(Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y
oficial retirado del Cuerpo de Sanidad)
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Mr. Sherlock Holmes
En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la
Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que
son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos
allí mis estudios, fui puntualmente destinado el 5.0 de Fusileros de
Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba
por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a
él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay
me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían
traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo.
Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida
situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía
por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo
servicio.
La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y
calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de
Berkshire, con las que estuve de servicio durante el desastre de
Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió el hombro,
haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia.
Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor
y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre
una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas.
Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad a causa de las
muchas fatigas sufridas, fui trasladado, junto a un nutrido convoy de
maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de
Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna
que otra vuelta por las salas, y orearme de tiempo en tiempo en la
terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones
indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto
al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan
extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin
más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte
militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la
salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un
gobierno paternal, para probar a remediarla.
No tenía en Inglaterra parientes ni amigos, y era, por tanto, libre
como una alondra —es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso
diario de once chelines y medio—. Hallándome en semejante coyuntura
gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de
manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio.
Permanecí durante algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes
mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que
tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición
recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto
caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir
adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical
cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por
hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar
menos caro y pretencioso.
No había pasado un día desde semejante decisión, cuando, hallándome en
el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar
media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo
practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la
jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre
solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que
se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su
parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité
a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de
caballos..
—Pero ¿qué ha sido de usted, Watson? —me preguntó sin embozar su
sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las
pobladas calles de Londres—. Está delgado como un arenque y más negro
que una nuez.
Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido
cuando llegamos a destino.
—¡Pobre de usted! —dijo en tono conmiserativo al escuchar mis
penalidades—. ¿Y qué proyectos tiene?
—Busco alojamiento —repuse—. Quiero ver si me las arreglo para vivir a
un precio razonable.
—Cosa extraña —comentó mi compañero—, es usted la segunda persona que
ha empleado esas palabras en el día de hoy.
—¿Y quién fue la primera? —pregunté.
—Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el
hospital.
Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir
ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si
bien de precio demasiado abultado para su bolsillo.
—¡Demonio! —exclamé—, si realmente está dispuesto a dividir el gasto y
las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un
compañero antes que vivir solo.
El joven Stamford, el vaso en la mano, me miró de forma un tanto
extraña.
—No conoce todavía a Sherlock Holmes —dijo—, podría llegar a la
conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le
gustaría tener siempre por vecino.
—¿Sí? ¿Qué habla en contra suya?
—Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata
de un hombre de ideas un tanto peculiares..., un entusiasta de algunas
ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona.
—Naturalmente sigue la carrera médica —inquirí.
—No... Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y
es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido
sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio
rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de
una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían
atónitos no pocos de sus profesores.
—¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos?
—No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque
puede resultar comunicativo cuando está en vena.
—Me gustaría conocerle —dije—. Si he de partir la vivienda con alguien,
prefiero que sea persona tranquila y consagrada al estudio. No me
siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva
agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente
para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este
amigo de usted?
—Ha de hallarse con seguridad en el laboratorio —repuso mi compañero—.
O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no
dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después
del almuerzo.
—Desde luego —contesté, y la conversación tiró por otros derroteros.
Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió
algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse
en mi futuro coinquilino.
—Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él —dijo—, nuestro trato
se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha
sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de
toda responsabilidad.
—Si no congeniamos bastará que cada cual siga su camino —repuse—. Me da
la sensación, Stamford — añadí mirando fijamente a mi compañero—, de
que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio.
¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin
reparos.
—No es cosa sencilla expresar lo inexpresable —repuso riendo—. Holmes
posee un carácter demasiado científico para mi gusto..., un carácter
que raya en la frigidez. Me lo figuro ofreciendo a un amigo un pellizco
del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la
pura curiosidad de investigar a la menuda sus efectos. Y si he de
hacerle justicia, añadiré que en mi opinión lo engulliría él mismo con
igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el
conocimiento detallado y preciso.
—Encomiable actitud.
—Y a veces extremosa... Cuando le induce a aporrear con un bastón los
cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está
revistiendo acaso una forma en exceso peculiar.
—¡Aporrear los cadáveres!
—Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un
cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos.
—¿Y dice usted que no estudia medicina?
—No. Sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones... Pero ya
hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje.
Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña
puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital.
Siéndome el terreno familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario
por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de
paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un
corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados,
conduciendo al laboratorio de química.
Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se
alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el
suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de
retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y
ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario
estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa
apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en
pie dejó oír una exclamación de júbilo.
—¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! —gritó a mi acompañante mientras corría
hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano—. He hallado un
reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella.
El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más
intenso en aquel rostro.
—Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes —anunció Stamford a modo de
presentación.
—Encantado —dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una
fuerza que su aspecto casi desmentía—. Por lo que veo, ha estado usted
en tierras afganas.
—¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? —pregunté, lleno de asombro.
—No tiene importancia —repuso él riendo por lo bajo—. Volvamos a la
hemoglobina. ¿Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento?
—Interesante desde un punto de vista químico —contesté—, pero, en
cuanto a su aplicación práctica...
—Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medina
Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos
proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre.
¡Venga usted a verlo!
Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta,
arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus
experimentos.
—Hagámonos con un poco de sangre fresca —dijo, clavándose en el dedo
una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota
manada de la herida.
—Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede
usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua
pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me
cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la
reacción característica.
Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales
blancos, agregando luego algunas gotas de cierto líquido transparente.
En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se
posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco.
—¡Ajá! —exclamó, dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos
nuevos—. ¿Qué me dice ahora?
—Fino experimento —repuse.
—¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba
muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos
de sangre... Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de
unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que
actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más
temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle hubieran pagado
tiempo atrás las penas a que sus crímenes les hacen acreedoras.
—Caramba... —murmuré.
—Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces
un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido
éste; se someten a examen sus trajes y ropa blanca: aparecen unas
manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de
fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto,
y ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura.
Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino
despejado en lo venidero.
Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a
la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante
suyo se hallase congregada una imaginaria multitud.
—Merece usted que se le felicite —apunté, no poco sorprendido de su
entusiasmo.
—¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff, en Frankfort? De
haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en
derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del
célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier, o de Samson el de Nueva
Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la
prueba hubiera sido decisiva.
—Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales —apuntó
Stamford con una carcajada—. ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo
«Noticiario policíaco de tiempos pasados».
—No sería ningún disparate —repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito
de parche sobre el pinchazo—. He de andar con tiento —prosiguió
mientras se volvía sonriente hacia mí—, porque manejo venenos con mucha
frecuencia.
Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía
moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos
fuertes.
—Hemos venido a tratar un negocio —dijo Stamford tomando asiento en un
elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie—.
Este señor anda buscando dónde cobijarse, y como se lamentaba usted de
no encontrar nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he
creído buena la idea de reunirlos a los dos.
A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda
conmigo.
—Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street —dijo—, que
nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco
fuerte.
—No gasto otro —repuse.
—Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas
y de vez en cuanto realizo algún experimento. ¿Le importa?
—En absoluto.
—Veamos..., cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me
pongo melancólico y no despego los labios durante días. No lo atribuya
usted nunca a mal humor o resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire
y verá qué pronto me enderezo. En fin, ¿qué tiene usted a su vez que
confesarme? Es aconsejable que dos individuos estén impuestos sobre sus
peores aspectos antes de que se decidan a vivir juntos.
Me hizo reír semejante interrogatorio.
—Soy dueño de un cachorrito —dije—, y desapruebo los estrépitos porque
mis nervios están destrozados... y me levanto a las horas más
inesperadas y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra
serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados
ocupan a la sazón un lugar preeminente.
—¿Entra para usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? —me
preguntó muy alarmado.
—Según quién lo toque —repuse—. Un violín bien tratado es un regalo de
los dioses, un violín en manos poco diestras...
—Magnífico —concluyó con una risa alegre—. Creo que puede considerarse
el trato zanjado..., siempre y cuando dé usted el visto bueno a las
habitaciones.
—¿Cuándo podemos visitarlas?
—Venga usted a recogerme mañana a mediodía; saldremos después juntos y
quedará todo arreglado.
—De acuerdo, a las doce en punto —repuse estrechándole la mano.
Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos
caminando hacia el hotel.
—Por cierto —pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a
Stamford—, ¿cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de
Afganistán?
Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa.
—He ahí una peculiaridad de nuestro hombre —dijo—. Es mucha la gente a
la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas.
—¡Caramba! ¿Se trata de un misterio? —exclamé frotándome las manos—.
Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su
presentación... Como reza el dicho, «no hay objeto de estudio más digno
del hombre que el hombre mismo».
—Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo —dijo Stamford a
modo de despedida—. Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como acaba
sabiendo él mucho más de usted, que usted de él ... Adiós.
—Adiós —repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco
intrigado por el individuo que acababa de conocer.
- 2 -
La ciencia de la deducción
Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las
habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión
durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y
una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales
por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos
pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre
los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones,
tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis
pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes
hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje
compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos
entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor
posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al
paisaje circundante e ir echando raíces nuevas.
No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus
maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían
las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al
levantarme yo por la mañana, había tomado ya el desayuno y enfilado la
calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de
química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a
largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la
ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de
desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad
fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días,
permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover
apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En
tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión
perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y limpieza de su
vida toda, me habría atrevido a imputar al efecto de algún narcótico.
Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su
proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más
patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran a
propósito para llamar la atención del más casual observador. En altura
andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la
delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos
eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he
aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza
y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en
su dueño a un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían
siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin
embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de
ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de
física.
Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido impenitente en
vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de la
solicitud impertinente con que procuraba yo vencer la reserva en que se
hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime sin
embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin
objeto era entonces mi vida, y qué pocas cosas a la sazón podían
animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo
extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio
exterior, faltándome, los demás, amigos con quienes endulzar la
monotonía de mi rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí
casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así
como la oportunidad de matar el tiempo probando a desvelarlo.
No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta,
había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco
parecía empeñado en suerte alguna de estudio que pudiera auparle hasta
un título científico, o abrirle otra cualquiera de las reconocidas
puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo, el celo
puesto en determinadas labores era notable, y sus conocimientos,
excéntricamente circunscritos a determinados campos, tan amplios y
escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas.
Imposible resultaba que un trabajo denodado y una información en tal
grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco
sistemático no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados
en el curso de sus lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos
menudos a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo así.
Si sabía un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de
todo el mundo conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y
política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo
a colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor
inocencia, quién era aquél y lo que había hecho. Mi estupefacción llegó
sin embargo a su cenit cuando descubrí por casualidad que ignoraba la
teoría copernicana y la composición del sistema solar. El que un hombre
civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira en
torno al sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si
podía darle crédito.
—Parece usted sorprendido —dijo sonriendo ante mi expresión de
asombro—. Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible
por olvidarlo.
—¡Olvidarlo!
—Entiéndame —explicó—, considero que el cerebro de cada cual es como
una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra
elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que
el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el
mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que
resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo
cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de
herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán
abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el
suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o
capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada
nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos.
Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos
inútiles no arrebaten espacio a los útiles.
—¡Sí, pero el sistema solar..! —protesté.
—¿Y qué se me da a mí el sistema solar? —interrumpió ya impacientado—:
dice usted que giramos en torno al sol... Que lo hiciéramos alrededor
de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago.
Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un
no sé qué en su actitud me dio a entender que semejante pregunta no
sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de
nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había
mencionado su propósito de no entrometerse en conocimiento alguno que
no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que atesoraba le
reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeraré mentalmente los
distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente
bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito.
No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su
extensión. Decía así:
«Sherlock Holmes; sus límites.
Conocimientos de Literatura: ninguno.
Conocimientos de Filosofía: ninguno.
Conocimientos de Astronomía: ninguno.
Conocimientos de Política: escasos.
Conocimientos de Botánica: desiguales. Al día en lo atañadero a la
belladona, el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la
jardinería.
Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada
distingue un suelo geoló gico de otro. Después de un paseo me ha
enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme,
por la consistencia y color de la tierra, a qué parte de Londres
correspondía cada una.
Conocimientos de Química: profundos.
Conocimientos de Anatomía: exactos, pero poco sistemáticos.
Conocimientos de literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer
todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo.
Toca bien el violín.
Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada.
Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa.»
Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. «Si para
adivinar lo que este tipo se propone – –me dije— he de buscar qué
profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo ya
darme por vencido.»
Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era
ésta notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que
podía ejecutar piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra,
ya que a petición mía había reproducido las notas de algunos lieder de
Mendelssohn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba
llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento
música o aires reconocibles. Recostado en su butaca durante toda una
tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del
violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran
las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre.
Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos
del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no
más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no
hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes
la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas
favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido
oír.
Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por
nuestro habitáculo, cuando empecé a sospechar en mi compañero una
orfandad de amistades pareja a la mía. Pero, según pude descubrir a
continuación, no sólo era ello falso, sino que además los contactos de
Holmes se distribuían entre las más dispersas cajas de la sociedad.
Existía, por ejemplo, un hombrecillo de ratonil aspecto, pálido y
ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a
casa en no menos de tres o cuatro ocasiones a lo largo de una semana.
Otra mañana una joven elegantemente vestida fue nuestro huésped durante
más de media hora. A la joven sucedió por la noche un tipo harapiento y
de cabeza cana —la clásica estampa del buhonero judío—, que parecía
hallarse sobre ascuas y que a su vez dejó paso a una raída y provetta
señora. Un día estuvo mi compañero departiendo con cierto caballero
anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de
cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros
de esta abigarrada comunidad hacía acto de presencia, solía Holmes
suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi
dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante
modo me causaba. —Tengo que utilizar esta habitación como oficina
—decía—, y la gente que entra en ella constituye mi clientela—. ¡Qué
mejor momento para interrogarle a quemarropa! Sin embargo, me vi
siempre sujeto por el recato de no querer forzar la confidencia ajena.
Imagina que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de su
vida, cosa que pronto me desmintió él mismo yendo derecho al asunto sin
el menor requerimiento por mi parte.
Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome
levantado antes que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún
inconcluso desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco
madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni el café dispuesto.
Con la característica y nada razonable petulancia del común de los
mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba
mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraer
con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio su
tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en
rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención.
Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE
LA VIDA, y a ellas seguía una demostración de las innumerables cosas
que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a examen
preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese
testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcolanza de agudeza y
disparate. A sólidas y apretadas razones sucedían inferencias en exceso
audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder adentrarse, guiado de
señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de un músculo, o
la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro
hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables
delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que
éste dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan
sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado en las rutas
por donde se llega de los principios a las conclusiones, habría por
fuerza de creerse en presencia de un auténtico nigromante.
—A partir de una gota de agua —decía el autor—, cabría al lógico
establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas
cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido
jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya
naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A
semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis
exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo
vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la
perfección máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de
poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto
que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas
elementales. Por ejemplo, cómo apenas divisada una persona cualquiera,
resulta hacedero inferir su historia completa, así como su oficio o
profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la capacidad
de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo como
encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su
chaqueta, sus botas, la rodillera de los pantalones, la callosidad de
los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa,
todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde
claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes
elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre
el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible.
—¡Valiente sarta de sandeces! —grité, dejando el periódico sobre la
mesa con un golpe seco—. Jamás había leído en mi vida tanto disparate.
—¿De qué se trata? —preguntó Sherlock Holmes.
—De ese artículo —dije, apuntando hacia él con mi cucharilla mientras
me sentaba para dar cuenta de mi desayuno—. Veo que lo ha leído, ya que
está subrayado por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me
subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos divagadores
de profesión a los que entusiasma elucubrar preciosas paradojas en la
soledad de sus despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el
metro, en un vagón de tercera clase, frente por frente de los
pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones de cada
uno! Apostaría uno a mil en contra suya.
—Perdería usted su dinero —repuso Holmes tranquilamente—. En cuanto al
artículo, es mío.
—¡Suyo!
—Sí; soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Esas
teorías expuestas en el periódico y que a usted se le antojan tan
quiméricas, vienen a ser en realidad extremadamente prácticas, hasta el
punto que de ellas vivo.
—¿Cómo? —pregunté involuntariamente.
—Tengo un oficio muy particular, sospecho que único en el mundo. Soy
detective asesor... Verá ahora lo que ello significa. En Londres
abundan los detectives comisionados por el gobierno, y no son menos los
privados. Cuando uno de ellos no sabe muy bien por dónde anda, acude a
mí, y yo lo coloco entonces sobre la pista. Suelen presentarme toda la
evidencia de que disponen, a partir de la cual, y con ayuda de mi
conocimiento de la historia criminal, me las arreglo decentemente para
enseñarles el camino. Existe un fuerte aire de familia entre los
distintos hechos delictivos, y si se dominan a la menuda los mil
primeros, no resulta difícil descifrar el que completa el número mil
uno. Lestrade es un detective bien conocido. No hace mucho se enredó en
un caso de falsificación, y hallándose un tanto desorientado, vino aquí
a pedir consejo.
—¿Y los demás visitantes?
—Proceden en la mayoría de agencias privadas de investigación. Son
gente que está a oscuras sobre algún asunto y acude a buscar un poco de
luz. Atiendo a su relato, doy mi opinión, y presento la minuta.
—¿Pretende usted decirme —atajé— que sin salir de esta habitación se
las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con
las cosas, e impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias?
—Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De
cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es menester
ponerse en movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted que he
atesorado una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este
conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas
deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su
desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de
observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted
sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en
Afganistán.
—Alguien se lo dijo, sin duda.
—En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito
bien afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida
continuidad, que me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a
hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios. Éstos, sin
embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí puestos en orden: «Hay
delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo.
Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico,
porque la tez de su cara es oscura y ése no es el color suyo natural,
como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento
rostro ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido en
el brazo izquierdo. Lo mantiene rígido y de manera forzada... ¿en qué
lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar
semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo?
Evidentemente, en Afganistán». Esta concatenación de pensamientos no
duró el espacio de un segundo. Observé entonces que venía de la región
afgana, y usted se quedó con la boca abierta.
—Tal como me ha relatado el lance, parece cosa de nada —dije
sonriendo—. Me recuerda usted al Dupin de Allan Poe. Nunca imaginé que
tales individuos pudieran existir en realidad.
Sherlock Holmes se puso en pie y encendió la pipa.
—Sin duda cree usted halagarme estableciendo un paralelo con Dupin —
apuntó—. Ahora bien, en mi opinión, Dupin era un tipo de poca monta.
Ese expediente suyo de irrumpir en los pensamientos de un amigo con una
frase oportuna, tras un cuarto de hora de silencio, tiene mucho de
histriónico y superficial. No le niego, desde luego, talento analítico,
pero dista infinitamente de ser el fenómeno que Poe parece haber
supuesto.
—¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? —pregunté—. ¿Responde Lecoq a
su ideal detectivesco? Sherlock Holmes arrugó sarcástico la nariz.
—Lecoq era un chapucero indecoroso —dijo con la voz alterada—, que no
tenía sino una sola cualidad, a saber: la energía. Cierto libro suyo me
pone sencillamente enfermo... En él se trata de identificar a un
prisionero desconocido, sencillísima tarea que yo hubiera ventilado en
veinticuatro horas y para la cual Lecoq precisa, poco más o menos, seis
meses. Ese libro merecería ser repartido entre los profesionales del
ramo como manual y ejemplo de lo que no hay que hacer.
Hirió algo mi amor propio al ver tratados tan displicentemente a dos
personas que admiraba. Me aproximé a la ventana, y tuve durante un rato
la mirada perdida en la calle llena de gente. «No sé si será este tipo
muy listo», pensé para mis adentros, «pero no cabe la menor duda de que
es un engreído.»
—No quedan ya crímenes ni criminales —prosiguió, en tono quejumbroso—.
¿De qué sirve en nuestra profesión tener la cabeza bien puesta sobre
los hombros? Sé de cierto que no me faltan condiciones para hacer mi
nombre famoso. Ningún individuo, ahora o antes de mí, puso jamás tanto
estudio y talento natural al servicio de la causa detectivesca... ¿Y
para qué? ¡No aparece el gran caso criminal! A lo sumo me cruzo con
alguna que otra chapucera villanía, tan transparente, que su móvil no
puede hurtarse siquiera a los ojos de un oficial de Scotland Yard.
Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi
compañero, de manera que juzgué conveniente cambiar de tercio.
—¿Qué tripa se le habrá roto al tipo aquél? —pregunté señalando a
cierto individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento
recorría la acera opuesta, sin dejar al tiempo de lanzar unas
presurosas ojeadas a los números de cada puerta. Portaba en la mano un
gran sobre azul, y su traza era a la vista la de un mensajero.
—¿Se refiere usted seguramente al sargento retirado de la Marina? —dijo
Sherlock Holmes. «¡Fanfarrón!», pensé para mí. «Sabe que no puedo
verificar su conjetura.»
Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que
espiábamos percibió el número de nuestra puerta y se apresuró a
atravesar la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que
venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo largo de la
escalera.
—¡Para el señor Sherlock Holmes! —exclamó el extraño, y, entrando en la
habitación, entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle a
éste los humos! ¡Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada en
el vacío, que iba a verse de pronto en el brete de hacerla buena!
Pregunté entonces con mi más acariciadora voz:
—¿Buen hombre, tendría usted la bondad de decirme cuál es su profesión?
—Ordenanza, señor —dijo con un gruñido—. Me están arreglando el
uniforme.
—¿Qué era usted antes? —inquirí mientras miraba maliciosamente a
Sherlock Holmes con el rabillo del ojo.
—Sargento, señor, sargento de infantería ligera de la Marina Real. ¿No
hay contestación? Perfectamente, señor.
Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra
vista.
- 3 -
El misterio de Lauriston Gardens
No ocultaré mi sorpresa ante la eficacia que otra vez evidenciaban las
teorías de Holmes. Sentí que mi respeto hacia tamaña facultad
adivinatoria aumentaba portentosamente. Aun así, no podía acallar
completamente la sospecha de que fuera todo un montaje enderezado a
deslumbrarme en vista de algún motivo sencillamente incomprensible.
Cuando dirigí hacia él la mirada, había concluido ya de leer la nota y
en sus ojos flotaba la expresión vacía y sin brillo por donde se
manifiestan al exterior los estados de abstracción meditativa.
—¿Cómo diantres ha llevado usted a cabo su deducción? —pregunté.
—¿Qué deducción? —repuso petulantemente.
—Caramba, la de que era un sargento retirado de la Marina.
—No estoy para bagatelas —contestó de manera cortante; y añadió, con
una sonrisa—: Perdone mi brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de
mis pensamientos. Es lo mismo... Así, pues, ¿no le había saltado a la
vista la condición del mensajero?
—Puede estar seguro.
—Resulta más fácil adivinar las cosas que explicar cómo da uno con
ellas. Si le pidieran una demostración de por qué dos y dos son cuatro,
es posible que se viera usted en un aprieto, no cabiéndole, con todo,
ninguna duda en torno a la verdad del caso. Incluso desde el lado de la
calle opuesto a aquel donde se hallaba nuestro hombre, acerté a
distinguir un ancla azul de considerable tamaño tatuada sobre el dorso
de su mano. Primera señal marinera. El porte era militar, sin embargo,
y las patillas se ajustaban a la longitud que dicta el reglamento.
Henos, pues, instalados en la Armada. Añádase cierta fachenda y como
ínfulas de mando... Seguramente ha notado usted lo erguido de su cabeza
y el modo como hacía oscilar el bastón. Un hombre formal, respetable,
por añadidura de mediana edad... Tomados los hechos en conjunto, ¿de
quién podía tratarse, sino de un sargento?
—¡Admirable! —exclamé.
—Trivial... —repuso Holmes, aunque adiviné por su expresión el contento
que en él habían producido mi sorpresa y admiración—. Dejé dicho hace
poco que no quedaban criminales. Pues bien, he de desmentirme. ¡Eche un
vistazo!
Me confió la nota traída por el ordenanza.
—¡Demonios! —grité tras ponerle la vista encima—, ¡es espantoso!
—Parece salirse un tanto de los casos vulgares —observó flemático—.
¿Tendría la bondad de leérmela en voz alta?
He aquí la carta a la que di lectura:
«MI QUERIDO SHERLOCK HOLMES,
»Esta noche, en el número tres de Lauriston Gardens, según se va a
Brixton, se nos ha presentado un feo asunto. Como a las dos de la
mañana advirtió el policía de turno que estaban las luces encendidas,
y, dado que se encuentra la casa deshabitada, sospechó de inmediato
algo irregular. Halló la puerta abierta, y en la pieza delantera,
desprovista de muebles, el cuerpo de un caballero bien trajeado. En uno
de sus bolsillos había una tarjeta con estas señas grabadas: "Enoch J.
Drebber, Cleveland, Ohio, U.S.A". No ha tenido lugar robo alguno, ni se
echa de ver cómo haya podido sorprender la muerte a este desdichado.
Aunque existen en la habitación huellas de sangre, el cuerpo no ostenta
una sola herida. Desconocemos también por qué medio o conducto vino a
dar el finado a la mansión vacía; de hecho, el percance todo presenta
rasgos desconcertantes. Si se le pone a tiro llegarse aquí antes de las
doce, me hallará en el escenario del crimen. He dejado orden de que
nada se toque antes de que usted dé señales de vida. Si no pudiera
acudir, le explicaría el caso más circunstanciadamente, en la esperanza
de que me concediese el favor de su dictamen.
»Le saluda atentamente,
TOBÍAS GREGSON.»
—Gregson es el más despierto de los inspectores de Scotland Yard —
apuntó mi amigo—; él y Lestrade constituyen la flor y nata de un
pelotón de torpes. Despliegan ambos rapidez y energía, mas son
convencionales en grado sorprendente. Por añadidura, se tienen puesta
mutuamente la proa. En punto a celos no les va a la zaga la damisela
más presumida, y como uno y otro decidan tirar de la manta, la cosa va
a resultar divertida.
No podía contener mi sorpresa ante la calma negligente con que iba
Sherlock Holmes desgranando sus observaciones.
—Desde luego no hay un momento que perder —exclamé—: ¿le parece que
llame ahora mismo a un coche de caballos?
—No sé qué decirle. Soy el hombre más perezoso que imaginarse pueda...
Cuando me da por ahí, naturalmente, porque, llegado el caso, también sé
andar a la carrera.
—¿No era ésta la ocasión que tanto esperaba?
—¿Y qué más da, hombre de Dios? En el supuesto de que me las componga
para desenredar la madeja, no le quepa duda que serán Gregson, Lestrade
y compañía quienes se lleven los laureles. ¡He ahí lo malo de ir uno
por su cuenta!
—Le ha suplicado su ayuda...
—En efecto. Me sabe superior, y en privado lo reconoce, mas antes se
dejaría cortar la lengua que admitir esa superioridad en público. Sin
embargo, podemos ir a echar un vistazo. Haré las cosas a mi modo, y
cuando menos podré reírme a costa de ellos. ¡En marcha!
Se puso el gabán a toda prisa, dando muestras, según se movía de un
lado a otro, de que a la desgana anterior había sucedido una etapa de
euforia.
—No olvide su sombrero —dijo.
—¿Desea usted que le acompañe?
—Sí, si no se le ocurre nada mejor que hacer.
Un momento después nos hallábamos instalados en un coche, en rápida
carrera hacia el camino de Brixton.
Se trataba de una de esas mañanas brumosas en que los cendales de
niebla, suspendidos sobre los tejados y azoteas, parecen copiar el
sucio barro callejero. Estaba Holmes de excelente humor, no cesando de
abundar en asuntos tales como los violines de Cremona o la diferencia
que media entre un Stradivarius y un Amati. En cuanto a mí, no abrí la
boca, ya que el tiempo melancólico y el asunto fúnebre que nos
solicitaba no eran a propósito para levantarle a uno el ánimo.
—Parece usted tener el pensamiento muy lejos del caso que se trae entre
manos —dije al cabo, interrumpiendo la cháchara musical de Holmes.
—Faltan datos —repuso—. Es un error capital precipitarse a edificar
teorías cuando no se halla aún reunida toda la evidencia, porque suele
salir entonces el juicio combado según los caprichos de la suposición
primera.
—Los datos no van a hacerse esperar —observé, extendiendo el índice—;
esta calle es la de Brixton y aquélla la casa, a lo que parece.
—En efecto. ¡Pare, cochero, pare!
Unas cien yardas nos separaban todavía de nuestro destino, pese a lo
cual Holmes porfió en apearse del coche y hacer andando lo que restaba
de camino.
El número tres de Lauriston Gardens ofreció un aspecto entre amenazador
y siniestro. Formaba parte de un grupo de cuatro inmuebles sitos algo a
trasmano de la carretera, dos de ellos habitados y vacíos los
restantes. Las fachadas de estos últimos estaban guarnecidas de tres
melancólicas hileras de ventanas, tan polvorientas y cegadas que no
habría resultado fácil distinguir unas de otras a no ser porque, de
trecho en trecho, podía verse, como una catarata crecida en la oquedad
de un ojo, el cartel de «Se alquila». Unos jardincillos salpicados de
cierta vegetación anémica y escasa ponían tierra entre la calle y los
portales, a los que se accedía por unos senderos estrechos, compuestos
de una sustancia amarillenta que parecía ser mezcla de arcilla y grava.
La lluvia caída durante la noche había convertido el paraje en un
barrizal. El jardín se hallaba ceñido por un muro de ladrillo, de tres
pies de altura y somero remate de madera; sobre este cercado o
empalizada descansaba su macicez un guardia, rodeado de un pequeño
grupo de curiosos, quienes, castigando inútilmente la vista y el
cuello, hacían lo imposible por alcanzar el interior del recinto.
Yo había imaginado que Sherlock Holmes entraría de galope en el
edificio para aplicarse sin un momento de pérdida al estudio de aquel
misterio. Nada más lejos, aparentemente, de su propósito. Con un aire
negligente que, dadas las circunstancias, rayaba en la afectación,
recorrió varias veces, despacioso, el largo de la carretera, lanzando
miradas un tanto ausentes al suelo, el cielo, las casas fronteras y la
valla de madera. Acabado que hubo semejante examen, se dio a seguir
palmo a palmo el sendero, o mejor dicho, el borde de hierba que
flanqueaba el sendero, fijos los ojos en tierra. Dos veces se detuvo y
una de ellas le vi sonreírse, a la par que de sus labios escapaba un
murmullo de satisfacción. Se apreciaban sobre el suelo arcilloso varias
improntas de pasos; pero como quiera que la policía había estado yendo
y viniendo, no alcanzaba yo a comprender de qué utilidad podían
resultar tales huellas a mi amigo. Con todo, en vista de las
extraordinarias pruebas de facultad perceptiva que poco antes me había
dado, no me cabía la menor duda de que a sus ojos se hallaban presentes
muchos más indicios que a los míos.
