo... En fin, queda excluida la hipótesis del
  suicidio. ¿Por qué hubo de ser escrito el mensaje precisamente en el
  rincón? Ya he dado con la causa. Reparen en la vela que está sobre la
  repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando de ahí una
  claridad mayor en la esquina que en el resto de la pieza.


  —Muy bien. ¿Y qué conclusiones saca de este hallazgo suyo? —preguntó
  Gregson en tono despectivo.


  —Escuche: el autor del escrito, hombre o mujer, iba a completar la
  palabra «Rachel» cuando se vio impedido de hacerlo. No le quepa duda
  que una vez desentrañado el caso saldrá a relucir una dama, de nombre,
  precisamente... ¡Sí, ría cuanto quiera, señor Holmes, mas no olvide,
  por listo que sea, que después de habladas y pensadas las cosas, no
  resta mejor método que el del viejo perro de rastreo!


  —Le ruego que me perdone —repuso mi compañero, quien había excitado la
  cólera del hombrecillo con un súbito acceso de risa—. Sin duda
  corresponde a usted el mérito de haber descubierto antes que nadie la
  inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de uno de los
  actores de este drama. No me ha dado lugar aún a examinar la
  habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso.


  Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de
  grueso cristal y redonda armadura. Pertrechado ʼcon semejantes
  herramientas, se aprestó después a una silenciosa exploración de la
  pieza, deteniéndose unas veces, arrodillándose otras, llegando incluso
  a ponerse de bruces en el suelo en determinada ocasión. Tan absorto se
  hallaba por la tarea, que parecía haber olvidado nuestra presencia,
  estableciendo consigo mismo un diálogo compuesto de un pintoresco
  conjunto de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de
  triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión. Imposible era,
  frente a parejo espectáculo, no darse a pensar en un sabueso bien
  entrenado y de pura sangre en persecución de su presa, ora haciendo
  camino, ora deshaciendo lo andado, anhelante siempre hasta el hallazgo
  del rastro perdido. Más de veinte minutos duraron las pesquisas, en el
  curso de las cuales fueron medidas con precisión matemática distancias
  entre marcas para mí invisibles, o aplicada la cinta métrica,
  repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a los muros de la
  habitación. En cierto sitio reunió Holmes un montoncito de polvo gris y
  lo guardó en un sobre. Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada
  una de las palabras escritas con sangre a un circunstanciadísimo
  examen. Hecho lo cual, debió dar las pesquisas por terminadas, ya que
  fueron lupa y cinta devueltos a sus primitivos lugares.


  —Se ha dicho que el genio se caracteriza por su infinita sensibilidad
  para el detalle —observó con una sonrisa—. La definición es muy mala,
  pero rige en lo tocante al oficio detectivesco.


  Gregson y Lestrade habían seguido las maniobras de su compañero amateur
  con notable curiosidad y un punto de desdén. Evidentemente ignoraban
  aún, como yo había ignorado hasta poco antes, que los más
  insignificantes ademanes de Sherlock Holmes iban enderezados siempre a
  un fin práctico y definido.


  —¿Cuál es su dictamen? —inquirieron a coro.


  —¿Me creen capaz de menoscabar su mérito, osando iluminarles sobre el
  caso? —repuso mi amigo—. Están ustedes llevándolo muy diestramente, y
  sería pena inmiscuirse.


  No necesito decir la hiriente ironía de estas palabras.


  —Si tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de confiarme la naturaleza
  de sus investigaciones — prosiguió—, me placerá ayudarles en la medida
  de mis fuerzas. Entre tanto sería conveniente cruzar unas palabras con
  el policía que halló el cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección?


  Lestrade consultó un libro de notas.


  —John Rance —dijo—. Está ahora fuera de servicio. Puede encontrarle en
  el cuarenta y seis de Audley Court, Kennington Park Gate.


  Holmes tomó nota de la dirección.


  —Venga, doctor —añadió—; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre...
  En cuanto a ustedes —dijo volviéndose hacia los policías—, les haré
  saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato,
  cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se
  halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba
  a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un
  cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un
  carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos
  y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino
  es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar
  longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna
  ayuda.


  Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.


  —Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser
  ejecutado? —preguntó el primero.


  —Veneno —repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la
  puerta—. Otra cosa, Lestrade — añadió antes de salir—. «Rache» es
  palabra alemana que significa «Venganza», de modo que no pierda el
  tiempo buscando a una dama de ese nombre.


  Disparada la última andanada dejó la habitación, y con ella a los dos
  boquiabiertos rivales.


  - 4 -
  El informe de John Rance



  A la una de la tarde abandonamos el número tres de Lauriston Gardens.
  Sherlock Holmes me condujo hasta la oficina de telégrafos más próxima,
  donde despachó una larga nota. Después llamó a un coche de alquiler, y
  dio al conductor la dirección que poco antes nos había facilitado
  Lestrade.


  —La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano —observó mi
  amigo—; yo tengo hecha ya una composición de lugar, y aún así no
  desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca.


  —Me asombra usted, Holmes —dije—. Por descontado, no está usted tan
  seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato.


  —No existe posibilidad de error —contestó—. Nada más llegado eché de
  ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas
  de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha
  caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se
  hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También
  aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos
  más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el
  animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo
  allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba —al menos tal
  asegura Gregson— por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia
  durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos
  individuos.


  —De momento, sea... —repuse—; ¿pero cómo se explica que obre en su
  conocimiento la estatura del otro hombre?


  —Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está
  en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta
  dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted
  dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y
  el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre
  paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para poner a prueba esta
  primera conjetura...


  Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto,
  a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban
  a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños.


  —¿Y la edad?


  —Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde
  estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un
  charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas
  de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera
  cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios. Me
  limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y
  deducción que usted pudo leer en aquel articulo. ¿Tiene alguna otra
  curiosidad?


  —La longitud de las uñas y la marca del tabaco —dije.


  —La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice,
  untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco
  se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no había sido recortada.
  Recogí una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y
  como formando escamas: este residuo sólo lo produce un cigarro tipo
  Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del tabaco, llegando a
  escribir incluso un trabajo científico. Me precio de poder distinguir
  todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un vistazo a
  sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective
  hábil de los practicones al estilo de Lestrade o Gregson.


  —¿Y la faz rubicunda? —pregunté.


  —Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su
  verdad. De momento, permítame callar semejante punto.


  Me pasé la mano por la frente.


  —Siento como si fuera a estallarme la cabeza... —observé—. Cuanto más
  cavilo sobre el asunto, más enigmático se me antoja. ¿Cómo diablos
  entraron los dos hombres —supuesto que fuesen dos— en la casa vacía?
  ¿Qué ha sido del cochero que los llevó hasta ella? ¿De qué expediente
  usó uno de los individuos para que engullera el otro el veneno? ¿De
  dónde procede la sangre? ¿Cuál pudo ser el objeto del asesinato, si
  descartamos el robo? ¿Por qué conducto llegó el anillo de la mujer
  hasta la casa? Ante todo, ¿a santo de qué se puso a escribir el segundo
  hombre la palabra alemana «RACHE» antes de levantar el vuelo? Me
  reconozco incapaz de poner en armonía tantos hechos contradictorios.


  Mi compañero sonrió con gesto aprobatorio.


  —Ha resumido usted los aspectos problemáticos del caso de forma sucinta
  e inteligente —dijo—. Resta aún mucho por ser elucidado, aunque tengo
  ya pronto un veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al
  descubrimiento de ese infeliz de Lestrade, se trata no más que de una
  añagaza para situar a la policía sobre una pista falsa, insinuándole
  historias de socialismo y sociedades secretas. Mas no hay alemanes por
  medio. La «A», fíjese bien, estaba escrita con caligrafía un poco
  gótica. Ahora bien, los alemanes de veras emplean siempre los
  caracteres latinos, de donde cabe afirmar que nos hallamos frente a un
  burdo imitador empeñado en exagerar un tanto su papel. Existía el
  propósito de conducir la investigación fuera de su curso adecuado. De
  momento, no más aclaraciones, doctor; como usted sabe, los adivinadores
  malogran su magia al desvelar el artificio que hay detrás de ella, y si
  continúo explicándole mi método va a llegar a la conclusión de que soy
  un tipo vulgar, después de todo.


  —Puede usted tener la seguridad de lo contrario —repuse—; ha traído la
  investigación detectivesca a un grado de exactitud científica que jamás
  volverá a ser visto en el mundo.


  Un puro rubor de satisfacción encendió el rostro de mi compañero ante
  semejantes palabras y el tono de verdad con que estaban dichas. Había
  ya observado que era tan sensible el halago en lo atañadero a su arte,
  como pueda serlo cualquier muchachita respecto de su belleza física.


  —Otra cosa voy a confiarle —dijo—. El que gastaba bota acharolada, y su
  acompañante, el de las botas de puntera cuadrada, llegaron en el mismo
  coche de alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad,
  probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro, recorrieron varias
  veces la habitación — mejor dicho, las botas de charol permanecieron
  fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente la estancia—.
  Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude apreciar también
  que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el nerviosismo.
  La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante
  dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento.
  Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos
  ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de la conjetura.
  Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora,
  apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al concierto que
  en el Hall da Norman Neruda!


  Esta conversación tuvo lugar mientras el carruaje hilaba su camino por
  una infinita sucesión de sucias calles y tristes pasadizos. Llegados
  éramos al más sucio y triste de todos, cuando el cochero detuvo de
  pronto su vehículo.


  —Ahí está Audley Court —explicó, señalando una grieta o corredor
  abierto en el frontero muro de ladrillos—. De vuelta, me hallarán en el
  mismo lugar.


  Audley Court no era un paraje placentero. Calle adelante desembocamos
  en un patio cuadrangular, tendido de losas y con sórdidas
  construcciones a los lados. Allí, entre grupos de chiquillos
  mugrientos, y sorteando las cuerdas empavesadas de ropa puesta a secar,
  llegamos a nuestro paradero, la puerta del número 45, guarnecida de una
  pequeña placa de bronce que ostentaba el nombre de «Rance». Fuimos
  enterados de que el policía estaba en la cama, y hubimos de aguardarlo
  en una breve pieza que a la entrada hacía las veces de sala de recibir.


  Al fin apareció el hombre, un tanto enfadado, según se echaba de ver,
  por la súbita interrupción de su sueño.


  —Ya he presentado mi informe en la comisaría —dijo. Holmes enterró la
  mano en el bolsillo, sacó medio soberano, y se puso a juguetear con él
  despaciosamente. —Resulta que nos gustaría oírlo repetido de sus
  propios labios —afirmó.


  —Estoy a su completa disposición —repuso entonces el policía,
  súbitamente fascinado por el pequeño disco de oro.


  —Diga no más, como le venga a las mientes, lo que usted presenció.


  Rance tomó asiento en el sofá de crin y contrajo las cejas, en la
  actitud de quien se concentra para poner toda su alma en una empresa.


  —Ahí va la historia entera —dijo—. Mi ronda dura desde las diez de la
  noche a las seis de la madrugada. A las once hubo trifulca en «El
  Ciervo Blanco», pero, fuera de eso, no se produjo otra novedad durante
  el tiempo de servicio. A la una, cuando comenzaban a caer las primeras
  gotas, me tropecé en la esquina de Henrietta Street a Harry Murcher —el
  que tiene a su cargo la vigilancia de Holland Grove—, y allí estuvimos
  de palique un buen rato. Hacia las dos —o quizá un poco más tarde— me
  puse otra vez en movimiento para ver si todo seguía en orden en Brixton
  Road. Ni un susurro se oía en la calle enfangada... Tampoco se me echó
  a la cara persona viviente, aunque me rebasaron uno o dos coches. Seguí
  mi marcha, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo bien que me
  vendría un vaso de ginebra calentita, de los de a cuatro, cuando
  súbitamente percibí un rayo de luz filtrándose por una de las ventanas
  de la casa en cuestión. Ahora bien, yo sabía que esas dos casas de
  Lauriston Gardens estaban deshabitadas con motivo de unos desagües que
  el dueño se negaba a reponer, siendo así que el último inquilino había
  muerto de unas tifoideas. Me dejó un tanto patitieso aquella luz, y
  sospeché de inmediato alguna irregularidad. Alcanzada la puerta...


  —Se detuvo usted, y retrocedió después hasta la cancela del jardín —
  interrumpió mi compañero—. ¿Por qué?


  Rance se sobrecogió todo, fijos los maravillados ojos en Sherlock
  Holmes.


  —¡Cierto, señor! —dijo—, aunque el diablo me confunda si llego a saber
  alguna vez cómo lo ha adivinado usted. En fin, ganada la puerta, me
  pareció aquello tan silencioso y solitario que consideré oportuno
  agenciarme antes la ayuda de otra persona. No hay bicho de carne y
  hueso que me asuste, pero me dio por imaginar que a lo mejor el difunto
  de las fiebres tifoideas andaba revolviendo en los desagües para ver
  qué se lo había llevado al otro mundo. Esta idea me produjo como un
  cosquilleo, y viré hasta la puerta del jardín, desde donde no se oteaba
  rastro de la linterna de Murcher ni de persona alguna.


  —¿No había nadie en la calle?


  —Nadie, señor, ni tan siquiera un perro se echaba de ver... Hice
  entonces de tripas corazón, volví sobre mis pasos y empujé la puerta.
  Adentro no encontré novedad, sólo una luz brillando en la habitación.
  Se trataba de una vela colocada encima de la repisa de la chimenea, una
  vela roja, por cuyo resplandor yo...


  —Sí, sé ya todo lo que usted vio. Dio varias vueltas por la pieza, y
  después se hincó de rodillas junto al cadáver, y después caminó en
  derechura a la puerta de la cocina, y después...


  John Race se puso en pie de un salto, pintado el susto en la cara y con
  una expresión de desconfianza en los ojos. —¿Desde dónde estuvo
  espiándome? —exclamó—. Me da en la nariz que sabe usted mucho más de lo
  que debiera. Soltando una carcajada, arrojó Holmes su tarjeta sobre la
  mesa.


  —¡No se le ocurra arrestarme por asesinato! —dijo—. Soy de la jauría,
  no la pieza perseguida. El señor Gregson o el señor Lestrade pueden
  atestiguarlo. Ahora, adelante. ¿Qué ocurrió a continuación?


  Rance volvió a sentarse, sin que desapareciera empero de su rostro la
  expresión de desconfianza. —Volví a la cancela e hice sonar mi silbato.
  A la llamada acudieron Murcher y otros dos compañeros.


  —¿Seguía la calle despejada de gente?


  —De gente útil, sí.


  —¿Qué quiere usted decir?


  La boca del policía se distendió en una amplia sonrisa.


  —Llevo vistos muchos hombres en mi vida —adujo—, aunque todos se me
  antojan sobrios al lado de aquel tipo. Estaba junto a la cancela cuando
  salí de la casa, apoyado en la verja y gritando a los cuatro vientos
  una canción que se titula Columbineʼs Newfangled Banner, o cosa por el
  estilo. No se aguantaba en pie. ¡Bonita ayuda iba a prestarme!


  —Descríbame al hombre —dijo Sherlock Holmes. Esta reiterada digresión
  pareció irritar un tanto a Rance.


  —¡Un borracho muy peculiar! —prosiguió—. A no ser el momento que era,
  habría acabado en la comisaría.


  —Su rostro, sus ropas... ¿Reparó en ellas? —atajó Holmes impaciente.


  —¿Cómo no, si hubimos de sentarlo, para que no se cayera, entre Murcher
  y yo? Era un tipo largo, de mejillas rojas, con la parte inferior de la
  cara embozada...


  —Basta con eso —exclamó Holmes—. ¿Qué fue del hombre?


  —¡Pues no teníamos poco que hacer, para cuidar encima de él! —repuso el
  policía en tono ofendido—. Estese tranquilo: habrá sabido volver solito
  a su casa.


  —¿Cómo iba vestido?


  —Con un abrigo marrón.


  —¿Sostenía un látigo en la mano?


  —¿Un látigo? No...


  —No lo llevaba consigo esta segunda vez... —murmuró mi compañero—. ¿Oyó
  usted o pudo ver al cabo de un rato, un coche de caballos?


  —No.


  —Ea, es dueño usted de medio soberano —dijo mi compañero, poniéndose en
  pie y recogiendo su sombrero—. Temo, Rance, que no le aguarda un futuro
  brillante en el Cuerpo. La cabeza de usted no debiera ser sólo de
  adorno. Pudo haber ganado ayer noche los galones de sargento. El hombre
  que sostuvo en sus brazos encierra la solución de este misterio, y
  constituye el principal objeto de nuestras pesquisas. No es momento de
  que demos más vueltas al asunto... Confórmese con mi palabra. Andando,
  doctor...


  Enfilamos el camino de vuelta al coche, dejando a nuestro informador
  indeciso entre la incredulidad y la pena.


  —¡Valiente idiota! ¡Pensar que ha desperdiciado una de esas
  oportunidades que sólo se presentan una vez en un millón!


  —Yo estoy aún a oscuras. La descripción del hombre coincide con sus
  presunciones acerca del segundo actor de este drama, pero... ¿por qué
  hubo de volver a la casa? No suelen conducirse así los criminales.


  —El anillo, amigo mío, el anillo; he ahí la causa de su retorno. Si no
  se nos presenta otro medio de echar el lazo al criminal, podemos aún
  probar suerte con el anillo. Voy a atraparlo, doctor; le apuesto a
  usted dos a uno que no se me va de las manos. Por cierto, gracias. A no
  ser por su insistencia, me habría perdido el caso más bonito de todos
  cuantos se me han presentado. Podríamos llamarlo estudio en
  escarlata... ¿Por qué no emplear por una vez una jerga pintoresca?
  Existe una roja hebra criminal en la madeja incolora de la vida, y
  nuestra misión consiste en desenredarla, aislarla, y poner al
  descubierto sus más insignificantes sinuosidades. Ahora a comer, y
  después a oír a Norman Neruda. Maneja el dedo y pulsa la cuerda de modo
  admirable... ¿Cuál esa melodía de Chopin que interpreta tan
  maravillosamente? Tra—lala—Lara— lira— lei.


  Y el sabueso amateur, recostado en su asiento, siguió lanzando trinos,
  en tanto meditaba yo sobre los arcanos del alma humana.

  - 5 -
  Nuestro anuncio atrae a un visitante



  Con el excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no fuerte salud, y
  por la tarde estaba agotado. Después que Holmes hubo partido al
  concierto, busqué el sofá para descabezar allí dos horas de sueño. Vano
  intento. Tras todo lo ocurrido, no cesaban de cruzar por mi agitada
  imaginación las más insólitas conjeturas y fantasías. Apenas cerrados
  los ojos veía delante de mí el descompuesto semblante, la traza
  simiesca del hombre asesinado. Tan sobrecogedora era la impresión
  suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía un impulso de
  gratitud hacia la mano anónima que había obrado su extrañamiento de
  este mundo. Nunca se ha plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante
  como la manifestada por las facciones de Enoch J. Drebber, avecindado
  en Cleveland. Naturalmente, no desconocía que la ley tiene también sus
  imperativos y que la depravación de la víctima no constituye motivo de
  disculpa para el criminal.


  Cuanto más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más extraordinaria se me
  volvía la hipótesis de mi compañero acerca de una muerte por
  envenenamiento. Recordaba ahora su gesto de aplicar la nariz a los
  labios del interfecto, y no dudaba en atribuirlo a alguna razón de
  peso. Pero descartado el veneno, ¿a qué causa remitirse, si no se
  apreciaban heridas ni huellas de estrangulamiento? Y además, ¿a quién
  demonios pertenecía la sangre, profusamente esparcida por el suelo? No
  existían señales de lucha, ni se había encontrado junto al cuerpo
  ningún arma de que pudiera servirse el agredido para atacar a su
  ofensor. ¡Duro trabajo el de conciliar el sueño, para Holmes no menos
  que para mí, en medio de tanto interrogante sin respuesta! Sólo de una
  secreta y satisfactoria explicación de los hechos, una explicación que
  aún no se me alcanzaba, podía dimanar, según me lo parecía a mí
  entonces, la serena y segura actitud de Holmes.


  Éste volvió tarde, mucho más de lo que el concierto exigía. La cena
  estaba ya servida.


  —¡Soberbio recital! —comentó mientras tomaba asiento—. ¿Recuerda usted
  lo que Darwin ha dicho acerca de la música? En su opinión, la facultad
  de producir y apreciar una armonía data en la raza humana de mayor
  antigüedad que el uso del lenguaje. Acaso sea ésta la causa de que
  influya en nosotros de forma tan sutil. Perviven en nuestras almas
  recuerdos borrosos de aquellos siglos en que el mundo se hallaba aún en
  su niñez...


  —No me parece la idea muy estricta —apunté.


  —Las ideas sobre la naturaleza han de ser tan holgadas como la
  naturaleza misma. ¿Cómo podría de otra manera ser ésta interpretada? A
  propósito — prosiguió—, su aspecto no es el de siempre. Se conoce que
  el asunto de Brixton Road le tiene a usted trastornado.


  —No voy a decirle que no —repuse—. Y el caso es que con la experiencia
  de Afganistán debiera haberme curtido un poco. He visto a camaradas
  hechos picadillo en Maiwand sin conmoverme de este modo.


  —Me hago cargo. Este asunto está envuelto en un misterio que estimula
  la imaginación; sin la imaginación no existe el miedo. ¿Ha leído usted
  el periódico de esta tarde?


  —No.


  —Rinde cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que, al ser aupado el
  cuerpo, rodó un anillo de compromiso por el suelo. No es inoportuno el
  olvido.


  —Explíqueme eso.


  —Eche un vistazo a este anuncio —repuso—. He enviado por la mañana uno
  idéntico a cada periódico, inmediatamente después de ocurrida la cosa.


  Me hizo llegar el periódico desde el otro lado de la mesa, y yo busqué
  con los ojos el lugar señalado. Ocupaba el mensaje la cabeza de la
  columna destinada a «Hallazgos».


  «Esta mañana», decía, «ha sido encontrado un anillo de compromiso, en
  oro de ley, en el tramo de Brixton Road comprendido entre la taberna de
  "El Ciervo Blanco" y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson, 221 B,
  Baker Street, de ocho a nueve de la noche.»


  —Disculpe que haya utilizado su nombre —prosiguió—, pero el mío habría
  sido visto por alguno de estos badulaques, siempre prontos a meter las
  narices donde no les llaman.


  —Eso no importa —repuse—. Importa más que no tengo el anillo.


  —¡Claro que lo tiene! —exclamó, entregándome uno—. Para el caso es lo
  mismo, casi un facsímil.


  —¿Y quién cree usted que contestará al anuncio?


  —Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro
  congestionado y botas con puntera cuadrada. Si no se presenta él
  personalmente, enviará a un cómplice.


  —¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa?


  —En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso,
  el hombre que nos preocupa sacrificaría cualquier cosa por no perder el
  anillo. Sospecho que se le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el
  cadáver, y que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar la
  casa y descubrir su pérdida, dio presurosa marcha atrás, pero la
  Policía había sido atraída ya a causa de la vela, que tontamente había
  dejado encendida. Se fingió borracho para despejar las sospechas acaso
  despertadas por su presencia en la cancela. Ahora, póngase en el
  pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por
  pensar que el extravío ha podido producirse en la calle, fuera ya de la
  casa. ¿Qué hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente los
  periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar razón del objeto
  perdido. Mi anuncio no ha podido escapar a su atención. Estará ahora
  felicitándose de su suerte. ¿Por qué recelar una trampa? Desde su punto
  de vista, ninguna relación puede establecerse entre el hallazgo del
  anillo y el asesinato. Es probable que venga..., mejor aún, es
  inevitable. Aquí le tendremos antes de una hora.


  —¿Y después? —dije.


  —Déjelo de mi cuenta... ¿Dispone usted de algún arma?


  —Mi viejo revólver de soldado y unos cuantos cartuchos. —Pues ya está
  usted limpiando ese revólver y poniendo los cartuchos en la recámara.
  Nuestro visitante es un hombre desesperado, sin nada que perder; acaso
  no baste el cogerlo desprevenido.


  Fui a mi alcoba e hice lo que se me había aconsejado. Cuando volví con
  la pistola estaba ya la mesa despejada y Holmes, como otras veces,
  mataba el tiempo arañando las cuerdas de su violín.


  —Cada vez es más espesa la maraña —observó al verme entrar—. Acabo de
  recibir desde América contestación a mi telegrama, y resulta que me
  hallaba en lo cierto.


  —Explíquese —pedí entonces, impaciente.


  —Este violín requiere cuerdas nuevas —dijo evasivamente Holmes—. En
  fin, métase la pistola en el bolsillo, y cuando se nos presente aquí
  ese pájaro, háblele sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite las
  miradas insistentes, no vaya a despertar en él sospechas.


  —Son en este instante exactamente las ocho —comenté, mirando el reloj.


  —Estará probablemente aquí pasados unos minutos. Deje la puerta
  entreabierta. Así... Ahora, introduzca la llave por la parte de dentro.
  ¡Gracias! Encontré ayer esta rareza en un puesto de libros de lance...
  Se trata de De Jure ínter Gentes impreso en latín por una casa de
  Lieja, en los Países Bajos, allá por el año 1642. La cabeza del rey
  Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando este pequeño volumen
  de tejuelos marrones vio la luz.


  —¿Quién es el impresor?


  —Philippe de Croy, o quien quiera que sea. En la guarda, con tinta casi
  borrada por los años, está escrita la leyenda «Ex libris Gulielmi
  Whyte» (lat. De los libros de William Whyte). Me pregunto quién será el
  tal Willam Whyte. Probablemente un pragmático del XVII, como se echa de
  ver por el estilo abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro
  hombre, según creo!


  En ese instante se oyó en la entrada un fuerte campanillazo. Sherlock
  Holmes se incorporó suavemente y puso su silla frontera a la puerta.
  Oímos los pasos de la criada a través del vestíbulo, y después el ruido
  seco del picaporte al ser accionado.


  —¿Vive aquí el doctor Watson? —preguntó una voz clara aunque más bien
  áspera.


  No pudimos escuchar la respuesta de la sirviente, pero la puerta se
  cerró, siguiendo a ese ruido el de unos pasos escaleras arriba. Se
  apoyaban los pies sobre el suelo indecisamente, como arrastrándose. A
  medida que estas señales llegaban a mi compañero, una expresión de
  sorpresa iba pintándose en su rostro. Vino a continuación la penosa
  travesía del pasillo, y por fin unos débiles golpe de nudillos sobre la
  puerta.


  —¡Adelante! —exclamé.


  A mi convocatoria, en vez de la fiera humana que esperábamos, acudió
  renqueando una anciana y decrépita mujer. Pareció deslumbrada por el
  súbito destello de luz, y tras esbozar una reverencia, permaneció
  inmóvil, parpadeando en dirección nuestra mientras sus dedos se
  agitaban nerviosos e inseguros en la faltriquera. Miró a mi amigo, cuyo
  semblante había adquirido tal expresión de desconsuelo que a poco más
  pierdo la compostura y rompo a reír.


  El vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de la tarde y señaló
  nuestro anuncio.


  —Aquí me tienen en busca de lo mío, caballeros —dijo improvisando otra
  reverencia—; un anillo de compromiso perdido en Brixton Road. Pertenece
  a mi Sally, casada hace doce meses con un hombre que trabaja como
  camarero en un barco de la Unión. ¡No quiero ni decirles lo que pasaría
  si a la vuelta ve a su mujer sin el anillo! ¡Es de natural irascible, y
  de malísimas pulgas cuando le da a la botella! Sin ir más lejos ayer
  fue mi niña al circo...


  —¿Es éste el anillo? —pregunté.


  —¡El Señor sea alabado! —exclamó la mujer—. Feliz noche le aguarda hoy
  a Sally... Éste es el anillo.


  —¿Tendría la bondad de darme su dirección? —inquirí, tomando un lápiz.


  —Duncan Street 13, Houndsditch. Muy a desmano de aquí.


  —La calle Brixton no queda entre Houndsditch y circo alguno —terció
  entonces Sherlock Holmes, cortante.


  La anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con sus ojillos
  enrojecidos.


  —El caballero pedía razón de mis señas —dijo—. Sally vive en el 3 de
  Mayfield Place, Peckham.


  —¿Su apellido es..?


  —Mi apellido es Sawyer, y el de ella Dennis, Dennis por Tom Dennis, su
  marido, un chico apañadito mientras está navegando —los jefes, por
  cierto, lo traen en palmitas—, pero no tanto en tierra, a causa de las
  mujeres y los bares...


  —Aquí tiene usted el anillo, señora Sawyer —interrumpí de acuerdo con
  una seña de mi compañero—; no dudo que pertenece a su hija, y me
  complace devolverlo a su legítimo dueño.


  Con mucho sahumerio de bendiciones, y haciendo protestas de gratitud,
  aquella ruina se embolsó el anillo, deslizándose después escaleras
  abajo. En ese mismo instante Sherlock Holmes saltó literalmente de su
  asiento y acudió veloz a su cuarto. Transcurridos apenas unos segundos
  apareció envuelto en un abrigo largo y amplio, de los llamados Ulster,
  y vestido el cuello con una bufanda.


  —Voy a seguirla —me espetó a bocajarro—; se trata sin duda de un
  cómplice que nos conducirá hasta nuestro hombre. ¡Aguarde aquí mi
  vuelta!


  Apenas si la puerta principal se había cerrado tras el paso de nuestra
  visitante, cuando Holmes se precipitó escaleras abajo. A través de la
  ventana pude observar a la vieja caminando penosamente a lo largo de la
  acera opuesta, mientras mi amigo la perseguía a una prudencial
  distancia.


  —O es todo un disparate —pensé—, o esta mujer le llevará a la entraña
  del misterio.


  No necesitaba Holmes haberme dicho que le aguardara en pie, puesto que
  jamás habría podido conciliar el sueño hasta conocer el desenlace de la
  aventura.


  Holmes había partido al filo de las nueve. No teniendo noción de cuando
  volvería, decidí matar el tiempo aspirando estúpidamente el humo de mi
  pipa mientras fingía leer la Vie de Bohème de Henri Murger. Dieron las
  diez y oí los pasos de la sirviente camino de su dormitorio. Sonaron
  las once, y el más cadencioso taconeo del ama de llaves cruzó delante
  de mi puerta, en dirección también a la cama. Serían casi las doce
  cuando llegó a mis oídos el ruido seco del picaporte de la entrada. Ver
  a mi amigo y adivinar que no le había asistido el éxito fue todo uno.
  La pena y el buen humor parecían disputarse en él la preeminencia,
  hasta que de pronto llevó el segundo la mejor parte y Holmes dejó
  escapar una franca carcajada.


  —¡Por nada del mundo permitiría que la Scotland Yard llegase a saber lo
  ocurrido! —exclamó, derrumbándose en su butaca—. He hecho tanta burla
  de ellos que no cesarían de recordármelo hasta el fin de mis días. Sí,
  me río porque adivino que a la larga me saldré con la mía.


  —¿Qué hay? —pregunté.


  —Le contaré un descalabro. Escuche: la vieja había caminado un trecho
  cuando comenzó a cojear, dando muestras de tener los pies baldados. Al
  fin se detuvo e hizo señas a un coche de punto. Acorté la distancia con
  el propósito de oír la dirección señalada al cochero, aunque por las
  voces de la vieja, bastantes a derribar una muralla, bien pudiera haber
  excusado tanta cautela. «¡Lléveme al 13 de Duncan Street, Houndsditch»,
  chilló. «¿Habrá dicho antes la verdad?», pensé entonces para mí, y
  viéndola ya dentro del vehículo, me enganché a la trasera de éste. Se
  trata el último, por cierto, de un arte que todo detective debiera
  dominar. En fin, nos pusimos en movimiento, sin que una sola vez
  aminoraran los caballos su marcha hasta la calle en cuestión. Antes de
  alcanzada la decimotercera puerta desmonté e hice lo que quedaba de
  camino a pie, más bien despacio, como un paseante cualquiera. Vi
  detenerse el coche. Su conductor saltó del pescante y fue a abrir una
  de sus portezuelas, donde permaneció un rato a la espera. Nadie asomó
  la cabeza. Cuando llegué allí estaba el hombre palpando el interior de
  la cabina con aire de pasmo, al tiempo que adornaba su cólera con el
  más florido rosario de improperios que jamás haya escuchado. No había
  trazas del pasajero, quien según creo va a demorar no poco rato el
  importe de la carrera. Al preguntar en el número 13, supe que se
  hallaba ocupado por un respetable industrial de papeles pintados, de
  nombre Keswick, y que ninguna persona apellidada Sawyer o Dennis había
  sido vista en el referido inmueble.


  —¿Pretende usted decirme —repuse asombrado—, que esa vieja y vacilante
  anciana ha sido capaz de saltar del coche en marcha sin que usted o el
  piloto se apercibieran de ello?


  —¡Dios confunda a la vieja! —dijo con mucho énfasis Sherlock Holmes—.
  ¡Viejas nosotros, y viejas burladas! ¡Ha debido tratarse de un hombre
  joven y vigoroso, amén de excelente actor! Su caracterización ha sido
  inmejorable. Observó sin duda que estaba siendo perseguido, y se las
  compuso para darme esquinazo. Ello demuestra que el sujeto tras el cual
  nos afanamos no se halla tan desasistido como yo pensaba, y que cuenta
  con amigos dispuestos a jugarse algo por él. Bueno, doctor, parece
  usted agotado... Siga mi consejo y acuéstese.


  Me encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de modo que di por
  buena aquella invitación. Dejé a Holmes sentado frente al fuego en
  brasas, y, muy entrada ya la noche, pude oír los suaves y melancólicos
  gemidos de su violín, señal de que se hallaba el músico meditando sobre
  el extraño problema pendiente todavía de explicación.


  - 6 -
  Tobías Gregson en acción



  Al día siguiente sólo tenía la prensa palabras para «El misterio de
  Brixton», según fue bautizado aquel suceso. Tras hacer una detallada
  relación de lo ocurrido, algún periódico le dedicaba además el artículo
  de fondo. Vine así al conocimiento de puntos para mí inéditos. Conservo
  todavía en mi libro de recortes numerosos extractos y fragmentos
  relativos al caso. He aquí una muestra de ellos:


  El Daily Telegraph señalaba que en la historia del crimen difícilmente
  podría hallarse un episodio rodeado de circunstancias más
  desconcertantes. El nombre alemán de la víctima, la ausencia de
  móviles, y la siniestra inscripción sobre el muro, apuntaban
  conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre refugiados políticos o
  elementos revolucionarios. Los socialistas tenían varias ramificaciones
  en América, y el interfecto había violado sin duda las reglas tácitas
  del juego, siendo por ese motivo rastreado hasta Londres. Tras traer un
  tanto extemporáneamente a colación a la Vehmgericht, el aquatofana, los
  Carbonari, a la marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los
  principios de Malthus, y el asesinato de la carretera de Ratcliff, el
  autor del artículo remataba su perorata con una admonición al gobierno
  y la recomendación de que los extranjeros residentes en Inglaterra
  fuesen vigilados más de cerca.


  Al Standard todo se le volvía decir que esta clase de crímenes tendían
  a cundir bajo los gobiernos liberales. Estaba su causa en el
  soliviantamiento de las masas y la consiguiente debilitación de la
  autoridad. El finado era de hecho un caballero americano que llevaba
  residiendo algunas semanas en la metrópoli. Se había alojado en la
  pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. El señor
  Joseph Stangerson, su secretario particular, le acompañaba en sus
  viajes. El martes día 4 habían partido los dos hacia Euston Station con
  el manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool. No existían
  dudas sobre su presencia conjunta en uno de los andenes de la estación.
  Aquí se extraviaba el rastro de ambos caballeros hasta el ya referido
  hallazgo del cadáver del señor Drebber en la casa vacía de Brixton
  Road, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo pudo la víctima
  alcanzar el escenario del crimen y hallar la muerte, eran interrogantes
  aún abiertos. Acerca del paradero del señor Stangerson no se sabía
  absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor Lestrade y al señor
  Gregson, de Scotland Yard, la investigación del caso, sobre cuyo
  esclarecimiento, dada la conocida pericia de ambos inspectores, cabría
  esperar pronto noticias.


  Según el Daily News, el crimen no podía ser sino político. El ejercicio
  despótico del poder y el odio al liberalismo, propios de los gobiernos
  continentales, arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que
  acaso fueran excelentes ciudadanos a no hallarse su espíritu estragado
  por el recuerdo de los padecimientos sufridos. Entre estas gentes regía
  un puntilloso código de honor cuyo incumplimiento se castigaba con la
  muerte. No debía excusarse ningún esfuerzo en la búsqueda del
  secretario, Stangerson, ni en la investigación de algunos puntos
  concernientes a los hábitos de vida del interfecto. De gran importancia
  resultaba sin duda el descubrimiento de la casa donde éste se había
  hospedado, hazaña imputable enteramente a la perspicacia y energía del
  señor Gregson, de la Scotland Yard.


  Sherlock Holmes y yo repasamos estas noticias durante el desayuno, con
  gran regocijo por parte de mi amigo.


  —Ya le dije que, independientemente de cómo discurriera esta historia,
  los laureles serían al foral para Gregson y Lestrade.


  —Según qué visos tome la cosa.


  —¡Da lo mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre resulta atrapado, lo
  habrá sido en razón de sus esfuerzos; si por el contrario escapa, lo
  hará pese a ellos. Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de ganar...


  Un sot trouve toujours un plus sot qui lʼadmire. (fr. Un tonto siempre
  encuentra un tonto que lo admira.)


  —¿Qué demonios sucede? —exclamé yo, pues se había producido de pronto,
  en el vestíbulo primero y después en las escaleras, un gran estrépito
  de pasos, acompañados de audibles muestras de disgusto por parte del
  ama de llaves.


  —Va usted a conocer el ejército de policías que tengo a mi servicio en
  Baker Street —repuso gravemente mi compañero, y en ese momento se
  precipitaron en la habitación media docena de los más costrosos
  pilluelos que nunca haya acertado a ver.


  —¡Fiiirmés! —gritó Holmes con bronca voz, y los seis perdidos se
  alinearon enhiestos y horribles como seis esfinges de quincallería.


  —De aquí en adelante —prosiguió Holmes—, será Wiggins quien suba a
  darme el parte, y vosotros os quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte,
  Wiggins?


  —No, patrón, todavía no —dijo uno de los jóvenes.


  —En verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo, perseverad. Aquí tenéis
  vuestro jornal. Dio a cada uno un chelín.


  —Largo, y no se os ocurra volver la próxima vez sin alguna noticia.


  Agitó la mano, y los seis chicos se precipitaron como ratas escaleras
  abajo.


  Un instante después, la calle resonaba con sus agudos chillidos.


  —Cunde más uno de estos piojosos que doce hombres de la fuerza regular
  —observó Holmes—. Basta que un funcionario parezca serlo, para que la
  gente se llene de reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a
  cualquier sitio, y no hay palabra o consigna que no oigan. Son además
  vivos como ardillas; perfectos policías a poco que uno dirija sus
  acciones.


  —¿Les ha puesto usted a trabajar en el asunto de la calle Brixton? —
  pregunté.


  —Sí: hay un punto que me urge dilucidar. No es sino cuestión de tiempo.
  ¡Ahora prepárese a recibir nuevas noticias, probablemente con su poco
  de veneno, porque ahí viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que
  se dirige a nuestro portal. Sí, acaba de detenerse. ¡En efecto, tenemos
  visita!


  Se oyó un violento campanillazo y un instante después las zancadas del
  rubicundo detective, quien salvando los escalones de tres en tres, se
  plantó de sopetón en la sala.


  —Querido colega, ¡felicíteme! —gritó sacudiendo la mano inerte de
  Holmes—. He dejado el asunto tan claro como el día.


  Me pareció como si una sombra de inquietud cruzara por el expresivo
  rostro de mi compañero.


  —¿Quiere usted decirme que está en la verdadera pista?


  —¡Pista..! ¡Tenemos al pájaro en la jaula!


  —¿Cómo se llama?


  —Arthur Charpentier, alférez de la Armada Británica —exclamó
  pomposamente Gregson juntando sus mantecosas manos e inflando el pecho.


  Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio, iluminado el
  semblante por una sonrisa.


  —Tome asiento, caramba, y saboree uno de estos puros —dijo—. Ardemos en
  curiosidad por saber cómo ha resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco
  de whisky con agua?


  —No voy a decirle que no —repuso el detective—. La tensión formidable a
  que me he visto sometido estos últimos días ha concluido por agotarme.
  No se trata tanto, compréndame, del esfuerzo físico como del constante
  ejercicio de la inteligencia. Sabrá apreciarlo, amigo mío, porque los
  dos nos ganamos la vida a fuerza de sesos.


  —Me abruma usted —repuso Holmes con mucha solemnidad—. Ahora, relátenos
  cómo llevó a término esta importante investigación.


  El detective se instaló en la butaca y aspiró complacido el humo de su
  cigarro. De pronto pareció ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y
  dándose una palmada en el muslo, dijo:


  —Lo bueno del caso, es que ese infeliz de Lestrade, que se cree tan
  listo, ha seguido desde él principio una pista equivocada. Anda a la
  caza de Stangerson, el secretario, no más culpable de asesinato que
  usted o que yo. Quizá lo tenga ya bajo arresto.


  Semejante idea abrió de nuevo en Gregson la compuerta de la risa, tanta
  que a poco más se ahoga.


  —¿Y de qué manera dio usted con la clave?


  —Se lo diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted, doctor Watson,
  sin duda comprenderá, exclusivamente entre nosotros. Primero era
  obligado averiguar los antecedentes americanos del difunto. Ciertas
  personas habrían aguardado a que sus solicitudes encontrasen respuesta,
  o espontáneamente suministrasen información las distintas partes
  interesadas. Mas no es éste el estilo de Tobías Gregson. ¿Recuerda el
  sombrero que encontramos junto al muerto?


  —Sí —dijo Holmes—; llevaba la marca John Underwood and Sons, 129,
  Camberwell Road.


  — Gregson pareció al punto desarbolado.


  —No sospechaba que lo hubieseʼ usted advertido —dijo—. ¿Ha estado en la
  sombrerería?


  —No.


  —Pues sepa usted —repuso con voz otra vez firme—, que no debe
  desdeñarse ningún indicio, por pequeño que parezca.


  —Para un espíritu superior nada es pequeño —observó Holmes
  sentenciosamente.


  —Bien, me llegué a ese Underwood, y le pregunté si había vendido un
  sombrero semejante en hechura y aspecto al de la víctima. En efecto,
  consultó los libros y de inmediato dio con la respuesta. Había sido
  enviado el sombrero a nombre del señor Drebber, residente en la pensión
  Charpentier, Torquay Terrace. Así supe la dirección del muerto.


  —Hábil... ¡Muy hábil! —murmuró Sherlock Holmes.


  —A continuación pregunté por madame Charpentier —prosiguió el
  detective—. Estaba pálida y parecía preocupada. Su hija, una muchacha
  de belleza notable, dicho sea de paso, se hallaba con ella en la
  habitación; tenía los ojos enrojecidos, y cuando le interpelé sus
  labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello. Empezaba a olerme
  la cosa a chamusquina. Conoce usted por experiencia, señor Holmes, la
  sensación que invade a un detective cuando al fin se halla en buen
  camino. Es un hormigueo muy especial.


  »—¿Está usted enterada de la misteriosa muerte de su último inquilino,
  el señor Enoch J. Drebber, de Cleveland? —pregunté.


  »La madre asintió, incapaz de decir palabra. La muchacha rompió a
  llorar. Tuve más que nunca la sensación de que aquella gente no era
  ajena a lo ocurrido.


  »—¿A qué hora partió el señor Drebber hacia la estación? —añadí.


  »—A las ocho —contestó ella, tragando saliva para dominar el
  nerviosismo—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos
  trenes, uno a las 9,15 y otro a las 11. Tenía pensado coger el primero.


  »—¿Y no volvió a verlo?


  »Una mutación terrible se produjo en el semblante de la mujer. Sus
  facciones adquirieron palidez extraordinaria. Pasaron varios segundos
  antes de que pudiera articular la palabra "no", y aun entonces fue ésta
  pronunciada en tono brusco, poco natural.


  »Se hizo el silencio, roto al cabo por la voz firme y tranquila de la
  muchacha.


  »—A nada, madre, conduce el mentir —dijo—. Seamos sinceras con este
  caballero. Vimos de nuevo al señor Drebber.


  »—¡Dios sea misericordioso!— gritó la madre echando los brazos a lo
  alto y dejándose caer en la butaca—. ¡Acabas de asesinar a tu hermano!


  »—Arthur preferiría siempre que dijésemos la verdad— repuso enérgica la
  joven.


  »—Será mejor que hablen por lo derecho —tercié yo—. Con las medias
  palabras no se adelanta nada. Además, ignoran ustedes hasta dónde llega
  nuestro conocimiento del caso.


  »—¡Tú lo has querido, Alice!— exclamó la madre, y volviéndose hacia mí,
  añadió—: No le ocultaré nada, señor. No atribuya mi agitación a temor
  sobre la parte desempeñada por mi hijo en este terrible asunto. Es
  absolutamente inocente. Me asusta tan sólo que a los ojos de usted o de
  los demás pueda parecer que le toca alguna culpa. Mas ello no es
  ciertamente concebible. Sus altas prendas morales, su profesión, sus
  antecedentes, constituyen garantía bastante.


  »—Sólo puede prestarle ayuda declarando la verdad —contesté—. Si su
  hijo es inocente, se beneficiará de ella.


  »—Quizá, Alice, sea conveniente que nos dejes solos —apuntó la mujer, y
  su hija abandonó el cuarto—. Bien, señor, prosiguió—, no tenía
  intención de hacerle semejantes confidencias, pero dado que mi niña le
  ha desvelado lo ocurrido, no me queda otra alternativa. Se lo relataré
  todo sin omitir detalle.


  »—El señor Drebber ha permanecido con nosotros cerca de tres semanas.
  Él y su secretario, el señor Stangerson, volvían de un viaje por el
  continente. Sus baúles ostentaban unas etiquetas con el nombre de
  "Copenhagen", señal de que había sido éste su último apeadero.
  Stangerson era hombre pacífico y retraído: siento tener que dar muy
  distinta cuenta de su patrón, agresivo y de maneras toscas. La misma
  noche de su llegada el alcohol acentuó tales rasgos. No recuerdo, de
  hecho, haberlo visto nunca sobrio después de las doce del mediodía. Con
  el servicio se concedía licencias intolerables. Peor aún, pronto hizo
  extensiva a mi hija tan reprobable actitud, llegando a permitirse una
  serie de insinuaciones que afortunadamente ella es demasiado inocente
  para comprender. En cierta ocasión la tomó en sus brazos y la apretó
  contra sí, arrebato cobarde que su mismo secretario no pudo por menos
  de echarle en cara.


  »—¿Por qué toleró esos desmanes tanto tiempo? —repuse—: ¿Acaso no está
  usted en el derecho de deshacerse de sus huéspedes, llegado el caso?


  »—La señora Charpentier se ruborizó ante mi pertinente pregunta.«
  ¡Válgame Dios, ojalá lo hubiera despedido el día mismo de su llegada!",
  dijo. "Pero la tentación era viva. Me pagaba una libra por cabeza y día
  —lo que hace catorce a la semana—, y estamos en la temporada baja. Soy
  viuda, con un hijo en la Armada que me ha costado por demás. Me afligía
  la idea de desaprovechar ese dinero. Hice lo que me dictaba la
  conciencia. Lo último acaecido rebasaba el límite de lo tolerable y
  conminé a mi huésped para que abandonara la casa. Fue ése el motivo de
  su marcha."


  »—Prosiga.


  »—Cuando lo vi partir sentí como si me quitaran un peso de encima. Mi
  hijo se encuentra precisamente ahora de permiso, pero no le dije nada
  porque es de natural violento y adora a su hermana. Al cerrar la puerta
  detrás de aquellos hombres respiré tranquila. Sin embargo, no había
  pasado una hora cuando se oyó un timbrazo y recibí la noticia de que el
  señor Drebber estaba de vuelta. Daba muestras de gran agitación,
  extremada, evidentemente, por el alcohol. Se abrió camino hasta la sala
  que ocupábamos mi hija y yo e hizo algunas incoherentes observaciones
  acerca del tren, que según él no había podido tomar. Se encaró después
  con Alice y delante de mis mismísimos ojos le propuso que se fugara con
  él. "Eres mayor de edad", dijo "y la ley no puede impedirlo. Tengo
  dinero abundante. Olvida a la vieja y vente conmigo. Vivirás como una
  princesa." La pobre chiquilla estaba tan asustada que quiso huir, pero
  aquel salvaje la sujetó por la muñeca e intentó arrastrarla hasta la
  puerta. Dio un grito que atrajo de inmediato a mi hijo Arthur.
  Desconozco lo que ocurrió después. Oí juramentos y los ruidos confusos
  de una pelea. Mi miedo era tanto que no me atrevía a levantar la
  cabeza. Cuando al fin alcé los ojos, Arthur estaba en el umbral riendo
  y con un bastón en la mano. "No creo que este tipo vuelva a
  molestarnos", dijo. "Iré detrás suyo para ver qué hace." A
  continuación, llegaba la noticia de la muerte del señor Drebber.


  »El relato de la señora Charpentier fue entrecortado y dificultoso. A
  ratos hablaba tan quedo que apenas se alcanzaba a oír lo que decía.
  Hice sin embargo un rápido resumen escrito de cuanto iba relatando, de
  modo que no pudiese existir posibilidad de error.


  —Apasionante —observó Sherlock Holmes con un bostezo—. ¿Qué ocurrió
  después?