En la puerta nos tropezamos a un hombre alto y pálido, de cabellera
casi blanca por lo rubia, el cual, apenas vernos —llevaba en la mano un
cuaderno de notas—, se precipitó hacia Sherlock Holmes, asiendo
efusivamente su diestra.
—¡Le agradezco que haya venido! —dijo—. Todo está como lo encontré..
—Excepto eso —repuso Holmes señalando el sendero—. Una manada de
búfalos no habría obrado mayor confusión. Aunque sin duda supongo,
Gregson, que ya tenía usted hecha una composición de lugar cuando
permitió semejante estropicio.
—La tarea del interior de la casa no me ha dejado sosiego para nada
—dijo evasivamente el detective—. Mi colega el señor Lestrade se
encuentra aquí. A él había confiado mirar por las demás cosas.
Holmes dirigió los ojos hacia mí y enarcó sardónico las cejas.
—Con dos tipos como usted y Lestrade en la brecha, no sé qué va a
pintar aquí una tercera persona — repuso. Halagado, Gregson frotó una
mano contra la otra.
—Creo que hemos hecho todo lo hacedero —dijo—; aunque, tratándose de un
caso extraño, imaginé que le interesaría echar un vistazo.
—¿Se llegó usted aquí en coche? —preguntó Sherlock Holmes.
—No.
—¿Tampoco Lestrade?
—Tampoco.
—Vamos entonces a dar una vuelta por la habitación.
Tras este extemporáneo enunciado, entró en la casa seguido de Gregson,
en cuyo rostro se dibujaba la más completa sorpresa.
Un corto pasillo, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a
la cocina y demás dependencias. Dos puertas se abrían a sendos lados.
Una llevaba, evidentemente, varias semanas cerrada. La otra daba al
comedor, escenario del misterioso hecho ocurrido. Allí se dirigió
Holmes, y yo detrás de él, presa el corazón del cauteloso sentimiento
que siempre inspira la muerte.
Se trataba de una gran pieza cuadrada cuyo tamaño aparecía magnificado
por la absoluta ausencia de muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba
los tabiques, enmohecido a trechos y deteriorado de manera que las
tiras desgarradas y colgantes dejaban de vez en cuando al desnudo el
rancio yeso subyacente. Frente por frente de la puerta había una
ostentosa chimenea, rematada por una repisa que quería figurar mármol
blanco. A uno de los lados de la repisa se erguía el muñón rojo de una
vela de cera. Sólo una ventana se abría en aquellos muros, tan sucia
que la luz por ella filtrada, tenue e incierta, daba a todo un tinte
grisáceo, intensificado por la espesa capa de polvo que cubría la
estancia.
De estos detalles que aquí pongo me percaté más tarde. Por lo pronto mi
atención se vio solicitada por la triste, solitaria e inmóvil figura
que yacía extendida sobre el entarimado, fijos los ojos inexpresivos y
ciegos en el techo sin color. Se trataba de un hombre de cuarenta y
tres o cuarenta y cuatro años, de talla mediana, ancho de hombros,
rizado el hirsuto pelo negro, y barba corta y áspera. Gastaba levita y
chaleco de grueso velarte, pantalones claros, y puños y cuello de
camisa inmaculados. A su lado, en el suelo, se destacaba la silueta de
una pulcra y bien cepillada chistera. Los puños cerrados, los brazos
abiertos y la postura de las piernas, trabadas una con otra, sugerían
un trance mortal de peculiar dureza. Sobre el rostro hierático había
dibujado un gesto de horror, y, según me pareció, de odio, un odio
jamás visto en ninguna otra parte. Esta contorsión maligna y terrible,
en complicidad con la estrechez de la frente, la chatedad de la nariz y
el prognatismo pronunciado daban al hombre muerto un aire simiesco,
tanto mayor cuanto que aparecía el cuerpo retorcido y en insólita
posición. He contemplado la muerte bajo diversas apariencias, todas,
sin embargo, más tranquilizadoras que la ofrecida por esa siniestra y
oscura habitación a orillas de la cual discurría una de las grandes
arterias del Londres suburbial.
Lestrade, flaco y con su aire de animal de presa, estaba en pie junto
al umbral, desde donde nos dio la bienvenida a mi amigo y a mí.
—Este caso va a traer cola —observó—. No se le compara ni uno sólo de
los que he visto antes, y llevo tiempo en el oficio.
—¿Alguna pista? —dijo Gregson.
—En absoluto —repuso Lestrade.
Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose de rodillas lo
examinó cuidadosamente.
—¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? —inquirió al tiempo que
señalaba una serie de manchas y salpicaduras de sangre en torno al
cadáver.
—¡Desde luego! —clamaron los detectives.
—Entonces, cae de por sí que esta sangre pertenece a un segundo
individuo... Al asesino, en el supuesto de que se haya perpetrado un
asesinato. Me vienen a las mientes ciertas semejanzas de este caso con
el de la muerte de Van Jansen, en Utrecht, allá por el año treinta y
cuatro. ¿Recuerda usted aquel suceso, Gregson?
—No.
—No deje entonces de acudir a los archivos. Nada hay nuevo bajo el
sol...
Cada acto o cada cosa tiene un precedente en el pasado.
Al tiempo sus ágiles dedos volaban de un lado para otro, palpando,
presionando, desabrochando, examinando, mientras podía apreciarse en
los ojos esa expresión remota a la que antes he aludido. Tan presto
llegó el reconocimiento a término, que nadie hubiera podido adivinar su
exactitud exquisita. La operación de aplicar la nariz a los labios del
difunto, y una ojeada a las botas de charol, pusieron el punto final.
—Me dicen que el cuerpo no ha sido desplazado —señaló
interrogativamente.
—Lo mínimo necesario para el fin de nuestras pesquisas.
—Pueden llevarlo ya al depósito de cadáveres —dijo Holmes—. Aquí no hay
nada más que hacer. Gregson disponía de una camilla y cuatro hombres. A
su llamada penetraron en la habitación, y el extraño fue aupado del
suelo y conducido fuera. Cuando lo alzaban se oyó el tintineo de un
anillo, que rodó sobre el pavimento. Lestrade, tras haberse hecho con
la alhaja, le dirigió una mirada llena de confusión.
—En la habitación ha estado una mujer —observó—. Este anillo de boda
pertenece a una mujer...
Y mientras así decía, nos mostraba en la palma de la mano el objeto
hallado. Hicimos corro en torno a él y echamos una ojeada. Saltaba a la
vista que el escueto aro de oro había adornado un día la mano de una
novia.
—Se nos complica el asunto —dijo Gregson—. ¡Y sabe Dios que no era
antes sencillo!
—¿Está usted seguro de que no se simplifica? —repuso Holmes—. Veamos,
no va a progresar usted mucho con esa mirada de pasmo..., ¿encontraron
algo en los bolsillos del muerto?
—Está todo allí —dijo Gregson señalando unos cuantos objetos reunidos
en montón sobre uno de los primeros peldaños de la escalera—. Un reloj
de oro, número noventa y siete ciento sesenta y tres, de la casa
Barraud de Londres. Una cadena de lo mismo, muy maciza y pesada. Un
anillo, también de oro, que ostenta el emblema de la masonería. Un
alfiler de oro cuyo remate figura la cabeza de un bulldog, con dos
rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a
nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que corresponde a las
iniciales E. J. D. bordadas en la ropa blanca. No hay monedero, aunque
sí dinero suelto por un montante de siete libras trece chelines. Una
edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio con el nombre de Joseph
Stangerson escrito en la guarda. Dos cartas, dirigida una a E. J.
Drebber, y a Joseph Stangerson la otra.
—¿Y la dirección?
—American Exchange, Strand, donde debían permanecer hasta su oportuna
solicitación. Proceden ambas de la Guion Steamship Company, y tratan de
la zarpa de sus buques desde Liverpool. A la vista está que este
desgraciado se disponía a volver a Nueva York.
—¿Ha averiguado usted algo sobre el tal Stangerson?
—Inicié las diligencias de inmediato —dijo Gregson—. He puesto anuncios
en todos los periódicos, y uno de mis hombres se halla destacado en el
American Exchange, de donde no ha vuelto aún.
—¿Han establecido contacto con Cleveland?
—Esta mañana, por telegrama.
—¿Cómo lo redactaron?
—Tras hacer una relación detallada de lo sucedido, solicitamos cuanta
información pudiera sernos útil.
—¿Hizo hincapié en algún punto que le pareciese de especial
importancia?
—Pedí informes acerca de Stangerson.
—¿Nada más? ¿No existe para usted ningún detalle capital sobre el que
repose el misterio de este asunto? ¿No telegrafiará de nuevo?
—He dicho cuanto tenía que decir —repuso Gregson con el tono de amor
propio ofendido.
Sherlock Holmes rió para sí, y parecía presto a una observación, cuando
Lestrade, ocupado durante el interrogatorio en examinar la habitación
delantera, hizo acto de presencia, frotándose las manos con mucha
fachenda.
—El señor Gregson —dijo—, acaba de encontrar algo de suma importancia,
algo que se nos habría escapado si no llega a darme por explorar
atentamente las paredes.
Brillaban como brasas los ojos del hombrecillo, a duras penas capaz de
contener la euforia en él despertada por ese tanto de ventaja obtenido
sobre su rival.
—Síganme —dijo volviendo a la habitación, menos sombría desde el
momento en que había sido retirado su lívido inquilino—. ¡Ahora,
aguarden!
Encendió un fósforo frotándolo contra la suela de la bota, y lo acostó
a guisa de antorcha a la pared. —¡Vean ustedes! —exclamó, triunfante.
He dicho antes que el papel colgaba en andrajos aquí y allá. Justo
donde arrojaba ahora el fósforo su luz, una gran tira se había
desprendido del soporte, descubriendo un parche cuadrado de tosco
revoco. De lado a lado podía leerse, garrapateada en rojo sangriento,
la siguiente palabra:
RACHE
—¿Qué les parece? —clamó el detective alargando la mano con desparpajo
de farandulero—. Por hallarse estos trazos en la esquina más oscura de
la habitación nadie les había echado el ojo antes. El asesino o la
asesina los plasmó con su propia sangre. Observen esa gota que se ha
escurrido pared abajo... En fin, queda excluida la hipótesis del
suicidio. ¿Por qué hubo de ser escrito el mensaje precisamente en el
rincón? Ya he dado con la causa. Reparen en la vela que está sobre la
repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando de ahí una
claridad mayor en la esquina que en el resto de la pieza.
—Muy bien. ¿Y qué conclusiones saca de este hallazgo suyo? —preguntó
Gregson en tono despectivo.
—Escuche: el autor del escrito, hombre o mujer, iba a completar la
palabra «Rachel» cuando se vio impedido de hacerlo. No le quepa duda
que una vez desentrañado el caso saldrá a relucir una dama, de nombre,
precisamente... ¡Sí, ría cuanto quiera, señor Holmes, mas no olvide,
por listo que sea, que después de habladas y pensadas las cosas, no
resta mejor método que el del viejo perro de rastreo!
—Le ruego que me perdone —repuso mi compañero, quien había excitado la
cólera del hombrecillo con un súbito acceso de risa—. Sin duda
corresponde a usted el mérito de haber descubierto antes que nadie la
inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de uno de los
actores de este drama. No me ha dado lugar aún a examinar la
habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso.
Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de
grueso cristal y redonda armadura. Pertrechado ʼcon semejantes
herramientas, se aprestó después a una silenciosa exploración de la
pieza, deteniéndose unas veces, arrodillándose otras, llegando incluso
a ponerse de bruces en el suelo en determinada ocasión. Tan absorto se
hallaba por la tarea, que parecía haber olvidado nuestra presencia,
estableciendo consigo mismo un diálogo compuesto de un pintoresco
conjunto de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de
triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión. Imposible era,
frente a parejo espectáculo, no darse a pensar en un sabueso bien
entrenado y de pura sangre en persecución de su presa, ora haciendo
camino, ora deshaciendo lo andado, anhelante siempre hasta el hallazgo
del rastro perdido. Más de veinte minutos duraron las pesquisas, en el
curso de las cuales fueron medidas con precisión matemática distancias
entre marcas para mí invisibles, o aplicada la cinta métrica,
repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a los muros de la
habitación. En cierto sitio reunió Holmes un montoncito de polvo gris y
lo guardó en un sobre. Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada
una de las palabras escritas con sangre a un circunstanciadísimo
examen. Hecho lo cual, debió dar las pesquisas por terminadas, ya que
fueron lupa y cinta devueltos a sus primitivos lugares.
—Se ha dicho que el genio se caracteriza por su infinita sensibilidad
para el detalle —observó con una sonrisa—. La definición es muy mala,
pero rige en lo tocante al oficio detectivesco.
Gregson y Lestrade habían seguido las maniobras de su compañero amateur
con notable curiosidad y un punto de desdén. Evidentemente ignoraban
aún, como yo había ignorado hasta poco antes, que los más
insignificantes ademanes de Sherlock Holmes iban enderezados siempre a
un fin práctico y definido.
—¿Cuál es su dictamen? —inquirieron a coro.
—¿Me creen capaz de menoscabar su mérito, osando iluminarles sobre el
caso? —repuso mi amigo—. Están ustedes llevándolo muy diestramente, y
sería pena inmiscuirse.
No necesito decir la hiriente ironía de estas palabras.
—Si tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de confiarme la naturaleza
de sus investigaciones — prosiguió—, me placerá ayudarles en la medida
de mis fuerzas. Entre tanto sería conveniente cruzar unas palabras con
el policía que halló el cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección?
Lestrade consultó un libro de notas.
—John Rance —dijo—. Está ahora fuera de servicio. Puede encontrarle en
el cuarenta y seis de Audley Court, Kennington Park Gate.
Holmes tomó nota de la dirección.
—Venga, doctor —añadió—; vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre...
En cuanto a ustedes —dijo volviéndose hacia los policías—, les haré
saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato,
cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se
halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba
a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un
cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un
carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos
y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino
es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar
longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna
ayuda.
Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad.
—Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser
ejecutado? —preguntó el primero.
—Veneno —repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la
puerta—. Otra cosa, Lestrade — añadió antes de salir—. «Rache» es
palabra alemana que significa «Venganza», de modo que no pierda el
tiempo buscando a una dama de ese nombre.
Disparada la última andanada dejó la habitación, y con ella a los dos
boquiabiertos rivales.
- 4 -
El informe de John Rance
A la una de la tarde abandonamos el número tres de Lauriston Gardens.
Sherlock Holmes me condujo hasta la oficina de telégrafos más próxima,
donde despachó una larga nota. Después llamó a un coche de alquiler, y
dio al conductor la dirección que poco antes nos había facilitado
Lestrade.
—La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano —observó mi
amigo—; yo tengo hecha ya una composición de lugar, y aún así no
desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca.
—Me asombra usted, Holmes —dije—. Por descontado, no está usted tan
seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato.
—No existe posibilidad de error —contestó—. Nada más llegado eché de
ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas
de la acera. Como desde hace una semana, y hasta ayer noche, no ha
caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se
hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También
aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos
más nítidas que las de los otros tres restantes, prueba de que el
animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo
allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba —al menos tal
asegura Gregson— por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia
durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos
individuos.
—De momento, sea... —repuse—; ¿pero cómo se explica que obre en su
conocimiento la estatura del otro hombre?
—Es claro; en nueve de cada diez casos, la altura de un individuo está
en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta
dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted
dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y
el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre
paso y paso. Otra oportunidad se me ofreció para poner a prueba esta
primera conjetura...
Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto,
a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban
a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños.
—¿Y la edad?
—Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde
estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un
charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas
de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera
cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios. Me
limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y
deducción que usted pudo leer en aquel articulo. ¿Tiene alguna otra
curiosidad?
—La longitud de las uñas y la marca del tabaco —dije.
—La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice,
untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco
se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no había sido recortada.
Recogí una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y
como formando escamas: este residuo sólo lo produce un cigarro tipo
Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del tabaco, llegando a
escribir incluso un trabajo científico. Me precio de poder distinguir
todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un vistazo a
sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective
hábil de los practicones al estilo de Lestrade o Gregson.
—¿Y la faz rubicunda? —pregunté.
—Ésa ha sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su
verdad. De momento, permítame callar semejante punto.
Me pasé la mano por la frente.
—Siento como si fuera a estallarme la cabeza... —observé—. Cuanto más
cavilo sobre el asunto, más enigmático se me antoja. ¿Cómo diablos
entraron los dos hombres —supuesto que fuesen dos— en la casa vacía?
¿Qué ha sido del cochero que los llevó hasta ella? ¿De qué expediente
usó uno de los individuos para que engullera el otro el veneno? ¿De
dónde procede la sangre? ¿Cuál pudo ser el objeto del asesinato, si
descartamos el robo? ¿Por qué conducto llegó el anillo de la mujer
hasta la casa? Ante todo, ¿a santo de qué se puso a escribir el segundo
hombre la palabra alemana «RACHE» antes de levantar el vuelo? Me
reconozco incapaz de poner en armonía tantos hechos contradictorios.
Mi compañero sonrió con gesto aprobatorio.
—Ha resumido usted los aspectos problemáticos del caso de forma sucinta
e inteligente —dijo—. Resta aún mucho por ser elucidado, aunque tengo
ya pronto un veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al
descubrimiento de ese infeliz de Lestrade, se trata no más que de una
añagaza para situar a la policía sobre una pista falsa, insinuándole
historias de socialismo y sociedades secretas. Mas no hay alemanes por
medio. La «A», fíjese bien, estaba escrita con caligrafía un poco
gótica. Ahora bien, los alemanes de veras emplean siempre los
caracteres latinos, de donde cabe afirmar que nos hallamos frente a un
burdo imitador empeñado en exagerar un tanto su papel. Existía el
propósito de conducir la investigación fuera de su curso adecuado. De
momento, no más aclaraciones, doctor; como usted sabe, los adivinadores
malogran su magia al desvelar el artificio que hay detrás de ella, y si
continúo explicándole mi método va a llegar a la conclusión de que soy
un tipo vulgar, después de todo.
—Puede usted tener la seguridad de lo contrario —repuse—; ha traído la
investigación detectivesca a un grado de exactitud científica que jamás
volverá a ser visto en el mundo.
Un puro rubor de satisfacción encendió el rostro de mi compañero ante
semejantes palabras y el tono de verdad con que estaban dichas. Había
ya observado que era tan sensible el halago en lo atañadero a su arte,
como pueda serlo cualquier muchachita respecto de su belleza física.
—Otra cosa voy a confiarle —dijo—. El que gastaba bota acharolada, y su
acompañante, el de las botas de puntera cuadrada, llegaron en el mismo
coche de alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad,
probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro, recorrieron varias
veces la habitación — mejor dicho, las botas de charol permanecieron
fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente la estancia—.
Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude apreciar también
que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el nerviosismo.
La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante
dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento.
Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos
ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de la conjetura.
Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora,
apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al concierto que
en el Hall da Norman Neruda!
Esta conversación tuvo lugar mientras el carruaje hilaba su camino por
una infinita sucesión de sucias calles y tristes pasadizos. Llegados
éramos al más sucio y triste de todos, cuando el cochero detuvo de
pronto su vehículo.
—Ahí está Audley Court —explicó, señalando una grieta o corredor
abierto en el frontero muro de ladrillos—. De vuelta, me hallarán en el
mismo lugar.
Audley Court no era un paraje placentero. Calle adelante desembocamos
en un patio cuadrangular, tendido de losas y con sórdidas
construcciones a los lados. Allí, entre grupos de chiquillos
mugrientos, y sorteando las cuerdas empavesadas de ropa puesta a secar,
llegamos a nuestro paradero, la puerta del número 45, guarnecida de una
pequeña placa de bronce que ostentaba el nombre de «Rance». Fuimos
enterados de que el policía estaba en la cama, y hubimos de aguardarlo
en una breve pieza que a la entrada hacía las veces de sala de recibir.
Al fin apareció el hombre, un tanto enfadado, según se echaba de ver,
por la súbita interrupción de su sueño.
—Ya he presentado mi informe en la comisaría —dijo. Holmes enterró la
mano en el bolsillo, sacó medio soberano, y se puso a juguetear con él
despaciosamente. —Resulta que nos gustaría oírlo repetido de sus
propios labios —afirmó.
—Estoy a su completa disposición —repuso entonces el policía,
súbitamente fascinado por el pequeño disco de oro.
—Diga no más, como le venga a las mientes, lo que usted presenció.
Rance tomó asiento en el sofá de crin y contrajo las cejas, en la
actitud de quien se concentra para poner toda su alma en una empresa.
—Ahí va la historia entera —dijo—. Mi ronda dura desde las diez de la
noche a las seis de la madrugada. A las once hubo trifulca en «El
Ciervo Blanco», pero, fuera de eso, no se produjo otra novedad durante
el tiempo de servicio. A la una, cuando comenzaban a caer las primeras
gotas, me tropecé en la esquina de Henrietta Street a Harry Murcher —el
que tiene a su cargo la vigilancia de Holland Grove—, y allí estuvimos
de palique un buen rato. Hacia las dos —o quizá un poco más tarde— me
puse otra vez en movimiento para ver si todo seguía en orden en Brixton
Road. Ni un susurro se oía en la calle enfangada... Tampoco se me echó
a la cara persona viviente, aunque me rebasaron uno o dos coches. Seguí
mi marcha, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo bien que me
vendría un vaso de ginebra calentita, de los de a cuatro, cuando
súbitamente percibí un rayo de luz filtrándose por una de las ventanas
de la casa en cuestión. Ahora bien, yo sabía que esas dos casas de
Lauriston Gardens estaban deshabitadas con motivo de unos desagües que
el dueño se negaba a reponer, siendo así que el último inquilino había
muerto de unas tifoideas. Me dejó un tanto patitieso aquella luz, y
sospeché de inmediato alguna irregularidad. Alcanzada la puerta...
—Se detuvo usted, y retrocedió después hasta la cancela del jardín —
interrumpió mi compañero—. ¿Por qué?
Rance se sobrecogió todo, fijos los maravillados ojos en Sherlock
Holmes.
—¡Cierto, señor! —dijo—, aunque el diablo me confunda si llego a saber
alguna vez cómo lo ha adivinado usted. En fin, ganada la puerta, me
pareció aquello tan silencioso y solitario que consideré oportuno
agenciarme antes la ayuda de otra persona. No hay bicho de carne y
hueso que me asuste, pero me dio por imaginar que a lo mejor el difunto
de las fiebres tifoideas andaba revolviendo en los desagües para ver
qué se lo había llevado al otro mundo. Esta idea me produjo como un
cosquilleo, y viré hasta la puerta del jardín, desde donde no se oteaba
rastro de la linterna de Murcher ni de persona alguna.
—¿No había nadie en la calle?
—Nadie, señor, ni tan siquiera un perro se echaba de ver... Hice
entonces de tripas corazón, volví sobre mis pasos y empujé la puerta.
Adentro no encontré novedad, sólo una luz brillando en la habitación.
Se trataba de una vela colocada encima de la repisa de la chimenea, una
vela roja, por cuyo resplandor yo...
—Sí, sé ya todo lo que usted vio. Dio varias vueltas por la pieza, y
después se hincó de rodillas junto al cadáver, y después caminó en
derechura a la puerta de la cocina, y después...
John Race se puso en pie de un salto, pintado el susto en la cara y con
una expresión de desconfianza en los ojos. —¿Desde dónde estuvo
espiándome? —exclamó—. Me da en la nariz que sabe usted mucho más de lo
que debiera. Soltando una carcajada, arrojó Holmes su tarjeta sobre la
mesa.
—¡No se le ocurra arrestarme por asesinato! —dijo—. Soy de la jauría,
no la pieza perseguida. El señor Gregson o el señor Lestrade pueden
atestiguarlo. Ahora, adelante. ¿Qué ocurrió a continuación?
Rance volvió a sentarse, sin que desapareciera empero de su rostro la
expresión de desconfianza. —Volví a la cancela e hice sonar mi silbato.
A la llamada acudieron Murcher y otros dos compañeros.
—¿Seguía la calle despejada de gente?
—De gente útil, sí.
—¿Qué quiere usted decir?
La boca del policía se distendió en una amplia sonrisa.
—Llevo vistos muchos hombres en mi vida —adujo—, aunque todos se me
antojan sobrios al lado de aquel tipo. Estaba junto a la cancela cuando
salí de la casa, apoyado en la verja y gritando a los cuatro vientos
una canción que se titula Columbineʼs Newfangled Banner, o cosa por el
estilo. No se aguantaba en pie. ¡Bonita ayuda iba a prestarme!
—Descríbame al hombre —dijo Sherlock Holmes. Esta reiterada digresión
pareció irritar un tanto a Rance.
—¡Un borracho muy peculiar! —prosiguió—. A no ser el momento que era,
habría acabado en la comisaría.
—Su rostro, sus ropas... ¿Reparó en ellas? —atajó Holmes impaciente.
—¿Cómo no, si hubimos de sentarlo, para que no se cayera, entre Murcher
y yo? Era un tipo largo, de mejillas rojas, con la parte inferior de la
cara embozada...
—Basta con eso —exclamó Holmes—. ¿Qué fue del hombre?
—¡Pues no teníamos poco que hacer, para cuidar encima de él! —repuso el
policía en tono ofendido—. Estese tranquilo: habrá sabido volver solito
a su casa.
—¿Cómo iba vestido?
—Con un abrigo marrón.
—¿Sostenía un látigo en la mano?
—¿Un látigo? No...
—No lo llevaba consigo esta segunda vez... —murmuró mi compañero—. ¿Oyó
usted o pudo ver al cabo de un rato, un coche de caballos?
—No.
—Ea, es dueño usted de medio soberano —dijo mi compañero, poniéndose en
pie y recogiendo su sombrero—. Temo, Rance, que no le aguarda un futuro
brillante en el Cuerpo. La cabeza de usted no debiera ser sólo de
adorno. Pudo haber ganado ayer noche los galones de sargento. El hombre
que sostuvo en sus brazos encierra la solución de este misterio, y
constituye el principal objeto de nuestras pesquisas. No es momento de
que demos más vueltas al asunto... Confórmese con mi palabra. Andando,
doctor...
Enfilamos el camino de vuelta al coche, dejando a nuestro informador
indeciso entre la incredulidad y la pena.
—¡Valiente idiota! ¡Pensar que ha desperdiciado una de esas
oportunidades que sólo se presentan una vez en un millón!
—Yo estoy aún a oscuras. La descripción del hombre coincide con sus
presunciones acerca del segundo actor de este drama, pero... ¿por qué
hubo de volver a la casa? No suelen conducirse así los criminales.
—El anillo, amigo mío, el anillo; he ahí la causa de su retorno. Si no
se nos presenta otro medio de echar el lazo al criminal, podemos aún
probar suerte con el anillo. Voy a atraparlo, doctor; le apuesto a
usted dos a uno que no se me va de las manos. Por cierto, gracias. A no
ser por su insistencia, me habría perdido el caso más bonito de todos
cuantos se me han presentado. Podríamos llamarlo estudio en
escarlata... ¿Por qué no emplear por una vez una jerga pintoresca?
Existe una roja hebra criminal en la madeja incolora de la vida, y
nuestra misión consiste en desenredarla, aislarla, y poner al
descubierto sus más insignificantes sinuosidades. Ahora a comer, y
después a oír a Norman Neruda. Maneja el dedo y pulsa la cuerda de modo
admirable... ¿Cuál esa melodía de Chopin que interpreta tan
maravillosamente? Tra—lala—Lara— lira— lei.
Y el sabueso amateur, recostado en su asiento, siguió lanzando trinos,
en tanto meditaba yo sobre los arcanos del alma humana.
- 5 -
Nuestro anuncio atrae a un visitante
Con el excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no fuerte salud, y
por la tarde estaba agotado. Después que Holmes hubo partido al
concierto, busqué el sofá para descabezar allí dos horas de sueño. Vano
intento. Tras todo lo ocurrido, no cesaban de cruzar por mi agitada
imaginación las más insólitas conjeturas y fantasías. Apenas cerrados
los ojos veía delante de mí el descompuesto semblante, la traza
simiesca del hombre asesinado. Tan sobrecogedora era la impresión
suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía un impulso de
gratitud hacia la mano anónima que había obrado su extrañamiento de
este mundo. Nunca se ha plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante
como la manifestada por las facciones de Enoch J. Drebber, avecindado
en Cleveland. Naturalmente, no desconocía que la ley tiene también sus
imperativos y que la depravación de la víctima no constituye motivo de
disculpa para el criminal.
Cuanto más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más extraordinaria se me
volvía la hipótesis de mi compañero acerca de una muerte por
envenenamiento. Recordaba ahora su gesto de aplicar la nariz a los
labios del interfecto, y no dudaba en atribuirlo a alguna razón de
peso. Pero descartado el veneno, ¿a qué causa remitirse, si no se
apreciaban heridas ni huellas de estrangulamiento? Y además, ¿a quién
demonios pertenecía la sangre, profusamente esparcida por el suelo? No
existían señales de lucha, ni se había encontrado junto al cuerpo
ningún arma de que pudiera servirse el agredido para atacar a su
ofensor. ¡Duro trabajo el de conciliar el sueño, para Holmes no menos
que para mí, en medio de tanto interrogante sin respuesta! Sólo de una
secreta y satisfactoria explicación de los hechos, una explicación que
aún no se me alcanzaba, podía dimanar, según me lo parecía a mí
entonces, la serena y segura actitud de Holmes.
Éste volvió tarde, mucho más de lo que el concierto exigía. La cena
estaba ya servida.
—¡Soberbio recital! —comentó mientras tomaba asiento—. ¿Recuerda usted
lo que Darwin ha dicho acerca de la música? En su opinión, la facultad
de producir y apreciar una armonía data en la raza humana de mayor
antigüedad que el uso del lenguaje. Acaso sea ésta la causa de que
influya en nosotros de forma tan sutil. Perviven en nuestras almas
recuerdos borrosos de aquellos siglos en que el mundo se hallaba aún en
su niñez...
—No me parece la idea muy estricta —apunté.
—Las ideas sobre la naturaleza han de ser tan holgadas como la
naturaleza misma. ¿Cómo podría de otra manera ser ésta interpretada? A
propósito — prosiguió—, su aspecto no es el de siempre. Se conoce que
el asunto de Brixton Road le tiene a usted trastornado.
—No voy a decirle que no —repuse—. Y el caso es que con la experiencia
de Afganistán debiera haberme curtido un poco. He visto a camaradas
hechos picadillo en Maiwand sin conmoverme de este modo.
—Me hago cargo. Este asunto está envuelto en un misterio que estimula
la imaginación; sin la imaginación no existe el miedo. ¿Ha leído usted
el periódico de esta tarde?
—No.
—Rinde cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que, al ser aupado el
cuerpo, rodó un anillo de compromiso por el suelo. No es inoportuno el
olvido.
—Explíqueme eso.
—Eche un vistazo a este anuncio —repuso—. He enviado por la mañana uno
idéntico a cada periódico, inmediatamente después de ocurrida la cosa.
Me hizo llegar el periódico desde el otro lado de la mesa, y yo busqué
con los ojos el lugar señalado. Ocupaba el mensaje la cabeza de la
columna destinada a «Hallazgos».
«Esta mañana», decía, «ha sido encontrado un anillo de compromiso, en
oro de ley, en el tramo de Brixton Road comprendido entre la taberna de
"El Ciervo Blanco" y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson, 221 B,
Baker Street, de ocho a nueve de la noche.»
—Disculpe que haya utilizado su nombre —prosiguió—, pero el mío habría
sido visto por alguno de estos badulaques, siempre prontos a meter las
narices donde no les llaman.
—Eso no importa —repuse—. Importa más que no tengo el anillo.
—¡Claro que lo tiene! —exclamó, entregándome uno—. Para el caso es lo
mismo, casi un facsímil.
—¿Y quién cree usted que contestará al anuncio?
—Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro
congestionado y botas con puntera cuadrada. Si no se presenta él
personalmente, enviará a un cómplice.
—¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa?
—En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso,
el hombre que nos preocupa sacrificaría cualquier cosa por no perder el
anillo. Sospecho que se le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el
cadáver, y que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar la
casa y descubrir su pérdida, dio presurosa marcha atrás, pero la
Policía había sido atraída ya a causa de la vela, que tontamente había
dejado encendida. Se fingió borracho para despejar las sospechas acaso
despertadas por su presencia en la cancela. Ahora, póngase en el
pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por
pensar que el extravío ha podido producirse en la calle, fuera ya de la
casa. ¿Qué hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente los
periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar razón del objeto
perdido. Mi anuncio no ha podido escapar a su atención. Estará ahora
felicitándose de su suerte. ¿Por qué recelar una trampa? Desde su punto
de vista, ninguna relación puede establecerse entre el hallazgo del
anillo y el asesinato. Es probable que venga..., mejor aún, es
inevitable. Aquí le tendremos antes de una hora.
—¿Y después? —dije.
—Déjelo de mi cuenta... ¿Dispone usted de algún arma?
—Mi viejo revólver de soldado y unos cuantos cartuchos. —Pues ya está
usted limpiando ese revólver y poniendo los cartuchos en la recámara.
Nuestro visitante es un hombre desesperado, sin nada que perder; acaso
no baste el cogerlo desprevenido.
Fui a mi alcoba e hice lo que se me había aconsejado. Cuando volví con
la pistola estaba ya la mesa despejada y Holmes, como otras veces,
mataba el tiempo arañando las cuerdas de su violín.
—Cada vez es más espesa la maraña —observó al verme entrar—. Acabo de
recibir desde América contestación a mi telegrama, y resulta que me
hallaba en lo cierto.
—Explíquese —pedí entonces, impaciente.
—Este violín requiere cuerdas nuevas —dijo evasivamente Holmes—. En
fin, métase la pistola en el bolsillo, y cuando se nos presente aquí
ese pájaro, háblele sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite las
miradas insistentes, no vaya a despertar en él sospechas.
—Son en este instante exactamente las ocho —comenté, mirando el reloj.
—Estará probablemente aquí pasados unos minutos. Deje la puerta
entreabierta. Así... Ahora, introduzca la llave por la parte de dentro.
¡Gracias! Encontré ayer esta rareza en un puesto de libros de lance...
Se trata de De Jure ínter Gentes impreso en latín por una casa de
Lieja, en los Países Bajos, allá por el año 1642. La cabeza del rey
Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando este pequeño volumen
de tejuelos marrones vio la luz.
—¿Quién es el impresor?
—Philippe de Croy, o quien quiera que sea. En la guarda, con tinta casi
borrada por los años, está escrita la leyenda «Ex libris Gulielmi
Whyte» (lat. De los libros de William Whyte). Me pregunto quién será el
tal Willam Whyte. Probablemente un pragmático del XVII, como se echa de
ver por el estilo abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro
hombre, según creo!
En ese instante se oyó en la entrada un fuerte campanillazo. Sherlock
Holmes se incorporó suavemente y puso su silla frontera a la puerta.
Oímos los pasos de la criada a través del vestíbulo, y después el ruido
seco del picaporte al ser accionado.
—¿Vive aquí el doctor Watson? —preguntó una voz clara aunque más bien
áspera.
No pudimos escuchar la respuesta de la sirviente, pero la puerta se
cerró, siguiendo a ese ruido el de unos pasos escaleras arriba. Se
apoyaban los pies sobre el suelo indecisamente, como arrastrándose. A
medida que estas señales llegaban a mi compañero, una expresión de
sorpresa iba pintándose en su rostro. Vino a continuación la penosa
travesía del pasillo, y por fin unos débiles golpe de nudillos sobre la
puerta.
—¡Adelante! —exclamé.
A mi convocatoria, en vez de la fiera humana que esperábamos, acudió
renqueando una anciana y decrépita mujer. Pareció deslumbrada por el
súbito destello de luz, y tras esbozar una reverencia, permaneció
inmóvil, parpadeando en dirección nuestra mientras sus dedos se
agitaban nerviosos e inseguros en la faltriquera. Miró a mi amigo, cuyo
semblante había adquirido tal expresión de desconsuelo que a poco más
pierdo la compostura y rompo a reír.
El vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de la tarde y señaló
nuestro anuncio.
—Aquí me tienen en busca de lo mío, caballeros —dijo improvisando otra
reverencia—; un anillo de compromiso perdido en Brixton Road. Pertenece
a mi Sally, casada hace doce meses con un hombre que trabaja como
camarero en un barco de la Unión. ¡No quiero ni decirles lo que pasaría
si a la vuelta ve a su mujer sin el anillo! ¡Es de natural irascible, y
de malísimas pulgas cuando le da a la botella! Sin ir más lejos ayer
fue mi niña al circo...
—¿Es éste el anillo? —pregunté.
—¡El Señor sea alabado! —exclamó la mujer—. Feliz noche le aguarda hoy
a Sally... Éste es el anillo.
—¿Tendría la bondad de darme su dirección? —inquirí, tomando un lápiz.
—Duncan Street 13, Houndsditch. Muy a desmano de aquí.
—La calle Brixton no queda entre Houndsditch y circo alguno —terció
entonces Sherlock Holmes, cortante.
La anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con sus ojillos
enrojecidos.
—El caballero pedía razón de mis señas —dijo—. Sally vive en el 3 de
Mayfield Place, Peckham.
—¿Su apellido es..?
—Mi apellido es Sawyer, y el de ella Dennis, Dennis por Tom Dennis, su
marido, un chico apañadito mientras está navegando —los jefes, por
cierto, lo traen en palmitas—, pero no tanto en tierra, a causa de las
mujeres y los bares...
—Aquí tiene usted el anillo, señora Sawyer —interrumpí de acuerdo con
una seña de mi compañero—; no dudo que pertenece a su hija, y me
complace devolverlo a su legítimo dueño.
Con mucho sahumerio de bendiciones, y haciendo protestas de gratitud,
aquella ruina se embolsó el anillo, deslizándose después escaleras
abajo. En ese mismo instante Sherlock Holmes saltó literalmente de su
asiento y acudió veloz a su cuarto. Transcurridos apenas unos segundos
apareció envuelto en un abrigo largo y amplio, de los llamados Ulster,
y vestido el cuello con una bufanda.
—Voy a seguirla —me espetó a bocajarro—; se trata sin duda de un
cómplice que nos conducirá hasta nuestro hombre. ¡Aguarde aquí mi
vuelta!
Apenas si la puerta principal se había cerrado tras el paso de nuestra
visitante, cuando Holmes se precipitó escaleras abajo. A través de la
ventana pude observar a la vieja caminando penosamente a lo largo de la
acera opuesta, mientras mi amigo la perseguía a una prudencial
distancia.
—O es todo un disparate —pensé—, o esta mujer le llevará a la entraña
del misterio.
No necesitaba Holmes haberme dicho que le aguardara en pie, puesto que
jamás habría podido conciliar el sueño hasta conocer el desenlace de la
aventura.
Holmes había partido al filo de las nueve. No teniendo noción de cuando
volvería, decidí matar el tiempo aspirando estúpidamente el humo de mi
pipa mientras fingía leer la Vie de Bohème de Henri Murger. Dieron las
diez y oí los pasos de la sirviente camino de su dormitorio. Sonaron
las once, y el más cadencioso taconeo del ama de llaves cruzó delante
de mi puerta, en dirección también a la cama. Serían casi las doce
cuando llegó a mis oídos el ruido seco del picaporte de la entrada. Ver
a mi amigo y adivinar que no le había asistido el éxito fue todo uno.
La pena y el buen humor parecían disputarse en él la preeminencia,
hasta que de pronto llevó el segundo la mejor parte y Holmes dejó
escapar una franca carcajada.
—¡Por nada del mundo permitiría que la Scotland Yard llegase a saber lo
ocurrido! —exclamó, derrumbándose en su butaca—. He hecho tanta burla
de ellos que no cesarían de recordármelo hasta el fin de mis días. Sí,
me río porque adivino que a la larga me saldré con la mía.
—¿Qué hay? —pregunté.
—Le contaré un descalabro. Escuche: la vieja había caminado un trecho
cuando comenzó a cojear, dando muestras de tener los pies baldados. Al
fin se detuvo e hizo señas a un coche de punto. Acorté la distancia con
el propósito de oír la dirección señalada al cochero, aunque por las
voces de la vieja, bastantes a derribar una muralla, bien pudiera haber
excusado tanta cautela. «¡Lléveme al 13 de Duncan Street, Houndsditch»,
chilló. «¿Habrá dicho antes la verdad?», pensé entonces para mí, y
viéndola ya dentro del vehículo, me enganché a la trasera de éste. Se
trata el último, por cierto, de un arte que todo detective debiera
dominar. En fin, nos pusimos en movimiento, sin que una sola vez
aminoraran los caballos su marcha hasta la calle en cuestión. Antes de
alcanzada la decimotercera puerta desmonté e hice lo que quedaba de
camino a pie, más bien despacio, como un paseante cualquiera. Vi
detenerse el coche. Su conductor saltó del pescante y fue a abrir una
de sus portezuelas, donde permaneció un rato a la espera. Nadie asomó
la cabeza. Cuando llegué allí estaba el hombre palpando el interior de
la cabina con aire de pasmo, al tiempo que adornaba su cólera con el
más florido rosario de improperios que jamás haya escuchado. No había
trazas del pasajero, quien según creo va a demorar no poco rato el
importe de la carrera. Al preguntar en el número 13, supe que se
hallaba ocupado por un respetable industrial de papeles pintados, de
nombre Keswick, y que ninguna persona apellidada Sawyer o Dennis había
sido vista en el referido inmueble.
—¿Pretende usted decirme —repuse asombrado—, que esa vieja y vacilante
anciana ha sido capaz de saltar del coche en marcha sin que usted o el
piloto se apercibieran de ello?
—¡Dios confunda a la vieja! —dijo con mucho énfasis Sherlock Holmes—.
¡Viejas nosotros, y viejas burladas! ¡Ha debido tratarse de un hombre
joven y vigoroso, amén de excelente actor! Su caracterización ha sido
inmejorable. Observó sin duda que estaba siendo perseguido, y se las
compuso para darme esquinazo. Ello demuestra que el sujeto tras el cual
nos afanamos no se halla tan desasistido como yo pensaba, y que cuenta
con amigos dispuestos a jugarse algo por él. Bueno, doctor, parece
usted agotado... Siga mi consejo y acuéstese.
Me encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de modo que di por
buena aquella invitación. Dejé a Holmes sentado frente al fuego en
brasas, y, muy entrada ya la noche, pude oír los suaves y melancólicos
gemidos de su violín, señal de que se hallaba el músico meditando sobre
el extraño problema pendiente todavía de explicación.
- 6 -
Tobías Gregson en acción
Al día siguiente sólo tenía la prensa palabras para «El misterio de
Brixton», según fue bautizado aquel suceso. Tras hacer una detallada
relación de lo ocurrido, algún periódico le dedicaba además el artículo
de fondo. Vine así al conocimiento de puntos para mí inéditos. Conservo
todavía en mi libro de recortes numerosos extractos y fragmentos
relativos al caso. He aquí una muestra de ellos:
El Daily Telegraph señalaba que en la historia del crimen difícilmente
podría hallarse un episodio rodeado de circunstancias más
desconcertantes. El nombre alemán de la víctima, la ausencia de
móviles, y la siniestra inscripción sobre el muro, apuntaban
conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre refugiados políticos o
elementos revolucionarios. Los socialistas tenían varias ramificaciones
en América, y el interfecto había violado sin duda las reglas tácitas
del juego, siendo por ese motivo rastreado hasta Londres. Tras traer un
tanto extemporáneamente a colación a la Vehmgericht, el aquatofana, los
Carbonari, a la marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los
principios de Malthus, y el asesinato de la carretera de Ratcliff, el
autor del artículo remataba su perorata con una admonición al gobierno
y la recomendación de que los extranjeros residentes en Inglaterra
fuesen vigilados más de cerca.
Al Standard todo se le volvía decir que esta clase de crímenes tendían
a cundir bajo los gobiernos liberales. Estaba su causa en el
soliviantamiento de las masas y la consiguiente debilitación de la
autoridad. El finado era de hecho un caballero americano que llevaba
residiendo algunas semanas en la metrópoli. Se había alojado en la
pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. El señor
Joseph Stangerson, su secretario particular, le acompañaba en sus
viajes. El martes día 4 habían partido los dos hacia Euston Station con
el manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool. No existían
dudas sobre su presencia conjunta en uno de los andenes de la estación.
Aquí se extraviaba el rastro de ambos caballeros hasta el ya referido
hallazgo del cadáver del señor Drebber en la casa vacía de Brixton
Road, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo pudo la víctima
alcanzar el escenario del crimen y hallar la muerte, eran interrogantes
aún abiertos. Acerca del paradero del señor Stangerson no se sabía
absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor Lestrade y al señor
Gregson, de Scotland Yard, la investigación del caso, sobre cuyo
esclarecimiento, dada la conocida pericia de ambos inspectores, cabría
esperar pronto noticias.
Según el Daily News, el crimen no podía ser sino político. El ejercicio
despótico del poder y el odio al liberalismo, propios de los gobiernos
continentales, arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que
acaso fueran excelentes ciudadanos a no hallarse su espíritu estragado
por el recuerdo de los padecimientos sufridos. Entre estas gentes regía
un puntilloso código de honor cuyo incumplimiento se castigaba con la
muerte. No debía excusarse ningún esfuerzo en la búsqueda del
secretario, Stangerson, ni en la investigación de algunos puntos
concernientes a los hábitos de vida del interfecto. De gran importancia
resultaba sin duda el descubrimiento de la casa donde éste se había
hospedado, hazaña imputable enteramente a la perspicacia y energía del
señor Gregson, de la Scotland Yard.
Sherlock Holmes y yo repasamos estas noticias durante el desayuno, con
gran regocijo por parte de mi amigo.
—Ya le dije que, independientemente de cómo discurriera esta historia,
los laureles serían al foral para Gregson y Lestrade.
—Según qué visos tome la cosa.
—¡Da lo mismo, bendito de Dios! Si nuestro hombre resulta atrapado, lo
habrá sido en razón de sus esfuerzos; si por el contrario escapa, lo
hará pese a ellos. Ocurra una cosa o la opuesta, llevan las de ganar...
Un sot trouve toujours un plus sot qui lʼadmire. (fr. Un tonto siempre
encuentra un tonto que lo admira.)
—¿Qué demonios sucede? —exclamé yo, pues se había producido de pronto,
en el vestíbulo primero y después en las escaleras, un gran estrépito
de pasos, acompañados de audibles muestras de disgusto por parte del
ama de llaves.
—Va usted a conocer el ejército de policías que tengo a mi servicio en
Baker Street —repuso gravemente mi compañero, y en ese momento se
precipitaron en la habitación media docena de los más costrosos
pilluelos que nunca haya acertado a ver.
—¡Fiiirmés! —gritó Holmes con bronca voz, y los seis perdidos se
alinearon enhiestos y horribles como seis esfinges de quincallería.
—De aquí en adelante —prosiguió Holmes—, será Wiggins quien suba a
darme el parte, y vosotros os quedaréis abajo. ¿Ha habido suerte,
Wiggins?
—No, patrón, todavía no —dijo uno de los jóvenes.
—En verdad, no esperaba otra cosa. Sin embargo, perseverad. Aquí tenéis
vuestro jornal. Dio a cada uno un chelín.
—Largo, y no se os ocurra volver la próxima vez sin alguna noticia.
Agitó la mano, y los seis chicos se precipitaron como ratas escaleras
abajo.
Un instante después, la calle resonaba con sus agudos chillidos.
—Cunde más uno de estos piojosos que doce hombres de la fuerza regular
—observó Holmes—. Basta que un funcionario parezca serlo, para que la
gente se llene de reserva. Por el contrario, mis peones tienen acceso a
cualquier sitio, y no hay palabra o consigna que no oigan. Son además
vivos como ardillas; perfectos policías a poco que uno dirija sus
acciones.
—¿Les ha puesto usted a trabajar en el asunto de la calle Brixton? —
pregunté.
—Sí: hay un punto que me urge dilucidar. No es sino cuestión de tiempo.
¡Ahora prepárese a recibir nuevas noticias, probablemente con su poco
de veneno, porque ahí viene Gregson más hueco que un pavo! Imagino que
se dirige a nuestro portal. Sí, acaba de detenerse. ¡En efecto, tenemos
visita!
Se oyó un violento campanillazo y un instante después las zancadas del
rubicundo detective, quien salvando los escalones de tres en tres, se
plantó de sopetón en la sala.
—Querido colega, ¡felicíteme! —gritó sacudiendo la mano inerte de
Holmes—. He dejado el asunto tan claro como el día.
Me pareció como si una sombra de inquietud cruzara por el expresivo
rostro de mi compañero.
—¿Quiere usted decirme que está en la verdadera pista?
—¡Pista..! ¡Tenemos al pájaro en la jaula!
—¿Cómo se llama?
—Arthur Charpentier, alférez de la Armada Británica —exclamó
pomposamente Gregson juntando sus mantecosas manos e inflando el pecho.
Sherlock Holmes dejó escapar un suspiro de alivio, iluminado el
semblante por una sonrisa.
—Tome asiento, caramba, y saboree uno de estos puros —dijo—. Ardemos en
curiosidad por saber cómo ha resuelto el caso. ¿Le apetecería un poco
de whisky con agua?
—No voy a decirle que no —repuso el detective—. La tensión formidable a
que me he visto sometido estos últimos días ha concluido por agotarme.
No se trata tanto, compréndame, del esfuerzo físico como del constante
ejercicio de la inteligencia. Sabrá apreciarlo, amigo mío, porque los
dos nos ganamos la vida a fuerza de sesos.
—Me abruma usted —repuso Holmes con mucha solemnidad—. Ahora, relátenos
cómo llevó a término esta importante investigación.
El detective se instaló en la butaca y aspiró complacido el humo de su
cigarro. De pronto pareció ganarle un recuerdo en extremo hilarante, y
dándose una palmada en el muslo, dijo:
—Lo bueno del caso, es que ese infeliz de Lestrade, que se cree tan
listo, ha seguido desde él principio una pista equivocada. Anda a la
caza de Stangerson, el secretario, no más culpable de asesinato que
usted o que yo. Quizá lo tenga ya bajo arresto.
Semejante idea abrió de nuevo en Gregson la compuerta de la risa, tanta
que a poco más se ahoga.
—¿Y de qué manera dio usted con la clave?
—Se lo diré, aunque ha de quedar la cosa, como usted, doctor Watson,
sin duda comprenderá, exclusivamente entre nosotros. Primero era
obligado averiguar los antecedentes americanos del difunto. Ciertas
personas habrían aguardado a que sus solicitudes encontrasen respuesta,
o espontáneamente suministrasen información las distintas partes
interesadas. Mas no es éste el estilo de Tobías Gregson. ¿Recuerda el
sombrero que encontramos junto al muerto?
—Sí —dijo Holmes—; llevaba la marca John Underwood and Sons, 129,
Camberwell Road.
— Gregson pareció al punto desarbolado.
—No sospechaba que lo hubieseʼ usted advertido —dijo—. ¿Ha estado en la
sombrerería?
—No.
—Pues sepa usted —repuso con voz otra vez firme—, que no debe
desdeñarse ningún indicio, por pequeño que parezca.
—Para un espíritu superior nada es pequeño —observó Holmes
sentenciosamente.
—Bien, me llegué a ese Underwood, y le pregunté si había vendido un
sombrero semejante en hechura y aspecto al de la víctima. En efecto,
consultó los libros y de inmediato dio con la respuesta. Había sido
enviado el sombrero a nombre del señor Drebber, residente en la pensión
Charpentier, Torquay Terrace. Así supe la dirección del muerto.
—Hábil... ¡Muy hábil! —murmuró Sherlock Holmes.
—A continuación pregunté por madame Charpentier —prosiguió el
detective—. Estaba pálida y parecía preocupada. Su hija, una muchacha
de belleza notable, dicho sea de paso, se hallaba con ella en la
habitación; tenía los ojos enrojecidos, y cuando le interpelé sus
labios comenzaron a temblar. Tomé buena nota de ello. Empezaba a olerme
la cosa a chamusquina. Conoce usted por experiencia, señor Holmes, la
sensación que invade a un detective cuando al fin se halla en buen
camino. Es un hormigueo muy especial.
»—¿Está usted enterada de la misteriosa muerte de su último inquilino,
el señor Enoch J. Drebber, de Cleveland? —pregunté.
»La madre asintió, incapaz de decir palabra. La muchacha rompió a
llorar. Tuve más que nunca la sensación de que aquella gente no era
ajena a lo ocurrido.
»—¿A qué hora partió el señor Drebber hacia la estación? —añadí.
»—A las ocho —contestó ella, tragando saliva para dominar el
nerviosismo—. Su secretario, el señor Stangerson, dijo que había dos
trenes, uno a las 9,15 y otro a las 11. Tenía pensado coger el primero.
»—¿Y no volvió a verlo?
»Una mutación terrible se produjo en el semblante de la mujer. Sus
facciones adquirieron palidez extraordinaria. Pasaron varios segundos
antes de que pudiera articular la palabra "no", y aun entonces fue ésta
pronunciada en tono brusco, poco natural.
»Se hizo el silencio, roto al cabo por la voz firme y tranquila de la
muchacha.
»—A nada, madre, conduce el mentir —dijo—. Seamos sinceras con este
caballero. Vimos de nuevo al señor Drebber.
»—¡Dios sea misericordioso!— gritó la madre echando los brazos a lo
alto y dejándose caer en la butaca—. ¡Acabas de asesinar a tu hermano!
»—Arthur preferiría siempre que dijésemos la verdad— repuso enérgica la
joven.
»—Será mejor que hablen por lo derecho —tercié yo—. Con las medias
palabras no se adelanta nada. Además, ignoran ustedes hasta dónde llega
nuestro conocimiento del caso.
»—¡Tú lo has querido, Alice!— exclamó la madre, y volviéndose hacia mí,
añadió—: No le ocultaré nada, señor. No atribuya mi agitación a temor
sobre la parte desempeñada por mi hijo en este terrible asunto. Es
absolutamente inocente. Me asusta tan sólo que a los ojos de usted o de
los demás pueda parecer que le toca alguna culpa. Mas ello no es
ciertamente concebible. Sus altas prendas morales, su profesión, sus
antecedentes, constituyen garantía bastante.
»—Sólo puede prestarle ayuda declarando la verdad —contesté—. Si su
hijo es inocente, se beneficiará de ella.
»—Quizá, Alice, sea conveniente que nos dejes solos —apuntó la mujer, y
su hija abandonó el cuarto—. Bien, señor, prosiguió—, no tenía
intención de hacerle semejantes confidencias, pero dado que mi niña le
ha desvelado lo ocurrido, no me queda otra alternativa. Se lo relataré
todo sin omitir detalle.
»—El señor Drebber ha permanecido con nosotros cerca de tres semanas.
Él y su secretario, el señor Stangerson, volvían de un viaje por el
continente. Sus baúles ostentaban unas etiquetas con el nombre de
"Copenhagen", señal de que había sido éste su último apeadero.
Stangerson era hombre pacífico y retraído: siento tener que dar muy
distinta cuenta de su patrón, agresivo y de maneras toscas. La misma
noche de su llegada el alcohol acentuó tales rasgos. No recuerdo, de
hecho, haberlo visto nunca sobrio después de las doce del mediodía. Con
el servicio se concedía licencias intolerables. Peor aún, pronto hizo
extensiva a mi hija tan reprobable actitud, llegando a permitirse una
serie de insinuaciones que afortunadamente ella es demasiado inocente
para comprender. En cierta ocasión la tomó en sus brazos y la apretó
contra sí, arrebato cobarde que su mismo secretario no pudo por menos
de echarle en cara.
»—¿Por qué toleró esos desmanes tanto tiempo? —repuse—: ¿Acaso no está
usted en el derecho de deshacerse de sus huéspedes, llegado el caso?
»—La señora Charpentier se ruborizó ante mi pertinente pregunta.«
¡Válgame Dios, ojalá lo hubiera despedido el día mismo de su llegada!",
dijo. "Pero la tentación era viva. Me pagaba una libra por cabeza y día
—lo que hace catorce a la semana—, y estamos en la temporada baja. Soy
viuda, con un hijo en la Armada que me ha costado por demás. Me afligía
la idea de desaprovechar ese dinero. Hice lo que me dictaba la
conciencia. Lo último acaecido rebasaba el límite de lo tolerable y
conminé a mi huésped para que abandonara la casa. Fue ése el motivo de
su marcha."
»—Prosiga.
»—Cuando lo vi partir sentí como si me quitaran un peso de encima. Mi
hijo se encuentra precisamente ahora de permiso, pero no le dije nada
porque es de natural violento y adora a su hermana. Al cerrar la puerta
detrás de aquellos hombres respiré tranquila. Sin embargo, no había
pasado una hora cuando se oyó un timbrazo y recibí la noticia de que el
señor Drebber estaba de vuelta. Daba muestras de gran agitación,
extremada, evidentemente, por el alcohol. Se abrió camino hasta la sala
que ocupábamos mi hija y yo e hizo algunas incoherentes observaciones
acerca del tren, que según él no había podido tomar. Se encaró después
con Alice y delante de mis mismísimos ojos le propuso que se fugara con
él. "Eres mayor de edad", dijo "y la ley no puede impedirlo. Tengo
dinero abundante. Olvida a la vieja y vente conmigo. Vivirás como una
princesa." La pobre chiquilla estaba tan asustada que quiso huir, pero
aquel salvaje la sujetó por la muñeca e intentó arrastrarla hasta la
puerta. Dio un grito que atrajo de inmediato a mi hijo Arthur.
Desconozco lo que ocurrió después. Oí juramentos y los ruidos confusos
de una pelea. Mi miedo era tanto que no me atrevía a levantar la
cabeza. Cuando al fin alcé los ojos, Arthur estaba en el umbral riendo
y con un bastón en la mano. "No creo que este tipo vuelva a
molestarnos", dijo. "Iré detrás suyo para ver qué hace." A
continuación, llegaba la noticia de la muerte del señor Drebber.
»El relato de la señora Charpentier fue entrecortado y dificultoso. A
ratos hablaba tan quedo que apenas se alcanzaba a oír lo que decía.
Hice sin embargo un rápido resumen escrito de cuanto iba relatando, de
modo que no pudiese existir posibilidad de error.
—Apasionante —observó Sherlock Holmes con un bostezo—. ¿Qué ocurrió
después?
—Concluida la declaración de la señora Charpentier —repuso el
detective—, eché de ver que todo el caso reposaba sobre un solo punto.
Fijando en ella la mirada de una forma que siempre he hallado efectiva
con las mujeres, le pregunté a qué hora había vuelto su hijo.
»—¿No lo sabe?
»—No..., dispone de una llave y entra y sale cuando quiere.
»—¿Había vuelto cuando fue usted a la cama?
»—No.
»—¿Cuándo se acostó? »—Hacia las once.
»—¿De modo que su hijo ya llevaba fuera más de dos horas?
»—Sí.
»—¿Quizá cuatro o cinco?
»—Sí.
»—¿Qué estuvo haciendo durante ese tiempo?
»—Lo ignoro —repuso ella palideciendo intensamente.
»Por supuesto, estaba todo dicho. Adivinado el paradero del teniente
Charpentier, me hice acompañar de dos oficiales y arresté al
sospechoso. Cuando posé la mano sobre su hombro conminándole a que se
entregase sin resistencia, contestó insolente: "Imagino que estoy
siendo arrestado por complicidad en el asesinato de ese miserable de
Drebber." Nada le habíamos dicho sobre el caso, de modo que semejante
comentario da mucho que pensar.
—Mucho —repuso Holmes.
—Aún portaba el grueso bastón que su madre afirma haberle visto cuando
salió en persecución de Drebber. Se trata de una auténtica tranca de
roble.
—En resumen, ¿cuál es su teoría?
—Bien, mi teoría es que siguió a Drebber hasta la calle Brixton. Allí
se produjo una disputa entre los dos hombres, en el curso de la cual
Drebber recibió un golpe de bastón, en la boca del estómago quizá,
bastante a producirle la muerte sin la aparición de ninguna huella
visible. Estaba la noche muy mala y la calle desierta, de modo que
Charpentier pudo arrastrar el cuerpo de su víctima hasta el interior de
la casa vacía. La vela, la sangre, la inscripción sobre la pared, el
anillo, son probablemente pistas falsas con que se ha querido confundir
a la Policía.
—¡Magnífico! —dijo Holmes en un tono alentador—. Realmente, progresa
deprisa. ¡Acabaremos por hacer carrera de usted!