  —Concluida la declaración de la señora Charpentier —repuso el
  detective—, eché de ver que todo el caso reposaba sobre un solo punto.
  Fijando en ella la mirada de una forma que siempre he hallado efectiva
  con las mujeres, le pregunté a qué hora había vuelto su hijo.


  »—¿No lo sabe?


  »—No..., dispone de una llave y entra y sale cuando quiere.


  »—¿Había vuelto cuando fue usted a la cama?


  »—No.


  »—¿Cuándo se acostó? »—Hacia las once.


  »—¿De modo que su hijo ya llevaba fuera más de dos horas?


  »—Sí.


  »—¿Quizá cuatro o cinco?


  »—Sí.


  »—¿Qué estuvo haciendo durante ese tiempo?


  »—Lo ignoro —repuso ella palideciendo intensamente.


  »Por supuesto, estaba todo dicho. Adivinado el paradero del teniente
  Charpentier, me hice acompañar de dos oficiales y arresté al
  sospechoso. Cuando posé la mano sobre su hombro conminándole a que se
  entregase sin resistencia, contestó insolente: "Imagino que estoy
  siendo arrestado por complicidad en el asesinato de ese miserable de
  Drebber." Nada le habíamos dicho sobre el caso, de modo que semejante
  comentario da mucho que pensar.


  —Mucho —repuso Holmes.


  —Aún portaba el grueso bastón que su madre afirma haberle visto cuando
  salió en persecución de Drebber. Se trata de una auténtica tranca de
  roble.


  —En resumen, ¿cuál es su teoría?


  —Bien, mi teoría es que siguió a Drebber hasta la calle Brixton. Allí
  se produjo una disputa entre los dos hombres, en el curso de la cual
  Drebber recibió un golpe de bastón, en la boca del estómago quizá,
  bastante a producirle la muerte sin la aparición de ninguna huella
  visible. Estaba la noche muy mala y la calle desierta, de modo que
  Charpentier pudo arrastrar el cuerpo de su víctima hasta el interior de
  la casa vacía. La vela, la sangre, la inscripción sobre la pared, el
  anillo, son probablemente pistas falsas con que se ha querido confundir
  a la Policía.


  —¡Magnífico! —dijo Holmes en un tono alentador—. Realmente, progresa
  deprisa. ¡Acabaremos por hacer carrera de usted!


  —Me precio de haber realizado un buen trabajo —contestó envanecido el
  detective—. El joven ha declarado que siguió un trecho el rastro de
  Drebber, hasta que éste, viéndose acechado, montó en un coche de punto.
  De vuelta a casa se tropezó a un antiguo camarada de a bordo, y los dos
  dieron un largo paseo. No ha sabido sin embargo decirme a satisfacción
  dónde se aloja este segundo individuo. Opino que las piezas encajan con
  pulcritud. Me divierte sobre todo pensar en las inútiles idas y venidas
  de Lestrade. Temo que le valgan de poco. ¡Pero caramba, aquí lo
  tenemos!


  Sí, era Lestrade, que había subido las escaleras mientras hablábamos, y
  entraba ahora en la habitación. Eché sin embargo en falta la viveza y
  desenvoltura propios de su porte. Traía el semblante oscurecido, y
  hasta en la vestimenta se percibía un vago desaliño. Había venido
  evidentemente con el propósito de asesorarse cerca de Sherlock Holmes,
  porque la vista de su colega pareció turbarle. Permaneció todo confuso
  en el centro de la estancia, manoseando nerviosamente su sombrero y sin
  saber qué hacer.


  —Se trata —dijo por fin— del más extraordinario, incomprensible asunto
  que nunca me haya echado en cara.


  —¿Usted cree, señor Lestrade? —exclamó Gregson con voz triunfante—.
  Sabía que no podría ser otra su conclusión. ¿Qué hay del secretario, el
  señor Stangerson?


  —El secretario, el señor Joseph Stangerson —repuso Lestrade
  gravemente—, ha sido asesinado hacia las seis de esta mañana, en el
  Private Hotel de Halliday.


  - 7 -
  Luz en la oscuridad



  El calibre y carácter inesperado de la nueva noticia eran tales que
  quedamos todos sumidos en un gran estupor. Gregson saltó de su butaca
  derramando el whisky y el agua que aún no había tenido tiempo de
  ingerir. Yo miré en silencio a Sherlock Holmes, cuyos labios
  permanecían apretados y crispadas las cejas sobre entrambos ojos.


  —¡También Stangerson! —murmuró—. El asunto se complica.


  —No era antes sencillo —gruñó Lestrade allegándose una silla—. Por
  cierto, me da en la nariz que he interrumpido una especie de consejo de
  guerra.


  —¿Está usted seguro de la noticia? —balbució Gregson.


  —Vengo derecho de la habitación donde ha ocurrido el percance —
  repuso—. He sido precisamente yo el primero en descubrirlo.


  —Gregson acaba de explicarnos qué piensa del caso —observó Holmes—.
  ¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que por su cuenta ha
  hecho o visto?


  —Ninguno —dijo Lestrade tomando asiento—. Confieso abiertamente que en
  todo momento creí a Stangerson complicado en la muerte de Drebber. El
  último suceso demuestra el alcance de mi error. Llevado de él, me puse
  a investigar el paradero del secretario. Ambos habían sido vistos
  juntos en Euston Station alrededor de las ocho y media de la tarde del
  día tres. A las dos de la mañana aparecía el cuerpo de Drebber en la
  calle Brixton. Era, por tanto, cuestión de averiguar qué había hecho
  Stangerson entre las ocho y media y la hora del crimen, y hacia dónde
  conducían sus pasos ulteriores. Despaché un telegrama a Liverpool con
  la descripción de mi hombre, y la advertencia de que no apartasen un
  instante los ojos de los barcos con destino a América. A continuación
  inicié una operación de rastreo por todos los hoteles y pensiones de la
  zona de Euston. Pensaba que si Drebber y su secretario se habían
  separado, era natural que el último buscara alojamiento en algún sitio
  a mano para descolgarse en la estación a la mañana siguiente.


  —Habiendo tenido previamente la precaución de acordar con su compañero
  un posterior punto de encuentro —observó Holmes.


  —En efecto. Toda la tarde de ayer se me fue en pesquisas inútiles. Esta
  mañana me puse a la tarea muy temprano, y a las ocho estaba ya plantado
  a la puerta del Hallidayʼs Private Hotel, en la calle Little George.
  Inmediatamente me confirmaron la presencia del señor Stangerson en la
  lista de huéspedes.


  —Sin duda es usted el caballero que estaba esperando —observaron—.


  Dos días hace que aguarda su visita.


  »—¿Cuál es su habitación —inquirí.


  »—La del piso de arriba. Desea ser despertado a las nueve.


  »Subiré ahora mismo —dije.


  »Confiaba que, desconcertado ante mi súbita aparición, dejara escapar
  quizá una frase comprometedora. El botones se ofreció a conducirme
  hasta la habitación. Se hallaba en el segundo piso, al cabo de un
  estrecho pasillo. Me señaló la puerta con un ademán de la mano, y se
  disponía ya a bajar las escaleras, cuando vi algo que me revolvió el
  estómago pese a mis veinte años largos de servicio. Por debajo de la
  puerta salía un pequeño hilo de sangre que, trazando caprichosos
  meandros a lo largo del pasillo, iba a estancarse contra el zócalo
  frontero. Di un grito que atrajo al botones. Casi se desmaya al llegar
  a mi altura. La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos
  quebrantar el pestillo a fuerza de hombros. Debajo de la ventana de la
  habitación, abierta de par en par, yacía hecho un ovillo y en camisa de
  dormir el cuerpo de un hombre. Estaba muerto, y desde hacía algún
  tiempo, según eché de ver por la frialdad y rigidez de sus miembros.
  Cuando lo volvimos boca arriba el botones reconoció de inmediato al
  individuo que había alquilado la habitación bajo el nombre de señor
  Stangerson. Una cuchillada en el costado izquierdo, lo bastante
  profunda para alcanzar el corazón, daba razón de aquella muerte. Y
  ahora viene lo más misterioso del asunto. ¿Qué imaginan ustedes que
  encontré en la pared, encima del cuerpo del asesinado?


  Sentí un estremecimiento de todo el cuerpo, y como una aprensión de
  horror, antes incluso de que Sherlock Holmes hablara.


  —La palabra «RACHE», escrita con sangre —dijo.


  —Así es —repuso Lestrade en tono de espanto, y permanecimos silenciosos
  durante un rato.


  Había un no sé qué de metódico e incomprensible en las fechorías del
  anónimo asesino que acrecía la sensación de horror. Mis nervios,
  bastante templados en el campo de batalla, chirriaban heridos al solo
  estremecimiento de lo acontecido.


  —Nuestro hombre ha sido avistado... —prosiguió Lestrade—. Un repartidor
  de leche, camino de su tienda, acertó a pasar por la callejuela que
  arranca de los establos contiguos a la trasera del hotel. Observó que
  cierta escalera de mano, generalmente tendida en tierra, estaba apoyada
  contra una de las ventanas del segundo piso, abierta de par en par. Al
  cabo de un rato volvió la cabeza y vio a un hombre descendiendo por
  ella. Su actitud era tan abierta y reposada que el chico lo confundió
  sin más con un carpintero o un operario al servicio del hotel. Nada,
  excepto lo temprano de la hora, le pareció digno de atención. El chico
  cree recordar que el hombre era alto, tenía las mejillas
  congestionadas, e iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer
  arriba un rato después del asesinato, ya que hallamos sangre en la
  jofaina, donde se lavó las manos, y huellas sangrientas también en las
  sábanas, con las que de propósito enjugó el cuchillo.


  Miré a Holmes, impresionado de la semejanza existente entre la
  descripción del criminal y la adelantada antes por él. La euforia o la
  vanidad estaban sin embargo ausentes del rostro de mi amigo.


  —¿Y no ha encontrado usted en la habitación nada que pudiera
  conducirnos hasta el asesino? — preguntó.


  —En absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de
  Drebber, cosa por otra parte natural, ya que hacía todos los pagos.
  Contamos ochenta y tantas libras, las mismas que portaba antes de ser
  muerto. De los posibles móviles del crimen hay que excluir desde luego
  el robo. No había en los bolsillos documentos ni anotaciones, fuera de
  un telegrama fechado en Cleveland un mes antes más o menos, con la
  siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El mensaje no traía
  firma.


  —¿Nada más? —insistió Holmes.


  —Nada importante. Había sobre la cama una novela que debió leer antes
  de dormirse, una pipa en una silla adyacente, un vaso de agua posado
  sobre la mesita de noche, y en el antepecho de la ventana una menuda
  caja de pomada con dos píldoras dentro.


  Sherlock Holmes saltó de su asiento, presa de un júbilo extraordinario.


  —¡Me han facilitado ustedes el último eslabón! —exclamó jubiloso—. El
  caso está cerrado. Los dos detectives le dirigieron una mirada llena de
  pasmo.


  —Tengo ahora entre las manos —añadió con aplomo mi compañero— los hilos
  que componen esta complicada madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta
  de todos los detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde la
  separación de Drebber y Stangerson en la estación hasta el
  descubrimiento del segundo cadáver, se me revela casi con la nitidez de
  lo efectivamente visto. Les haré una demostración de eso que digo.
  ¿Podría agenciarse las píldoras?


  —Las traigo conmigo —repuso Lestrade dejándonos ver una pequeña caja
  blanca—; hice acopio de ellas, junto al portamonedas y el telegrama,
  para ponerlas después a buen recaudo en la comisaría. Están aquí de
  milagro, ya que no les atribuyo la menor importancia.


  —¡Déme esas píldoras! —exclamó Holmes; y a continuación, volviéndose
  hacia mí, añadió: —Díganos, doctor, ¿son estás comprimidos de uso
  corriente?


  Ciertamente no lo eran. De un gris nacarado, pequeños, redondos, se
  tornaban casi transparentes vistos al trasluz.


  —De su transparencia y ligereza concluyo que son solubles en agua —
  observé.


  —Exactamente —repuso Holmes—. ¿Tendría ahora la bondad de bajar al
  primer piso y traer a ese pobre terrier hace tiempo enfermo, el que
  ayer pretendía el ama de llaves que usted librase por fin de tanto
  sufrimiento?


  Descendí al primer piso y tomé al perro en mis brazos. La respiración
  difícil y la mirada vidriosa anunciaban una muerte próxima. De hecho,
  por la nieve inmaculada de su hocico, podía colegirse que aquel animal
  había vivido más de lo que es costumbre en la especie canina. Lo posé
  sobre un cojín, encima de la alfombra.


  —Partiré en dos una de estas píldoras —anunció Holmes, y sacando su
  cortaplumas hizo verdad lo que había dicho—. Devolveremos la primera
  mitad a la caja, con el propósito que después se verá. La otra mitad
  voy a colocarla en esta copa de vino, donde he vertido un poco de agua.
  Pueden ustedes apreciar que nuestro amigo el doctor llevaba razón, y
  que la pastilla se disuelve en el líquido.


  —No dudo que todo esto es fascinante —terció Lestrade en el tono herido
  de quien sospecha estar siendo víctima de una broma—; ¿pero qué
  demonios tiene que ver con la muerte de Joseph Stangerson?


  —¡Paciencia, amigo mío, paciencia! Comprobará a su tiempo hasta qué
  punto no es sólo importante, sino esencial. Bien, ahora añado a la
  mezcla unas gotas de leche que la hagan sabrosa y se la doy a beber al
  perro, que no desdeñará el ofrecimiento.


  En efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje que, mientras
  hablaba, había vertido Holmes en un platillo y colocado después delante
  suyo. La actitud de mi amigo estaba revestida de tal gravedad que
  todos, impresionados, permanecimos sentados en silencio y con la mirada
  fija en el perro, a la espera de algún acontecimiento extraordinario.
  Ninguno se produjo, sin embargo. El terrier permaneció extendido sobre
  el cojín, batallando por llenar de aire sus pulmones, ni mejor ni peor
  que antes de la libación.


  Holmes había sacado su reloj de bolsillo, y conforme pasaba el tiempo
  inútilmente, una grandísima desolación se iba apoderando de su
  semblante. Se mordió los labios, aporreó la mesa con los dedos, y dio
  otras mil muestras de aguda impaciencia. Tan fuerte era su agitación
  que sentí auténtica pena, al tiempo que los dos detectives, antes
  jubilosos que afligidos por el fracaso de que eran testigos, sonreían
  maliciosamente.


  —No puede tratarse de una coincidencia —gritó al fin saltando de su
  asiento y midiendo la estancia a grandes y frenéticos pasos—; es
  imposible que sea una pura coincidencia. Las mismas píldoras que deduje
  en el caso de Drebber aparecen tras la muerte de Stangerson. Y sin
  embargo son inofensivas. ¿Qué diantre significa ello? Desde luego no
  cabe que toda mi cadena de inferencias apunte en una falsa dirección.
  ¡Imposible! Y aún así esta pobre criatura no ha empeorado! ¡Ah, ya lo
  tengo! ¡Ya lo tengo!


  Con un alarido de perfecta felicidad acudió a la caja, partió la
  segunda píldora en dos, la disolvió en agua, añadió leche, y ofreció de
  nuevo la mezcla al terrier. No había tocado casi la lengua del
  desafortunado animal aquel líquido, cuando una terrible sacudida
  recorrió todo su cuerpo, rodando después por tierra tan rígido e inerte
  como si un rayo mortal se hubiera abatido sobre él desde las alturas.


  Sherlock Holmes dio un largo suspiro y enjugó el sudor que perlaba su
  frente.


  —Debiera tener más fe —dijo—; ya es tiempo de saber que cuando un hecho
  semeja oponerse a una apretada sucesión de deducciones, existe siempre
  otra interpretación que salva la aparente paradoja. De las dos píldoras
  que hay en este pastillero, una es inofensiva, mientras que su
  compañera encierra un veneno mortal. Vergüenza me causa no haberlo
  supuesto apenas vista la caja.


  Semejante observación se me antojó gratuita, que difícilmente podía
  persuadirme de que Holmes la hubiera hecho en serio. Ahí estaba, sin
  embargo, el perro muerto como testimonio de lo cierto de sus
  conjeturas. Tuve la sensación de que empezaba a ver más claro, y sentí
  una suerte de vaga, incipiente percepción de la verdad.


  —Todo esto ha de sorprenderles —prosiguió Holmes— por la sencilla razón
  de que no repararon al principio de la investigación en cierto dato, el
  único rico en consecuencias. Quiso la suerte que le concediera yo el
  peso que realmente tenía, y los acontecimientos posteriores no han
  hecho sino afirmar mi suposición original, de la que realmente se
  seguían como corolario lógico.


  Lo que a ustedes se presentaba en tinieblas o dejaba perplejos,
  señalaba para mí el camino auténtico, esbozado ya en mis primeras
  conclusiones. No debe confundirse lo insólito con lo misterioso. Cuanto
  más ordinario un crimen, más misterioso también, ya que estarán
  ausentes las características o peculiaridades que puedan servir de
  punto de partida a nuestro razonamiento. El asesinato hubiera resultado
  infinitamente más difícil de desentrañar si llega a ser descubierto el
  cadáver en la calle y no acompañado de esos aditamentos sensacionales y
  outré, los que le conferían, precisamente, un aire peculiar. Los
  detalles extraordinarios, lejos de estorbar esta investigación, han
  servido para facilitarla.


  El señor Gregson, que había atendido a la alocución dando muestras de
  considerable impaciencia, no pudo al fin contenerse. —Mire usted, señor
  Holmes —dijo—, no necesita convencernos de que es usted un tipo listo,
  ni de que sigue métodos de trabajo muy personales. Sin embargo, no es
  éste el momento de ponerse a decir sermones o ventear teorías. La
  cuestión es atrapar al criminal. Hice mi propia composición de lugar,
  al parecer equivocadamente. El joven Charpentier no ha podido estar
  complicado en el segundo asesinato. Lestrade ha escogido a Stangerson,
  enfilando también, por lo que se ve, una ruta desviada. Usted sin
  embargo, según lo demuestran algunas observaciones aisladas, acumula
  mayor conocimiento sobre el caso que nosotros, habiendo llegado el
  momento, creo, de que nos diga de una vez y por lo derecho lo que sabe.
  ¿Le consta ya el nombre del asesino?


  —He de sumarme por fuerza a la petición de Gregson —observó Lestrade—.
  Ambos hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos, y los dos hemos
  fracasado. Le he oído decir a usted desde que estoy en esta habitación
  que contaba ya con todos los datos precisos. Espero que no los tenga
  ocultos por más tiempo.


  —Cualquier tardanza en el apresamiento del asesino —tercié yo—, podría
  darle opción a una nueva atrocidad.


  Ante nuestra insistencia, Holmes dio muestras de vacilar. Continuó
  midiendo el aposento a grandes pasos, con la cabeza hincada en el pecho
  y las cejas fruncidas, señales que en él denotaban un estado de
  profunda reflexión.


  —No habrá más asesinatos —dijo al fin, parándose en seco y mirándonos a
  la cara—. Tal posibilidad queda descartada. Me preguntan ustedes si
  conozco el nombre del asesino. La respuesta es sí. Ello, sin embargo,
  poco significa comparado con la tarea más complicada de ponerle las
  manos encima. Espero hacerlo pronto, y a mi manera: pero es asunto
  delicado, ya que hemos de vérnoslas con un hombre astuto y desesperado
  al que presta ayuda, como he podido comprobar, un cómplice de prendas
  no menos formidables. Mientras el asesino desconozca que alguien le
  sigue la pista, existe la posibilidad de atraparlo: mas en cuanto le
  asalte la más mínima sospecha cambiará de nombre, perdiéndose sin más
  entre los cuatro millones de habitantes que pueblan esta gran ciudad.
  Sin propósito de ofenderles, debo admitir que considero a nuestros
  rivales de talla excesiva para las fuerzas de la policía, y que ésta ha
  sido la razón de que no requiera su ayuda. Si fracaso, no dudaré en
  reconocer el error de esta omisión, mas es riesgo que estoy dispuesto a
  correr. De momento, sepan ustedes que tan pronto como considere posible
  transmitirles información sin poner en peligro mis planes, lo haré
  gustoso.


  Gregson y Lestrade quedaron lejos de satisfechos con estas
  declaraciones y la no muy halagadora alusión al cuerpo de policía. El
  primero se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos, en tanto los
  ojos de abalorio del otro echaban vivas chispas de inquietud y
  resentimiento. Ninguno de los dos había tenido tiempo sin embargo de
  abrir la boca, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta y la mínima
  y poco agraciada persona del joven Wiggins, portavoz de los pilluelos,
  entró en escena.


  —Señor —dijo llevándose la mano a la guedeja que le caía sobre la
  frente—, tengo ya abajo el coche de caballos.


  —Bien hecho, chico —repuso Holmes en tono casi afectuoso. Después,
  habiendo sacado de un cajón un par de esposas de acero, añadió: —¿Por
  qué no adoptan este modelo en la Scotland Yard? Observen ustedes la
  suavidad del resorte. Cierra en un instante.


  —También sirven las viejas mientras haya alguien a quien ponérselas —
  gruñó Lestrade.


  —Está bien, está bien —repuso Holmes, sonriendo—. El cochero podría
  ayudarme a bajar los bultos. Dile que suba, Wiggins.


  Me sorprendió ver a mi amigo prepararse a lo que parecía un largo
  viaje, ya que no me tenía dicho nada sobre su proyecto. Había en la
  habitación una pequeña maleta que asió enérgicamente y comenzó a
  sujetar con una correa. En tal manejo se hallaba ocupado cuando hizo
  acto de presencia el cochero.


  —Venga acá, buen hombre —dijo hincando la rodilla en tierra, con la
  cabeza siempre echada hacia adelante—, y ponga mano a esta hebilla.


  El cochero se llegó a él con aire entre arisco y desafiante, y alargó
  los brazos para auxiliarle en la faena. Entonces se oyó el clic de un
  resorte, resonaron unos metales, y Sherlock Holmes recuperó rápidamente
  la posición erecta.


  —Señores —exclamó, centelleantes los ojos—, permítanme presentarles al
  señor Jefferson Hope, el asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.


  El suceso tuvo lugar en un instante, tan breve que ni tiempo me dio a
  cobrar conciencia cabal de lo ocurrido. Conservo en la memoria la viva
  imagen de aquel momento: la expresión de triunfo de Holmes, y la faz
  furiosa, atónita, del hombre, fijos los ojos en las brillantes esposas
  que como por arte de encantamiento habían ceñido de pronto sus muñecas.
  Durante uno o dos segundos pudimos parecer un grupo de estatuas.
  Entonces el hombre dejó escapar un grito de loco, y desasiéndose de la
  presa de Holmes impulsó su cuerpo contra la ventana. Maderos y
  cristales cedieron ante la acometida, mas no había el fugitivo
  completado aún su propósito cuando Holmes, Lestrade y Gregson hacían de
  nuevo, al igual que sabuesos, presa en él. Fue arrastrado hacia la
  habitación, donde se desarrolló una formidable lucha. Tanta era la
  fuerza y el empeño de nuestro enemigo que varias veces nos vimos
  frustrados en el intento de inmovilizarlo. Parecía poseído del empuje
  convulsivo de un hombre al que domina una crisis epiléptica. Cara y
  manos se hallaban terriblemente laceradas por el cristal de la ventana,
  mas la pérdida de sangre no le restaba un ápice de fuerza. Hasta que
  Lestrade consiguió asirlo de la corbata y hacer con ella torniquete,
  cortándole casi la respiración, no cesó en su resistencia; aun entonces
  sólo nos sentimos dueños del campo después de haberle atado de pies y
  manos. Tras ello volvimos a incorporarnos, sin aliento y jadeando.


  —Abajo está su coche —dijo Sherlock Holmes—. Nos servirá para
  conducirlo a Scotland Yard. Y ahora, caballeros —prosiguió con una
  sonrisa complaciente—, puede decirse que hemos llegado ya al fondo de
  nuestro pequeño misterio. Háganme cuantas preguntas les ronden por la
  cabeza, sin temor de que vaya a dejar alguna pendiente.


  ****




  SEGUNDA PARTE


  La tierra de los santos



  - 1 -
  En la gran llanura alcalina



  En medio del gran continente norteamericano se extiende un desierto
  árido y tenebroso que durante muchos años obró de obstáculo al avance
  de la civilización. De Sierra Nevada a Nebraska, y del río Yellowstone
  en el Norte al Colorado en el Sur, reinan la desolación y el silencio.
  Los visajes con que aquí se expresa la Naturaleza son múltiples. Hay
  exaltadísimas montañas de cúpulas nevadas, y oscuros y tenebrosos
  valles. Existen ríos veloces que penetran como cuchillos en la ruinosa
  fábrica de una garganta o un cañón; y se dilatan también llanuras
  interminables, sepultadas en invierno bajo la nieve, y cubiertas en
  verano por el polvo gris del álcali salino. Todo ello, hasta lo más
  diverso, presidido por un mismo espíritu de esterilidad, tristeza y
  desabrimiento.