—Me precio de haber realizado un buen trabajo —contestó envanecido el
detective—. El joven ha declarado que siguió un trecho el rastro de
Drebber, hasta que éste, viéndose acechado, montó en un coche de punto.
De vuelta a casa se tropezó a un antiguo camarada de a bordo, y los dos
dieron un largo paseo. No ha sabido sin embargo decirme a satisfacción
dónde se aloja este segundo individuo. Opino que las piezas encajan con
pulcritud. Me divierte sobre todo pensar en las inútiles idas y venidas
de Lestrade. Temo que le valgan de poco. ¡Pero caramba, aquí lo
tenemos!
Sí, era Lestrade, que había subido las escaleras mientras hablábamos, y
entraba ahora en la habitación. Eché sin embargo en falta la viveza y
desenvoltura propios de su porte. Traía el semblante oscurecido, y
hasta en la vestimenta se percibía un vago desaliño. Había venido
evidentemente con el propósito de asesorarse cerca de Sherlock Holmes,
porque la vista de su colega pareció turbarle. Permaneció todo confuso
en el centro de la estancia, manoseando nerviosamente su sombrero y sin
saber qué hacer.
—Se trata —dijo por fin— del más extraordinario, incomprensible asunto
que nunca me haya echado en cara.
—¿Usted cree, señor Lestrade? —exclamó Gregson con voz triunfante—.
Sabía que no podría ser otra su conclusión. ¿Qué hay del secretario, el
señor Stangerson?
—El secretario, el señor Joseph Stangerson —repuso Lestrade
gravemente—, ha sido asesinado hacia las seis de esta mañana, en el
Private Hotel de Halliday.
- 7 -
Luz en la oscuridad
El calibre y carácter inesperado de la nueva noticia eran tales que
quedamos todos sumidos en un gran estupor. Gregson saltó de su butaca
derramando el whisky y el agua que aún no había tenido tiempo de
ingerir. Yo miré en silencio a Sherlock Holmes, cuyos labios
permanecían apretados y crispadas las cejas sobre entrambos ojos.
—¡También Stangerson! —murmuró—. El asunto se complica.
—No era antes sencillo —gruñó Lestrade allegándose una silla—. Por
cierto, me da en la nariz que he interrumpido una especie de consejo de
guerra.
—¿Está usted seguro de la noticia? —balbució Gregson.
—Vengo derecho de la habitación donde ha ocurrido el percance —
repuso—. He sido precisamente yo el primero en descubrirlo.
—Gregson acaba de explicarnos qué piensa del caso —observó Holmes—.
¿Tendría usted inconveniente en relatarnos lo que por su cuenta ha
hecho o visto?
—Ninguno —dijo Lestrade tomando asiento—. Confieso abiertamente que en
todo momento creí a Stangerson complicado en la muerte de Drebber. El
último suceso demuestra el alcance de mi error. Llevado de él, me puse
a investigar el paradero del secretario. Ambos habían sido vistos
juntos en Euston Station alrededor de las ocho y media de la tarde del
día tres. A las dos de la mañana aparecía el cuerpo de Drebber en la
calle Brixton. Era, por tanto, cuestión de averiguar qué había hecho
Stangerson entre las ocho y media y la hora del crimen, y hacia dónde
conducían sus pasos ulteriores. Despaché un telegrama a Liverpool con
la descripción de mi hombre, y la advertencia de que no apartasen un
instante los ojos de los barcos con destino a América. A continuación
inicié una operación de rastreo por todos los hoteles y pensiones de la
zona de Euston. Pensaba que si Drebber y su secretario se habían
separado, era natural que el último buscara alojamiento en algún sitio
a mano para descolgarse en la estación a la mañana siguiente.
—Habiendo tenido previamente la precaución de acordar con su compañero
un posterior punto de encuentro —observó Holmes.
—En efecto. Toda la tarde de ayer se me fue en pesquisas inútiles. Esta
mañana me puse a la tarea muy temprano, y a las ocho estaba ya plantado
a la puerta del Hallidayʼs Private Hotel, en la calle Little George.
Inmediatamente me confirmaron la presencia del señor Stangerson en la
lista de huéspedes.
—Sin duda es usted el caballero que estaba esperando —observaron—.
Dos días hace que aguarda su visita.
»—¿Cuál es su habitación —inquirí.
»—La del piso de arriba. Desea ser despertado a las nueve.
»Subiré ahora mismo —dije.
»Confiaba que, desconcertado ante mi súbita aparición, dejara escapar
quizá una frase comprometedora. El botones se ofreció a conducirme
hasta la habitación. Se hallaba en el segundo piso, al cabo de un
estrecho pasillo. Me señaló la puerta con un ademán de la mano, y se
disponía ya a bajar las escaleras, cuando vi algo que me revolvió el
estómago pese a mis veinte años largos de servicio. Por debajo de la
puerta salía un pequeño hilo de sangre que, trazando caprichosos
meandros a lo largo del pasillo, iba a estancarse contra el zócalo
frontero. Di un grito que atrajo al botones. Casi se desmaya al llegar
a mi altura. La puerta estaba cerrada por dentro, pero conseguimos
quebrantar el pestillo a fuerza de hombros. Debajo de la ventana de la
habitación, abierta de par en par, yacía hecho un ovillo y en camisa de
dormir el cuerpo de un hombre. Estaba muerto, y desde hacía algún
tiempo, según eché de ver por la frialdad y rigidez de sus miembros.
Cuando lo volvimos boca arriba el botones reconoció de inmediato al
individuo que había alquilado la habitación bajo el nombre de señor
Stangerson. Una cuchillada en el costado izquierdo, lo bastante
profunda para alcanzar el corazón, daba razón de aquella muerte. Y
ahora viene lo más misterioso del asunto. ¿Qué imaginan ustedes que
encontré en la pared, encima del cuerpo del asesinado?
Sentí un estremecimiento de todo el cuerpo, y como una aprensión de
horror, antes incluso de que Sherlock Holmes hablara.
—La palabra «RACHE», escrita con sangre —dijo.
—Así es —repuso Lestrade en tono de espanto, y permanecimos silenciosos
durante un rato.
Había un no sé qué de metódico e incomprensible en las fechorías del
anónimo asesino que acrecía la sensación de horror. Mis nervios,
bastante templados en el campo de batalla, chirriaban heridos al solo
estremecimiento de lo acontecido.
—Nuestro hombre ha sido avistado... —prosiguió Lestrade—. Un repartidor
de leche, camino de su tienda, acertó a pasar por la callejuela que
arranca de los establos contiguos a la trasera del hotel. Observó que
cierta escalera de mano, generalmente tendida en tierra, estaba apoyada
contra una de las ventanas del segundo piso, abierta de par en par. Al
cabo de un rato volvió la cabeza y vio a un hombre descendiendo por
ella. Su actitud era tan abierta y reposada que el chico lo confundió
sin más con un carpintero o un operario al servicio del hotel. Nada,
excepto lo temprano de la hora, le pareció digno de atención. El chico
cree recordar que el hombre era alto, tenía las mejillas
congestionadas, e iba envuelto en un abrigo marrón. Hubo de permanecer
arriba un rato después del asesinato, ya que hallamos sangre en la
jofaina, donde se lavó las manos, y huellas sangrientas también en las
sábanas, con las que de propósito enjugó el cuchillo.
Miré a Holmes, impresionado de la semejanza existente entre la
descripción del criminal y la adelantada antes por él. La euforia o la
vanidad estaban sin embargo ausentes del rostro de mi amigo.
—¿Y no ha encontrado usted en la habitación nada que pudiera
conducirnos hasta el asesino? — preguntó.
—En absoluto. Stangerson tenía en el bolsillo el portamonedas de
Drebber, cosa por otra parte natural, ya que hacía todos los pagos.
Contamos ochenta y tantas libras, las mismas que portaba antes de ser
muerto. De los posibles móviles del crimen hay que excluir desde luego
el robo. No había en los bolsillos documentos ni anotaciones, fuera de
un telegrama fechado en Cleveland un mes antes más o menos, con la
siguiente leyenda: «J. H. se encuentra en Europa». El mensaje no traía
firma.
—¿Nada más? —insistió Holmes.
—Nada importante. Había sobre la cama una novela que debió leer antes
de dormirse, una pipa en una silla adyacente, un vaso de agua posado
sobre la mesita de noche, y en el antepecho de la ventana una menuda
caja de pomada con dos píldoras dentro.
Sherlock Holmes saltó de su asiento, presa de un júbilo extraordinario.
—¡Me han facilitado ustedes el último eslabón! —exclamó jubiloso—. El
caso está cerrado. Los dos detectives le dirigieron una mirada llena de
pasmo.
—Tengo ahora entre las manos —añadió con aplomo mi compañero— los hilos
que componen esta complicada madeja. No sabría, ciertamente, dar cuenta
de todos los detalles, pero cuanto de importante ha sucedido, desde la
separación de Drebber y Stangerson en la estación hasta el
descubrimiento del segundo cadáver, se me revela casi con la nitidez de
lo efectivamente visto. Les haré una demostración de eso que digo.
¿Podría agenciarse las píldoras?
—Las traigo conmigo —repuso Lestrade dejándonos ver una pequeña caja
blanca—; hice acopio de ellas, junto al portamonedas y el telegrama,
para ponerlas después a buen recaudo en la comisaría. Están aquí de
milagro, ya que no les atribuyo la menor importancia.
—¡Déme esas píldoras! —exclamó Holmes; y a continuación, volviéndose
hacia mí, añadió: —Díganos, doctor, ¿son estás comprimidos de uso
corriente?
Ciertamente no lo eran. De un gris nacarado, pequeños, redondos, se
tornaban casi transparentes vistos al trasluz.
—De su transparencia y ligereza concluyo que son solubles en agua —
observé.
—Exactamente —repuso Holmes—. ¿Tendría ahora la bondad de bajar al
primer piso y traer a ese pobre terrier hace tiempo enfermo, el que
ayer pretendía el ama de llaves que usted librase por fin de tanto
sufrimiento?
Descendí al primer piso y tomé al perro en mis brazos. La respiración
difícil y la mirada vidriosa anunciaban una muerte próxima. De hecho,
por la nieve inmaculada de su hocico, podía colegirse que aquel animal
había vivido más de lo que es costumbre en la especie canina. Lo posé
sobre un cojín, encima de la alfombra.
—Partiré en dos una de estas píldoras —anunció Holmes, y sacando su
cortaplumas hizo verdad lo que había dicho—. Devolveremos la primera
mitad a la caja, con el propósito que después se verá. La otra mitad
voy a colocarla en esta copa de vino, donde he vertido un poco de agua.
Pueden ustedes apreciar que nuestro amigo el doctor llevaba razón, y
que la pastilla se disuelve en el líquido.
—No dudo que todo esto es fascinante —terció Lestrade en el tono herido
de quien sospecha estar siendo víctima de una broma—; ¿pero qué
demonios tiene que ver con la muerte de Joseph Stangerson?
—¡Paciencia, amigo mío, paciencia! Comprobará a su tiempo hasta qué
punto no es sólo importante, sino esencial. Bien, ahora añado a la
mezcla unas gotas de leche que la hagan sabrosa y se la doy a beber al
perro, que no desdeñará el ofrecimiento.
En efecto, el animal apuró con ansiedad el mejunje que, mientras
hablaba, había vertido Holmes en un platillo y colocado después delante
suyo. La actitud de mi amigo estaba revestida de tal gravedad que
todos, impresionados, permanecimos sentados en silencio y con la mirada
fija en el perro, a la espera de algún acontecimiento extraordinario.
Ninguno se produjo, sin embargo. El terrier permaneció extendido sobre
el cojín, batallando por llenar de aire sus pulmones, ni mejor ni peor
que antes de la libación.
Holmes había sacado su reloj de bolsillo, y conforme pasaba el tiempo
inútilmente, una grandísima desolación se iba apoderando de su
semblante. Se mordió los labios, aporreó la mesa con los dedos, y dio
otras mil muestras de aguda impaciencia. Tan fuerte era su agitación
que sentí auténtica pena, al tiempo que los dos detectives, antes
jubilosos que afligidos por el fracaso de que eran testigos, sonreían
maliciosamente.
—No puede tratarse de una coincidencia —gritó al fin saltando de su
asiento y midiendo la estancia a grandes y frenéticos pasos—; es
imposible que sea una pura coincidencia. Las mismas píldoras que deduje
en el caso de Drebber aparecen tras la muerte de Stangerson. Y sin
embargo son inofensivas. ¿Qué diantre significa ello? Desde luego no
cabe que toda mi cadena de inferencias apunte en una falsa dirección.
¡Imposible! Y aún así esta pobre criatura no ha empeorado! ¡Ah, ya lo
tengo! ¡Ya lo tengo!
Con un alarido de perfecta felicidad acudió a la caja, partió la
segunda píldora en dos, la disolvió en agua, añadió leche, y ofreció de
nuevo la mezcla al terrier. No había tocado casi la lengua del
desafortunado animal aquel líquido, cuando una terrible sacudida
recorrió todo su cuerpo, rodando después por tierra tan rígido e inerte
como si un rayo mortal se hubiera abatido sobre él desde las alturas.
Sherlock Holmes dio un largo suspiro y enjugó el sudor que perlaba su
frente.
—Debiera tener más fe —dijo—; ya es tiempo de saber que cuando un hecho
semeja oponerse a una apretada sucesión de deducciones, existe siempre
otra interpretación que salva la aparente paradoja. De las dos píldoras
que hay en este pastillero, una es inofensiva, mientras que su
compañera encierra un veneno mortal. Vergüenza me causa no haberlo
supuesto apenas vista la caja.
Semejante observación se me antojó gratuita, que difícilmente podía
persuadirme de que Holmes la hubiera hecho en serio. Ahí estaba, sin
embargo, el perro muerto como testimonio de lo cierto de sus
conjeturas. Tuve la sensación de que empezaba a ver más claro, y sentí
una suerte de vaga, incipiente percepción de la verdad.
—Todo esto ha de sorprenderles —prosiguió Holmes— por la sencilla razón
de que no repararon al principio de la investigación en cierto dato, el
único rico en consecuencias. Quiso la suerte que le concediera yo el
peso que realmente tenía, y los acontecimientos posteriores no han
hecho sino afirmar mi suposición original, de la que realmente se
seguían como corolario lógico.
Lo que a ustedes se presentaba en tinieblas o dejaba perplejos,
señalaba para mí el camino auténtico, esbozado ya en mis primeras
conclusiones. No debe confundirse lo insólito con lo misterioso. Cuanto
más ordinario un crimen, más misterioso también, ya que estarán
ausentes las características o peculiaridades que puedan servir de
punto de partida a nuestro razonamiento. El asesinato hubiera resultado
infinitamente más difícil de desentrañar si llega a ser descubierto el
cadáver en la calle y no acompañado de esos aditamentos sensacionales y
outré, los que le conferían, precisamente, un aire peculiar. Los
detalles extraordinarios, lejos de estorbar esta investigación, han
servido para facilitarla.
El señor Gregson, que había atendido a la alocución dando muestras de
considerable impaciencia, no pudo al fin contenerse. —Mire usted, señor
Holmes —dijo—, no necesita convencernos de que es usted un tipo listo,
ni de que sigue métodos de trabajo muy personales. Sin embargo, no es
éste el momento de ponerse a decir sermones o ventear teorías. La
cuestión es atrapar al criminal. Hice mi propia composición de lugar,
al parecer equivocadamente. El joven Charpentier no ha podido estar
complicado en el segundo asesinato. Lestrade ha escogido a Stangerson,
enfilando también, por lo que se ve, una ruta desviada. Usted sin
embargo, según lo demuestran algunas observaciones aisladas, acumula
mayor conocimiento sobre el caso que nosotros, habiendo llegado el
momento, creo, de que nos diga de una vez y por lo derecho lo que sabe.
¿Le consta ya el nombre del asesino?
—He de sumarme por fuerza a la petición de Gregson —observó Lestrade—.
Ambos hemos hecho cuanto estaba en nuestras manos, y los dos hemos
fracasado. Le he oído decir a usted desde que estoy en esta habitación
que contaba ya con todos los datos precisos. Espero que no los tenga
ocultos por más tiempo.
—Cualquier tardanza en el apresamiento del asesino —tercié yo—, podría
darle opción a una nueva atrocidad.
Ante nuestra insistencia, Holmes dio muestras de vacilar. Continuó
midiendo el aposento a grandes pasos, con la cabeza hincada en el pecho
y las cejas fruncidas, señales que en él denotaban un estado de
profunda reflexión.
—No habrá más asesinatos —dijo al fin, parándose en seco y mirándonos a
la cara—. Tal posibilidad queda descartada. Me preguntan ustedes si
conozco el nombre del asesino. La respuesta es sí. Ello, sin embargo,
poco significa comparado con la tarea más complicada de ponerle las
manos encima. Espero hacerlo pronto, y a mi manera: pero es asunto
delicado, ya que hemos de vérnoslas con un hombre astuto y desesperado
al que presta ayuda, como he podido comprobar, un cómplice de prendas
no menos formidables. Mientras el asesino desconozca que alguien le
sigue la pista, existe la posibilidad de atraparlo: mas en cuanto le
asalte la más mínima sospecha cambiará de nombre, perdiéndose sin más
entre los cuatro millones de habitantes que pueblan esta gran ciudad.
Sin propósito de ofenderles, debo admitir que considero a nuestros
rivales de talla excesiva para las fuerzas de la policía, y que ésta ha
sido la razón de que no requiera su ayuda. Si fracaso, no dudaré en
reconocer el error de esta omisión, mas es riesgo que estoy dispuesto a
correr. De momento, sepan ustedes que tan pronto como considere posible
transmitirles información sin poner en peligro mis planes, lo haré
gustoso.
Gregson y Lestrade quedaron lejos de satisfechos con estas
declaraciones y la no muy halagadora alusión al cuerpo de policía. El
primero se sonrojó hasta la raíz de sus rubios cabellos, en tanto los
ojos de abalorio del otro echaban vivas chispas de inquietud y
resentimiento. Ninguno de los dos había tenido tiempo sin embargo de
abrir la boca, cuando sonaron unos golpecitos en la puerta y la mínima
y poco agraciada persona del joven Wiggins, portavoz de los pilluelos,
entró en escena.
—Señor —dijo llevándose la mano a la guedeja que le caía sobre la
frente—, tengo ya abajo el coche de caballos.
—Bien hecho, chico —repuso Holmes en tono casi afectuoso. Después,
habiendo sacado de un cajón un par de esposas de acero, añadió: —¿Por
qué no adoptan este modelo en la Scotland Yard? Observen ustedes la
suavidad del resorte. Cierra en un instante.
—También sirven las viejas mientras haya alguien a quien ponérselas —
gruñó Lestrade.
—Está bien, está bien —repuso Holmes, sonriendo—. El cochero podría
ayudarme a bajar los bultos. Dile que suba, Wiggins.
Me sorprendió ver a mi amigo prepararse a lo que parecía un largo
viaje, ya que no me tenía dicho nada sobre su proyecto. Había en la
habitación una pequeña maleta que asió enérgicamente y comenzó a
sujetar con una correa. En tal manejo se hallaba ocupado cuando hizo
acto de presencia el cochero.
—Venga acá, buen hombre —dijo hincando la rodilla en tierra, con la
cabeza siempre echada hacia adelante—, y ponga mano a esta hebilla.
El cochero se llegó a él con aire entre arisco y desafiante, y alargó
los brazos para auxiliarle en la faena. Entonces se oyó el clic de un
resorte, resonaron unos metales, y Sherlock Holmes recuperó rápidamente
la posición erecta.
—Señores —exclamó, centelleantes los ojos—, permítanme presentarles al
señor Jefferson Hope, el asesino de Enoch Drebber y Joseph Stangerson.
El suceso tuvo lugar en un instante, tan breve que ni tiempo me dio a
cobrar conciencia cabal de lo ocurrido. Conservo en la memoria la viva
imagen de aquel momento: la expresión de triunfo de Holmes, y la faz
furiosa, atónita, del hombre, fijos los ojos en las brillantes esposas
que como por arte de encantamiento habían ceñido de pronto sus muñecas.
Durante uno o dos segundos pudimos parecer un grupo de estatuas.
Entonces el hombre dejó escapar un grito de loco, y desasiéndose de la
presa de Holmes impulsó su cuerpo contra la ventana. Maderos y
cristales cedieron ante la acometida, mas no había el fugitivo
completado aún su propósito cuando Holmes, Lestrade y Gregson hacían de
nuevo, al igual que sabuesos, presa en él. Fue arrastrado hacia la
habitación, donde se desarrolló una formidable lucha. Tanta era la
fuerza y el empeño de nuestro enemigo que varias veces nos vimos
frustrados en el intento de inmovilizarlo. Parecía poseído del empuje
convulsivo de un hombre al que domina una crisis epiléptica. Cara y
manos se hallaban terriblemente laceradas por el cristal de la ventana,
mas la pérdida de sangre no le restaba un ápice de fuerza. Hasta que
Lestrade consiguió asirlo de la corbata y hacer con ella torniquete,
cortándole casi la respiración, no cesó en su resistencia; aun entonces
sólo nos sentimos dueños del campo después de haberle atado de pies y
manos. Tras ello volvimos a incorporarnos, sin aliento y jadeando.
—Abajo está su coche —dijo Sherlock Holmes—. Nos servirá para
conducirlo a Scotland Yard. Y ahora, caballeros —prosiguió con una
sonrisa complaciente—, puede decirse que hemos llegado ya al fondo de
nuestro pequeño misterio. Háganme cuantas preguntas les ronden por la
cabeza, sin temor de que vaya a dejar alguna pendiente.
****
SEGUNDA PARTE
La tierra de los santos
- 1 -
En la gran llanura alcalina
En medio del gran continente norteamericano se extiende un desierto
árido y tenebroso que durante muchos años obró de obstáculo al avance
de la civilización. De Sierra Nevada a Nebraska, y del río Yellowstone
en el Norte al Colorado en el Sur, reinan la desolación y el silencio.
Los visajes con que aquí se expresa la Naturaleza son múltiples. Hay
exaltadísimas montañas de cúpulas nevadas, y oscuros y tenebrosos
valles. Existen ríos veloces que penetran como cuchillos en la ruinosa
fábrica de una garganta o un cañón; y se dilatan también llanuras
interminables, sepultadas en invierno bajo la nieve, y cubiertas en
verano por el polvo gris del álcali salino. Todo ello, hasta lo más
diverso, presidido por un mismo espíritu de esterilidad, tristeza y
desabrimiento.
La tierra maldita está deshabitada. De cuando en cuando se aventuran en
ella, en peregrinación hacia nuevos cazaderos, algunas partidas de
pawnees o piesnegros, mas no existe uno solo, ni el más bravo o
arrojado, que no sienta afán por dejar a sus espaldas la llanura
imponente y acogerse otra vez al refugio de las praderas. El coyote
acecha entre los matorrales, el busardo quiebra el aire con su vuelo
pesado y el lento oso gris merodea sordamente por los barrancos, en
busca del poco sustento que aquellos pedregales puedan dispensarle. No
pueblan otras criaturas el vasto desierto.
Es cosa cierta que ningún panorama del mundo aventaja en lo tétrico al
que se divisa desde la vertiente norte de Sierra Blanco. Hasta donde
alcanza el ojo se extiende la tierra llana, salpicada de manchas
alcalinas e interrumpida a trechos por espesuras de chaparros enanos.
Cierran la raya extrema del firmamento los picos nevados y agudos de
una larga cadena de montañas. De este paisaje interminable está ausente
la vida o cuanto pueda evocarla. No se columbra una sola ave en el
cielo, duro y azul, no estremece la tierra gris y yerta ningún
movimiento, y, sobre todo, el silencio es absoluto. Por mucho que se
afine el oído, no se aprecia siquiera una sombra de ruido en la soledad
inmensa; nada sino silencio, completo y sobrecogedor silencio.
Hemos dicho que es absoluta la ausencia de vida en la vasta planicie.
Un pequeño detalle lo desmiente. Mirando hacia abajo desde Sierra
Blanco se distingue un camino que cruza el desierto y, ondulante, se
pierde en la línea remota del horizonte. Está surcado de ruedas de
carros y lo han medido las botas de innumerables aventureros. Aquí y
allá refulgen al sol, inmaculados sobre el turbio sedimento de álcali,
unos relieves blancos. ¿Qué son? ¡Son huesos! Grandes y de textura
grosera unos, más delicados y menudos los otros. Pertenecieron los
primeros a algún buey, a seres humanos éstos... A lo largo de mil
quinientas millas puede seguirse el rastro de la mortífera ruta por los
restos dispersos que a su vera han ido dejando quienes sucumbían antes
de llegar al final del camino.
Tal era el escenario que, el día 4 de mayo de 1847, se ofrecía a los
ojos de cierto solitario viajero. La apariencia de éste semejaba a
propósito para tamaños parajes. Imposible habría resultado, guiándose
por ella, afirmar si frisaba en los cuarenta o en los sesenta años. Era
de rostro enjuto y macilento, tenía la piel avellanada y morena, como
funda demasiado estrecha de la que quisiera salirse la calavera, y en
la barba y el pelo, muy crecidos, el blanco prevalecía casi sobre el
castaño. Los ojos se hundían en sus cuencas, luciendo con un fulgor
enfermizo, y la mano que sostenía el rifle apenas si estaba más forrada
de carne que el varillaje de los huesos. Para tenerse en pie había de
descansar el cuerpo sobre el arma, y sin embargo su espigada figura y
maciza osamenta denotaban una constitución ágil y férrea al tiempo. En
la flaqueza del rostro, y en las ropas que pendían holgadas de los
miembros resecos, se adivinaba el porqué de ese aspecto decrépito y
precozmente senil: aquel hombre agonizaba, agonizaba de hambre y de
sed.
Se había abierto trabajosamente camino a lo largo del barranco, y hasta
una leve eminencia después, en el vano propósito de descubrir algún
indicio de agua. Ahora se extendía delante suyo la infinita planicie
salada, circuida al norte por el cinturón de montañas salvajes, monda
toda ella de plantas, árboles o cosa alguna que delatara la existencia
de humedad. No se descubría en el ancho espacio un solo signo de
esperanza. Norte, oriente y occidente fueron escudriñados por los ojos
interrogadores y extraviados del viajero. Habían llegado a término, sí,
sus correrías, y allí, en aquel risco árido, sólo le aguardaba la
muerte. «¿Y por qué iba a ser de otro modo? ¿Por qué no ahora mejor que
en un lecho de plumas, dentro quizá de veinte años?», murmuró mientras
se sentaba al abrigo de un peñasco.
Antes de adoptar la posición sedente, había depositado en el suelo el
rifle inútil, y junto a él un voluminoso fardo al que servía de
envoltura un mantón gris, pendiente de su hombro derecho. Se diría el
bulto en exceso pesado para sus fuerzas, porque al ser apeado dio en
tierra con cierto estrépito. De la envoltura gris escapó entonces un
pequeño gemido, y una carita asustada, de ojos pardos y brillantes, y
dos manezuelas gorditas y pecosas, asomaron por de fuera.
—¡Me has hecho daño! —gritó una reprobadora voz infantil.
—¿De verdad? —contestó pesaroso el hombre—. Ha sido sin querer.
Y mientras tal decía deshizo el fardo y rescató de él a una hermosa
criatura de unos cinco años de edad, cuyos elegantes zapatos y bonito
vestido rosa, guarnecido de un pequeño delantal de hilo, pregonaban a
las claras la mano providente de una madre. La niña estaba pálida y
delgada, aunque por la lozanía de brazos y piernas se echaba de ver que
había sufrido menos que su compañero.
—¿Te sientes bien? —preguntó éste con ansiedad al observar que la niña
seguía frotándose los rubios bucles que cubrían su nuca.
—Cúrame con un besito —repuso ella en un tono de perfecta seriedad, al
tiempo que le mostraba la parte dolorida—. Eso solía hacer mamá. ¿Dónde
está mamá?
—No está aquí. Quizá no pase mucho tiempo antes de que la veas.
—¡Se ha ido! —dijo la niña—. Qué raro... ¡No me ha dicho adiós! Me
decía siempre adiós, aunque sólo fuera antes de ir a tomar el té a casa
de la tita, y... ¡lleva tres días fuera! ¡Qué seco está esto! Dime, ¿no
hay agua, ni nada que comer?
—No, no hay nada, primor. Aguanta un poco y verás que todo sale bien.
Pon tu cabeza junto a la mía, así... ¿Te sientes más fuerte? No es
fácil hablar cuando se tienen los labios secos como el esparto, aunque
quizá vaya siendo hora de que ponga las cartas boca arriba. ¿Qué
guardas ahí?
—¡Cosas bonitas! ¡Mira qué cosas tan preciosas! —exclamó entusiasmada
la niña mientras mostraba dos refulgentes piedras de mica—. Cuando
volvamos a casa se las regalaré a mi hermano Bob.
—Verás dentro de poco aún cosas mejores —repuso el hombre con aplomo—.
Ten paciencia. Te estaba diciendo..., ¿recuerdas cuando abandonamos el
río?
—¡Claro que sí!
—Pensamos que habría otros ríos. Pero no han salido las cosas a
derechas: el mapa, o los compases, o lo que fuere nos han jugado una
mala pasada, y no se ha dejado ver río alguno. Nos hemos quedado sin
agua. Hay todavía unas gotitas para las personas como tú, y...
—Y no te has podido lavar —atajó la criatura, a la par que miraba con
mucha gravedad el rostro de su compañero.
—Ni tampoco beber. El primero en irse fue el señor Bender, y después el
indio Pete, y luego la señora McGregor, y luego Johnny Hones, y luego,
primor, tu madre.
—Entonces mi madre está muerta también —gimió la niña, escondiendo la
cabeza en el delantal y sollozando amargamente.
—Todos han muerto, menos tú y yo. Pensé..., que encontraríamos agua en
esta dirección, y, contigo al hombro, me puse en camino. No parece que
hayamos prosperado. ¡Dificilísimo será que salgamos adelante!
—¿Nos vamos a morir entonces? —preguntó la niña conteniendo los
sollozos, y alzando su carita surcada por las lágrimas.
—Temo que sí.
—¿Y cómo no me lo has dicho hasta ahora? —exclamó con júbilo la
pequeña—. ¡Me tenías asustada! Cuanto más rápido nos muramos,
naturalmente, antes estaremos con mamá.
—Sí que lo estarás, primor.
—Y tú también. Voy a decirle a mamá lo bueno que has sido conmigo.