  La tierra maldita está deshabitada. De cuando en cuando se aventuran en
  ella, en peregrinación hacia nuevos cazaderos, algunas partidas de
  pawnees o piesnegros, mas no existe uno solo, ni el más bravo o
  arrojado, que no sienta afán por dejar a sus espaldas la llanura
  imponente y acogerse otra vez al refugio de las praderas. El coyote
  acecha entre los matorrales, el busardo quiebra el aire con su vuelo
  pesado y el lento oso gris merodea sordamente por los barrancos, en
  busca del poco sustento que aquellos pedregales puedan dispensarle. No
  pueblan otras criaturas el vasto desierto.


  Es cosa cierta que ningún panorama del mundo aventaja en lo tétrico al
  que se divisa desde la vertiente norte de Sierra Blanco. Hasta donde
  alcanza el ojo se extiende la tierra llana, salpicada de manchas
  alcalinas e interrumpida a trechos por espesuras de chaparros enanos.
  Cierran la raya extrema del firmamento los picos nevados y agudos de
  una larga cadena de montañas. De este paisaje interminable está ausente
  la vida o cuanto pueda evocarla. No se columbra una sola ave en el
  cielo, duro y azul, no estremece la tierra gris y yerta ningún
  movimiento, y, sobre todo, el silencio es absoluto. Por mucho que se
  afine el oído, no se aprecia siquiera una sombra de ruido en la soledad
  inmensa; nada sino silencio, completo y sobrecogedor silencio.


  Hemos dicho que es absoluta la ausencia de vida en la vasta planicie.
  Un pequeño detalle lo desmiente. Mirando hacia abajo desde Sierra
  Blanco se distingue un camino que cruza el desierto y, ondulante, se
  pierde en la línea remota del horizonte. Está surcado de ruedas de
  carros y lo han medido las botas de innumerables aventureros. Aquí y
  allá refulgen al sol, inmaculados sobre el turbio sedimento de álcali,
  unos relieves blancos. ¿Qué son? ¡Son huesos! Grandes y de textura
  grosera unos, más delicados y menudos los otros. Pertenecieron los
  primeros a algún buey, a seres humanos éstos... A lo largo de mil
  quinientas millas puede seguirse el rastro de la mortífera ruta por los
  restos dispersos que a su vera han ido dejando quienes sucumbían antes
  de llegar al final del camino.


  Tal era el escenario que, el día 4 de mayo de 1847, se ofrecía a los
  ojos de cierto solitario viajero. La apariencia de éste semejaba a
  propósito para tamaños parajes. Imposible habría resultado, guiándose
  por ella, afirmar si frisaba en los cuarenta o en los sesenta años. Era
  de rostro enjuto y macilento, tenía la piel avellanada y morena, como
  funda demasiado estrecha de la que quisiera salirse la calavera, y en
  la barba y el pelo, muy crecidos, el blanco prevalecía casi sobre el
  castaño. Los ojos se hundían en sus cuencas, luciendo con un fulgor
  enfermizo, y la mano que sostenía el rifle apenas si estaba más forrada
  de carne que el varillaje de los huesos. Para tenerse en pie había de
  descansar el cuerpo sobre el arma, y sin embargo su espigada figura y
  maciza osamenta denotaban una constitución ágil y férrea al tiempo. En
  la flaqueza del rostro, y en las ropas que pendían holgadas de los
  miembros resecos, se adivinaba el porqué de ese aspecto decrépito y
  precozmente senil: aquel hombre agonizaba, agonizaba de hambre y de
  sed.


  Se había abierto trabajosamente camino a lo largo del barranco, y hasta
  una leve eminencia después, en el vano propósito de descubrir algún
  indicio de agua. Ahora se extendía delante suyo la infinita planicie
  salada, circuida al norte por el cinturón de montañas salvajes, monda
  toda ella de plantas, árboles o cosa alguna que delatara la existencia
  de humedad. No se descubría en el ancho espacio un solo signo de
  esperanza. Norte, oriente y occidente fueron escudriñados por los ojos
  interrogadores y extraviados del viajero. Habían llegado a término, sí,
  sus correrías, y allí, en aquel risco árido, sólo le aguardaba la
  muerte. «¿Y por qué iba a ser de otro modo? ¿Por qué no ahora mejor que
  en un lecho de plumas, dentro quizá de veinte años?», murmuró mientras
  se sentaba al abrigo de un peñasco.


  Antes de adoptar la posición sedente, había depositado en el suelo el
  rifle inútil, y junto a él un voluminoso fardo al que servía de
  envoltura un mantón gris, pendiente de su hombro derecho. Se diría el
  bulto en exceso pesado para sus fuerzas, porque al ser apeado dio en
  tierra con cierto estrépito. De la envoltura gris escapó entonces un
  pequeño gemido, y una carita asustada, de ojos pardos y brillantes, y
  dos manezuelas gorditas y pecosas, asomaron por de fuera.


  —¡Me has hecho daño! —gritó una reprobadora voz infantil.


  —¿De verdad? —contestó pesaroso el hombre—. Ha sido sin querer.


  Y mientras tal decía deshizo el fardo y rescató de él a una hermosa
  criatura de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatos y bonito
  vestido rosa, guarnecido de un pequeño delantal de hilo, pregonaban a
  las claras la mano providente de una madre. La niña estaba pálida y
  delgada, aunque por la lozanía de brazos y piernas se echaba de ver que
  había sufrido menos que su compañero.


  —¿Te sientes bien? —preguntó éste con ansiedad al observar que la niña
  seguía frotándose los rubios bucles que cubrían su nuca.


  —Cúrame con un besito —repuso ella en un tono de perfecta seriedad, al
  tiempo que le mostraba la parte dolorida—. Eso solía hacer mamá. ¿Dónde
  está mamá?


  —No está aquí. Quizá no pase mucho tiempo antes de que la veas.


  —¡Se ha ido! —dijo la niña—. Qué raro... ¡No me ha dicho adiós! Me
  decía siempre adiós, aunque sólo fuera antes de ir a tomar el té a casa
  de la tita, y... ¡lleva tres días fuera! ¡Qué seco está esto! Dime, ¿no
  hay agua, ni nada que comer?


  —No, no hay nada, primor. Aguanta un poco y verás que todo sale bien.
  Pon tu cabeza junto a la mía, así... ¿Te sientes más fuerte? No es
  fácil hablar cuando se tienen los labios secos como el esparto, aunque
  quizá vaya siendo hora de que ponga las cartas boca arriba. ¿Qué
  guardas ahí?


  —¡Cosas bonitas! ¡Mira qué cosas tan preciosas! —exclamó entusiasmada
  la niña mientras mostraba dos refulgentes piedras de mica—. Cuando
  volvamos a casa se las regalaré a mi hermano Bob.


  —Verás dentro de poco aún cosas mejores —repuso el hombre con aplomo—.
  Ten paciencia. Te estaba diciendo..., ¿recuerdas cuando abandonamos el
  río?


  —¡Claro que sí!


  —Pensamos que habría otros ríos. Pero no han salido las cosas a
  derechas: el mapa, o los compases, o lo que fuere nos han jugado una
  mala pasada, y no se ha dejado ver río alguno. Nos hemos quedado sin
  agua. Hay todavía unas gotitas para las personas como tú, y...


  —Y no te has podido lavar —atajó la criatura, a la par que miraba con
  mucha gravedad el rostro de su compañero.


  —Ni tampoco beber. El primero en irse fue el señor Bender, y después el
  indio Pete, y luego la señora McGregor, y luego Johnny Hones, y luego,
  primor, tu madre.


  —Entonces mi madre está muerta también —gimió la niña, escondiendo la
  cabeza en el delantal y sollozando amargamente.


  —Todos han muerto, menos tú y yo. Pensé..., que encontraríamos agua en
  esta dirección, y, contigo al hombro, me puse en camino. No parece que
  hayamos prosperado. ¡Dificilísimo será que salgamos adelante!


  —¿Nos vamos a morir entonces? —preguntó la niña conteniendo los
  sollozos, y alzando su carita surcada por las lágrimas.


  —Temo que sí.


  —¿Y cómo no me lo has dicho hasta ahora? —exclamó con júbilo la
  pequeña—. ¡Me tenías asustada! Cuanto más rápido nos muramos,
  naturalmente, antes estaremos con mamá.


  —Sí que lo estarás, primor.


  —Y tú también. Voy a decirle a mamá lo bueno que has sido conmigo.
  Apuesto a que nos estará esperando a la puerta del paraíso con un jarro
  de agua en la mano, y muchísimos pasteles de alforfón, calentitos y
  tostados por las dos caras, como los que nos gustaban a Bob y a mí...
  ¿Cuánto faltará todavía?


  —No sé... Poco.


  Los ojos del hombre permanecían clavados en la línea norte del
  horizonte. Sobre el azul del cielo, y tan rápidos que semejaban crecer
  a cada momento, habían aparecido tres pequeños puntos. Concluyeron al
  cabo por adquirir las trazas de tres poderosas aves pardas, las cuales,
  luego de describir un círculo sobre las cabezas de los peregrinos,
  fueron a posarse en unos riscos próximos. Eran busardos, los buitres
  del Oeste, mensajeros indefectibles de la muerte.


  —¡Gallos y gallinas! —exclamó la niña alegremente, señalando con el
  índice a los pájaros macabros, y batiendo palmas para hacerles levantar
  el vuelo—. Dime, ¿hizo Dios esta tierra?


  —Naturalmente que sí —repuso el hombre, un tanto sorprendido por lo
  inesperado de la pregunta.


  —Hizo la de Illinois, allá lejos, y también la de Missouri —prosiguió
  la niña—, pero no creo que hiciera esta de aquí. Esta de aquí está
  mucho peor hecha. El que la hizo se ha olvidado del agua y de los
  árboles.


  —¿Y si rezaras una oración? —sugirió el hombre tras un largo titubeo.


  —No es aún de noche.


  —Da lo mismo. Se sale de lo acostumbrado, pero estoy seguro de que a Él
  no le importará. Di las oraciones que decías todas las noches en la
  carreta, cuando atravesábamos los Llanos.


  —¿Por qué no rezas tú también? —exclamó la niña, con ojos
  interrogadores.


  —Se me ha olvidado rezar. Llevo sin rezar desde que era un mocoso al
  que doblaba en altura este rifle que ves aquí. Aunque bien mirado,
  nunca es demasiado tarde. Empieza tú, y yo me uniré en los coros.


  —Pues vas a tener que arrodillarte, igual que yo —dijo la pequeña
  posando el mantón en tierra—. Levanta las manos y júntalas. Así...
  Parece como si se sintiera uno más bueno.


  ¡Curiosa escena la que se desarrolló entonces a los ojos de los
  busardos, únicos e indiferentes testigos! Sobre el breve chal, codo con
  codo, adoptaron la posición orante ambos peregrinos, la niña versátil y
  el arrojado y rudo aventurero. — Estaban la tierna carita de la niña y
  el rostro anguloso y macilento del hombre vueltos con devoción pareja
  hacia el cielo limpio de nubes, en pos del Ser terrible que de frente
  los con templaba, mientras las dos voces —frágil y clara una, áspera y
  profunda la otra— se fundían en un solo ruego de misericordia y perdón.
  Concluida la oración se recogieron de nuevo al abrigo de la roca,
  cayendo dormida al cabo la niña en el regazo de su protector. Vigiló
  éste durante un tiempo el sueño de la pequeña, mas la naturaleza,
  finalmente, lo redujo también a su mandato inexorable. Tres días y tres
  noches llevaba sin concederse un instante de tregua o reparador
  descanso. Lentamente los párpados se deslizaron sobre los ojos
  fatigados y la cabeza fue hundiéndose en su pecho, hasta, confundida ya
  la barba gris del hombre con los rizos dorados de la niña, quedar ambos
  caminantes sumidos en idéntico sueño, profundo y horro de imágenes.


  Media hora de vigilia hubiera bastado al vagabundo para contemplar la
  escena que ahora verá el lector. En la remota distancia, allí donde se
  hace la planicie fronteriza del cielo, se insinuó una como nubecilla de
  polvo, muy tenue al principio y apenas distinguible de la colina en que
  se hallaba envuelto el horizonte, después de superior tamaño, y, al
  fin, rotunda y definida. Fue aumentando el volumen de la nube, causada,
  evidentemente, por alguna muchedumbre o concurrencia de criaturas en
  movimiento. A ser aquellas tierras más fértiles, habría podido pensarse
  en el avance de una populosa manada de bisontes. Mas no es un suelo sin
  hierba sino a propósito para que en él paste el ganado... Próximo ya el
  torbellino de polvo ala solitaria eminencia donde reposaban los dos
  náufragos de la pradera, se insinuaron tras la bruma contornos de
  carretas guarnecidas con toldos, y perfiles de hombres armados,
  caballeros en sus monturas. ¡Se trataba de una expedición al Oeste, y
  qué expedición! Llegado uno de los extremos de ella a los pies de la
  montaña, aún seguía el otro perdido en el horizonte. A través de la
  llanura toda se extendía la caravana enorme, compuesta de galeras y
  carros, hombres a pie y hombres a caballo. Innumerables mujeres
  procedían vacilantes con su equipaje a cuestas, y los niños se afanaban
  detrás de los vehículos o asomaban las cabecitas bajo la envoltura
  blanca de los toldos. No podían ser estas gentes simples emigrantes;
  por fuerza habían de constituir un pueblo nómada, llevado de las
  circunstancias a buscar cobijo en nuevas tierras. Un estruendo confuso,
  una especie de fragor de ruedas chirriantes y resoplante caballería,
  ascendía de aquella masa humana y se perdía en el aire claro. Ni
  siquiera entonces, sin embargo, lograron despertarse los dos fatigados
  caminantes.


  Encabezaba la columna más de una veintena de graves varones, de rostros
  ceñudos, envueltos los cuerpos en los pliegues de un oscuro ropaje
  hecho a mano, y provistos de rifles. Al llegar al pie del risco
  suspendieron la marcha, formando entre ellos breve conciliábulo.


  —Los pozos, hermanos, se encuentran a la derecha —dijo uno al que daba
  carácter la boca enérgica, el rostro barbihecho y la cabellera
  enmarañada.


  —A la derecha de Sierra Blanco... Alcanzaremos pues, Río Grande—,
  añadió otro.


  —No tengáis cuidado del agua —exclamó un tercero—. El que pudo hacerla
  brotar de la roca, no abandonará a su pueblo elegido.


  —¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos a coro.


  A punto se hallaban de reanudar el camino, cuando uno de los más
  jóvenes y perspicaces lanzó un grito de sorpresa, al tiempo que
  señalaba el escarpado risco frontero. En lo alto ondeaba un trocito de
  tela color rosa, brillante y nítidamente recortado sobre el fondo de
  piedra gris. A la visión de aquel objeto siguió un vasto movimiento de
  caballos enfrenados y de rifles que eran extraídos de sus fundas. Un
  destacamento de jinetes a galope sumó sus fuerzas a las del grupo de
  vanguardia: la palabra «Pieles Rojas» estaba en todos los labios.


  —No puede haber muchos indios por estas tierras —dijo un hombre ya
  mayor, el que según todas las trazas parecía detener el mando—. Atrás
  hemos dejado a los Pawnees, y no quedan más tribus hasta después de
  cruzadas las montañas.


  —Quiero echar una ojeada, hermano Stangerson —anunció entonces otro de
  los exploradores. —Yo también, yo también —clamaron una docena de voces
  más.


  —Dejad abajo vuestros caballos; aquí mismo os esperamos —contestó el
  anciano. En un abrir y cerrar de ojos pusieron pie a tierra los jóvenes
  voluntarios, fueron amarradas las cabalgaduras, y se dio principio al
  ascenso de la escarpadura, en dirección al punto que había provocado
  semejante revuelo. Avanzaban los hombres rauda y silenciosamente, con
  la seguridad y destreza del explorador consumado. Desde el llano, se
  les vio saltar de roca en roca, hasta aparecer sus siluetas limpiamente
  perfiladas sobre el horizonte. El joven que había dado la voz de alarma
  abría la marcha. De súbito, observaron sus compañeros que echaba los
  brazos a lo alto, como presa de irrefrenable asombro, asombro que
  pareció comunicarse al resto de la comitiva apenas se hubo ésta reunido
  con el de cabeza.


  En la pequeña plataforma que ponía remate al risco pelado, se elevaba
  un solitario y gigantesco peñasco, a cuyo pie yacía un hombre alto,
  barbiluengo y de duras facciones, aunque enflaquecido hasta la
  extenuación. Su respiración regular y plácido gesto, eran los que
  suelen acompañar al sueño profundo. Enlazada a su cuello moreno y
  fuerte había una niña de brazuelos blancos y delicados. Estaba rendida
  su cabecita rubia sobre la pechera de pana del hombre, y en sus labios
  entreabiertos —que descubrían la nieve inmaculada de los dientes—
  retozaba una sonrisa infantil. Los miembros del hombre eran largos y
  ásperos, en peregrino contraste con las rollizas piernecillas de la
  criatura, las cuales terminaban en unos calcetines blancos y unos
  pulcros zapatitos de brillantes hebillas. La extraña escena tenía lugar
  ante la mirada de tres solemnes busardos apostados en la visera del
  peñasco. A la aparición de los recién llegados, dejaron oír un rauco
  chillido de odio y se descolgaron con sordo batir de alas.


  El estrépito de las inmundas aves despertó a los dos yacentes, quienes
  echaron a su alrededor una mirada extraviada. El hombre recuperó,
  vacilante, la posición erecta y tendió la vista sobre la llanura,
  desierta cuando le había sorprendido el sueño y poblada ahora de
  muchedumbre enorme de bestias y seres humanos. Ganado por una
  incredulidad creciente, se pasó la mano por los ojos. «Debe ser esto lo
  que llaman delirio», murmuró para sí. La pequeña permanecía a su lado,
  cogida a las faldas de su casaca y sin decir nada, aunque vigilándolo
  todo con los ojos pasmados e inquisitivos de la niñez.


  No les fue difícil a los recién ascendidos acreditar su condición de
  seres de carne y hueso. Uno de ellos cogió a la niña y la atravesó
  sobre los hombros, mientras otros dos asistían a su desmadejado
  compañero en el descenso hacia la caravana.


  —Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—; la pequeña y yo somos
  cuanto queda de una expedición de veintiún miembros. Allá en el sur, la
  sed y el hambre han dado buena cuenta del resto.


  —¿La niña es hija tuya? —preguntó uno de los exploradores.


  —Por tal la tengo —repuso desafiante el aventurero—. Mía es, porque la
  he salvado. Nadie va a arrebatármela. De ahora en adelante se llamará
  Lucy Ferrier. Pero, ¿quiénes sois vosotros? —prosiguió mirando con
  curiosidad a sus fornidos y atezados rescatadores—. En verdad que no se
  os puede contar con los dedos de una mano.


  —Sumamos cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—; somos los hijos
  perseguidos de Dios, los elegidos del Ángel Moroni.


  —Nunca he oído hablar de él —replicó el caminante—, pero a la vista
  está que no le faltan amigos.


  —No uses ironía con lo sagrado —repuso el otro en tono cortante—. Somos
  aquellos que tienen puesta su fe en las santas escrituras, plasmadas
  con letra egipcia sobre planchas de oro batido y confiadas a Joseph
  Smith en el enclave de Palmyra. Procedemos de Nauvoo, en el Estado de
  Illinois, asiento de nuestra iglesia, y buscamos amparo del hombre
  violento y sin Dios, aunque para ello hayamos de llegar al corazón
  mismo del desierto.


  El hombre de Nauvoo pareció despabilar la memoria de John Ferrier.


  —Entonces —dijo—, sois mormones.


  —En efecto, somos los mormones —repusieron todos a una sola voz.


  —¿Y dónde os dirigís?


  —Lo ignoramos. La mano de Dios guía a los mormones por medio de su
  profeta. A él te conduciremos. Él decidirá tu suerte.


  Habían alcanzado ya la base de la colina, donde se hallaba congregada
  una multitud de peregrinos: mujeres pálidas y de ojos medrosos, niños
  fuertes y reidores, varones de expresión alucinada. A la vista de la
  juventud de uno de los extraños, y de la depauperación del otro, se
  elevaron de la turba gritos de asombro y conmiseración. No se detuvo
  sin embargo el pequeño cortejo, sino que se abrió camino, seguido de
  gran copia de mormones, hasta una carreta que sobresalía de las demás
  por su anchura excepcional e inusitada elegancia. Seis caballos se
  hallaban uncidos a ella, en contraste con los dos, o cuatro a lo sumo,
  que tiraban de las restantes. Junto al carrero se sentaba un hombre de
  no más de treinta años, aunque de poderosa cabeza y la firme expresión
  que distingue al caudillo. Estaba leyendo un volumen de lomo oscuro que
  dejó a un lado a la llegada del gentío. Tras escuchar atentamente la
  relación de lo acontecido, se dirigió a los dos malaventurados.


  —Si hemos de recogeros entre nosotros —dio solemnemente—, será sólo a
  condición de que abracéis nuestro credo. No queremos lobos en el
  rebaño. ¡Pluga a Dios mil veces que blanqueen vuestros huesos en el
  desierto, antes de que seáis la manzana podrida que con el tiempo
  contamina a las restantes! ¿Aceptáis los términos del acuerdo?


  —No hay términos que ahora puedan parecerme malos —repuso Ferrier con
  tal énfasis que los solemnes Ancianos no acertaron a reprimir una
  sonrisa. Sólo el caudillo perseveró en su terca y formidable seriedad.


  —Hermano Stangerson —dijo—, hazte cargo de este hombre y de la niña, y
  dales comida y bebida. A ti confío la tarea de instruirles en nuestra
  fe. ¡Demasiado larga ha sido ya la pausa! ¡Adelante! ¡Adelante hacia
  Sión!


  —¡Adelante hacia Sión! —bramó la muchedumbre de mormones, y el grito
  corrió de boca en boca a lo largo de la caravana, hasta perderse, como
  un murmullo, en la distancia remota. Entre estallidos de látigos y
  crujir de ruedas reanudaron la marcha las pesadas carretas, volviendo a
  serpentear al pronto en el desierto la comitiva enorme. El anciano bajo
  cuya tutela habían sido puestos los recién hallados, condujo a éstos a
  su carruaje, y allí les dio el prometido sustento.


  —Aquí permaneceréis —les dijo—. A no mucho tardar os habréis recuperado
  de vuestras fatigas. Recordad, mientras tanto, que compartís nuestra
  fe, y la compartís para siempre. Lo ha dicho Brigham Young, y lo ha
  dicho con la voz de Joseph Smith, cuya voz es también la voz de Dios.


  - 2 -
  La flor de Utah



  No es éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas
  experimentadas por el pueblo emigrante antes de su definitiva llegada a
  puerto. Desde las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones
  occidentales de las Montañas Rocosas, consiguió abrirse camino con
  pertinacia sin parangón apenas en la historia. Ni el hombre salvaje ni
  la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la
  enfermedad, ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la Naturaleza
  atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a vencer la tenacidad
  de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y
  su cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta los corazones
  más firmes. Todos, sin excepción, cayeron de hinojos en reverente
  acción de gracias a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que
  se extendía a sus pies bajo el claro sol, supieron por los labios de su
  caudillo que no era otra la tierra de promisión, y que aquel suelo
  virgen les pertenecía ya para siempre.


  Pronto demostró Young ser un hábil administrador, amén de jefe
  enérgico. Fueron aprestados mapas y planos en previsión de la ciudad
  futura de los mormones. Se procedió, según la categoría de cada
  destinatario, al reparto y adjudicación de las tierras circundantes. El
  artesano volvió a blandir su herramienta, y el comerciante a comprar y
  a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por arte de
  encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para las acequias,
  fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se voleó la
  semilla, de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro
  del recién granado trigo. No había cosa que no prosperase en aquella
  extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin embargo, creció el templo
  erigido por los fieles en el centro de la ciudad. Desde el alba a los
  últimos arreboles del día, el seco ruido del martillo y el chirriar
  asmático de la sierra imperaban en torno al monumento con que el pueblo
  peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a través de
  tantos peligros.


  Los dos vagabundos, John Perrier y la pequeña, su hija adoptiva y
  compañera de infortunio, hicieron junto a los demás el largo camino. No
  fue éste trabajoso para la joven Lucy Ferrier que, recogida en la
  carreta de Stangerson, partió vivienda y comida con las tres esposas
  del mormón y su hijo, un obstinado e impetuoso muchacho de doce años.
  Habiéndose repuesto de la conmoción causada por la muerte de su madre,
  conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres (con esa presteza de
  la que sólo es capaz la infancia) y se hizo a su nueva vida
  trashumante. En tanto, el recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e
  infatigable cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de sus
  nuevos compañeros que, al dar éstos por acabada la aventura, recibió
  sin un solo reparo o voto en contra una porción de tierra no menor ni
  menos fecunda que las de otros colonos, con las únicas excepciones de
  Young y los cuatro ancianos principales, Stangerson, Kemball, Johnston
  y Drebber.


  En la hacienda así adquirida levantó John Ferrier una sólida casa de
  troncos, ampliada y recompuesta infinitas veces en los años
  subsiguientes, hasta alcanzar al fin envergadura considerable. Era
  hombre con los pies afirmados en tierra, inteligente en los negocios y
  hábil con las manos, amén de recio, lo bastante para aplicarse sin
  descanso al cultivo y mejora de sus campos. Crecieron así su granja y
  posesiones desmesuradamente. A los tres años había sobrepujado a sus
  vecinos, a los seis se contaba entre el número de los acomodados, a los
  nueve de los pudientes, y a los doce no pasaban de cinco o seis quienes
  pudieran comparársele en riqueza. Desde el gran mar interior hasta las
  montañas de Wahsatch, el nombre de John Ferrier descollaba sobre todos
  los demás.


  Sólo en un concepto ofendía este hombre la susceptibilidad de sus
  correligionarios. Nadie fue parte a convencerle para que fundara un
  harén al modo de otros mormones. Sin dar razones de su determinación,
  porfió en ella con firmeza inconmovible. Unos le acusaron de tibieza en
  la práctica de la religión recientemente adquirida; otros, de avaricia
  y espíritu mezquinamente ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un
  amor temprano, una muchacha de blondos cabellos muerta de nostalgia en
  las costas del Atlántico. El caso es que, por la causa que fuere,
  Ferrier permaneció estrictamente célibe. En todo lo demás siguió el
  credo de la joven comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo y de recta
  conducta.


  Junto al padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la casa de
  troncos, y aplicada a la dura brega diaria, se crió Lucy Ferrier. El
  fino aire de las montañas y el aroma balsámico del pino cumplieron las
  veces de madre y niñera. Según transcurrían los años la niña se hizo
  más alta y fuerte, adquiriendo las mejillas color y el paso cadencia
  elástica. No pocos sentían revivir en sí antiguos hervores cada vez
  que, desde el tramo de camino que sesgaba la finca de Ferrier, veían a
  la muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de trigo, o
  gobernar el cimarrón de su padre con una destreza digna en verdad de un
  auténtico hijo del Oeste. De esta manera se hizo flor el capullo, y el
  mismo año que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del
  lugar, se cumplía en su hija el más acabado ejemplo de belleza
  americana que encontrarse pudiera en la vertiente toda del Pacífico.


  No fue el padre, sin embargo, el primero en advertir que la niña de
  antes era ya mujer. Rara vez ocurre tal. Esa transformación es harto
  sutil y lenta para que quepa situarla en un instante preciso. Más ajena
  todavía al cambio permanece la doncella misma, quien sólo al tono de
  una voz o al contacto de una mano, súbitas chispas iniciadoras de un
  fuego desconocido, descubre con orgullo y miedo a la vez la nueva y
  poderosa facultad que en ella ha nacido a la vida. Pocas mujeres han
  olvidado de hecho el día preciso y el exacto incidente por el que viene
  a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy
  Ferrier la ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que
  después tendría en su propio destino y en el de los demás.


  Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se
  afanaban en su cotidiana tarea al igual que un enjambre de abejas, cuyo
  fanal habían escogido por emblema y símbolo de la comunidad. De los
  campos y de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo incesante. A
  lo largo de las carreteras polvorientas, avanzaban filas de mulas con
  pesadas cargas, en dirección todas al Oeste, ya que había estallado la
  fiebre del oro en California y la ruta continental tenía estación en la
  ciudad de los Elegidos. También se veían rebaños de vacas y ovejas,
  procedentes de pastos remotos, y partidas de fatigados emigrantes, no
  menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio
  de aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con destreza de
  amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico y
  suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar
  cumplimiento a cierto encargo de su padre, y, desatenta a todo cuanto
  no fuera el asunto que en ese instante la solicitaba, volaba sobre su
  caballo, con la usada temeridad de otras veces. Se detenían a mirarla
  asombrados los astrosos aventureros, e incluso el indio impasible, con
  sus pieles a cuestas, rompía un instante su reserva ante el espectáculo
  de aquella bellísima rostro pálido.


  Había alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando halló la carretera
  obstruida por un gran rebaño de ganado al que daban gobierno media
  docena de selváticos pastores de la pradera. Impaciente, hizo por
  superar el obstáculo lanzándose a una súbita brecha que se insinuaba
  enfrente. Cuando se hubo introducido en ella, sin embargo, el ganado
  volvió a cerrarse en torno, viéndose al pronto inmersa la amazona en la
  corriente movediza de las cuernilargas e indómitas bestias. Habituada
  como estaba a vivir entre ganado, no sintió alarma, e intentó por todos
  los medios abrirse camino a través de la manada. Por desgracia los
  cuernos de una de las reses, al azar o de intento, entraron en violento
  contacto con el flanco del cimarrón, excitándolo en grado máximo. El
  animal se levantó sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al
  tiempo que daba unos saltos y hacía unas corvetas bastantes a derribar
  a un jinete de medianas condiciones. No podía ser la situación más
  peligrosa. Cada arrebato del caballo acentuaba el roce con los cuernos
  circundantes, y éstos inducían a su vez en la cabalgadura renovadas y
  furibundas piruetas. Sin falta debía la joven mantenerse sujeta a la
  silla de la montura, ya que al más leve desliz cabía que fuera a dar su
  cuerpo entre las pezuñas de las espantadas criaturas, encontrando así
  una muerte horrible. No hecha a tales trances, comenzó a nublarse su
  cabeza, al cabo que cedía la presa de la mano en la brida. Sofocada por
  la nube de polvo y el hedor de la forcejeante muchedumbre animal, se
  hallaba al borde del abandono, cuando oyó una voz amable que a su lado
  le prometía asistencia. A continuación una poderosa mano, curtida y
  tostada por el sol, asió del freno al asustado cuadrúpedo,
  conduciéndole pronto, sin mayores incidencias, fuera del tropel.


  —Espero, señorita, que haya salido usted ilesa de la aventura —dijo
  respetuosamente a la joven su providencial salvador.


  Aquélla levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y moreno, y
  riendo con franqueza repuso: —¡Qué susto! ¿Cómo pensar que Pancho fuera
  a tener tanto miedo de un montón de vacas?


  —Gracias a Dios, ha podido usted mantenerse en la montura —contestó el
  hombre con gesto grave. Se trataba de un joven alto y de aguerrido
  aspecto, el cual, caballero en un poderoso ejemplar de capa baya, y
  guarnecido el cuerpo con las toscas galas del cazador, iba armado de un
  largo rifle, suspendido al bies tras de los hombros.


  —Debe ser usted la hija de John Ferrier —añadió—; la he visto salir a
  caballo de su granja. Cuando lo vea, pregúntele si le trae algún
  recuerdo el nombre de «Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier
  es el que yo pienso, mi padre y el suyo fueron uña y carne.


  —¿Por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? —apuntó ella con
  recato.


  El joven pareció complacido por la invitación, y en sus ojos negros
  refulgió una chispa de contento.


  —Lo haré —dijo—, aunque llevamos dos meses en las montañas y mi traza
  no es a propósito para esta clase de visitas. Su padre de usted deberá
  recibirme tal como estoy.


  —Es su deudor, igual que yo —replicó la joven—. Me tiene un cariño
  extraordinario; si esas vacas hubieran llegado a causarme la muerte,
  creo que habría muerto él también.


  —Y yo —añadió el jinete.


  —¡Usted! No creo que fuera a partírsele el corazón... ¡Ni siquiera
  somos amigos!


  La oscura faz del cazador se ensombreció de semejante manera ante esta
  observación, que Lucy Ferrier no pudo evitar una carcajada.


  —No me entienda mal, ¡ea! —dijo—. Ahora sí que somos amigos. No le
  queda más remedio que venir a vernos... En fin, he de seguir camino,
  porque, según está pasando el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi
  padre recado alguno. ¡Adiós!


  —¡Adiós —repuso el otro, alzando su sombrero alado e inclinándose sobre
  la mano de la damita. Tiró ésta de las riendas a su potro, blandió el
  látigo, y desapareció en la ancha carretera tras una ondulante nube de
  polvo.


  El joven Jefferson Hope se unió a sus compañeros, triste y taciturno.
  Habían recorrido las montañas de Nevada en busca de plata, y volvían
  ahora a Salt Lake City, con el fin de reunir el capital necesario para
  la exploración de un filón descubierto allá arriba. Sus pensamientos,
  puestos hasta entonces, al igual que los del resto de la cuadrilla, en
  el negocio pendiente, no podían ya ser los mismos tras el encuentro
  súbito. La vista de la hermosa muchacha, fresca y sana como las brisas
  de la sierra, había conmovido lo más íntimo de su volcánico e indómito
  corazón. Desaparecida la joven de su presencia, supo que una crisis
  acababa de producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la
  plata, ni cosa alguna, podían compararse en importancia a lo recién
  acontecido. El efecto obrado de súbito en su corazón no era además un
  amor fugaz de adolescente, sino la pasión auténtica que se apodera del
  hombre de férrea voluntad e imperioso carácter. Estaba hecho a triunfar
  en todas las empresas. Se dijo solemnemente que no saldría mal de ésta,
  mientras de algo sirvieran la perseverancia y el tenaz esfuerzo.


  Aquella misma noche se presentó en casa de John Ferrier, y a la
  siguiente y a la otra también, hasta convertirse en visitante asiduo y
  conocido. John, encerrado en el valle y absorbido por el trabajo
  diario, había tenido menguadísimas oportunidades de asomarse al mundo
  en torno durante los últimos doce años. De él le daba noticias
  Jefferson Hope, con palabras que cautivaban a Lucy no menos que a su
  padre. Había sido pionero en California, la loca y legendaria región de
  rápidas fortunas y estrepitosos empobrecimientos; había sido
  explorador, trampero, ranchero, buscador de plata... No existía
  aventura emocionante, en fin, que no hubiera corrido alguna vez
  Jefferson Hope. A poco ganó el afecto del viejo granjero, quien se
  hacía lenguas de sus muchas virtudes. En tales ocasiones Lucy
  permanecía silenciosa, mas podía echarse de ver, por el arrebol de las
  mejillas y el brillar de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta
  de su propio corazón. Quizá escapasen estas y otras señales a los ojos
  del buen viejo, aunque no, desde luego, a los de quien constituía su
  recóndita causa.


  Cierto atardecer de verano el joven llegó a galope por la carretera y
  se detuvo frente al cancel. Lucy estaba en el porche y, al verle, fue
  en dirección suya. El visitante pasó las bridas del caballo por encima
  de la cerca y tomó el camino de la casa.


  —He de marcharme, Lucy —dijo asiéndole entrambas manos, al tiempo que
  la miraba tiernamente a los ojos—. No te pido que vengas ahora conmigo,
  pero ¿lo harás más adelante, cuando esté de vuelta?


  —¿Vas a tardar mucho? —repuso la joven, riendo y encendiéndose toda.


  —No más de dos meses. Vendré entonces por ti, querida. Nadie podrá
  interponerse entre nosotros dos.


  —¿Qué dice mi padre?


  —Ha dado su consentimiento, siempre y cuando me las arregle para poner
  en marcha esas minas. Sobre esto último no debes preocuparte.


  —Oh, bien. Si estáis de acuerdo papá y tú, yo no tengo nada más que
  añadir —susurró ella, la mejilla apoyada en el poderoso pecho del
  aventurero.


  —¡Dios sea alabado! —exclamó éste con ronca voz, e inclinando la
  cabeza, besó a la chica—. El trato puede considerarse zanjado. Cuanto
  más me demore, más difícil va a resultarme iniciar la marcha. Me
  aguardan en el cañón. ¡Adiós, amor, adiós! Dentro de dos meses me verás
  de nuevo.


  Con estas palabras se separó de ella y, habiéndose plantado de un salto
  encima del caballo, picó espuelas a toda prisa sin volver siquiera la
  cabeza, en el temor, quizá, de que una sola mirada a la prenda de su
  corazón le hiciera desistir de su recién concebido proyecto. Permaneció
  Lucy junto al cancel, fija la vista en el jinete hasta desvanecerse
  éste en el horizonte. Después volvió a la casa. En todo Utah no podría
  hallarse chica más feliz.


  - 3 -
  John Ferrier habla con el profeta



  Tres semanas habían transcurrido desde la marcha de Jefferson Hope y
  sus compañeros. Se entristecía el corazón de John Ferrier al pensar que
  pronto volvería el joven, arrebatándole su preciado tesoro. Sin
  embargo, la expresión feliz de la muchacha le reconciliaba mil veces
  más eficazmente con el pacto contraído que el mejor de los argumentos.
  Desde antiguo había determinado en lo hondo de su resuelta voluntad que
  a ningún mormón sería dada jamás la mano de su hija. Semejante unión se
  le figuraba un puro simulacro, un oprobio y una desgracia. Con
  independencia de los sentimientos que la doctrina de los mormones le
  inspiraba en otros terrenos, se mantenía sobre lo último inflexible,
  amén de mudo, ya que por aquellos tiempos las actitudes heterodoxas
  hallaban mal acomodo en la Tierra de los Santos.


  Mal acomodo y terrible peligro... Hasta los más santos entre los santos
  contenían el aliento antes de dar voz a su íntimo parecer en materia de
  religión, no fuera cualquier palabra, o frase mal comprendida, a atraer
  sobre ellos un rápido castigo. Los perseguidos de antaño se habían
  constituido a su vez en porfiados y crudelísimos perseguidores. Ni la
  Inquisición sevillana, ni la tudesca Vehmgericht, ni las sociedades
  secretas de Italia acertaron jamás a levantar maquinaria tan formidable
  como la que tenía atenazado al Estado de Utah.


  La organización resultaba doblemente terrible por sus atributos de
  invisibilidad y misterio. Todo lo veía y podía, y sin embargo escapaba
  al ojo y al oído humanos. Quien se opusiera a la Iglesia, desaparecía
  sin dejar rastro ni razón de sí. Mujer e hijos aguardaban inútilmente
  el retorno del proscrito, cuya voz no volvería a dejarse oír de nuevo,
  ni siquiera en anuncio de la triste sentencia que los sigilosos jueces
  habían pronunciado. Una palabra brusca, un gesto duro, eran castigados
  con la muerte. Ignoto, el poder aciago gravitaba sobre todas las
  existencias. Comprensible era que los hombres vivieran en terror
  perpetuo, sellada la boca y atada la lengua lo mismo en poblado que en
  la más rigurosa de las soledades.


  En un principio sufrieron persecución tan sólo los elementos
  recalcitrantes, aquellos que, habiendo abrazado la fe de los mormones,
  deseaban abandonarla o pervertirla. Pronto, sin embargo, aumentó la
  multitud de las víctimas. Eran cada vez menos las mujeres adultas,
  grave inconveniente para una doctrina que proponía la poligamia.
  Comenzaron a circular extraños rumores sobre emigrantes asesinados y
  salvajes saqueos ocurridos allí donde nunca, anteriormente, había
  llegado el indio. Mujeres desconocidas vinieron a nutrir los serrallos
  de los Ancianos, mujeres que lloraban y languidecían, y llevaban
  impresas en el rostro las señales de un espanto inextinguible. Algunos
  caminantes, rezagados en las montañas, afirmaban haberse cruzado con
  pandillas de hombres armados y enmascarados, en sigilosa y rápida
  peregrinación al amparo de las sombras. Tales historias y rumores
  fueron adquiriendo progresivamente cuerpo y confirmación, hasta
  concretarse en título y expresión definitivos. Incluso ahora, en los
  ranchos aislados del Oeste, el nombre de «La Banda de los Danitas», o
  «Los Ángeles Vengadores», conserva resonancias siniestras.


  El mayor conocimiento de la organización que tan terribles efectos
  obraba, tendió antes a magnificar que a disimular el espanto de las
  gentes. Imposible resultaba saber si una persona determinada pertenecía
  a Los Ángeles Vengadores. Los nombres de quienes tomaban parte en las
  orgías de sangre y violencia perpetradas bajo la bandera de la religión
  eran mantenidos en riguroso secreto. Quizá el amigo que durante el día
  había escuchado ciertas dudas referentes al Profeta y su misión se
  contaba por la noche entre los asaltantes que acudían para dar
  cumplimiento al castigo inmisericorde y mortal. De este modo, cada cual
  desconfiaba de su vecino, recatando para sí sus más íntimos
  sentimientos.


  Una hermosa mañana, cuando estaba a punto de partir hacia sus campos de
  trigo, oyó John Ferrier el golpe seco del pestillo al ser abierto, tras
  de lo cual pudo ver, a través de la ventana, a un hombre ni joven ni
  viejo, robusto y de cabello pajizo, que se aproximaba sendero arriba.
  Le dio un vuelco el corazón, ya que el visitante no era otro que el
  mismísimo Brigham Young. Lleno de inquietud —pues nada bueno presagiaba
  semejante encuentro— Ferrier acudió presuroso a la puerta para recibir
  al jefe mormón. Este último, sin embargo, correspondió fríamente a sus
  solicitaciones, y, con expresión adusta, le siguió hasta el salón.


  —Hermano Ferrier —dijo, tomando asiento y fijando en el granjero la
  mirada a través de las pestañas rubias—, los auténticos creyentes te
  han demostrado siempre bondad. Fuiste salvado por nosotros cuando
  agonizabas de hambre en el desierto, contigo compartimos nuestra
  comida, te condujimos salvo hasta el Valle de los Elegidos, recibiste
  allí una generosa porción de tierra y, bajo nuestra protección, te
  hiciste rico. ¿Es esto que digo cierto?


  —Lo es —repuso John Ferrier.


  —A cambio de tantos favores, no te pedimos sino una cosa: que abrazaras
  la fe verdadera, conformándote a ella en todos sus detalles. Tal
  prometiste hacer, y tal, según se dice, desdeñas hacer.


  —¿Es ello posible? —preguntó Ferrier, extendiendo los brazos en ademán
  de protesta—. ¿No he contribuido al fondo común? ¿No he asistido al
  Templo? ¿No he..?


  —¿Dónde están tus mujeres? —preguntó Young, lanzando una ojeada en
  derredor—. Hazlas pasar para que pueda yo presentarles mis respetos.


  —Cierto es que no he contraído matrimonio —repuso Ferrier—. Pero las
  mujeres eran pocas, y muchos aquellos con más títulos que yo para
  pretenderlas. Además, no he estado solo: he tenido una hija para cuidar
  de mí.


  —De ella, precisamente, quería hablarte —dijo el jefe de los mormones—.
  Se ha convertido, con los años, en la flor de Utah, y ahora mismo goza
  del favor de muchos hombres con preeminencia en esta tierra.


  John Ferrier, en su interior, dejó escapar un gemido.


  —Corren rumores que prefiero desoír, rumores en torno a no sé qué
  compromiso con un gentil. Maledicencias, supongo, de gente ociosa.
  ¿Cuál es la decimotercera regla del código legado a nosotros por Joseph
  Smith, el santo? «Que toda doncella perteneciente a la fe verdadera
  contraiga matrimonio con uno de los elegidos: pues si se uniera a un
  gentil, cometería pecado nefando.» Siendo ello así, no es posible que
  tú, que profesas el credo santo, hayas consentido que tu hija lo
  vulnere.


  Nada repuso John Ferrier, ocupado en juguetear nerviosamente con su
  fusta.


  —Por lo que en torno a ella resuelvas, habrá de medirse la fortaleza de
  tu fe. Tal ha convenido el Sagrado Consejo de los Cuatro. Tu hija es
  joven: no pretendemos que despose a un anciano, ni que se vea privada
  de toda elección. Nosotros los Ancianos poseemos varias novillas, mas
  es fuerza que las posean también nuestros hijos. Stangerson tiene un
  hijo varón, Drebber otro, y ambos recibirían gustosos a tu hija en su
  casa. Dejo a ella la elección... Son jóvenes y ricos, y profesan la fe
  verdadera. ¿Qué contestas?


  Ferrier permaneció silencioso un instante, arrugado el entrecejo.


  —Concédeme un poco de tiempo —dijo al fin—. Mi hija es muy joven, quizá
  demasiado para tomar marido.


  —Cuentas con un plazo de un mes —dijo Young, enderezándose de su
  asiento—. Transcurrido éste, habrá de dar la chica una respuesta.


  Estaba cruzando el umbral cuando se volvió de nuevo, el rostro
  encendido y centelleantes los ojos:


  —¡Guárdate bien, John Ferrier —dijo con voz tonante—, de oponer tu
  débil voluntad a las órdenes de los


  Cuatro Santos, porque en ese caso sentiríais tu hija y tú no yacer,
  reducidos a huesos mondos, en mitad de Sierra Blanco!


  Con un amenazador gesto de la mano soltó el pomo de la puerta, y
  Ferrier pudo oír sus pasos desvaneciéndose pesadamente sobre la grava
  del sendero.


  Estaba todavía en posición sedente, con el codo apoyado en la rodilla e
  incierto sobre cómo exponer el asunto a su hija, cuando una mano suave
  se posó en su hombro y, elevando los ojos, observó a la niña de pie
  junto a él. La sola vista de su pálido y aterrorizado rostro, fue
  bastante a revelarle que había escuchado la conversación.


  —No lo pude evitar —dijo ella, en respuesta a su mirada—. Su voz
  atronaba la casa. Oh, padre, padre mío, ¿qué haremos?


  —No te asustes —contestó éste, atrayéndola hacia sí, y pasando su mano
  grande y fuerte por el cabello castaño de la joven—. Veremos la manera
  de arreglarlo. ¿No se te va ese joven de la cabeza, no es cierto?


  A un sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente estrechada a la del
  padre, se redujo la respuesta de Lucy.


  —No, claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata de un buen
  chico y de un cristiano, mucho más, desde luego, de lo que nunca pueda
  llegar a ser la gente de por aquí, con sus rezos y todos sus sermones.
  Mañana sale una expedición camino de Nevada, y voy a encargarme de que
  le hagan saber el trance en que nos hallamos. Si no me equivoco sobre
  el muchacho, le veremos volver aquí con una velocidad que todavía no ha
  alcanzado el moderno telégrafo.


  Lucy confundió sus lágrimas con la risa que las palabras de su padre le
  producían.


  —Cuando llegue, nos señalará el curso más conveniente. Es usted el que
  me inquieta. Una oye..., oye cosas terribles de quienes se enfrentan al
  Profeta: siempre sufren percances espantosos.


  —Aún no nos hemos opuesto a nadie —repuso el padre—. Tiempo tenemos de
  mirar por nuestra suerte. Disponemos de un mes de plazo; para entonces
  espero que nos hallemos lejos de Utah.


  —¡Lejos de Utah! —Qué remedio...


  —¿Y la granja?


  —Convertiremos en dinero cuanto sea posible, renunciando al resto. Para
  ser sincero, Lucy, no es ésta la primera vez que semejante idea se me
  cruza por la cabeza. No me entusiasma el estar sometido a nadie, menos
  aún al maldito Profeta que tiene postrada a la gente de esta tierra.
  Nací americano y libre, y no entiendo de otra cosa. Quizá sea demasiado
  viejo para mudar de parecer. Si el tipo de marras persiste en merodear
  por mi granja, acaso acabe dándose de bruces con un puñado de postas
  avanzando en sentido contrario.


  —Pero no nos dejarán marchar —objetó la joven.


  —Aguarda a que venga Jefferson y entonces nos las compondremos para
  hacerlo. Entre tanto, querida, sosiégate, y no permitas que se te
  pongan los ojos feos de tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la
  tome el chico conmigo. No hay razón para preocuparse, ni peligro
  ninguno.


  John Ferrier imprimió a estas observaciones un tono de pausada
  confianza, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que advierta la
  joven cómo, llegada la noche, aseguraba con más cuidado del habitual
  las puertas de la casa, al tiempo que limpiaba y nutría de cartuchos la
  oxidada escopeta que hasta entonces había colgado de la pared de su
  dormitorio.


  - 4 -
  La huida



  A la mañana siguiente, después de su entrevista con el Profeta de los
  mormones, acudió John Ferrier a Salt Lake City, donde, tras ponerse en
  contacto con un conocido que había de seguir el camino de Nevada,
  entregó el recado para Jefferson Hope. En él se explicaba al joven lo
  inminente del peligro a que estaban expuestos, y lo necesaria que se
  había hecho su vuelta. Cumplidas estas diligencias, pareció sosegarse
  el anciano y, ya de mejor talante, volvió a su casa.


  Cerca de la granja, observó con sorpresa que a cada uno de los machones
  laterales de la portalada había atado un caballo. La sorpresa fue en
  aumento cuando al entrar en su casa se echó a la cara dos jóvenes,
  cómodamente instalados en el salón. Uno era de faz alongada y pálida, y
  estaba arrellanado en la mecedora, extendidas las piernas y puestos los
  dos pies sobre la estufa. El otro, un mozo de cuello robusto y tosco y
  mal dibujadas facciones, permanecía en pie junto a la ventana. Con las
  manos en los bolsillos, se entretenía silbando un himno entonces muy en
  boga. Ambos saludaron a Ferrier con una ligera inclinación de cabeza,
  después de lo cual dio el de la mecedora inicio a la conversación:


  —Quizá no sepas quiénes somos —dijo—. Este de aquí es hijo del viejo
  Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, uno de tus compañeros de
  peregrinación en el desierto cuando el Señor extendió su mano y se
  dignó recibirte entre los elegidos.