Apuesto a que nos estará esperando a la puerta del paraíso con un jarro
de agua en la mano, y muchísimos pasteles de alforfón, calentitos y
tostados por las dos caras, como los que nos gustaban a Bob y a mí...
¿Cuánto faltará todavía?
—No sé... Poco.
Los ojos del hombre permanecían clavados en la línea norte del
horizonte. Sobre el azul del cielo, y tan rápidos que semejaban crecer
a cada momento, habían aparecido tres pequeños puntos. Concluyeron al
cabo por adquirir las trazas de tres poderosas aves pardas, las cuales,
luego de describir un círculo sobre las cabezas de los peregrinos,
fueron a posarse en unos riscos próximos. Eran busardos, los buitres
del Oeste, mensajeros indefectibles de la muerte.
—¡Gallos y gallinas! —exclamó la niña alegremente, señalando con el
índice a los pájaros macabros, y batiendo palmas para hacerles levantar
el vuelo—. Dime, ¿hizo Dios esta tierra?
—Naturalmente que sí —repuso el hombre, un tanto sorprendido por lo
inesperado de la pregunta.
—Hizo la de Illinois, allá lejos, y también la de Missouri —prosiguió
la niña—, pero no creo que hiciera esta de aquí. Esta de aquí está
mucho peor hecha. El que la hizo se ha olvidado del agua y de los
árboles.
—¿Y si rezaras una oración? —sugirió el hombre tras un largo titubeo.
—No es aún de noche.
—Da lo mismo. Se sale de lo acostumbrado, pero estoy seguro de que a Él
no le importará. Di las oraciones que decías todas las noches en la
carreta, cuando atravesábamos los Llanos.
—¿Por qué no rezas tú también? —exclamó la niña, con ojos
interrogadores.
—Se me ha olvidado rezar. Llevo sin rezar desde que era un mocoso al
que doblaba en altura este rifle que ves aquí. Aunque bien mirado,
nunca es demasiado tarde. Empieza tú, y yo me uniré en los coros.
—Pues vas a tener que arrodillarte, igual que yo —dijo la pequeña
posando el mantón en tierra—. Levanta las manos y júntalas. Así...
Parece como si se sintiera uno más bueno.
¡Curiosa escena la que se desarrolló entonces a los ojos de los
busardos, únicos e indiferentes testigos! Sobre el breve chal, codo con
codo, adoptaron la posición orante ambos peregrinos, la niña versátil y
el arrojado y rudo aventurero. — Estaban la tierna carita de la niña y
el rostro anguloso y macilento del hombre vueltos con devoción pareja
hacia el cielo limpio de nubes, en pos del Ser terrible que de frente
los con templaba, mientras las dos voces —frágil y clara una, áspera y
profunda la otra— se fundían en un solo ruego de misericordia y perdón.
Concluida la oración se recogieron de nuevo al abrigo de la roca,
cayendo dormida al cabo la niña en el regazo de su protector. Vigiló
éste durante un tiempo el sueño de la pequeña, mas la naturaleza,
finalmente, lo redujo también a su mandato inexorable. Tres días y tres
noches llevaba sin concederse un instante de tregua o reparador
descanso. Lentamente los párpados se deslizaron sobre los ojos
fatigados y la cabeza fue hundiéndose en su pecho, hasta, confundida ya
la barba gris del hombre con los rizos dorados de la niña, quedar ambos
caminantes sumidos en idéntico sueño, profundo y horro de imágenes.
Media hora de vigilia hubiera bastado al vagabundo para contemplar la
escena que ahora verá el lector. En la remota distancia, allí donde se
hace la planicie fronteriza del cielo, se insinuó una como nubecilla de
polvo, muy tenue al principio y apenas distinguible de la colina en que
se hallaba envuelto el horizonte, después de superior tamaño, y, al
fin, rotunda y definida. Fue aumentando el volumen de la nube, causada,
evidentemente, por alguna muchedumbre o concurrencia de criaturas en
movimiento. A ser aquellas tierras más fértiles, habría podido pensarse
en el avance de una populosa manada de bisontes. Mas no es un suelo sin
hierba sino a propósito para que en él paste el ganado... Próximo ya el
torbellino de polvo ala solitaria eminencia donde reposaban los dos
náufragos de la pradera, se insinuaron tras la bruma contornos de
carretas guarnecidas con toldos, y perfiles de hombres armados,
caballeros en sus monturas. ¡Se trataba de una expedición al Oeste, y
qué expedición! Llegado uno de los extremos de ella a los pies de la
montaña, aún seguía el otro perdido en el horizonte. A través de la
llanura toda se extendía la caravana enorme, compuesta de galeras y
carros, hombres a pie y hombres a caballo. Innumerables mujeres
procedían vacilantes con su equipaje a cuestas, y los niños se afanaban
detrás de los vehículos o asomaban las cabecitas bajo la envoltura
blanca de los toldos. No podían ser estas gentes simples emigrantes;
por fuerza habían de constituir un pueblo nómada, llevado de las
circunstancias a buscar cobijo en nuevas tierras. Un estruendo confuso,
una especie de fragor de ruedas chirriantes y resoplante caballería,
ascendía de aquella masa humana y se perdía en el aire claro. Ni
siquiera entonces, sin embargo, lograron despertarse los dos fatigados
caminantes.
Encabezaba la columna más de una veintena de graves varones, de rostros
ceñudos, envueltos los cuerpos en los pliegues de un oscuro ropaje
hecho a mano, y provistos de rifles. Al llegar al pie del risco
suspendieron la marcha, formando entre ellos breve conciliábulo.
—Los pozos, hermanos, se encuentran a la derecha —dijo uno al que daba
carácter la boca enérgica, el rostro barbihecho y la cabellera
enmarañada.
—A la derecha de Sierra Blanco... Alcanzaremos pues, Río Grande—,
añadió otro.
—No tengáis cuidado del agua —exclamó un tercero—. El que pudo hacerla
brotar de la roca, no abandonará a su pueblo elegido.
—¡Amén! ¡Amén! —respondieron todos a coro.
A punto se hallaban de reanudar el camino, cuando uno de los más
jóvenes y perspicaces lanzó un grito de sorpresa, al tiempo que
señalaba el escarpado risco frontero. En lo alto ondeaba un trocito de
tela color rosa, brillante y nítidamente recortado sobre el fondo de
piedra gris. A la visión de aquel objeto siguió un vasto movimiento de
caballos enfrenados y de rifles que eran extraídos de sus fundas. Un
destacamento de jinetes a galope sumó sus fuerzas a las del grupo de
vanguardia: la palabra «Pieles Rojas» estaba en todos los labios.
—No puede haber muchos indios por estas tierras —dijo un hombre ya
mayor, el que según todas las trazas parecía detener el mando—. Atrás
hemos dejado a los Pawnees, y no quedan más tribus hasta después de
cruzadas las montañas.
—Quiero echar una ojeada, hermano Stangerson —anunció entonces otro de
los exploradores. —Yo también, yo también —clamaron una docena de voces
más.
—Dejad abajo vuestros caballos; aquí mismo os esperamos —contestó el
anciano. En un abrir y cerrar de ojos pusieron pie a tierra los jóvenes
voluntarios, fueron amarradas las cabalgaduras, y se dio principio al
ascenso de la escarpadura, en dirección al punto que había provocado
semejante revuelo. Avanzaban los hombres rauda y silenciosamente, con
la seguridad y destreza del explorador consumado. Desde el llano, se
les vio saltar de roca en roca, hasta aparecer sus siluetas limpiamente
perfiladas sobre el horizonte. El joven que había dado la voz de alarma
abría la marcha. De súbito, observaron sus compañeros que echaba los
brazos a lo alto, como presa de irrefrenable asombro, asombro que
pareció comunicarse al resto de la comitiva apenas se hubo ésta reunido
con el de cabeza.
En la pequeña plataforma que ponía remate al risco pelado, se elevaba
un solitario y gigantesco peñasco, a cuyo pie yacía un hombre alto,
barbiluengo y de duras facciones, aunque enflaquecido hasta la
extenuación. Su respiración regular y plácido gesto, eran los que
suelen acompañar al sueño profundo. Enlazada a su cuello moreno y
fuerte había una niña de brazuelos blancos y delicados. Estaba rendida
su cabecita rubia sobre la pechera de pana del hombre, y en sus labios
entreabiertos —que descubrían la nieve inmaculada de los dientes—
retozaba una sonrisa infantil. Los miembros del hombre eran largos y
ásperos, en peregrino contraste con las rollizas piernecillas de la
criatura, las cuales terminaban en unos calcetines blancos y unos
pulcros zapatitos de brillantes hebillas. La extraña escena tenía lugar
ante la mirada de tres solemnes busardos apostados en la visera del
peñasco. A la aparición de los recién llegados, dejaron oír un rauco
chillido de odio y se descolgaron con sordo batir de alas.
El estrépito de las inmundas aves despertó a los dos yacentes, quienes
echaron a su alrededor una mirada extraviada. El hombre recuperó,
vacilante, la posición erecta y tendió la vista sobre la llanura,
desierta cuando le había sorprendido el sueño y poblada ahora de
muchedumbre enorme de bestias y seres humanos. Ganado por una
incredulidad creciente, se pasó la mano por los ojos. «Debe ser esto lo
que llaman delirio», murmuró para sí. La pequeña permanecía a su lado,
cogida a las faldas de su casaca y sin decir nada, aunque vigilándolo
todo con los ojos pasmados e inquisitivos de la niñez.
No les fue difícil a los recién ascendidos acreditar su condición de
seres de carne y hueso. Uno de ellos cogió a la niña y la atravesó
sobre los hombros, mientras otros dos asistían a su desmadejado
compañero en el descenso hacia la caravana.
—Me llamo John Ferrier —explicó el caminante—; la pequeña y yo somos
cuanto queda de una expedición de veintiún miembros. Allá en el sur, la
sed y el hambre han dado buena cuenta del resto.
—¿La niña es hija tuya? —preguntó uno de los exploradores.
—Por tal la tengo —repuso desafiante el aventurero—. Mía es, porque la
he salvado. Nadie va a arrebatármela. De ahora en adelante se llamará
Lucy Ferrier. Pero, ¿quiénes sois vosotros? —prosiguió mirando con
curiosidad a sus fornidos y atezados rescatadores—. En verdad que no se
os puede contar con los dedos de una mano.
—Sumamos cerca de diez mil —dijo uno de los jóvenes—; somos los hijos
perseguidos de Dios, los elegidos del Ángel Moroni.
—Nunca he oído hablar de él —replicó el caminante—, pero a la vista
está que no le faltan amigos.
—No uses ironía con lo sagrado —repuso el otro en tono cortante—. Somos
aquellos que tienen puesta su fe en las santas escrituras, plasmadas
con letra egipcia sobre planchas de oro batido y confiadas a Joseph
Smith en el enclave de Palmyra. Procedemos de Nauvoo, en el Estado de
Illinois, asiento de nuestra iglesia, y buscamos amparo del hombre
violento y sin Dios, aunque para ello hayamos de llegar al corazón
mismo del desierto.
El hombre de Nauvoo pareció despabilar la memoria de John Ferrier.
—Entonces —dijo—, sois mormones.
—En efecto, somos los mormones —repusieron todos a una sola voz.
—¿Y dónde os dirigís?
—Lo ignoramos. La mano de Dios guía a los mormones por medio de su
profeta. A él te conduciremos. Él decidirá tu suerte.
Habían alcanzado ya la base de la colina, donde se hallaba congregada
una multitud de peregrinos: mujeres pálidas y de ojos medrosos, niños
fuertes y reidores, varones de expresión alucinada. A la vista de la
juventud de uno de los extraños, y de la depauperación del otro, se
elevaron de la turba gritos de asombro y conmiseración. No se detuvo
sin embargo el pequeño cortejo, sino que se abrió camino, seguido de
gran copia de mormones, hasta una carreta que sobresalía de las demás
por su anchura excepcional e inusitada elegancia. Seis caballos se
hallaban uncidos a ella, en contraste con los dos, o cuatro a lo sumo,
que tiraban de las restantes. Junto al carrero se sentaba un hombre de
no más de treinta años, aunque de poderosa cabeza y la firme expresión
que distingue al caudillo. Estaba leyendo un volumen de lomo oscuro que
dejó a un lado a la llegada del gentío. Tras escuchar atentamente la
relación de lo acontecido, se dirigió a los dos malaventurados.
—Si hemos de recogeros entre nosotros —dio solemnemente—, será sólo a
condición de que abracéis nuestro credo. No queremos lobos en el
rebaño. ¡Pluga a Dios mil veces que blanqueen vuestros huesos en el
desierto, antes de que seáis la manzana podrida que con el tiempo
contamina a las restantes! ¿Aceptáis los términos del acuerdo?
—No hay términos que ahora puedan parecerme malos —repuso Ferrier con
tal énfasis que los solemnes Ancianos no acertaron a reprimir una
sonrisa. Sólo el caudillo perseveró en su terca y formidable seriedad.
—Hermano Stangerson —dijo—, hazte cargo de este hombre y de la niña, y
dales comida y bebida. A ti confío la tarea de instruirles en nuestra
fe. ¡Demasiado larga ha sido ya la pausa! ¡Adelante! ¡Adelante hacia
Sión!
—¡Adelante hacia Sión! —bramó la muchedumbre de mormones, y el grito
corrió de boca en boca a lo largo de la caravana, hasta perderse, como
un murmullo, en la distancia remota. Entre estallidos de látigos y
crujir de ruedas reanudaron la marcha las pesadas carretas, volviendo a
serpentear al pronto en el desierto la comitiva enorme. El anciano bajo
cuya tutela habían sido puestos los recién hallados, condujo a éstos a
su carruaje, y allí les dio el prometido sustento.
—Aquí permaneceréis —les dijo—. A no mucho tardar os habréis recuperado
de vuestras fatigas. Recordad, mientras tanto, que compartís nuestra
fe, y la compartís para siempre. Lo ha dicho Brigham Young, y lo ha
dicho con la voz de Joseph Smith, cuya voz es también la voz de Dios.
- 2 -
La flor de Utah
No es éste lugar a propósito para rememorar las privaciones y fatigas
experimentadas por el pueblo emigrante antes de su definitiva llegada a
puerto. Desde las orillas del Mississippi, hasta las estribaciones
occidentales de las Montañas Rocosas, consiguió abrirse camino con
pertinacia sin parangón apenas en la historia. Ni el hombre salvaje ni
la bestia asesina, ni el hambre, ni la sed, ni el cansancio, ni la
enfermedad, ninguno de los obstáculos en fin que plugo a la Naturaleza
atravesar en la difícil marcha, fueron bastantes a vencer la tenacidad
de aquellos pechos anglosajones. Sin embargo, la longitud del viaje y
su cúmulo de horrores habían acabado por conmover hasta los corazones
más firmes. Todos, sin excepción, cayeron de hinojos en reverente
acción de gracias a Dios cuando, llegados al vasto valle de Utah, que
se extendía a sus pies bajo el claro sol, supieron por los labios de su
caudillo que no era otra la tierra de promisión, y que aquel suelo
virgen les pertenecía ya para siempre.
Pronto demostró Young ser un hábil administrador, amén de jefe
enérgico. Fueron aprestados mapas y planos en previsión de la ciudad
futura de los mormones. Se procedió, según la categoría de cada
destinatario, al reparto y adjudicación de las tierras circundantes. El
artesano volvió a blandir su herramienta, y el comerciante a comprar y
a vender. En la ciudad surgían calles y plazas como por arte de
encantamiento. En el campo, se abrieron surcos para las acequias,
fueron levantadas cercas y vallas, se limpió la maleza y se voleó la
semilla, de modo que, al verano siguiente, ya cubría la tierra el oro
del recién granado trigo. No había cosa que no prosperase en aquella
extraña colonia. Sobre todo lo demás, sin embargo, creció el templo
erigido por los fieles en el centro de la ciudad. Desde el alba a los
últimos arreboles del día, el seco ruido del martillo y el chirriar
asmático de la sierra imperaban en torno al monumento con que el pueblo
peregrino rendía homenaje a Quien le había guiado salvo a través de
tantos peligros.
Los dos vagabundos, John Perrier y la pequeña, su hija adoptiva y
compañera de infortunio, hicieron junto a los demás el largo camino. No
fue éste trabajoso para la joven Lucy Ferrier que, recogida en la
carreta de Stangerson, partió vivienda y comida con las tres esposas
del mormón y su hijo, un obstinado e impetuoso muchacho de doce años.
Habiéndose repuesto de la conmoción causada por la muerte de su madre,
conquistó fácilmente el afecto de las tres mujeres (con esa presteza de
la que sólo es capaz la infancia) y se hizo a su nueva vida
trashumante. En tanto, el recobrado Ferrier ganaba fama de guía útil e
infatigable cazador. Tan presto conquistó para sí la admiración de sus
nuevos compañeros que, al dar éstos por acabada la aventura, recibió
sin un solo reparo o voto en contra una porción de tierra no menor ni
menos fecunda que las de otros colonos, con las únicas excepciones de
Young y los cuatro ancianos principales, Stangerson, Kemball, Johnston
y Drebber.
En la hacienda así adquirida levantó John Ferrier una sólida casa de
troncos, ampliada y recompuesta infinitas veces en los años
subsiguientes, hasta alcanzar al fin envergadura considerable. Era
hombre con los pies afirmados en tierra, inteligente en los negocios y
hábil con las manos, amén de recio, lo bastante para aplicarse sin
descanso al cultivo y mejora de sus campos. Crecieron así su granja y
posesiones desmesuradamente. A los tres años había sobrepujado a sus
vecinos, a los seis se contaba entre el número de los acomodados, a los
nueve de los pudientes, y a los doce no pasaban de cinco o seis quienes
pudieran comparársele en riqueza. Desde el gran mar interior hasta las
montañas de Wahsatch, el nombre de John Ferrier descollaba sobre todos
los demás.
Sólo en un concepto ofendía este hombre la susceptibilidad de sus
correligionarios. Nadie fue parte a convencerle para que fundara un
harén al modo de otros mormones. Sin dar razones de su determinación,
porfió en ella con firmeza inconmovible. Unos le acusaron de tibieza en
la práctica de la religión recientemente adquirida; otros, de avaricia
y espíritu mezquinamente ahorrativo. Llegó incluso a hablarse de un
amor temprano, una muchacha de blondos cabellos muerta de nostalgia en
las costas del Atlántico. El caso es que, por la causa que fuere,
Ferrier permaneció estrictamente célibe. En todo lo demás siguió el
credo de la joven comunidad, ganando fama de hombre ortodoxo y de recta
conducta.
Junto al padre adoptivo, entre las cuatro paredes de la casa de
troncos, y aplicada a la dura brega diaria, se crió Lucy Ferrier. El
fino aire de las montañas y el aroma balsámico del pino cumplieron las
veces de madre y niñera. Según transcurrían los años la niña se hizo
más alta y fuerte, adquiriendo las mejillas color y el paso cadencia
elástica. No pocos sentían revivir en sí antiguos hervores cada vez
que, desde el tramo de camino que sesgaba la finca de Ferrier, veían a
la muchacha afanarse, joven y ligera, en los campos de trigo, o
gobernar el cimarrón de su padre con una destreza digna en verdad de un
auténtico hijo del Oeste. De esta manera se hizo flor el capullo, y el
mismo año que ganaba Ferrier preeminencia entre los granjeros del
lugar, se cumplía en su hija el más acabado ejemplo de belleza
americana que encontrarse pudiera en la vertiente toda del Pacífico.
No fue el padre, sin embargo, el primero en advertir que la niña de
antes era ya mujer. Rara vez ocurre tal. Esa transformación es harto
sutil y lenta para que quepa situarla en un instante preciso. Más ajena
todavía al cambio permanece la doncella misma, quien sólo al tono de
una voz o al contacto de una mano, súbitas chispas iniciadoras de un
fuego desconocido, descubre con orgullo y miedo a la vez la nueva y
poderosa facultad que en ella ha nacido a la vida. Pocas mujeres han
olvidado de hecho el día preciso y el exacto incidente por el que viene
a ser conocido ese albor de una existencia nueva. En el caso de Lucy
Ferrier la ocasión fue memorable de por sí, aparte el alcance que
después tendría en su propio destino y en el de los demás.
Era una calurosa mañana de junio, y los Santos del último Día se
afanaban en su cotidiana tarea al igual que un enjambre de abejas, cuyo
fanal habían escogido por emblema y símbolo de la comunidad. De los
campos y de las calles ascendía el sordo rumor del trabajo incesante. A
lo largo de las carreteras polvorientas, avanzaban filas de mulas con
pesadas cargas, en dirección todas al Oeste, ya que había estallado la
fiebre del oro en California y la ruta continental tenía estación en la
ciudad de los Elegidos. También se veían rebaños de vacas y ovejas,
procedentes de pastos remotos, y partidas de fatigados emigrantes, no
menos maltrechos que sus caballerías tras el viaje inacabable. En medio
de aquella abigarrada muchedumbre, hilaba su camino con destreza de
amazona Lucy Ferrier, arrebatado el rostro por el ejercicio físico y
suelta al viento la larga cabellera castaña. Venía a la ciudad para dar
cumplimiento a cierto encargo de su padre, y, desatenta a todo cuanto
no fuera el asunto que en ese instante la solicitaba, volaba sobre su
caballo, con la usada temeridad de otras veces. Se detenían a mirarla
asombrados los astrosos aventureros, e incluso el indio impasible, con
sus pieles a cuestas, rompía un instante su reserva ante el espectáculo
de aquella bellísima rostro pálido.
Había alcanzado los arrabales de la ciudad, cuando halló la carretera
obstruida por un gran rebaño de ganado al que daban gobierno media
docena de selváticos pastores de la pradera. Impaciente, hizo por
superar el obstáculo lanzándose a una súbita brecha que se insinuaba
enfrente. Cuando se hubo introducido en ella, sin embargo, el ganado
volvió a cerrarse en torno, viéndose al pronto inmersa la amazona en la
corriente movediza de las cuernilargas e indómitas bestias. Habituada
como estaba a vivir entre ganado, no sintió alarma, e intentó por todos
los medios abrirse camino a través de la manada. Por desgracia los
cuernos de una de las reses, al azar o de intento, entraron en violento
contacto con el flanco del cimarrón, excitándolo en grado máximo. El
animal se levantó sobre sus patas traseras con un relincho furioso, al
tiempo que daba unos saltos y hacía unas corvetas bastantes a derribar
a un jinete de medianas condiciones. No podía ser la situación más
peligrosa. Cada arrebato del caballo acentuaba el roce con los cuernos
circundantes, y éstos inducían a su vez en la cabalgadura renovadas y
furibundas piruetas. Sin falta debía la joven mantenerse sujeta a la
silla de la montura, ya que al más leve desliz cabía que fuera a dar su
cuerpo entre las pezuñas de las espantadas criaturas, encontrando así
una muerte horrible. No hecha a tales trances, comenzó a nublarse su
cabeza, al cabo que cedía la presa de la mano en la brida. Sofocada por
la nube de polvo y el hedor de la forcejeante muchedumbre animal, se
hallaba al borde del abandono, cuando oyó una voz amable que a su lado
le prometía asistencia. A continuación una poderosa mano, curtida y
tostada por el sol, asió del freno al asustado cuadrúpedo,
conduciéndole pronto, sin mayores incidencias, fuera del tropel.
—Espero, señorita, que haya salido usted ilesa de la aventura —dijo
respetuosamente a la joven su providencial salvador.
Aquélla levantó su rostro hacia el otro rostro, fiero y moreno, y
riendo con franqueza repuso: —¡Qué susto! ¿Cómo pensar que Pancho fuera
a tener tanto miedo de un montón de vacas?
—Gracias a Dios, ha podido usted mantenerse en la montura —contestó el
hombre con gesto grave. Se trataba de un joven alto y de aguerrido
aspecto, el cual, caballero en un poderoso ejemplar de capa baya, y
guarnecido el cuerpo con las toscas galas del cazador, iba armado de un
largo rifle, suspendido al bies tras de los hombros.
—Debe ser usted la hija de John Ferrier —añadió—; la he visto salir a
caballo de su granja. Cuando lo vea, pregúntele si le trae algún
recuerdo el nombre de «Jefferson Hope», el de St. Louis. Si ese Ferrier
es el que yo pienso, mi padre y el suyo fueron uña y carne.
—¿Por qué no viene y se lo pregunta usted mismo? —apuntó ella con
recato.
El joven pareció complacido por la invitación, y en sus ojos negros
refulgió una chispa de contento.
—Lo haré —dijo—, aunque llevamos dos meses en las montañas y mi traza
no es a propósito para esta clase de visitas. Su padre de usted deberá
recibirme tal como estoy.
—Es su deudor, igual que yo —replicó la joven—. Me tiene un cariño
extraordinario; si esas vacas hubieran llegado a causarme la muerte,
creo que habría muerto él también.
—Y yo —añadió el jinete.
—¡Usted! No creo que fuera a partírsele el corazón... ¡Ni siquiera
somos amigos!
La oscura faz del cazador se ensombreció de semejante manera ante esta
observación, que Lucy Ferrier no pudo evitar una carcajada.
—No me entienda mal, ¡ea! —dijo—. Ahora sí que somos amigos. No le
queda más remedio que venir a vernos... En fin, he de seguir camino,
porque, según está pasando el tiempo, no volverá a confiarme jamás mi
padre recado alguno. ¡Adiós!
—¡Adiós —repuso el otro, alzando su sombrero alado e inclinándose sobre
la mano de la damita. Tiró ésta de las riendas a su potro, blandió el
látigo, y desapareció en la ancha carretera tras una ondulante nube de
polvo.
El joven Jefferson Hope se unió a sus compañeros, triste y taciturno.
Habían recorrido las montañas de Nevada en busca de plata, y volvían
ahora a Salt Lake City, con el fin de reunir el capital necesario para
la exploración de un filón descubierto allá arriba. Sus pensamientos,
puestos hasta entonces, al igual que los del resto de la cuadrilla, en
el negocio pendiente, no podían ya ser los mismos tras el encuentro
súbito. La vista de la hermosa muchacha, fresca y sana como las brisas
de la sierra, había conmovido lo más íntimo de su volcánico e indómito
corazón. Desaparecida la joven de su presencia, supo que una crisis
acababa de producirse en su vida, y que ni las especulaciones de la
plata, ni cosa alguna, podían compararse en importancia a lo recién
acontecido. El efecto obrado de súbito en su corazón no era además un
amor fugaz de adolescente, sino la pasión auténtica que se apodera del
hombre de férrea voluntad e imperioso carácter. Estaba hecho a triunfar
en todas las empresas. Se dijo solemnemente que no saldría mal de ésta,
mientras de algo sirvieran la perseverancia y el tenaz esfuerzo.
Aquella misma noche se presentó en casa de John Ferrier, y a la
siguiente y a la otra también, hasta convertirse en visitante asiduo y
conocido. John, encerrado en el valle y absorbido por el trabajo
diario, había tenido menguadísimas oportunidades de asomarse al mundo
en torno durante los últimos doce años. De él le daba noticias
Jefferson Hope, con palabras que cautivaban a Lucy no menos que a su
padre. Había sido pionero en California, la loca y legendaria región de
rápidas fortunas y estrepitosos empobrecimientos; había sido
explorador, trampero, ranchero, buscador de plata... No existía
aventura emocionante, en fin, que no hubiera corrido alguna vez
Jefferson Hope. A poco ganó el afecto del viejo granjero, quien se
hacía lenguas de sus muchas virtudes. En tales ocasiones Lucy
permanecía silenciosa, mas podía echarse de ver, por el arrebol de las
mejillas y el brillar de ojos, que no era ya la muchacha dueña absoluta
de su propio corazón. Quizá escapasen estas y otras señales a los ojos
del buen viejo, aunque no, desde luego, a los de quien constituía su
recóndita causa.
Cierto atardecer de verano el joven llegó a galope por la carretera y
se detuvo frente al cancel. Lucy estaba en el porche y, al verle, fue
en dirección suya. El visitante pasó las bridas del caballo por encima
de la cerca y tomó el camino de la casa.
—He de marcharme, Lucy —dijo asiéndole entrambas manos, al tiempo que
la miraba tiernamente a los ojos—. No te pido que vengas ahora conmigo,
pero ¿lo harás más adelante, cuando esté de vuelta?
—¿Vas a tardar mucho? —repuso la joven, riendo y encendiéndose toda.
—No más de dos meses. Vendré entonces por ti, querida. Nadie podrá
interponerse entre nosotros dos.
—¿Qué dice mi padre?
—Ha dado su consentimiento, siempre y cuando me las arregle para poner
en marcha esas minas. Sobre esto último no debes preocuparte.
—Oh, bien. Si estáis de acuerdo papá y tú, yo no tengo nada más que
añadir —susurró ella, la mejilla apoyada en el poderoso pecho del
aventurero.
—¡Dios sea alabado! —exclamó éste con ronca voz, e inclinando la
cabeza, besó a la chica—. El trato puede considerarse zanjado. Cuanto
más me demore, más difícil va a resultarme iniciar la marcha. Me
aguardan en el cañón. ¡Adiós, amor, adiós! Dentro de dos meses me verás
de nuevo.
Con estas palabras se separó de ella y, habiéndose plantado de un salto
encima del caballo, picó espuelas a toda prisa sin volver siquiera la
cabeza, en el temor, quizá, de que una sola mirada a la prenda de su
corazón le hiciera desistir de su recién concebido proyecto. Permaneció
Lucy junto al cancel, fija la vista en el jinete hasta desvanecerse
éste en el horizonte. Después volvió a la casa. En todo Utah no podría
hallarse chica más feliz.
- 3 -
John Ferrier habla con el profeta
Tres semanas habían transcurrido desde la marcha de Jefferson Hope y
sus compañeros. Se entristecía el corazón de John Ferrier al pensar que
pronto volvería el joven, arrebatándole su preciado tesoro. Sin
embargo, la expresión feliz de la muchacha le reconciliaba mil veces
más eficazmente con el pacto contraído que el mejor de los argumentos.
Desde antiguo había determinado en lo hondo de su resuelta voluntad que
a ningún mormón sería dada jamás la mano de su hija. Semejante unión se
le figuraba un puro simulacro, un oprobio y una desgracia. Con
independencia de los sentimientos que la doctrina de los mormones le
inspiraba en otros terrenos, se mantenía sobre lo último inflexible,
amén de mudo, ya que por aquellos tiempos las actitudes heterodoxas
hallaban mal acomodo en la Tierra de los Santos.
Mal acomodo y terrible peligro... Hasta los más santos entre los santos
contenían el aliento antes de dar voz a su íntimo parecer en materia de
religión, no fuera cualquier palabra, o frase mal comprendida, a atraer
sobre ellos un rápido castigo. Los perseguidos de antaño se habían
constituido a su vez en porfiados y crudelísimos perseguidores. Ni la
Inquisición sevillana, ni la tudesca Vehmgericht, ni las sociedades
secretas de Italia acertaron jamás a levantar maquinaria tan formidable
como la que tenía atenazado al Estado de Utah.
La organización resultaba doblemente terrible por sus atributos de
invisibilidad y misterio. Todo lo veía y podía, y sin embargo escapaba
al ojo y al oído humanos. Quien se opusiera a la Iglesia, desaparecía
sin dejar rastro ni razón de sí. Mujer e hijos aguardaban inútilmente
el retorno del proscrito, cuya voz no volvería a dejarse oír de nuevo,
ni siquiera en anuncio de la triste sentencia que los sigilosos jueces
habían pronunciado. Una palabra brusca, un gesto duro, eran castigados
con la muerte. Ignoto, el poder aciago gravitaba sobre todas las
existencias. Comprensible era que los hombres vivieran en terror
perpetuo, sellada la boca y atada la lengua lo mismo en poblado que en
la más rigurosa de las soledades.
En un principio sufrieron persecución tan sólo los elementos
recalcitrantes, aquellos que, habiendo abrazado la fe de los mormones,
deseaban abandonarla o pervertirla. Pronto, sin embargo, aumentó la
multitud de las víctimas. Eran cada vez menos las mujeres adultas,
grave inconveniente para una doctrina que proponía la poligamia.
Comenzaron a circular extraños rumores sobre emigrantes asesinados y
salvajes saqueos ocurridos allí donde nunca, anteriormente, había
llegado el indio. Mujeres desconocidas vinieron a nutrir los serrallos
de los Ancianos, mujeres que lloraban y languidecían, y llevaban
impresas en el rostro las señales de un espanto inextinguible. Algunos
caminantes, rezagados en las montañas, afirmaban haberse cruzado con
pandillas de hombres armados y enmascarados, en sigilosa y rápida
peregrinación al amparo de las sombras. Tales historias y rumores
fueron adquiriendo progresivamente cuerpo y confirmación, hasta
concretarse en título y expresión definitivos. Incluso ahora, en los
ranchos aislados del Oeste, el nombre de «La Banda de los Danitas», o
«Los Ángeles Vengadores», conserva resonancias siniestras.
El mayor conocimiento de la organización que tan terribles efectos
obraba, tendió antes a magnificar que a disimular el espanto de las
gentes. Imposible resultaba saber si una persona determinada pertenecía
a Los Ángeles Vengadores. Los nombres de quienes tomaban parte en las
orgías de sangre y violencia perpetradas bajo la bandera de la religión
eran mantenidos en riguroso secreto. Quizá el amigo que durante el día
había escuchado ciertas dudas referentes al Profeta y su misión se
contaba por la noche entre los asaltantes que acudían para dar
cumplimiento al castigo inmisericorde y mortal. De este modo, cada cual
desconfiaba de su vecino, recatando para sí sus más íntimos
sentimientos.
Una hermosa mañana, cuando estaba a punto de partir hacia sus campos de
trigo, oyó John Ferrier el golpe seco del pestillo al ser abierto, tras
de lo cual pudo ver, a través de la ventana, a un hombre ni joven ni
viejo, robusto y de cabello pajizo, que se aproximaba sendero arriba.
Le dio un vuelco el corazón, ya que el visitante no era otro que el
mismísimo Brigham Young. Lleno de inquietud —pues nada bueno presagiaba
semejante encuentro— Ferrier acudió presuroso a la puerta para recibir
al jefe mormón. Este último, sin embargo, correspondió fríamente a sus
solicitaciones, y, con expresión adusta, le siguió hasta el salón.
—Hermano Ferrier —dijo, tomando asiento y fijando en el granjero la
mirada a través de las pestañas rubias—, los auténticos creyentes te
han demostrado siempre bondad. Fuiste salvado por nosotros cuando
agonizabas de hambre en el desierto, contigo compartimos nuestra
comida, te condujimos salvo hasta el Valle de los Elegidos, recibiste
allí una generosa porción de tierra y, bajo nuestra protección, te
hiciste rico. ¿Es esto que digo cierto?
—Lo es —repuso John Ferrier.
—A cambio de tantos favores, no te pedimos sino una cosa: que abrazaras
la fe verdadera, conformándote a ella en todos sus detalles. Tal
prometiste hacer, y tal, según se dice, desdeñas hacer.
—¿Es ello posible? —preguntó Ferrier, extendiendo los brazos en ademán
de protesta—. ¿No he contribuido al fondo común? ¿No he asistido al
Templo? ¿No he..?
—¿Dónde están tus mujeres? —preguntó Young, lanzando una ojeada en
derredor—. Hazlas pasar para que pueda yo presentarles mis respetos.
—Cierto es que no he contraído matrimonio —repuso Ferrier—. Pero las
mujeres eran pocas, y muchos aquellos con más títulos que yo para
pretenderlas. Además, no he estado solo: he tenido una hija para cuidar
de mí.
—De ella, precisamente, quería hablarte —dijo el jefe de los mormones—.
Se ha convertido, con los años, en la flor de Utah, y ahora mismo goza
del favor de muchos hombres con preeminencia en esta tierra.
John Ferrier, en su interior, dejó escapar un gemido.
—Corren rumores que prefiero desoír, rumores en torno a no sé qué
compromiso con un gentil. Maledicencias, supongo, de gente ociosa.
¿Cuál es la decimotercera regla del código legado a nosotros por Joseph
Smith, el santo? «Que toda doncella perteneciente a la fe verdadera
contraiga matrimonio con uno de los elegidos: pues si se uniera a un
gentil, cometería pecado nefando.» Siendo ello así, no es posible que
tú, que profesas el credo santo, hayas consentido que tu hija lo
vulnere.
Nada repuso John Ferrier, ocupado en juguetear nerviosamente con su
fusta.
—Por lo que en torno a ella resuelvas, habrá de medirse la fortaleza de
tu fe. Tal ha convenido el Sagrado Consejo de los Cuatro. Tu hija es
joven: no pretendemos que despose a un anciano, ni que se vea privada
de toda elección. Nosotros los Ancianos poseemos varias novillas, mas
es fuerza que las posean también nuestros hijos. Stangerson tiene un
hijo varón, Drebber otro, y ambos recibirían gustosos a tu hija en su
casa. Dejo a ella la elección... Son jóvenes y ricos, y profesan la fe
verdadera. ¿Qué contestas?
Ferrier permaneció silencioso un instante, arrugado el entrecejo.
—Concédeme un poco de tiempo —dijo al fin—. Mi hija es muy joven, quizá
demasiado para tomar marido.
—Cuentas con un plazo de un mes —dijo Young, enderezándose de su
asiento—. Transcurrido éste, habrá de dar la chica una respuesta.
Estaba cruzando el umbral cuando se volvió de nuevo, el rostro
encendido y centelleantes los ojos:
—¡Guárdate bien, John Ferrier —dijo con voz tonante—, de oponer tu
débil voluntad a las órdenes de los
Cuatro Santos, porque en ese caso sentiríais tu hija y tú no yacer,
reducidos a huesos mondos, en mitad de Sierra Blanco!
Con un amenazador gesto de la mano soltó el pomo de la puerta, y
Ferrier pudo oír sus pasos desvaneciéndose pesadamente sobre la grava
del sendero.
Estaba todavía en posición sedente, con el codo apoyado en la rodilla e
incierto sobre cómo exponer el asunto a su hija, cuando una mano suave
se posó en su hombro y, elevando los ojos, observó a la niña de pie
junto a él. La sola vista de su pálido y aterrorizado rostro, fue
bastante a revelarle que había escuchado la conversación.
—No lo pude evitar —dijo ella, en respuesta a su mirada—. Su voz
atronaba la casa. Oh, padre, padre mío, ¿qué haremos?
—No te asustes —contestó éste, atrayéndola hacia sí, y pasando su mano
grande y fuerte por el cabello castaño de la joven—. Veremos la manera
de arreglarlo. ¿No se te va ese joven de la cabeza, no es cierto?
A un sollozo y a un ademán de la mano, súbitamente estrechada a la del
padre, se redujo la respuesta de Lucy.
—No, claro que no. Y no me aflige que así sea. Se trata de un buen
chico y de un cristiano, mucho más, desde luego, de lo que nunca pueda
llegar a ser la gente de por aquí, con sus rezos y todos sus sermones.
Mañana sale una expedición camino de Nevada, y voy a encargarme de que
le hagan saber el trance en que nos hallamos. Si no me equivoco sobre
el muchacho, le veremos volver aquí con una velocidad que todavía no ha
alcanzado el moderno telégrafo.
Lucy confundió sus lágrimas con la risa que las palabras de su padre le
producían.
—Cuando llegue, nos señalará el curso más conveniente. Es usted el que
me inquieta. Una oye..., oye cosas terribles de quienes se enfrentan al
Profeta: siempre sufren percances espantosos.
—Aún no nos hemos opuesto a nadie —repuso el padre—. Tiempo tenemos de
mirar por nuestra suerte. Disponemos de un mes de plazo; para entonces
espero que nos hallemos lejos de Utah.
—¡Lejos de Utah! —Qué remedio...
—¿Y la granja?
—Convertiremos en dinero cuanto sea posible, renunciando al resto. Para
ser sincero, Lucy, no es ésta la primera vez que semejante idea se me
cruza por la cabeza. No me entusiasma el estar sometido a nadie, menos
aún al maldito Profeta que tiene postrada a la gente de esta tierra.
Nací americano y libre, y no entiendo de otra cosa. Quizá sea demasiado
viejo para mudar de parecer. Si el tipo de marras persiste en merodear
por mi granja, acaso acabe dándose de bruces con un puñado de postas
avanzando en sentido contrario.
—Pero no nos dejarán marchar —objetó la joven.
—Aguarda a que venga Jefferson y entonces nos las compondremos para
hacerlo. Entre tanto, querida, sosiégate, y no permitas que se te
pongan los ojos feos de tanto llorar, no vaya a ser que al verte se la
tome el chico conmigo. No hay razón para preocuparse, ni peligro
ninguno.
John Ferrier imprimió a estas observaciones un tono de pausada
confianza, lo que no fue obstáculo, sin embargo, para que advierta la
joven cómo, llegada la noche, aseguraba con más cuidado del habitual
las puertas de la casa, al tiempo que limpiaba y nutría de cartuchos la
oxidada escopeta que hasta entonces había colgado de la pared de su
dormitorio.
- 4 -
La huida
A la mañana siguiente, después de su entrevista con el Profeta de los
mormones, acudió John Ferrier a Salt Lake City, donde, tras ponerse en
contacto con un conocido que había de seguir el camino de Nevada,
entregó el recado para Jefferson Hope. En él se explicaba al joven lo
inminente del peligro a que estaban expuestos, y lo necesaria que se
había hecho su vuelta. Cumplidas estas diligencias, pareció sosegarse
el anciano y, ya de mejor talante, volvió a su casa.
Cerca de la granja, observó con sorpresa que a cada uno de los machones
laterales de la portalada había atado un caballo. La sorpresa fue en
aumento cuando al entrar en su casa se echó a la cara dos jóvenes,
cómodamente instalados en el salón. Uno era de faz alongada y pálida, y
estaba arrellanado en la mecedora, extendidas las piernas y puestos los
dos pies sobre la estufa. El otro, un mozo de cuello robusto y tosco y
mal dibujadas facciones, permanecía en pie junto a la ventana. Con las
manos en los bolsillos, se entretenía silbando un himno entonces muy en
boga. Ambos saludaron a Ferrier con una ligera inclinación de cabeza,
después de lo cual dio el de la mecedora inicio a la conversación:
—Quizá no sepas quiénes somos —dijo—. Este de aquí es hijo del viejo
Drebber, y yo soy Joseph Stangerson, uno de tus compañeros de
peregrinación en el desierto cuando el Señor extendió su mano y se
dignó recibirte entre los elegidos.
—Como recibirá a las restantes naciones del mundo en el instante por Él
previsto —añadió el otro con acento nasal—; lentamente trenza su red el
Señor, mas los agujeros de ésta son finísimos.
John Ferrier esbozó un frío saludo. No le cogía de nuevas la identidad
de sus visitantes.
—Por indicación de nuestros padres —prosiguió Stangerson—, hemos venido
a solicitar la mano de tu hija. Vosotros determinaréis a cuál de los
dos corresponde. Dado que yo tengo tan sólo cuatro mujeres, mientras
que el hermano Drebber posee siete, me parece que reúno yo más títulos
para ser el elegido.
—Ta, ta, hermano Stangerson —repuso aquél—, no se trata de cuántas
mujeres tengamos, sino del número de ellas que podamos mantener. Mi
padre me ha traspasado sus molinos, por lo que soy más rico que tú.
—Pero me aguarda a mí un futuro más holgado —respondió su rival,
vehementemente—. Cuando el Señor tenga a bien llevarse a mi padre,
entraré en posesión de su casa de tintes y su tenería. Además, soy
mayor que tú, y por lo mismo estoy más alto en la jerarquía de la
Iglesia.
—A la chica toca decir la última palabra —replicó el joven Drebber,
mientras sonreía a la propia imagen reflejada en el vidrio de la
ventana—. Que sea ella quien decida.
Durante todo el diálogo había permanecido John Ferrier en el umbral
dándose a los demonios y casi tentado a descargar su fusta sobre las
espaldas de los visitantes.
—Un momento —dijo al fin, acercándose a ellos—. Cuando mi hija os
convoque, podréis venir, pero hasta entonces no quiero ver vuestras
caras por aquí.
Los dos jóvenes mormones le dirigieron una mirada de estupefacción. A
sus ojos, el forcejeo por la mano de la hija suponía un máximo
homenaje, no menos honroso para ésta que para su padre.
—Hay dos caminos que conducen fuera de la habitación —gritó Ferrier—,
la puerta y la ventana. ¿Cuál preferís?
Su rostro moreno había adquirido una expresión tan salvaje, y las manos
un tan amenazador ademán, que los dos visitantes saltaron de sus
asientos, emprendiendo una rápida retirada. El viejo granjero les
siguió hasta la puerta.
—Me haréis saber quién de los dos se ha dispuesto que sea el agraciado
— dijo con sorna.
—¡Recibirás tu merecido! —chilló Stangerson, lívido de ira—. Has
desafiado al Profeta y al Consejo de los Cuatro. Materia tienes de
arrepentimiento para el resto de tus días.
—El Señor asentará sobre ti su pesada mano —exclamó a su vez el joven
Drebber—; ¡por Él serás fulminado!
—¡Si ha de ser así, comencemos ya! —dijo Ferrier, furioso, y se hubiera
precipitado escaleras arriba en busca de su escopeta a no sujetarlo
Lucy por un brazo para impedir los efectos de su furia. Antes de que
pudiera desasirse, el estrépito de unas uñas de caballo sobre el camino
medía ya la distancia que habían puesto por medio sus enemigos.
—¡Mequetrefes hipócritas! —exclamó, enjugándose el sudor de la frente—.
Prefiero verte en la tumba, niña, antes que esposa de cualquiera de
ellos.
—Yo también, padre —repuso ella vehementemente—; pero Jefferson estará
pronto de vuelta con nosotros.
—Sí. Poco ha de tardar. Cuanto menos, mejor, pues no sabemos qué otras
sorpresas nos aguardan.
Era llegado en verdad el momento de que alguien acudiera, con su
consejo y ayuda, en auxilio del tenaz anciano y su hija adoptiva. Hasta
entonces no se había dado aún en la colonia un caso parejo de
insubordinación y desobediencia a la autoridad de los Ancianos. Si las
desviaciones menores eran castigada tan severamente, ¡cuál no sería el
destino de este empecatado rebelde! Ferrier conocía que su riqueza y
posición no lo eximían del castigo. Otros no menos ricos y conocidos
que él habían desaparecido de la faz de la tierra, revertiendo sus
propiedades a manos de la Iglesia. Aunque valeroso, no acertaba a
reprimir un sentimiento de pánico ante el peligro impreciso y fantasmal
que le amenazaba. A todo mal conocido se sentía capaz de hacer frente
con pulso firme, pero la incertidumbre presente encerraba algo de
terroríficamente paralizador. Recató aun así su miedo a la hija,
afectando echar a barato lo acontecido, lo que no fue obstáculo, sin
embargo, para que ella, con la sagacidad que infunde el amor,
percibiera claramente la preocupación de que era presa el anciano.
Suponía éste que mediante una señal u otra le haría Young patente el
disgusto hacia su conducta, y no andaba errado, aunque el anuncio llegó
de forma inesperada. A la mañana siguiente, al despertarse, encontró
para su sorpresa un pequeño rectángulo de papel prendido a la colcha, a
la altura del pecho, y en él escritas con letra enérgica y desmañada
estas palabras: «Veintinueve días restan para que te enmiendes, y
entonces...».
Ese vago peligro que parecía insinuarse tras los puntos suspensivos era
mucho más temible que cualquier amenaza concreta. Que el mensaje
hubiera podido llegar a la habitación, sumió a John Ferrier en una casi
dolorosa perplejidad, ya que los sirvientes dormían en un pabellón
separado de la casa, y las puertas y ventanas de ésta habían sido
cerradas a cal y canto. Se deshizo del papel y ocultó lo ocurrido a su
hija, aunque el incidente no pudo por menos de producirle una mortal
angustia. Esos veintinueve días representaban sin duda lo sobrante del
mes concedido por Young. ¿Qué valían la fuerza o el coraje contra un
enemigo dotado de tan misteriosas facultades? La mano que había
prendido el alfiler hubiese podido empujarlo hasta el centro de su
corazón, sin que él llegara nunca a conocer la identidad de quien le
causaba la muerte.
Mayor fue aún su conmoción a la mañana siguiente. Se había sentado para
tomar el desayuno cuando Lucy dejó escapar un gesto de sorpresa al
tiempo que señalaba el techo de la habitación. En su mitad, en torpes
caracteres, se leía, escrito probablemente con la negra punta de un
tizón, el número veintiocho. Nada significaba esta cifra para la hija,
y Ferrier prefirió no sacarla de su ignorancia. Aquella noche, armado
de una escopeta, montó guardia alrededor de la casa. No vio ni oyó cosa
alguna y, sin embargo, al clarear, los largos trazos del número
veintisiete cruzaban la hoja exterior de la puerta principal.
De esta guisa fueron transcurriendo los días; tan inevitablemente como
sucede a la noche la luz de la mañana, mantenían sus invisibles
enemigos la cuenta del menguante mes de gracia, expuesta siempre en
algún lugar manifiesto. Ora aparecía el número fatal sobre una pared,
ora en el suelo, más tarde, quizá, en un pequeño rótulo pegado al
cancel del jardín o a la baranda. Pese a su permanente actitud de
vigilancia, no pudo descubrir John Ferrier de dónde procedían estas
advertencias diarias. Un horror rayano con la superstición llegó a
poseerlo a la vista de cualquiera de ellas. Crispado y rendido, sus
ojos adquirieron la expresión turbia de una fiera acorralada. Todas sus
esperanzas, su única esperanza, se cifraba en el retorno del joven
cazador de Nevada.
Los veinte días de franquía se redujeron a quince, éstos a diez y no
daba aún señales de sí el ausente. Paso a paso fue aproximándose el
temido término sin que llegaran noticias de fuera. Cada vez que un
jinete rompía el silencio con el estrépito de su caballo a lo largo del
camino, o incitaba un carretero a su recua, el viejo granjero se
precipitaba hacia la puerta, creyendo ya llegado a su auxiliador. Al
fin, cuando los cinco últimos días dieron paso a los cuatro siguientes,
y los cuatro a sus sucesivos tres, perdió el ánimo, y con él la
esperanza en la salvación. Solo, y mal conocedor de las montañas
circunvecinas, se sentía por completo perdido. En los caminos más
transitados se había montado un estricto servicio de vigilancia que
estorbaba el paso a los transeúntes no autorizados por el Consejo.
Mirara donde mirara, se veía inevitablemente condenado a sufrir el
castigo que se cernía sobre su cabeza. Con todo, mil veces hubiera
preferido el anciano la muerte a consentir en lo que por fuerza se le
antojaba el deshonor de su hija.
Sobre tales calamidades y los vanos intentos de ponerles remedio,
reflexionaba una tarde el sedente John Ferrier. Aquella misma mañana
había sido trazado el número dos sobre la pared de su casa, anuncio de
la única franquía que, junto a la siguiente, todavía restaba hasta la
expiración del plazo.
¿Qué ocurriría entonces? Mil terribles e imprecisas fantasías
atormentaban su imaginación. ¿Qué sería de su hija cuando él faltara?
No ofrecía escape la invisible maraña que alrededor de ellos se había
trenzado. Derrumbó la cabeza sobre la mesa y se abandonó al llanto ante
el sentimiento de su propia impotencia.
Pero ¿qué era eso? Un suave arañazo había turbado el silencio reinante
— un ruido tenue, aunque claramente perceptible en medio de la quietud
de la noche—. Procedía de la puerta de la casa. Ferrier se deslizó
hasta el vestíbulo y aguzó el oído. Hubo una pausa breve y después el
blando, insidioso sonido volvió a repetirse. Evidentemente, alguien
estaba golpeando con mucho tiento los cuarterones de la puerta. ¿Quizá
un nocturno sicario enviado para llevar adelante las órdenes asesinas
del tribunal secreto? ¿O acaso el agente encargado de grabar el anuncio
del último día de gracia? Ferrier sintió que una muerte instantánea
sería preferible a esta azorante incertidumbre que paralizaba su
corazón. De un salto llegó hasta la puerta y, descorriendo el cerrojo,
la abrió de par en par.
Fuera reinaba una absoluta quietud. Estaba despejada la noche, y en lo
alto se veían parpadear las estrellas. Ante los ojos del granjero se
extendía el pequeño jardín frontero, ceñido por la cerca y la
portalada, pero ni en el espacio interior ni en la carretera se echaba
de ver figura humana alguna. Con un suspiro de alivio oteó Ferrier a
izquierda y derecha, hasta que, habiendo dirigido por casualidad la
mirada en dirección a sus pies, observó con asombro que un hombre yacía
boca abajo sobre el suelo, abiertos en compás los brazos y las piernas.
Tal sobresalto le produjo la vista del cuerpo, que hubo de recostarse
sobre la pared con una mano puesta en la garganta para sofocar el grito
que de ésta pujaba por salir. Su primer pensamiento fue el de dar al
hombre postrado por herido o muerto, mas, al mirarlo de nuevo, percibió
cómo, serpenteando con la rapidez y sigilo de un ofidio, se deslizaba
sobre el suelo hasta penetrar en el vestíbulo. Una vez dentro recuperó
velozmente la posición erecta, cerró la puerta, y fueron entonces
dibujándose ante el asombrado granjero las enérgicas facciones y
decidida expresión de Jefferson Hope.
—¡Santo Cielo! —dijo jadeante John Ferrier—. ¡Qué susto me has dado!
¿Por qué diablos has entrado en casa así?
—Déme algo de comer —repuso el otro con voz ronca—. Hace cuarenta y
ocho horas que no me llevo a la boca un trozo de pan o una gota de
agua.
Se arrojó sobre la carne fría y el pan que, después de la cena, aún
restaban en la mesa de su huésped, y dio cuenta de ellos vorazmente.
—¿Cómo anda de ánimo Lucy? —preguntó una vez satisfecha su hambre.
—Bien. Desconoce el peligro en que nos hallamos —repuso el padre.
—Tanto mejor. La casa está vigilada por todas partes. De ahí que me
arrastrara hasta ella. Los tipos son listos, aunque no lo bastante para
jugársela a un cazador Washoe.
John Ferrier se sintió renacer a la llegada de su devoto aliado.
Asiendo la mano curtida del joven, se la estrechó cordialmente.
—Me enorgullezco de ti, muchacho —exclamó—. Pocos habrían tenido el
arrojo de venir a auxiliarnos en este trance.
—No anda descaminado, a fe mía —repuso el joven cazador—. Le tengo ley,
pero a ser usted el único en peligro me lo habría pensado dos veces
antes de meter la mano en este avispero. Lucy me trae aquí, y antes de
que le sobrevenga algún mal, hay en Utah un Hope para dar por ella la
vida.
—¿Qué hemos de hacer?
—Mañana se acaba el plazo, y a menos que nos pongamos esta misma noche
en movimiento, estará todo perdido. Tengo una mula y dos caballos
esperándonos en el Barranco de las Águilas. ¿De cuánto dinero dispone?
—Dos mil dólares en oro y otros cinco mil en billetes.
—Es suficiente. Cuento yo con otro tanto. Hemos de alcanzar Carson City
a través de las montañas. Preciso es que despierte a Lucy. Suerte que
no duermen aquí los criados...
En tanto aprestaba Ferrier a su hija para el viaje inminente, Jefferson
Hope juntó toda la comida que pudo encontrar en un pequeño paquete, al
tiempo que llenaba de agua un cántaro de barro; como sabía por
experiencia, los manantiales eran escasos en las montañas y muy
distantes entre sí. Apenas si había terminado los preparativos cuando
apareció el granjero con su hija, ya vestida y pertrechada para la
marcha. El encuentro de los dos enamorados fue caluroso, pero breve,
pues cada minuto era precioso, y restaba aún mucho por hacer.
—Salgamos cuanto antes —dijo Jefferson, en un susurro, donde se
conocía, sin embargo, el tono firme de quien, sabiendo la gravedad de
un lance, ha preparado su corazón para afrontarlo—. La entrada
principal y la trasera están guardadas, aunque cabe deslizarse por la
ventana lateral y seguir después a campo traviesa. Ya en la carretera,
dos millas tan sólo nos separan del Barranco de las Águilas, en que
aguardada caballería. Cuando despunte el día estaremos a mitad de
camino, en plena montaña.
—¿Y si nos cierran el paso? —preguntó Ferrier.
Hope dio una palmada a la culata del revólver, que sobresalía tras la
hebilla de su cinturón.
—En caso de que fueran demasiados para nosotros..., no dejaríamos este
mundo sin que antes nos hicieran cortejo dos o tres de ellos —dijo, con
una sonrisa siniestra.
Apagadas ya todas las luces del interior de la casa, Ferrier contempló
desde la ventana, sumida en sombra, los campos que habían sido suyos, y
de los que ahora iba a partirse para siempre. Era éste, sin embargo, un
sacrificio al que ya tenía preparado su espíritu, y la consideración
del honor y felicidad de su hija compensaba con creces el sentimiento
de la fortuna perdida. Reinaba tal paz en las vastas mieses y en torno
a los susurrantes árboles, que nadie hubiese acertado a sospechar el
negro revoloteo de la muerte. Sin embargo, la palidez de rostro y
rígida expresión del joven cazador indicaban a las claras que en su
trayecto hasta la casa no habían sido pocos los signos fatales por él
advertidos.
John Ferrier llevaba consigo el talego con el oro y los billetes;
Jefferson Hope, las escasas provisiones y el agua, mientras Lucy, en un
pequeño atadijo, había hecho acopio de algunas de sus prendas más
queridas. Tras abrir la ventana con todo el cuidado que las
circunstancias exigían, aguardaron a que una nube ocultara la faz de la
luna, aprovechando ese instante para descolgarse, uno a uno, al
diminuto jardín. Con el aliento retenido y rasantes al suelo, ganaron
al poco el seto limítrofe, de cuyo abrigo no se separó la comitiva
hasta llegar a un vano abierto a los campos cultivados. Apenas lo
habían alcanzado, cuando el joven retuvo a sus acompañantes
empujándoles de nuevo hacia la sombra, en la que permanecieron
temblorosos y en silencio.
Por ventura, la vida en las praderas había dotado a Jefferson Hope de
un oído de lince. Un segundo después de su repliegue rasgó el aire el
melancólico y casi inmediato aullido de un búho, contestado al punto
por otro idéntico, pocos pasos más allá. En ese instante emergió del
vano la silueta fantasmal de un hombre; repitió éste la lastimera
señal, y a su conjunto salió de la sombra una segunda figura humana.
—Mañana a medianoche —dijo el primero, quien parecía ser, de los dos,
el investido de mayor autoridad—. Cuando el chotacabras grite tres
veces.
—Bien —repuso el segundo—. ¿He de pasar el mensaje al Hermano Drebber?
—Que él lo reciba y tras él los siguientes. ¡Nueve a siete!
—¡Siete a cinco! —repitió su compañero—. Y ambas siluetas partieron
rápidas en distintas direcciones. Las palabras finales recataban
evidentemente una seña y su correspondiente contraseña. Apenas
desvanecidos en la distancia los pasos de los conspiradores, Jefferson
Hope se puso en pie y, después de aprestar a sus compañeros a través
del vano, inició una rápida marcha por mitad de las mieses, sosteniendo
y casi llevando en vilo a la joven cada vez que ésta sentía flaquear
sus fuerzas.
—¡Deprisa, deprisa! —jadeaba de cuando en cuando—. Estamos cruzando la
línea de centinelas. Todo depende de la velocidad a que avancemos.
¡Deprisa, digo!
Ya en la carretera, cubrieron terreno con mayor presteza. Sólo una vez
se cruzaron con otro caminante, mas tuvieron ocasión de deslizarse a un
campo vecino y pasar así inadvertidos. Antes de alcanzar la ciudad, el
cazador enfiló un sendero lateral y accidentado que conducía a las
montañas. El desigual perfil de los picos rocosos se insinuó de pronto
en la noche: el angosto desfiladero que entre ellos se abría no era
otro que el Barranco de las Águilas, donde permanecían a la espera los
caballos. Guiado de un instinto infalible, Jefferson Hope siguió su
rumbo a través de las peñas y a lo largo del lecho seco de un río,
hasta dar con una retirada quiebra, oculta por rocas. Allí estaban
amarrados los fieles cuadrúpedos. La muchacha fue instalada sobre la
mula, y el viejo Ferrier montó, con el talego, en uno de los caballos,
mientras Jefferson Hope guiaba al restante por el difícil y escabroso
camino.