  —Como recibirá a las restantes naciones del mundo en el instante por Él
  previsto —añadió el otro con acento nasal—; lentamente trenza su red el
  Señor, mas los agujeros de ésta son finísimos.


  John Ferrier esbozó un frío saludo. No le cogía de nuevas la identidad
  de sus visitantes.


  —Por indicación de nuestros padres —prosiguió Stangerson—, hemos venido
  a solicitar la mano de tu hija. Vosotros determinaréis a cuál de los
  dos corresponde. Dado que yo tengo tan sólo cuatro mujeres, mientras
  que el hermano Drebber posee siete, me parece que reúno yo más títulos
  para ser el elegido.


  —Ta, ta, hermano Stangerson —repuso aquél—, no se trata de cuántas
  mujeres tengamos, sino del número de ellas que podamos mantener. Mi
  padre me ha traspasado sus molinos, por lo que soy más rico que tú.


  —Pero me aguarda a mí un futuro más holgado —respondió su rival,
  vehementemente—. Cuando el Señor tenga a bien llevarse a mi padre,
  entraré en posesión de su casa de tintes y su tenería. Además, soy
  mayor que tú, y por lo mismo estoy más alto en la jerarquía de la
  Iglesia.


  —A la chica toca decir la última palabra —replicó el joven Drebber,
  mientras sonreía a la propia imagen reflejada en el vidrio de la
  ventana—. Que sea ella quien decida.


  Durante todo el diálogo había permanecido John Ferrier en el umbral
  dándose a los demonios y casi tentado a descargar su fusta sobre las
  espaldas de los visitantes.


  —Un momento —dijo al fin, acercándose a ellos—. Cuando mi hija os
  convoque, podréis venir, pero hasta entonces no quiero ver vuestras
  caras por aquí.


  Los dos jóvenes mormones le dirigieron una mirada de estupefacción. A
  sus ojos, el forcejeo por la mano de la hija suponía un máximo
  homenaje, no menos honroso para ésta que para su padre.


  —Hay dos caminos que conducen fuera de la habitación —gritó Ferrier—,
  la puerta y la ventana. ¿Cuál preferís?


  Su rostro moreno había adquirido una expresión tan salvaje, y las manos
  un tan amenazador ademán, que los dos visitantes saltaron de sus
  asientos, emprendiendo una rápida retirada. El viejo granjero les
  siguió hasta la puerta.


  —Me haréis saber quién de los dos se ha dispuesto que sea el agraciado
  — dijo con sorna.


  —¡Recibirás tu merecido! —chilló Stangerson, lívido de ira—. Has
  desafiado al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Materia tienes de
  arrepentimiento para el resto de tus días.


  —El Señor asentará sobre ti su pesada mano —exclamó a su vez el joven
  Drebber—; ¡por Él serás fulminado!


  —¡Si ha de ser así, comencemos ya! —dijo Ferrier, furioso, y se hubiera
  precipitado escaleras arriba en busca de su escopeta a no sujetarlo
  Lucy por un brazo para impedir los efectos de su furia. Antes de que
  pudiera desasirse, el estrépito de unas uñas de caballo sobre el camino
  medía ya la distancia que habían puesto por medio sus enemigos.


  —¡Mequetrefes hipócritas! —exclamó, enjugándose el sudor de la frente—.
  Prefiero verte en la tumba, niña, antes que esposa de cualquiera de
  ellos.


  —Yo también, padre —repuso ella vehementemente—; pero Jefferson estará
  pronto de vuelta con nosotros.


  —Sí. Poco ha de tardar. Cuanto menos, mejor, pues no sabemos qué otras
  sorpresas nos aguardan.



  Era llegado en verdad el momento de que alguien acudiera, con su
  consejo y ayuda, en auxilio del tenaz anciano y su hija adoptiva. Hasta
  entonces no se había dado aún en la colonia un caso parejo de
  insubordinación y desobediencia a la autoridad de los Ancianos. Si las
  desviaciones menores eran castigada tan severamente, ¡cuál no sería el
  destino de este empecatado rebelde! Ferrier conocía que su riqueza y
  posición no lo eximían del castigo. Otros no menos ricos y conocidos
  que él habían desaparecido de la faz de la tierra, revertiendo sus
  propiedades a manos de la Iglesia. Aunque valeroso, no acertaba a
  reprimir un sentimiento de pánico ante el peligro impreciso y fantasmal
  que le amenazaba. A todo mal conocido se sentía capaz de hacer frente
  con pulso firme, pero la incertidumbre presente encerraba algo de
  terroríficamente paralizador. Recató aun así su miedo a la hija,
  afectando echar a barato lo acontecido, lo que no fue obstáculo, sin
  embargo, para que ella, con la sagacidad que infunde el amor,
  percibiera claramente la preocupación de que era presa el anciano.


  Suponía éste que mediante una señal u otra le haría Young patente el
  disgusto hacia su conducta, y no andaba errado, aunque el anuncio llegó
  de forma inesperada. A la mañana siguiente, al despertarse, encontró
  para su sorpresa un pequeño rectángulo de papel prendido a la colcha, a
  la altura del pecho, y en él escritas con letra enérgica y desmañada
  estas palabras: «Veintinueve días restan para que te enmiendes, y
  entonces...».


  Ese vago peligro que parecía insinuarse tras los puntos suspensivos era
  mucho más temible que cualquier amenaza concreta. Que el mensaje
  hubiera podido llegar a la habitación, sumió a John Ferrier en una casi
  dolorosa perplejidad, ya que los sirvientes dormían en un pabellón
  separado de la casa, y las puertas y ventanas de ésta habían sido
  cerradas a cal y canto. Se deshizo del papel y ocultó lo ocurrido a su
  hija, aunque el incidente no pudo por menos de producirle una mortal
  angustia. Esos veintinueve días representaban sin duda lo sobrante del
  mes concedido por Young. ¿Qué valían la fuerza o el coraje contra un
  enemigo dotado de tan misteriosas facultades? La mano que había
  prendido el alfiler hubiese podido empujarlo hasta el centro de su
  corazón, sin que él llegara nunca a conocer la identidad de quien le
  causaba la muerte.


  Mayor fue aún su conmoción a la mañana siguiente. Se había sentado para
  tomar el desayuno cuando Lucy dejó escapar un gesto de sorpresa al
  tiempo que señalaba el techo de la habitación. En su mitad, en torpes
  caracteres, se leía, escrito probablemente con la negra punta de un
  tizón, el número veintiocho. Nada significaba esta cifra para la hija,
  y Ferrier prefirió no sacarla de su ignorancia. Aquella noche, armado
  de una escopeta, montó guardia alrededor de la casa. No vio ni oyó cosa
  alguna y, sin embargo, al clarear, los largos trazos del número
  veintisiete cruzaban la hoja exterior de la puerta principal.


  De esta guisa fueron transcurriendo los días; tan inevitablemente como
  sucede a la noche la luz de la mañana, mantenían sus invisibles
  enemigos la cuenta del menguante mes de gracia, expuesta siempre en
  algún lugar manifiesto. Ora aparecía el número fatal sobre una pared,
  ora en el suelo, más tarde, quizá, en un pequeño rótulo pegado al
  cancel del jardín o a la baranda. Pese a su permanente actitud de
  vigilancia, no pudo descubrir John Ferrier de dónde procedían estas
  advertencias diarias. Un horror rayano con la superstición llegó a
  poseerlo a la vista de cualquiera de ellas. Crispado y rendido, sus
  ojos adquirieron la expresión turbia de una fiera acorralada. Todas sus
  esperanzas, su única esperanza, se cifraba en el retorno del joven
  cazador de Nevada.


  Los veinte días de franquía se redujeron a quince, éstos a diez y no
  daba aún señales de sí el ausente. Paso a paso fue aproximándose el
  temido término sin que llegaran noticias de fuera. Cada vez que un
  jinete rompía el silencio con el estrépito de su caballo a lo largo del
  camino, o incitaba un carretero a su recua, el viejo granjero se
  precipitaba hacia la puerta, creyendo ya llegado a su auxiliador. Al
  fin, cuando los cinco últimos días dieron paso a los cuatro siguientes,
  y los cuatro a sus sucesivos tres, perdió el ánimo, y con él la
  esperanza en la salvación. Solo, y mal conocedor de las montañas
  circunvecinas, se sentía por completo perdido. En los caminos más
  transitados se había montado un estricto servicio de vigilancia que
  estorbaba el paso a los transeúntes no autorizados por el Consejo.
  Mirara donde mirara, se veía inevitablemente condenado a sufrir el
  castigo que se cernía sobre su cabeza. Con todo, mil veces hubiera
  preferido el anciano la muerte a consentir en lo que por fuerza se le
  antojaba el deshonor de su hija.


  Sobre tales calamidades y los vanos intentos de ponerles remedio,
  reflexionaba una tarde el sedente John Ferrier. Aquella misma mañana
  había sido trazado el número dos sobre la pared de su casa, anuncio de
  la única franquía que, junto a la siguiente, todavía restaba hasta la
  expiración del plazo.


  ¿Qué ocurriría entonces? Mil terribles e imprecisas fantasías
  atormentaban su imaginación. ¿Qué sería de su hija cuando él faltara?
  No ofrecía escape la invisible maraña que alrededor de ellos se había
  trenzado. Derrumbó la cabeza sobre la mesa y se abandonó al llanto ante
  el sentimiento de su propia impotencia.


  Pero ¿qué era eso? Un suave arañazo había turbado el silencio reinante
  — un ruido tenue, aunque claramente perceptible en medio de la quietud
  de la noche—. Procedía de la puerta de la casa. Ferrier se deslizó
  hasta el vestíbulo y aguzó el oído. Hubo una pausa breve y después el
  blando, insidioso sonido volvió a repetirse. Evidentemente, alguien
  estaba golpeando con mucho tiento los cuarterones de la puerta. ¿Quizá
  un nocturno sicario enviado para llevar adelante las órdenes asesinas
  del tribunal secreto? ¿O acaso el agente encargado de grabar el anuncio
  del último día de gracia? Ferrier sintió que una muerte instantánea
  sería preferible a esta azorante incertidumbre que paralizaba su
  corazón. De un salto llegó hasta la puerta y, descorriendo el cerrojo,
  la abrió de par en par.


  Fuera reinaba una absoluta quietud. Estaba despejada la noche, y en lo
  alto se veían parpadear las estrellas. Ante los ojos del granjero se
  extendía el pequeño jardín frontero, ceñido por la cerca y la
  portalada, pero ni en el espacio interior ni en la carretera se echaba
  de ver figura humana alguna. Con un suspiro de alivio oteó Ferrier a
  izquierda y derecha, hasta que, habiendo dirigido por casualidad la
  mirada en dirección a sus pies, observó con asombro que un hombre yacía
  boca abajo sobre el suelo, abiertos en compás los brazos y las piernas.


  Tal sobresalto le produjo la vista del cuerpo, que hubo de recostarse
  sobre la pared con una mano puesta en la garganta para sofocar el grito
  que de ésta pujaba por salir. Su primer pensamiento fue el de dar al
  hombre postrado por herido o muerto, mas, al mirarlo de nuevo, percibió
  cómo, serpenteando con la rapidez y sigilo de un ofidio, se deslizaba
  sobre el suelo hasta penetrar en el vestíbulo. Una vez dentro recuperó
  velozmente la posición erecta, cerró la puerta, y fueron entonces
  dibujándose ante el asombrado granjero las enérgicas facciones y
  decidida expresión de Jefferson Hope.


  —¡Santo Cielo! —dijo jadeante John Ferrier—. ¡Qué susto me has dado!
  ¿Por qué diablos has entrado en casa así?


  —Déme algo de comer —repuso el otro con voz ronca—. Hace cuarenta y
  ocho horas que no me llevo a la boca un trozo de pan o una gota de
  agua.


  Se arrojó sobre la carne fría y el pan que, después de la cena, aún
  restaban en la mesa de su huésped, y dio cuenta de ellos vorazmente.


  —¿Cómo anda de ánimo Lucy? —preguntó una vez satisfecha su hambre.


  —Bien. Desconoce el peligro en que nos hallamos —repuso el padre.


  —Tanto mejor. La casa está vigilada por todas partes. De ahí que me
  arrastrara hasta ella. Los tipos son listos, aunque no lo bastante para
  jugársela a un cazador Washoe.


  John Ferrier se sintió renacer a la llegada de su devoto aliado.
  Asiendo la mano curtida del joven, se la estrechó cordialmente.


  —Me enorgullezco de ti, muchacho —exclamó—. Pocos habrían tenido el
  arrojo de venir a auxiliarnos en este trance.


  —No anda descaminado, a fe mía —repuso el joven cazador—. Le tengo ley,
  pero a ser usted el único en peligro me lo habría pensado dos veces
  antes de meter la mano en este avispero. Lucy me trae aquí, y antes de
  que le sobrevenga algún mal, hay en Utah un Hope para dar por ella la
  vida.


  —¿Qué hemos de hacer?


  —Mañana se acaba el plazo, y a menos que nos pongamos esta misma noche
  en movimiento, estará todo perdido. Tengo una mula y dos caballos
  esperándonos en el Barranco de las Águilas. ¿De cuánto dinero dispone?


  —Dos mil dólares en oro y otros cinco mil en billetes.


  —Es suficiente. Cuento yo con otro tanto. Hemos de alcanzar Carson City
  a través de las montañas. Preciso es que despierte a Lucy. Suerte que
  no duermen aquí los criados...


  En tanto aprestaba Ferrier a su hija para el viaje inminente, Jefferson
  Hope juntó toda la comida que pudo encontrar en un pequeño paquete, al
  tiempo que llenaba de agua un cántaro de barro; como sabía por
  experiencia, los manantiales eran escasos en las montañas y muy
  distantes entre sí. Apenas si había terminado los preparativos cuando
  apareció el granjero con su hija, ya vestida y pertrechada para la
  marcha. El encuentro de los dos enamorados fue caluroso, pero breve,
  pues cada minuto era precioso, y restaba aún mucho por hacer.


  —Salgamos cuanto antes —dijo Jefferson, en un susurro, donde se
  conocía, sin embargo, el tono firme de quien, sabiendo la gravedad de
  un lance, ha preparado su corazón para afrontarlo—. La entrada
  principal y la trasera están guardadas, aunque cabe deslizarse por la
  ventana lateral y seguir después a campo traviesa. Ya en la carretera,
  dos millas tan sólo nos separan del Barranco de las Águilas, en que
  aguardada caballería. Cuando despunte el día estaremos a mitad de
  camino, en plena montaña.


  —¿Y si nos cierran el paso? —preguntó Ferrier.


  Hope dio una palmada a la culata del revólver, que sobresalía tras la
  hebilla de su cinturón.


  —En caso de que fueran demasiados para nosotros..., no dejaríamos este
  mundo sin que antes nos hicieran cortejo dos o tres de ellos —dijo, con
  una sonrisa siniestra.


  Apagadas ya todas las luces del interior de la casa, Ferrier contempló
  desde la ventana, sumida en sombra, los campos que habían sido suyos, y
  de los que ahora iba a partirse para siempre. Era éste, sin embargo, un
  sacrificio al que ya tenía preparado su espíritu, y la consideración
  del honor y felicidad de su hija compensaba con creces el sentimiento
  de la fortuna perdida. Reinaba tal paz en las vastas mieses y en torno
  a los susurrantes árboles, que nadie hubiese acertado a sospechar el
  negro revoloteo de la muerte. Sin embargo, la palidez de rostro y
  rígida expresión del joven cazador indicaban a las claras que en su
  trayecto hasta la casa no habían sido pocos los signos fatales por él
  advertidos.


  John Ferrier llevaba consigo el talego con el oro y los billetes;
  Jefferson Hope, las escasas provisiones y el agua, mientras Lucy, en un
  pequeño atadijo, había hecho acopio de algunas de sus prendas más
  queridas. Tras abrir la ventana con todo el cuidado que las
  circunstancias exigían, aguardaron a que una nube ocultara la faz de la
  luna, aprovechando ese instante para descolgarse, uno a uno, al
  diminuto jardín. Con el aliento retenido y rasantes al suelo, ganaron
  al poco el seto limítrofe, de cuyo abrigo no se separó la comitiva
  hasta llegar a un vano abierto a los campos cultivados. Apenas lo
  habían alcanzado, cuando el joven retuvo a sus acompañantes
  empujándoles de nuevo hacia la sombra, en la que permanecieron
  temblorosos y en silencio.


  Por ventura, la vida en las praderas había dotado a Jefferson Hope de
  un oído de lince. Un segundo después de su repliegue rasgó el aire el
  melancólico y casi inmediato aullido de un búho, contestado al punto
  por otro idéntico, pocos pasos más allá. En ese instante emergió del
  vano la silueta fantasmal de un hombre; repitió éste la lastimera
  señal, y a su conjunto salió de la sombra una segunda figura humana.


  —Mañana a medianoche —dijo el primero, quien parecía ser, de los dos,
  el investido de mayor autoridad—. Cuando el chotacabras grite tres
  veces.


  —Bien —repuso el segundo—. ¿He de pasar el mensaje al Hermano Drebber?
  —Que él lo reciba y tras él los siguientes. ¡Nueve a siete!


  —¡Siete a cinco! —repitió su compañero—. Y ambas siluetas partieron
  rápidas en distintas direcciones. Las palabras finales recataban
  evidentemente una seña y su correspondiente contraseña. Apenas
  desvanecidos en la distancia los pasos de los conspiradores, Jefferson
  Hope se puso en pie y, después de aprestar a sus compañeros a través
  del vano, inició una rápida marcha por mitad de las mieses, sosteniendo
  y casi llevando en vilo a la joven cada vez que ésta sentía flaquear
  sus fuerzas.


  —¡Deprisa, deprisa! —jadeaba de cuando en cuando—. Estamos cruzando la
  línea de centinelas. Todo depende de la velocidad a que avancemos.
  ¡Deprisa, digo!


  Ya en la carretera, cubrieron terreno con mayor presteza. Sólo una vez
  se cruzaron con otro caminante, mas tuvieron ocasión de deslizarse a un
  campo vecino y pasar así inadvertidos. Antes de alcanzar la ciudad, el
  cazador enfiló un sendero lateral y accidentado que conducía a las
  montañas. El desigual perfil de los picos rocosos se insinuó de pronto
  en la noche: el angosto desfiladero que entre ellos se abría no era
  otro que el Barranco de las Águilas, donde permanecían a la espera los
  caballos. Guiado de un instinto infalible, Jefferson Hope siguió su
  rumbo a través de las peñas y a lo largo del lecho seco de un río,
  hasta dar con una retirada quiebra, oculta por rocas. Allí estaban
  amarrados los fieles cuadrúpedos. La muchacha fue instalada sobre la
  mula, y el viejo Ferrier montó, con el talego, en uno de los caballos,
  mientras Jefferson Hope guiaba al restante por el difícil y escabroso
  camino.


  Sólo para quien estuviera hecho a las manifestaciones más extremas de
  la Naturaleza podía resultar aquella ruta llevadera. A uno de los lados
  se elevaba un gigantesco peñasco por encima de los mil metros de
  altura. Negro, hosco y amenazante, erizada la rugosa superficie de
  largas columnas de basalto, sugería su silueta el costillar de un
  antiguo monstruo petrificado. A la otra mano un vasto caos de escoria y
  guijarros enormes impedía de todo punto la marcha. Entre ambas orillas
  discurría la desigual senda, tan angosta a trechos que habían de
  situarse lo viajeros en fila india, y tan accidentado que únicamente a
  un jinete consumado le hubiera resultado posible abrirse en ella
  camino. Sin embargo, pese a todas las fatigas, estaban alegres los
  fugitivos, ya que, a cada paso que daban, era mayor la distancia entre
  ellos y el despotismo terrible de que venían huyendo.


  Pronto se les hizo manifiesto, con todo, que aún permanecían bajo la
  jurisdicción de los Santos. Habían alcanzado lo más abrupto y sombrío
  del desfiladero cuando la joven dejó escapar un grito, a la par que
  señalaba hacia lo alto. Sobre una de las rocas que se asomaban al
  camino, destacándose duramente sobre el fondo, montaba guardia un
  centinela solitario. Descubrió a la comitiva a la vez que era por ella
  visto, y un desafiante y marcial ¡quién vive! resonó en el silencioso
  barranco.


  —Viajeros en dirección a Nevada —dijo Jefferson Hope, con una mano
  puesta sobre el rifle, que colgaba a uno de los lados de su silla.


  Pudieron observar cómo el solitario vigía amartillaba su arma,
  escrutando el hondón con expresión insatisfecha.


  —¿Con la venia de quién? —preguntó.


  —Los Sagrados Cuatro —repuso Ferrier. Su estancia entre los mormones le
  había enseñado que tal era la máxima autoridad a que cabía referirse.


  —Nueve a siete —gritó el centinela.


  —Siete a cinco —contestó rápido Jefferson Hope, recordando la
  contraseña oída en el jardín. —Adelante, y que el Señor sea con
  vosotros — dijo la voz desde arriba—. Más allá de este enclave se
  ensanchaba la ruta, y los caballos pudieron iniciar un ligero trote.
  Mirando hacia atrás, alcanzaron a ver al centinela apoyado sobre su
  fusil, señal de que habían dejado a sus espaldas la posición última de
  los Elegidos y que cabalgaban ya por tierras de libertad.


  - 5 -
  Los ángeles vengadores



  Durante toda la noche trazaron su camino a través de desfiladeros
  intrincados y de senderos irregulares sembrados de rocas. Varias veces
  perdieron el rumbo y otras tantas el íntimo conocimiento que Hope tenía
  de las montañas les permitió recuperarlo. Al rayar el alba, un
  escenario de maravillosa aunque agreste belleza se ofreció a sus ojos.
  Cerrando el contorno todo del espacio se elevaban los altos picos
  coronados de nieve, cabalgados los unos sobre los otros en actitud de
  vigías que escrutan el horizonte. Tan empinadas eran las vertientes
  rocosas a entrambos lados, que los pinos y alerces parecían estar
  suspendidos encima de sus cabezas, como a la espera de un parco soplo
  de aire para caer con violencia sobre los viajeros. Y no era la
  sensación meramente ilusoria, pues se hallaba aquella hoya pelada
  salpicada en toda su extensión por peñas y árboles que hasta allí
  habían llegado de semejante manera. Justo a su paso, una gran roca se
  precipitó de lo alto con un estrépito sordo, que despertó ecos en las
  cañadas silenciosas, e imprimió a los cansinos caballos un galope
  alocado.


  Conforme el sol se levantaba lentamente sobre la línea de oriente, las
  cimas de las grandes montañas fueron encendiéndose una tras otra, al
  igual que los faroles de una verbena, hasta quedar todas rutilantes y
  arreboladas. El espectáculo magnífico alegró los corazones de los tres
  fugitivos y les infundió nuevos ánimos. Detuvieron la marcha junto a un
  torrente que con ímpetu surgía de un barranco y abrevaron a los
  caballos mientras daban rápida cuenta de su desayuno. Lucy y su padre
  habrían prolongado con gusto ese tiempo de tregua, pero Jefferson Hope
  se mostró inflexible.


  —Ya estarán sobre nuestra pista —dijo—. Todo depende de nuestra
  velocidad. Una vez salvos en Carson podremos descansar el resto de
  nuestras vidas.


  Durante el día entero se abrieron camino a través de los desfiladeros,
  habiéndose distanciado al atardecer, según sus cálculos, más de treinta
  millas de sus enemigos. A la noche establecieron el campamento al pie
  de un risco saledizo, medianamente protegido por las rocas del viento
  álgido, y allí, apretados para darse calor, disfrutaron de unas pocas
  horas de sueño. Antes de romper el día, sin embargo, ya estaban en pie,
  prosiguiendo viaje. No habían echado de ver señal alguna de sus
  perseguidores, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se hallaban acaso
  fuera del alcance de la terrible organización en cuya enemistad habían
  incurrido. Ignoraba aún cuán lejos podía llegar su garra de hierro, y
  qué presta estaba ésta a abatirse sobre ellos y aplastarlos.


  Hacia la mitad del segundo día de fuga, su escaso lote de provisiones
  comenzó a agotarse. No inquietó ello, sin embargo, en demasía al
  cazador, pues abundaban las piezas por aquellos parajes, y no una, sino
  muchas veces, se había visto en la precisión de recurrir a su rifle
  para satisfacer las necesidades elementales de la vida. Tras elegir un
  rincón abrigado, juntó unas cuantas ramas secas y produjo una brillante
  hoguera, en la que pudieran encontrar algún confortamiento sus amigos;
  se encontraban a casi cinco mil pies de altura, y el aire era helado y
  cortante. Después de atar los caballos y despedirse de Lucy, se echó el
  rifle sobre la espalda y salió en busca de lo que la suerte quisiera
  dispensarle. Volviendo la cabeza atrás vio al anciano y a la joven
  acurrucados junto al brillante fuego, con las tres caballerías
  recortándose inmóviles sobre el fondo. A continuación, las rocas se
  interpusieron entre el grupo y su mirada.