Sólo para quien estuviera hecho a las manifestaciones más extremas de
la Naturaleza podía resultar aquella ruta llevadera. A uno de los lados
se elevaba un gigantesco peñasco por encima de los mil metros de
altura. Negro, hosco y amenazante, erizada la rugosa superficie de
largas columnas de basalto, sugería su silueta el costillar de un
antiguo monstruo petrificado. A la otra mano un vasto caos de escoria y
guijarros enormes impedía de todo punto la marcha. Entre ambas orillas
discurría la desigual senda, tan angosta a trechos que habían de
situarse lo viajeros en fila india, y tan accidentado que únicamente a
un jinete consumado le hubiera resultado posible abrirse en ella
camino. Sin embargo, pese a todas las fatigas, estaban alegres los
fugitivos, ya que, a cada paso que daban, era mayor la distancia entre
ellos y el despotismo terrible de que venían huyendo.
Pronto se les hizo manifiesto, con todo, que aún permanecían bajo la
jurisdicción de los Santos. Habían alcanzado lo más abrupto y sombrío
del desfiladero cuando la joven dejó escapar un grito, a la par que
señalaba hacia lo alto. Sobre una de las rocas que se asomaban al
camino, destacándose duramente sobre el fondo, montaba guardia un
centinela solitario. Descubrió a la comitiva a la vez que era por ella
visto, y un desafiante y marcial ¡quién vive! resonó en el silencioso
barranco.
—Viajeros en dirección a Nevada —dijo Jefferson Hope, con una mano
puesta sobre el rifle, que colgaba a uno de los lados de su silla.
Pudieron observar cómo el solitario vigía amartillaba su arma,
escrutando el hondón con expresión insatisfecha.
—¿Con la venia de quién? —preguntó.
—Los Sagrados Cuatro —repuso Ferrier. Su estancia entre los mormones le
había enseñado que tal era la máxima autoridad a que cabía referirse.
—Nueve a siete —gritó el centinela.
—Siete a cinco —contestó rápido Jefferson Hope, recordando la
contraseña oída en el jardín. —Adelante, y que el Señor sea con
vosotros — dijo la voz desde arriba—. Más allá de este enclave se
ensanchaba la ruta, y los caballos pudieron iniciar un ligero trote.
Mirando hacia atrás, alcanzaron a ver al centinela apoyado sobre su
fusil, señal de que habían dejado a sus espaldas la posición última de
los Elegidos y que cabalgaban ya por tierras de libertad.
- 5 -
Los ángeles vengadores
Durante toda la noche trazaron su camino a través de desfiladeros
intrincados y de senderos irregulares sembrados de rocas. Varias veces
perdieron el rumbo y otras tantas el íntimo conocimiento que Hope tenía
de las montañas les permitió recuperarlo. Al rayar el alba, un
escenario de maravillosa aunque agreste belleza se ofreció a sus ojos.
Cerrando el contorno todo del espacio se elevaban los altos picos
coronados de nieve, cabalgados los unos sobre los otros en actitud de
vigías que escrutan el horizonte. Tan empinadas eran las vertientes
rocosas a entrambos lados, que los pinos y alerces parecían estar
suspendidos encima de sus cabezas, como a la espera de un parco soplo
de aire para caer con violencia sobre los viajeros. Y no era la
sensación meramente ilusoria, pues se hallaba aquella hoya pelada
salpicada en toda su extensión por peñas y árboles que hasta allí
habían llegado de semejante manera. Justo a su paso, una gran roca se
precipitó de lo alto con un estrépito sordo, que despertó ecos en las
cañadas silenciosas, e imprimió a los cansinos caballos un galope
alocado.
Conforme el sol se levantaba lentamente sobre la línea de oriente, las
cimas de las grandes montañas fueron encendiéndose una tras otra, al
igual que los faroles de una verbena, hasta quedar todas rutilantes y
arreboladas. El espectáculo magnífico alegró los corazones de los tres
fugitivos y les infundió nuevos ánimos. Detuvieron la marcha junto a un
torrente que con ímpetu surgía de un barranco y abrevaron a los
caballos mientras daban rápida cuenta de su desayuno. Lucy y su padre
habrían prolongado con gusto ese tiempo de tregua, pero Jefferson Hope
se mostró inflexible.
—Ya estarán sobre nuestra pista —dijo—. Todo depende de nuestra
velocidad. Una vez salvos en Carson podremos descansar el resto de
nuestras vidas.
Durante el día entero se abrieron camino a través de los desfiladeros,
habiéndose distanciado al atardecer, según sus cálculos, más de treinta
millas de sus enemigos. A la noche establecieron el campamento al pie
de un risco saledizo, medianamente protegido por las rocas del viento
álgido, y allí, apretados para darse calor, disfrutaron de unas pocas
horas de sueño. Antes de romper el día, sin embargo, ya estaban en pie,
prosiguiendo viaje. No habían echado de ver señal alguna de sus
perseguidores, y Jefferson Hope comenzó a pensar que se hallaban acaso
fuera del alcance de la terrible organización en cuya enemistad habían
incurrido. Ignoraba aún cuán lejos podía llegar su garra de hierro, y
qué presta estaba ésta a abatirse sobre ellos y aplastarlos.
Hacia la mitad del segundo día de fuga, su escaso lote de provisiones
comenzó a agotarse. No inquietó ello, sin embargo, en demasía al
cazador, pues abundaban las piezas por aquellos parajes, y no una, sino
muchas veces, se había visto en la precisión de recurrir a su rifle
para satisfacer las necesidades elementales de la vida. Tras elegir un
rincón abrigado, juntó unas cuantas ramas secas y produjo una brillante
hoguera, en la que pudieran encontrar algún confortamiento sus amigos;
se encontraban a casi cinco mil pies de altura, y el aire era helado y
cortante. Después de atar los caballos y despedirse de Lucy, se echó el
rifle sobre la espalda y salió en busca de lo que la suerte quisiera
dispensarle. Volviendo la cabeza atrás vio al anciano y a la joven
acurrucados junto al brillante fuego, con las tres caballerías
recortándose inmóviles sobre el fondo. A continuación, las rocas se
interpusieron entre el grupo y su mirada.
Caminó un par de millas de un barranco a otro sin mayor éxito, aunque,
por las marcas en las cortezas de los árboles, y otros indicios,
coligió la presencia de numerosos osos en la zona. Al fin, tras dos o
tres horas de búsqueda infructuosa, y cuando desanimado se disponía a
dar marcha atrás, vio, echando la vista a lo alto, un espectáculo que
le hizo estremecer de alegría. En el borde de una roca voladiza, a
trescientos o cuatrocientos pies sobre su cabeza, afirmaba sobre el
suelo las pezuñas una criatura de apariencia vagamente semejante a la
de una cabra, aunque armada de un par de descomunales cuernos. La gran
astada —por tal se le conocerá probablemente el guarda o vigía de un
rebaño invisible al cazador; mas por fortuna estaba mirando en
dirección opuesta a éste y no había advertido su presencia. Puesto de
bruces, descansó el rifle sobre una roca y enfiló largamente y con
firme pulso la diana antes de apretar el gatillo. El animal dio un
respingo, se tambaleó un instante a orillas del precipicio, y se
desplomó al cabo valle abajo.
Pesaba en exceso la res para ser llevada a cuestas, de modo que el
cazador optó por desmembrar una pierna y parte del costado. Con este
trofeo terciado sobre uno de los hombros se dio prisa a desandar lo
andado, ya que comenzaba a caer la tarde. Apenas puesto en marcha, sin
embargo, advirtió que se hallaba en un trance difícil. Llevado de su
premura había ido mucho más allá de los barrancos conocidos,
resultándole ahora difícil encontrar el camino de vuelta. El valle
donde estaba tendía a dividirse y subdividirse en numerosas cañadas,
tan semejantes que se hacía imposible distinguirlas entre sí. Enfiló
una por espacio de una milla o más hasta tropezar con un venero de
montaña que le constaba no haber visto antes. Persuadido de haber
errado el rumbo, probó otro distinto, mas no con mayor éxito. La noche
caía rápidamente, y apenas si restaba alguna luz cuando dio por fin con
un desfiladero de aire familiar. Incluso entonces no fue fácil seguir
la pista exacta, porque la luna no había ascendido aún y los altos
riscos, elevándose a una y otra mano, acentuaban aún más la oscuridad.
Abrumado por su carga, y rendido tras tanto esfuerzo, avanzó a
trompicones, infundiéndose ánimos con la reflexión de que a cada paso
que diera se acortaba la distancia entre él y Lucy, y de que habría
comida bastante para todos durante el resto del viaje.
Ya se hallaba en el principio mismo del desfiladero en que había dejado
a sus compañeros. Incluso en la oscuridad acertaba a reconocer la
silueta de las rocas que los rodeaban. Estarían esperándolo, pensó, con
impaciencia, pues llevaba casi cinco horas ausente. En su alegría juntó
las manos, se las llevó á la boca a modo de bocina, y anunció su
llegada con un fuerte grito, resonante a lo largo de la cañada. Se
detuvo y esperó la respuesta. Ninguna obtuvo, salvo la de su propia
voz, que se extendió por las tristes, silenciosas cañadas, hasta
retornar multiplicada en incontables ecos. De nuevo gritó, incluso más
alto que la vez anterior, y de nuevo permanecieron mudos los amigos a
quien había abandonado tan sólo unas horas atrás. Una angustia
indefinible y sin nombre se apoderó de él, y dejando caer en su
desvarío la preciosa carga de carne, echó a correr frenéticamente campo
adelante.
Al doblar la esquina pudo avistar por entero el lugar preciso en que
había sido encendida la hoguera. Aún restaba un cúmulo de brasas,
evidentemente no avivadas desde su partida. El mismo silencio
impenetrable reinaba en derredor. Con sus aprensiones mudadas en
certeza prosiguió presuroso la pesquisa. No se veía cosa viviente junto
a los restos de la hoguera: bestias, hombre, muchacha, habían
desaparecido. Era evidente que algún súbito y terrible desastre había
ocurrido durante su ausencia, un desastre que los comprendía a todos,
sin dejar empero rastro alguno tras de sí.
Atónito, y como aturdido por el suceso, Jefferson Hope sintió que le
daba vueltas la cabeza, y hubo de apoyarse en su rifle para no perder
el equilibrio. Sin embargo, era en esencia hombre de acción, y se
recobró pronto de su temporal estado de impotencia. Tomando un leño
medio carbonizado de la ya lánguida hoguera, lo atizó de un soplido
hasta producir en él una llama, y alumbrándose con su ayuda, procedió
al examen del pequeño campamento. La tierra estaba toda hollada por
pezuñas de caballo, señal de que una cuadrilla de jinetes había
alcanzado a los fugitivos. La dirección de las improntas indicaba
asimismo que la partida había dirigido de nuevo sus pasos hacia Salt
Lake City. ¿Quizá con sus dos compañeros? Estaba próximo Jefferson Hope
a dar por buena esta conjetura, cuando sus ojos cayeron sobre un objeto
que hizo vibrar hasta en lo más recóndito todos los nervios de su
cuerpo. Cerca, hacia uno de los límites del campamento, se elevaba un
montecillo de tierra rojiza, que a buen seguro no había estado allí
antes. No podía ser sino una fosa recién excavada. Al aproximarse, el
joven cazador distinguió el perfil de una estaca hincada en el suelo,
con un papel sujeto a su extremo ahorquillado. En él se leían estas
breves, aunque elocuentes palabras:
JOHN FERRIER,
Vecino de Salt Lake City.
Murió el 4 de agosto de 1860.
El valeroso anciano, al que había dejado de ver apenas unas horas
antes, estaba ya en el otro mundo, y éste era todo su epitafio.
Desolado, Jefferson Hope miró en derredor, por si hubiera una segunda
tumba, mas no vio traza de ninguna. Lucy había sido arrebatada por sus
terribles perseguidores para cumplir su destino original como concubina
en el harén de uno de los hijos de los Ancianos. Cuando el joven cayó
en la cuenta de este hecho fatal, que no estaba en su mano remediar,
deseó de cierto compartir la suerte del viejo granjero y su última y
silenciosa morada bajo el suelo.
De nuevo, sin embargo, su espíritu activo le permitió sacudirse el
letargo a que induce la desesperación. Cuando menos podía consagrar el
resto de su vida a vengar el agravio. Además de paciencia y
perseverancia enormes, Jefferson Hope poseía también una peculiar
aptitud para la venganza, aprendida acaso de los indios entre los que
se había criado. Mientras permanecía junto al fuego casi extinto,
comprendió que la única cosa que alcanzaría a acallar su pena habría de
ser el desquite absoluto, obrado por mano propia contra sus enemigos.
Su fuerte voluntad e infatigable energía no tendrían, se dijo, otro
fin. Pálido, ceñudo el rostro, volvió sobre sus pasos hasta donde había
dejado caer la carne, y, tras reavivar las brasas, asó la suficiente
para el sustento de algunos días. La envolvió luego y, cansado como
estaba, emprendió la vuelta a través de las montañas, en pos de los
Ángeles Vengadores.
Durante cinco días avanzó, abrumado y con los pies doloridos, por los
desfiladeros que antes había atravesado a uña de caballo. En la noche
se dejaba caer entre las rocas, concediendo unas pocas horas al sueño,
pero primero que rayase el día estaba ya de nuevo en marcha. Al sexto
día llegó al Cañón de las Águilas, punto de arranque de su desdichada
fuga. Desde allí alcanzaba a contemplarse el hogar de los Santos.
Maltrecho y exhausto se apoyó sobre su rifle, mientras tendía
fieramente el puño curtido contra la silenciosa ciudad extendida a sus
pies. Al mirarla con mayor sosiego, echó de ver banderas en las calles
principales y otros signos de fiesta. Estaba aún preguntándose a qué se
debería aquello, cuando atrajo su atención un batir de cascos contra el
suelo, seguido por la aparición de un jinete que venía de camino.
Cuando lo tuvo lo bastante cerca pudo reconocer a un mormón llamado
Cowper, al que había rendido servicios en distintas ocasiones. Por
tanto, al cruzarse con él, lo abordó con el fin de saber algo sobre el
paradero de Lucy Ferrier.
—Soy Jefferson Hope —dijo—. ¿No me reconoce?
El mormón le dirigió una mirada de no disimulado asombro. Resultaba de
hecho difícil advertir en aquel caminante harapiento y desgreñado, de
cara horriblemente pálida y de ojos feroces y desorbitados, al apuesto
y joven cazador de otras veces. Satisfecho, sin embargo, sobre este
punto, el hombre mudó la sorpresa en consternación.
—Es locura que venga por aquí —exclamó—. Por sólo dirigirle la palabra,
peligra ya mi vida. Está usted proscrito a causa de su participación en
la fuga de los Ferrier.
—No temo a los Cuatro Santos ni a su mandamiento —dijo Hope
vehementemente—. Algo tiene que haber llegado a sus oídos, Cowper. Le
conjuro por lo que más quiera para que dé contestación a unas pocas
preguntas. Siempre fuimos amigos. Por Dios, no rehuya responderme.
—¿De qué se trata? —inquirió nervioso el mormón—. Sea rápido. Hasta las
rocas tienen oídos, y los árboles ojos.
—¿Qué ha sido de Lucy Ferrier?
—Fue dada ayer por esposa al joven Drebber. ¡Ánimo, hombre, ánimo!
Parece usted un difunto...
—No se cuide de mí —repuso Hope con un susurro. Estaba mortalmente
pálido, y se había dejado caer al pie del peñasco que antes le servía
de apoyo—. ¿De modo que se ha casado?
—Justo ayer. No otra cosa conmemoran las banderas que ve ondear en la
Casa Fundacional. Los jóvenes Drebber y Stangerson anduvieron
disputándose la posesión del trofeo. Ambos formaban parte de la
cuadrilla que había rastreado a los fugitivos, y de Stangerson es la
bala que dio cuenta del padre, lo que parecía concederle alguna
ventaja; mas al solventarse la cuestión en el Consejo, la facción de
Drebber llevó la mejor parte, y el profeta puso en manos de éste a la
chica. A nadie pertenecerá por largo tiempo, sin embargo, ya que ayer
vi la muerte pintada en su cara. Más semeja un fantasma que una mujer.
¿Se marcha usted?
—Sí —dijo Jefferson Hope, abandonada por fin su posición sedente.
Parecía cincelado en mármol el rostro del cazador, tan firme y dura se
había tornado su expresión, en tanto los ojos brillaban con un
resplandor siniestro.
—¿A dónde se dirige?
—No se preocupe —repuso, y terciando el arma sobre un hombro, siguió
cañada adelante hasta lo más profundo de la montaña, allí donde tienen
las alimañas su guarida. De todas ellas, era él la más peligrosa; entre
aquellas fieras, la dotada de mayor fiereza.
La predicción del mormón se cumplió con macabra exactitud. Bien
impresionada por la aparatosa muerte de su padre, bien a resultas del
odioso matrimonio a que se había visto forzada, la pobre Lucy no volvió
a levantar cabeza, falleciendo, al cabo, tras un mes de creciente
languidez. Su estúpido marido, que la había desposado sobre todo porque
apetecía la fortuna de John Ferrier, no mostró gran aflicción por la
pérdida; pero sus otras mujeres lloraron a la difunta, y velaron su
cuerpo la noche anterior al sepelio, según es costumbre entre los
mormones. Estaban agrupadas al alba en derredor del ataúd cuando, para
su inexpresable sorpresa y terror, la puerta se abrió violentamente y
un hombre de aspecto salvaje, curtido por la intemperie y cubierto de
harapos, penetró en la habitación. Sin decir palabra o dirigir una sola
mirada a las mujeres encogidas de espanto, se dirigió a la silenciosa y
pálida figura que antes había contenido el alma pura de Lucy Ferrier.
Inclinándose sobre ella, apretó reverentemente los labios contra la
fría frente, tras de lo cual, levantando la mano inerte, tomó de uno de
sus dedos el anillo de desposada.
—No la enterrarán con esto —gritó con fiereza; y antes de que nadie
pudiera dar la señal de alarma, desapareció escaleras abajo. Tan
peregrino y breve fue el episodio que los testigos habrían hallado
difícil concederle crédito o persuadir de su veracidad a un tercero, a
no ser por el hecho indudable de que el anillo que distinguía a la
difunta como novia había desaparecido.
Durante algunos meses Jefferson Hope permaneció en las montañas,
llevando una extraña vida salvaje y nutriendo en su corazón la violenta
sed de venganza que lo poseía. En la ciudad se referían historias sobre
una fantástica figura que merodeaba por los alrededores y que tenía su
morada en las solitarias cañadas montañosas. En cierta ocasión, una
bala atravesó silbando la ventana de Stangerson y fue a estamparse
contra la pared a menos de un metro del mormón. Otra vez, cuando pasaba
Drebber junto a un crestón, se precipitó sobre él una gran peña, que le
hubiera causado muerte terrible a no tener la presteza de arrojarse de
bruces hacia un lado. Los dos jóvenes mormones descubrieron pronto la
causa de estos atentados contra sus vidas y encabezaron varias
expediciones por las montañas con el propósito de capturar o dar muerte
a su .enemigo, siempre sin éxito. Entonces decidieron no salir nunca
solos o después de anochecido, y pusieron guardia a sus casas.
Transcurrido un tiempo ya no le fue necesario mantener estas medidas,
pues había desaparecido todo rastro de su oponente, en el que
terminaron por creer acallado el deseo de venganza.
Por lo contrario, éste, si cabe, se adueñaba cada vez más del cazador.
Su espíritu estaba formado de una materia dura e inflexible, habiendo
hecho hasta tal punto presa en él la idea dominante del desquite, que
apenas quedaba espacio para otros sentimientos. Aún así era aquel
hombre, sobre todas las cosas, práctico. Comprendió pronto que ni
siquiera su constitución de hierro podría resistir la presión constante
a que la estaba sometiendo. La intemperie y la falta de alimentación
adecuada principiaban a obrar su efecto. Caso de que muriese como un
perro en aquellas montañas, ¿qué sería de su venganza? Y había de morir
de cierto si persistía en el empeño. Sintió que estaba jugando las
cartas de sus enemigos, de modo que muy a su pesar volvió a las viejas
minas de Nevada, con ánimo de reponer allí su salud y reunir dinero
bastante a proseguir sin privaciones su proyecto.
No entraba en sus propósitos estar ausente arriba de un año, mas una
combinación de circunstancias imprevistas le retuvo en las minas cerca
de cinco. Al cabo de éstos, sin embargo, el recuerdo del agravio y su
afán justiciero no eran menos agudos que en la noche memorable
transcurrida junto a la tumba de John Ferrier. Disfrazado, y bajo
nombre supuesto, retornó a Salt Lake City, menos atento a su vida que a
la obtención de la necesaria justicia. Un trance adverso le aguardaba
en la ciudad. Se había producido pocos meses antes un cisma en el
Pueblo Elegido, tras la rebelión contra los Ancianos de algunos jóvenes
miembros que, separados del cuerpo de la Iglesia, habían dejado Utah
para convertirse en gentiles. Drebber y Stangerson se contaban entre
éstos, y nadie conocía su paradero. Corría la especie de que el
primero, por haber alcanzado a convertir parte de sus bienes en dinero,
seguía siendo hombre acaudalado, mientras su compañero Stangerson
nutría el número de los relativamente pobres. Sobre su destino actual
nadie poseía, sin embargo, la menor noticia.
Muchos hombres, por grande que fuera el deseo de venganza, habrían
cejado en su propósito ante tamañas dificultades, pero Jefferson Hope
no desfalleció un solo instante. Con sus escasos bienes de fortuna, y
ayudándose con tal o cual modesto empleo, viajó de una ciudad a otra de
los Estados Unidos en busca de sus enemigos. Fue cediendo cada año
lugar al siguiente, y se entreveró su negra cabellera de hebras
blancas, mas no cesó aquel sabueso humano en su pesquisa, atento todo
al objeto que daba sentido a su vida. Al fin obtuvo tanto ahínco su
recompensa. Bastó la rápida visión de un rostro al otro lado de una
ventana para confirmarle que Cleveland, en Ohio, constituía a la sazón
el refugio de sus dos perseguidos. Nuestro hombre retornó a su pobre
alojamiento con un plan de venganza concebido en todos sus detalles. El
azar quiso, sin embargo, que Drebber, sentado junto a la ventana,
reconociera al vagabundo, en cuyos ojos leyó una determinación
homicida. Acudió presuroso a un juez de paz, acompañado por Stangerson,
que se había convertido en su secretario, y explicó el peligro en que
se hallaban sus vidas, amenazadas, según dijo, por el odio y los celos
de un antiguo rival. Aquella misma tarde Jefferson Hope fue detenido, y
no pudiendo pagar la fianza, hubo de permanecer en prisión varias
semanas. Cuando al fin recobró la libertad halló desierta la casa de
Drebber, quien, junto a su secretario, había emigrado a Europa.
Otra vez había sido burlado el vengador, y de nuevo su odio intenso lo
indujo a proseguir la caza. Andaba escaso de fondos, sin embargo, y
durante un tiempo, tuvo que volver al trabajo, ahorrando hasta el
último dólar para el viaje inminente. Al cabo, rehechos sus medios de
vida, partió para Europa, y allí, de ciudad en ciudad, siguió la pista
de sus enemigos, oficiando en toda suerte de ocupaciones serviles, sin
dar nunca alcance a su presa. Llegado a San Petersburgo, resultó que
aquéllos habían partido a París, y una vez allí se encontró con que
acababan de salir para Copenhague. A la capital danesa arribó de nuevo
con unos días de retraso, ya que habían tomado el camino de Londres,
donde logró, al fin, atraparlos. Para lo que sigue será mejor confiar
en el relato del propio cazador, tal como se halla puntualmente
registrado en el «Diario del Doctor Watson», al que debemos ya
inestimables servicios.
- 6 -
Continuación de las memorias de John Watson, doctor en Medicina
La furiosa resistencia del prisionero no encerraba al parecer encono
alguno hacia nosotros, ya que al verse por fin reducido, sonrió de
manera afable, a la par que expresaba la esperanza de no haber
lastimado a nadie en la refriega.
—Supongo que van a llevarme ustedes a la comisaría —dijo a Sherlock
Holmes—. Tengo el coche a la puerta. Si me desatan las piernas iré
caminando. Peso ahora considerablemente más que antes.
Gregson y Lestrade intercambiaron una mirada, como si se les antojara
la propuesta un tanto extemporánea; pero Holmes, cogiendo sin más la
palabra al prisionero, aflojó la toalla que habíamos enlazado a sus
tobillos. Se puso aquél en pie y estiró las piernas, casi dudoso, por
las trazas, de que las tuviera otra vez libres. Recuerdo que pensé,
según estaba ahí delante de mí, haber visto en muy pocas ocasiones
hombre tan fuertemente constituido. Su rostro moreno, tostado por el
sol, traslucía una determinación y energía no menos formidables que su
aspecto físico.
—Si está libre la plaza de comisario, considero que es usted la persona
indicada para ocuparla —dijo, mirando a mi compañero de alojamiento con
una no disimulada admiración—. El modo como ha seguido usted mi pista
raya en lo asombroso.
—Será mejor que me acompañen —dijo Holmes a los dos detectives.
—Yo puedo llevarlos en mi coche —repuso Lestrade.
—Bien. Que Gregson suba con nosotros a la cabina. Y usted también,
doctor. Se ha tomado con interés el caso y puede sumarse a la comitiva.
Acepté de buen grado, y todos juntos bajamos a la calle. El prisionero
no hizo por emprender la fuga, sino que, tranquilamente, entró en el
coche que había sido suyo, seguido por el resto de nosotros. Lestrade
se aupó al pescante, arreó al caballo, y en muy breve tiempo nos
condujo a puerto. Se nos dio entrada a una habitación pequeña, donde un
inspector de policía anotó el nombre de nuestro prisionero, junto con
el de los dos individuos a quienes la justicia le acusaba de haber
asesinado. El oficial, un tipo pálido e inexpresivo, procedió a estos
trámites como si fueran de pura rutina.
—El prisionero comparecerá a juicio en el plazo de una semana —dijo—.
Entre tanto, ¿tiene algo que declarar, señor Hope? Le prevengo que
cuanto diga puede ser utilizado en su contra.
—Mucho es lo que tengo que decir —repuso, lentamente, nuestro hombre—.
No quiero guardarme un solo detalle.
—¿No sería mejor que atendiera a la celebración del juicio? —preguntó
el inspector.
—Es posible que no llegue ese momento —contestó—. Mas no se alteren. No
me ronda la cabeza la idea del suicidio. ¿Es usted médico?
Volvió hacia mí sus valientes ojos negros en el instante mismo de
formular la última pregunta.
—Sí —repliqué.
—Ponga entonces las manos aquí —dijo con una sonrisa, al tiempo que con
las muñecas esposadas se señalaba el pecho.
Le obedecí, percibiendo acto seguido una extraordinaria palpitación y
como un tumulto en su interior. Las paredes del pecho parecían
estremecerse y temblar como un frágil edificio en cuyos adentros se
ocultara una maquinaria poderosa. En el silencio de la habitación
acerté a oír también un zumbido o bordoneo sordo, procedente de la
misma fuente.
—¡Diablos! —exclamé—. ¡Tiene usted un aneurisma aórtico!
—Así le dicen, según parece —repuso plácidamente—. La semana pasada
acudí al médico y me aseguró que estallaría antes de no muchos días. Ha
ido empeorando de año en año desde las muchas noches al sereno y el
demasiado ayuno en las montañas de Salt Lake. Cumplida mi tarea, me
importa poco la muerte, mas no quisiera irme al otro mundo sin dejar en
claro algunos puntos. Preferiría no ser recordado como un vulgar
carnicero.
El inspector y los dos detectives intercambiaron presurosos unas
cuantas palabras sobre la conveniencia de autorizar semejante relato.
—¿Considera, doctor, que el peligro de muerte es inmediato? —inquirió
el primero.
—No hay duda —repuse.
—En tal caso, y en interés de la justicia, constituye evidentemente
nuestro deber tomar declaración al prisionero —dijo el inspector.
—Es libre, señor, de dar inicio a su confesión, que, no lo olvide,
quedará aquí consignada.
—Entonces, con su permiso, voy a tomar asiento —replicó aquél,
conformando el acto a las palabras—. Este aneurisma que llevo dentro me
ocasiona fácilmente fatiga, y la tremolina de hace un rato no ha
contribuido a enmendar las cosas. Hallándome al borde de la muerte,
comprenderán ustedes que no tengo mayor interés en ocultarles la
verdad. Las palabras que pronuncie serán estrictamente ciertas. El uso
que hagan después de ellas es asunto que me trae sin cuidado.
Tras este preámbulo, Jefferson Hope se recostó en la silla y dio
principio al curioso relato que a continuación les transcribo. Su
comunicación fue metódica y tranquila, como si correspondiera a hechos
casi vulgares. Puedo responder de la exactitud de cuanto sigue, ya que
he tenido acceso al libro de Lestrade, en el que fueron anotadas
puntualmente, y según iba hablando, las palabras del prisionero.
—No les incumbe saber por qué odiaba yo a estos hombres —dijo—. Importa
tan sólo que eran responsables de la muerte de dos seres humanos (un
padre y una hija), y que, por tanto, habían perdido el derecho a sus
propias vidas. Tras el mucho tiempo transcurrido desde la comisión del
crimen, me resultaba imposible dar prueba fehaciente de su culpabilidad
ante un tribunal. En torno a ella, sin embargo, no alimentaba la menor
duda, de modo que determiné convertirme a la vez en juez, jurado y
ejecutor. No hubiesen ustedes obrado de otro modo a ser verdaderamente
hombres y encontrarse en mi lugar.
»La chica de la que he hecho mención era, hace veinte años, mi
prometida.
La casaron por la fuerza con ese Drebber, lo que vino a ser lo mismo
que llevarla al patíbulo. Yo tomé de su dedo exangüe el anillo de boda,
prometiéndome solemnemente que el culpable no habría de morir sin
tenerlo ante los ojos, en recordación del crimen en cuyo nombre se le
castigaba. Esa prenda ha estado en mi bolsillo durante los años en que
perseguí por dos continentes, y al fin di caza, a mi enemigo y a su
cómplice. Ellos confiaban en que la fatiga me hiciese cejar en el
intento, mas confiaron en vano. Si, como es probable, muero mañana, lo
haré sabiendo que mi tarea en el mundo está cumplida y bien cumplida.
Muertos son y por mi mano. Nada ansío ni espero ya.
»Al contrario que yo, eran ellos ricos, así que no resultaba fácil
seguir su pista. Cuando llegué a Londres apenas si me quedaba un
penique, y no tuve más remedio que buscar trabajo. Monto y gobierno
caballos como quien anda: pronto me vi en el empleo de cochero. Cuanto
excediera de cierta suma que cada semana había de llevar al patrón, era
para mi bolsillo. Ascendía, por lo común, a poco, aunque pude ir
tirando. Me fue en especial difícil orientarme en la ciudad, a lo que
pienso el laberinto más endiablado que hasta la fecha haya tramado el
hombre. Gracias, sin embargo, a un mapa que llevaba conmigo, acerté,
una vez localizados los hoteles y estaciones principales, a
componérmelas no del todo mal.