  Caminó un par de millas de un barranco a otro sin mayor éxito, aunque,
  por las marcas en las cortezas de los árboles, y otros indicios,
  coligió la presencia de numerosos osos en la zona. Al fin, tras dos o
  tres horas de búsqueda infructuosa, y cuando desanimado se disponía a
  dar marcha atrás, vio, echando la vista a lo alto, un espectáculo que
  le hizo estremecer de alegría. En el borde de una roca voladiza, a
  trescientos o cuatrocientos pies sobre su cabeza, afirmaba sobre el
  suelo las pezuñas una criatura de apariencia vagamente semejante a la
  de una cabra, aunque armada de un par de descomunales cuernos. La gran
  astada —por tal se le conocerá probablemente el guarda o vigía de un
  rebaño invisible al cazador; mas por fortuna estaba mirando en
  dirección opuesta a éste y no había advertido su presencia. Puesto de
  bruces, descansó el rifle sobre una roca y enfiló largamente y con
  firme pulso la diana antes de apretar el gatillo. El animal dio un
  respingo, se tambaleó un instante a orillas del precipicio, y se
  desplomó al cabo valle abajo.


  Pesaba en exceso la res para ser llevada a cuestas, de modo que el
  cazador optó por desmembrar una pierna y parte del costado. Con este
  trofeo terciado sobre uno de los hombros se dio prisa a desandar lo
  andado, ya que comenzaba a caer la tarde. Apenas puesto en marcha, sin
  embargo, advirtió que se hallaba en un trance difícil. Llevado de su
  premura había ido mucho más allá de los barrancos conocidos,
  resultándole ahora difícil encontrar el camino de vuelta. El valle
  donde estaba tendía a dividirse y subdividirse en numerosas cañadas,
  tan semejantes que se hacía imposible distinguirlas entre sí. Enfiló
  una por espacio de una milla o más hasta tropezar con un venero de
  montaña que le constaba no haber visto antes. Persuadido de haber
  errado el rumbo, probó otro distinto, mas no con mayor éxito. La noche
  caía rápidamente, y apenas si restaba alguna luz cuando dio por fin con
  un desfiladero de aire familiar. Incluso entonces no fue fácil seguir
  la pista exacta, porque la luna no había ascendido aún y los altos
  riscos, elevándose a una y otra mano, acentuaban aún más la oscuridad.
  Abrumado por su carga, y rendido tras tanto esfuerzo, avanzó a
  trompicones, infundiéndose ánimos con la reflexión de que a cada paso
  que diera se acortaba la distancia entre él y Lucy, y de que habría
  comida bastante para todos durante el resto del viaje.


  Ya se hallaba en el principio mismo del desfiladero en que había dejado
  a sus compañeros. Incluso en la oscuridad acertaba a reconocer la
  silueta de las rocas que los rodeaban. Estarían esperándolo, pensó, con
  impaciencia, pues llevaba casi cinco horas ausente. En su alegría juntó
  las manos, se las llevó á la boca a modo de bocina, y anunció su
  llegada con un fuerte grito, resonante a lo largo de la cañada. Se
  detuvo y esperó la respuesta. Ninguna obtuvo, salvo la de su propia
  voz, que se extendió por las tristes, silenciosas cañadas, hasta
  retornar multiplicada en incontables ecos. De nuevo gritó, incluso más
  alto que la vez anterior, y de nuevo permanecieron mudos los amigos a
  quien había abandonado tan sólo unas horas atrás. Una angustia
  indefinible y sin nombre se apoderó de él, y dejando caer en su
  desvarío la preciosa carga de carne, echó a correr frenéticamente campo
  adelante.


  Al doblar la esquina pudo avistar por entero el lugar preciso en que
  había sido encendida la hoguera. Aún restaba un cúmulo de brasas,
  evidentemente no avivadas desde su partida. El mismo silencio
  impenetrable reinaba en derredor. Con sus aprensiones mudadas en
  certeza prosiguió presuroso la pesquisa. No se veía cosa viviente junto
  a los restos de la hoguera: bestias, hombre, muchacha, habían
  desaparecido. Era evidente que algún súbito y terrible desastre había
  ocurrido durante su ausencia, un desastre que los comprendía a todos,
  sin dejar empero rastro alguno tras de sí.


  Atónito, y como aturdido por el suceso, Jefferson Hope sintió que le
  daba vueltas la cabeza, y hubo de apoyarse en su rifle para no perder
  el equilibrio. Sin embargo, era en esencia hombre de acción, y se
  recobró pronto de su temporal estado de impotencia. Tomando un leño
  medio carbonizado de la ya lánguida hoguera, lo atizó de un soplido
  hasta producir en él una llama, y alumbrándose con su ayuda, procedió
  al examen del pequeño campamento. La tierra estaba toda hollada por
  pezuñas de caballo, señal de que una cuadrilla de jinetes había
  alcanzado a los fugitivos. La dirección de las improntas indicaba
  asimismo que la partida había dirigido de nuevo sus pasos hacia Salt
  Lake City. ¿Quizá con sus dos compañeros? Estaba próximo Jefferson Hope
  a dar por buena esta conjetura, cuando sus ojos cayeron sobre un objeto
  que hizo vibrar hasta en lo más recóndito todos los nervios de su
  cuerpo. Cerca, hacia uno de los límites del campamento, se elevaba un
  montecillo de tierra rojiza, que a buen seguro no había estado allí
  antes. No podía ser sino una fosa recién excavada. Al aproximarse, el
  joven cazador distinguió el perfil de una estaca hincada en el suelo,
  con un papel sujeto a su extremo ahorquillado. En él se leían estas
  breves, aunque elocuentes palabras:


  JOHN FERRIER,


  Vecino de Salt Lake City.


  Murió el 4 de agosto de 1860.


  El valeroso anciano, al que había dejado de ver apenas unas horas
  antes, estaba ya en el otro mundo, y éste era todo su epitafio.
  Desolado, Jefferson Hope miró en derredor, por si hubiera una segunda
  tumba, mas no vio traza de ninguna. Lucy había sido arrebatada por sus
  terribles perseguidores para cumplir su destino original como concubina
  en el harén de uno de los hijos de los Ancianos. Cuando el joven cayó
  en la cuenta de este hecho fatal, que no estaba en su mano remediar,
  deseó de cierto compartir la suerte del viejo granjero y su última y
  silenciosa morada bajo el suelo.


  De nuevo, sin embargo, su espíritu activo le permitió sacudirse el
  letargo a que induce la desesperación. Cuando menos podía consagrar el
  resto de su vida a vengar el agravio. Además de paciencia y
  perseverancia enormes, Jefferson Hope poseía también una peculiar
  aptitud para la venganza, aprendida acaso de los indios entre los que
  se había criado. Mientras permanecía junto al fuego casi extinto,
  comprendió que la única cosa que alcanzaría a acallar su pena habría de
  ser el desquite absoluto, obrado por mano propia contra sus enemigos.
  Su fuerte voluntad e infatigable energía no tendrían, se dijo, otro
  fin. Pálido, ceñudo el rostro, volvió sobre sus pasos hasta donde había
  dejado caer la carne, y, tras reavivar las brasas, asó la suficiente
  para el sustento de algunos días. La envolvió luego y, cansado como
  estaba, emprendió la vuelta a través de las montañas, en pos de los
  Ángeles Vengadores.


  Durante cinco días avanzó, abrumado y con los pies doloridos, por los
  desfiladeros que antes había atravesado a uña de caballo. En la noche
  se dejaba caer entre las rocas, concediendo unas pocas horas al sueño,
  pero primero que rayase el día estaba ya de nuevo en marcha. Al sexto
  día llegó al Cañón de las Águilas, punto de arranque de su desdichada
  fuga. Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar de los Santos.
  Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle, mientras tendía
  fieramente el puño curtido contra la silenciosa ciudad extendida a sus
  pies. Al mirarla con mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles
  principales y otros signos de fiesta. Estaba aún preguntándose a qué se
  debería aquello, cuando atrajo su atención un batir de cascos contra el
  suelo, seguido por la aparición de un jinete que venía de camino.
  Cuando lo tuvo lo bastante cerca pudo reconocer a un mormón llamado
  Cowper, al que había rendido servicios en distintas ocasiones. Por
  tanto, al cruzarse con él, lo abordó con el fin de saber algo sobre el
  paradero de Lucy Ferrier.


  —Soy Jefferson Hope —dijo—. ¿No me reconoce?


  El mormón le dirigió una mirada de no disimulado asombro. Resultaba de
  hecho difícil advertir en aquel caminante harapiento y desgreñado, de
  cara horriblemente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto
  y joven cazador de otras veces. Satisfecho, sin embargo, sobre este
  punto, el hombre mudó la sorpresa en consternación.


  —Es locura que venga por aquí —exclamó—. Por sólo dirigirle la palabra,
  peligra ya mi vida. Está usted proscrito a causa de su participación en
  la fuga de los Ferrier.


  —No temo a los Cuatro Santos ni a su mandamiento —dijo Hope
  vehementemente—. Algo tiene que haber llegado a sus oídos, Cowper. Le
  conjuro por lo que más quiera para que dé contestación a unas pocas
  preguntas. Siempre fuimos amigos. Por Dios, no rehuya responderme.


  —¿De qué se trata? —inquirió nervioso el mormón—. Sea rápido. Hasta las
  rocas tienen oídos, y los árboles ojos.


  —¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?


  —Fue dada ayer por esposa al joven Drebber. ¡Ánimo, hombre, ánimo!
  Parece usted un difunto...


  —No se cuide de mí —repuso Hope con un susurro. Estaba mortalmente
  pálido, y se había dejado caer al pie del peñasco que antes le servía
  de apoyo—. ¿De modo que se ha casado?


  —Justo ayer. No otra cosa conmemoran las banderas que ve ondear en la
  Casa Fundacional. Los jóvenes Drebber y Stangerson anduvieron
  disputándose la posesión del trofeo. Ambos formaban parte de la
  cuadrilla que había rastreado a los fugitivos, y de Stangerson es la
  bala que dio cuenta del padre, lo que parecía concederle alguna
  ventaja; mas al solventarse la cuestión en el Consejo, la facción de
  Drebber llevó la mejor parte, y el profeta puso en manos de éste a la
  chica. A nadie pertenecerá por largo tiempo, sin embargo, ya que ayer
  vi la muerte pintada en su cara. Más semeja un fantasma que una mujer.
  ¿Se marcha usted?


  —Sí —dijo Jefferson Hope, abandonada por fin su posición sedente.
  Parecía cincelado en mármol el rostro del cazador, tan firme y dura se
  había tornado su expresión, en tanto los ojos brillaban con un
  resplandor siniestro.


  —¿A dónde se dirige?


  —No se preocupe —repuso, y terciando el arma sobre un hombro, siguió
  cañada adelante hasta lo más profundo de la montaña, allí donde tienen
  las alimañas su guarida. De todas ellas, era él la más peligrosa; entre
  aquellas fieras, la dotada de mayor fiereza.


  La predicción del mormón se cumplió con macabra exactitud. Bien
  impresionada por la aparatosa muerte de su padre, bien a resultas del
  odioso matrimonio a que se había visto forzada, la pobre Lucy no volvió
  a levantar cabeza, falleciendo, al cabo, tras un mes de creciente
  languidez. Su estúpido marido, que la había desposado sobre todo porque
  apetecía la fortuna de John Ferrier, no mostró gran aflicción por la
  pérdida; pero sus otras mujeres lloraron a la difunta, y velaron su
  cuerpo la noche anterior al sepelio, según es costumbre entre los
  mormones. Estaban agrupadas al alba en derredor del ataúd cuando, para
  su inexpresable sorpresa y terror, la puerta se abrió violentamente y
  un hombre de aspecto salvaje, curtido por la intemperie y cubierto de
  harapos, penetró en la habitación. Sin decir palabra o dirigir una sola
  mirada a las mujeres encogidas de espanto, se dirigió a la silenciosa y
  pálida figura que antes había contenido el alma pura de Lucy Ferrier.
  Inclinándose sobre ella, apretó reverentemente los labios contra la
  fría frente, tras de lo cual, levantando la mano inerte, tomó de uno de
  sus dedos el anillo de desposada.


  —No la enterrarán con esto —gritó con fiereza; y antes de que nadie
  pudiera dar la señal de alarma, desapareció escaleras abajo. Tan
  peregrino y breve fue el episodio que los testigos habrían hallado
  difícil concederle crédito o persuadir de su veracidad a un tercero, a
  no ser por el hecho indudable de que el anillo que distinguía a la
  difunta como novia había desaparecido.


  Durante algunos meses Jefferson Hope permaneció en las montañas,
  llevando una extraña vida salvaje y nutriendo en su corazón la violenta
  sed de venganza que lo poseía. En la ciudad se referían historias sobre
  una fantástica figura que merodeaba por los alrededores y que tenía su
  morada en las solitarias cañadas montañosas. En cierta ocasión, una
  bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a estamparse
  contra la pared a menos de un metro del mormón. Otra vez, cuando pasaba
  Drebber junto a un crestón, se precipitó sobre él una gran peña, que le
  hubiera causado muerte terrible a no tener la presteza de arrojarse de
  bruces hacia un lado. Los dos jóvenes mormones descubrieron pronto la
  causa de estos atentados contra sus vidas y encabezaron varias
  expediciones por las montañas con el propósito de capturar o dar muerte
  a su .enemigo, siempre sin éxito. Entonces decidieron no salir nunca
  solos o después de anochecido, y pusieron guardia a sus casas.
  Transcurrido un tiempo ya no le fue necesario mantener estas medidas,
  pues había desaparecido todo rastro de su oponente, en el que
  terminaron por creer acallado el deseo de venganza.


  Por lo contrario, éste, si cabe, se adueñaba cada vez más del cazador.
  Su espíritu estaba formado de una materia dura e inflexible, habiendo
  hecho hasta tal punto presa en él la idea dominante del desquite, que
  apenas quedaba espacio para otros sentimientos. Aún así era aquel
  hombre, sobre todas las cosas, práctico. Comprendió pronto que ni
  siquiera su constitución de hierro podría resistir la presión constante
  a que la estaba sometiendo. La intemperie y la falta de alimentación
  adecuada principiaban a obrar su efecto. Caso de que muriese como un
  perro en aquellas montañas, ¿qué sería de su venganza? Y había de morir
  de cierto si persistía en el empeño. Sintió que estaba jugando las
  cartas de sus enemigos, de modo que muy a su pesar volvió a las viejas
  minas de Nevada, con ánimo de reponer allí su salud y reunir dinero
  bastante a proseguir sin privaciones su proyecto.


  No entraba en sus propósitos estar ausente arriba de un año, mas una
  combinación de circunstancias imprevistas le retuvo en las minas cerca
  de cinco. Al cabo de éstos, sin embargo, el recuerdo del agravio y su
  afán justiciero no eran menos agudos que en la noche memorable
  transcurrida junto a la tumba de John Ferrier. Disfrazado, y bajo
  nombre supuesto, retornó a Salt Lake City, menos atento a su vida que a
  la obtención de la necesaria justicia. Un trance adverso le aguardaba
  en la ciudad. Se había producido pocos meses antes un cisma en el
  Pueblo Elegido, tras la rebelión contra los Ancianos de algunos jóvenes
  miembros que, separados del cuerpo de la Iglesia, habían dejado Utah
  para convertirse en gentiles. Drebber y Stangerson se contaban entre
  éstos, y nadie conocía su paradero. Corría la especie de que el
  primero, por haber alcanzado a convertir parte de sus bienes en dinero,
  seguía siendo hombre acaudalado, mientras su compañero Stangerson
  nutría el número de los relativamente pobres. Sobre su destino actual
  nadie poseía, sin embargo, la menor noticia.


  Muchos hombres, por grande que fuera el deseo de venganza, habrían
  cejado en su propósito ante tamañas dificultades, pero Jefferson Hope
  no desfalleció un solo instante. Con sus escasos bienes de fortuna, y
  ayudándose con tal o cual modesto empleo, viajó de una ciudad a otra de
  los Estados Unidos en busca de sus enemigos. Fue cediendo cada año
  lugar al siguiente, y se entreveró su negra cabellera de hebras
  blancas, mas no cesó aquel sabueso humano en su pesquisa, atento todo
  al objeto que daba sentido a su vida. Al fin obtuvo tanto ahínco su
  recompensa. Bastó la rápida visión de un rostro al otro lado de una
  ventana para confirmarle que Cleveland, en Ohio, constituía a la sazón
  el refugio de sus dos perseguidos. Nuestro hombre retornó a su pobre
  alojamiento con un plan de venganza concebido en todos sus detalles. El
  azar quiso, sin embargo, que Drebber, sentado junto a la ventana,
  reconociera al vagabundo, en cuyos ojos leyó una determinación
  homicida. Acudió presuroso a un juez de paz, acompañado por Stangerson,
  que se había convertido en su secretario, y explicó el peligro en que
  se hallaban sus vidas, amenazadas, según dijo, por el odio y los celos
  de un antiguo rival. Aquella misma tarde Jefferson Hope fue detenido, y
  no pudiendo pagar la fianza, hubo de permanecer en prisión varias
  semanas. Cuando al fin recobró la libertad halló desierta la casa de
  Drebber, quien, junto a su secretario, había emigrado a Europa.


  Otra vez había sido burlado el vengador, y de nuevo su odio intenso lo
  indujo a proseguir la caza. Andaba escaso de fondos, sin embargo, y
  durante un tiempo, tuvo que volver al trabajo, ahorrando hasta el
  último dólar para el viaje inminente. Al cabo, rehechos sus medios de
  vida, partió para Europa, y allí, de ciudad en ciudad, siguió la pista
  de sus enemigos, oficiando en toda suerte de ocupaciones serviles, sin
  dar nunca alcance a su presa. Llegado a San Petersburgo, resultó que
  aquéllos habían partido a París, y una vez allí se encontró con que
  acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa arribó de nuevo
  con unos días de retraso, ya que habían tomado el camino de Londres,
  donde logró, al fin, atraparlos. Para lo que sigue será mejor confiar
  en el relato del propio cazador, tal como se halla puntualmente
  registrado en el «Diario del Doctor Watson», al que debemos ya
  inestimables servicios.


  - 6 -
  Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina



  La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono
  alguno hacia nosotros, ya que al verse por fin reducido, sonrió de
  manera afable, a la par que expresaba la esperanza de no haber
  lastimado a nadie en la refriega.


  —Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría —dijo a Sherlock
  Holmes—. Tengo el coche a la puerta. Si me desatan las piernas iré
  caminando. Peso ahora considerablemente más que antes.


  Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara
  la propuesta un tanto extemporánea; pero Holmes, cogiendo sin más la
  palabra al prisionero, aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus
  tobillos. Se puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por
  las trazas, de que las tuviera otra vez libres. Recuerdo que pensé,
  según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy pocas ocasiones
  hombre tan fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado por el
  sol, traslucía una determinación y energía no menos formidables que su
  aspecto físico.


  —Si está libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona
  indicada para ocuparla —dijo, mirando a mi compañero de alojamiento con
  una no disimulada admiración—. El modo como ha seguido usted mi pista
  raya en lo asombroso.


  —Será mejor que me acompañen —dijo Holmes a los dos detectives.


  —Yo puedo llevarlos en mi coche —repuso Lestrade.


  —Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también,
  doctor. Se ha tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.


  Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero
  no hizo por emprender la fuga, sino que, tranquilamente, entró en el
  coche que había sido suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade
  se aupó al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos
  condujo a puerto. Se nos dio entrada a una habitación pequeña, donde un
  inspector de policía anotó el nombre de nuestro prisionero, junto con
  el de los dos individuos a quienes la justicia le acusaba de haber
  asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos
  trámites como si fueran de pura rutina.


  —El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana —dijo—.
  Entre tanto, ¿tiene algo que declarar, señor Hope? Le prevengo que
  cuanto diga puede ser utilizado en su contra.


  —Mucho es lo que tengo que decir —repuso, lentamente, nuestro hombre—.
  No quiero guardarme un solo detalle.


  —¿No sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? —preguntó
  el inspector.


  —Es posible que no llegue ese momento —contestó—. Mas no se alteren. No
  me ronda la cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?


  Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de
  formular la última pregunta.


  —Sí —repliqué.


  —Ponga entonces las manos aquí —dijo con una sonrisa, al tiempo que con
  las muñecas esposadas se señalaba el pecho.


  Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y
  como un tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían
  estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se
  ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación
  acerté a oír también un zumbido o bordoneo sordo, procedente de la
  misma fuente.


  —¡Diablos! —exclamé—. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!


  —Así le dicen, según parece —repuso plácidamente—. La semana pasada
  acudí al médico y me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha
  ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno y el
  demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me
  importa poco la muerte, mas no quisiera irme al otro mundo sin dejar en
  claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar
  carnicero.


  El inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas
  cuantas palabras sobre la conveniencia de autorizar semejante relato.


  —¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es inmediato? —inquirió
  el primero.


  —No hay duda —repuse.


  —En tal caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente
  nuestro deber tomar declaración al prisionero —dijo el inspector.


  —Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide,
  quedará aquí consignada.


  —Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento —replicó aquél,
  conformando el acto a las palabras—. Este aneurisma que llevo dentro me
  ocasiona fácilmente fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha
  contribuido a enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte,
  comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en ocultarles la
  verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas. El uso
  que hagan después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.


  Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio
  principio al curioso relato que a continuación les transcribo. Su
  comunicación fue metódica y tranquila, como si correspondiera a hechos
  casi vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto sigue, ya que
  he tenido acceso al libro de Lestrade, en el que fueron anotadas
  puntualmente, y según iba hablando, las palabras del prisionero.


  —No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres —dijo—. Importa
  tan sólo que eran responsables de la muerte de dos seres humanos (un
  padre y una hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho a sus
  propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde la comisión del
  crimen, me resultaba imposible dar prueba fehaciente de su culpabilidad
  ante un tribunal. En torno a ella, sin embargo, no alimentaba la menor
  duda, de modo que determiné convertirme a la vez en juez, jurado y
  ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro modo a ser verdaderamente
  hombres y encontrarse en mi lugar.


  »La chica de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi
  prometida.


  La casaron por la fuerza con ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo
  que llevarla al patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda,
  prometiéndome solemnemente que el culpable no habría de morir sin
  tenerlo ante los ojos, en recordación del crimen en cuyo nombre se le
  castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo durante los años en que
  perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi enemigo y a su
  cómplice. Ellos confiaban en que la fatiga me hiciese cejar en el
  intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo
  haré sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien cumplida.
  Muertos son y por mi mano. Nada ansío ni espero ya.


  »Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil
  seguir su pista. Cuando llegué a Londres apenas si me quedaba un
  penique, y no tuve más remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno
  caballos como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero. Cuanto
  excediera de cierta suma que cada semana había de llevar al patrón, era
  para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque pude ir
  tirando. Me fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que
  pienso el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya tramado el
  hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté,
  una vez localizados los hoteles y estaciones principales, a
  componérmelas no del todo mal.


  »Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos
  caballeros de mis entretelas; mas no descansé hasta dar con ellos. Se
  alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe
  entonces que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba, lo
  que me tornaba irreconocible. Proyectaba seguir sus pasos en espera del
  momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de nuevo.


  »Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se
  encontrasen, andaba yo pisándoles los talones. A veces les seguía en mi
  coche, otras a pie, aunque prefería lo primero, porque entonces no
  podían separarse de mí. De ahí resultó que sólo cobrara las carretas a
  primera hora de la mañana o a última de la noche, principiando a
  endeudarme con mi patrón. Me tenía ello sin cuidado, mientras pudiera
  echarles el guante a mis enemigos.


  »Eran éstos muy astutos, sin embargo. Debieron sospechar que acaso
  alguien seguía su rastro, ya que nunca salían solos o después de
  anochecido. Durante dos semanas no los perdí de vista, y en ningún
  instante se separó el uno del otro. Drebber andaba la mitad del tiempo
  borracho, pero Stangerson no se permitía un segundo de descuido. Los
  vigilaba de claro en claro y de turbio en turbio, sin encontrar sombra
  siquiera de una oportunidad; no incurría, aun así, en el desaliento,
  pues una voz interior me decía que había llegado mi hora. Sólo tenía un
  cuidado: que me estallara esta cosa que llevo dentro del pecho
  demasiado pronto, impidiéndome dar remate a mi tarea.


  »Al fin, una tarde en la que llevaba ya varias veces recorrida en mi
  coche Torquay Terrace —tal nombre distinguía a la calle de la pensión
  donde se alojaban—, observé que un vehículo hacía alto justo delante de
  su puerta. Sacaron de la casa algunos bultos, y poco después Drebber y
  Stangerson, que habían aparecido tras ellos, partieron en el carruaje.
  Incité a mi caballo y no los perdí de vista, aunque me inquietaba la
  idea de que fueran a cambiar otra vez de residencia. Se apearon en
  Euston Station, y yo confié mi montura a un niño mientras los seguía
  hasta los andenes. Oí que preguntaban por el tren de Liverpool y
  también la contestación del vigilante, quien les explicó que ya estaba
  en camino y que habían de aguardar una hora hasta el siguiente.


  »La noticia pareció alterar grandemente a Stangerson y producir cierta
  complacencia en Drebber. Me arrimé a ellos lo bastante para escuchar
  cada una de las palabras que a la sazón se intercambiaban. Drebber dijo
  que le aguardaba un pequeño negocio .y que si el otro tenía a bien
  esperarle, se reuniría con él a no mucho tardar. Su compañero no se
  mostró conforme y recordó su acuerdo de permanecer juntos. Drebber
  repuso que el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo. No pude
  oír la réplica de Stangerson, mas Drebber prorrumpió en improperios,
  diciendo al otro que no era al cabo sino un sirviente a sueldo, sin
  títulos para ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder
  el secretario, tras de lo cual quedó convencido que Drebber se reuniría
  con Stangerson en el hotel Halliday Private, caso de que llegase a
  perder el último tren. El primero aseguró que estaría de vuelta en los
  andenes antes de las once y abandonó la estación.


  »La ocasión que tanto tiempo había aguardado parecía ponerse por fin al
  alcance de la mano. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos podían
  darse protección uno al otro, mas por separado se hallaban a mi merced.
  No me dejé llevar sin embargo de la premura. Mi plan estaba ya
  dibujado. No hay satisfacción en la venganza a menos que el culpable
  encuentre modo de saber de quién es la mano que lo fulmina y cuál la
  causa del castigo. Entraba en mis propósitos que el hombre que me había
  agraviado pudiera comprender que sobre él se proyectaba la sombra de su
  antiguo pecado. Por ventura, el día antes, mientras visitaban unos
  inmuebles en Brixton Road, un sujeto había extraviado la llave de uno
  de ellos en mi coche. Fue reclamada y devuelta aquella misma tarde, no
  antes, sin embargo, de que yo hubiera hecho un molde, y obtenido una
  réplica, de la original. De este modo ganaba acceso a un punto al menos
  de la ciudad donde podía tener la seguridad de obrar sin ser
  interrumpido. Cómo arrastrar a Drebber hasta esa casa era la difícil
  cuestión que ahora se me presentaba.


  »Mi hombre prosiguió calle abajo, entrando en uno o dos bares, y
  demorándose en el último casi media hora. Salió del último dibujando
  eses, bien empapado ya en alcohol. Hizo una seña al simón que había
  justo en frente de mí. Lo seguí tan de cerca que el hocico de mi
  caballo rozaba casi con el codo del conductor. Cruzamos el puente de
  Waterloo y después, interminablemente, otras calles, hasta que para mi
  sorpresa me vi en la explanada misma de donde habíamos partido.
  Ignoraba la razón de ese retorno, pero azucé a mi caballo y me detuve a
  unas cien yardas de la casa. Drebber entró en ella, y el simón siguió
  camino. Denme un vaso de agua, por favor. Tengo la boca seca de tanto
  hablar.


  »Le alcancé el vaso, que apuró al instante.


  »—Así está mejor —dijo—. Bien, llevaba haciendo guardia un cuarto de
  hora, aproximadamente, cuando de pronto me llegó de la casa un ruido de
  gente enzarzada en una pelea. Inmediatamente después se abrió con
  brusquedad la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales era
  Drebber y el otro un joven al que nunca había visto antes. Este tipo
  tenía sujeto a Drebber por el cuello de la chaqueta, y cuando llegaron
  al pie de la escalera le dio un empujón y una patada después que lo
  hizo trastabillar hasta el centro de la calle.


  »—¡Canalla! —exclamó, enarbolando su bastón—. ¡Voy a enseñarte yo a
  ofender a una chica honesta! »Estaba tan excitado que sospecho que
  hubiera molido a Drebber a palos, de no poner el miserable pies en
  polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces mi coche, hizo
  ademán de llamarlo, saltando después a su interior.


  »—Al Holliday´s Private —dijo.


  »Viéndolo ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí que en ese
  instante último pudiera estallar mi aneurisma. Apuré la calle con
  lentitud, mientras reflexionaba sobre el curso a seguir. Podía llevarlo
  sin más a las afueras y allí, en cualquier camino, celebrar mi postrer
  entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando Drebber me brindó
  otra solución. Se había apoderado nuevamente de él el delirio de la
  bebida, y me ordenó que le condujera a una taberna. Ingresó en ella
  tras haberme dicho que aguardara por él. No acabó hasta la hora de
  cierre, y para entonces estaba tan borracho que me supe dueño absoluto
  de la situación.


  »No piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a sangre fría. No
  hubiese vulnerado con ello la más estricta justicia, mas me lo vedaba,
  por así decirlo, el sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado
  no negarle la oportunidad de seguir vivo, siempre y cuando supiera
  aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he desempeñado en América
  se cuenta el de conserje y barrendero en un laboratorio de York
  College. Un día el profesor, hablando de venenos, mostró a los
  estudiantes cierta sustancia, a la que creo recordar que dio el nombre
  de alcaloide, y que había extraído de una flecha inficionada por los
  indios sudamericanos. Tan fuerte era su efecto que un solo gramo
  bastaba a producir la muerte instantánea. Eché el ojo a la botella
  donde guardaba la preparación, y cuando todo el mundo se hubo ido, cogí
  un poco para mí. No se me da mal el oficio de boticario; con el
  alcaloide fabriqué unas píldoras pequeñas y solubles, que después
  coloqué en otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico
  aspecto, mas desprovistas de veneno. Decidí que, llegado el momento,
  esos caballeros extrajeran una de las píldoras, dejándome a mí las
  restantes. El procedimiento era no menos mortífero y, desde luego, más
  sigiloso, que disparar con una pistola a través de un pañuelo. Desde
  entonces nunca me separaba de mi precioso cargamento, al que ahora
  tenía ocasión de dar destino.


  »Más cerca estábamos de la una que de las doce, y la noche era de
  perros, huracanada y metida en agua. Con lo desolado del paisaje
  aledaño contrastaba mi euforia interior, tan intensa que había de
  contenerme para no gritar. Quien quiera de ustedes que haya anhelado
  una cosa, y por espacio de veinte años porfiado en anhelarla, hasta que
  de pronto la ve al alcance de su mano, comprenderá mi estado de ánimo.
  Encendí un cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban las manos
  y latían las sienes de pura excitación. Conforme guiaba el coche pude
  ver al viejo Ferrier y a la dulce Lucy mirándome desde la oscuridad y
  sonriéndome, con la . misma precisión con que les veo ahora a ustedes.
  Durante todo el camino me dieron escolta, cada uno a un lado del
  caballo, hasta la casa de Brixton Road.


  »No se veía un alma ni llegaba al oído el más leve rumor, quitando el
  menudo de la lluvia. Al asomarme a la ventana del carruaje avisté a
  Drebber, que, hecho un lío, se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo
  sacudí por un brazo.


  »—Hemos llegado —dije.


  »—Está bien, cochero —repuso.


  »Supongo que se imaginaba en el hotel cuya dirección me había dado,
  porque descendió dócilmente y me siguió a través del jardín. Hube de
  ponerme a su flanco para tenerle derecho, pues estaba aún un poco
  turbado por el alcohol. Una vez en el umbral, abrí la puerta y
  penetramos en la pieza del frente. Le doy mi palabra de honor que
  durante todo el trayecto padre e hija caminaron juntos delante de
  nosotros.


  »—Está esto oscuro como boca de lobo —dijo, andando a tientas.


  »—Pronto tendremos luz —repuse, al tiempo que encendía una cerilla y la
  aplicaba a una vela que había traído conmigo—. Ahora, Enoch Drebber —
  añadí levantando la candela hasta mi rostro—, intente averiguar quién
  soy yo.


  »Me contempló un instante con sus ojos turbios de borracho, en los que
  una súbita expresión de horror, acompañada de una contracción de toda
  la cara, me dio a entender que en mi hombre se había obrado una
  revelación. Retrocedió vacilante, dando diente con diente y lívido el
  rostro, mientras un sudor frío perlaba su frente. Me apoyé en la puerta
  y lancé una larga y fuerte carcajada. Siempre había sabido que la
  venganza sería dulce, aunque no todo lo maravillosa que ahora me
  parecía.


  »—¡Miserable! —dije—. He estado siguiendo tu pista desde Salt Lake City
  hasta San Petersburgo, sin conseguir apresarte. Por fin han llegado tus
  correrías a término, porque ésta será, para ti o para mí, la última
  noche.


  »Reculó aún más ante semejantes palabras, y pude adivinar, por la
  expresión de su cara, que me creía loco. De hecho, lo fui un instante.
  El pulso me latía en las sienes como a redobles de tambor, y creo que
  habría sufrido un colapso a no ser porque la sangre, manando de la
  nariz, me trajo momentáneo alivio.


  »—¿Qué piensas de Lucy Ferrier ahora? —grité, cerrando la puerta con
  llave y agitando ésta ante sus ojos—. El castigo se ha hecho esperar,
  pero ya se cierne sobre ti.


  »Vi temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por su vida, de no
  saberlo inútil.


  »—¿Va a asesinarme? —balbució.


  »—¿Asesinarte? —repuse—. ¿Se asesina acaso a un perro rabioso? ¿Te
  preocupó semejante cosa cuando separaste a mi pobre Lucy de su padre
  recién muerto para llevarla a tu maldito y repugnante harén?


  »—No fui yo autor de esa muerte —gritó.


  »—Pero sí partiste por medio un corazón inocente —dije, mostrándole la
  caja de las pastillas—. Que el Señor emita su fallo. Toma una y
  trágala. En una habita la muerte, en otra la salvación. Para mí será la
  que tú dejes. Veremos si existe justicia en el mundo o si gobierna a
  éste el azar.


  »Cayó de hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo desenvainé mi
  cuchillo y lo allegué a su garganta hasta que me hubo obedecido. Tragué
  entonces la otra píldora, y durante un minuto o más estuvimos
  mirándonos en silencio, a la espera de cómo se repartía la Suerte.
  ¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su rostro cuando, tras las
  primeras convulsiones, supo que el veneno obraba ya en su organismo?
  Reí al verlo, mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de
  compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el alcaloide actúa
  con rapidez. Un espasmo de dolor contrajo su cara; extendió los brazos,
  dio unos tumbos, y entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente
  sobre el suelo. Le di la vuelta con el pie y puse la mano sobre su
  corazón. No observé que se moviera. ¡Estaba muerto!


  »La sangre había seguido brotando de mi nariz, sin que yo lo
  advirtiera. No sé decirles qué me indujo a dibujar con ella esa
  inscripción. Quizá fuera la malicia de poner a la policía sobre una
  pista falsa, ya que me sentía eufórico y con el ánimo ligero. Recordé
  que en Nueva York había sido hallado el cuerpo de un alemán con la
  palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me hicieron presentes las
  especulaciones de la prensa atribuyendo el hecho a las sociedades
  secretas. Supuse que en Londres no suscitaría el caso menos confusión
  que en Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre, grabé oportunamente
  el nombre sobre uno de los muros. Volví después a mi coche y comprobé
  que seguía la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba hecho algún
  camino cuando, al hundir la mano en el bolsillo en que solía guardar el
  anillo de Lucy, lo eché en falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo
  de los pies, pues no me quedaba de ella otro recuerdo. Pensando que
  acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo de Drebber, volví
  grupas y, tras dejar el coche en una calle lateral, retorné decidido a
  la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al de perder
  el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que justo
  entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar sus sospechas
  fingiéndome mortalmente borracho.


  »De la manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte.


  »Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la
  deuda de John Ferrier. Sabiendo que se alojaba en el Hallidayʼs
  Private, estuve al acecho todo el día, sin avistarlo un instante.
  Imagino que entró en sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era
  astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido. No sé si creyó
  que encerrándose en el hotel me mantenía a raya, mas en tal caso se
  equivocaba. Pronto averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la
  mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que había arrumbadas en
  una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba el día.
  Lo desperté y le dije que había llegado la hora de responder por la
  muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido con
  Drebber, poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En
  vez de aprovechar esa oportunidad que para salvar el pellejo le
  ofrecía, saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia defensa,
  le atravesé el corazón de una cuchillada. De todos modos, estaba
  sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido la providencia que su mano
  culpable eligiese otra píldora que la venenosa.


  »Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos.
  Seguí en el negocio del coche un día más o menos, con la idea de
  ahorrar lo bastante para volver a América. Estaba en las caballerizas
  cuando un rapaz harapiento vino preguntando por un tal Jefferson Hope,
  cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de Baker Street. Acudí a la cita
  sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido: el joven aquí
  presente me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es la
  historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo estimo, señores, que
  soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes
  mismos.


  Tan emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que
  permanecimos en todo instante mudos y pendientes de lo que oíamos.
  Incluso los dos detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto
  se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la historia.
  Cuando ésta hubo terminado se produjeron unos minutos de silencio, roto
  tan sólo por el lápiz de Lestrade al rasgar el papel en que iban
  quedando consignados los últimos detalles de su informe escrito.


  —Sobre un solo punto desearía que se extendiese usted un poco más —
  dijo al fin Sherlock Holmes—. ¿Qué cómplice de usted vino en busca del
  anillo anunciado en la prensa?


  El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.


  —Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí
  su anuncio y pensé que podía ser una trampa, o también la ocasión de
  recuperar el anillo que buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo.
  Admitirá que no lo hizo mal.


  —¡Desde luego!—repuso Holmes con vehemencia.


  —Y ahora, caballeros —observó gravemente el inspector—, ha llegado el
  momento de cumplir lo que la ley estipula. El jueves comparecerá el
  preso ante los magistrados, siendo además necesaria la presencia de
  ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.


  Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos
  guardianes tomaron para sí al prisionero. Mi amigo y yo abandonamos la
  comisaría, cogiendo después un coche en dirección a Baker Street.


  - 7 -
  Conclusión



  Teníamos orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas
  llegada esa fecha fue ya inútil todo testimonio. Un juez más alto se
  había hecho cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un tribunal
  donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta justicia. La misma
  noche de la captura hizo crisis su aneurisma, y a la mañana siguiente
  fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había
  impresa una sonrisa de placidez, como la de quien, volviendo la cabeza
  atrás, contempla en el último instante una vida útil o un trabajo bien
  hecho.


  —Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos —observó
  Holmes cuando a la tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.


  —Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad? —No veo que
  interviniesen grandemente en su captura —repuso.


  —Poco importa que una cosa se haga —replicó mi compañero con amargura—.
  La cuestión está en hacer creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas
  vaya lo uno por lo otro —añadió poco después, ya de mejor humor—. No me
  habría perdido la investigación por nada del mundo. No alcanzo a
  recordar caso mejor que éste. Aun siendo simple, encerraba puntos
  sumamente instructivos.


  —¡Simple! —exclamé.


  —Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo
  —dijo Sherlock Holmes, regocijado de mi sorpresa—. La prueba de su
  intrínseca simpleza está en que, sin otra ayuda que unas pocas
  deducciones en verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en
  menos de tres días.


  —Cierto —dije.


  —Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo
  extraordinario constituye antes que un estorbo, una fuente de indicios.
  La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan
  útil como sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos
  recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se echa en olvido la
  posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el
  pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento
  analítico.


  —Confieso —afirmé— que no consigo comprenderle del todo.


  —No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras.
  Casi todo el mundo, ante una sucesión de hechos, acertará a colegir qué
  se sigue de ellos... Los distintos acontecimientos son percibidos por
  la inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un resultado. A
  partir de éste, sin embargo, pocas gentes saben recorrer el camino
  contrario, es decir, el de los pasos cuya sucesión condujo al punto
  final. A semejante virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o
  analíticamente.


  —Comprendo.


  —Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado,
  restando todo lo otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas
  fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio... Como usted
  sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de
  todo supuesto o impresión precisa. Comencé, según era natural, por
  inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las
  marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse
  llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no
  particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los
  caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que
  las del carruaje ordinario.


  Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero,
  cuyo suelo arcilloso resultó ser especialmente propicio para el examen
  de huellas. Sin duda no vio usted sino una simple franja de barro
  pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca transmitía un mensaje
  pleno de contenido. Ninguna de las ramas de la ciencia detectivesca es
  tan principal ni recibe tan mínima atención como ésta de seguir un
  rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta, y un largo
  adiestramiento ha concluido por convertir para mí esta sabiduría en
  segunda naturaleza. Reparé en las pesadas huellas del policía, pero
  también en las dejadas por los dos hombres que antes habían cruzado el
  jardín. Que eran las segundas más tempranas, quedaba palmariamente
  confirmado por el hecho de que a veces desaparecían casi del todo bajo
  las marcas de las primeras. Así arribé a mi segunda conclusión,
  consistente en que subía a dos el número de los visitantes nocturnos,
  de los cuales uno, a juzgar por la distancia entre pisada y pisada, era
  de altura más que notable, y algo petimetre el otro, según se echaba de
  ver por las menudas y elegantes improntas que sus botas habían
  producido.


  Al entrar en la casa obtuve confirmación de la última inferencia. El
  hombre de las lindas botas yacía delante de mí. Al alto, pues, procedía
  imputar el asesinato, en caso de que éste hubiera tenido lugar. No se
  veía herida alguna en el cuerpo del muerto, mas la agitada expresión de
  su rostro declaraba transparentemente que no había llegado ignaro a su
  fin. Quienes perecen víctimas de un ataque al corazón, o por otra causa
  natural y súbita, jamás muestran esa apariencia desencajada. Tras
  aplicar la nariz a los labios del difunto, detecté un ligero olor acre,
  y deduje que aquel hombre había muerto por la obligada ingestión de
  veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no habría quedado
  impreso en su cara tal gesto de odio y miedo. Por el método de
  exclusión, me vi, pues, abocado a la única hipótesis que autorizaban
  los hechos. No crea usted que era aquélla en exceso peregrina. La
  administración de un veneno por la fuerza figura no infrecuentemente en
  los anales del crimen. Los casos de Dolsky en Odesa, y el de Leturier
  en Montpellier, acudirían de inmediato a la memoria de cualquier
  toxicólogo.


  A continuación se suscitaba la gran pregunta del porqué. La rapiña
  quedaba excluida, ya que no se echaba ningún objeto en falta. ¿Qué
  había entonces de por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la
  cuestión que entonces me inquietaba. Desde el principio me incliné por
  lo segundo. Los asesinos políticos se dan grandísima prisa a escapar
  una vez perpetrada la muerte. Ésta, sin embargo, había sido cometida
  con flema notable, y las mil huellas dejadas por su amor a lo largo y
  ancho de la habitación declaraban una estancia dilatada en el escenario
  del crimen. Sólo un agravio personal, no político, acertaba a explicar
  tan sistemático acto de venganza. Cuando fue descubierta la inscripción
  en la pared, me confirmé aún más en mis sospechas. Se trataba,
  evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo del anillo zanjó la
  cuestión. Era claro que el asesino lo había usado para atraer a su
  víctima el recuerdo de una mujer muerta o ausente. Justo entonces
  pregunté a Gregson si en el telegrama enviado a Cleveland se inquiría
  también por cuanto hubiera de peculiar en el pasado de Drebber. Fue su
  contestación, lo recordará usted, negativa.


  Después procedí a un examen detenido de la habitación, en el curso del
  cual di por buena mi primera estimación de la altura del asesino, y
  obtuve los datos referentes al cigarro de Trichonopoly y a la largura
  de sus uñas. Había llegado ya a la conclusión de que, dada la ausencia
  de señales de lucha, la sangre que salpicaba el suelo no podía proceder
  sino de las narices del asesino, presa seguramente de una gran
  excitación. Observé que el rastro de la sangre coincidía con el de sus
  pasos. Es muy difícil que un hombre, a menos que posea gran vigor,
  pueda fundir, impulsado de la sola emoción, semejante cantidad de
  sangre, así que aventuré la opinión de que era el criminal un tipo
  robusto y de faz congestionada. Los hechos han demostrado que iba por
  buen camino.


  Tras abandonar la casa hice lo que Gregson había dejado de hacer. Envié
  un telegrama al jefe de policía de Cleveland, donde me limitaba a
  requerir cuantos detalles se relacionasen con el matrimonio de Enoch
  Drebber. La respuesta fue concluyente. Declaraba que Drebber había
  solicitado ya la protección de la ley contra un viejo rival amoroso, un
  tal Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba a la sazón en Europa.
  Supe entonces que tenía la clave del misterio en mi mano y que no
  restaba sino atrapar al asesino.


  Tenía ya decidido que el hombre que había entrado en la casa con
  Drebber y el conductor del carruaje eran uno y el mismo individuo. Se
  apreciaban en la carretera huellas que sólo un caballo sin gobierno
  puede producir. ¿Dónde iba a estar el cochero sino en el interior del
  edificio? Además, vulneraba toda lógica el que un hombre cometiera
  deliberadamente un crimen ante los ojos, digamos, de una tercera
  persona, un testigo que no tenía por qué guardar silencio. Por último,
  para un hombre que quisiera rastrear a otro a través de Londres, el
  oficio de cochero parecía sin duda el más adecuado. Todas estas
  consideraciones me condujeron irresistiblemente a la conclusión de que
  Jefferson Hope debía contarse entre los aurigas de la metrópoli.


  Si tal había sido, era razonable además que lo siguiera siendo. Desde
  su punto de vista, cualquier cambio súbito sólo podía atraer hacia su
  persona una atención inoportuna. Probablemente, durante cierto tiempo
  al menos, persistiría en su oficio de cochero. Nada argüía tampoco que
  lo fuera a hacer bajo nombre supuesto. ¿Por qué mudar de nombre en un
  país donde era desconocido? Organicé, por tanto, mi cuadrilla de
  detectives vagabundos, ordenándoles acudir a todas las casas de coches
  de alquiler hasta que dieran con el hombre al que buscaba. Qué bien
  cumplieron el encargo y qué prisa me di a sacar partido de ello, son
  cosas que aún deben estar frescas en su memoria. El asesinato de
  Stangerson nos cogió enteramente por sorpresa, mas en ningún caso
  hubiésemos podido impedirlo. Gracias a él, ya lo sabe, me hice con las
  píldoras, cuya existencia había previamente conjeturado. Vea cómo se
  ordena toda la peripecia según una cadena de secuencias lógicas, en las
  que no existe un solo punto débil o de quiebra.


  —¡Magnífico! —exclamé—. Sus méritos debieran ser públicamente
  reconocidos. Sería bueno que sacase a la luz una relación del caso. Si
  no lo hace usted, lo haré yo.


  —Haga, doctor, lo que le venga en gana —repuso—. Y ahora, ¡eche una
  mirada a esto! —agregó entregándome un periódico.


  Era el Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba mi atención
  aludía al caso de autos.


  «El público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso con la súbita
  muerte de un tal Hope, autor presunto del asesinato del señor Enoch
  Drebber y Joseph Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para
  alcanzar un conocimiento preciso de lo acontecido, se nos asegura de
  fuente fiable que el crimen fue efecto de un antiguo y romántico
  pleito, al que no son ajenos ni el mormonismo ni el amor. Parece que
  las dos víctimas habían pertenecido de jóvenes a los Santos del último
  Día, procediendo también Hope, el prisionero fallecido, de Salt Lake
  City. El caso habrá servido, cuando menos, para demostrar
  espectacularmente la eficacia de nuestras fuerzas policiales y para
  instruir a los extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus
  diferencias en su lugar de origen y no en territorio británico. Es un
  secreto a voces que el mérito de esta acción policial corresponde por
  entero a los señores Lestrade y Gregson, los dos famosos oficiales de
  Scotland Yard. El criminal fue capturado, según parece, en el domicilio
  de un tal Sherlock Holmes, un detective aficionado que ha dado ya
  ciertas pruebas de talento en este menester, talento que acaso se vea
  estimulado por el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar que,
  en prueba del debido reconocimiento a sus servicios, se celebre un
  homenaje en honor de los dos oficiales.»


  —¿No se lo dije desde el comienzo? —exclamó Sherlock Holmes, con una
  carcajada—. He aquí lo que hemos conseguido con nuestro Estudio en
  Escarlata: ¡Procurar a esos dos botarates un homenaje!


  —Pierda cuidado —repuse—. He registrado todos los hechos en mi diario,
  y el público tendrá constancia de ellos. Entre tanto, habrá usted de
  conformarse con la constancia del éxito, al igual que aquel avaro
  romano:


  Populus me sibilat, at mihi plaudo.


  Ipse domi simul ac nummos contemplar in arca.


  (lat. El pueblo me abuchea, pero yo me aplaudo en mi casa mientras
  contemplo el dinero en mi arca.)











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