»Pasó cierto tiempo antes de que averiguase el domicilio de los dos
caballeros de mis entretelas; mas no descansé hasta dar con ellos. Se
alojaban en una pensión de Camberwell, al otro lado del río. Supe
entonces que los tenía a mi merced. Me había dejado crecer la barba, lo
que me tornaba irreconocible. Proyectaba seguir sus pasos en espera del
momento propicio. No estaba dispuesto a dejarlos escapar de nuevo.
»Poco faltó, sin embargo, para que lo hicieran. Se encontraran donde se
encontrasen, andaba yo pisándoles los talones. A veces les seguía en mi
coche, otras a pie, aunque prefería lo primero, porque entonces no
podían separarse de mí. De ahí resultó que sólo cobrara las carretas a
primera hora de la mañana o a última de la noche, principiando a
endeudarme con mi patrón. Me tenía ello sin cuidado, mientras pudiera
echarles el guante a mis enemigos.
»Eran éstos muy astutos, sin embargo. Debieron sospechar que acaso
alguien seguía su rastro, ya que nunca salían solos o después de
anochecido. Durante dos semanas no los perdí de vista, y en ningún
instante se separó el uno del otro. Drebber andaba la mitad del tiempo
borracho, pero Stangerson no se permitía un segundo de descuido. Los
vigilaba de claro en claro y de turbio en turbio, sin encontrar sombra
siquiera de una oportunidad; no incurría, aun así, en el desaliento,
pues una voz interior me decía que había llegado mi hora. Sólo tenía un
cuidado: que me estallara esta cosa que llevo dentro del pecho
demasiado pronto, impidiéndome dar remate a mi tarea.
»Al fin, una tarde en la que llevaba ya varias veces recorrida en mi
coche Torquay Terrace —tal nombre distinguía a la calle de la pensión
donde se alojaban—, observé que un vehículo hacía alto justo delante de
su puerta. Sacaron de la casa algunos bultos, y poco después Drebber y
Stangerson, que habían aparecido tras ellos, partieron en el carruaje.
Incité a mi caballo y no los perdí de vista, aunque me inquietaba la
idea de que fueran a cambiar otra vez de residencia. Se apearon en
Euston Station, y yo confié mi montura a un niño mientras los seguía
hasta los andenes. Oí que preguntaban por el tren de Liverpool y
también la contestación del vigilante, quien les explicó que ya estaba
en camino y que habían de aguardar una hora hasta el siguiente.
»La noticia pareció alterar grandemente a Stangerson y producir cierta
complacencia en Drebber. Me arrimé a ellos lo bastante para escuchar
cada una de las palabras que a la sazón se intercambiaban. Drebber dijo
que le aguardaba un pequeño negocio .y que si el otro tenía a bien
esperarle, se reuniría con él a no mucho tardar. Su compañero no se
mostró conforme y recordó su acuerdo de permanecer juntos. Drebber
repuso que el asunto era delicado y que debía tratarlo él solo. No pude
oír la réplica de Stangerson, mas Drebber prorrumpió en improperios,
diciendo al otro que no era al cabo sino un sirviente a sueldo, sin
títulos para ordenarle esto o lo de más allá. Entonces prefirió ceder
el secretario, tras de lo cual quedó convencido que Drebber se reuniría
con Stangerson en el hotel Halliday Private, caso de que llegase a
perder el último tren. El primero aseguró que estaría de vuelta en los
andenes antes de las once y abandonó la estación.
»La ocasión que tanto tiempo había aguardado parecía ponerse por fin al
alcance de la mano. Tenía a mis enemigos en mi poder. Juntos podían
darse protección uno al otro, mas por separado se hallaban a mi merced.
No me dejé llevar sin embargo de la premura. Mi plan estaba ya
dibujado. No hay satisfacción en la venganza a menos que el culpable
encuentre modo de saber de quién es la mano que lo fulmina y cuál la
causa del castigo. Entraba en mis propósitos que el hombre que me había
agraviado pudiera comprender que sobre él se proyectaba la sombra de su
antiguo pecado. Por ventura, el día antes, mientras visitaban unos
inmuebles en Brixton Road, un sujeto había extraviado la llave de uno
de ellos en mi coche. Fue reclamada y devuelta aquella misma tarde, no
antes, sin embargo, de que yo hubiera hecho un molde, y obtenido una
réplica, de la original. De este modo ganaba acceso a un punto al menos
de la ciudad donde podía tener la seguridad de obrar sin ser
interrumpido. Cómo arrastrar a Drebber hasta esa casa era la difícil
cuestión que ahora se me presentaba.
»Mi hombre prosiguió calle abajo, entrando en uno o dos bares, y
demorándose en el último casi media hora. Salió del último dibujando
eses, bien empapado ya en alcohol. Hizo una seña al simón que había
justo en frente de mí. Lo seguí tan de cerca que el hocico de mi
caballo rozaba casi con el codo del conductor. Cruzamos el puente de
Waterloo y después, interminablemente, otras calles, hasta que para mi
sorpresa me vi en la explanada misma de donde habíamos partido.
Ignoraba la razón de ese retorno, pero azucé a mi caballo y me detuve a
unas cien yardas de la casa. Drebber entró en ella, y el simón siguió
camino. Denme un vaso de agua, por favor. Tengo la boca seca de tanto
hablar.
»Le alcancé el vaso, que apuró al instante.
»—Así está mejor —dijo—. Bien, llevaba haciendo guardia un cuarto de
hora, aproximadamente, cuando de pronto me llegó de la casa un ruido de
gente enzarzada en una pelea. Inmediatamente después se abrió con
brusquedad la puerta y aparecieron dos hombres, uno de los cuales era
Drebber y el otro un joven al que nunca había visto antes. Este tipo
tenía sujeto a Drebber por el cuello de la chaqueta, y cuando llegaron
al pie de la escalera le dio un empujón y una patada después que lo
hizo trastabillar hasta el centro de la calle.
»—¡Canalla! —exclamó, enarbolando su bastón—. ¡Voy a enseñarte yo a
ofender a una chica honesta! »Estaba tan excitado que sospecho que
hubiera molido a Drebber a palos, de no poner el miserable pies en
polvorosa. Corrió hasta la esquina, y viendo entonces mi coche, hizo
ademán de llamarlo, saltando después a su interior.
»—Al Holliday´s Private —dijo.
»Viéndolo ya dentro sentí tal pálpito de gozo que temí que en ese
instante último pudiera estallar mi aneurisma. Apuré la calle con
lentitud, mientras reflexionaba sobre el curso a seguir. Podía llevarlo
sin más a las afueras y allí, en cualquier camino, celebrar mi postrer
entrevista con él. Casi tenía decidido tal cuando Drebber me brindó
otra solución. Se había apoderado nuevamente de él el delirio de la
bebida, y me ordenó que le condujera a una taberna. Ingresó en ella
tras haberme dicho que aguardara por él. No acabó hasta la hora de
cierre, y para entonces estaba tan borracho que me supe dueño absoluto
de la situación.
»No piensen que figuraba en mi proyecto asesinarlo a sangre fría. No
hubiese vulnerado con ello la más estricta justicia, mas me lo vedaba,
por así decirlo, el sentimiento. Desde tiempo atrás había determinado
no negarle la oportunidad de seguir vivo, siempre y cuando supiera
aprovecharla. Entre los muchos trabajos que he desempeñado en América
se cuenta el de conserje y barrendero en un laboratorio de York
College. Un día el profesor, hablando de venenos, mostró a los
estudiantes cierta sustancia, a la que creo recordar que dio el nombre
de alcaloide, y que había extraído de una flecha inficionada por los
indios sudamericanos. Tan fuerte era su efecto que un solo gramo
bastaba a producir la muerte instantánea. Eché el ojo a la botella
donde guardaba la preparación, y cuando todo el mundo se hubo ido, cogí
un poco para mí. No se me da mal el oficio de boticario; con el
alcaloide fabriqué unas píldoras pequeñas y solubles, que después
coloqué en otros tantos estuches junto a unas réplicas de idéntico
aspecto, mas desprovistas de veneno. Decidí que, llegado el momento,
esos caballeros extrajeran una de las píldoras, dejándome a mí las
restantes. El procedimiento era no menos mortífero y, desde luego, más
sigiloso, que disparar con una pistola a través de un pañuelo. Desde
entonces nunca me separaba de mi precioso cargamento, al que ahora
tenía ocasión de dar destino.
»Más cerca estábamos de la una que de las doce, y la noche era de
perros, huracanada y metida en agua. Con lo desolado del paisaje
aledaño contrastaba mi euforia interior, tan intensa que había de
contenerme para no gritar. Quien quiera de ustedes que haya anhelado
una cosa, y por espacio de veinte años porfiado en anhelarla, hasta que
de pronto la ve al alcance de su mano, comprenderá mi estado de ánimo.
Encendí un cigarro para calmar mis nervios, mas me temblaban las manos
y latían las sienes de pura excitación. Conforme guiaba el coche pude
ver al viejo Ferrier y a la dulce Lucy mirándome desde la oscuridad y
sonriéndome, con la . misma precisión con que les veo ahora a ustedes.
Durante todo el camino me dieron escolta, cada uno a un lado del
caballo, hasta la casa de Brixton Road.
»No se veía un alma ni llegaba al oído el más leve rumor, quitando el
menudo de la lluvia. Al asomarme a la ventana del carruaje avisté a
Drebber, que, hecho un lío, se hallaba entregado al sueño del beodo. Lo
sacudí por un brazo.
»—Hemos llegado —dije.
»—Está bien, cochero —repuso.
»Supongo que se imaginaba en el hotel cuya dirección me había dado,
porque descendió dócilmente y me siguió a través del jardín. Hube de
ponerme a su flanco para tenerle derecho, pues estaba aún un poco
turbado por el alcohol. Una vez en el umbral, abrí la puerta y
penetramos en la pieza del frente. Le doy mi palabra de honor que
durante todo el trayecto padre e hija caminaron juntos delante de
nosotros.
»—Está esto oscuro como boca de lobo —dijo, andando a tientas.
»—Pronto tendremos luz —repuse, al tiempo que encendía una cerilla y la
aplicaba a una vela que había traído conmigo—. Ahora, Enoch Drebber —
añadí levantando la candela hasta mi rostro—, intente averiguar quién
soy yo.
»Me contempló un instante con sus ojos turbios de borracho, en los que
una súbita expresión de horror, acompañada de una contracción de toda
la cara, me dio a entender que en mi hombre se había obrado una
revelación. Retrocedió vacilante, dando diente con diente y lívido el
rostro, mientras un sudor frío perlaba su frente. Me apoyé en la puerta
y lancé una larga y fuerte carcajada. Siempre había sabido que la
venganza sería dulce, aunque no todo lo maravillosa que ahora me
parecía.
»—¡Miserable! —dije—. He estado siguiendo tu pista desde Salt Lake City
hasta San Petersburgo, sin conseguir apresarte. Por fin han llegado tus
correrías a término, porque ésta será, para ti o para mí, la última
noche.
»Reculó aún más ante semejantes palabras, y pude adivinar, por la
expresión de su cara, que me creía loco. De hecho, lo fui un instante.
El pulso me latía en las sienes como a redobles de tambor, y creo que
habría sufrido un colapso a no ser porque la sangre, manando de la
nariz, me trajo momentáneo alivio.
»—¿Qué piensas de Lucy Ferrier ahora? —grité, cerrando la puerta con
llave y agitando ésta ante sus ojos—. El castigo se ha hecho esperar,
pero ya se cierne sobre ti.
»Vi temblar sus labios cobardes. Habría suplicado por su vida, de no
saberlo inútil.
»—¿Va a asesinarme? —balbució.
»—¿Asesinarte? —repuse—. ¿Se asesina acaso a un perro rabioso? ¿Te
preocupó semejante cosa cuando separaste a mi pobre Lucy de su padre
recién muerto para llevarla a tu maldito y repugnante harén?
»—No fui yo autor de esa muerte —gritó.
»—Pero sí partiste por medio un corazón inocente —dije, mostrándole la
caja de las pastillas—. Que el Señor emita su fallo. Toma una y
trágala. En una habita la muerte, en otra la salvación. Para mí será la
que tú dejes. Veremos si existe justicia en el mundo o si gobierna a
éste el azar.
»Cayó de hinojos pidiendo a gritos perdón, mas yo desenvainé mi
cuchillo y lo allegué a su garganta hasta que me hubo obedecido. Tragué
entonces la otra píldora, y durante un minuto o más estuvimos
mirándonos en silencio, a la espera de cómo se repartía la Suerte.
¿Podré olvidar alguna vez la expresión de su rostro cuando, tras las
primeras convulsiones, supo que el veneno obraba ya en su organismo?
Reí al verlo, mientras sostenía a la altura de sus ojos el anillo de
compromiso de Lucy. Fue breve el episodio, ya que el alcaloide actúa
con rapidez. Un espasmo de dolor contrajo su cara; extendió los brazos,
dio unos tumbos, y entonces, lanzando un grito, se derrumbó pesadamente
sobre el suelo. Le di la vuelta con el pie y puse la mano sobre su
corazón. No observé que se moviera. ¡Estaba muerto!
»La sangre había seguido brotando de mi nariz, sin que yo lo
advirtiera. No sé decirles qué me indujo a dibujar con ella esa
inscripción. Quizá fuera la malicia de poner a la policía sobre una
pista falsa, ya que me sentía eufórico y con el ánimo ligero. Recordé
que en Nueva York había sido hallado el cuerpo de un alemán con la
palabra «Rache» escrita sobre la pared, y se me hicieron presentes las
especulaciones de la prensa atribuyendo el hecho a las sociedades
secretas. Supuse que en Londres no suscitaría el caso menos confusión
que en Nueva York, y mojando un dedo en mi sangre, grabé oportunamente
el nombre sobre uno de los muros. Volví después a mi coche y comprobé
que seguía la calle desierta y rugiente la noche. Llevaba hecho algún
camino cuando, al hundir la mano en el bolsillo en que solía guardar el
anillo de Lucy, lo eché en falta. Sentí que me fallaba el suelo debajo
de los pies, pues no me quedaba de ella otro recuerdo. Pensando que
acaso lo había perdido al reclinarme sobre el cuerpo de Drebber, volví
grupas y, tras dejar el coche en una calle lateral, retorné decidido a
la casa. Cualquier peligro me parecía pequeño, comparado al de perder
el anillo. Llegado allí casi me doy de bruces con el oficial, que justo
entonces salía del inmueble, y sólo pude disipar sus sospechas
fingiéndome mortalmente borracho.
»De la manera dicha encontró Enoch Drebber la muerte.
»Sólo me restaba dar idéntico destino a Stangerson y saldar así la
deuda de John Ferrier. Sabiendo que se alojaba en el Hallidayʼs
Private, estuve al acecho todo el día, sin avistarlo un instante.
Imagino que entró en sospechas tras la incomparecencia de Drebber. Era
astuto ese Stangerson y difícil de coger desprevenido. No sé si creyó
que encerrándose en el hotel me mantenía a raya, mas en tal caso se
equivocaba. Pronto averigüé qué ventana daba a su habitación, y a la
mañana siguiente, sirviéndome de unas escaleras que había arrumbadas en
una callejuela tras el hotel, penetré en su cuarto según rayaba el día.
Lo desperté y le dije que había llegado la hora de responder por la
muerte cometida tanto tiempo atrás. Le describí lo acontecido con
Drebber, poniéndole después en el trance de la píldora envenenada. En
vez de aprovechar esa oportunidad que para salvar el pellejo le
ofrecía, saltó de la cama y se arrojó a mi cuello. En propia defensa,
le atravesé el corazón de una cuchillada. De todos modos, estaba
sentenciado, ya que jamás hubiera sufrido la providencia que su mano
culpable eligiese otra píldora que la venenosa.
»Poco más he de añadir, y por suerte, ya que me acabo por momentos.
Seguí en el negocio del coche un día más o menos, con la idea de
ahorrar lo bastante para volver a América. Estaba en las caballerizas
cuando un rapaz harapiento vino preguntando por un tal Jefferson Hope,
cuyo vehículo solicitaban en el 221 B de Baker Street. Acudí a la cita
sin mayores recelos, y el resto es de ustedes conocido: el joven aquí
presente me plantó sus dos esposas, con destreza asombrosa. Tal es la
historia. Quizá me tengan por un asesino, pero yo estimo, señores, que
soy un mero ejecutor de la justicia, en no menor medida que ustedes
mismos.
Tan emocionante había asido el relato, y con tal solemnidad dicho, que
permanecimos en todo instante mudos y pendientes de lo que oíamos.
Incluso los dos detectives profesionales, hechos como estaban a cuanto
se relaciona con el crimen, semejaban fascinados por la historia.
Cuando ésta hubo terminado se produjeron unos minutos de silencio, roto
tan sólo por el lápiz de Lestrade al rasgar el papel en que iban
quedando consignados los últimos detalles de su informe escrito.
—Sobre un solo punto desearía que se extendiese usted un poco más —
dijo al fin Sherlock Holmes—. ¿Qué cómplice de usted vino en busca del
anillo anunciado en la prensa?
El prisionero hizo un guiño risueño a mi amigo.
—Soy dueño de decir mis secretos, no de comprometer a un tercero. Leí
su anuncio y pensé que podía ser una trampa, o también la ocasión de
recuperar el anillo que buscaba. Mi amigo se ofreció a descubrirlo.
Admitirá que no lo hizo mal.
—¡Desde luego!—repuso Holmes con vehemencia.
—Y ahora, caballeros —observó gravemente el inspector—, ha llegado el
momento de cumplir lo que la ley estipula. El jueves comparecerá el
preso ante los magistrados, siendo además necesaria la presencia de
ustedes. Mientras tanto, yo me hago cargo del acusado.
Mientras esto decía hizo sonar una campanilla, a cuya llamada dos
guardianes tomaron para sí al prisionero. Mi amigo y yo abandonamos la
comisaría, cogiendo después un coche en dirección a Baker Street.
- 7 -
Conclusión
Teníamos orden de comparecer frente a los magistrados el jueves, mas
llegada esa fecha fue ya inútil todo testimonio. Un juez más alto se
había hecho cargo del caso, convocando a Jefferson Home a un tribunal
donde, a buen seguro, le sería aplicada estricta justicia. La misma
noche de la captura hizo crisis su aneurisma, y a la mañana siguiente
fue encontrado el cuerpo sobre el suelo de la celda; en el rostro había
impresa una sonrisa de placidez, como la de quien, volviendo la cabeza
atrás, contempla en el último instante una vida útil o un trabajo bien
hecho.
—Gregson y Lestrade han de estar tirándose de los cabellos —observó
Holmes cuando a la tarde siguiente discutíamos sobre el asunto.
—Muerto su hombre, ¿quién les va a dar ahora publicidad? —No veo que
interviniesen grandemente en su captura —repuso.
—Poco importa que una cosa se haga —replicó mi compañero con amargura—.
La cuestión está en hacer creer a la gente que la cosa se ha hecho. Mas
vaya lo uno por lo otro —añadió poco después, ya de mejor humor—. No me
habría perdido la investigación por nada del mundo. No alcanzo a
recordar caso mejor que éste. Aun siendo simple, encerraba puntos
sumamente instructivos.
—¡Simple! —exclamé.
—Bien, en realidad, apenas si admite ser descrito de distinto modo
—dijo Sherlock Holmes, regocijado de mi sorpresa—. La prueba de su
intrínseca simpleza está en que, sin otra ayuda que unas pocas
deducciones en verdad nada extraordinarias, puse mano al criminal en
menos de tres días.
—Cierto —dije.
—Ya le he explicado otras veces que en esta clase de casos lo
extraordinario constituye antes que un estorbo, una fuente de indicios.
La clave reside en razonar a la inversa, cosa, sea dicho de paso, tan
útil como sencilla, y poquísimo practicada. Los asuntos diarios nos
recomiendan proceder de atrás adelante, de donde se echa en olvido la
posibilidad contraria. Por cada cincuenta individuos adiestrados en el
pensamiento sintético, no encontrará usted arriba de uno con talento
analítico.
—Confieso —afirmé— que no consigo comprenderle del todo.
—No esperaba otra cosa. Veamos si logro exponérselo más a las claras.
Casi todo el mundo, ante una sucesión de hechos, acertará a colegir qué
se sigue de ellos... Los distintos acontecimientos son percibidos por
la inteligencia, en la que, ya organizados, apuntan a un resultado. A
partir de éste, sin embargo, pocas gentes saben recorrer el camino
contrario, es decir, el de los pasos cuya sucesión condujo al punto
final. A semejante virtud deductiva llamo razonar hacia atrás o
analíticamente.
—Comprendo.
—Pues bien, nuestro caso era de esos en que se nos da el resultado,
restando todo lo otro por adivinar. Permítame mostrarle las distintas
fases de mi razonamiento. Empecemos por el principio... Como usted
sabe, me aproximé a la casa por mi propio pie, despejada la mente de
todo supuesto o impresión precisa. Comencé, según era natural, por
inspeccionar la carretera, donde, ya se lo he dicho, vi claramente las
marcas de un coche, al que por consideraciones puramente lógicas supuse
llegado allí de noche. Que era en efecto un coche de alquiler y no
particular, quedaba confirmado por la angostura de las rodadas. Los
caballeros en Londres usan un cabriolé, cuyas ruedas son más anchas que
las del carruaje ordinario.
Así di mi primer paso. Después atravesé el jardín siguiendo el sendero,
cuyo suelo arcilloso resultó ser especialmente propicio para el examen
de huellas. Sin duda no vio usted sino una simple franja de barro
pisoteado; pero a mis ojos expertos cada marca transmitía un mensaje
pleno de contenido. Ninguna de las ramas de la ciencia detectivesca es
tan principal ni recibe tan mínima atención como ésta de seguir un
rastro. Por fortuna, siempre lo he tenido muy en cuenta, y un largo
adiestramiento ha concluido por convertir para mí esta sabiduría en
segunda naturaleza. Reparé en las pesadas huellas del policía, pero
también en las dejadas por los dos hombres que antes habían cruzado el
jardín. Que eran las segundas más tempranas, quedaba palmariamente
confirmado por el hecho de que a veces desaparecían casi del todo bajo
las marcas de las primeras. Así arribé a mi segunda conclusión,
consistente en que subía a dos el número de los visitantes nocturnos,
de los cuales uno, a juzgar por la distancia entre pisada y pisada, era
de altura más que notable, y algo petimetre el otro, según se echaba de
ver por las menudas y elegantes improntas que sus botas habían
producido.
Al entrar en la casa obtuve confirmación de la última inferencia. El
hombre de las lindas botas yacía delante de mí. Al alto, pues, procedía
imputar el asesinato, en caso de que éste hubiera tenido lugar. No se
veía herida alguna en el cuerpo del muerto, mas la agitada expresión de
su rostro declaraba transparentemente que no había llegado ignaro a su
fin. Quienes perecen víctimas de un ataque al corazón, o por otra causa
natural y súbita, jamás muestran esa apariencia desencajada. Tras
aplicar la nariz a los labios del difunto, detecté un ligero olor acre,
y deduje que aquel hombre había muerto por la obligada ingestión de
veneno. Al ser el envenenamiento voluntario, pensé, no habría quedado
impreso en su cara tal gesto de odio y miedo. Por el método de
exclusión, me vi, pues, abocado a la única hipótesis que autorizaban
los hechos. No crea usted que era aquélla en exceso peregrina. La
administración de un veneno por la fuerza figura no infrecuentemente en
los anales del crimen. Los casos de Dolsky en Odesa, y el de Leturier
en Montpellier, acudirían de inmediato a la memoria de cualquier
toxicólogo.
A continuación se suscitaba la gran pregunta del porqué. La rapiña
quedaba excluida, ya que no se echaba ningún objeto en falta. ¿Qué
había entonces de por medio? ¿La política, quizá una mujer? Tal era la
cuestión que entonces me inquietaba. Desde el principio me incliné por
lo segundo. Los asesinos políticos se dan grandísima prisa a escapar
una vez perpetrada la muerte. Ésta, sin embargo, había sido cometida
con flema notable, y las mil huellas dejadas por su amor a lo largo y
ancho de la habitación declaraban una estancia dilatada en el escenario
del crimen. Sólo un agravio personal, no político, acertaba a explicar
tan sistemático acto de venganza. Cuando fue descubierta la inscripción
en la pared, me confirmé aún más en mis sospechas. Se trataba,
evidentemente, de un falso señuelo. El hallazgo del anillo zanjó la
cuestión. Era claro que el asesino lo había usado para atraer a su
víctima el recuerdo de una mujer muerta o ausente. Justo entonces
pregunté a Gregson si en el telegrama enviado a Cleveland se inquiría
también por cuanto hubiera de peculiar en el pasado de Drebber. Fue su
contestación, lo recordará usted, negativa.
Después procedí a un examen detenido de la habitación, en el curso del
cual di por buena mi primera estimación de la altura del asesino, y
obtuve los datos referentes al cigarro de Trichonopoly y a la largura
de sus uñas. Había llegado ya a la conclusión de que, dada la ausencia
de señales de lucha, la sangre que salpicaba el suelo no podía proceder
sino de las narices del asesino, presa seguramente de una gran
excitación. Observé que el rastro de la sangre coincidía con el de sus
pasos. Es muy difícil que un hombre, a menos que posea gran vigor,
pueda fundir, impulsado de la sola emoción, semejante cantidad de
sangre, así que aventuré la opinión de que era el criminal un tipo
robusto y de faz congestionada. Los hechos han demostrado que iba por
buen camino.
Tras abandonar la casa hice lo que Gregson había dejado de hacer. Envié
un telegrama al jefe de policía de Cleveland, donde me limitaba a
requerir cuantos detalles se relacionasen con el matrimonio de Enoch
Drebber. La respuesta fue concluyente. Declaraba que Drebber había
solicitado ya la protección de la ley contra un viejo rival amoroso, un
tal Jefferson Hope, y que este Hope se encontraba a la sazón en Europa.
Supe entonces que tenía la clave del misterio en mi mano y que no
restaba sino atrapar al asesino.
Tenía ya decidido que el hombre que había entrado en la casa con
Drebber y el conductor del carruaje eran uno y el mismo individuo. Se
apreciaban en la carretera huellas que sólo un caballo sin gobierno
puede producir. ¿Dónde iba a estar el cochero sino en el interior del
edificio? Además, vulneraba toda lógica el que un hombre cometiera
deliberadamente un crimen ante los ojos, digamos, de una tercera
persona, un testigo que no tenía por qué guardar silencio. Por último,
para un hombre que quisiera rastrear a otro a través de Londres, el
oficio de cochero parecía sin duda el más adecuado. Todas estas
consideraciones me condujeron irresistiblemente a la conclusión de que
Jefferson Hope debía contarse entre los aurigas de la metrópoli.
Si tal había sido, era razonable además que lo siguiera siendo. Desde
su punto de vista, cualquier cambio súbito sólo podía atraer hacia su
persona una atención inoportuna. Probablemente, durante cierto tiempo
al menos, persistiría en su oficio de cochero. Nada argüía tampoco que
lo fuera a hacer bajo nombre supuesto. ¿Por qué mudar de nombre en un
país donde era desconocido? Organicé, por tanto, mi cuadrilla de
detectives vagabundos, ordenándoles acudir a todas las casas de coches
de alquiler hasta que dieran con el hombre al que buscaba. Qué bien
cumplieron el encargo y qué prisa me di a sacar partido de ello, son
cosas que aún deben estar frescas en su memoria. El asesinato de
Stangerson nos cogió enteramente por sorpresa, mas en ningún caso
hubiésemos podido impedirlo. Gracias a él, ya lo sabe, me hice con las
píldoras, cuya existencia había previamente conjeturado. Vea cómo se
ordena toda la peripecia según una cadena de secuencias lógicas, en las
que no existe un solo punto débil o de quiebra.
—¡Magnífico! —exclamé—. Sus méritos debieran ser públicamente
reconocidos. Sería bueno que sacase a la luz una relación del caso. Si
no lo hace usted, lo haré yo.
—Haga, doctor, lo que le venga en gana —repuso—. Y ahora, ¡eche una
mirada a esto! —agregó entregándome un periódico.
Era el Echo del día, y el párrafo sobre el que llamaba mi atención
aludía al caso de autos.
«El público, rezaba, se ha perdido un sabrosísimo caso con la súbita
muerte de un tal Hope, autor presunto del asesinato del señor Enoch
Drebber y Joseph Stangerson. Aunque quizá sea demasiado tarde para
alcanzar un conocimiento preciso de lo acontecido, se nos asegura de
fuente fiable que el crimen fue efecto de un antiguo y romántico
pleito, al que no son ajenos ni el mormonismo ni el amor. Parece que
las dos víctimas habían pertenecido de jóvenes a los Santos del último
Día, procediendo también Hope, el prisionero fallecido, de Salt Lake
City. El caso habrá servido, cuando menos, para demostrar
espectacularmente la eficacia de nuestras fuerzas policiales y para
instruir a los extranjeros sobre la conveniencia de zanjar sus
diferencias en su lugar de origen y no en territorio británico. Es un
secreto a voces que el mérito de esta acción policial corresponde por
entero a los señores Lestrade y Gregson, los dos famosos oficiales de
Scotland Yard. El criminal fue capturado, según parece, en el domicilio
de un tal Sherlock Holmes, un detective aficionado que ha dado ya
ciertas pruebas de talento en este menester, talento que acaso se vea
estimulado por el ejemplo constante de sus maestros. Es de esperar que,
en prueba del debido reconocimiento a sus servicios, se celebre un
homenaje en honor de los dos oficiales.»
—¿No se lo dije desde el comienzo? —exclamó Sherlock Holmes, con una
carcajada—. He aquí lo que hemos conseguido con nuestro Estudio en
Escarlata: ¡Procurar a esos dos botarates un homenaje!
—Pierda cuidado —repuse—. He registrado todos los hechos en mi diario,
y el público tendrá constancia de ellos. Entre tanto, habrá usted de
conformarse con la constancia del éxito, al igual que aquel avaro
romano:
Populus me sibilat, at mihi plaudo.
Ipse domi simul ac nummos contemplar in arca.
(lat. El pueblo me abuchea, pero yo me aplaudo en mi casa mientras
contemplo el dinero en mi arca.)
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